Licenciado en Cinematografía por la Universidad Columbia del Paraguay. Redactor en las secciones de Arte y Cultura del periódico El Nacional (Py). Poeta y docente universitario en áreas de Historia, Teoría y Crítica del Cine.
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La escritura, en el año de la vida suspendida
Existen formas en las que escribir muestra, sin saberlo uno, la respiración que secretamente oculta el cuerpo.
Este texto no pretende ser un listado de libros o actividades, tampoco un breviario de gestiones editoriales o colectivos durante el 2020. De alguna manera me interesa pensar el campo escriturario en el año de la vida suspendida. Sobre todo, las formas en que las personas que escriben decidieron vincularse con sus lectores ahí donde el contacto ha sido prohibido. De buenas a primeras, pareciera que el campo escriturario poco tuvo que haber cambiado, sobre todo comparándolo con otros campos como el teatro, el cine o la danza. Si bien esto es cierto, en alguna medida no termina de serlo, algo no está donde solía estar. El escritor ha debido, de alguna manera, poner el cuerpo –aún cuando fuese en la virtualidad– ahí donde antes no había cuerpo en lo absoluto.
Me interesa, también, pensar una literatura posible ahí donde el centro normalmente no lee otras expresiones en clave escrituraria. De cierta forma la premisa de este texto piensa que el campo literario ha saltado del logos escrito para devenir, en algún grado, logos escénico. ¿Es, justamente, porque lo escénico ha sido abolido temporalmente que el lenguaje del cuerpo ha debido hacerse patente en un campo que antes no habitaba?
La nuda vida
Me permito un desvío. Pareciera poco inteligente hablar del virus en el año del contagio –demasiado literal, obvio incluso–, pero quizás pueda engañar a la palabra o más bien a aquello que han hecho con la palabra. Efectuar un ejercicio de disgregación, primero, para interesarme en otros puntos.
Agamben retoma la idea del homo sacer, una figura del derecho romano; el homo sacer –hombre sagrado– es aquel cuyo crimen ha sido tal que su vida es considerada indigna para sacrificio ritual o ejecuciones legalizadas; su sentencia es entonces estar fuera de la ley. La palabra sagrado en realidad hace referencia a aquello que existe fuera de la ley mortal –por ejemplo, los templos de los dioses no tenían propietario, ni siquiera el Estado mismo lo era–; así, la vida de un homo sacer queda desnuda y su muerte a manos de cualquier ciudadano no es considerada homicidio porque existe fuera del marco legal [1].
Agamben se pregunta quién, en nuestros tiempos, es un homo sacer. En sentido estricto, el homo sacer es el opuesto del soberano, porque si para el homo sacer todo ciudadano es un soberano, para el soberano todo ciudadano es un homo sacer [2]. La filosofía política de Agamben viene a confirmarse con el advenimiento de este imposible vírico; en el año se ha olvidado, quizás con demasiada avidez, que epidemia antes que un término médico es primero un concepto de la filosofía política.
Esto es ahora mucho más que obvio en un año en que la epidemia, el concepto, se ha convertido en una forma de política. Es evidente que, bajo este Estado de excepción epidémico, todo ciudadano es un homo sacer ante los ojos del soberano. La nuda vida es aún más frontal en campos artísticos –ya desnudos incluso en periodo pre-pandémico–. Podría quizás aprovechar estas nociones para formular una serie de preguntas: ¿Qué queda al desnudar la literatura? O, en sentido más amplio, la escritura. Y, ¿desnudarla de qué, precisamente?
Contagio
En Crítica y verdad Barthes habla de la escritura como “la más sagrada de las artes” [3], entonces –jugando– puede decirse que la escritura existe fuera de la ley mortal, es ella ya arte desnudo. Existen variadas formas en que la escritura decide desnudarse, pero quizás –por razones de extensión– podría pensar en dos principales, literatura y oralitura.
Como en todos los campos, el cuerpo se ha reubicado en formato virtual: los lanzamientos de libros –si bien es cierto que recientemente hubo algunos presenciales, como es el caso de Todas locas, el primer libro de Rosa Posa, publicado por Ediciones de la Ura–, así como los ciclos de poesía y los festivales. Sin embargo, de alguna manera este registro digital parece alinearse con otra propuesta literaria. Cierta escritura tiene que ver, en algún punto, con el registro o el testimonio; curiosamente, estas reuniones virtuales mediante plataformas de videoconferencias dejan registro del acontecimiento aún después de terminado el mismo, así como un texto permanece también ahí donde ha sido escrito.
