Tumgik
en2020 · 3 years
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20 grandes directores de la historia del cine
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«Mi película nace primero en mi cabeza, muere en papel; Es resucitado por las personas vivas y los objetos reales que utilizo, que son matados en el cine pero, colocados en cierto orden y proyectados sobre una pantalla, vuelven a la vida como flores en el agua.»
Robert Bresson
1. Jean-Luc Godard
El desprecio, Le mépris, (1963)
Sin aliento / Al final de la escapada, À bout de souffle
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2. Yasujirō Ozu
Tokyo monogatari Cuentos de Tokio / Tokyo Story
Banshun Primavera tardía / Late Spring
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3. Robert Bresson
Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s'est échappé)
Pickpocket
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4. François Truffaut
Les quatre cents coups (Los 400 golpes)
Jules et Jim (Jules y Jim)
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5. Orson Welles
Citizen Kane (Ciudadano Kane)
Touch of Evil (Sed de mal)
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6. Andréi Tarkovski
Andréi Rubliov (Андрей Рублёв)
Nostalgia (Ностальгия)
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7. Stanley Kubrick
2001: A Space Odyssey / 2001: Una odisea del espacio
Paths of Glory / Senderos de gloria
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8. Luis Buñuel
Un perro andaluz (Un chien andalou)
Los olvidados 
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9. Akira Kurosawa
Shichinin no samurai (Los siete samuráis)
Dersu Uzala (El cazador)
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10. Alfred Hitchcock
Vértigo, de entre los muertos
Notorious (Encadenados)
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11. Quentin Tarantino
Reservoir Dogs
Pulp Fiction
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12. Francis Ford Coppola
El padrino
Apocalypse Now
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13. Martin Scorsese
Toro salvaje (Raging Bull)
Casino
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14. Ingmar Bergman
El séptimo sello 
Persona 
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15. Roberto Rossellini
Roma città aperta 
Stromboli terra di Dio 
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16. Jean Renoir
La regla del juego (La Règle du jeu)
El río (The River)
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17. Fritz Lang
Metrópolis
La mujer del cuadro
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 18. John Ford
The Quiet Man (El hombre tranquilo)
The Searchers (Centauros del desierto)
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19. Billy Wilder
The Apartment (El apartamento)
Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses)
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20. Hermanos Lumière
La salida de la fábrica 
La llegada del tren
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en2020 · 3 years
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20 grandes maestros del dibujo
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“Un dibujo es algo mas que un recuerdo, que un mecanismo que nos devuelve recuerdos del pasado. (...) Dibujar es mirar examinando la estructura de las apariencias.”
“Una fotografía supone asimismo un desafío a la desaparición, pero es diferente al del fósil o el dibujo.El fósil es el resultado del azar. La imagen fotografiada ha sido escogida para su conservación. La imagen dibujada contiene la experiencia de mirar. Una foto es la prueba del encuentro entre un suceso y, al hacerlo, nos recuerda que las apariencias son siempre una construcción con una historia.”
― John Berger, Berger on Drawing
1.Cueva de Chauvet
Chauvet-Pont-d'Arc, Francia
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2. Alberto Durero
Albertina Museum Vienna
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3. Leonardo da Vinci
National Gallery, London
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4. Michelangelo Buonarroti
The Metropolitan Museum of Art, NYC
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 5. José de Ribera
Museo del Prado, Madrid
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6. Peter Paul Rubens
The drawings 
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7. Rembrandt
British Museum, London
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8. Giovanni Battista Piranesi
Vedute di Roma 
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9. Gustave Doré
Art passions
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10. William Blake
Tate Britain, London
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11. Francisco de Goya
Museo del Prado, Madrid
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12. Katsushika Hokusai
Metropolitan Museum of Art, NYC 
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13. Vincent van Gogh
Baldin Collection
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14. Egon Schiele
Leopold Museum, Viena
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15. Pablo Picasso
Tate Gallery, London
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16. Salvador Dalí
Fundación Gala - Salvador Dalí, Figueres, Girona 
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17. Edward Hopper
Whitney Museum of American Art, NYC
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18. M. C. Escher
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19. Antonio López García
Madrid, España
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20. Banksy
https://banksy.co.uk/
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en2020 · 4 years
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en2020 · 4 years
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Instantes: la familia humana en 20 fotografías inolvidables
¿Qué es la vida? ¿Qué nos hace humanos?  ¿Cuál es nuestra relación con el mundo y la naturaleza?
Algunas de estas fotografías muestran un fragmento de la complejidad del alma humana y su expresión como creadores de belleza, arte y cultura.
Desde las geografías aéreas, mapas de imágenes del mundo, los instantes de verano y estío, belleza y luz de instantes, la poética de lo invisible, que el ojo no es capaz de ver pero la cámara sí y funciona como un ojo mecánico de la realidad, una máquina de tiempo. La vida dentro del vientre de la madre y el futuro por delante, el amor verdadero, el placer carnal y la celebración de la vida. La familia y la determinación de avanzar en el mundo a fuerza de coraje, contra corriente, viento y marea. Los primeros pasos en la vida y los primeros compañeros. La mirada inolvidable de la belleza de unos ojos que traspasan la cámara y al espectador. El paisaje como forma poética y expresión de una forma de interpretar el mundo. La ciudad como tejido humano de la sociedad contemporánea. La primera vez que un ser humano aparece en una fotografía, un fantasma de la realidad. El instante decisivo en su máxima expresión. Atrapar instantes como fulgores de vida, irrepetibles, por una vez y para siempre. La carnalidad, fugacidad y la eternidad de un beso para la memoria, en otro tiempo, en otro lugar. La belleza y lo salvaje, la moda y la memoria, el arte. Una mujer, musa eterna, la belleza del cuerpo como forma poética. Lágrimas como perlas, detrás de toda cosa hermosa hay algún tipo de tristeza. El amor y el mar, el viaje hacia el horizonte, hacia la utopía para ir hacia otros mundos. Viajar hacia la Luna para descubrir la Tierra, para llevar a la humanidad hacia la Luna y volver a salvo. La epopeya del ser humano en su viaje desde la caverna hacia las estrellas. 
La familia humana, la belleza y del arte reflejados en 20 instantes, en fotografías inolvidables.
Al final descubres que la vida, el amor y la muerte es lo que nos hace humanos. Quién sabe, al final no podemos ser otra cosa que seres humanos.
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Yann Arthus-Bertrand
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Stephen Shore
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Harold E. Edgerton
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Lennart Nilsson
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Dorothea Lange
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Eugene Smith
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Steve McCurry
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Ansel Adams
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Edward J. Steichen
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Louis Daguerre
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Henri Cartier-Bresson
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Robert Doisneau
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Richard Avedon
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Man Ray
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Elliott Erwitt
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Hiroshi Sugimoto
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Neil Armstrong
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William Anders
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en2020 · 4 years
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en2020 · 4 years
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Música Clásica atemporal.
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❦ La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía. 
Ludwig van Beethoven
❦ Triste y sin embargo grande, es el destino del artista. 
Franz Liszt
❦ La imaginación crea la realidad.
Richard Wagner
❦ La música es mi vida y mi vida es la música. Quien no entienda esto, no es digno de Dios.
Wolfgang Amadeus Mozart
❦ Los artistas menores toman prestado, los grandes artistas roban.
Igor Stravinsky
❦ Enviar luz a la oscuridad de los artistas, ese es el deber del artista. 
