Sobre filosofías bastardas e historias inverosímiles
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Las anécdotas del desencanto - II
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Tecnorio: Crónicas románticas de la Web 1.0 - VI
Capítulo VI: La segunda edad de los que miran
La primera década del siglo XXI, con la aparición de las redes sociales, marcó el inicio de una era silenciosa y decisiva: la de la comunicación sin retorno, de la exposición cotidiana, de la mirada constante. Si la televisión —medio dominante del siglo anterior— había llevado el mundo exterior a la intimidad de cada hogar, con todo lo que eso implicó en términos de aspiraciones, modas y mitologías colectivas, las cámaras integradas en los teléfonos portátiles, junto a la irrupción de las redes sociales, invirtieron el gesto: llevaron la intimidad del hogar, y de la vida diaria, a la vista de todo el mundo.
Así comenzó la segunda edad de los que miran.
Ya no se trataba solo de ver. Se trataba de observar vidas ajenas: fragmentadas, editadas, narradas y convertidas en contenido. El acto de mirar pasó de ser pasivo a ser estructural. Cada quien se convirtió, sin saberlo, en protagonista de una emisión personal e ininterrumpida. Y todos, a la vez, fuimos llamados a un rol nuevo: espectadores de la vida de los demás.
Las redes sociales transformaron a millones de usuarios en emisores de sí mismos. Pero, con igual fuerza, moldearon una multitud mucho más numerosa y menos notoria: la de los observadores silenciosos, los que ven sin interactuar, los que siguen sin seguir, los que se asoman sin dejar rastro.
Contemplamos entonces la invención figurada de lo que la ciencia, en otros ámbitos, llamaría ventanas transdimensionales. Portales digitales abiertos hacia realidades múltiples, a través de los cuales seres de otros mundos—con otras lenguas, otras rutinas, otras intenciones—miran hacia el nuestro. No para entrar. No para participar. Solo para mirar.
***
Antes de que la mirada lo invadiera todo, antes de que la lente ocupara el lugar de la palabra y el gesto desplazara al pensamiento, Internet ofrecía el sagrado y singular espacio del anonimato.
En el breve tiempo de la Web 1.0, los usuarios habitaban foros, bitácoras y salas de chat bajo nombres inventados, apodos, alias literarios o combinaciones aleatorias de letras y números. Era un mundo de texto y silencio. Se hablaba sin rostro. Se debatía sin cuerpo. El yo era un conjunto de ideas, no un rostro iluminado por un filtro. Y eso no solo era aceptado, sino valorado.
Aquel anonimato no implicaba ausencia. Muy al contrario: habilitaba una forma intensa de presencia. Las conversaciones no estaban contaminadas por la imagen del otro. No sabíamos su edad exacta, su nivel socioeconómico, su apariencia, su acento. Pero, en cambio, podíamos entrever su mundo interior: sus obsesiones, sus referencias culturales, su ritmo verbal, sus dudas. Nos comunicábamos a través del intersticio, de lo que no se dice, de lo que se sugiere. La imaginación era un puente indispensable. Había que completar al otro con lo que uno suponía, con lo que uno deseaba o temía. Había una estética de la elipsis.
Se decía menos, pero se comprendía más.
En aquel ecosistema textual florecía un tipo de intimidad distinta: más lenta, más cerebral, más poética incluso. Una intimidad sin prueba visual, sin confirmación externa. Se podía amar a alguien solo por la forma en que puntuaba. Se podía odiar a otro por su insistencia en usar mayúsculas. Había afectos y rechazos que no dependían del cuerpo, sino del ritmo del lenguaje.
Las redes sociales vinieron a romper ese pacto. Lo hicieron de forma progresiva, amable, incluso lúdica. Primero fue la fotografía de perfil. Luego, la galería. Luego, el “estado”. Luego, las historias efímeras. La palabra cedió el trono y, con su retirada, se extinguió también el espacio de lo ambiguo, del juego de máscaras, del desvío. Se volvió sospechoso el que no mostraba. Se volvió impaciente el que leía.
El refugio de la ambigüedad se convirtió en vitrina.
Y en esa vitrina, cada uno pasó a ser no solo observado, sino evaluado. Lo que antes era sugerido, ahora debía mostrarse. Lo que antes se intuía, ahora se exigía en evidencia. Ya no bastaba con escribir: había que probar. Mostrar. Grabar. Exponer. La mirada del otro, antes ausente o discreta, se volvió norma, algoritmo, notificación.
Y lo que empezó como un juego de espejos, terminó convirtiéndose en una arquitectura de vigilancia.
Nadie puede apuntar el momento exacto en el que dejamos de escribir para comunicarnos y empezamos a hacerlo para ser vistos, pero el inicio de este cambio coincide con la llegada y posterior masificación del teléfono móvil inteligente. Las palabras, antes herramientas del encuentro, pasaron a ser subtítulos de imágenes. La atención se desplazó hacia lo visual, lo inmediato, lo observable. El anonimato fue desmontado pieza por pieza, y en su lugar quedó una estructura transparente, iluminada todo el día, como una casa de vidrio sobre una colina: irresistible para los que pasan.
Porque siempre hay quien pasa.
En esa nueva topografía digital, los más numerosos no fueron los que participaban, ni los que respondían, ni siquiera los que reaccionaban. Fueron, y siguen siendo, los que miran. Un enjambre inmenso, disuelto entre los pliegues de cada plataforma, compuesto por presencias que no se anuncian, pero que están. No vienen con malas intenciones, en su mayoría. Tampoco con buenas. Vienen con una curiosidad crónica, inofensiva en apariencia, pero persistente. Vienen porque pueden. Porque mirar es gratis. Porque mirar no compromete.
Se desplazan por perfiles ajenos como quien pasea por un museo abierto las veinticuatro horas. Algunos se detienen un momento y siguen de largo. Otros regresan una y otra vez, trazando un recorrido silencioso entre publicaciones antiguas, estados recientes, álbumes de fotos, listas de contactos. Se deslizan con el dedo o el ratón sin emitir palabra, sin que nadie los note.
