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yobajealinfierno · 2 years
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V - El perro de tu señorío
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Aquí están condenados en una laguna circular los que pecaron de ira y pereza. Los iracundos flotan sobre el agua golpeando entre ellos sus cuerpos y despedazándose a mordiscos con la misma ira que utilizaron en vida. Bajo el agua y atrapados por el lodo están los perezosos.
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V CÍRCULO DEL INFIERNO
Algunas almas que aquí moran: Paquirrín, Ylenia, María Patiño y Rafa Mora.   
Adiós
Hay pocas cosas tan dolorosas como no tener la oportunidad de decir adiós a la persona que amas. Resulta especialmente jodido porque, posiblemente, sea una de las palabras más sencillas de nuestro vocabulario y una de las primeras que aprendemos a decir. Cuando somos niños y empezamos a hablar nos empujan a ello constantemente: “Di hola”, “di gracias”, “di adiós” y ,bueno, a mí, uno de mis hermanos también me animaba a explorar aún más el vocabulario: “di hijodeputa”. Y yo lo decía. Así, todo junto. El caso es que, si lo piensas, a lo largo de nuestra vida hemos podido pronunciar la palabra adiós miles de veces y nunca la hemos valorado hasta el momento en el que no la hemos podido decir. 
¿Cuántas personas no han tenido la oportunidad de despedirse de un familiar que ha muerto? ¿Cuántas no pudieron decir por última vez adiós a la persona a la que aman? Ni siquiera una persona que se dedicase especialmente a enumerarlas sería capaz de hacerlo, aunque tuviera cien años por delante. Todas las personas que no nos hemos podido despedir acarreamos el resto de nuestra vida el peso de una palabra no pronunciada y, en mi caso os puedo asegurar que es un peso más grande. Yo no pude despedirme de ella porque primero desapareció de mi vida sin dejar rastro y luego más tarde descubrí que había fallecido. Siempre había tenido la esperanza de que tarde o temprano podría despedirme de ella de verdad e incluso llegué a creer que en algún momento volveríamos a estar juntos. Me equivocaba. Un día recibí aquella llamada inesperada con la noticia de que nunca pasarían ninguna de las dosas cosas. La distancia entre dos personas es una puta mierda pero imaginad si esa distancia no se mide en kilómetros sino en eternidad. Estar alejado de alguien porque no está. ¿No notas el calor de las llamas quemándote por dentro?
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Mi abuelo pasó varias semanas apagándose poco a poco. Murió con 97 años. Antes de eso nos había dado varios sustos pero, cuando los médicos aseguraban que iba a morir, él seguía peleando y volvía a estar como nuevo. Igual de viejo pero igual de divertido y despierto. No he visto a nadie amar tanto a una persona como hacía mi abuelo con mi abuela. Desde que tengo uso de razón siempre le vi enamorado de ella como si fuera un adolescente. Viajaron por todo el mundo, incluso cuando la vejez empezó a asomar en sus pieles. Mi abuelo fingía que lloraba de forma exagerada y ridícula siempre que la abuela le echaba una bronca por sus tonterías y bromas, mientras le decía: “me encanta cuando te enfadas conmigo porque te pones aún más guapa”. Le escribía poemas, le recordaba lo enamorado que estaba cada día y siempre le daba muchos besos. El abuelo se dedicó a documentar la historia de la familia desde que conoció a mi abuela. Compró un tomo rojo gigantesco con un montón de páginas en blanco y empezó a llenarlo de recuerdos. Fotos de sus viajes, su boda, entradas de teatros, museos, billetes de avión, instantáneas del verano que pasaban con mi madre y mis tíos, los nacimientos de los nietos, las Navidades que pasábamos todos juntos, una postal enviada por algún nieto… cualquier objeto que sirviera para recordar un momento feliz estaba clavado ahí dentro con pegamento y en orden cronológico. La historia de nuestra familia. 
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Llegó a rellenar siete tomos. Yo creo que aparezco a partir del cuarto. Era muy normal ir a la casa de los abuelos y hundirte en todos esos recuerdos encerrados en unas tapas duras ya desgastadas y comentarlos con ellos. Mi abuelo estaba enamorado de mi abuela y de su familia, por eso creo que se dedicó a documentarlo todo.
El abuelo, en los últimos años de su vida, aseguraba que se había roto la cadera por ir a darle un beso a mi abuela. Se pasaba todo el día presumiendo por estar con una mujer tan buena y por todos los años (más de setenta) que llevaban juntos. Yo siempre pensaba que si se moría mi abuela antes que mi abuelo (él le sacaba cinco años), él se moriría de pena. Así que siempre pensaba que era preferible que se muriera antes que ella. Y así fue, pero no de la manera que esperaba. Mi abuelo nunca perdió la cabeza, ni en el último aliento de su vida, mientras que la memoria de ella empezó a diluirse cada día. Dejó de recordar quién era él, a confundirle con otras personas e incluso a verle como un desconocido que había invadido su casa. Solo a veces, muy pocas, sabía que la persona que tenía delante era con la que había pasado toda su vida. El abuelo sufría sabiendo que ella se había olvidado de él para siempre. Así que, aunque fue él quien se fue primero de esta vida, ella en realidad ya se había marchado mucho antes. Entonces mi abuelo decidió aferrarse a sus tomos rojos. Pasaba los días viendo con ella los álbumes familiares. Creo que intentaba hacerle recordar cada momento que habían vivido juntos, la familia que habían formado. Se sentaba cada uno en su sofá y él le iba explicando todo: quiénes éramos las personas que allí aparecíamos y quién era él. Pero la verdad es que la abuela no entendía nada, aunque se le daba bien fingir que lo entendía todo. Tenía una buena mezcla en su cabeza y no se terminaba de aclarar. Si pensáis que esta historia acaba con un final feliz como El Diario de Noa, estáis equivocados. Mi abuelo no se parecía a Ryan Gosling y nunca logró que mi abuela le recordara. Lo mágico que tiene la vida es que es impredecible y que por mucho que te empeñes en algo, no tienes por qué conseguirlo. 
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El día que le ingresaron por última vez, recuerdo que era un lunes, mi madre me dijo que esta vez ya no había posibilidad de remontada. Le dieron tres días de vida y pasó casi dos semanas intentando vencer a la muerte. Todos mis hermanos me decían que fuera a despedirme de él y estuve los primeros días resistiéndome a pasar por el hospital. No sé por qué, pero no quería ver a mi abuelo en ese estado. Quería recordarle de otra manera. 
El sábado quedé con ella, por esas fechas aún estábamos juntos, y después de que me hubiera insistido mucha gente, fue quien terminó de convencerme para que fuera a ver al abuelo. Cuando estás enamorado de alguien te conviertes en una especie de autómata que sólo escucha la voz de la persona a la que quieres y el resto de voces se acaban convirtiendo en un murmullo inaudible. Esto puede ser algo bastante negativo, pero también es normal que pongamos por delante de los demás la opinión de alguien que nos importa de verdad. Al día siguiente me planté en el hospital con mi madre y algunos de mis hermanos. El abuelo estaba agonizando. Decía poca cosa y a veces no se le entendía bien. Lo que sí que escuchábamos y repetía constantemente eran estas palabras: “adiós”, “me muero”, “tengo miedo”, y “¿dónde está la abuela?”. Al fin, mi hermana trajo a la abuela que cargaba sobre el bastón el peso de sus 92 años y todos sus recuerdos olvidados y triturados como una receta de puré hecho con una Thermomix. Ella no sabía muy bien a quién iba a visitar pero mi abuelo en cuanto se dio cuenta de que había entrado en la habitación, a duras penas, pidió que la acercáramos a la cama para que pudiera darle besos. Fue como si, de pronto, por unos segundos, resucitara y las pocas fuerzas que le quedaban las gastara en incorporarse para despedirme de él y estuve los primeros días resistiéndome a pasar por el hospital. No sé por qué, pero no quería ver a mi abuelo en ese estado. Quería recordarle de otra manera. 
A los pocos días murió mientras dormía. Acompañé a mi madre a la habitación para que le viera por última vez. Le dio un beso en una mejilla. Mi hermana también estaba con nosotros y se acercó hasta la cama y llorando le dijo: “Adiós, abuelo”. Con la sábana de la camilla le habían tapado hasta el cuello como si fuera un alma preparada para subir en la barca de Caronte y solo faltara que depositaran sobre su boca una moneda para pagar el viaje. La cabeza reposaba hacia un lado como si estuviera dormido y el gesto que tenía en la cara creo que nunca se me va a olvidar. Observé la secuencia desde una esquina de la habitación como si fuera una escena costumbrista de una película de Almodóvar. En ese preciso instante aún no lo sabía, y tampoco lo había contado en la historia hasta ahora, pero coincide que esa misma mañana, mientras estaba siendo un espectador de la muerte de mi abuelo, la chica a la que quería había decidido soltar amarras para empezar a desaparecer de mi vida para siempre sin ni siquiera darme la oportunidad de decirle adiós. Me resultó muy doloroso descubrirlo pocas horas después cuando se mostró fría y dura al darle la noticia. Simplemente me dijo: “Lo siento por lo de tu abuelo. Ya hablaremos”. Y me colgó. Al principio pensé que estaría liada pero al acabar el día me di cuenta de que lo que pasaba es que no quería estar conmigo y ni siquiera tenía interés de hablar conmigo ni por compasión o pena. Y así fue. La persona que me empujó a despedirme de mi abuelo unos días antes nunca me permitió despedirme de ella. Lo jodido de cuando alguien te deja es que te dice adiós y a ti no te da la oportunidad de despedirte como te gustaría. Y así se puede resumir mi vida.
Mi abuela tampoco se pudo despedir porque en realidad no sabía de quién se despedía en aquel momento. Los dos vivían juntos en una pequeña residencia. Con más de noventa años, cada uno, resultaba imposible que pudieran seguir en su casa de toda la vida. Desde que murió el abuelo, mi abuela se despierta todas las noches y sale de la habitación con uno de los tomos de familia, mientras señala el rostro de mi abuelo en las fotos y les dice a la enfermeras siempre lo mismo: “¿Dónde está aquel señor tan majo que me enseñaba estas fotografías?”
Para abrir el siguiente círculo de mi infierno debes de escuchar esta canción y después seguir leyendo. Acabamos de superar el ecuador de esta historia y empiezo a sentir la despedida. Prometo decir adiós. 
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EL PERRO DE TU SEÑORÍO
Escuchad a las personas que hablan poco, esas son las que más tienen que contar. Hace tiempo aprendí que es importante no hablar de uno mismo todo el rato. Resulta un coñazo tomarte algo con alguien que se dedica a acaparar toda la conversación hablando sobre su vida y milagros. No es coincidencia que las personas más inteligentes que conozco escuchen más que hablan. En cambio, a la persona que habla por los codos, normalmente, sólo le interesa su película y no la de los demás. Cuenta lo suyo y poco o nada le importa lo tuyo. Yo si estoy en una conversación que no me interesa me callo y no participo, si esa conversación me interesa pero todo lo que había que decir ya lo han dicho otros, también me callo. Y si en general no voy a aportar nada interesante me mantengo en silencio. Pensaréis entonces que me estoy autodenominando, según mi barómetro, como un sujeto inteligente, pero lo cierto es que me dedico a escribir mis mierdas y se las cuento a gente totalmente desconocida, lo que me convierte en una persona que acapara totalmente la conversación. Quizá sea la peor de todas, puesto que quien me lee ni siquiera tiene la oportunidad de darme réplica y decirme: “eso que dices es una mierda y no tienes razón”. Insisto, hace tiempo que aprendí a que es importante no hablar de uno mismo todo el rato, a destruir el ego, a no creerse que las palabras de uno tienen más importancia que las del otro y aquí estoy igualmente, hablando de lo que llevo dentro, arañando entre mi basura. Tengo que salir de este puto bucle pero no sé cómo. Por eso estoy escribiendo esto. Estoy intentando escapar de esta manera. 
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Ella siempre llevaba camisetas de grupos de música. La mayoría se las hacía en una tienda de la Calle San Andrés, al lado de la Plaza del Dos de Mayo. La primera que le vi fue al día siguiente de conocernos. Me abrió la puerta de su casa y su pijama era una camiseta larga en la que ponía: “Quique González duerme conmigo”. Pero eso ya os lo conté en el primer círculo de mi infierno. Estas camisetas suyas eran entre cómicas y serias, es decir, lo mismo llevaba merchandising oficial de la banda que otras que se diseñaba con frases relacionadas con la música que le gustaba, como esta que también me molaba bastante: “Soy la chica de ayer. Llegas muy tarde, tío”. Aunque mi preferida era en la que cambiaba la letra de Un día en el mundo de Vetusta Morla dejándola así: “Ponerme guapa para mí”. Yo siempre le decía: “quiero ser una de tus camisetas de grupos para ir siempre contigo”. Con tantos vaivenes, de alguna manera, me quería aferrar a sus cosas para que nunca nos pudiéramos separar. Suena de puto loco, pero cuando te enganchas a una persona serías capaz de hacer cualquier ida de olla. Esa era la razón por la que quería convertirme en un objeto inanimado de su casa para no irme de allí jamás y empecé a pensar cómo podría lograr algo tan loco. Por eso me bastaba ser una de sus camisetas.
Me encantaba llegar a su casa y que tuviera puesta una de esas camisetas que a veces utilizaba como pijama. Muchas veces la pillaba viendo la tele. Le gustaba ver todos los documentales de La 2 y todas las noticias del canal 24 horas. Se quedaba impresionada viendo la inmensidad de la naturaleza, los animales salvajes peleando por la supervivencia y los desastres naturales que nos asolan y los que el ser humano provoca. Le afectaban de verdad. Miraba fijamente a la pantalla y consternada decía “¡Es horrible!”. Al final lograba arrancar su atención de aquello y apagábamos la tele para salir por el barrio. Os juro que me costaba tanto que dejara de pensar en todo lo que había visto que también hubo un tiempo que quería ser un animal o un porción de tierra de las que salían por aquella televisión para sentir lo que se debía de sentir cuando ella miraba todo eso. 
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En aquella época siempre nos cruzábamos con un borracho de pelo negro y largo que se colocaba en el centro de la Plaza del Dos de Mayo gritando durante horas la misma frase: “Pueden llamarme por mis apellidos: Mi primer apellido es Perder, el segundo no lo recuerdo.” Pasaba así el tiempo mientras la gente sentada en las terrazas y en la propia plaza le ignoraban, hasta que llegaba un coche de policía y se lo llevaba de ahí forcejeando con él entre sus gritos: “Perder, Perder, Perder, Perder…” hasta que aquel extraño apellido se escuchaba a niveles mínimos dentro del coche de policía. Siempre iba con una mochila de montaña cargando con sus cosas. Es un clásico del barrio. Hace unos años le fotografié cuando iba de camino al trabajo. Me gusta Malasaña porque no es La Latina. Malasaña sigue manteniendo una parte auténtica. Aunque sea la meca de los putos modernos, tiene un tinte muy decante. En realidad, si analizas cada metro cuadrado del barrio, no es nada cool y eso me gusta mucho. Es un barrio repleto de mendigos, borrachos, drogadictos, de gente extravagante y de un montón de peña a la que no le gusta conformarse. En definitiva está lleno de personas a las que en su casa les dijeron que se dedicaran a estudiar una carrera de provecho y a las que nunca apoyaron para que hicieran lo que realmente les apasionaba. Así es como hemos acabado todos aquí. Si alguna vez habéis estado en la plaza sabréis que la escultura de Daoiz y Velarde siempre tiene cervezas sustituyendo a la espada que hace unos años arrancaron de la estatua. Esta es la historia de la primera persona que colocó una cerveza sobre los dos tipos que dicen que derrotaron a los franceses en la época donde a los madrileños nos apodaron como gatos. 