Robert Schumann
❦ La música debe hacer saltar fuego en el corazón del hombre, y lágrimas de los ojos de la mujer. 
Ludwig Van Beethoven
❦ El arte de dirigir consiste en saber cuando hay que abandonar la batuta para no molestar a la orquesta. 
Herbert Von Karajan
❦ No había nadie cerca para confundirme, por lo que estaba forzado a ser original.
Joseph Haydn
❦ La competición es para los caballos, no para los artistas.
Bela Bartok
❦ Sin artesanía, la inspiración es una simple caña sacudida por el viento. 
Johannes Brahms
❦ Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco. 
Tchaikovski
❦ El más antiguo, el más verdadero y el más bello órgano de la música, el origen del cual nuestra música debe provenir, es la voz humana.
Richard Wagner
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20 canciones eternas. Cápsula de tiempo espacial sonora.
La música es un lenguaje universal. Si hay un lenguaje común, que todos los pueblos del planeta entiendan con la razón, el corazón y el sentimiento; es la música. La música existe con los humanos desde las cavernas, acompaña las vidas y los corazones a lo largo de los siglos. Si bien, gran parte de las bellas artes y música, que conocemos es, meramente humana. Sabemos que hay animales, como el ruiseñor, que no cantan por que tengan algo que decir, sino porque tienen una canción. Pero también es un lenguaje sonoro y una forma de arte que nadie duda de su belleza. Desde que existen partituras exactas, o grabaciones sonoras, la música grabada es una suerte de máquina del tiempo, una forma de belleza que congela, un sonido invisible, en un tiempo, para escuchar en cualquier otro tiempo. 
Quizás hay, en otro lugar de la galaxia o en algún lugar del Cosmos, formas de vida desconocidas, tal vez basadas en carbono o agua, que crean alguna forma de arte, que se comuniquen y deleiten con la belleza de la música. Si hubiera que enviar al espacio una cápsula de tiempo, como mensaje de paz y concordia de la humanidad, para contactar con otras civilizaciones, u otra forma de vida, con la música más excelsa hecha por el ser humano; una selección posible sería comenzar el hilo invisible de una conversación cósmica, al menos con estas 20 canciones, que representan el ideal de la belleza invisible, de la mejor música que se ha hecho por el ser humano, es entonces música eterna hecha en nuestro planeta, para la eternidad del tiempo y del espacio. Música infinita, de un planeta solitario en un mar de estrellas, en el silencio del universo desconocido.
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1. Johann Sebastian Bach ❦ Goldberg Variations, BWV 988 - Aria ¶ Glenn Gould 2. Pietro Mascagni ❦Cavalleria rusticana - Intermezzo 3. Erik Satie ❦ Gymnopédie No.1 4. Johann Pachelbel. ❦ Canon In D Major 5. Léo Delibes ❦ Lakmé  Flower duet ¶ Anna Netrebko & Elina Garanca  6. Franz Schubert ❦ Ave María ¶ Maria Callas 7. Samuel Barber ❦ Adagio for Strings 8. Giacomo Puccini ❦ Turandot Nessun dorma  ¶ Luciano Pavarotti  9. Gaetano Donizetti ❦ L'elisir d'amore - Una furtiva lacrima  ¶ Enrico Caruso 10. Wolfgang Amadeus Mozart ❦ Réquiem en re menor, K. 626, Lacrimosa  11. Johann Sebastian Bach ❦ St. Matthew Passion, BWV 244 / Aria: "Erbarme dich, mein Gott" 12. Richard Wagner ❦ Tannhäuser (Obertura) 13. Ludwig van Beethoven ❦ Sonata para piano n.º 14 en do sostenido menor «Quasi una fantasia» 14. Umberto Giordano ❦ Andrea Chénier La mamma morta  ¶ Maria Callas 15. Sergei Rachmaninoff ❦ Piano Concerto No.2 in C minor Op.18 - II, Adagio sostenuto 16. Joaquín Rodrigo ❦ Concierto de Aranjuez Adagio ¶ Paco de Lucía  17. Tchaikovsky ❦ Waltz of the Flowers 18. Wolfgang Amadeus Mozart ❦ The Magic Flute: Overture  19. Richard Wagner ❦ Tristan und Isolde: Prelude & Liebestod 20. Tomaso Albinoni ❦ Adagio for organ-violin & strings in G minor
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en2020 · 4 years
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en2020 · 4 years
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20 canciones del siglo XX para escuchar en 2020
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«El recuerdo es el perfume del alma». 
George Sand
“Los grandes amores, dejan recuerdos en todas las canciones”.
1. Good Vibrations, The Beach Boys.
2. Blues run the game, Jackson C. Frank.
3. True love will find you in the end, Daniel Johnston.
4. The weight , The Band.
5. Like a rolling stone, Bob Dylan.
6. Here Comes the Sun, The Beatles.
7. Hallelujah (Leonard Cohen), Jeff Buckley.
8. What’s Going On, Marvin Gaye.
9. Wish You Were Here, Pink Floyd. 
10. From the Morning, Nick Drake.
11. Redemption Song, Bob Marley.
12. A case of you, Joni Mitchell.
13. Moonriver, Henry Mancini. 
14. Space Oddity, David Bowie.
15. Into the Mystic, Van Morrison.
16. Sunday morning, The Velvet Underground.
17. Jumpin’ Jack Flash, The Rolling Stones.
18. There Is a Light That Never Goes Out, The Smiths.
19. Love Will Tear Us Apart, Joy Division.
20. Time, Tom Waits.
Playlist en YouTube:
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en2020 · 4 years
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Biblioteca espacial
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1. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra.
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Prólogo del primer libro
«Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».
 «Prólogo.» El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha[2]
Primera frase
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».[2]
Capítulo I
                                            ❧   ❧   ❧
2. Tragedias, William Shakespeare.
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Hamlet
«Ser o no ser. Esa es la pregunta».
Original: «To be, or not to be, that is the question...».
3.º acto, escena I
Antonio y Cleopatra
«No os fiéis de las tablas podridas»
Julio César (Shakespeare)
«De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo».
Macbeth
«La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido».
5.º acto, escena V
Romeo y Julieta
«Creo verte, ahora que estás abajo,/como un cadáver en el fondo de una tumba».
«La rosa no dejaria de ser rosa, y de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo».
Original: «That which we call a rose By any other word would smell as sweet».
Julieta
Fuente: Acto II. Escena I
                                               ❧   ❧   ❧
3. Divina Comedia, Dante Alighieri. 
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«¡Ah, cuán cautos deben ser los hombres ante los que no solamente ven las obras, sino que además descubren lo íntimo del pensamiento!».
P. 82
«A mitad de mi vida, me encontraba en una selva oscura».
Canto primero
«A quien la entiende, la filosofía en muchos lugares cómo la naturaleza procede del intelecto divino y de su arte; y sí buscas bien en tu física [obra de aristóteles] encontrarás en las primeras páginas que el arte humano sigue a la naturaleza hasta donde le es posible, yendo del maestro al discípulo, por lo cual es casi nieto de Dios. Si traes a tu mente los comienzos de Génesis sabrás que conviene a la gente vivir y progresar según estos principios, y puesto que el usurero sigue otro camino, desprecia a la naturaleza y a su seguidor y a su seguidor y el arte y coloca su esperanza en otras cosas».