Por supuesto que siempre han existido ciclos de literatura y lecturas de poesía, entonces ¿qué hay ahora de escénico ahí? Puede pensarse que, por ejemplo, el teatro filmado y luego visionado en una computadora carece de mucho de lo que lo constituye fundamentalmente como teatro –un encuentro de cuerpos, acontecimiento en retirada–; en contraposición, un libro leído en sea cual fuese su canal de comunicación –digital o presencial– sigue siendo literatura, pero antes que perder algo hay otra cosa que se suma.
Algo curioso ocurre cuando un escritor lee un texto suyo. Puede pensarse la escritura como una partitura de la respiración, sobre todo un poema, cuyo espacio en blanco –en la página– es habitualmente mayor que el espacio escrito. Un escritor quizás escribe como respira –¿será esta la razón por la cual Olga Orozco escribía poemas horizontales, largos, y Alejandra Pizarnik, asmática y fumadora, textos de mayor condensación, al menos en el grueso de su obra?–. Entonces, al leer un escritor un texto suyo, su respiración biológica se sincroniza con su respiración poética; texto y escritor son, por un momento, uno solo.
Esta sincronía de respiraciones, la del texto y la del cuerpo, ya no es exclusivamente literatura, y puede pensarse que contiene alguna cualidad performática. El escritor vuelve a tocar su texto, un proceso diferente al contacto primero con el papel o la tecla que supuso el advenimiento físico de la palabra –otra cualidad performática–. El escritor no es su texto y viceversa, que quede claro, pero a veces, en ciertas instancias, se contagian mutuamente. Y quizás sea esto lo que la virtualidad ha venido a desnudar de manera directa: el cuerpo de quien ha escrito respira junto al cuerpo textual, al unísono, en primer plano.
La escritora y editora Giselle Caputo ya ha hecho un trabajo preciso al cartografiar estos ciclos de lectura online en su artículo Poesía en pandemia: Un mapa para contagiarse. Estos incluyen Slam de Poesía en Voz Alta, Poesía en tu sofá, Bitácora de un encierro, Ombligo Lírico, los ciclos de Literaity. Pero también Asociación de Artistas y Escritores de Paraguarí, Escritores Paraguayos Autopublicados e Independientes, Literaity, PEN Club Internacional, Asociación Literaria Arandú, Sociedad de Escritores del Paraguay, Escritoras Paraguayas Asociadas y Ombligo Lírico han realizado festivales y ciclos de lectura digitales a lo largo del año.
Por otro lado, si sagrado es aquello que permanece fuera de la ley mortal, ¿cómo hacer para devolver a las personas la escritura que ha sido separada en la esfera de lo divino? Quizás, para responder esto, pueda mirarse ahí donde aquellos cuya vida siempre ha estado desnuda.
Otras escrituras
No toda forma de texto es siempre texto impreso. No toda literatura está escrita, en el sentido tradicional de la palabra escribir. Puede tomarse a Leda Maria Martins y su acercamiento a la oralitura para expresar este punto. La oralitura es una poética de oralidad que necesita del cuerpo y la voz para constituirse en lenguaje [4]. La lectura de un texto escrito no es oralitura, es literatura leída en voz alta. La oralitura existe fuera de la lógica del lenguaje representado exclusivamente a través del logos escrito. Mucho de esa tradición del logos impreso tiene que ver, por supuesto, con posturas mayoritariamente europeas, impuestas con el propósito de desprestigiar su alteridad oral [5].
Puede afirmarse que cantos indígenas contienen la potencia poética de la alta literatura. El escritor e investigador de arte Damián Cabrera ya ha hecho un trabajo preciso al hablar de literatura guaraní en su ensayo Literatura paraguaya-guaraní: Transversalidades, y no es mi intención repetir un trabajo más sistematizado, pero puedo detenerme un instante para hablar de los cantos páĩ tavyterã.