El gesto del que mira sin decir nada deja una estela invisible, en la energía leve pero inquietante que emana de saber que algo nuestro fue visto, leído, interpretado… sin que podamos saber por quién, ni por qué. No es paranoia. Es física digital. Para estos se inventaron las estadísticas del mercadeo digital, ayudadas por la tecnología, pero esa es parte de otra historia.
En todos los casos y por los motivos que sean, el principio es el mismo: una ventana se abre y los otros miran. No pidieron permiso. No lo necesitaban. La arquitectura digital está hecha para eso. La exposición es un diseño, no una consecuencia. Y una vez que se muestra algo, ya no se cierra del todo. Siempre queda una grieta. Una copia guardada. Un recuerdo ajeno.
Es posible que nunca sepamos de ellos, del mismo modo que se ignora la existencia de quienes habitan otros planos de la realidad. Son presencias sin nombre, sin foto, sin rastro. Pero están. Y aunque uno quiera olvidarlos, la posibilidad de su mirada persiste. Y este servidor piensa y sostiene que quien nos mira y se oculta nos estudia, y quien nos estudia está más cerca de perjudicarnos de lo que imaginamos.
Lo más inquietante e irónico es que, quizá sin darnos cuenta, nosotros también nos hemos vuelto de los que miran. En algún momento, entre un par de desplazamientos de pantalla, pasamos al otro lado del vidrio. También nosotros observamos perfiles sin anunciar la visita. También nosotros miramos fotos de hace años, leemos publicaciones sin reaccionar, escuchamos voces grabadas como si fueran para nosotros. Hemos hecho del mirar un hábito, casi una necesidad. Porque mirar nos hace sentir que pertenecemos. Que estamos actualizados. Que no hemos desaparecido.
Miramos para no sentirnos fuera. Para no perdernos. Para no olvidar a quienes ya no nos hablan. Para saber si alguien nos ha olvidado. Miramos sin saber qué buscamos, solo por ver si algo se nos revela. Y en ese ejercicio continuo, repetitivo, silencioso, hemos terminado por aceptar la vigilancia como forma de vínculo. Como si observar fuera suficiente. Como si bastara mirar para estar.
No siempre fue así. Pero así empezó todo.Y así nació la segunda edad de los que miran.
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Las anécdotas del desencanto - I
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - V
Capítulo V - De l'amour virtuel
Internet llegó a nuestra generación en plena adolescencia, como un inesperado rito de paso. Las reglas del juego de la vida que habíamos visto en las películas de los ochenta —que, por ser importadas y tener casi nada que ver con el Caribe, poco se nos aplicaban— ahora se volvían historia antigua con la aparición del ciberespacio.
El mundo entero lo teníamos enmarcado en una pantalla de quince pulgadas, y esta vez podíamos tener, del otro lado, a alguien escribiéndonos en tiempo real. Y aunque al inicio la conexión era lenta, para el deseo no hay prisas; había cierto pecador solaz en la espera, que imitaba a la antesala de un beso en la penumbra. Nos enamorábamos del nombre del usuario, del ritmo en su escritura, de la rareza de una tilde bien puesta. El anonimato era erotismo, y la distancia, poesía.
El avance tecnológico de fin del siglo XX parecía preocupado por prometer futuro y crear conexión, pero quienes descubríamos el mundo en un haz de luz nos conformábamos con satisfacciones inmediatas y deshilvanadas: imágenes de baja calidad, chats con retardo, videos muy pixelados. Si bien el placer parecía incompleto, no estaba exento de sentido… Porque aunque en el fondo quisiéramos carne, el texto nos consolaba bien.
La incipiente tendencia a la cosificación de las relaciones humanas, que aspiraba a reducir el tiempo previo al encuentro sexual a una negociación do ut des, acentuaba nuestras carencias en cuanto a la sublimación del afecto.
La versión millennial de Internet fue un medio discretamente seguro para procurarse ciertas cosas sin arriesgar demasiado. Un lugar especial donde podíamos dar y recibir amor sin las molestias de la vida cotidiana ni las exigencias que suelen acompañar algunos acercamientos. Si una de nuestras parejas se tornaba demasiado fastidiosa, bastaba un clic para librarnos de ella. Había algo en esa fugacidad que no era cinismo, sino un complejo mecanismo de defensa.
El amor virtual ofrecía una forma de ternura sin cuerpo. Y para muchos, eso era suficiente. No exigía ni piel ni tiempo de desplazamiento. Solo requería algo que ya estábamos aprendiendo a afinar: el arte de escribir con intención emocional.
Así nacía una nueva práctica afectiva, marcada no por la consumación, sino por el mantenimiento: estar allí, en línea, a cierta hora, con el corazón puesto en las palabras. Para muchos, esa constancia sustituía la presencia. Y sí, también lo hacía bastante bien.
Tras la seguridad de una pantalla, mujeres y hombres vivieron diariamente la ilusión de amar y sentirse amados por alguien. Muchos de ellos no estuvieron nunca interesados en ver, hablar, tocar o besar a su interlocutor: solo necesitaban leer lo que este tenía para escribir. Si el amor platónico tenía hasta entonces una base noble, el nuevo amor virtual tenía una base utilitaria. El primero se mantenía por la imposibilidad de los amantes de llevarlo a otro nivel; el segundo lo hacía por pura falta de interés en ello.
¿No era eso lo que quería Cyrano? ¿Amar sin exponerse, sin decepcionar con la nariz o el cuerpo? ¿No era el amor virtual otro sueño burgués del alma romántica: amar sin pagar el precio del encuentro?
Muchos lo prefirieron así. Y no se les podía culpar. El mundo exige demasiado. El amor a veces también. Pero en línea, bastaba con aparecer. Estar disponible fue el nuevo acto de ternura.