P. 61
«Así los grandes sabios dicen que el fénix muere y luego renace, cuando se aproxima a sus años quinientos, no como hierba ni trigo, sino incienso, lágrimas y amomo y muere entre nardos y mirra».
P. 114
«Buen guía, si te oculto mi corazón es por no hablar demasiado, siguiendo lo que otras veces me has advertido».
P. 55
«El mismo se acusa, es Nemrod, por cuya mala intención no se usa en el mundo una sola lengua. Dejémosle estar y no hablemos en vano pues para él cualquier lenguaje es tan desconocido como el suyo para nosotros».
P. 143
«El que hayan aprendido mal este arte me atormenta más que este hecho».
P. 57
«Esta doctrina expresa en el lenguaje de Dante el conocimiento del peligro que amenaza a quien entre en la parte del infierno de convertirse en piedra, es decir, perder la sensibilidad».
«Nota», p. 52
«La soberbia, la envidia, y la avaricia son las tres chispas que han incendiado los corazones».
P. 41
«Narciso, hijo del río Céfeso, era un bellísimo joven que, enamorado de sí mismo, quiso abrazar su imagen reflejada en la fuente Ramnusia, cayendo al agua y muriendo ahogado».
P. 139
«No me preguntes, lector, como quede helado y mudo por el horror; no lo escribiré, porque todo lo que dijera sería poco. No morí, pero tampoco quede vivo; piensa ahora, sí tienes algún ingenio, cuál seria mi estado al sentirme muerto sin dejar de estar vivo».
P. 155
«Nosotros vemos, como los que padecen presbicia, las cosas lejanas merced a la luz con que nos ilumina el sumo guía. Cuando las cosas están próximas o son, nuestras inteligencia es vana, y nada sabemos de los suceso humanos si otro no nos los dice. Comprenderás, pues, que todo nuestro conocimiento morirá también el día en que se cierra la puerta del futuro».
P. 58
«¡Oh ciega concupiscencia y loca ira! que así nos aguijonea en nuestra corta vida y nos sumerge luego por toda la eternidad en el horrible río».
P. 63
«Pero si sales de estos lugares oscuros y vuelves a ver las hermosas estrellas cuando te guste decir "yo estuve allí" no te olvides de hablar de nosotros a la gente».
P. 81
«Piensa, lector, hasta qué punto me desconsolaría al oír aquellas palabras malas, al temer que no podía regresar».
P. 49
«Recuerda que tu ciencia enseña, que cuanto más perfecta es la cosa, más sensible es al bien y al dolor».
P. 42
«Resulta Dante así un ejemplo máximo de la originalidad del hombre y de sus posibilidades».
«Apartado de introducción», p. 5.
«Si él fue tan bello como es deforme hoy, y se atrevió a mirar a su Creador altivamente, de él, sin duda, procede todo mal».
P. 156
«Si yo fuera un espejo, no verías en mi con la presteza con que yo veo tu imagen interna. En este momento tus pensamientos y los míos se encontraban iguales en el sentido y la apariencia, de suerte que de entre ambos he deducido un solo consejo».
P. 108
«Tanta gente y tan diversas heridas me habían nublado de lagrimas los ojos de tal modo que mi deseo era detenerme allí para llorar con ellos».
P. 132
«Ya había yo puesto mis ojos fijos en los suyos, y él se erguía como si despreciase con su pecho y su frente al infierno».
P. 56
«Y, si vuelves a encontrarte donde haya gentes en semejante disputa, no olvides que estoy siempre a tu lado, y que desear oír tales cosas es bajeza».
P. 140
                                               ❧   ❧   ❧
4. Odisea, Homero.
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"Háblame, oh Musa, de aquél varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aún así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras, ¡Insensatos! Comiéronse las vaca del Sol, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas."
"Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos,..."
"A Oudeis (Nadie) me lo comeré el último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca."
"He visto las ciudades de muchos hombres, y he aprendido sus costumbres"
De todas las criaturas que viven y se reproducen en la Tierra, no existe ninguna que sea más débil que el hombre.*
"¡Oh dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino."
Inicio de La Odisea
Polifemo después de que Odiseo reclamase los dones de la hospitalidad, y le afirmase que su nombre es Nadie: "Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos."
La Odisea
Zeus en La Odisea
"Fácil le es a una deidad, cuando quiere salvar a un hombre desde lejos".
La Odisea
"No hay gloria más ilustre para el varón en esta vida que la de luchar por la obra de sus pies o de sus manos".
La Odisea
"Preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos."
La sombra de Aquiles, en La Odisea Canto XI, 489-491
"Pero los bienaventurados númenes no se agradan de las obras perversas".
Eumeneo en La Odisea
"Noche oscura os envuelve la cabeza, y el rostro, y abajo las rodillas".
Teoclimeo en La Odisea
"Tal a Ulises le ladró el corazón indignado de tales vilezas, pero él le increpó golpeándose el pecho y le dijo: "Calla ya, corazón, que otras cosas más duras sufriste..."
La Odisea, Canto XX, 15-18.
                                                   ❧   ❧   ❧
5. Ulises James Joyce.
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El señor Bloom entró y se sentó en el lugar vacío. Tiró de la puerta detrás de él y la volvió a golpear fuerte hasta que se cerró bien. Pasó un brazo por el sostén y miró seriamente desde la ventanilla abierta del carruaje a las cortinas bajas de la avenida. Una corrida a un lado: una vieja espiando. La nariz achatada blanca contra el vidrio. Agradeciendo a su buena estrella que aún no le llegó el turno. Inaudito el interés que se toman por un cadáver. Alegres de que nos vayamos les damos tanto trabajo viviendo. Trabajo que parece de su agrado. Secretos en las esquinas. De puntillas en chinelas por miedo de que se despierte. Luego preparándolo. Sacándolo. Maruja y la señora Fleming haciendo la cama. Tira más de tu lado. Nuestra mortaja. Nunca se sabe quién lo manipulará a uno cuando esté muerto. Lavado y champú. Creo que cortan las uñas y el cabello. Guardan un poco en un sobre. Crece igual después. Trabajo sucio.
                                                ❧   ❧   ❧
6. Las mil y una noches.
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«Scherezada había leído infinidad de libros, conocía las historias y las leyendas de los antiguos reyes, de sus pueblos, de sus poetas»
«¡siempre le ofenden y se burlan de él! ¿Quién es más desdichado que él? Si no se lamenta frente a otros, sino muestra su miseria, ¿quién tendra compasión de él?»
«Se despertó y lloró muy conmovido, y ella también lloró al verlo llorar, pero no tardaron en ponerse a beber de nuevo, y así estuvieron toda la noche, recitando poesía»
«¡El creyente es cualquier cosa, el hipócrita es la mitad de cualquier cosa, y el infiel es menor que cualquier cosa!»
«—¡Oh señor! ¡Te pido que no me odies por ello! ¡A veces el cansancio y las penas nos hacen ser desconsiderados e insolentes!»