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Nos gustaba ir a la plaza a beber latas y litronas de cerveza. De verdad que hay pocas cosas tan placenteras como aprovechar un día de buen tiempo y tirarse allí a tomar el sol con unas cervezas y una conversación perfecta. Es un placer que sólo se interrumpe cuando llegan los municipales a poner multas. Mientras no sucede eso, todo es una maravilla. La gente se sienta alrededor de la estatua de Daoiz y Velarde en cuanto el sol de Madrid empieza a calentar en primavera, como si fuéramos palomas de barrio. Nosotros ya éramos expertos y había días que bajábamos de su casa con un tupper a la hora de comer y éramos capaces de aguantar ahí hasta que anochecía. Lo que más me gustaba de aquel lugar no era la plaza, el sol o la cerveza (y eso que me gusta demasiado la cerveza), lo que de verdad me flipaba de todo eso era ella. Cuando nos conocimos me pasó algo que nunca me había pasado jamás: me sentí único. No me refiero a esos mensajes publicitarios que están escritos sobre una gran variedad de productos que cuestan una media de quince euros y que nos aseguran que somos la puta leche, o nos desean un buen día, e incluso invitan a dejar de lado las malas vibraciones para que nos creamos las personas más especiales del mundo. No. No hablo de esas mierdas. Me estoy refiriendo a sentirse como la única persona que existe en la faz de la tierra. Me sentía observado. Notaba que había alguien que de verdad me miraba como nunca antes me han mirado. Creo que resulta imposible de explicar esta sensación, pero estoy seguro de que las personas que lo han vivido saben perfectamente a lo que me refiero, y en caso contrario tenéis que vivirlo sea como sea. Resumiendo: lo mejor de aquel plan era pasarse las horas hablando de todo tipo de temas con ella.
-Si tuvieras que ser un objeto, ¿qué serías? 
-¿Eres tonto o qué? -Me encantaba cuando se metía conmigo en el momento más inesperado.
-¿Como que si soy tonto? Creo que es una pregunta bastante fácil, ¿no?
-A ver, sí, fácil es, pero no sé por qué preguntas esa chorrada.
-Las personas llevan siglos preguntando a otras qué clase de animal serían si fueran un animal, así que no me parece tan descabellado formular la misma pregunta en el hipotético caso de poder elegir ser un objeto.
-¿Cómo qué no? ¡Es una locura! 
-¿No has pensado nunca que igual que te podría haber tocado ser una jirafa, podrías haber sido una hoja de un bosque o, peor, un rollo de papel higiénico? 
-¡Eso es imposible!
-¿Por qué? Si estamos aquí por casualidad, ¿por qué no podríamos ser un trozo de madera?
-Porque directamente no serías.
Nunca llegábamos a una conclusión clara pero yo siempre he pensado esto, y le he dado muchas vueltas, y soy consciente, podéis tacharme de loco, de que podría haberme tocado ser en este mundo, por ejemplo, un trozo de plástico que flota en el océano a la deriva. 
Insistí con el tema:
-Venga, va. Da igual. Sígueme el rollo. Imagina que por un casual sí que podrías ser un objeto. ¿Cuál serías?
-La verdad que es una pregunta bastante complicada. Con los animales es mucho más fácil decantarse por uno. 
-¿Sí? ¿Cuál serías?
-Un pájaro sin duda. 
-¿Cualquiera?
-Me da igual mientras vuele alto.
Me gustó mucho su respuesta. Más aún teniendo en cuenta que yo siempre he tenido las miras bastante más bajas y siempre ante esa pregunta he respondido que sería un mono para trepar por todos los lugares que me diera la gana. Así soy de simple. Ella siempre iba más allá. No se quedaba en la superficie. Profundizaba en cada cosa. 
-Un pájaro no se llevaría bien con un mono, ¿estás segura de que quieres ser un pájaro? 
-¿De verdad que quieres ser un mono?
-¿Y qué tienen de malo los monos? ¿No venimos de ahí todos?
-Ya, pero no sé. Estarías lleno de piojos todo el día.
-Joder, es verdad. No lo había pensado. Pero bueno, así tú podrías quitármelos.
-No porque eso lo hacen entre los monos y yo quiero ser un pájaro.
-Pues sí. Igual es complicado que me quites los piojos con el pico.
-Vale, deja los piojos de lado.Ya me ha picado la curiosidad. Si fueras una cosa ¿qué serías?
Lo peor de todo es que siempre que me planteaba la posibilidad de ser una cosa, nunca llegaba a una conclusión clara porque me daba mucha pena pensar que podía ser algo inerte en la vida que no siente nada. Pero cuando escuché su pregunta me salió del alma esta respuesta:
-Pues mira, por ejemplo me gustaría ser una cerveza olvidada en tu nevera, tu disco preferido y el libro que más te ha marcado en la vida para estar siempre contigo.
Cuando le dije aquello, me sonrió, me besó en la boca y me estranguló entre sus brazos mientras me decía al oído: 
-He dicho una cosa, pero, bueno, haré la vista gorda. Me gusta la Mahou, mi disco preferido es Nos sobran los motivos de Joaquín Sabina y el libro que más me ha marcado se llama Final de juego de Julio Cortázar. 
Después de aquello pasamos la tarde debatiendo sobre cuál era la cerveza más rica del mundo, el mejor disco de Sabina y el mejor libro de Cortázar. Luego nos quedamos mirando la estatua de Daoiz y Velarde durante un buen rato sin decir nada. Meses antes habían arrancado las espadas a Daoiz y Velarde y desde entonces nunca las han repuesto. De esto ya han pasado unos años. ¿Cómo cojones alguien puede arrancar de una estatua de piedra unas espadas en pleno centro de Madrid y que no haya nadie de testigo? Misterios. En Cómo conocí a vuestra madre Ted Mosby, el protagonista, decide robar del restaurante donde tuvo su primera cita con Robin una trompa azul que tienen expuesta y con la que bromearon durante la cena. Nos gustó imaginar que quizá algún tarado o tarada la había robado para hacer feliz a su pareja. 
Esa noche ella decidió rebautizar a la Plaza del Dos de Mayo y de madrugada, cuando éramos los últimos que por allí quedaban, e igual que la persona que robó las espadas, saltó la verja que protege la escultura, se subió a las estatuas y colocó en el hueco de la espada de Velarde el último litro de cerveza que nos habíamos bebido. Desde allí arriba gritó: “Me complace anunciarles que los héroes que ganaron a los franceses y que les vencieron muriendo en esta plaza en el año 1808 eran unos borrachos como todos los que aquí nos reunimos”. Los pocos que quedaban empezaron a aplaudir y a levantar sus latas y litronas en señal de brindis.
-¡Joder! ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loca? ¡Baja de ahí ahora mismo que va a venir la policía! -Le dije mientras me descojonaba. Temía que llegara la poli o que un vecino nos denunciase, y joder, en el fondo sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien. Se trata de una escultura con varios siglos a la espalda que representa algo importante.
Cuando volvió a saltar la verja, y se sentó de nuevo conmigo, juntó su cara con la mía y me dio un beso.
-¿Por qué lo has hecho?
-¿El qué? ¿Besarte?
-No, idiot. Subirte allí arriba y colocar la litrona.
-Por varios motivos.
-¿Así? ¿Cuáles?
-El primero de todos es que Daoiz y Velarde nunca me han caído muy bien. La que merece aquí un monumento es Manuela Malasaña y no ese par de tipos. Y el segundo motivo, y quizá el más importante, es para que cuando pases por aquí y veas la cerveza, te acuerdes de nosotros. Creo que ha merecido la pena, ¿no? Anda, vámonos a dormir.
Me gustó el gesto pero en su momento no me fijé en el pequeño detalle de que hacía aquello, según dijo, para que me acordara de los dos. Ahora me doy cuenta de que siempre estuvo preparando su despedida. Cuando veíamos una serie o una película juntos era capaz de adivinar lo que iba a pasar en cada escena e incluso en el final. Aquella noche, antes de acostarnos, vimos una película que ya ni recuerdo cuál era y me destripó unas cuantas escenas. Tuve que pedirle que parara: 
-Por favor, no me cuentes lo que va a pasar.
-Pero si no lo sé. No la he visto. Me lo invento.
-Ya, pero siempre lo adivinas.
-¿Y qué hago?
-Pues callarte. Yo veo esto sin plantearme qué va a pasar en el futuro, me quedo en el presente, en lo que está pasando.
-Eso es verdad, pero aquí y en la vida. Tú eres de vivir el presente y yo siempre estoy mirando al futuro. 
Ahora me doy cuenta de que todo lo que decía tenía sentido y que siempre se estaba despidiendo de mí de alguna forma. Un mes antes de que desapareciera de mi vida, yo aparecí en su casa con una lata de cerveza, su disco y libro preferido. Me preguntó entre risas que por qué le traía eso si todo eso ya lo tenía. Incluidas las cervezas. Le expliqué que estas tres cosas eran bien distintas. Le dejé la lata de cerveza en la nevera con un postit que ponía “no me bebas”. El disco junto a su equipo de música, que estaba en el salón, y el libro en la estantería de su habitación. “Vale. Ahora ya de alguna manera estaré siempre contigo. No he puesto nada en el baño para que no pienses que estoy puto-loco”. 
Tardaron varios días en retirar la litrona de la escultura. Ella fue la primera persona en colocar allí una cerveza y ahora todo el mundo repite ese gesto todas las semanas. Desde hace unos años vivo al lado del Dos de Mayo y siempre que paso por allí y veo alguna cerveza coronando la escultura hay algo que me machaca por dentro. Logró lo que quería pero seguramente ninguno de los dos nunca hubiera imaginado que aquella cerveza, fruto de una borrachera tonta, me iba a hacer pensar siempre en nosotros sin saber que ya no habría nunca jamás un nosotros. Al final logré convertirme en un objeto pero no de la forma que quería. 
El día que salió este disco y que descubrí esta canción me alegré mucho porque sentí que alguien por fin me entendía. Así es la música. Es la única herramienta capaz de descubrirnos todos los secretos que tiene esta vida. Ojalá hubiera salido la canción cuando ella aún estaba aquí para poder haberle explicado por qué quería ser un objeto sin que pensara que estoy loco. Estoy seguro de que me hubiera entendido. Quizá vosotros ahora me entendáis mejor y los motivos por los que sigo escribiendo esta historia que cada vez quema más por dentro. Mi apellido es Agúndez, como mi madre y como mi abuelo, pero me estoy planteando seriamente ponerme como segundo Perder. Creo que me define perfectamente. 
Por cierto, nunca había compartido esta foto de aquellos días. Pensé que nadie lo entendería:
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Sigue la playlist de esta historia en Spotify.
Ahí están todas las canciones que se mencionan y aquellas que también suenan pero no se mencionan. Se irá actualizando con cada publicación. 
Recuerda que sin música seríamos poca cosa y esta vida no tendría el mismo brillo. Además el fuego que llevamos dentro no sería capaz de quemar a nadie. 
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yobajealinfierno · 4 years
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IV - Tienes reservado el cielo
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Aquí están condenados a cargar con pesos de oro los avaros por acumular tantos bienes y los pródigos por derrocharlos. Divididos en dos grupos giran alrededor del círculo. Cada vez que se encuentran se insultan entre ellos. En función de los bienes materiales que tuvieron en vida cargarán con más o menos peso toda su eternidad.
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IV CÍRCULO DEL INFIERNO
Algunas almas que aquí moran: El joven rico y el Sr. Burns.  
LA GENTE LLORA EN LUGARES EQUIVOADOS
Eso fue lo que pensé el día que me vi llorando dentro del cuarto de baño del trabajo. Me miré al espejo y sonreí como para ver si era capaz de fingir que no me pasaba nada delante de los demás. Me sentí un estúpido al descubrirme en el reflejo del cristal y me dio por pensar en cuántas personas antes que yo habían llorado exactamente en ese mismo lugar en el que estaba y se miraron al espejo para quitarse las lágrimas.
A lo largo de mi vida he visto llorar a muchas personas, conocidas y desconocidas. En la mayoría de casos ha sido en espacios que no están pensandos para llorar, y aún así lloraban como auténticos condenados. Yo entonces lloraba por una chica que pasaba de mi cara y se había ido con otro chico. ¿Esto tiene algún sentido? Ya os adelanto que no, pero por lo que sea nos gusta abrazar el dolor y aferrarnos a sus espinas. Esto contrastaba frontalmente a la situación que vivía con ella meses atrás. Cuando estábamos en mi piso éramos tan felices y nos reíamos tanto que los vecinos, un par de ancianos de más de ochenta años, nos dijeron una vez en el rellano que daba gusto escuchar a una pareja ser tan feliz al otro lado de su pared y que, por favor, nunca perdiéramos el sentido del humor. Aquel encuentro nos marcó tanto y nos hizo sentir tan afortunados de tenernos el uno al otro que juramos y perjuramos que siempre seríamos las dos personas más felices de la tierra. Por supuesto que no lo cumplimos. Los ancianos eran de los nuestros. Todas las mañanas les escuchábamos lanzándose piropos de otra década. Piropos que luego nosotros les robábamos y nos los decíamos para hacer lo que mejor se nos daba hacer: reír.  Había una frase que nos hacía mucha gracia y que ambos se decían indistintamente: “Niño, un camello puede pasar muchos días sin beber agua pero yo no puedo estar sin ti más de uno”. Era tan cursi y tan extraña que se la robábamos constantemente. Pero entonces de eso ya no quedaba nada.
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Durante la carrera tuve que trabajar para pagarme la matrícula de cada curso. Iba a la Complutense y aunque fuera barata (si la comparamos con una privada, claro) no tenía forma de pagarlo. Hice todo tipo de cosas. Fui repartidor en el Telepizza, hice mudanzas, estuve como botones en el Palace... y durante ese verano me disfracé de hamburguesa gigante para una cadena muy famosa, algo que me llevó a vivir una de las historias más surrealistas de mi existencia. La hamburguesería estaba en Gran Vía. Mi trabajo era sencillo: me ponía un disfraz con forma de hamburguesa y cruzaba la calle hasta Callao, donde me dedicaba a repartir cupones con descuentos y ofertas. Se me daba bastante mal y eso que no hacía falta ni que sonriera porque el disfraz de hamburguesa ya tenía incorporada una sonrisa gigante en la cara que sonreía por mí, lo cual era algo que me facilitaba bastante el trabajo porque la verdad que no tenía ni putas ganas de sonreír. ¿No os ha pasado en algún momento que no os quedan fuerzas ni para hacer una pequeña mueca? A mí sí. Muchas.
Prácticamente nadie me cogía los descuentos. Para la gente directamente no existía y los pocos que se fijaban en mí aprovechaban para tocarme el disfraz por la espalda, hacerse selfies o simplemente descojonarse. Ni siquiera le interesaba a los niños. Preferían al puto Bob Esponja o a Dora la exploradora. El jefe me echaba todo el día la bronca porque decía que de todos los clientes que entraban ninguno aparecía con mis maravillosos descuentos. Yo estaba hasta las pelotas. Era julio y el calor bajo ese disfraz era lo más parecido a estar en el infierno. Mi plan era currar durante el verano allí para pagar la matrícula, lo que pasa es que los planes están para romperlos y a veces para que te los rompan. En este caso fue un poco de ambas.
Una tarde llegué al vestuario del trabajo y como siempre, me quité la ropa, me quedé en gayumbos y me miré al espejo. “No vas a llorar”, me dije a mí mismo. Y lo conseguí. Orgulloso de mi pequeño triunfo, pues llevaba unas semanas sin lograrlo, me puse la jodida hamburguesa encima y me marché a Callao a mi habitual posición de siempre, junto a la boca de metro que hay en la plaza. Después de una hora sin mucho éxito, apareció un tipo de unos sesenta años con aspecto de cowboy (llevaba botas y sombrero) y se plantó delante de mí:
-Ey ¿Te gusta este trabajo?
-Sin duda. Ir disfrazado de hamburguesa es el sueño de mi vida.
-¿De verdad?
-¿Usted qué cree?
-No lo sé, muchacho. Por eso te he preguntado.