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - IV
Capítulo IV - El viaje
Podía decirse que el viaje era algo que ambos ansiaban desde que se conocieron por Internet. Para él, el viaje representaba un anhelo antiguo. Significaba la emancipación de una larga tradición de encuentros frustrados, de besos que nunca se dieron, de abrazos en la distancia y de un amor jamás entregado. Había conocido a muchas mujeres del mismo modo en que la había conocido a ella, pero, llegado el momento de dar el paso hacia lo físico, siempre aparecía algún obstáculo que lo hacía desistir… O mejor dicho, siempre era él quien se interponía con algún pretexto.
Abelardo la había invitado a quedarse un tiempo en su casa durante las vacaciones. Ella, aunque se había mostrado favorable a la idea, finalmente prefirió que fuese él quien viajara a verla. Para él fue una decisión difícil, dado su carácter cómodo y sus limitaciones, pero se armó de valor y, una semana antes del encuentro, compró un billete de ida a la ciudad capital.
En los días previos, se brindó la paciencia suficiente para no sabotear su partida. Aunque estuvo atento a cualquier gesto de arrepentimiento por parte de Dalia, nunca llegó a percibir tal cosa.
El día de su arribo, se registró en el hotel tan temprano como le fue posible. Llegó como un espía británico ante la recepcionista, a quien había tenido la precaución de llamar por teléfono la noche anterior, con ese tono impostado que solía emplear para impresionar muchachitas. La joven parecía de condición humilde y, a sus ojos, se presentaba como un perfecto Plan B. Le tomó la mano mientras la saludaba por su nombre y esperó pacientemente a que su habitación estuviera lista.
***
Dalia nunca quiso mostrarse demasiado entusiasta ante la visita de quien había sido su amante virtual durante las últimas semanas, razón por la cual se había prometido actuar con naturalidad. Dormiría hasta tarde, pues la depresión la había sorprendido el día anterior; la combatió con alcohol, drogas, lágrimas y recuerdos: un parte de guerra que la dejaba con secuelas graves esa mañana. Se sentía culpable de seguir amando tanto a un hombre del que no tenía noticias desde hacía tres meses y, mientras pensaba en ello, la llegada de Abelardo, ese mismo día, le parecía una circunstancia fastidiosa.
Él le había escrito un mensaje tan pronto llegó, muy temprano, pero ella no respondió sino hasta mucho después. Abelardo pensó que, en cualquier otra situación, habría sido incapaz de perdonar una actitud tan desconsiderada, pero insistió en ser paciente y decidió esperar.
Dalia lo llamó cuando estuvo cerca del hotel para que bajara. Una vez más, sería él quien habría de esperarla.
Al verla, Abelardo se apresuró a ir a su encuentro con la mirada serena, pero entusiasta. Al saludarla —tal como habría podido aprender en algún manual barato de seducción— quiso sujetarla por la cintura mientras le estampaba un beso en la mejilla, pero sus labios y su mano derecha quedaron suspendidos en el aire ante el rápido y despreocupado movimiento de ella, que de inmediato se puso en marcha, sin dar muestras de reparar en su gesto, aunque era evidente que había registrado cada detalle.
Era una mujer delgada. Se movía con gracia sobre el concreto de aquella ciudad demasiado sucia, con una actitud distendida. Evitaba a toda costa el contacto físico y esquivaba su mirada. Con frecuencia se le adelantaba, sabiendo que él la observaba desde atrás. Con cada paso apretaba sus caderas para que sus modestas nalgas y la ausencia de ropa interior formaran un conjunto atractivo a la vista.
Su dentadura no era buena; quizá unos frenos le habrían dejado hace tiempo una bonita sonrisa. Su nariz, aguileña, montaba sobre el labio superior, al que parecía halar para mostrar parte de los dientes. Tampoco había puesto empeño en maquillarse, peinarse o hacer algo que denotara preocupación por su apariencia. No era bella, no usaba perfume, y sin embargo su presencia lo cautivaba. Quizá era su pose de niña mala lo que tanto llamaba su atención.
***
Durante la salida, Dalia se mostró solícita, pero distante. El recorrido por la capital parecía cumplirlo por pura obligación. Ella deseaba, evidentemente, estar en otro lugar, pero tampoco quería deslucir como anfitriona ante el visitante, así que, de vez en cuando, le preguntaba con desgano qué le apetecía hacer.
Según contaba, tenía un dolor de cabeza que la diezmaba desde el día anterior. Se aferraba a ese malestar como una forma de justificar su actitud altiva, sus respuestas apáticas y su aparente desdén por cualquier comentario de Abelardo. Por su parte, él se limitaba a sonreír; cuando era niño, alguien le había dicho que la mejor arma de un hombre era su sonrisa, y desde entonces había adoptado esa idea como filosofía personal.
Visitaron muchos sitios de la gran ciudad, pero el esfuerzo de Dalia por servir de anfitriona se volvía inútil cuando la delataba su mala cara. Abelardo pedía al cielo que todo aquello terminara pronto, y ella pareció adivinarlo cuando dijo:
—Luego de aquí, te vas al hotel y yo regreso a mi casa. Siento que estoy amargando tu tarde con mi dolor de cabeza. —No seas tan dura contigo misma. Seamos pacientes. Todos tenemos un mal día… Ya el dolor pasará —dijo él.
Abelardo insistió en que, al menos, se sentaran a conversar un rato. Le invitó un trago y la convenció para que hablara de su problema, de aquello que la tenía tan mal y no le permitía ser feliz.
Así, ella habló de muchas cosas… Hasta que tuvo el valor de mencionar el recuerdo del hombre que no la dejaba en paz. A medida que esta parte de la conversación se desarrollaba, Abelardo no sintió la necesidad de fingir interés —como habría hecho en otras oportunidades—. Se mostró genuinamente preocupado por su pesar y pensó que había sido un pésimo momento para hacer ese viaje.
Conservaba la tonta esperanza de que Dalia fuese amable una vez superada su tragedia.
Ella tenía la vista perdida y, en una pausa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Al ver que estaba a punto de llorar, Abelardo quiso abrazarla. Quiso estrecharla en sus brazos como a una niña pequeña y pedirle que se desahogara libremente. Quiso decirle que podía enjugar su llanto en su camisa y que luego se sentiría mejor. Pero frenó de golpe toda muestra de ternura: sabía que, ante el más mínimo gesto de compasión, ella reaccionaría como cualquier animal herido.