«Había pasado un tiempo, cuando un día noté con admiración que durante la primavera a los hombres de la población les brotaban alas de los hombros y podían volar. Se elevaban muy alto, alejándose de la ciudad dejando tan sólo a los niños y a las mujeres quienes nunca sufrían esta transformación»
«También aquí había una inscripción que hablaba de las glorias terrenas que había vivido un mortal y cómo la Muerte lo había vencido sin mayores glorias»
«¡Oh, madre mía! has de saber. Has de saber que estoy sano. No tengo enfermedad alguna. Si estoy en este estado es porque he descubierto que existen mujeres diferentes y hasta el día de ayer yo creí que todas eran como tú, y hasta el día de ayer descubrí que no es así»
«[...] hasta que llego la muerte, la destructora de las delicias, y separadora de los amigos»
«Ya saben que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres; como dice el poeta, el arpa, el laúd, la cítara, y la flauta. Ustedes ¡oh señoras mías!, sólo son tres, y les falta el cuarto instrumento: la flauta»
«¿No sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leido lo que dicen los poetas: Desconfía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido»
«¡Yo ofrezco a mi amiga un vino resplandesciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la claridad de una llama podría compararse con su espléndida vida! Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña: '¿como quieres que beba mis propias mejillas?' Y yo le digo: '¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lagrimas, su color rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!»
«No es ocasión oportuna para bromas, el caso es muy serio, y cada cosa a su tiempo»
«¡No hay escritor que no muera, pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos! ¡Así pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de lo que puedas enorgullecerte el día de la resurrección!»
«¿Conoce Alá misericordioso mi aflicción? ¡Las desdichas pesan sobre mi, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde!»
«Locura es considerar un beso como cosa tan inestimable»
«¡Ha llegado a tal grado de hermosura, que se ha convertido en obra verdaderamente digna del Creador! ¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla! ¡Ha llegado a la misma perfección de la belleza! ¡No te asombre si enloquece de amor a todos los humanos! ¡Su hermosura resplandece a la vista, por estar escrita en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más bello que él!»
«¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura siga deseándote»
«Pues en verdas, tras haberte escuchado durante estas mil y una noches, salgo con una alma intensamente cambiada, alegre e impregnada del gozo de vivir»
«¡qué suaves, encantadoras, deliciosas, instructivas, interesantes y deleitables en su frescura son tus palabras!»
«Le contó en resumen todo lo que de ella había aprendido y escuchado, como palabras hermosas, relatos, proverbios, crónicas, sucesos, rasgos encantadores, maravillas, poesías, y declamaciones; le habló de su belleza, de su sensatez, de su elocuencia, de su sagacidad; de su conocimiento, de su pureza, de su misericordia, de su dulzura, de su virtud, de su ingenuidad, de su mesura y de todas las cualidades del cuerpo y alma que le había otorgado su Creador»
«Y aquella noche fue para los dos hermanos y las dos hermanas la continuación de las mil y una noches por la alegria, la felicidad, y la pureza»
«Por Alah, padre, cásame con el rey, porque si no me mata seré la causa del rescate de las hijas de los musulmanes y podré salvarlas de entre las manos del rey»
«En ese momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente»
«¡Sésamo, ábrete!»
Nota: Palabras mágicas necesarias para abrir una enorme roca a la entrada de un refugio en la narración de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones.
«¡Pero cuanto voy a contarte a ti y a todos mis honorables invitados, no me sucedió, en suma, más porque el destino lo había dispuesto de antemano y porque toda cosa escrita debe acaecer, sin que sea posible rehuirla o evitarla!»
«Por Alah, que si esta historia se escribiera en el ángulo del ojo con una aguja, seria materia de reflexión para los juiciosos»
Nota: Palabras de Sindbad el Marino antes de inicar el relato de sus aventuras.
                                                        ❧   ❧   ❧
7. Rayuela, Julio Cortázar.
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Capítulo 7
“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.”
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8. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
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«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
"Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra."
«El coronel Aureliano Buendía entendió que la vejez no es mas que un pacto honrado con la soledad».
«Si tuviera un poco de poder, lo fusilaba sin fórmula de juicio -dijo el coronel- no por salvarme la vida, sino por ponerme en ridículo».
«-Compadre, recuerde que a usted no lo fusilo yo, lo fusila la revolución.
        - Con todo respeto, vaya a comer mierda».
«Usted podrá mandar en toda la ciénaga, pero en mi casa mando yo».
«Esta es una casa de locos -dijo Úrsula que ya alcanzaba la edad de la vejez- pero mientras siga viva, no faltará el dinero».
«Esta es de las que les da asco hasta su propia mierda».
«En cualquier lugar que estuvieran, recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera».
«Apartense vacas que la vida es corta».
«El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
«En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy avanzada la pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la ropa, y aún cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca. Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de convencionalismos».
«...viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.»
«Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que tampoco aquel espacio vacío le suscitaba algún afecto.
— ¿Qué dice?- preguntó.— Está muy triste- contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir.— Dígale —sonrió el coronel— que uno no se muere cuando debe sino cuando puede...»
«Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás».
«Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era, simplemente, un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que Jose Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de chancho. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es augurio de ventriloquia ni facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor».
«Los niños debían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa templado de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les revelo su descubrimiento:
— La tierra es redonda como una naranja».
«Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
-Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?-Por qué ha de ser, compadre contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido liberal.-Dichoso tú que lo sabes contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.-Eso es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:-O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.»
«¡Los amigos son unos hijos de puta!»
«Esta es de las que confunden el culo con las temporas.»
«Eso sí no es cierto ;cuando lo trajeron ya apestaba.»
«...y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre.»
Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes.
No seas ingenuo Crespi, ni muerta me casaría contigo.
Siguió expuesto al sol y a la lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del castaño.
Después de haber atravesado el océano en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los manoseos vehementes con Rebeca, Pietro Crespi había encontrado el amor.
y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor, sino la pestilencia de su carne chamuscada.(...)y cuando sanaron las quemaduras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado también las ulceras del corazón.
contempló las calles desoladas, el agua cristalizada el los almendros, y se encontró perdido en la soledad.
rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cascara de su soledad.
...que había interpuesto entre él y el resto de la humanidad una distancia de tres metros. Siempre había alguien fuera del círculo de tiza(...) o que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra.
"Cuídate el corazón Aureliano.-
"Te estas pudriendo vivo."
Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza y momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
Y se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Insistió en que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro.
..porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos.
y ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, solo por ver bañarse a una mujer.
-Tienes un corazón de piedra- le dijo.
-Esto no es asunto del corazón- dijo él. -El cuarto se está llenando de polillas.
Luego derivó episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento.
en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.
..había descubierto que entre más bebía, más la recordaba, pero soportaba mejor la tortura de su recuerdo.
Se escandalizaba de que no entendiera las relaciones del catolicismo con la vida, sino unicamente sus relaciones con la muerte,como si no fuera una religión sino un prospecto de convencionalismos funerarios.
En los últimos tiempos,el estorbo de la obesidad absurda que ya no le permitía amarrarse los cordones de los zapatos, y la satisfacción abusiva de toda clase de apetitos, habían empezado a agriarle el carácter.
sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas esta entorpecida por los hábitos rutinarios,y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas.
Remedios sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al otro lado del desamparo.
El antiguo director espiritual de Fernanada le explicaba en una carta que había nacido dos meses antes, y que se habían permitido bautizarlo con el nombre de Aureliano, como su abuelo, porque su madre no despego los labios para expresar su voluntad. Fernanda se sublevo íntimamente contra aquella burla del destino, pero tuvo fuerzas para disimularlo delante de la monja.
Diremos que lo encontramos flotando en la canastilla, sonrió.no se lo creerá nadie, dijo la monja.si se lo creyeron a las sagradas escrituras, replico Fernanda, no veo porque no han de creérmelo a mi.