-Y dale con muchacho. ¿A usted le han sacado de una de vaqueros?
-Ojalá. Adoro los westerns. Pero eso es otro tema. O quizá el mismo. Bueno, de momento te pido, por favor, que respondas a mi pregunta.
-Pues no. La verdad que odio este trabajo pero necesito el dinero, como la mayoría de personas que trabajan en este mundo.
-¿Y si te digo que tengo una oferta para ti?
-¿Cómo que una oferta?
-Un trabajo.
-¿De qué?
-Necesito un ayudante.
-¿Para qué?
-Quiero construir mi propio pueblo del viejo oeste.
-Venga, hombre. Si no me va a coger uno de estos cupones, no me haga perder más el tiempo.
-No te estoy tomando el pelo.
-¿Y por qué quiere construir un pueblo del maldito oeste?
-No te adelantes a los acontecimientos, chico. Ven a trabajar conmigo hasta septiembre y poco a poco entenderás todo. Empiezas el 1 de agosto. Es en un lugar de Almería todavía no fundado. Te pagaré 5.000 € por todo el mes. Pago por adelantado. Éste es mi número. Piénsalo y llámame. O mándame un WhatsApp aunque a esto no suelo contestar rápido. No se me da muy bien estas cosas modernas.
Antes de que pudiera responder, me cogió de la mano un 2X1 en hamburguesas, a la vez que me dejaba su tarjeta, y se marchó. Me quedé observándole fijamente. Vi cómo cruzaba la calle y se metió en la hamburguesería. Al poco rato salió mordisqueando una hamburguesa con una mano y en la otra llevaba una Coca-Cola gigante. Se perdió por Gran Vía con sus botas y su sombrero de cowboy. Pensé que era un colgado. No le di más importancia.
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Esa noche no pegué ojo ni un solo momento por el calor que hacía y porque no podía dejar de pensar en ella. Era algo que me ocurría habitualmente desde que se había marchado: me dedicaba a echarla de menos y el resto de cosas habían perdido el valor y el interés. No importaba que conociera a otras chicas o pasara noches borracho en los brazos de otra que, como yo, posiblemente sólo buscaban olvidar a otra persona un viernes cualquiera en un bar cualquiera. El olvido es caprichoso. Cuando tratas de olvidar a alguien, el muy hijo de puta se encarga personalmente de que se te quede bien clavado en la cabeza. Sobre todo cuando suceden cosas que no controlas y que parece que estaban destinadas a ocurrir. No creo que sea casualidad que al día siguiente, estando con mi disfraz y mis descuentos en Callao, ella pasara por la plaza. Fue muy extraño. De pronto me di cuenta de que estaba parada junto a la boca del Metro. Sentí como un puñetazo en el estómago por los nervios. Miraba su móvil y escuchaba música con auriculares, como siempre hacía cuando estaba sola esperando en algún lugar o iba de un sitio a otro. En un momento dado se me quedó mirando y yo, como un tonto, como si no llevara un disfraz que me tapara, me di la vuelta, intentando escapar de sus ojos. Parecía estar esperando a alguien. Dudé en acercarme para decirle algo, pero lo cierto es que no se me ocurría absolutamente nada que pudiera decir. Tenía muchas preguntas y muy pocas ganas de saber las respuestas. Después de estar pensándomelo durante cinco minutos, decidí acercarme. Ella no tenía ni idea de que estaba trabajando allí, así que existía la posibilidad de que saliera corriendo sin mirar atrás cuando una hamburguesa gigante se le acercara.Tenía que ser rápido a la hora de decirle algo para que eso no sucediera. Según me acercaba más a ella, más miedo sentía y menos sabía qué soltarle. Le saludé con la mano y al ver que lo hacía agachó la cabeza. Supongo que se pensaba que le iba a dar un descuento para una hamburguesa e intentaba evitarlo. Me puse delante y levantando la cabeza se quitó uno de sus auriculares. No sabía qué coño decir. Al final opté por algo sencillo:
-Hola.
-¡Hola!
Intentó ser amable. Me sonrió con esa sonrisa que solo ella sabía regalarme. Una sonrisa que hacía tiempo que no veía y que en ese momento descubrí que echaba más de menos de lo que creía. Como su voz, como su mirada, como todo lo que estaba fuera y dentro de su cuerpo.
-No sabes quién soy, ¿no?
-Pues no… ¿Me conoces de algo?
-Sí. Eres judía y buscas hebreo.
Sentí cómo sus ojos se abrieron por completo y de pronto se empezó a reír.
-¡No puede ser! ¿Eres tú?
-Claro. ¿Quién iba a saber eso de ti si no soy yo?
-¿Cómo te va todo?
-Pues aquí me ves. Me espera un verano asqueroso. ¿Tú?
-Nada. He quedado ahora con una amiga. Todo bien.
-Ya veo.
-¿No te mueres del calor con eso?
-Sí. Es un coñazo.
-Pobre.
En ese momento apareció la amiga entre los dos y se dieron un abrazo para saludarse.
-Bueno, me tengo que ir. Me alegro mucho de verte.
-¡Igualmente!
Mientras se despedía me acarició la cara. Bueno, en realidad tocó la cara de la hamburguesa pero os juro que pude notar su caricia en mi piel a pesar de que una masa gigante de tejidos me separase de su mano. Me quedé congelado. No sabía qué decir. Cuando dio media vuelta para marcharse con su amiga y empezaron a caminar Gran Vía abajo, decidí echar un órdago sin pensarlo y le grité para que se girara de nuevo hacia a mí.
-¡Oye! ¿Sigues buscando hebreo? -Vi como su sonrisa se abría igual que las aguas del Mar Rojo.
-¡Ya sabes que lo encontré! Creía que lo había perdido pero acabo de descubrir que simplemente estaba escondido dentro de una hamburguesa.
Sus palabras fueron como un golpe de esperanza dentro de mí. No estaba todo perdido. De hecho parecía que todo iba a ser mejor. Vi cómo se marchaba. Me puse a llorar dentro de mi disfraz. Me alivió pensar que nadie me veía hacerlo. Era como tener la puta capa de invisibilidad de Harry Potter pero ésta era mucho más efectiva. Estaba rodeado de cientos de personas que ignoraban quién estaba ahí dentro, ni sabían que estaba llorando. Llegué a mi puto piso y seguí llorando como un idiota. Tanto que sonaron tres golpes secos en la puerta de la entrada. Me levanté medio asustado y asomé el ojo por la mirilla. Al otro lado estaba mi anciana vecina con cara de preocupación. Me sequé las lágrimas como pude, abrí la puerta y la anciana me disparó con sus palabras:
-Niño, ¿qué te pasa? ¿Por qué no paras de llorar?
-Nada. Tonterías…
-¿Y tú chica? Hace tiempo que no os escucho reír a carcajadas.
-Se marchó.
-¿Por eso lloras?
-Sí.
-Mi querido Antoñito también se ha marchado. Hace tres días lo enterraron.
Nos echamos a llorar abrazados durante un buen rato. Después nos despedimos. Desde mi habitación escuché cómo lloró la anciana durante prácticamente toda la noche hasta que el silencio envolvió de tristeza la pared que nos separaba. Donde antes se escuchaban piropos, ahora era un lugar de llanto, y donde antes nos escuchaban reír ahora había descubierto que también se me escuchaba llorar. La pared de mi habitación y la de la anciana se habían convertido en una pared repleta de cicatrices que estaban borrando todos los buenos momentos vividos.
Hay una canción que me hace pensar en aquellos días. Escuchen el tema, después podrán continuar leyendo, es la llave para abrir el IV círculo de mi propio infierno. ¿Sabéis una cosa? La gente llora en lugares equivocados y lo cierto es que tendríamos que llorar menos.
TIENES RESERVADO EL CIELO
A las cinco de la madrugada decidí escribirle un WhatsApp: “Lo de hoy ha sido guay pero a la vez muy raro. Te echo de menos. Necesito que volvamos a estar como antes”. Dejé pasar los días pero no contestó. Qué novedad.
Después de darle vueltas a la cabeza durante la última semana de julio, entre los llantos nocturnos de mi pobre vecina, cogí el teléfono de aquel hombre y acepté el trabajo aún pensando que aquel hombre era un pirado y que quizá se trataba de una estafa, o peor: de un asesino en serie, uno de esos perfiles que desgranan en documentales de Netflix. Pensé que escapar de Madrid sería una forma perfecta de arrancarla de mi pensamiento. Además iba a cobrar muchísimo más de lo que cobraría en la hamburguesería y en realidad de lo que había cobrado nunca en un solo mes. Dejé el curro de un día para otro. Renuncié a mi finiquito y me llevé una buena bronca del jefe. Antes de irme de casa tiré a la basura todos los recuerdos que tenía de ella. Todos salvo la postal que me había enviado desde Tánger un fin de semana que se marchó con una amiga y que tenía pegada en la nevera donde aparecían unos camellos. En ella sólo había escrito esto: “He visto esta postal y he pensado en nuestros vecinos. Te echo de menos”.
El pseudo cowboy, que se llamaba Evencio, me pagó el tren para ir hasta Almería capital. Allí me recogió con una pickup antigua y cruzamos distintas carreteras hasta llegar al paisaje desértico y volcánico tan sobrecogedor de Cabo de Gata. Me llevó a una montaña desde donde se veían unas vistas espectaculares del mar. En ese lugar tenía una finca con una pequeña cabaña de madera.
-¿Puedes abrir el portón de la cerca?
Me bajé y abrí la puerta que cerraba un enorme vallado repleto de alambre de espino. Entró con la pickup y desde el coche me pidió que volviera a cerrarlo. Mientras cerraba se bajó del vehículo y comenzó a hablarme sin pausa.
-Asegúrate de echar el candado. No quiero que ningún curioso entre a cotillear. Había dejado el candado abierto porque no iba a ausentarme mucho pero es necesario que el portón se mantenga siempre cerrado. Sólo yo lo abriré. Es la primera regla que debes de cumplir. Bueno, en realidad estás obligado a cumplirla porque sólo hay una llave y la tengo yo. Bienvenido a la futura ciudad de Evencio West, famosa por sus bares, sus tiendas de ultramarinos, el mejor ganado de la zona y la hospitalidad de sus habitantes. Por no hablar de la seguridad. Casualmente el Sheriff se llama Evencio y mantiene el orden y la ley.
-¿Y dónde está todo eso de lo que hablas? Sólo veo lo que parece la casa de Evencio, el sheriff.
-No me mires como si estuviera loco. Toda gran ciudad se empieza construyendo desde la cárcel del sheriff, que por cierto, es ahí donde está tu cama. Lo siento es la única que de momento tengo para invitados pero no te preocupes que no te encerraré allí dentro.
Después de decir eso se rió muy sonoramente de su propia gracia que a mí, la verdad, me pareció aterradora.
-Entonces va a ser verdad lo del pueblo...
-Bueno en realidad no es un pueblo… Este peñasco llegará a considerarse una ciudad y seguramente Tarantino quiera venir a grabar aquí una de sus últimas películas...
-Vale, muy bien, pero ¿para qué quieres hacer esto?
-Tiempo al tiempo chico. De momento descansa. Mañana será un día muy largo.
Entré en la cabaña. Era minúscula. Una chimenea, una pequeña cocina con una mesa, el baño, y (no es coña) la cárcel donde dormía. Al menos el colchón era cómodo. No sé qué cojones hacía ahí con ese hombre que no conocía de nada. Esa noche no me costó dormir, el viaje había acabado conmigo y caí rendido. A la mañana siguiente me despertó el olor a huevos con bacon y café que había preparado Evencio para desayunar.
-¡Buenos días, chico! ¡Hoy es un gran día! ¿Cómo tomas el café?
-No me gusta el café.
-Pues aquí lo tomarás todos los días para estar despierto y activo.
-¿Qué voy a hacer exactamente?
-Verás, lo más importante para una ciudad, junto a la casa del sheriff, es construir su muralla y es justo a eso a lo que te vas a dedicar en este mes.
-¿En serio? ¿Y por eso me va a pagar tanto dinero?
-Suena idílico pero es un trabajo muy duro. No sé si lo soportarás. Bueno, no te queda otra en realidad. Tenemos un contrato.
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Me pasaba los días bajo un sol demoledor cargando piedras y levantando una muralla sin sentido. Me sentía como Sísifo. La condena de Sísifo en el infierno, según la mitología, consistía en cargar con una piedra que debe dejar en la cima de una montaña. El problema es que cuando está a punto de conseguirlo, siempre, sin excepción alguna, no puede con el peso de la roca gigantesca y esta le gana la partida, cayendo colina abajo y teniendo así que volver a empezar de cero durante toda la eternidad. Yo levantaba una muralla que parecía que nunca iba a acabar. Era duro y desesperante. Trataba de distraerme para que el trabajo se me hiciera menos pesado. Analizaba cada piedra. Le sacaba formas como el que mira las nubes y se inventa una historia. Lo peor de todo es que hasta las piedras me empezaron a recordar a ella, a momentos que habíamos vivido, a objetos que habíamos compartido, a historias que protagonizamos. Fue entonces cuando las piedras me empezaron a pesar mucho más que antes. Sentía cómo cargaba con todo el peso de una relación fracasada de un lado a otro. Las piedras habían cobrado vida y eran como trozos rotos de nuestra historia que desesperadamente intentaba encajar en una muralla que de pronto se había convertido en mi propio Muro de las Lamentaciones. Más tarde escribí este poema para recordar cada una de mis piedras, cada carga, cada error.
Tenía razón. No lo soporté. Era un trabajo muy duro. Evencio me trataba bien, a su manera, hasta que una semana después le dije que dejaba el trabajo y que le iba a devolver la parte del dinero que no iba a trabajar.
-Muy bien, chico. Intenta salir de aquí. Recuerda la primera regla. Solo yo tengo la llave y es imposible que saltes el alambre de espino. No sé si lo sabes pero tenemos un contrato verbal en el que te has comprometido a trabajar aquí durante el mes de agosto, y amigo, el sheriff de esta ciudad, es decir, yo, no permitirá que lo incumplas, así que déjate de chorradas y vuelve al trabajo hasta que no quede ni una jodida piedra en el suelo, cabeza buque.
Evencio en pocos días se desveló como lo que era: un cabrón zumbado de la cabeza. Antes era un colgado a secas pero en ese momento confirmé que además podía ser un sádico. Al principio le obedecí para que no sospechara. Le pedí disculpas mientras en mi cabeza planeaba algo para salir de ahí e intentaba calmar mi rabia diciéndome a mí mismo por mis adentros: “cabeza buque tu puta madre”. Fue inútil. No encontré ningún punto débil para marcharme y llamar a la poli nunca fue una opción porque no había cobertura. Pensé en cortar algún trozo de la valla pero no tenía tijeras o alicates. En realidad no tenía nada. Mis herramientas eran las manos para cargar las piedras e ir apilándolas para hacer la muralla. Ni siquiera me dio una carretilla para llevarlas cuando se lo pedí.
Mi rutina era siempre la misma: Evencio me despertaba con el olor del desayuno, me lo comía, y después en la celda leía un rato el primer libro que cogía al azar de su estantería. A las diez empezaba mi jornada y no paraba hasta la hora de comer cuando Evencio me llamaba para almorzar. Después me dejaba ver una película con él (tenía una colección inifinita de películas clásicas en VHS) y sobre las cuatro de la tarde volvía a mi muralla hasta las ocho. En ese tiempo Evencio solía bajar a San José, el pueblo más cercano, donde aprovechaba para hacer la compra y todas esas veces intenté escapar. El alambre de espino era infranqueable (me rajé la piel varias veces) y traté de hacer varios agujeros bajo el suelo de la valla pero las lindes de la finca estaban construidas sobre piedra y resultaba imposible cavar con las manos. De alguna forma estaba secuestrado aunque me sentía tranquilo porque tenía la seguridad de que Evencio me dejaría marchar en cuanto el mes de agosto muriera. Si algo me había demostrado (además de estar loco) es que era un hombre de palabra.