“El sentimiento que más difícilmente soporta el hombre es la compasión, y sobre todo si la merece. El odio es un sentimiento que hace vivir e inspira venganza; pero la piedad nos mata y debilita nuestra naturaleza. Es un mal incomprensible, es el desprecio en la ternura o la amabilidad en una ofensa.” Honoré de Balzac, La piel de zapa.
***
Una vez que Dalia pareció sentirse mejor —ya fuera por el desahogo o por el trago—, Abelardo puso interés en un acercamiento físico. Hizo un intento torpe y típico de abordarla, más por la curiosidad de conocer la verdad tras todo lo que ella le había escrito en sus mensajes electrónicos, que por un deseo genuino.
Al primer contacto que hizo con sus manos, ella las apartó. Luego lo intentó con el brazo, y ella reaccionó con hostilidad:
—¿Qué haces? —Perdona, yo solo… —No me hagas así.
Cuando Abelardo hizo un tercer intento, se encontró con el resto de la caballería:
—Mira, me siento agredida. De allá te pasaste para acá y ahora tienes tu pie en mi silla. Cada vez te acercas más.
Él quedó perplejo.
—Bueno, pero yo… Eh…
A Dalia le resultaba difícil e incómodo explicarle la gran diferencia entre masturbarse con la imagen de alguien y las verdaderas ganas de tener intimidad con él:
—Sí. Sé lo que piensas. Dijimos e hicimos muchas cosas, pero ahora es diferente. Yo te lo expliqué. La química en persona es muy distinta. Me cuidé desde un principio de no darte ninguna señal equivocada. Así que dime, ¿qué hice o dije que te llevó a pensar que estaba interesada en ti?
Él, asombrado, no alcanzó más que a balbucear una excusa imbécil:
—Es que cuando me dijiste que no te mirara el culo, yo pensé que… —No había chance a confusión. Yo estaba molesta y te lo dije muy seria, que eso me disgustaba. Tú mismo enredaste las cosas. Yo nunca te di ninguna señal.
Con esa frase, ella pareció sentirse redimida. Molesta, pero redimida. Él no tuvo ánimos de confesar que no entendía el asunto en lo absoluto; prefirió guardar silencio mientras recordaba el escándalo que ella le hizo cuando él rechazó su propuesta de tener una relación libre a distancia, solo unas semanas antes.
Recordó también lo mucho que Dalia había insistido en que él aceptara… ¿Qué habría sucedido si hubiese accedido en aquel momento? ¿Tanta repugnancia le causaba ahora que lo tenía frente a sí?
El golpe al ego fue certero. A tal grado, que sintió mareos.
—¿Estás bien?
Él forzó una sonrisa:
—Perfectamente.
Dalia pareció cavilar unos instantes antes de optar por ser más cruel:
—Ahora lo entiendo todo. Fingiste ser amable conmigo todo este tiempo, fingiste interesarte por mi dolor y mis problemas, cuando en realidad lo único que querías era sexo, ¿no es así? —No digas eso, yo… —Si eso lo dices de los demás, ¿por qué no podría aplicarse a ti?
Abelardo quiso detenerla, pero terminó por convenir, con sarcasmo:
—Je je je… Eso indica que estás aprendiendo… No te confíes de nadie. De hecho, cuídate de mí.
Cerró la conversación con una sonrisa, pagó la cuenta y, levantándose de la mesa, la invitó a continuar el paseo.
***
Cuando el hombre es orgulloso y el rechazo que recibe es grande, en su interior nace tal sentimiento de asco, de repudio por la mujer que lo desdeña, que se vuelve casi imposible disimularlo.
Abelardo apuraba el paso y no se preocupaba por dejarla atrás. Le negaba la mirada y, si quería asegurarse de que Dalia lo acompañaba, la observaba de reojo. Durante la mayor parte del camino de regreso al hotel, no dijo gran cosa, pero su expresión hablaba en voz alta.
Ella, por extraño que pareciera, lucía enternecida. Sonreía, le daba golpecitos con el codo y le preguntaba:
—¿Estás bien?
Él, con su sonrisa impostora, respondía:
—Muy bien. —¿De verdad? —Sí. —Tienes cara de estar decepcionado. —No. De hecho, sucedió todo justo como esperaba. —¿Y qué esperabas? —Que no sucediera nada
Dijo él, sonriendo nuevamente, sin mirarle la cara.
No mentía. En algún rincón de sí mismo, en un momento anterior a la salida, Abelardo había intuido que su viaje terminaría en un nuevo desaire.
Cuando regresaron al hotel, él quiso apartarla de su presencia cuanto antes, así que adelantó la despedida besando el aire cerca de su rostro. Pero cuando intentó alejarse, Dalia lo retuvo y le preguntó:
—¿No me das un abrazo?
Él, aborreciéndola en ese instante, se acercó y se dejó abrazar, mientras elevaba la vista al cielo. Ella lo apretó con fuerza. Fue el primer y único contacto físico que le pareció auténtico. Cuando lo soltó, él dio media vuelta y no giró a verla, salvo para escucharla decir:
—Si en la noche te aburres, me escribes al teléfono, ¿vale?
—Vale —respondió él, con la misma sonrisa número siete que había usado la mayor parte de la jornada. No podría decirse si realmente reía o solo mostraba los dientes.
***
Las horas pasaron sin novedad hasta que, en algún momento de esa noche, se produjo un cambio en Dalia. Una transformación que hasta hoy no es posible explicar, y sobre la cual solo caben conjeturas.
Puede que el abrazo final la hubiese estremecido. Tal vez el perfume de su camisa, aún en su piel, la hizo desearlo como nunca antes. Puede que, más tarde, tocándose y recordando sus poses, haya considerado la idea de utilizarlo como el objeto sexual que ella veía en él. Puede también que finalmente sintiera lástima al recordar su cara triste y decidiera ir a verlo para consolarlo.