Una preocupación de los cantos páĩ tavyterã es, de hecho, la poética. El guaraní páĩ es virtualmente dos idiomas; así lo reconoce el antropólogo Arístides Escobar al señalar que existiría un lenguaje prosaico, el de las cosas diarias, y un lenguaje poético reservado para el canto ritual; este segundo recibe el nombre de ñe’e porã, que podría traducirse como “el bello lenguaje” [6]. El ñe’e porã es un lenguaje cifrado, oscurecido por la poesía, vuelto sobre sí mismo. Estos cantos están casi siempre sesgados por el deseo, entendiendo el deseo como emparentado con el entredicho, como aquello que no termina de inscribirse en el presente. En esta su oralitura los Páĩ Tavyterã cantan para que los incendios se detengan, para que las enfermedades se alejen. Durante la pandemia, pese a todo, los Páĩ Tavyterã no han dejado de cantar.
Para Hélène Clastres el ñe’e porã nombra no solo las cosas, sino aquello que las cosas íntimamente son: “Así, el bello lenguaje llama al humo del tabaco bruma mortal; a la pipa, esqueleto de la bruma; a la flecha, pequeña flor del arco; al cultivo, lo que roza nuestros dedos” [7]. Esta literatura no impresa, esta literatura fuera del margen de lo editorial es, fundamentalmente, un lenguaje oscuro, opaco, donde la retórica adquiere centralidad fundacional; tal vez la única forma de nombrar el presente de las cosas por llegar sea efectuando un acto poético de rodeo. En un canto, más que en cualquier otro lenguaje, respiración poética y respiración biológica son indistinguibles entre sí.
Siguiendo este mismo acercamiento, puede leerse otra expresión indígena en clave escrituraria. El ritual de iniciación de los Aché, el jaychá, consiste en la escarificación en la piel a partir de un guijarro caliente; los iniciados, adolescentes, ayunan durante semanas a base de una dieta exclusiva de palmito. En el momento álgido del rito, el guijarro caliente escribe figuras rectilíneas verticales en la espalda de los varones y curvas horizontales en el vientre y los senos de las mujeres. Posteriormente, los cuerpos sangrantes son lavados con bálsamo cicatrizante [8].
Es verdad que esta escritura no ocurrió en el año –la práctica está en desuso–, entonces ¿dónde está la pertinencia actual del jaychá? De alguna manera siempre sigue sucediendo, porque es imposible que desaparezca una vez puesto el cuerpo ahí, donde la piedra; su escritura supervive, sobrevive a cualquier forma de sujeción. Contra un mundo que habría preferido imposible el gesto de autorrepresentarse, la piel recuerda el lugar del contacto. Esta escritura no es logográfica, desde luego, pero sí es simbólica y, por supuesto, es lenguaje. La piedra sigue represenciándose en la piel, a la manera en que una palabra permanece en el papel. Se atreve a la penetración de lo poético, se tiende el cuerpo a la proximidad del signo.
En el prólogo de Desconfiar de las imágenes Didi-Huberman habla de la imagen como “tiempo resistido” [9]. Esta idea pareciera apropiada para referirse a las escarificaciones aché, y no necesariamente por el dolor del ritual sino, aún más, porque en ellas aparece, curtida, la supervivencia ante la falta. Se ha sobrevivido a la piedra atravesando el cuerpo, es cierto, pero también se ha sobrevivido a que la piedra haya cesado de hendir el cuerpo. Algo estuvo lo suficientemente cerca como para dejar marca, y uno sobrevive no a su proximidad sino a su desaparición. En la cicatriz el otro, ausente, vuelve. Es re-presentado, represenciado. Vuelto a poner aquí, y entonces dos contemporaneidades se encuentran –la de la herida y la del presente–.
Tanto los cantos páĩ tavyterã como el ritual jaychá concentran en algún punto logos escriturario y logos escénico, ambos se hacen indistintos. No toda literatura –no toda escritura, en sentido amplio– es siempre impresa, y atreverse a pensar una literatura fuera del mercado, fuera de lo que se ha hecho con la propia palabra literatura, no es solo abrir otros posibles acercamientos sino es que es, fundamentalmente, necesario para el propio campo literario.
Pienso en las formas en las que se ha querido poner el cuerpo, sus respiraciones. Pienso que “canto” es, a veces, otro nombre que reciben las piedras.