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Evencio todos los días traía flores y las dejaba sobre un montículo que había bajo un árbol en la finca. Tenía que ser una tumba pero las veces que me acerqué a comprobarlo sólo había flores. Ni rastro de una lápida, una cruz o algo parecido. Le pregunté en una ocasión pero se puso a la defensiva:
-¿Te pregunto yo a ti por qué estás bebiéndote mi café todas las mañanas cuando me dijiste el primer día que no te gustaba, cabeza buque? Pues entonces.
Nos acabamos haciéndonos amigos, por llamarlo de alguna manera. No me quedaban más cojones de serlo. Nunca me ayudaba con la muralla. A veces ni siquiera estaba por allí, otras veces cogía una silla y se ponía a observar cómo hacía el trabajo mientras mordía una pajita que había arrancado de la tierra. Durante varios días le estuve intentando convencer para que me llevara al pueblo. Necesitaba ver a una persona que no fuera Evencio y pensé que quizá, una vez allí, podría escapar. El tiempo pasaba muy lento y me estaba volviendo loco. No conseguí que me llevara al pueblo pero una tarde logré emborracharlo aprovechando su buen humor y eso al menos me despejó un poco la cabeza. En la cena sacó una cerveza para cada uno y logré que repitieramos dos veces más de ronda. La cuarta cerveza la abrió él sin ni siquiera preguntarme. Yo iba bastante pedo. Él iba más pedo aún. Fue el momento perfecto para arrancarle las palabras.
-¿A quién tienes enterrado en la finca?
-Uno: Muy pronto dejaste de tratarme de usted. Dos: ¿A ti quién narices te ha educado? Tres: ¿No sabes que hay cosas que no se preguntan?
-Si no le pusieras flores todos los días no te hubiera preguntado.
-¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?
-¿Tú qué crees? Me paso el día cargando putas piedras de un lado a otro y lo único interesante que pasa aquí es que llevas flores a un lugar donde ni siquiera hay una tumba.
-¿Sabes cuando amas a alguien que de pronto desaparece sin dejar rastro como si fuera un fantasma?
-Creo que sí.
-Me refiero de una forma literal.
-¿A qué te refieres?
-Mi mujer murió.
-Lo siento. Pensaba que te había dejado.
-Sí, de alguna manera me dejó. Se marchó. Su corazón de un día para otro se paró y cuando la encontré muerta sobre el sofá ya no estaba. Fue ahí cuando me di cuenta de que el cuerpo es una simple carcasa que encierra todo lo que somos y que al morir nos marchamos para siempre dejando aquí un puñado de huesos. Su familia quiso enterrarla en Almería en una tumba familiar en la que tenían un hueco. Yo ni siquiera fui al entierro. En ese féretro, para mí, ya no estaba ella. Me vine a vivir aquí. Era una finca que habíamos comprado con el fin de jubilarnos lejos de todo el mundo. Veníamos a pasar los fines de semana y los veranos. Ese árbol lo plantó y es lo único realmente vivo que me queda de ella.
Me pareció algo bonito. El amor más allá de la muerte. Inmediatamente pensé en mi vecina y en el repentino fallecimiento de su marido que me anunció la noche antes de irme de Madrid. Me recordó a ella porque los dos se habían referido a que sus parejas se habían marchado. En mi caso también se había marchado pero entonces ignoraba que más tarde se marcharía de verdad. Para siempre. Los ojos de Evencio estaban llorosos y antes de que pudiera decirle algo, él volvió a tomar la palabra.
-¿Y tú? ¿Cuál es tu historia? ¿Por qué crees que sabes lo que significa que alguien desaparezca sin dejar rastro?
Se lo conté todo y me centré en cada detalle de la noche en que la vi con otro chico. No sé por qué pero me empeñé en centrarme en esa historia. Le pregunté en varias ocasiones si lo entendía e intenté que me explicara por qué alguien es capaz de hacer algo así. Evencio se quedó callado mirando a través de la ventana. Fuera sólo se escuchaban los grillos y dentro nuestras voces partidas por el sonido del gas estallando al abrir los botellines de cervezas y el tintineo de las chapas cayendo contra el suelo. Como no me respondía le lancé otra pregunta:
-¿Y lo de montar un pueblo? ¿Y la muralla? ¿Qué sentido tiene? ¿Cuándo me lo vas a contar?
-¿Por qué te empeñas en buscar sentido a algo que no lo tiene, cabeza buque?
-¿Ahora estamos hablando de tu pueblo o de mi chica?
-¿Tú qué crees?
Se levantó de la silla, balbuceó lo que creo que fue un “vete a dormir, hijo”, y se encerró en su habitación. Yo me terminé la cerveza que me quedaba y también me acabé la suya que había dejado apoyada en el suelo. Me metí en mi cama y me pasé la noche pensando en su pregunta, “¿por qué te empeñas en buscar sentido a algo que no lo tiene, cabeza buque?”. Me quedé dormido cuando me di cuenta de que no me atrevía a darle una respuesta. Me gusta irme a dormir pronto cuando los días son malos para que acaben lo antes posible o para evitar hacerme preguntas.
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A la mañana siguiente no me despertó el olor al desayuno de Evencio como todos los días. El silencio reinaba en la pequeña cabaña. Me asomé a la habitación pero no estaba. Salí y no vi su pickup. El portón estaba abierto. Había una nota en la nevera: “No te preocupes por mí. Aquí ya estás perdiendo el tiempo. Te he enviado por WhatsApp una foto que creo que te hará ilusión guardar. Te la hice una mañana después del desayuno. Siento que salgas con los ojos cerrados. Gracias por todo, cabeza buque.” Lo primero que pensé fue en escapar de allí lo más rápido posible. Preparé mi mochila en diez minutos y cuando estaba a punto de marcharme me pareció terrible la idea de huir después de la conversación que habíamos tenido la noche anterior. Dejé la mochila y la deshice. Me preparé el desayuno y después me puse a trabajar en la muralla. Pensé que Evencio llegaría en cualquier momento pero ese día no apareció, ni tampoco al siguiente y nunca más. Estaba preocupado y una mañana decidí salir de la finca y subir a una montaña mucho más alta que había cerca de la cabaña. La idea era llegar hasta arriba y coger cobertura para intentar localizarlo. Logré encontrar una raya de cobertura sobre esa cima y entre todos los mensajes que me llegaron de golpe, uno de ellos era la foto que Evencio me hizo y de la que me hablaba en su nota. Ni siquiera soy capaz de recordar el momento. Lo que sí que estoy seguro es que fue el único día que llovió en todo el mes de agosto.
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No conseguí contactar con Evencio. Su móvil estaba siempre apagado y no le llegaban mis mensajes de WhatsApp. Pensé en llamar a la policía pero nunca llegué a hacerlo. En el fondo no me quería ir de la cabaña hasta acabar mi trabajo y supongo que no iba a saber explicarles por qué tenía una mochilla con cinco mil euros en metálico. Al descubrir que en la cima de la montaña había cobertura, comencé a subir allí todas las tardes para llamar a mi madre y confirmarle que no había muerto o desaparecido, charlar con mis colegas, que lo cierto ninguno había echado en falta mi ausencia, intentar localizar a Evencio y por supuesto ver si ella había decidido responderme a aquel WhatsApp que le había enviado el día que nos vimos por última vez. Subía a la montaña cada tarde con la esperanza de encontrar su respuesta. Mientras la recorría me imaginaba sus posibles contestaciones. Cuando llegaba descubría la puta realidad: me había dejado en visto y al otro lado no había nada ni nadie. Así todos los días. Después volvía a bajar y seguía con la muralla.
El 30 de agosto terminé el muro. Me podría haber marchado hacía más de una semana con la desaparición de Evencio pero de alguna forma tenía que acabar lo que había empezado. Sentía que era mi deber. Me quedé un buen rato observando mi obra y empecé a descubrir en ella cada forma que fui imaginando de cada piedra mientras cargaba con ellas, cayéndome de golpe sobre mí todos nuestros recuerdos. La última piedra quise que fuera especial, distinta. Con un cuchillo de la cocina rayé en la superficie el nombre de ella y así bauticé a la muralla. Hice la mochila y crucé el portón. Recorrí la carretera de tierra que me llevaría a San José. Allí cogería un bus para volver a Almería donde podría pillar el tren que me devolvería de vuelta a Madrid. En coche había una distancia de treinta minutos. Andando eran unas horas. Atravesé el desértico Parque Natural de Cabo de Gata. Me arrastré como un condenado entre el polvo, sudé lágrimas, vi espejismos de su sombra, y llegué a un terreno repleto de camellos turísticos para hacer rutas por la zona y estuve un rato observándolos. Allí hice un descanso y morí un poco cuando encendí el teléfono y al fin alcanzó toda la cobertura del mundo. Sonó una notificación del WhatsApp. Era ella. Sólo había un mensaje: “Niño, un camello puede pasar muchos días sin beber agua pero yo no puedo estar sin ti más de uno.” Me emocioné. Celebré aquel mensaje con un grito que hizo que los camellos girasen la cara para mirarme. Me acerqué hasta ellos y me subí a la valla de madera que nos separaba para acariciarlos.
Llegué a Madrid cuarenta y dos horas después de haber salido de la finca de Evencio. El viaje no fue tan sencillo. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue ducharme y después me planté en su portal para darle una sorpresa. Pero ya no estaba. Se había marchado a África para siempre.
Hace un par de meses murió mi anciana vecina y el piso pasó a sus hijos que ahora lo alquilan. Los nuevos inquilinos son una pareja joven que me recuerdan bastante a nosotros. A veces se les escucha reír como locos y a horas prudentes suelen escuchar música. El otro día sonó una canción al otro lado de la pared que me pareció preciosa aunque no alcancé a escuchar del todo. Entre algunas cosas de la letra que discerní fue una frase: “Soy tu camello, te doy lo bueno. Acariciame la cara antes de que me vaya y tengas que echarme de menos.” Busqué en Google y encontré el tema. Se llama Tienes reservado el cielo. Lo puse en Spotify y mis días construyendo un muro tan absurdo como nuestra mi historia, la que viví con ella, pasó por delante acariciándome mi cara sonriente de hamburguesa que en realidad lloraba.
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Descarga el V relato en Amazon.
Sigue la playlist de esta historia en Spotify. Ahí están todas las canciones que se mencionan y aquellas que también suenan pero no se mencionan. Se irá actualizando con cada relato. Recuerda que sin música seríamos poca cosa y esta vida no tendría el mismo brillo. Además el fuego que llevamos dentro no sería capaz de quemar a nadie. 
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yobajealinfierno · 4 years
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III - Bolsas
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Aquí están condenadas las personas que pecan de gula. Se arrastran por un fango provocado por lluvias, el granizo y la nieve.No pueden salir de ahí.
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III CÍRCULO DEL IFIERNO
Algunas almas que aquí moran: Ronald McDonald, Gustavo Fring, Lawrence "Chunk" y Goliat.
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LOREM IPSUM DOLOR SIT AMET Hubo una época que desayunaba todos los días en un bar de Vallecas. Trabajaba en la zona y me gustaba dejarme caer por las mañanas, antes de someterme a ocho tediosas horas laborales, para tomarme un Cola-Cao acompañado de dos tostadas con jamón, aceite y tomate. Allí conocí a Rosendo. Era un tipo de unos cincuenta años con melena canosa de estilo rockero. Su cara magullada delataba que le estuvo dando al alcohol y a las drogas durante mucho tiempo. Quizá más tiempo de lo que él creía. Eso suele pasar con las cosas malas. Pensamos que en realidad no estuvimos tanto en la mierda cuando en realidad estábamos tan hundidos en ella que perdimos la noción del tiempo. Le veía cada mañana cuando entraba al bar, a eso de las 8:30, con el ancla ya echada desde el taburete de la barra donde siempre se recostaba. Era de esa gente que cuando se sienta en una barra no apoya los dos pies en el saliente metálico, sino que uno lo posa en el suelo, como si fuera la única manera de mantener una parte de ti en el mundo real mientras el resto del cuerpo y alma se está emborrachando en un bar mugriento. Sólo bebía cerveza. En el tiempo que yo desayunaba, él se pimplaba tres birras. Estuve observándolo durante meses antes de hablar con él. Lo que me llamó la atención, desde el principio, fue uno de los tatuajes que llevaba en su brazo derecho con el que levantaba la cerveza para beber. Con un trazado irregular se podía leer claramente esto: Lorem ipsum dolor sit amet. Me hizo bastante gracia teniendo en cuenta que, como todos sabéis, es el inicio del texto que se utiliza en diseño gráfico para mostrar una tipografía o el espacio que ocupan las palabras en una página web. No tiene ningún significado y no se puede traducir. Está robado, mezclado y modificado de un texto clásico de Cicerón. Era un tatuaje inquietante. Todos los días me sentaba a su lado. Él solía estar leyendo los periódicos que había en la barra que curiosamente eran siempre los mismos. Tenían El País, El Mundo y el ABC del día después del incendio del Windsor. En los tres periódicos, en sus portadas, ardía el mítico edificio de Madrid y Rosendo se pasaba el día buceando en los artículos y acercando la mirada a las fotos del desastre. Blasfemaba en bajito mientras los leía y se dedicaba a comentarlos con Ernesto, el camarero. “¿Ves esta foto? Se ve claramente que hay un tío en esa ventana. Tuvo que quemarlo todo para hacer desaparecer los documentos que había ahí dentro”. No sé por qué sólo tenían esos periódicos y por qué nunca los renovaban. Siempre hablaban de lo mismo. No sé qué hacía aquel hombre, cada mañana, a esas horas, bebiendo tanta cerveza y obsesionado por ese tema. No sé si se pasaba la mañana en el bar o si sólo “desayunaba” y luego se piraba a trabajar. Por todo esto me vi en la obligación de pedirme un viernes en el curro para intentar conocer a Rosendo en profundidad. Me inquietaba. No sabía qué iba a pasar pero ese día iba decidido a hablar por fin con él después de tanto tiempo estudiándolo. Entré y allí estaba leyendo uno de los periódicos junto a una cerveza y un pequeño cuenco de panchitos que cogía con los dedos y se llevaba a la boca con el resultado de que la mitad de los panchitos se le caían al suelo y cuando eso pasaba se enfada consigo mismo y se echaba la bronca: “Rosendo, pareces tonto del culo. Aprende a comer, anda, majo”. Y después volvía a tirarse todo encima. Me senté en mi sitio. Ernesto me saludó gentilmente mientras colocaba una taza con un sobre de Cola-Cao en mi sitio y dejaba caer la leche de la jarra metálica. Ya sabía lo que desayunaba y llevaba mucho tiempo sin preguntarme qué quería para empezar el día con cierta ilusión en mi tripa. Cuando terminé de comerme las tostadas y decidido fui a hablar a Rosendo, resultó que fue él quién se me adelantó y me hizo una pregunta: -¿A ti qué te duele? -¿Perdón? -Se nota que algo te atormenta. Llevo tiempo observando lo que haces en esta barra. -¿A mí? -Claro, joder. Estoy hablando contigo. -Ah, pues yo qué sé. Supongo que todos tenemos nuestras tormentas. -Tú directamente estás atormentado, macho. Se te ve en los ojos. -¿Y tú? -No quieras saberlo. -Pues la verdad que me gustaría. -No te gustaría. Además he preguntado yo primero. -Vale. Hagamos una cosa, si tú me cuentas tu movida, yo te cuento la mía ¿Trato hecho? -Me parece un trato justo ¿Quieres una cerveza? Ante su ofrecimiento miré la hora del roñoso reloj de aguja del bar que marcaba las nueve y media de la mañana. Aunque no me apetecía nada, acepté la cerveza. Me contó todo sobre él. Llevaba en paro muchos años y aunque las drogas más duras ya no las probaba, se pasaba el día bebiendo. Dejó el trabajo el día que llegó a su casa y el piso estaba vacío. Su pareja se había marchado, había vaciado los armarios y se llevó todo lo que era suyo. Sólo encontró en la nevera una hoja arrancada de un cuaderno con su letra a modo de nota de despedida o algo parecido. Con los ojos repletos de lágrimas leyó un enigmático mensaje: Lorem ipsum dolor sit amet. Le pregunté sobre el significado. -No sé qué quiso decirme. Nunca lo he sabido y nunca me ha dado la oportunidad de saberlo. Desapareció para siempre. Jamás contestó a mis llamadas. Me quedé derrotado en el salón. Encendí la televisión y estaba ardiendo el Windsor. Me pasé la noche viendo en las noticias cómo ardía. A la mañana siguiente dejé el trabajo (estaba hasta los huevos), compré todos los periódicos del día y vine a este bar a leerlos con la esperanza de encontrar una noticia sobre ella en alguna de las páginas. -¿Y hubo suerte? -De momento no la he encontrado. Busco la noticia todos los días. -¿Y por qué te lo tatuaste? -Porque aunque no sepa qué quiso decirme, para mí tiene un significado. -¿Cuál? -Vivo abrazado al dolor de no poder amarte. No le pedí más explicaciones. Entendí su vida en lo que nos tomamos cinco cervezas y le empecé a contar mi historia, el infierno en el que llevaba un tiempo hundido y en el que se iba a ver reflejado. Después de contarle todo, mis nueve círculos, mi divina tragedia, llegué a casa y me fundí en esta canción.                                                        🔥
Para abrir el tercer círculo del infierno es necesario que primero escuches y te fundas, como yo hice entonces, en la canción. Después podrás seguir leyendo y dejarte caer por la espiral cilíndrica de formar parte del recuerdo ya olvidado de una persona. BOLSAS La felicidad para mí ya es un recuerdo lejano. Al menos es un buen recuerdo. Creo que sólo somos felices de verdad cuando somos niños y no nos duelen las cosas. En el momento que empezamos a crecer, todo se jode. Nos volvemos idiotas y nos enfocamos en ser unos capullos infelices porque todo, y cuando digo todo, es todo, nos afecta. Pero claro, ¿cómo no me va a afectar que de un día para otro se olviden de mí? ¿Cómo no me va a doler ser un hueco vacío en la memoria de alguien? Recuerdo la última vez que nos vimos. Fue en mi piso. Íbamos a pasar allí todo el fin de semana. Por la tarde habíamos ido a hacer la compra al supermercado de al lado de casa para aprovisionarnos. La idea era no salir de allí. Por lo visto iba a estar lloviendo los tres días sin parar y lo mejor en estos casos es encerrarse, en buena compañía, en un lugar con cuatro paredes y un techo. Con eso para mí es suficiente. Esa chorrada de “mantita y peli” al final es verdad y con ella era mucho más, sobre todo si hablamos de series. Le flipaban a un nivel obsesivo. Si se enganchaba a una era capaz de empezar a la hora de comer y no parar de ver capítulos, uno detrás de otro, hasta bien entrada la madrugada. Era un auténtico canteo. Nunca he conocido a nadie disfrutar tanto de las series. En un mes nos vimos las siete temporadas de las Chicas Gilmore y ese fin de semana en concreto teníamos pensado hacer un maratón de Breaking Bad. Ella no la había visto y yo le insistí hasta convencerle de que no podía vivir con ese vacío. Habitualmente se descojonaba de mí porque soy la típica persona que viendo una película/serie lloro como un condenado todo el rato. Me emociono muy fácilmente. Me meto tanto en la trama que sufro a un nivel brutal. Sólo me calma hacer el ejercicio de pensar que lo que estoy viendo es una ficción y que los personajes en realidad no han tenido que pasar por esos dramas y que ahora están muy felices tomando el sol en las piscinas de sus mansiones de Los Ángeles. O no. Ser feliz es algo complejo. Lo entendí cuando de adolescente leí (y me marcó) este poema de Miguel d´Ors: Contraste Ellos que viven bajo los focos clamorosos / del éxito y poseen /suaves descapotables y piscinas / de plácido turquesa con rosales / y perros importantes / y ríen entre rubias satinadas / bellas como el champán, /pero no son felices, / y yo que no teniendo nada más que estas calles / gregarias y un horario / oscuro y mis domingos baratos junto al río / con una esposa y niños que me quieren / tampoco soy feliz.