O quizá solo quiso invitarlo a unas cervezas, darle unas palmaditas en la espalda y decirle que debía tener resignación, que la gente cambia de opinión, que aprenderían a tratarse como amigos, y que algún día le pagaría el esfuerzo del viaje con algún detalle bonito.
Pero Abelardo era soberbio. Desde el momento en que cruzó el umbral de la habitación 476 del hotel Luna, comenzó a caminar de un lado a otro, sin entender del todo aquella escena surrealista vivida en el centro comercial. Se sentía destruido, pero no incapaz de recomponerse. Por un momento, pensó en ir a la terminal de autobuses más cercana y anotarse en una lista de espera para tomar esa misma noche cualquier viaje de regreso a su ciudad. De haberlo hecho, tal vez la historia habría tenido otro final.
Le fastidiaba que la recepcionista no estuviera de guardia a esa hora. Al menos habría podido bajar a hablar con ella y hacerse el interesante.
Tomó el teléfono y decidió contarle su contrariedad a una amiga que vivía a 128 kilómetros al oeste de la capital, con la esperanza de que, al compartir la anécdota, la carga emocional pesara menos.
A su amiga, que lo estimaba, le dolía que él hubiese viajado tanto para ver a otra. Quizá lo odiaba un poco por ese esfuerzo, pero se consolaba pensando que él sería feliz. La ironía no se hizo esperar en su respuesta y, luego de algunos mensajes de burla, la inteligencia venció al resentimiento:
—Abelardo, ¿y si vienes para acá? Puedo hablar con mis amigos y conseguirte un sitio donde dormir. Así no pagás hotel y te será más fácil regresar desde aquí. Además… hay una fiesta.
A él no le entusiasmaba la idea de quedarse viendo televisión. La maleta ya estaba lista y la propuesta le vino como anillo al dedo.
Desde su casa, Dalia sentía la necesidad de seguir pendiente del rechazado. Se sentía comprometida, quizás culpable. La salida de la tarde no había sido halagadora y sabía que no había dado lo mejor de sí. Le escribió por teléfono:
—¿Cómo estás? ¿Qué haces?
Él respondió con indiferencia:
—Acabo de darme un merecido baño. Ahora veo televisión. —¿Y qué harás más tarde? —Probablemente baje a cenar y luego regrese a ver televisión. ¿Y tú? —Comeré chocolate y leeré la novela que, gracias a ti, tengo en mis manos.
Unos minutos más tarde, mientras esperaba en el lobby del hotel por el taxi que lo llevaría a la segunda ciudad, recibió otro mensaje:
—¿Y ahora qué haces?
—No mucho. No recordaba que no hay siquiera un libro para leer en este lugar. De haber sabido, me habría comprado uno. Solo me queda ver televisión. —¿Mañana a qué hora paso por allá?
Él sonrió con resignación y escribió:
—Yo te avisaré… Deja que medite bien sobre la planificación.
***
Cuando ya iba rumbo a su segundo destino, contando sus penas y alegrías al confidente que siempre se encuentra en un taxista, Abelardo recibió un mensaje que le dejó un mal sabor en los labios:
—Vístete y no te duermas. Espera mi próximo mensaje.
¡Dalia iba camino al hotel! Cualquier otro hombre habría cometido la maldad de dejarla plantada, pero él quiso, a toda costa, evitarle el bochorno.
—Lo siento, Dalia. Por favor, no vengas. Esta noche no. Espero no te moleste.
Ella ignoró la negativa. Estaba segura de que el hombre que había hecho tanto por verla no sería capaz de abandonarla esperando. Sabía que, apenas le dijera que quería pasar la noche con él, él dejaría su falso orgullo y bajaría a buscarla.
Abelardo, al no recibir respuesta, pensó que ella había asumido su resistencia con dignidad. Imaginó que guardaría un dolido silencio y regresaría a casa con la ropa interior de estreno aún intacta.
Se equivocaba. Un frío temblor lo recorrió al leer el siguiente mensaje:
—Ya llegué.
Ah, dulce límite… ¿Tenías que insistir tanto en reivindicarte? ¿Tenías que lucir tan atenta, cuando la amabilidad hacía tiempo que te había abandonado?
Ahora él se sentía mal por ella. Se vio en su situación y quiso preguntar si aún había forma de volver, aunque sabía que no era posible. Para ocultar su contrariedad, bromeó un poco sobre el tema con el taxista, que como buen veterano, comentó:
—Déjala estar… Ya se le pasará.
Sonó el teléfono. No era un mensaje. Vio que era ella quien llamaba. Sintió la necesidad de mentir para evitar que un berrinche le amargara la noche. Pensó que podría regresar a Caracas al día siguiente y fingir que todo estaba bien. Respondió el móvil y escuchó su voz al otro lado:
—Abelardo, ya estoy aquí. Baja, por favor. —Eh… ¿No te llegó mi mensaje? Disculpa, pero ya salí. —¿Cuál mensaje? ¿Cómo que ya saliste? ¿Adónde saliste? —A casa de… un amigo. Hablé con él y me pidió que fuera.
Su voz se tornó desesperada. La invadió la sospecha de que algo andaba mal:
—¡Vuelve! ¡Yo estoy aquí! ¡Dile al conductor que vuelva! —No se puede. Ya estoy en camino. —¿Dónde vive tu amigo? ¡Yo iré a buscarte! ¡Yo tengo dinero! —No puedo dejar a mi amigo así. —¡Sí puedes! ¡Tu amigo entenderá! ¡Viniste a verme a mí! —No se puede… —¡Vine hasta acá para estar contigo! ¡YO QUIERO ESTAR CONTIGO! —Estoy muy lejos. Créeme, si me hubieses avisado temprano, yo no habría salido. —¿Dónde estás? —Camino fuera de la ciudad.