La escritura profanada
Profanar es, en sentido estricto, devolver lo que ha sido separado de la esfera de los hombres [10]. En la Antigua Roma bastaba con tocar con las manos desnudas partes de un animal sacrificial reservado a los dioses para que este se convirtiera en profano, indigno de sacrificio. Profanar es devolver a la comunidad lo que ha sido secuestrada de ella por lo sagrado. En ese sentido, quizás las respiraciones, los cantos, las cicatrices, han sido formas de profanar el mismo campo literario; intentar inscribir en un presente lo que la crisis alej��.
Formas en las que se ha querido poner el cuerpo, repito. Después de todo, quizás a veces la separación entre música, performance y literatura no es siempre tan obvia, o tan sencilla, como podría pensarse. No hay otra cosa que escritura, pienso a menudo. Desnuda en su suspenso, ahora que lo imposible ha encontrado advenimiento, en este desierto rojo, seguir siendo posible es siempre el fin que el cuerpo busca.
Tal vez por eso la respiración poética, los cantos. Mostrar la piel cicatrizada, pese a todo.
Notas
[1] Agamben, G. (2004). Estado de excepción: Homo sacer II, 1. Valencia: Pretextos.
[2] Íbid.
[3] Barthes, R. (2005). Crítica y verdad. Madrid: Siglo XXI.
[4] Martins, L. (2003). “Performances da oralitura: corpo lugar da memória”. Letras, N° 26, Lingua e Literatura: Limites e fronteiras.
[5] Íbid.
[6] Escobar, A. (2008). Tesapé: Territorio, lengua y frontera. Asunción: CAV/Museo del Barro.
[7] Clastres, H. (2012). La tierra sin mal: Profetismo tupí guaraní. Buenos Aires: Ediciones del Sol.
[8] Escobar, T. (2012). La belleza de los otros. Asunción: Servilibro.
[9] Didi-Huberman, G. (2013) Prólogo, en Farocki, H. Desconfiar de las imágenes. Buenos Aires: Caja Negra Editorial.
[10] Agamben, G. (2005). Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Este texto fue publicado originalmente en El Nacional.
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Museo «José Asunción Flores»: cebar un tereré, imantar una aguja
No conocía este museo hasta hace menos de una semana atrás, cuando el momento del derrumbe. Esto pareciera querer decir algo.
—No, nunca fui —dice Laura también cuando le pregunto.
Es el primero de los barrios de Asunción, el lugar de la diáspora. Ricardo Brugada. El Museo José Asunción Flores, dispuesto más o menos en el medio del mirador Punta Karapá, dirige la cara a su propia escena, otras calles del barrio, más abajo. La otra Asunción podría verse de fondo, de quererlo uno, esa otra ciudad que es la misma ciudad que le es indiferente a su origen.
El museo, esta habitación, esta biblioteca, este lugar para una excepción. Aquí tres hombres toman tereré. Esta imagen es inexacta, aclaro: tres hombres alrededor de una jarra con agua fría, dos guampas, sobre una silla de madera ubicada más a un costado que al centro. Es difícil precisar si alguien toma o si sencillamente no me doy cuenta de que lo hace, pero esa es la idea que luego, más tarde, conservo, la de personas alrededor de un tereré sin cebar. Músicos, sabré luego.
Laura Mandelik camina el lugar, con su cámara descubre cosas, mira como una forma de moverse.
—Acá había libros, fotos. Todo esto quedó así —me dice Remigio Pereira, el director del museo.
El acervo estaba –sigue estando, en otro sitio ahora– compuesto por partituras de José Asunción Flores, material de archivo consistente en la biblioteca privada de Arturo Pereira, el fundador y padre del actual director.
Remigio cuenta que todo debió ser guardado en bolsas, trasladado, luego del suceso, a modo de precaución. Las lluvias del último fin de semana de enero trajeron esa ferocidad que la ciudad conoce en sus tormentas. La casa de al lado, la de Enrique Pereira, cuidador del museo, se derrumbó parcialmente. Atrás, en el fondo, otra casa cayó sobre una abuela y sus dos nietos.
El lenguaje no basta cuando dos niños, una abuela. Insisto. No ha de bastar.
Ahora todo esto quedó así.
