Vale, voy a hacer caso omiso al derecho de autor tradicional: atendiendo a lo alternativo, me voy por una excepción y atiendo al bien común. ¿A quién no le vendría bien entender mejor la anatomía femenina, desde una perspectiva feminista, e incluso anarquista, en tiempos de confinamiento?
Si las autoras originales se molestan, me hago cargo. Comparto este fanzine sin ningún ánimo de lucro. Me encontré este fanzine de pura casualidad en Cali, en las vacaciones pasadas, en la despedida de una bella casa cultural, colectiva, llamada Aquarius. Nuestras panas nos invitaron a un desayuno-almuerzo de despedida, porque su gestora se mudaba. Fue un mediodía muy linda, aunque me luxé algo en la espalda: una mujer apodada la “Villana” me hizo un masaje que me salvó la existencia; había manjares colectivos veganos y vegetarianos, viche, curado, rifas y una maleta libre, de la que Yolanda Choice nos decía que podíamos tomar lo que quisiéramos. Yo agarré una tanga de un vestido de baño, porque un par de días después ¡por fin! conocería el Pacífico de Colombia, y este fanzine que me voló la cabeza: es la clase de publicaciones colaborativas que, me parece, vale la pena crear. Aquí está. Dice en la página 2 que sus autoras, en orden o en desorden, son:
2. Carnes Tolendas
2. Itziar Ziga
3. Katherine Supnem
4. Mariana Salina
5. Mariela Acevedo
6. Muriel Frega
7. Julia Inés Mamone
Esta parece ser la primera versión, que está brutal.
¡Y aquí pueden descargar el fanzine que mencioné en Twitter!
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A salvo
Ya no sé en cuál día de confinamiento palpitamos. Por cosas de la vida, porque “no hay mal que por bien no venga” me he refugiado en la casa casi todo este año; todo esto me cogió medio acostumbrada. Pero una cosa es no querer y poder salir; otra es estar obligada. Seguía las noticias de la DW y de los canales españoles como de costumbre, hasta que todo se puso cada vez más raro: en Wuhan, una ciudad que no sabía que existía en China, se registraron los primeros casos. Las noticias de un virus peligroso se expandieron desde diciembre hasta hoy, segundo tras segundo, y así estamos: un viajado de personas en países vecinos y lejanos estamos unidos en este mismo estado de incertidumbre, encierro, ritmo lento, silencio o tumulto en espacios pequeños, teletrabajo, angustia por quedarse sin trabajo. Miles de almas con zozobra en común, con un nuevo miedo, mirando cada rato por la ventana. No importa si tenemos cero pesos o miles de dólares en la cuenta: el llamado es a estar confinados. Ese distanciamiento social tan útil para dictadores, patrones y villanos, ahora nos parece buena idea; es más, ni siquiera buena: ¡vital! ¡indudable! Unos necios se rehúsan o no se lo creen tanto: Bolsonaro, López Obrador, Trump, y muchas personas mayores que sienten que han vivido ya de todo... y tanto. Mucha gente no es que se rehúse: es que no tiene acceso a la misma información, está desconectada, en las calles, en el rebusque del sustento diario. En Twitter gritan: “¡idiotas!”, “¡irresponsables!”, y sigue como trending topic el numeral #quedatencasa: ¿cuál casa? Es fácil vociferar por redes sociales, desde la comodidad de las clases media y alta.
Estoy haciendo lentejas para almuerzo y comida, para mi amiga que vive a pocas cuadras (un vecino se ha ofrecido a llevarlas), para el portero que esté de turno esta noche. No pueden ser muy picantes porque yo soy cobarde y ella es alérgica. Tienen cebolla, ajo, zanahoria licuada y rallada, tomate, papa en cuadritos, un trocito de panela y sal. Me las comeré con arroz y un cuarto de aguacate que quedó de antier. Quiero ver otra vez, de lejos, la calle. Nunca en mi vida me había asomado tantas veces diarias al balcón, a la ventana: desde aquí, desde este sexto piso afortunado, veo la gente que se mueve afuera: habitantes de calle, trabajadores que no pueden estar en sus casas, recicladores, conductores de taxis, camiones, motos y bicicletas de Rappi, ambulancias. Ningún avión se ve en el cielo; de vez en cuando el helicóptero reactiva el espanto. Veo a todas horas policías que suben y bajan con sirenas encendidas, pidiendo documentación a los hombres, mirando con lascivia a las mujeres que pasean perritos, pidiendo a ratos, a través de unos altavoces, que colaboremos pues, que no salgamos, que esto no es ningún simulacro, que reportemos al 123 si tenemos síntomas, que nos quedemos en la puta casa: ¡¿pero cuál casa?! Se preguntan tantos.