Ella encontró siempre la manera de rechazarlo porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir si él.
...y todos soportaban con la misma estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor.
...lo inicio en el estudio de los pergaminos, y le inculco una interpretación tan personal de lo que significo para macondo la compañía bananera, que muchos años después,cuando aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada porque era radicalmente contraria a la farsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares.
era un precaución inútil, porque de haberlo querido Aureliano hubiera podido escapar y hasta volver a casa sin ser visto.Pero el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el habito de obedecer habían resecado en su corazón las semillas de la rebeldía.
Era una tortura inútil, porque ya para esa época el tenía temor de todo lo que lo rodeaba, y estaba preparado para asustarse de todo lo que encontrara en la vida: las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa , que parían hijos con cola de puerco; las armas de fuego, que con solo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que solo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto dios había creado con su infinita bondad,y que el diablo había pervertido.
Fue una acción tan rápida, metódica y brutal, que pareció un asalto de militares.
Pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada, mientras no se gritara en el corredor, porque los afanas de la panadería, los sobresaltos de la guerra,el cuidado de los niños no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena.
...no le intereso nada de lo que vio en el trayecto,acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas.
Gastón no solo era un amante feroz,de una sabiduría y una imaginación inagotable, sino que era tal vez el primer hombre en la historia de la especie que hizo un aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia solo por hacer el amor en un campo de violetas.
Empezaron a amarse a 500 metros de altura, en el aire dominical de las landas, y mas se sentían compenetrados,mientras mas minúsculos iban haciéndose los seres de la tierra.
...pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la mas remota tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, inclusive el propio hombre...
Aureliano, encerrado en su cuarto, no se dio cuenta de nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina, buscó a José Arcadio por toda la casa, y lo encontró flotando en los espejos perfumados de la alberca, enorme, tumefacto, y todavía pensando en Amaranta. Solo entonces comprendió cuánto había empezado a quererlo.
Mas tarde, cuando obtuvo en los burdeles una información mas detallada sobre la naturaleza de los hombres, pensó que la mansedumbre de Gastón tenía origen en la pasión desmandada
Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia,la honda nostalgia con que añoraba a los vivos...
En busca de un alivio a la zozobra llamó a pilar ternera para que le leyera el porvenir. después de un sartal de imprecisiones convencionales, pilar ternera pronosticó...:
-no entiendo -dijo.Pilar ternera pareció desconcertada:-yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
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9. Poeta en Nueva York, Federico García Lorca.
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Luna y panorama de los insectos (poema de amor)
                              La luna en el mar riela,                               en la lona gime el viento                               y alza en blando movimiento                               olas de plata y azul                                              Espronceda 
Mi corazón tendría la forma de un zapato si cada aldea tuviera una sirena. Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay  barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.
Si el aire sopla blandamente mi corazón tiene la forma de una niña. Si el aire se niega a salir de los cañaverales mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.
Bogar, bogar, bogar, bogar, hacia el batallón de puntas desiguales, hacia un paisaje de acechos pulverizados. Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos. Y la luna. ¡La luna! Pero no la luna. La raposa de las tabernas, el gallo japonés que se comió los ojos, las hierbas masticadas.
No nos salvan las solitarias en los vidrios, ni los herbolarios donde el metafísico encuentra las otras vertientes del cielo. Son mentira las formas. Sólo existe el círculo de bocas del oxígeno. Y la luna. Pero no la luna. Los insectos, los muertos diminutos por las riberas, dolor en longitud, yodo en un punto, las muchedumbres en el alfiler, el desnudo que amasa la sangre de todos, y mi amor que no es un caballo ni una quemadura, criatura de pecho devorado. ¡Mi amor!
Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro! Rostro. Las manzanas son unas, las dalias son idénticas, la luz tiene un sabor de metal acabado y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda. Pero tu rostro cubre los cielos del banquete. ¡Ya cantan!, ¡gritan!, ¡gimen!, ¡cubren! ;trepan! ¡espantan!
Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas, por las calles deshabitadas de la edad media que bajan al río, por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida, por las escalas, ¡sin miedo! por las escalas. Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar; es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón. Y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas.
Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta! En mi pañuelo he sentido el tris de la primera vena que se rompe. Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!, ya que yo tengo que entregar mi rostro, mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro! Este fuego casto para mi deseo, esta confusión por anhelo de equilibrio, este inocente dolor de pólvora en mis ojos, aliviará la angustia de otro corazón devorado por las nebulosas. No nos salva la gente de las zapaterías, ni los paisajes que se hacen música al encontrar las llaves oxidadas. Son mentira los aires. Sólo existe una cunita en el desván que recuerda todas las cosas. Y la luna. Pero no la luna. Los insectos, los insectos solos. crepitantes, mordientes. estremecidos, agrupados, y la luna con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos. ¡¡La luna!!
NEW YORK
Oficina y denuncia
A Fernando Vela
Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones hay una gota de sangre de marinero; debajo de las sumas, un río de sangre tierna. Un río que viene cantando por los dormitorios de los arrabales, y es plata, cemento o brisa en el alba mentida de New York. Existen las montañas, lo sé. Y los anteojos para la sabiduría. Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo. He venido para ver la turbia sangre, la sangre que lleva las máquinas a las cataratas y el espíritu a la lengua de la cobra. Todos los días se matan en New York cuatro millones de patos, cinco millones de cerdos, dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, un millón de vacas, un millón de corderos y dos millones de gallos, que dejan los cielos hechos añicos. Más vale sollozar afilando la navaja o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías que resistir en la madrugada los interminables trenes de leche, los interminables trenes de sangre y los trenes de rosas maniatadas por los comerciantes de perfumes. Los patos y las palomas, y los cerdos y los corderos ponen sus gotas de sangre debajo de las multiplicaciones, y los terribles alaridos de las vacas estrujadas llenan de dolor el valle donde el Hudson se emborracha con aceite. Yo denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad, la mitad irredimible que levanta sus montes de cemento donde laten los corazones de los animalitos que se olvidan y donde caeremos todos en la última fiesta de los taladros. Os escupo en la cara. La otra mitad me escucha devorando, cantando, volando en su pureza, como los niños de las porterías que llevan frágiles palitos a los huecos donde se oxidan las antenas de los insectos. No es el infierno, es la calle, No es la muerte, es la tienda de frutas. Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles en la patita de ese gato quebrada por el automóvil, y yo oigo el canto de la lombriz en el corazón de muchas niñas. Oxido, fermento, tierra estremecida. Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. ¿Qué voy a hacer?. ¿Ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? San Ignacio de Loyola asesinó un pequeño conejo y todavía sus labios gimen por las torres de las iglesias. No, no, no no; yo denuncio. Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas que no radian las agonías, que borran los programas de la selva, y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas cuando sus gritos llenan el valle donde el Hudson se emborracha con aceite
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10. Hojas de hierba, Walt Whitman.
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Una hoja de hierba
Creo que una hoja de hierba, no es menos que el día de trabajo de las estrellas, y que una hormiga es perfecta, y un grano de arena, y el huevo del régulo, son igualmente perfectos, y que la rana es una obra maestra, digna de los señalados, y que la zarzamora podría adornar, los salones del paraíso, y que la articulación más pequeña de mi mano, avergüenza a las máquinas, y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha, supera todas las estatuas, y que un ratón es milagro suficiente, como para hacer dudar, a seis trillones de infieles.