Remigio cuenta una historia, una historia de intermitencias, de fragmentos. Originalmente fundado en 1993 en la casa misma donde nació José Asunción Flores, el museo es sostenido por la Fundación Arturo Pereira, sostenido en el sentido de sujeto desde abajo, como una pugna. Fue restaurado en 2017 con fondos municipales, bajo la administración de Mario Ferreiro. Cierres esporádicos, por falta de fondos para abrir las puertas, se ubican más de un par de veces en su historia.
La restauración conserva sesgada parte de la casa otra, la primera. El nuevo piso de ladrillo se encuentra, en un momento, con el otro piso de ladrillo, el viejo. El techo a dos aguas de tacuarillas ha sido reconstruido, a la manera de su técnica y materiales primeros. Sobre la pared de hoy, de revoque estuco, un punto enmarcado: la antigua pared de madera y adobe. El lugar recuerda el lugar que una vez fue y que sigue siendo el mismo, diferente. Con el tiempo, lo que las cosas conservan son sus nombres.
Pido ver el sitio del derrumbe. Me explican que es difícil ver, a no ser que dé toda una vuelta, que baje hasta el lugar. Al costado, afuera, se ve una diferencia de niveles.
—Toda esta tierra antes estaba al mismo nivel —dice Enrique Pereira.
Una porción importante de sedimento cedió y ahora, donde todo estaba al mismo nivel, existe una especie de barranco. En el fondo, la casa que el agua devoró con sus personas.
—¿Cómo hago para que se vea todo esto? —habla Laura para sí misma, al sacar fotos.
También yo incubo esa pregunta. Cómo hago para escribir con precisión el lugar donde las lluvias ubicaron una tragedia.
El lugar donde la música se vio forzada a interrumpirse.
De nuevo adentro, tres músicos alrededor de un tereré sin cebar. Habla el tercero de ellos, el que hasta este momento ha permanecido callado. Cuenta de sus alumnos, formados por ellos; varios se encuentran o se encontraron haciendo posgrados en música, en Rusia, en Cuba.
—Estamos afuera de todo circuito museal —dice en un momento Carlos “Chamán” Cáceres.
Se me ocurre lo que pareciera ser una trivialidad; en La noche de los museos, por supuesto, no se incluye al Museo José Asunción Flores. Pero está claro que se trata de más que eso. Las instituciones que debieran haber protegido al acervo de Flores se han mostrado históricamente indiferentes para con su historia, de no ser por esporádicos, cortos gestos. La familia Pereira sostiene actualmente el museo sin ningún fondo público o privado, e incluso la evacuación temporal del acervo encuentra lugar en otro domicilio familiar [1].
Esta indiferencia no pareciera ser, en absoluto, inocente.
Todo esto ellos solos, pienso. ¿Cómo es posible que todo esto, ellos solos?
Recuerdo un poema: “Todo cabe en la mano de quien todo lo ha perdido”, escribe Benjamín Prado.
En el lugar donde el raudal devoró una casa, materiales varios, objetos quizás perdidos. De mirar al paso, abajo, sin prestar atención, sería demasiado fácil imaginar que este es el lugar adonde las cosas que he perdido a lo largo de los años han venido a parar y que, de mirar por mucho tiempo, quizás pueda encontrar tal llave, tal libro. Pero este no es un lugar de pérdidas, al menos no por entero, y esa idea sería insincera. Acá un joven José Asunción Flores comienza a aprender guitarra. Luego, años luego, otros siguen, adaptan poemas de Elvio Romero para conciertos en el mirador. Chamán comenta que el mayor proyecto de la Fundación Pereira es la creación de una escuela musical. Acá otros también componen música.
Acá pasa todo esto, pienso.
En los tres músicos alrededor de un tereré sin cebar encuentro ese deseo preciso de que las cosas tengan sitio de inscripción. Se me ocurre que una acepción del verbo cebar es imantar una aguja, hacer una brújula de ella.
Quizás, a veces, falta solo imantar un gesto, inminente en su espera. Sostener el derrumbe, resistir el sitio que algunos habrían preferido derribado por el agua.