Mi casa es chiquitica y bonita; es que yo soy muy de buenas. No he parado de agradecer la posibilidad de estar confinada en este sitio por el que circula el aire, veo pedacitos de cielo, alguna gente que camina afuera, el Tranvía semi vacío, uno que otro copo de un árbol, los edificios lejanos y cercanos en los que viven mis vecinos. Casi cien “vecis” que conozco o no conozco coincidimos en un grupo de WhatsApp que es terapia, apoyo, red de contactos útiles para este encierro, y también en los días “normales” que no sabe ni el diablo si volverán; yo espero que no, siento que nada será “igual” en abril, en mayo o al final del año. Algunos vecis venden panes, pesto, café, mermeladas, hummus, aceites, huevos. Yo también vendo café: el domingo pasado me pidieron 9 libras, las llevé en un taxi de puerta en puerta, conteniendo abrazos, mandando besos de lejos, corriendo como si fuera delincuente. Volví a la casa sudada, feliz de verles después de varios días de encierro, triste por el distanciamiento y las calles desiertas, con piecitos de matas que me dieron dos de las compradoras; sembrarlos en la noche me trajo mucha calma. Por ese mismo grupo, el fin de semana pasado, cuando la cuarentena funcionaba como una suerte de ensayo, algunos vecis reportaban atracos: la desigualdad no sabe de virus, ni de encierros. Mientras unas personas estamos en la casa, más o menos tranquilas, otras deambulan por las calles en este largo episodio de Black Mirror, en esta suerte de distopía que es de verdad-verdad y nos atraviesa el cuerpo, el pensamiento y el alma.
Soy muy de buenas, decía, por tener casa, comida, vecinos amables. También tengo a mi familia: nos saludamos todas las mañana, nos preguntamos cómo estamos, nos hemos visto algunos días de esta semana en unas videollamadas. Papá es el más vulnerable: tiene que trabajar como si nada pasara. Que es “un servicio necesario”, rezan las excepciones de los decretos sobre las empresas de alimentos. Yo pienso que él ya debería estar jubilado, que esa empresa a la que le ha servido tantas décadas ya debería cuidarlo. No puedo cuidar a Papá, pero nos mantenemos en contacto. La conversación digital se ha vuelto, más que nunca, una forma de cuidado. “Vamos a estar bien”, nos decimos de vez en cuando.
Soy cobarde. He sentido mucho miedo. El miedo a veces me tumba en la cama. Para espantarlo trapeo, cocino, hablo con las matas, me asomo de nuevo por la ventana. Respiro, respiro, respiro. Leo, no logro concentrarme casi. Trabajo un poquito, me asomo de nuevo. Me echo en el sofá y lloro a ratos. Tuiteo alguna güevonada. Recuerdo a Mamá: “siquiera que no le tocó esto”, me decía mi hermana mayor anoche por teléfono. Me doy una vuelta por Twitter y me espanto, me enojo, me río. Me le mido a algún juego digital que envían por el grupo de amigos universitarios. El otro día nos vimos: Una de ellas cumplía años en pleno encierro, vive en Miami. Otros estaban en Londres y Barcelona y La Ceja; algunos aquí en Medellín. Nos vimos, como nos vemos cada cierto tiempo hace casi veinte años. Fue importante reconectarnos, desatrasarnos, cantar ese inusual cumpleaños, acompañarnos un rato.
La puerta del cuarto se acaba de cerrar con fuerza por el viento: casi me da un infarto. Estoy alerta a toda hora. El cielo está denso, como gris plata por aquí abajo con un azul clarito por allá arriba, muy, muy lejano. Aunque hay menos carros contaminando, al aire sigue turbio, nos asfixia, nos enferma, nos causa dolor de cabeza y dificultad para respirar; tenemos los ojos irritados. Esto ya a muchos se nos va haciendo paisaje. Si este confinamiento termina en unos días, como parece que ya pasa en esos países que nos han servido de ejemplo para reaccionar ante este virus raro ¿la gente saldrá desbocada como siempre? ¿el ritmo de los días nos va a enceguecer sin pausa? ¿se nos olvidará respirar, cocinar, pensar en el bien común, defender la salud pública, la ciencia, la importancia de elegir gobernantes decentes y sensatos? A ratos creo que sí, que todo dará igual de nuevo, que no aprenderemos un carajo. Después siento que algo muy profundo está pasando, cambiando: en las cabezas y rumbos de mi familia, mis vecis, mis amistades, irreversiblemente, para un montón de ciudadanas y ciudadanos.
Antier me entró una llamada de un número todo raro. Un amigo me envió un poema a través de un servicio de acompañamiento teléfonico que ofrece por estos días la Red de Bibliotecas de Medellín: Es posible llamar y dedicar un fragmento literario a alguien. Una mujer de voz joven y amable me contó de la iniciativa, y me leyó un poema de Oscar Hahn, enviado por S.