Descubro que en mí, se incorporaron, el gneiss y el carbón, el musgo de largos filamentos, frutas, granos y raíces. Que estoy estucado totalmente con los cuadrúpedos y los pájaros, que hubo motivos para lo que he dejado allá lejos y que puedo hacerlo volver atrás, y hacia mí, cuando quiera. Es vano acelerar la vergüenza, es vano que las plutónicas rocas, me envíen su calor al acercarme, es vano que el mastodonte se retrase, y se oculte detrás del polvo de sus huesos, es vano que se alejen los objetos muchas leguas y asuman formas multitudinales, es vano que el océano esculpa calaveras y se oculten en ellas los monstruos marinos, es vano que el aguilucho use de morada el cielo, es vano que la serpiente se deslice entre lianas y troncos, es vano que el reno huya refugiándose en lo recóndito del bosque, es vano que las morsas se dirijan al norte al Labrador. Yo les sigo velozmente, yo asciendo hasta el nido en la fisura del peñasco.
Una araña paciente y silenciosa
Una araña paciente y silenciosa, vi en el pequeño promontorio en que sola se hallaba, vi cómo para explorar el vasto espacio vacío circundante, lanzaba, uno tras otro, filamentos, filamentos, filamentos de sí misma.
      Y tú, alma mía, allí donde te  encuentras, circundada, apartada, en inmensurables océanos de espacio, meditando, aventurándote, arrojándote, buscando si cesar las esferas para conectarlas, hasta que se tienda el puente que precisas, hasta que el ancla dúctil quede asida, hasta que la telaraña que tú emites prenda en algún sitio, oh alma mía.
¡Oh yo, vida! ¡Oh yo, vida! Todas estas cuestiones me asaltan, Del desfile interminable de los desleales, De ciudades llenas de necios, De mí mismo, que me reprocho siempre, pues, ¿Quién es más necio que yo, ni más desleal? De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos Despreciables, de la lucha siempre renovada, De los malos resultados de todo, de las multitudes Afanosas y sórdidas que me rodean, De los años vacíos e inútiles de los demás, Yo entrelazado con los demás, La pregunta, ¡oh, mi yo!, la triste pregunta que Vuelve: «¿Qué hay de bueno en todo esto?» Y la respuesta: «Que estás aquí, que existen la vida y la identidad, Que prosigue el poderoso drama y que quizás Tú contribuyes a él con tu rima».
Me celebro y me canto a mí mismo
Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que yo asuma tú también habrás de asumir, Pues cada átomo mío es también tuyo. Vago al azar e invito a vagar a mi alma. Vago y me tumbo sobre la tierra, Para contemplar un tallo de hierba.
Mi lengua, cada molécula de mi sangre formada por esta tierra y este aire. Nacido aquí de padres cuyos padres nacieron aquí y Cuyos padres también aquí nacieron. A los treita y siete años de edad, gozando de perfecta salud, Comienzo y espero no detenerme hasta morir.
Que se callen los credos y las escuelas, Que retrocedan un momento, conscientes de lo que son y Sin olvidarlo nunca. Me brindo al bien y al mal, me permito hablar hasta correr peligro. Naturaleza sin freno, original energía.
Con estrépitos de músicas vengo Con estrépitos de músicas vengo, con cornetas y tambores. Mis marchas no suenan solo para los victoriosos, sino para los derrotados y los muertos también. Todos dicen: es glorioso ganar una batalla. Pues yo digo que es tan glorioso perderla. ¡Las batallas se pierden con el mismo espíritu que se ganan! ¡Hurra por los muertos! Dejadme soplar en las trompas, recio y alegre, por ellos. ¡Hurra por los que cayeron, por los barcos que se hundieron el la mar, y por los que perecieron ahogados! ¡Hurra por los generales que perdieron el combate y por todos los héroes vencidos! Los infinitos héroes desconocidos valen tanto como los héroes mas grandes de la Historia.
¡OH CAPITAN! ¡MI CAPITAN!
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha terminado, La nave ha salvado todos los escollos, hemos ganado el anhelado premio, Próximo está el puerto, ya oigo las campanas y el pueblo entero que te aclama, Siguiendo con sus miradas la poderosa nave, la audaz y soberbia nave; Más ¡ay! ¡oh corazón! ¡mi corazón! ¡mi corazón! No ves las rojas gotas que caen lentamente, Allí, en el puente, donde mi capitán Yace extendido, helado y muerto.
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Levántate para escuchar las campanas. Levántate. Es por ti que izan las banderas. Es por ti que suenan los clarines. Son para ti estos búcaros, y esas coronas adonardas. Es por ti que en las playas hormiguean las multitudes, Es hacia ti que se alzan sus clamores, que vuelven sus almas y sus rostros ardientes. ¡Ven capitán! ¡Querido padre! ¡Deja pasar mi brazo bajo tu cabeza! Debe ser sin duda un sueño que yazgas sobre el puente. Extendido, helado y muerto.
Mi capitán no contesta, sus labios siguen pálidos e inmóviles, Mi padre no siente el calor de mi brazo, no tiene pulso ni voluntad, La nave, sana y salva, ha arrojado el ancla, su travesía ha concluído. ¡La vencedora nave entra en el puerto, de vuelta de su espantoso viaje! ¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad, campanas! Mientras yo con dolorosos pasos Recorro el puente donde mi capitán Yace extendido, helado y muerto.
                                                  ❧   ❧   ❧
11. Obra completa, Arthur Rimbaud.
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El corazón de Rimbaud
¡Mi triste corazón babea a popa, mi corazón que colma el caporal y me vierten en él chorros de sopa, mi triste corazón babea a popa: con las bromas sangrientas de la tropa que brama un carcajeo general, mi triste corazón babea a popa, mi corazón que colma el caporal!
Itiofálicos y soldadinescos sus chistes sangrientos lo han depravado; y de noche componen unos frescos itiofálicos y soldadinescos. ¡Oleajes abracadabrantescos llevadme el corazón, que sea lavado! Itiofálicos y soldadinescos sus chistes sangrientos lo han depravado.
Cuando se agoten sus chimós gargálicos ¿cómo vivir, oh corazón robado? llegarán con sus estribillos báquicos; cuando se agoten sus chimós gargálicos sentiré sobresaltos estomáquicos, yo, el del corazón despedazado. Cuando se agoten sus chimós gargálicos ¿cómo vivir, oh corazón robado?
El mal
Mientras que los gargajos rojos de la metralla silban surcando el cielo azul, día tras día, y que, escarlata o verdes, cerca del rey que ríe se hunden batallones que el fuego incendia en masa;
mientras que una locura desenfrenada aplasta y convierte en mantillo humeante a mil hombres; ¡pobres muertos! sumidos en estío, en la yerba, en tu gozo, Natura, que santa los creaste,
existe un Dios que ríe en los adamascados del altar, al incienso, a los cálices de oro, que acunado en Hosannas dulcemente se duerme.
Pero se sobresalta, cuando madres uncidas a la angustia y que lloran bajo sus cofias negras le ofrecen un ochavo envuelto en su pañuelo.
Primera velada
Desnuda, casi desnuda; y los árboles cotillas a la ventana arrimaban, pícaros, su fronda pícara.
Asentada en mi sillón, desnuda, juntó las manos. Y en el suelo, trepidaban, de gusto, sus pies, tan parvos.