Y de pronto, apareció la ira. La frustración de verse sola en mitad de la noche, de esperar a un hombre ausente en un hotel apartado de la sexta ciudad más violenta del mundo, la hizo tambalear. Con él lejos, moría su anhelo de remediar el rechazo que le había hecho sufrir esa misma tarde, de acostarse con él y demostrarle que, aunque había sido dura e impasible, esa noche sería sexualmente hospitalaria. Con él en la distancia, toda intención de enrostrarle que también podía sentir lástima por él, se había perdido.
Todo eso se mezcló de golpe en su garganta, y solo alcanzó a exclamar:
—¡ERES UN MENTIROSO, ABELARDO! ¡VETE A LA MIERDA!
Colgó el teléfono y ahogó su llanto en la oscuridad de la avenida Casanova. Las mismas lágrimas que había contenido horas antes eran ahora el espectáculo de una extraña multitud. Esta era otra decepción que sumaba a su larga lista de fracasos.
Cuando días más tarde se venció para escribirle y preguntarle por qué nunca le había revelado que tenía otros planes aquella noche, él, nuevamente en el papel de Tecnorío, respondió:
—Siempre hay otros planes, princesa.
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - III
Capítulo III - En el principio era el código
La retórica es el arma principal de los amantes en la distancia. Se aceptará el empleo de ambos términos en una misma frase si se asume sensatamente que el primer ser que usó el código de la palabra lo hizo para declarar amor o advertir violencia. También es sabido que los humanos aún no han hallado forma de distinguir eficazmente una cosa de la otra y, aunque se diferencian del resto de los animales por su capacidad de emplear el código, su inventor no es humano.
Todo lo que existe, existe por el código ya dicho; luego, el amor existe. El amor, como se ha dicho muchas veces, es la respuesta de la vida a la fragilidad humana, mayormente incapaz de sobrevivir de forma independiente durante la primera década y media de su existencia natural. El amor hace que a la gratificación orgánica del hombre suceda su instinto por quedarse a proteger y proveer. Y es a través del lenguaje, de la palabra escrita, que el ser humano ha encontrado una manera de perpetuar y expandir este vínculo más allá del tiempo y el espacio.
Internet dio a la Historia un conjunto de circunstancias únicas en las que la escritura adquirió un protagonismo distinto de todos los anteriores en las relaciones humanas. Lo que en la cercanía física suele expresarse con gestos, miradas o caricias, en la distancia debe traducirse en frases cuidadosamente escogidas, en oraciones que evoquen ternura y deseo, y en párrafos que intenten suplir la ausencia con la intensidad del verbo. Se requiere habilidad para mantener viva la llama en un romance epistolar o de mensajería directa, para crear en la mente del otro la imagen de una presencia imposible. Es un arte en el que la seducción se filtra entre líneas y la pasión se oculta en los espacios en blanco.
Balzac decía que lo que hace que el amor sea amor es su falta de certeza. Pónganse algunos cientos de kilómetros entre dos enamorados: una vez que se les conceda comunicarse periódicamente, se obtendrá la base fundamental del idilio clásico; un drama con todas las letras. La distancia convierte cada palabra en un símbolo cargado de emoción, cada mensaje en un latido que se entrega con la esperanza de ser correspondido. Así, el lenguaje deja de ser una simple herramienta de comunicación para convertirse en el vínculo que sostiene un afecto que se traslada a través de impulsos eléctricos y huellas digitales.
Desde tiempos remotos, la correspondencia amorosa ha sido testigo de empresas imposibles, de promesas susurradas entre páginas y de ilusiones regadas con la tinta de cada carta recibida. En la era digital, los correos, los mensajes instantáneos y, más recientemente, las publicaciones en redes sociales han reemplazado el papel, pero el principio sigue siendo el mismo: el amor a distancia es un ejercicio de imaginación y fe, sostenido por la palabra escrita y la incertidumbre que lo hace arder con más fuerza.
Dado que sobre la imaginación y sus obras en el amor se han escrito bibliotecas enteras, sobre la confianza —a la que hemos dado en llamar fe arriba por pura fuerza del uso y la costumbre— conviene compartir un par de comentarios. Los comunes suelen basar en este concepto la totalidad de las relaciones humanas, pero la mayoría falla cuando lo limita a la intención, porque, para que un trato se tenga como virtuoso, hace falta confiar no solo en la buena voluntad, sino en la capacidad del otro. Ahora bien, cuando se trata de inspirar confianza con tierra y mar de por medio, la gesta se duplica, porque hace falta que cada escrito nos convenza a nosotros mismos, por su intención y su expresada capacidad, antes de dar clic sobre el botón de enviar, ya sea que se actúe con engaño o por honor a la verdad. En palabras de Goethe: no hay forma de llegar al alma de nadie si el gesto no empieza por salir de la propia.
Por esas virtudes y hábitos llegué a componer escritos como este:
“Algunas veces pienso en este amor nuestro como una gran prueba. Yo, que durante años permanecí incólume ante el sentimiento, acostumbrado a mi soledad y negado a toda muestra de afecto para evitar sufrir, he encontrado hoy un revés poético que me sonríe desde que me tomé la licencia de quererla. La circunstancia de hallarnos físicamente tan lejos y a la vez sentirnos espiritualmente tan cerca me obliga hoy a extremar mis gestos, a vivir intensamente, a amarla apasionadamente, para que este fuego que me consume por dentro alcance siquiera a dejarle un poco de calor. Tenga la piedad de aceptar que este amor es más que una ilusión. No puede ser de fantasía algo que me conmueve con tanta fuerza, que supera con creces cualquier otro afecto sentido y que hoy estoy convencido es la sublimación de todo mi cariño. Quiérame. Yo también la quiero.”
En virtual misiva, VI.II.MMVIII
Al cabo de un tiempo, las mismas palabras fueron editadas, recicladas y reutilizadas para alimentar las mismas historias con un distinto reparto y bajo el mismo código: el de ahora y siempre, como era en un principio, por los siglos de los siglos.