Nota [1] Previo a esta decisión, el director del museo recibió dos ofertas. La directora general de Patrimonio Cultural de la Secretaría Nacional de Cultura, Ángela Karina Fatecha, luego de observar las condiciones del museo tras la tormenta del domingo pasado, ofreció trasladar temporalmente el acervo al Archivo Nacional. También la directora general de Cultura y Turismo de la Municipalidad de Asunción, Angie Duarte, propuso mover provisionalmente los muebles a la Manzana de la Rivera, hasta encontrar una solución permanente.
Este texto fue publicado originalmente en El Nacional.
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Aviario
camino es un campo despejado como en la infancia los árboles existen solo lejos abajo así me rodean caballos sin domar
quedo atrapado el círculo de bestias: de una belleza intolerable
un hombre se acerca él se parece a mi padre él no lo es me dice, en calma: —tranquilo yo respiro no he estado respirando en todo este tiempo me doy cuenta
anochece y una calma compacta que podría alcanzarse con la mano /lo mismo que el calor/ sofocante, ella la calma
una calma que es ya para hacer gritar
al oído de espaldas la rebelión de luciérnagas sucede
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algo tengo y pulsa donde no llega mi nombre hondo hasta su final
me digo esto también dejará un ardor
no te diste cuenta me latía el ojo izquierdo
cuando frente a mí jadeaste
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Arcano
Ella
1
La flor respiró con dificultad, desplegando pétalos como tentáculos. Ella, toda hueso y alambre, giró sobre sí, despertó hormigas, insectos otros que invernaban bajo sal. Hubiera querido arrancarles las patas, una por una, ver cómo se despegaban del abdomen. Ella hubiera querido esa aniquilación. Pero el suelo salobre ardía y sus pétalos, poco habituados a la superficie, ya se incendiaban. El tótem era laguna donde exhalar, sitio en el que todas las fauces coincidían venenosamente
aliadas unas a otras. Y, enardecida,
llegó aleando hasta el pilar. Las escamas sucumbieron cuando esa su impaciencia fue más grande que el parpadeo. Sólo sobraba temblar, pensar en el rugido una estancia.
8 A la manera de los arqueólogos, capa por capa, los tentáculos escindieron caparazones, máscaras que no pretendían,
de manera ninguna,
ocultar rostro. Pulsátil, la flor se desplomó en la sal. Volteé hacia ella y dije: no estás ilesa.
2
Alzando el largo cuello el animal aleteará dos veces, su cuello-serpiente, y nadará hasta los labios del lago, donde plantas acuáticas atrapan capullos y peces pequeños. Sumergirá la cabeza, buscando alimento y en el agua párpados de ave se cerrarán. Todo de repente inundados. No habrá párpados para tanto líquido y abrir tendrá que. Celoso de sus peces, el lago responderá turbio, desquiciantemente turbio. Volverá la cabeza a la superficie, recogerá el cuello obligándose a flotar. Coleópteros entonces alearán sobre y entreabrirá ella el pico queriendo romper armaduras con dientes como espinas, pero en la madrugada calurosa se elevarán girando los escarabajos.
Tendrá que descender, ella. Desoír aullidos de lejos y apoyar las patas sobre la hierba húmeda. Querrá extender huesos huecos, plumas de cobre empapadas. En tierra parecerá torpe y se detendrá, repentinamente enceguecida cuando la estampida de mi arma atraviese su cráneo.
3
Desvía los ojos del carbón y trepa. Huye hacia dentro, hacia arriba. Ella huye, saca la lengua estudiado el aire. La lengua-radar. Una araña acaba de abandonar su seda, pero ella no quiere. Ella no busca ese gesto. Blancas las escamas se adhieren al ladrillo, a la madera. El techo incompleto.
Abraza el foco, el vidrio foco. Y entonces el calor que ella no tiene. El calor es siempre, para ella, algo impropio. Como mucho sabe pertenece a los demás. No a ella. Las cosas a las que se adhiere son cosas que no arden pero que podrían.
Toda ella se transparenta. Sólo vísceras, huesos pequeños. Algo se deja. Algo ha de dejarse en el fuego. Ella no prevé.
Cae. Un impacto.
El agua rodea torso y la cola se agita, primero desesperada; luego otra cosa. Otra. Ella obliga extremidades. Una condición que no conocía la preside. Legisla el nado.
Saca la lengua. La lengua-radar. Ya no es aire lo que estudia el órgano.
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