El doliente
Pasarán estos días como pasan
todos los días malos de la vida
Amainarán los vientos que te arrasan
Se estancará la sangre de tu herida
El alma errante volverá a su nido
Lo que ayer se perdió será encontrado
El sol será sin mancha concebido
y saldrá nuevamente en tu costado
Y dirás frente al mar: ¿Cómo he podido
anegado sin brújula y perdido
llegar a puerto con las velas rotas?
Y una voz te dirá: ¿Que no lo sabes?
El mismo viento que rompió tus naves
es el que hace volar a las gaviotas.
Ha habido instantes reconfortantes como esa llamada, y otros: amigas que ofrecen sus casas para que pasemos juntas el confinamiento; otras que me preguntan “Monita, ¿necesita algo”?; audiocartas largas que llegan de Cali, Quito, Nueva York, Madrid, Bogotá, Buenos Aires y de otros barrios cercanos de Medallo; oraciones que envían las tías; chistes, indicaciones y cuentos de Papá; datos sensatos de mi sobrino Santiago; caras chistosas de mis hermanas Ana y Nata; conversaciones importantes y sentidas con Gabo. Es tremendo cómo nos ha reconectado con tantas personas este mal rato. Ojalá que no se rompa del todo el encanto de este desencanto. También ha sido una fortuna poder hacer cosas sonoras con la gente tesa y amorosa de la Manzana Radio, imaginar caminos, proyectos y nuevos hilos con los del querido periódico de “El antro”, aprender, compartir y sonar saberes con Lo Doy porque Quiero en audio. La creación, las amistades, los amores a distancia, nos dan respiro, ganas, calma. Respirar. Respirar. Respirar.
Ya van estar las lentejas. Quisiera que fueran más: poder compartirlas con muchísima gente… ¡pero es tanta! Para una sola comida compartida con todas las personas que a esta hora están a la deriva, como hace tantos meses y años, por allá abajo, por la calle Cúcuta, se necesitarían bultos y bultos de lentejas y arroz, camionados de huevos, muchas carretas de aguacates, hileras de gente sirviendo jugo en vasos. Esto me causa mucho desasosigo a ratos, pero se me olvida y sigo, en mi privilegio, en mi egoísmo: comiendo, viviendo por internet, moviendo los muebles de un lado al otro, haciendo radio, mirando por la ventana, escribiendo bobadas, tomando alguna aromática, respirando en el privilegio de la clase media: a salvo.
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En mi familia aprendí a medir los días contentos y las horas del día en café. También siento que a través de esa irreemplazable y diversa negrura nos decimos lo que no nos decimos: que nos queremos y nos alegramos de vernos. Mi tía Aldefa me dio un café muy rico esta semana que fui a su casa a saludar; fue una visita corta pero amorosa. Mi tío Julio ayer llegó con una bolsa gigante de 12 libras de este café concordiano para mí. Este café, llamado Bellavista, tiene por alma a mi primo Felipe con toda la ayuda e impulso de Santiago, Patricia, Ovidio y otras personas. Una libra ya está en manos de Maisa y sus asombrosos compas de casa. Otras van para personas muy queridas de Medellín y Quito; muchas me las tomaré yo de aquí a noviembre. Mi maleta de vuelta será negra... ¡pero café! A propósito de Maisa: No sólo me ha recibido estos días en su casa. Entre otras cosas, me ha compartido cafés sentidos a mañana y noche. También Perla y su mamá me acariciaron con cafés bien hechos y sin pretensiones en esa casa calurosa y sonora de una pequeña calle e invisible calle del centro. Un parcero en estos días no tenía café en su alacena porque no toma, pero de un momento a otro había uno recién hecho y calientico sobre la mesa porque fue hasta la tienda, compró, lo preparó. Otro hombre muy lindo me compartió un café espumoso y alegrador no hace muchos días. Al principio de esta semana mi hermana Ana llegó en pleno aguacero a mi encuentro en el Parque de Envigado; yo me había emparamado varias veces ese tarde, temblaba de frío. Traía un tinto en vaso de papel que echaba humo y olía a cielo y ella sin dudarlo ni un segundo me lo cedió: nos lo tomamos entre las dos, nos salvó del frío y nos calentó el reencuentro. Después de Kokorico, ya con Santi, nos tomamos otro café ahí por el pasaje de la Alcaldía de Envigado, ese sí en pocillo de porcelana, flor moradita y borde dorado. Ayer mi primo, el papá de este café Bellavista que ven en las fotos, me enseñó a preparar capuchino espumoso y latte frío con la prensa francesa, sin más artilugios. Me enseñó eso, y mucho más. El tío Carlos y el tío Julio también estaban, y enseñando cosas sobre café... ¡como toda la vida! Que https://www.instagram.com/p/BoeR9PrgIxIMVjHSrYAqK_lkggJOO4B5ukPsdY0/?utm_source=ig_tumblr_share&igshid=1lde1esrpk3y8
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