Mi idea de la felicidad, en mi juventud, posiblemente era justamente la que describe en esos últimos versos, pero el poeta desvela que ni con esas uno puede ser feliz. A ver ¿cómo no puedes ser feliz teniendo una familia que te quiere? ¡Dime cómo! Descubrir tan pronto en ese poema que puedes ser infeliz a pesar de tener toda la felicidad del mundo, me trastornó la cabeza, más aún cuando nos conocimos. Parecía que todo iba a salir perfecto. Ella, con mucha frecuencia, me preguntaba “¿Eres feliz?”. Creo que era capaz de sentir mi continúo e inexplicable estado de pena. Mira que me considero un tipo alegre y divertido pero a veces voy arrastrándome por las esquinas sin ningún motivo concreto. Ni los putos mensajes positivos de Mr. Wonderful me alegran el día. Pero eso no me hace ser una persona infeliz, simplemente me tomo la felicidad con calma. Me tomo en serio lo de quien ríe el último, ríe mejor, no vaya a ser que un día me vaya descojonando por la calle, me caiga un piano encima y muera. Me jodería mucho palmarla así, la verdad. Así que intento no ir de listo y reírme lo justo. Ese viernes empezó a llover desde que amaneció y así estuvo todo el día. Me gusta cuando llueve sin piedad en Madrid. Las calles se limpian de mierda de perro y el aire contaminado nos da una pequeña tregua mientras los rayos, relámpagos y truenos nos hacen sentir muy pequeños. Era uno de esos días. Sobre las siete de la tarde quedamos e hicimos la compra. Cargando con una bolsa cada uno nos empapamos de camino a casa y en cuanto abrimos la puerta de mi piso, las soltamos ahí mismo en la entrada y nos fuimos a secar y poner el pijama. Nunca empezamos el maratón de Breaking Bad. Ni siquiera cenamos. Nos encerramos en mi cama. Después de un rato me miró fijamente y me preguntó aquella misteriosa pregunta que tantas veces me hacía: -¿Eres feliz? -Pues claro, idiot. Mira que eres pesada preguntándome siempre lo mismo... -No me llames pesada que te reviento. Me encantaba cuando se ponía así de violenta en plan de broma y a la vez tan en serio. Me entraban ganas de darle muchos besos y cuando lo intentaba, ella insistía en su rechazo y apartándome con la mano me decía: “Que no, que no, que ya no soy tu amiga. Ahora no vengas de majo cuando la has cagado”. Ante esa frase se ponía aún más adorable y me obligaba a abrazarla con todas mis fuerzas mientras ella seguía fingiendo que estaba MUY enfadada conmigo, hasta que no podía más, se empezaba a partir de risa y se enroscaba en mi cuerpo con la misma habilidad y fuerza que la de una serpiente peligrosa. -¿No me ves? ¿Cómo no voy ser feliz? -Yo qué sé. A veces te quedas atrapado en tus pensamientos. -De verdad que soy muy feliz, otra cosa es que no sea una feria de pueblo ambulante, pero me haces feliz como nunca lo he sido antes. Me sonreía mientras me escuchaba y me apretaba entre sus brazos y piernas. Nos quedamos dormidos escuchando la lluvia golpear contra la ventana. A la mañana siguiente, cuando me desperté, su hueco de la cama estaba vacío. Al principio me extrañó porque normalmente era yo el que se despertaba primero. Estaba tan acostumbrado al ritmo de la semana que, incluso los sábados y domingos, a las ocho de la mañana ya no podía dormir más y me levantaba. En cambio a ella le gustaba despertarse y remolonear en mi lado de la cama para desperezarse mientras yo preparaba el desayuno. Desde la cama intenté intuir algún sonido, algo que me indicara que allí estaba: el sonido de la cafetera, la tostadora escupiendo las tostadas, una cuchara golpeando una taza al remover el café, la tele encendida, el sonido de la ducha… Algo. El silencio era tan basto que se podía escuchar. Decidí levantarme, abrí la puerta y llegué al salón. Y allí estaba ella. Sentada en el sofá con los codos apoyados en las piernas y las palmas de las manos en la cara. Su gesto era muy serio. Me asusté al instante. -¿Qué te pasa? -Nada. -Algo te pasará. -Sí, pero no sé cómo decírtelo. Sólo con escuchar eso sentí una acuchillada dentro de mí. Sabía que lo que iba a decir iba a ser muy malo. -Dímelo sin rodeos, tal y como lo tienes en la cabeza. -Eso es imposible. Mi cabeza está hecha un lío ahora mismo. -Pues vamos a intentar desenredar el lío juntos. Fui a darle un abrazo pero se puso en pie para impedirlo. -Creo que no quiero estar contigo. Bueno, en realidad no es que no quiera, es que no puedo ahora mismo. No quiero estar con nadie. Necesito estar sola. Lo siento. -Pero a ver ¿qué ha pasado? No tiene sentido. Ayer estábamos de maravilla. -Llevo toda la noche en vela pensando en ello. Tú nunca lo comprenderías. Lo siento. Recogió su mochila y salió de casa sin mirar atrás. Creo que estaba llorando pero no sé si tanto como yo.                                                        🔥
Me quedé un rato plantado en el salón. De pie. Tal y como me había dejado, incapaz de reaccionar. Cuando se me pasaron las ganas de llorar, me volví a la cama y me pesaban tanto los párpados que me dormí de nuevo. Al despertarme ya eran las cuatro de la tarde y en la calle seguía lloviendo. Tenía hambre. Fui a hacerme algo de comer y de pronto me acordé de que habíamos dejado las bolsas, con toda la comida dentro, tiradas en la entrada de casa. Vi las bolsas tendidas en el suelo, apoyadas en la puerta, y de pronto fue como si cobraran vida. En mi cabeza sólo podía ver el momento en el que metimos la comida en las bolsas, en la caja del supermercado, y cómo ella iba cargando con una de ellas mientras se dejaba calar por la lluvia hasta que llegamos a casa. Era tranquilizador acunarme en esa estampa en la que ella estaba ahí, a mi lado, feliz. Pero en realidad esas bolsas me devolvían a la realidad. Me había olvidado por completo de que las habíamos dejado ahí tiradas y de alguna forma me sentí así, como una de esas bolsas de plástico. A veces hago fotos a cosas absurdas. Intento inmortalizar pequeños detalles que me hagan recordar después algunos momentos. Siempre son momentos buenos, claro. Pero esta vez no sé por qué decidí sacar el móvil y fotografiar las bolsas. A pesar de los años, aún conservo la imagen. Ha sido la única que cuando me he cambiado de móvil (tres veces desde entonces) la he conservado y cada vez que pasa de un dispositivo a otro, pierde calidad, se pierde su nitidez, su resolución, y eso de alguna manera la hace más auténtica, como si fuera una foto de las de toda la vida, que con el tiempo se desgasta:
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Las bolsas allí se quedaron durante un mes. Dejé que la comida se pudriera. Me daba entre dolor y pereza sacar todo de allí y ordenarlo. Cada vez que salía de casa me chocaba con ellas en la puerta y eran un auténtico incordio. Además que me hacían pensar todo el rato en ella, en cómo cargaba con la bolsa bajo la lluvia como si no le importase que lloviera con tal de llegar a casa y estar los dos juntos. Quizá yo era masoca. Quizá quería intentar mantener vivo un recuerdo que literalmente se estaba pudriendo. Decidí tirar las bolsas a la calle el día que pasé cerca de su casa y en la Calle San Andrés, a la altura del Madklyn, un garito donde ponen música indie y ochentera, instintivamente miré a través del cristal del local que da a la calle. Miré como esas veces que miras algo porque tienes la sensación de que hay algo que está sucediendo y te implica de alguna forma y tienes que mirarlo. Pues allí estaba ella dentro del garito, bailando con un chico y riéndose como cuando se reía conmigo. Aparté r��pido la vista y seguí a lo mío, intentando evitar que se cruzaran nuestras miradas. Me pasé mucho tiempo dándole vueltas a aquello ¿Quién sería aquel pibe? Seguro que un subnormal. O más bien me convencí en creer eso para sentirme mejor. Me jodía ver que estaba siendo feliz con alguien mientras yo llevaba un tiempo bien jodido ¿Ya estaba con ese chico cuando me dejó ahí en mi piso? Tenía demasiadas preguntas y no me atrevía a responder ninguna. No estoy orgulloso de lo que hice, pero unos días después, poseído por la rabia y la tristeza, me cogí el pedo de mi vida. Mis colegas habían quedado con las amigas de la novia de uno de ellos. Me convencieron para que me uniera. Al principio me negué por completo pero cuando uno de ellos dijo que llevaba un tiempo pareciendo un ermitaño, me uní al plan. Temí convertirme en una de esas personas que su único interés es estar sola y al final se queda sola, sin nadie. Bebimos en los bajos de Moncloa: cervezas, copas, chupitos, leche de pantera, su puta madre, etc. Resultó que le había gustado a una de las amigas y aunque ella era guapa y simpática, a mí no me gustaba mucho. Me podía hacer cierta gracia y físicamente me atraía, pero rápidamente me di cuenta que no conectaba con ella y que no teníamos nada que ver. Bailamos, reímos, bebimos y fumamos. Me engañé a mí mismo cojonudamente para acabar en su casa donde seguimos bailando, riendo, bebiendo, fumando y todo lo que os podáis imaginar. De alguna manera pasé toda la noche jodido pensando en por qué tenía que estar ahí con esa desconocida poniéndonos hasta el culo, siendo feliz aunque fuera un poco, pero que esa felicidad no fuera causada realmente por la chica de la que estaba enamorado, y que aquella historia en realidad era un intento para olvidarme de ella de una forma triste y asquerosa, mientras trataba de convencerme de que se estaba engañando con aquel chico con el que bailaba en el Madklyn, intentando sustituirme por él aún sabiendo que nunca viviría algo parecido a lo que podría vivir conmigo. O quizá era al revés y era yo el que estaba intentando encontrar un sucedáneo de ella en otra persona. No lo sé. Desde esa noche, hasta ahora, han sucedido dos cosas: 1) Esta canción, llamada Bolsas, me martillea el alma. Y 2) quiero que en mi cabeza deje de sonar esta pregunta: “¿Quién habrá ido a sacarte a bailar?”, porque es algo que desde que la vi allí, no he parado de preguntarme nunca. Y honestamente, hubiera querido que fuera mi culpa. Pero no.
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yobajealinfierno · 4 years
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II - 5 senti 2
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                                                           🔥 En este lugar comienza el verdadero Infierno. Mino está en la entrada juzgando los pecados de los condenados. Asigna a cada alma su castigo e indica el círculo al que debe descender. En este círculo están castigados los lujurioso, cuya pena consiste en estar sumergidos en un gran torbellino de aire, una tormenta infernal que les hace vivir en una soledad absoluta viendo a otras almas girar y girar sin poder comunicarse con ellas.                                                           🔥    II CÍRCULO DEL INFIERNO
Algunas almas que aquí moran: Cleopatra, Helena, Aquiles, Paris y Tristán.
PENSAMIENTO La gente como yo piensa que tiene un imán para los tarados. Pero lo cierto es que no existe tal magnetismo. No tenemos la potra de que los seres más extraños (y a la par más especiales) del mundo se nos crucen en nuestra vida. En realidad creo que hay mucho loco por ahí suelto y por tanto resulta muy fácil (cuestión de probabilidades) conocer a muchos, además que somos personas que en realidad estamos interesadas en el encuentro con este tipo de individuos. A veces los forzamos y otras muchas suceden, pero estamos abiertos a que pasen y no huimos del momento. Lo atrapamos. Nos sentimos cómodos con personas que no son populares ni les interesa serlo. Perder es su virtud, su vocación, su destino. Y de alguna forma siempre nos ha seducido la idea de perder, de ahogarnos en la nada. Ya lo escribí en este poema. Esas personas son de las que hablo en mis historias.