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - II
Capítulo II - Obsolescencia programada
Hallará el lector curioso que, en una obra dedicada a compartir experiencias románticas de la mano de las viejas tecnologías*, uno de sus títulos se refiera a una práctica de la producción moderna. Dicha práctica engaña al comprador para llevarlo a aceptar el fin de la vida útil de un objeto, conservando su confianza en la calidad del mismo y conduciéndolo a comprar otro de la misma marca y proveedor o bien una versión más moderna de este.
Pero la obsolescencia programada no es solo una estrategia de mercado, sino un reflejo de una lógica más amplia que rige la existencia humana: la idea de que todo, incluso lo que parece eterno, tiene una fecha de caducidad. Pasamos el primer siglo de la revolución industrial convencidos de que las máquinas de uso común podían ser perpetuas con buen mantenimiento, pero el segundo siglo nos hizo entender que esto no era económicamente viable. Por eso, a las generaciones de finales del siglo XX se nos ha enseñado a aceptar con resignación la fugacidad de las cosas, a ver la renovación como una necesidad ineludible, a descartar lo que ya no cumple su función sin mirar atrás y a adoptar convenientes modelos de suscripción.
Ha sido justamente esta lógica la que nos ha dado también clichés de autoayuda como el de "ser la mejor versión de uno mismo", cuando la verdad es que el ser humano es tan complejo que se mejora y empeora en ámbitos diferentes de manera simultánea. Así como los dispositivos son diseñados para volverse obsoletos y obligarnos a buscar una versión superior, hemos internalizado la idea de que nuestras relaciones, identidades y emociones también deben actualizarse constantemente, como si la esencia de lo que somos pudiera ser desechada y reemplazada por algo más eficiente. Nos vendieron la idea de la evolución personal como un proceso lineal y ascendente, cuando en realidad el crecimiento es errático, impredecible y a menudo nos obliga a convivir con versiones contradictorias de nosotros mismos. Al final, vivimos rodeados de otros seres humanos con múltiples versiones de sí mismos, que esta lógica torcida nos lleva a ver como... ¿usuarios?
Conocí el concepto formal de la práctica a los quince años, cuando mi consola de videojuegos dejó de funcionar tras cuatro años de uso decente. La experiencia me marcó al punto de que juré nunca más comprar otro aparato similar, un voto que cumpliría hasta la edición de esta obra. Como ya he descrito, descubrí que los objetos estaban diseñados para fallar, para volverse inútiles con el tiempo y obligarnos a reemplazarlos.
Pero lo que entonces me pareció una injusticia del mercado, con los años se convirtió en una filosofía que apliqué, consciente o inconscientemente, en otros aspectos de mi vida. Aprendí que la desaparición podía ser una herramienta poderosa, que en la retirada estratégica residía una forma de control. Así como las grandes marcas nos empujan a desear lo nuevo al hacer que lo viejo pierda su brillo, comprendí que mi ausencia podía ser más valiosa que mi presencia si sabía manejarla con precisión.
Sabía que la incertidumbre y la anticipación eran herramientas poderosas. Advertir mi partida, anunciar mi desaparición inminente, no era solo un gesto de dramatismo: era una estrategia calculada para despertar angustia y deseo. La promesa de ausencia convertía mi presencia en algo aún más valioso. Aquellas mujeres, atrapadas en la posibilidad de perderme, se aferraban con más fuerza, buscándome con desesperación. Era el juego del gato y el ratón, donde yo decidía cuándo terminar la persecución.
Pero esta conducta no nació únicamente de la historia de la consola. Como muchos en los albores de Internet, fui primero víctima antes que victimario. La vida amorosa virtual fue una maestra cruel: engaños disfrazados de promesas, identidades usurpadas que dejaron cicatrices y mujeres mayores que, aburridas de su rutina sentimental, jugaban a encender la llama de su juventud seduciendo a inexpertos como yo. No supe manejar esas primeras desilusiones con madurez, así que respondí con la misma moneda. Mis desapariciones crónicas no eran más que una forma retorcida de autoprotección, una venganza inconsciente contra el vacío que estas damas habían dejado en mí.
No me enorgullezco de ello. Mirándolo en retrospectiva, me asombra la frialdad con la que elaboraba estos mensajes. Pero entonces me parecía natural. Creía en la idea de que el amor debía doler un poco para ser real, que la nostalgia que sembraba en mis amantes era la prueba definitiva de mi impacto en sus vidas.
Aquella era una época en la que la comunicación digital era aún una novedad fascinante y las emociones fluían a través de correos electrónicos, foros y primitivas redes sociales. La seducción, como todo en esos primeros días de Internet, se aprendía sobre la marcha, con reglas que apenas se estaban escribiendo.
Y así, dejaba cartas como esta:
"Cuando no tenga más noticias de mí, sabrá entonces que le he cumplido en lo que me había propuesto. Mi recuerdo será el mejor regalo que haya podido hacerle. Todas las personas necesitan ser abandonadas, al menos alguna vez, para así darles la oportunidad de reinventarse. Cuando su límite llega, queda dejarles para siempre, para que su obra no pueda opacar la virtud que una vez fue sellada en nosotros. Le ruego no esté triste. Su sonrisa, de vez en cuando, vendrá a hacerme compañía y yo sonreiré con ella. Se habrá eternizado en mi memoria con la alegría que una vez le conocí."
En virtual misiva, IV.MMVIII
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*Por "viejas tecnologías" se entiende a las de principios del siglo XXI. (N. del E.)
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - I
Capítulo I: El inicio
Existimos románticos que, tarde pero excelsamente, salimos a la luz tras una inusitada combinación de circunstancias históricas. Luego de haber pasado la primera etapa de nuestras vidas mayormente anónimos, con un desdén apenas disimulado por las convenciones físicas y sociales, más un idealismo exacerbado que llevaba a quienes nos rodeaban a cuestionar nuestras preferencias e intenciones, el destino quiso que nuestra adolescencia coincidiera con la del fruto más preciado de la tercera revolución industrial: Internet.