Somos raros, lo especial no está en nuestro ADN. Nunca fuimos la gente que molaba en el colegio, nunca hemos sido el líder de nuestro grupo de amigos, nunca destacamos por nuestras mediocres notas, nunca se nos dieron bien los idiomas, nunca tuvimos especial facilidad para hacer reír a otras personas, nunca necesitamos sentirnos autorrealizados, nunca supimos gestionar nuestras lágrimas, nunca quisimos estar por encima de nadie, nunca tuvimos miedo al fracaso. Todas estas cosas nos han llevado del cielo al fango (en este caso al infierno) en cuestión de minutos y todo por culpa de nuestra cabeza. Funciona rápido. Por impulsos. Siempre está pensando. Se agobia con facilidad. Toma decisiones irracionales. Se atasca en tonterías. Disfruta a medias de las cosas. Tiene pensamientos estúpidos como éste. ES UNA PUTA TORTURA, COLEGAS. Y entre tanto te inflas a cervezas y te pones hasta el culo de birra porque las drogas son demasiado duras para ti, te dan miedo, te producen rechazo y esta es la manera más próxima de viajar a otra dimensión en la que llegas a sentir la cara como si fuera cartón-piedra, el mismo material que se utiliza para decorar los belenes en Navidad.  
Siempre he querido ser amigo de los frikis. No puedo con la gente que cree que es interesante, especial, mejor. Gente que está convencida de que su vida es la más guay del mundo o que es la más desgraciada de todas. HOLA. TENGO NOTICIAS MUY FRESCAS. TU VIDA ES IGUAL QUE LA DEL RESTO. IGUAL DE PUTA E IGUAL DE BONITA. DISFRÚTALA Y NO NOS DES LA TABARRA. Nunca he sido de dar la chapa a la gente con mi vida y quizá por eso tampoco puedo con las personas que quedas con ellas y no paran de hablar de sus movidas, sin importarle lo más mínimo tus cosas. Sólo vienen a soltar su discurso y se marchan. Esto lo hacen porque posiblemente se sienten superiores a ti. En realidad, si me pongo a pensarlo, me doy cuenta que no me gusta precisamente justo lo que hago yo. En el fondo cada vez que escribo, yo estoy haciendo lo mismo. Al fin y al cabo aquí estoy soltando historias, descendiendo a mis infiernos. Historias que probablemente os importen poco. 5 SENTI 2
Hubo un tiempo el que iba en bici a todas partes.Tenía una antigua que llevaba mucho tiempo sin utilizar y decidí sacarla del trastero para moverme por Madrid. Volví a subirme en ella en cuanto el precio del abono joven se me terminó al cumplir la puta edad adulta que fija la EMT para clavarte sesenta pavos al mes. Empecé a ir al trabajo con este medio de transporte. Hacía poco que ella y yo nos acabamos de conocer y ya estaba tan acostumbrado a su uso que la llevaba a todas partes. Incluso en nuestras primeras citas. Es decir, si quedábamos a tomar una cerveza o a cenar, la bici venía conmigo, lo que nos obligaba a ir a un lugar donde hubiera una mesa al lado de la ventana para no perder de vista la bicicleta y que no me la robaran. Había comprado un candado en el chino pero era tan malo que directamente no lo utilizaba y no me iba a gastar el dinero en uno que fuera irrompible. De todas formas era absurdo, porque si en ese momento de vigilancia aparecía un pavo para robarme la bicicleta, estoy seguro de que no me hubiera atrevido a salir corriendo detrás de él para recuperarla. Es probable que incluso le aplaudiera y le diera la enhorabuena por llevársela. 
Ir con la bici a todas partes era un rollo porque nos limitaba bastante a la hora de escoger un sitio y cuando dábamos un paseo, yo iba arrastrando la bicicleta conmigo. Era un poco raro y más aún cuando empiezas a conocer a alguien, lo último que piensas y quieres es que haya un objeto metálico estorbando entre los dos. Se había convertido en una especie de hijo pequeño de esos que son unos pesados y molesta a sus viejos todo el rato vayas a donde vayas, hagas lo que hagas. A ella no le gustaba nada que apareciera con la bicicleta, así que tuve que buscar un término medio si quería tener una mínima oportunidad de gustarle. Decidí, con su permiso, subirla todos los días a su casa. No tenía ascensor y cargaba con ella por las escaleras para dejarla en el piso y así poder pasear libres de las ataduras que nos imponía mi vieja bicicleta. 
Mientras otros iban con sus coches de puta madre, y motos con estilo, a buscar a su pareja, recién aseados, desprendiendo un aroma fresco a colonia y desodorante Axe, yo aparecía con una bicicleta, sudado por dar tantos pedales y oliendo a chotuno rico. Tenía que ser ella el amor de mi vida porque si después de eso no había salido huyendo de mí, significaba que me quería, aunque fuera un poco.  
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Aún conservo la fotografía que me hizo una tarde desde su balcón mientras esperaba con la bici en la entrada del portal. Probablemente, para mí, era una de las cosas más emocionantes. Quedar con ella, plantarme en su portal y que se asomara por la ventana a saludarme con esa sonrisa que tanto me gustaba. Quizá a vosotros os parezca una auténtica chorrada o algo carente de significado, pero para mí, esas cosas, son las que siempre me han llenado. Las cosas que a simple vista parecen más pequeñas e insignificantes son las que me hacen feliz. Es decir si yo tuviera que pedir la mano a una mujer, no lo haría en el castillo de Disneyland París, posiblemente lo haría frente a la montaña rusa o la casa del terror de El Parque de Atracciones de Madrid. Lo simple, sencillo, e incluso lo que es especialmente cutre para los ojos de los demás, para mí tiene mucho más encanto que los fuegos artificiales que la gente se inventa.
Ese año viví el verano más intenso de mi vida y quiero pensar que el suyo también así lo fue. No hacía mucho que nos acabamos de conocer y ya me consideraba la persona más feliz del mundo gracias a aquella chica que se hacía pasar por judía. Iba y venía de su casa en mi bicicleta. Siempre con los auriculares escuchando música hasta que un día me paró la policía: 
-¿Sabes que le podemos multar por ir con los cascos puestos?
-Pero si llevo la música bajita…
Les debí parecer tan gilipollas que me dejaron marchar. Por supuesto que el volumen lo llevaba siempre a tope, tanto que era incapaz de escuchar el tráfico. Dejé de ponerme los auriculares por miedo a una multa que no me podía permitir y no tanto por la conciencia de saber que era algo bastante peligroso, pero en ese verano, la poli aún no me había descubierto y disfrutaba de aquellos paseos por dos razones: la música y quedar con ella. Ir o volver de su casa era un placer. Si iba hacía allí, significaba que iba a ser muy feliz, y si volvía de su piso, la felicidad era tan plena que ya me duraba para toda la semana. Si a eso le sumamos que iba escuchando mi propia banda sonora, todo era perfecto. Me encantaba dejarme caer por las calles sin dar pedales y cogiendo mucha velocidad por la propia inercia, al ritmo de la música aleatoria que me iba saliendo por las orejas. 
Era muy feliz. Aún puedo recordar las canciones que sonaban en aquella época y una noche que volvía de su casa justo cuando estaba llegando a Avenida de América me saltó “La copa de Europa” de Los Planetas. Vale. Si nunca has escuchado esta canción, merece la pena que pares de leer esto ahora mismo y dediques diez minutos a esta obra de arte con el volumen a todo trapo en tus auriculares. Es posible que no entiendas la letra. Si es así, puedes seguirla aquí. De esta manera disfrutarás más del relato. Después continúa leyendo.
Es una canción profunda, que va de la oscuridad más plena a la luz más brillante. Un tema que escuché cuando era niño por primera vez y con el tiempo fue adquiriendo todo el significado que me aguardaba. Tengo nítido el recuerdo de estar cruzando Doctor Esquerdo a la altura de O'Donnell en el momento que sonó aquel verso tan desgarrador, real, y bonito:  “Cuánto tiempo he perdido allá afuera, cuánto por descubrir en mi cabeza. Es tan vasto que da casi pereza. Casi pienso que no tengo fuerzas para hacerlo y encontrar dentro de mí algo nuevo.” La vida es eso. Escarbar dentro de ti hasta encontrar algo nuevo. Alguien que te cambie la vida para siempre. En el camino perderás el tiempo, te equivocarás, y cuando la gente te diga que la vida es estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado, no les creas. La vida es una búsqueda, y en el camino pasarás por momentos que crees que son ideales, y luego descubrirás que no, que había otros mucho mejores aguardándote y es entonces cuando te ves reflejado en “Tierra”, esa canción de Xoel López que dice: “Y lo intento cada día ser todo lo que había imaginado. Y me encuentro que la vida siempre tiene algo preparado que supera cualquiera de mis fantasías. Nada comparado con lo que realmente sucedía”. 
Mi bici la dejé en su casa, ella me dejó, falleció y nunca la pude recuperar. Pero eso es otro asunto, que en realidad es por el que estamos aquí. Estaba hablando de ese verano tan caluroso. Especialmente infernal. De esos en los que en todas las noticias se anuncia que hemos alcanzado temperaturas históricas y todo el mundo en Twitter se amotina contra el calor como si fueran a acabar con él a base de blasfemias, gifs y hashtags. #PutoCalor. Años atrás yo había empezado a dormir en mi casa dentro del cuarto de baño. Una experiencia que me llevó a escribir, años más tarde, Mi silencio habla de ti, que si me lo permiten decir, es mi pequeña obra de arte, de la que me siento más orgulloso. El libro de mi vida. Una historia donde me dejé el corazón y las tripas. Fue una dulce introducción a la locura. Una historia escrita prácticamente dentro de un baño. Los que ya la leísteis lo sabéis, y aunque muchos quizá pensaron que era algo surrealista, lo cierto es que mi baño se convirtió en mi habitación durante un tiempo. Allí leía, escuchaba música, escribía, tocaba canciones, e incluso dormí durante un verano. Trasladé mis trastos más queridos a esas cuatro paredes y creo que mereció la pena aquella locura. Creo que es el momento perfecto para publicar esta fotografía que inmortaliza ese momento:
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Lo cierto es que estoy hoy aquí para contar que un lugar con cuatro paredes se puede convertir en una auténtica fortaleza. Esa fue la primera fortaleza que monté con mis propias manos, pero la verdad es que estas edificaciones se desmoronan si las armas para tu propia defensa y no por la protección de las personas que te importan. Aquel refugio, mi cuarto de baño, acabó desmantelado por motivos obvios. Me esta volviendo loco. Sin embargo, como decía, ese verano tan caluroso, logramos montar juntos la fortaleza más segura que la historia de la humanidad haya visto nunca. Es verdad que antes habíamos hecho nuestros pinitos. Es decir, enredados en la cama montábamos una cueva (que consistía básicamente en meterse debajo de las sábanas) cuando las cosas nos salían mal. Teníamos la firme creencia de que allí dentro nada malo podía pasar y la verdad es que nos sentíamos totalmente protegidos. Pero lo que hicimos en ese verano era un paso que iba más allá. Su casa era un loft bastante práctico y bonito. Un cuarto de baño, una habitación, y por otro lado estaban, en la misma estancia, la cocina, el comedor y el salón. Me gustaba mucho esta disposición aunque tenía la gran pega de que el aparato del aire acondicionado estaba justo en el salón para enfriar o calentar esa parte de la casa. Lo que hacía que en la habitación los inviernos fueran duros y los veranos infernales. Fuimos a comprar un ventilador y os juro que era imposible encontrarlo. En cualquier tienda estaban agotados. Daba igual si era un pequeño comercio o el puto MediaMarkt más grande del planeta. No había existencias por la maldita ola de calor. Al fin encontramos uno que resultó ser el que ya nadie quería. Pequeño, metálico y ruidoso. Lo enchufábamos y abríamos todas las ventanas de la casa para hacer corriente, pero aún así no corría ni un halo de aire fresco. Estábamos algo desesperados. No sabíamos qué hacer. Aquello parecía el infierno.
Una madrugada me desperté con el calor y el sonido atronador del ventilador. Estuve un rato luchando para volver a quedarme dormido. Imposible. Al rato ella se giró sobre la cama y fui a comprobar si se había despertado.
-¡Oye! ¿Estás despierta?
-Sí… Es imposible dormir con este calor.
-¿Y qué hacemos?
-¿Nos pegamos un tiro?
-¡No! ¡Qué yo te quiero viva! -Se rió al escuchar esto-
-Pero no te preocupes, moriríamos los dos. No es que me pegue yo el tiro y ya está. Lo hacemos a la vez, contamos hasta tres y listo. Así ninguno sufre la pérdida del otro.
-No me termina de convencer tu técnica ¿Y si cuando llegamos al número tres uno de los dos se raja y decide no hacerlo?
-¿Con este calor? Venga ya… Mejor un tiro a tiempo que vivir el verano de Madrid.
-Estás colgada. Yo prefiero vivir aquí contigo, en este infierno, que en el del otro mundo.
Se hizo el silencio durante diez largos segundos y al fin ella volvió a hablar.
-¿Crees que existe un infierno?
-¿A qué te refieres?
-Que si existe el cielo, el infierno, el purgatorio, el Niño Jesús, los jodidos Reyes Magos… Todo lo que nos han contado de pequeños.
-No lo sé. A lo largo de mi vida he creído en todas esas cosas de forma intermitente. A veces pienso que sí, otras que no. 
-Lo fácil es creer en ello ¿no?
-Bueno, depende. Si crees en ello estás obligado a cumplir una serie de preceptos y ser una buena persona si quieres ir al cielo.
-Por eso. Puedes ser un falso toda tu vida, un auténtico cabrón, y al final, cuando estás a punto de morir, te arrepientes y evitas ir al infierno porque Dios te va a perdonar. Nadie quiere morir. Por eso nos hemos inventado otro lugar al que ir, mucho más perfecto que este mundo, cuando seamos pasto para los gusanos.
-No sé. No pienso mucho en mi propia muerte, pero ahora que lo dices lo que me da un miedo terrible es que tú puedas morirte.
Esa noche era imposible que pudiera imaginar que poco tiempo después ella moriría. Recuerdo lo que dijo para responderme.
-Yo no voy a morirme. Al menos aún es demasiado pronto para eso.
-Y yo no voy a dejar que te mueras nunca.
-¿Viviremos para siempre?
-Así es.
-Pero es imposible.
-Nosotros lo conseguiremos. 
A pesar del calor, nos abrazamos. Ahora sé que la fallé y en ese momento, sin saberlo, la mentí. Ella estaba temblando. Le daba mucho miedo hablar de esto. Se agobiaba si se ponía a pensar en este tema y podía pasar noches enteras sin dormir.
-Ahora soy incapaz de volver a conciliar el sueño, entre esto y el calor que hace, me resulta imposible. Ya podría mi casero haber puesto el aire acondicionado en la habitación... Vaya genio. 
De pronto tuve una idea porque a veces tengo buenas ideas.
-Oye ¿y si nos vamos a dormir al salón?
-No cabemos en el sofá.
-No, no. Nos llevamos el colchón al salón. 
-Ojo, pues eso puede ser una buena opción. A ver si al final vas a ser listo y todo.
-¡Qué maja! Tu siempre tan simpática…
-¡Idiot! -Siempre me llamaba así antes de darme darme un beso inesperado- ¡Si te quiero más que a nada!
Nos dimos un beso largo y nos pusimos manos a la obra. Era las tres de la mañana. Quitamos la pequeña mesa que había entre la televisión y el sofá, y arrastramos el colchón entre los dos hasta el salón. Cabía bastante justo pero al final logramos encajarlo. Encendimos el aire acondicionado y así fue como construimos nuestra pequeña fortaleza y conseguimos vencer al infierno durante aquel verano. Como el colchón había sustituido a la mesa que utilizábamos para comer y nos daba mucha pereza volver a mover el colchón a la habitación cada vez que teníamos que desayunar, comer y cenar, pasamos todo ese verano comiendo tumbados allí con una bandeja mientras veíamos alguna serie en la televisión. Eso era el puto paraíso. 
Ella, de broma, se quejaba del nuevo orden de su casa.
-Entre la ropa que tendemos en las vigas del comedor y el sofá en el salón, esto parece un puto chiringuito.
-Es verdad, pero antes no podíamos dormir y ahora sí. Y además le estamos pillando el gusto a lo de comer sobre un colchón.
Con el tiempo he descubierto que mi descenso al infierno se ha visto pronunciado por descubrir canciones, años después de todo esto, que hablan de nosotros, de nuestra historia. Y esto me alegra y me entristece a partes iguales. Todas estas canciones son capaces de explicar lo que yo me veo incapaz de expresar. Milhouse de Cupido podría ser perfectamente la banda sonora de nuestra fortaleza. Estoy seguro de que le hubiera gustado la canción y el grupo. Se hubiera dado cuenta claramente de la conexión y sería una de nuestras canciones, que ahora lo es, pero de otra forma, unilateralmente. A ella no le llega esa música. Sólo me martillea a mí.
Varios meses después de su muerte y aquel intento fallido de sacarle información al nuevo propietario del piso en el que ella vivió de alquiler, volví allí buscando respuestas. Por qué dejó de hablarme, por qué se marchó a África sin decirme nada, por qué había muerto. Tenía un montón de preguntas que aunque me daba miedo revelar, necesitaba la explicación para liberarme de alguna forma. Me volví a plantar en el portal y llamé al telefonillo. Lo hice varias veces hasta que, después de un rato, el mismo hombre que me colgó meses atrás, me respondió. Le conté toda la historia. Esta vez me escuchó con paciencia y después de diez minutos, pregunté si ella había dejado algo en la casa y si él se lo había encontrado cuando compró la casa.
-¿Qué si hay algo de la muchacha? Madre mía… Todo el trastero está lleno de las cosas que dejó. El antiguo propietario me ha pedido que las deje allí hasta que encuentre un hueco para ellas. Estoy deseando perderlas de vista.
Me alegré infinitamente al escuchar eso pero a la vez no entendí absolutamente nada ¿Qué sentido tenía que qusiera recolocarlas y no tirarlas a la basura? ¿Por qué las seguía guardando? Le rogué que me dejara visitar el trastero, que sería algo rápido y le prometí que no volvería a molestarle nunca más. Me dijo que no, que me olvidara. Le insistí mucho, tanto que me dijo que iba a llamar a la policía. No tuve más remedio que ponerme el propósito de olvidarme de aquel enigma porque me estuvo obsesionando durante un tiempo. Lo malo es que cuando intentas olvidar algo que no debes olvidar nunca, tarde o temprano sale a tu paso. Me mudé a Malasaña hace poco. Ni muy lejos, ni muy cerca de lo que fue su casa. Lo suficiente para no tener que pasar nunca por allí. La semana pasada quedé con unos amigos en la Plaza del 2 de Mayo a tomar unas cervezas. Después nos fuimos de allí a Fuencarral y sin darme cuenta cogimos la Calle La Palma, donde ella vivía, y justo a la altura de su portal, que intenté no mirar bajo ningún concepto, me di cuenta que entre la basura (que en Malasaña por desgracia siempre abunda) habían dejado tirada una bicicleta. Y sí, amigos. Por imposible que parezca, eran los restos de mi antigua compañera del asfalto de Madrid. Bastante más oxidada que la última vez que la vi. Me quedé parado. Miré hacia su ventana y vi la luz encendida del salón, allí donde fundamos nuestra fortaleza, donde ganamos nuestra copa de Europa, y cuando me iba a poner a llorar, porque me imaginé que en cualquier momento se iba a asomar por el balcón, uno de mis amigos me dio un manotazo en la espalda diciéndome que no me quedara empanado. Seguí adelante como si no pasara nada. Fuimos al Ocho y Medio a tomar unas copas, en mi cabeza sólo pensaba en ella y en la bicicleta. Cuando decidí volver a casa, me atreví a pasar de nuevo por su calle para cerciorarme de mis restos. La bici ya no estaba, la luz del salón se había apagado y fue entonces cuando entré en el segundo círculo del infierno. El olvido no quería dejarme marchar.
No entendía nada. Salí de allí con paso tembloroso. Decidido a que la cosa no iba quedar así a pesar de que llevaba años intentando que se quedara así. Me puse los auriculares. Subí el volumen a tope. Le di al aleatorio y esta canción volvió a hablarme de ella. Ojalá un día recupere mis cinco sentidos. Al menos sé que el infierno está repleto de buenas canciones.                                                           🔥
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yobajealinfierno · 4 years
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I - El Conticinio
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PRÓLOGO AL INFIERNO
“Antes de entrar al Infierno se encuentra un espacio en el que penan las almas que han vivido sin cometer méritos ni infamias. Los inútiles, los indecisos, aquellos que a su paso por el mundo no han dejado huella, están condenados a correr sin reposo detrás de una bandera blanca para intentar capturarla, desnudos, perseguidos por insectos y avispas que les pican en el cuerpo. Su sangre y sus lágrimas, al caer al suelo, alimentan a repugnantes gusanos que trepan por sus tobillos”. (Extracto de La Divina Comedia)
Algunas almas que aquí moran: Esaú y Poncio Pilato
LA RABIA HAY QUE ESCUPIRLA
¿Sabéis esa clase de persona que se le da bien muchas cosas pero no es capaz de desarrollar ninguna? ¿Y aquellas personas que todo lo que tocan lo estropean y todo lo que les rodea se acaba convirtiendo en algo triste? Vale. Pues yo también formo parte de ese grupo. Me gusta escribir, tocar la guitarra, cantar, hago ilustraciones y, en general, no paro quieto. Se me da más o menos bien hacer todo esto pero la realidad es que no me enfoco en nada, lo que provoca que no aprenda ni mejore en lo que hago. Nunca termino lo que empiezo. Con mi vida me pasa lo mismo. 
Mi verdadero nombre es Alfonso pero desde pequeño todo el mundo me llama Ian, en honor a Ian Curtis, porque mi padre siempre fue un fanático de Joy Division. Cuando nací quiso que me llamara así pero mi madre se negó por completo. A pesar de todo me llamó Ian desde que me cogió por primera vez en sus brazos y mi madre le decía mientras tanto: “¡Ni se te ocurra volver a llamar así al chico!” Él nunca le hizo caso y ella acabó desistiendo. Cuando cumplí dieciocho años me cambié el nombre oficialmente después de hacer un millón de papeleos. Eso sí, en honor a mi madre relegué el apellido de mi padre al segundo puesto y me puse el de ella el primero. En general mi nombre sigue resultando bastante exótico en 2019 y todo el mundo me pregunta por su origen. Quizá si viviera en Inglaterra o Estados Unidos Ian sería como llamarse Paco en Castilla la Mancha. A mí me da bastante vergüenza explicar el significado aunque me sienta orgulloso de él. Pienso que es contar una movida intensa y aburrida. Algo parecido a cuando una persona se pone a explicarte el significado tan profundo que tienen sus tatuajes y que en realidad a nadie le importa. No me gusta ser el centro de atención de nada.
La verdad que no puedo quejarme de mi nombre. De alguna manera indirecta lo elegí yo, y poca gente puede elegir su nombre. Además, podría ser peor. Ahora hay padres y madres que a sus hijas les llaman Daenerys y se quedan tan anchos. Si me llegan a llamar Jon por el de Juego de Tronos creo que me hubiera pegado un tiro en cuanto mi uso de razón me lo hubiera permitido. Y eso que me vi la serie entera y Jon Nieve (o Jon Snow para los que se han leído los libros, que según ellos siempre son mejor que las adaptaciones cinematográficas) me caía de puta madre. 
Soy un poco hater. Imagino que ya lo habéis notado. Pero tengo buen fondo, o al menos eso creo. Tengo la sensación de que no he nacido en la generación que me corresponde. Me dan bastante pereza las redes sociales (cada vez más), el trap lo tolero pero poco, leo todos los libros que caen en mis manos y estudié una carrera que en realidad creo que no me gusta. 
La gente piensa que alguien como yo no tiene nada que contar porque aún no tengo ni puñetera idea de lo que es la vida. Puede que sea cierto, pero la verdad es que yo sí que tengo una historia y aunque a nadie le pueda interesar voy a contarla. Quizá me quede solo durante el proceso o puede ser que llegue a miles de personas pero, en cualquier caso, me da igual. La rabia hay que escupirla y este es mi lugar para hacerlo. 
Dante, en La Divina Comedia, relata que el infierno, situado bajo tierra, está formado por nueve círculos concéntricos. Nueve lugares distintos en los que, según desciendes por su espiral, se reserva un castigo más duro para aquellos que estén más cerca del centro de la tierra, lugar donde mora Lucifer. Suena poético de cojones pero lo que aquí os voy a contar es la historia de nueve sucesos que de alguna forma marcaron mi vida y me llevaron al borde de la locura. Así pues, pónganse cómodos y sean bienvenidos. Este es mi particular descenso a los infiernos.
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I CÍRCULO DEL INFIERNO
“Si entras, abandona la esperanza.” (Inscripción en la puerta del Infierno) Algunas almas que aquí moran: Cicerón, Ovidio, Julio César,Aristóteles, Sócrates, Platóny Séneca.
EL CONTICINIO 
Nunca imaginé que la puerta del infierno estaría situada en la Sala Sol, junto a la calle Montera. Es una mítica sala de conciertos de Madrid por donde han pasado en sus inicios todos los artistas consagrados del país antes de serlo. Ahora, de vez en cuando, montan shows para volver a tocar en lo que es para ellos parte de su origen. 
Jamás había sospechado nada. Siempre bajaba muy feliz por su empinada escalera en forma de semicaracol, ignorando lo que un día supondría para mí ese lugar. Lo hacía contento, con las ganas de ver cada concierto por el que había pagado gustosamente la entrada. La música es lo mejor que tenemos en la vida. Eso y algunas personas. Lo demás tiende a deprimirme y a gustarme poco o nada. 
El día que crucé aquella puerta creo que comenzó mi descenso. Había ido con mi colega Arturo a un concierto de Sidecars. La verdad que no nos perdíamos ni uno. Estaban empezando y tocaban en distintas salas de Madrid a las que íbamos a verlos cuatro gatos. Nosotros entonces ya sabíamos que en unos años iban a triunfar. Lo tenían todo, aunque en ese momento en realidad lo único que tenían era un disco. Eso sí, un disco de puta madre. 
Cuando acabó el concierto, Manu, el antiguo guitarrista de la banda, nos invitó a bajar al camerino. Nos conocía porque éramos de las pocas personas que no se perdía ni un solo bolo y, al acabar, solíamos acercarnos a hablar con todos ellos. De alguna manera congeniamos con él. Era la primera vez que estaba en ese camerino. Para llegar hasta él hay que bajar otra tanda de escaleras aún más empinadas que las del acceso general. Ese fue justo el paso de la entrada al primer círculo de mi infierno particular pero, claro, yo no lo sabía. En ese momento estaba emocionado en el camerino de la Sala Sol bebiendo cerveza con un montón de personas que no conocíamos de nada, y era imposible saber que estar ahí en ese momento concreto me llevaría a algo malo que me marcaría para siempre. A veces la vida se decide por situaciones muy concretas. Por estar en el lugar correcto en un momento determinado.
Las paredes amarillas del camerino están pintarrajeadas con rotuladores de distintos colores e incluso con graffitis. Hay un montón de firmas de muchos grupos importantes. Posiblemente ese camerino, sólo por la historia que guardan sus paredes, puede estar valorado en miles de euros. Mucha gente sería capaz de pagar por un trozo del muro y enmarcarlo en su casa. El camerino es pequeño pero tiene un arcón lo suficientemente grande para petarlo de birra fría. Entrábamos cada vez que se nos acababa una para pillar otra, y salíamos al pasillo donde también se habían formado varios corrillos de personas hablando. Fue entonces cuando la vi. Había una chica garabateando la pared con una amiga. Arturo y yo nos acercamos a ver qué estaba escribiendo. Podía sentir cómo la cerveza empezaba a juguetear con mi cerebro, lo cual me saca un poco de ese estado de vergüenza en el que normalmente me veo sumido cuando en una misma sala hay más de tres personas. Me lancé a hablar con aquellas chicas, algo que no hubiera hecho en un estado normal.
Nos situamos justo a su lado y observamos cómo terminaba de trazar su pequeña obra de arte, que en realidad no era más que una frase corta y directa sin ningún tipo de floritura: “Soy judía, busco hebreo”. Me hizo bastante gracia aquel absurdo juego de palabras, así que me lancé a preguntarle por su significado:
-Últimamente no se ven muchos israelitas por aquí ¿no? -Las chicas se giraron hacia nosotros, y ella con media sonrisa respondió.
-La verdad es que no. Desde que escaparon de Egipto no han parado de huir de todos los lados, y yo sigo buscando a un buen judío que me haga feliz.
-¿Eres de Israel como yo podría ser de Cuenca? ¿Cierto?
-Creo que mi acento canario me delata…
-Oye, en Canarias supongo que también hay judíos.
-Sí, supongo.
-Si quieres yo también puedo hacerme pasar por hebreo.
-Eso sería perfecto. Estoy buscando a uno. 
-Me sonrió y yo me hundí en sus fauces.
Me gustó demasiado. Pasamos la noche hablando en el camerino. Arturo, después de una hora, ya había desaparecido con su amiga y estaban ilocalizables. Entendimos que se habían ido juntos y la verdad que tampoco nos preocuparon mucho. Nosotros estábamos muy bien a lo nuestro. Al principio hablamos de auténticas tonterías. Seguimos con el juego absurdo de nuestro origen era judío y nos reímos muchísimo. Después descubrimos que a ambos nos gustaba la misma música, había muchas posibilidades de eso pues allí estábamos viendo a Sidecars, pero también nos flipaban los mismos libros, y nuestro plato preferido eran los macarrones con tomate y chorizo. Parece un dato irrelevante pero es mucho más importante de lo que creéis. 
Hablamos de muchísimas cosas más y al acabar la noche le dije que la quería. No sé por qué le dije aquello. Debió de pensar que estaba como una regadera pero creo que le gustó. O al menos lo fingió muy bien porque ella también me dijo que me quería. También existe la posibilidad de que los dos estuviéramos locos y punto.
Antes de salir del local me permití el capricho de fotografiar con el móvil la frase que había escrito sobre la pared. Me pareció un buen recuerdo. Salimos de allí como una cuba, estaba amaneciendo, intercambiamos nuestros números de teléfono y prometimos volver a vernos. Me fui a dormir a las ocho de la mañana y me desperté sobre las dos de la tarde. Era un sábado caluroso del mes de julio. Lo primero que hice fue encender el móvil a ver si me había escrito al WhatsApp. Pero nada, i rastro de ella. Tuve la tentación de ser yo el que tomara la iniciativa pero no lo hice. No quería ser un pesado. Me dolía la cabeza, y me metí un ibuprofeno con una magdalena para que no me perforase el estómago. Como decía siempre mi vieja: “El ibuprofeno y el parecetamol tienes que tomarlo con la tripa llena”. Llamé a Arturo para confirmar que seguía vivo y volví a la cama. Esperé a que el dolor cesara y, cuando fue desapareciendo, empecé a leer el libro que tenía sobre mi mesilla de noche y empecé a sentirme mucho mejor. Es increíble el poder que tiene la literatura. Cuando una buena historia se cruza en tu vida puede hacer que sientas cosas que nunca has sentido o que creías haber olvidado. E incluso puede curar. O al menos acariciar. Además si de fondo suena Kettles de Arcade Fire, como estaba pasando en ese momento, nada malo puede suceder. Eso pensaba entonces, ignorando una vez más que aquel encuentro me llevaría por un camino de penas.