Para alguien consciente de sus limitaciones etarias y fenotípicas—odiosamente coronadas con el intelecto del hijo del medio—, el regalo de poder seducir con la palabra tras una máscara fue una bendición tecnológica ante las crueldades de la evolución. Y aunque quien escribe reconoce no haber sido completamente ignorado por la lotería genética, sabía, sin embargo, que debía abrirse camino de otro modo en la dura selva en la que el más rápido, el más alto y el más fuerte siempre obtienen la mejor presa.
Con la llegada de los primeros cibercafés a la ciudad en 1999, la popularización de los foros en línea y tras escuchar a algún perdedor en la escuela contar cómo encontró novia tras visitar una sala de chat local, casi de inmediato me vi obsesionado con el tema. Así empezó.
Mis tertulias iniciales fueron como el descubrimiento de la mentira; el fin de la edad de la inocencia. Cuando se trasiega en cuestiones sentimentales tras un velo, el dolo aparece luego de un par de intercambios en los que se aprende cuán útiles pueden ser las ambigüedades y omisiones en la narración de cualquier historia. Y es bien sabido que además de alabar su pan, el panadero esconde siempre un par de trucos en el horno.
Cuando ya se me hizo habitual, asumí el rol de un amante sincero que al extremarse, se convirtió en cínico y tuvo éxito por ello. Negocié con el amor para obtener lo propio de mis amantes y cuando eso no sucedía, disfrutaba atormentarlas con sutileza. desde los primeros romances fugaces de días o semanas hasta las idílicas historias que superaron la década—y escribo esto más con vergüenza que orgullo—, muchos hombres, como yo, vimos en las ventanas virtuales el despertar de una nueva era en la moralidad sentimental.
El Tecnorio de ese entonces describiría uno de sus primeros romances de este modo:
“Aún recuerdo con detalle las infinitas noches en las que los suspiros de amor se hacían luz y viajaban a través de cientos de kilómetros de fibra óptica entre su ordenador y el mío. ¿Y cómo olvidar las muchas veces en las que quise convertirme en un impulso eléctrico para besarla, para amarla sin reparos? Quedan en mí los tiempos en los que con auxilio de un micrófono le leía como amante fiel para velar su sueño. Fue un romance que aunque distanciado, sentí más real que cualquier otra cosa; por primera vez amaba a una mujer y le entregaba todo, sin dejar de agradarme por ello a mí mismo.”
En virtual misiva, MMVIII.
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Tecnorio: Crónicas románticas de la web 1.0 - Proemio
Dos extraños se encuentran. Ninguno puede formarse más que una idea de la persona con quien escribe, tras completarla mentalmente por lo que muestra un pequeño recuadro en una pantalla.
Escriben durante horas y en un día conocen más uno del otro de lo que la mayoría de sus amistades llegará jamás a conocer. Al caer la tarde ella lo llama príncipe y él la llama cielo. Él no piensa que ella haya sido fácil y ella no piensa que él haya podido tratarla de la misma manera en la que trata a todas las demás.
Ella y él se sienten especiales, ella para él y él para ella. Ninguno alcanza a sentir celos porque para los dos el mundo, la vida y la muerte yacen en ese espacio en el que comparten sus palabras.
Ella y él, aunque han sido heridos muchas veces en situaciones similares, creen haber hallado finalmente el amor en esa ventana de luz. Así lo creen porque ambos sienten y no piensan—y porque es bien sabido que algunas ideas se marchitan si uno las piensa demasiado—.
El tiempo se distorsiona en el mundo virtual. Dos meses de letras suelen ser tan empalagosos como dos años de suspiros. Al tercer mes, todo terminará, porque el mundo real, allá fuera, siempre logra imponerse, aunque él y ella probablemente recuerden lo que vivieron como algo verdadero.
Ella y él sentirán vergüenza de lo vivido y guardarán para sí la memoria de su amor efímero. Algunas veces sonreirán, pero no hablarán, porque saben que el mundo exterior suele tiranizar a aquellos que se atreven a amar un pensamiento. El mundo real nunca consuela a los amantes, porque le divierte más juzgarlos.
Aún así, ella y él volverán a buscar el amor allí mismo donde lo perdieron…
Con otro nombre, con otra cara, en otro tiempo…
Unos tres meses más.
Bendita sea Internet.*
*Proemio del marqués de Richmond, MMVIII
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Nota del editor
Esta obra se sitúa a principios del siglo XXI, una época en la que Internet aún era una novedad en muchas partes del mundo y su acceso estaba lejos de ser tan ubicuo como hoy. En aquellos años, la conectividad en los hogares era limitada: en la mayoría de los casos, dependía de conexiones telefónicas de dial-up, lentas y ruidosas, que dejaban inutilizable la línea fija mientras se navegaba. En Latinoamérica, el acceso doméstico a la red era todavía poco común, y los cibercafés se convirtieron en el punto de encuentro de quienes deseaban explorar aquella vasta y desconocida “superautopista de la información”.
Las plataformas de comunicación digital eran rudimentarias. Los mensajes de texto (SMS) comenzaban a ganar popularidad en los teléfonos móviles, pero estos aún no eran inteligentes ni contaban con aplicaciones para citas o redes sociales tal como las conocemos hoy. Los correos electrónicos, foros de discusión y salas de chat —como las de ICQ, MSN Messenger y Yahoo! Messenger— eran los principales medios de interacción en línea. La comunicación con extraños a través de estos canales era emocionante y, a la vez, misteriosa: las webcams eran costosas y poco comunes, lo que significaba que muchas de estas relaciones virtuales se construían únicamente con palabras escritas y, en el mejor de los casos, con voces distorsionadas por el micrófono de una computadora.
En este contexto, el amor en Internet era una experiencia distinta a la de hoy. No existían algoritmos diseñados para emparejar a las personas según sus intereses ni deslizar un dedo a la derecha para indicar atracción. Las conexiones surgían del azar, de conversaciones iniciadas sin más referencias que un seudónimo y unas líneas de texto. En esa incertidumbre, en esa idealización del otro a partir de su prosa y su tiempo de respuesta, florecieron historias intensas y efímeras, como la que nos presenta esta obra.
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