Había dejado el móvil en sonido con la esperanza de que ella me escribiera y así enterarme sin necesidad de estar consultándolo todo el rato. Muchas veces cuando me pongo con un libro resulta bastante imposible sacarme de su lectura. Me enfrasco y nadie puede distraerme aunque caigan bombas a mi lado. Vale, pues ese día estaba bastante distraído esperando un mensaje que no llegaba, así que después de sólo media hora (no aguanté más) escribí yo. -¡Buenos días! ¡O tardes! ¡O lo que sea! Esa fue la primera mierda que se me ocurrió mandarle por WhatsApp. Rápidamente me di cuenta de que era demasiado formal y demasiado estúpido. ¿Quién respeta ahora las exclamaciones y hace gracias del año 2007? Creo que sólo yo. Estuve a punto de añadir algo más para que no pensara que era tonto del culo pero preferí no volver a escribir más e intenté volver a centrarme en el libro que tenía entre manos, algo que por supuesto no logré. 
Al rato me contestó.
-Hola. Quién eres? Perdona, no tengo tu móvil guardado y por la foto no te reconozco
Vale. Definitivamente estaba quedando como un idiota. Ella no había guardado mi número y mi foto del WhatsApp la verdad que no ayudaba nada. Era esta:
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Por suerte la había cambiado el día anterior, que tenía a Bukowski cagando en su cuarto de baño mientras leía un libro. Quizá hubiera pensado que soy un puto asqueroso. 
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La verdad que me quedé bastante cortado al ver su respuesta y no sabía muy bien qué decir. Quizá ni se acordaba de mi nombre e incluso existía la posibilidad de que no se acordara de nada de la noche anterior. A los cinco minutos sonó otra notificación.
-Era una broma, mi pequeño hebreo, pero ya veo que la gente de Madrid tenéis el humor un poco torcido. 
Respiré aliviado y contesté.
-¡Hey! Perdona. No había visto tu respuesta. Claro que tengo humor ¡Soy la persona más divertida del mundo! Más o menos. 
-Se puede saber quién dice “¡Hey!” en el siglo XXI????
-Te has despertado con fuerza por lo que veo. Sí, soy un viejo en un cuerpo de joven. 
-Ya veo, ya. Qué haces? Ayer lo pasé muy bien contigo!
Algo me hizo vibrar por dentro. Hacía mucho tiempo que una chica no me decía algo parecido. Y la verdad que sentaba muy bien. 
-Yo también. Llevaba meses sin reírme tanto. Pues nada, aquí ando. Tirado en la cama. He desayunado una magdalena con un ibuprofeno. 
-Gran receta. Pues no es por nada pero yo me acabo de preparar esto y he calculado tan mal que podría comer aquí un ejército entero: 
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-Oye, tía. No me hagas esto. Menuda envidia. 
-Pues vente! Si no te importa que te los caliente un poco al micro, claro…
Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera existir la posibilidad de que me fuera a invitar a comer a su casa pero lo cierto es que estaba sucediendo y me moría de ganas de ir, pero también me moría de vergüenza. Por la noche me lancé a hablar con ella porque iba un poco borracho pero ahora no sabía si iba a funcionar. Decidí descubrirlo. Me pasó las señas de su casa. Calle la Palma 18. Justo al lado del dichoso mural azul de los ojos donde todo el mundo se hace una ridícula foto. Incluso yo caí un día que tenía el ego subido. Aquí está la prueba. Lamentable. 
Cogí el metro y bajo el sol de Madrid llegué a su portal. Había un montón de gente haciéndose fotos en el mural a pesar del calor que hacía y la hora que era. Todos con sus réflex perfectas fingiendo ser felices. Me ponen enfermo. Intenté no mirarles mucho para no aguarme la fiesta y llamé al telefonillo. Sin preguntarme por mi identidad directamente abrió el portal. Vivía en el segundo. Subí por el ascensor, llamé al timbre y ya pude sentir el olor a macarrones con chorizo al otro lado de la puerta. Me recibió con una gran sonrisa. Llevaba un moño alto en la cabeza bastante atractivo, un pantalón corto de pijama y una camiseta de tirantes con una frase: “Quique González duerme conmigo”. Me hizo bastante gracia la verdad pero no hice ninguna pregunta sobre aquel eslogan. Ella era mayor que yo. Me sacaba tres años y creo que a veces me veía como si fuera un niño. Tampoco me molestaba mucho. Me dio un beso en la mejilla y me agarró la mano para guiarme por el pasillo de la casa hasta llevarme al salón. Allí había una mesa alta preparada con dos platos, uno en frente del otro, repletos de macarrones con chorizo y queso fundido, además de un litro de cerveza.
-¡Justo los acabo de calentar! ¡Te van a flipar!
-Bueno, ahora te debo una, un día tienes que probar tú los míos.
-Yo encantada.
Después de comer unos macarrones cojonudos me preguntó si quería tomar una copa de whisky, que era lo único que tenía en la despensa. Por mí perfecto porque es el único alcohol que me gusta. Sólo tenía Fire Water, un whisky del Mercadona que cuesta menos de cinco euros y que si quieres morirte una tarde está de puta madre. Pero, incluso ese whisky, si estaba con ella me entraban ganas de beberlo. Nos volvimos a emborrachar. Esta vez profundizamos en más temas. Me habló de la muerte de su hermano. Iba con un amigo en moto, él como paquete, y decidió dejarse caer del asiento trasero en medio de la carretera. Antes de hacerlo le dijo a su colega: “Oye, dile a mi hermana que siga haciendo fotos. Lo hace muy bien ¿Vale?”. Cuando el amigo se giró para preguntarle “¿Cómo?” vio perfectamente el cuerpo impactar contra el asfalto y cómo lo atropellaba el coche de atrás. Nunca supieron por qué lo hizo ni por qué ese fue su mensaje de “despedida”, pero desde entonces ella se lo tomó a raja tabla y puso todo su esfuerzo en mejorar en el mayor de sus hobbies, la fotografía. Aquello sucedió en una carretera comarcal de Tenerife, de donde ellos eran. Al poco tiempo sus padres se divorciaron y un mes después su madre murió de un ataque al corazón.  Al morir la madre, la relación con su padre se rompió por completo. Se quedó completamente sola. En cuanto pudo, se marchó de la isla a Madrid porque aseguraba que aquel trozo de tierra le estaba quitando la vida, el aire, y necesitaba salir de ahí para siempre, para intentar olvidar la tragedia. Huyó de la pena. O al menos lo intentó. O quizá la trajo hasta mí. 
Estudiaba Periodismo en el CEU porque no le había dado la nota para acceder a la pública. Si entonces hubiera salido la canción de Cayetano de Carolina Durante fijo que se la hubiera cantado. A la vez trabajaba en todo lo que saliera, desde azafata en eventos hasta en los bares de Malasaña sirviendo copas, donde la podías encontrar detrás de la barra de La Vía Láctea, El Penta o el Verbena, entre otros muchos. Estaba ahorrando para hacerse un viaje a África y capturarlo con una cámara analógica profesional. Le gustaba mucho el trabajo del fotógrafo Sebastião Salgado y tenía todos sus libros de fotografía colocados en las estanterías del salón como si fueran reliquias de museo. En las paredes estaban colgadas algunas fotos de Salgado que ella mismo había impreso. De alguna manera quería ser como él y viajar con una cámara a cuestas haciendo fotos de otras culturas del mundo, cumpliendo así el deseo de su hermano. Pero ni siquiera tenía una buena cámara, solía utilizar cámaras de fotos de usar y tirar con las que hacía auténtica magia. Cada día se cagaba en todo cuando bajaba de casa y se encontraba a todas las (y los) instagramers del mundo reunidos en la fachada de su casa haciéndose fotografías con unos aparatos que costaban lingotes de oro. Se preguntaba qué había hecho mal en su vida para no poder tener dinero para tener una buena cámara, no como el resto de personas que todos los días se fotografiaban en aquel muro. Yo le dije que en realidad ella lo estaba haciendo bien y le prometí que le ayudaría a conseguir una cámara. Me vine arriba. Imagino que por culpa del puto Fire Water. Pero me alegro, después de escuchar la historia de su hermano y ver con mis propios ojos aquella pasión que sentía por la fotografía creo que de alguna forma tenía que ofrecerle mi ayuda.
Cuando se hizo de noche bajamos por las calles de Malasaña y me llevó al Coco Bar, famoso por su pastrami. Es un lugar de la Calle Espíritu Santo al que siempre había querido ir pero nunca había terminado de entrar. Como todo en mi vida. Un montón de deseos que tengo (por muy estúpidos que sean) que nunca termino de cumplir. Gracias a ella empecé a hacer un montón de cosas que nunca antes había hecho. Desde las más pequeñas a las más grandes. Ella conocía muy bien el lugar y le dije que me fiaba de su experiencia para elegir los platos y sin dudar pidió los nachos completos con frijoles, dos tacos de cerdo, un bocadillo de pastrami y cerveza. Creo que en ese lugar fue el momento en el que empecé a enamorarme de ella de verdad. Es cierto que la noche anterior le dije te quiero, y de alguna manera ya lo sentía, pero ahora era distinto. Era algo muchísimo más profundo. Tan profundo como el infierno que después me esperaba.
Estuvimos quedando durante meses. Se podía decir que éramos novios o algo parecido. Me pasaba mucho tiempo en su casa. Horas. Días. Semanas. Comíamos macarrones con chorizo y bebíamos Fire Water (para mantener vivas las buenas costumbres) mientras se apagaba el día. Le regalé incluso la foto de su “grafitti” en la sala Sol que hice aquella noche y se la firmé por la parte de atrás. Éramos felices. Yo entonces empezaba a escribir y por las noches nos tumbábamos en la cama antes de dormir, ella aprovechaba para leer libros de fotografía y yo aporreaba las teclas de mi portátil buscando una historia que contar. Una noche en la que estábamos así, soltó el libro sobre su pecho, respiró hondo, suspiró, y sonriendo dijo:
-¡Ah! El conticinio.
-¿Cómo?
-Pues eso. El conticinio.
-¿Qué cojones dices?
-¿No sabes qué significa?
-No lo he escuchado nunca.
-¿Y a ti te gusta escribir? Pues para eso es muy importante que conozcas bien tu propio idioma ¿No crees?
-Eres muy graciosa… ¿Qué es eso? ¿Por qué lo dices?
-Continicio significa sigilo, define la hora de la noche en la que reina el silencio. Esto que hacemos cada noche tú y yo hasta quedarnos dormidos. Me encanta.
-Y a mí, aunque hay que reconocer que a veces uno se despierta con las sirenas de la policía que cruzan esta calle...
-¡No seas corta rollos!
-Tienes razón. Es el mejor continicio que he vivido en mi vida.
En cuanto dije eso nos besamos y pasamos la noche encerrados en la misma piel. 
Fueron unos meses maravillosos pero como no puede ser de otra manera un día me mandó a paseo. Básicamente, resumiéndolo mucho, y omitiendo todas las partes (que fueron muchas) en las que lloré como un cabrón, me dijo que no quería tener una relación. Que necesitaba estar sola, tener su tiempo y vivir sus cosas. No entendí nada pero, como buenamente pude, lo respeté. Aún así nos escribíamos prácticamente todos los días e incluso a veces me permitía decirle “te quiero” y “te echo de menos”. A lo que ella solía responderme con un seco “yo también”. Después de un tiempo dejó de contestar a mis mensajes. Un día llamé a su número y me salió un mensaje advirtiendo que el teléfono no existía. Parecía que lo había dado de baja. Ahora entendía mucho menos. Ella no tenía redes sociales (las odiaba) así que ni siquiera por ahí tenía una manera de hacerme una ligera idea de su nueva vida.
Pasé un tiempo jodido y cuando llegó el día de su cumpleaños decidí comprarle una cámara analógica de segunda mano para regalársela. Sé que no era el regalo de su vida pero estaba cerca. No me daba el dinero para una nueva. La pillé en un Cash Converters el mismo día de su cumpleaños, después de estar tres horas decidiéndome por una u otra. Cuando al final la escogí, la pagué y me fui para su casa. Llamé al timbre del portal y un señor, que dijo que era el propietario, me contó que hacía unos meses había comprado la casa y que la chica que vivía allí de alquiler se tuvo que marchar. Le pregunté si sabía a dónde se había ido, cuál era su teléfono o si tenía cualquier información relevante sobre ella. Noté que el hombre sintió cierto miedo ante mis preguntas y dubitativo colgó el telefonillo. Me estaba volviendo loco. Parecía un acosador asqueroso y me di cuenta de ello a tiempo en ese mismo momento. Tiré la cámara al cubo de basura de la comunidad que ya estaba sacado a la acera y decidí pasar página.
Pasaron los años. Muchos años. Unos cuantos. Tantos que no fueron suficientes para olvidarme de ella. Sentimentalmente estaba solo. Seguía solo desde entonces. No había surgido el amor y tampoco me había obsesionado en buscarlo. Simplemente estaba en el punto donde me quedé. Más o menos. La verdad que no puse muchos medios para remediarlo. Todos los sábados comía macarrones con chorizo y de postre me tomaba un Fire Water en honor a aquel día. Creo que me estaba volviendo alcohólico sin saberlo. Era incapaz de salir de la habitación, de la cama. Hasta que un sábado me sonó el móvil.
-¿Es usted Ian?
-Sí.
-Le llamamos de la embajada de Kenia en Madrid.
La habían encontrado muerta en su África querida. El teléfono que había puesto en el registro de viajeros en caso de emergencia era el mío. Ningún otro. Lloré como un condenado. Lloré más de lo que puede llorar un ser humano. Lloré hasta que me acostumbré a llorar y cuando lo hacía ya pensaba que no lloraba. Después de varios días, y un millón de gestiones burocráticas, repatriaron el cuerpo. En su testamento, aunque costó encontrarlo, estaba todo perfectamente fijado. Quería que la enterraran junto a su madre y hermano. Así me encargué de que lo hicieran. Intenté contactar con el padre pero no lo conseguí por ninguna vía. Junto a sus tumbas dejé una botella de Fire Water vacía en la que metí un ramo de flores. No he vuelto por allí. No me atrevo.                                                          🔥
Pasé muchísimos años haciéndome mil preguntas. Nunca supe por qué desapareció, por qué se alejó de mí, por qué nunca me contó que había logrado marcharse a Kenia. Me entregaron las pertenencias que encontraron en el hotel de Nairobi donde falleció por causas desconocidas. Entre todas ellas había una cámara de fotos que nunca me he atrevido a revelar. Además estaba su cartera donde aún conservaba la foto que le regalé del día que nos conocimos.
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Nunca supe por qué la guardaba. Nunca tuve respuestas de ningún tipo sobre qué pasó. Nunca he tenido consuelo suficiente para escribir sobre esto. Si lo he logrado ahora es porque hace poco estaba en un bar y de pronto pusieron una canción que no había escuchado nunca  y que al instante me gustó. Cuando escucho un tema que me atrae y no conozco saco Shazam y rezo para que descubra cuál es la canción. Por supuesto que su base de datos no la encontró y lo que hice fue quedarme con una frase y rápidamente buscarla en Google: “Quiero servir de inspiración, quiero ser carne de cañón”. El corazón me dio un vuelco al ver que la canción se llamaba “El conticinio”. 
Es como si la hubieran hecho para nosotros, para nuestra historia, y por primera vez en mi vida sentí calma, paz. Encontré las respuestas. Después me pasaron cosas que me hicieron seguir descendiendo al centro de la tierra, recorriendo estos círculos concéntricos de mis penas. Pero de eso hablaré en el próximo capítulo. Si es que hay alguien que quiera seguir leyéndome. Ahora escucha la canción para entenderlo todo. Y si ya la conoces vuelve a escucharla. La tienes aquí. Dale al play y cierra los ojos.
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