-Vi cómo, color de cera, un rayo con luz de fronda revolaba por su risa y su pecho -en la flor, mosca,
-Besé sus finos tobillos. Y estalló en risa, tan suave,
risa hermosa de cristal. desgranada en claros trinos…
Bajo el camisón, sus pies -¡Basta, basta!» -se escondieron. -¡La risa, falso castigo del primer atrevimiento!
Trémulos, pobres, sus ojos mis labios besaron, suaves: -Echó, cursi, su cabeza hacia atrás: «Mejor, si cabe…!
Caballero, dos palabras…»» -Se tragó lo que faltaba con un beso que le hizo reírse… ¡qué a gusto estaba!
-Desnuda, casi desnuda; y los árboles cotillas a la ventana asomaban, pícaros, su fronda pícara.
Mi bohemia
Fantasía)
Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos… mi chaleco también se volvía ideal, andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel! ¡cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!
Mi único pantalón era un enorme siete. ––Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso rimas Y mi posada era la Osa Mayor. ––Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú.
Y yo las escuchaba, al borde del camino cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo el rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas, tensaba los cordones, como si fueran liras, de mis zapatos rotos, junto a mi corazón.
Los cuervos
Señor, cuando los prados están fríos y cuando en las aldeas abatidas el ángelus lentísimo acallado, sobre el campo desnudo de sus flores haz que caigan del cielo, tan queridos, los cuervos deliciosos.
¡Hueste extraña de gritos justicieros el cierzo se ha metido en vuestros nidos! A orilla de los ríos amarillos, por la senda de los viejos calvarios, y en el fondo del hoyo y de la fosa, dispersaos, uníos.
A millares, por los campos de Francia, donde duermen nuestros muertos de antaño, dad vueltas y dad vueltas, en invierno, para que el caminante, al ir, recuerde. ¡Sed pregoneros del deber, ¡Oh nuestros negros pájaros fúnebres!
Santos del cielo, en la cima del roble, mástil perdido en la noche encantada, dejad la curruca de la primavera para aquél que en el bosque encadena, bajo la yerba que impide la huida, la funesta derrota.
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12. Bartleby, el escribiente, Herman Melville. 
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Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses¹ o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
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13. Ficciones y El Aleph, Jorge Luis Borges.
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El Aleph, un cuento de Jorge Luis Borges
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri...
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14. Cuentos completos, Edgar Allan Poe.
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«Cuando un loco parece completamente sensato es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza».
«En la crítica seré valiente, severo y absolutamente justo con amigos y enemigos. Nada cambiará este propósito».
«Es dudoso que el género humano logre crear un enigma que el mismo ingenio humano no resuelva».
Variante: «La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia».
«Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche».
«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
«No es verdaderamente valiente aquel hombre que teme ya parecer, ya ser, cobarde».
«No tengo fe en la perfección humana. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más inteligente, de lo que lo fuera hace 6000 años».
«Porque la tortuga tiene los pies seguros, ¿es esta una razón para cortar las alas al águila?».
«Todas las obras de arte deben empezar por el final».
«Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño».
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15. La vida instrucciones de uso, Georges Perec.
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      «La mirada sigue los caminos que se le han reservado en la obra.» 
PAUL KLEE, Pädagogisches Skizzenbuch 
Al principio el arte del puzzle parece un arte breve, un arte de poca entidad, contenido todo él en una elemental enseñanza de la Gestalttheorie: el objeto considerado —ya se trate de un acto de percepción, un aprendizaje, un sistema fisiológico o, en el caso que nos ocupa, un puzzle de madera— no es una suma de elementos que haya que aislar y analizar primero, sino un conjunto, es decir una forma, una estructura: el elemento no preexiste al conjunto, no es ni más inmediato ni más antiguo, no son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos: el conocimiento del todo y de sus leyes, del conjunto y su estructura, no se puede deducir del conocimiento separado de las partes que lo componen: esto significa que podemos estar mirando una pieza de un puzzle tres días seguidos y creer que lo sabemos todo sobre su configuración y su color, sin haber progresado lo más mínimo: sólo cuenta la posibilidad de relacionar esta pieza con otras y, en este sentido, hay algo común entre el arte del puzzle y el arte del go: sólo las piezas que se hayan juntado cobrarán un carácter legible, cobrarán un sentido: considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; es tan sólo pregunta imposible, reto opaco; pero no bien logramos, tras varios minutos de pruebas y errores, o en medio segundo prodigiosamente inspirado, conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle —enigma— expresa tan bien en inglés, no sólo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca, hasta tal punto se ha hecho evidencia: las dos piezas milagrosamente reunidas ya sólo son una, a su vez fuente de error, de duda, de desazón y de espera.
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16. I Ching
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Hexagrama 1
Hexagrama 2
Hexagrama 3
Hexagrama 4
Hexagrama 5
Hexagrama 6
Hexagrama 7
Hexagrama 8
Hexagrama 9
Hexagrama 10
Hexagrama 11
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Hexagrama 59
Hexagrama 60
Hexagrama 61
Hexagrama 62
Hexagrama 63
Hexagrama 64
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17. Haiku
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Matsuo Bashō
Kono michi ya yuku hito nashi ni aki no kure
Nadie que vaya por este camino. Crepúsculo de otoño.
Ueshima Onitsura
Koi koi to iedo hotaru ga tonde yuku «Ven, ven», le dije, pero la luciérnaga se fue volando.
Yosa Buson
Mijika-yo ya ashi-ma nagaruru kani no awa
Noche corta de verano: entre los juncos, fluyendo, la espuma de los cangrejos.
Kobayashi Issa
Kuchi akete oya matsu tori ya aki no ame
Abriendo los picos, los pajaritos esperan a su madre: la lluvia de otoño.
Masaoka Shiki
Nureashi de suzume no ariku rôka kana
Andando con sus patitas mojadas, el gorrión por la terraza de madera.
Taneda Santôka
Akikaze no ishi o hirou.
Con viento de otoño recojo una piedra.
Chiyo-Ni 
Koborete wa kaze hiroi-yuku chidori kana
De la bandada de los mil pájaros, uno va perdiendo fuerzas y el viento lo recoge.
Hototogisu hototogisu tote akenikeri
Diciendo «cuco» «cuco» durante toda la noche ¡al fin la aurora!
Tombo tsuri kyoo wa doko made itta yara
El cazador de libélulas, ¿hasta qué región se me habrá ido hoy?
Seisui suzushi hotaru no saete nanimo nashi
el agua se cristaliza las luciérnagas se apagan nada existe
Nakamura Teijo
La flor de loto Sus hojas y las marchitas Flotando en el agua
Hoshino Tatsuko 
Blancos los rostros Que observan El arco iris.
Kakimoto Tae 
Un ruido Cavan una fosa Detrás de las camelias
Suzuki Masajo 
Onna hitori mezamete nozoku hotaru kago Una mujer sola. Se despierta y mira la caja de las luciérnagas
Kamegaya Chie 
Oi ware no shinkei nibuku gan to shiru
Tan vieja estoy… Ni me inmuté al saber que tengo cáncer
Nisiguchi Sachiko 
Hitosuji no tsurô nokoshite bancha hosu
Entre las hojas de té puestas a secar, solo un sendero.
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18. La tierra baldía, T. S. Eliot.
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A Ezra Pound il miglior fabbro.
I. EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS
Abril es el mes más cruel: engendra lilas de la tierra muerta, mezcla recuerdos y anhelos, despierta inertes raíces con lluvias primaverales. El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo una pequeña vida con tubérculos secos. Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbergersee con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos, y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten, y tomamos café y charlamos durante una hora. Bin gar keine Russin, stamm'aus Litauen, echt deutsch. Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque, mi primo, él me sacó en trineo. Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie, Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos. Uno se siente libre, allí en las montañas. Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.
¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre, no puedes decirlo ni adivinarlo; tu sólo conoces un montón de imágenes rotas, donde el sol bate, y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo hay sombra bajo esta roca roja (ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja), y te enseñaré algo que no es ni la sombra tuya que te sigue por la mañana ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro; te mostraré el miedo en un puñado de polvo.               Frisch weht der Wind               der Heimat zu               mein Irisch Kind,               Wo weilest du? «Hace un año me diste jacintos por primera vez; me llamaron la muchacha de los jacintos.» — Pero cuando regresamos, tarde, del jardín de los jacintos, llevando, tú, brazados de flores y el pelo húmedo, no pude hablar, mis ojos se empañaron, no estaba ni vivo ni muerto, y no sabía nada, mirando el silencio dentro del corazón de la luz. Oed' und leer das Meer.
Madame Sosostris, famosa pitonisa, tenía un mal catarro, aun cuando se la considera como la mujer más sabia de Europa, con un pérfido mazo de naipes. Ahí —dijo ella— está su naipe, el Marinero Fenicio que se ahogó, (estas perlas fueron sus ojos. ¡Mira!) aquí está la Belladonna, la Dama de las Rocas, la dama de las peripecias. Aquí está el hombre de los tres bastos, y aquí la Rueda, y aquí el comerciante tuerto, y este naipe en blanco es algo que lleva sobre la espalda y que no puedo ver. No encuentro al Ahorcado. Temed, la muerte por agua. Veo una muchedumbre girar en círculo. Gracias. Cuando vea a la señora Equitone, dígale que yo misma le llevaré el horóscopo: ¡una tiene que andar con cuidado en estos días!
Ciudad Irreal, bajo la parda niebla del amanecer invernal, una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres ¡eran tantos! Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos. Exhalaban cortos y rápidos suspiros y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies. Cuesta arriba y después calle King William abajo hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas con un repique sordo al final de la novena campanada. Allí encontré un conocido y le detuve gritando: «¡Stetson!, ¡tú, que estuviste contigo en los barcos de Mylae! ¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín, ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año? ¿No turba su lecho la súbita escarcha? ¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres, pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas! Tú, hypocrite lecteur! — mon semblable — mon frère!»
II. UNA PARTIDA DE AJEDREZ
LA SILLA en que estaba sentada, como un bruñido trono, se reflejaba en el mármol, donde el espejo de soportes labrados con pámpanos y racimos entre los cuales un Cupido dorado se asomaba (otro ocultaba sus ojos bajo el ala) copiaba las llamas de los candelabros de siete brazos que arrojaban su luz sobre la mesa, mientras el brillo de sus joyas, desbordando profusamente de los estuches de raso, subió a su encuentro. En redomas de marfil y cristal policromo, destapadas, acechaban sus raros perfumes sintéticos, ungüentos, en polvo o líquidos —turbando, confundiendo y ahogando los sentidos en olor; agitados por el aire fresco que soplaba de la ventana, ascendían, alimentando las alargadas llamas de las velas, proyectando sus humos sobre los laquearios, animando los diseños del artesonado techo. Enormes leños arrojados por el mar, patinados de cobre, ardían verdes y anaranjados, en su marco de piedra policroma, y en su luz mortecina nadaba un delfín tallado. Sobre la repisa de la chimenea —ventana abierta a una escena silvestre—estaba representada la Metamorfosis de Filomela, tan rudamente forzada por el bárbaro rey; pero aún allí el ruiseñor llenaba todo el desierto con inviolable voz y todavía ella lloraba, y aún el mundo persigue «Tiu Tiu» a oídos sucios. Y otros tocones marchitos de tiempo se alzaban en los muros, donde figuras de ojos abiertos se inclinaban, imponiendo silencio a la estancia. Se oyeron pasos en la escalera. Al resplandor del fuego, bajo el cepillo, sus cabellos se cruzaron en puntos ígneos, brillaron en palabras y se aquietaron salvajemente.
«Estoy nerviosa esta noche. Muy nerviosa. Quédate conmigo. Háblame. ¿Por qué nunca hablas? Habla. ¿En qué piensas? ¿Qué piensas? ¿Qué? Nunca sé en qué piensas. Piensas.»
Creo que nos hallamos en la calleja de las ratas donde los muertos perdieron sus huesos.
«¿Qué ruido es ese?»                El viento bajo la puerta. «¿Qué ruido es ese ahora? ¿Qué hace el viento?»                Nada, como siempre. Nada.                                                             «¿No sabes nada? ¿No ves nada? ¿No te acuerdas de nada?»
Recuerdo que esas perlas fueron sus ojos. «¿Estás viva o no? ¿No hay nada en tu cabeza?»                                                             Pero O O O O ese aire shakespeaheriano: es tan elegante tan inteligente. «¿Qué haré ahora? ¿Qué haré? ¿Salir tal como estoy y andar por la calle así sin peinar? ¿Qué haremos mañana? (¿Qué haremos siempre?»                               Agua caliente a las diez. Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro. Y jugaremos una partida de ajedrez, apretando nuestros ojos sin párpados, esperando que llamen a la puerta.
Cuando licenciaron al marido de Lil, yo dije — y no pesé mis palabras, lo dije sin ambages, DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Ahora Alberto va a regresar, procura lucir mejor. Él querrá saber qué hiciste con el dinero que te dio para arreglarte los dientes. Te lo dio, yo estaba allí: que te los extraigan todos, Lil, y que te pongan una buena dentadura, dijo él, juro que no puedo soportar mirarte. Y yo tampoco, dije yo; piensa en el pobre Alberto, que ha estado en el ejército durante cuatro años, quiere divertirse, y si no lo hace contigo, ya encontrará otras, dije yo. ¡Oh hay otras!, dijo ella. Algo por el estilo, dije yo. Entonces ya sé a quién agradecérselo, dijo ella, mirándome fijamente. DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Si esto no te gusta, lo mismo da, dije yo. Otras se aprovecharán si tú no puedes. Pero si Alberto se marcha, no podrás decir que no te han avisado. Deberías avergonzarte, dije, de parecer tan vieja (y no tiene más que treinta y un años) no es culpa mía, dijo, poniendo cara triste. Son esas píldoras que tomé para abortar, dijo. (Ha tenido cinco ya, y casi se muere en el parto de Jorge.) El boticario me dijo que no sería nada, pero nunca he vuelto a ser la misma. Eres una tonta de capirote, dije yo. Bueno, si Alberto no te suelta, no puedes quejarte, dije. ¿Por qué te casaste si no te gustan los niños? DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Bueno, aquel domingo Alberto estaba en casa, tenían jamón y me invitaron a cenar para que saboreara el jamón caliente. DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA Buenas noches Bill. Buenas noches, Lou. Buenas noches, May. Buenas noches. Adiós, adiós. Buenas noches. Buenas noches. Buenas noches, señoras, buenas noches, adorables señoras, buenas noches, buenas noches.
III. EL SERMÓN DEL FUEGO
El dosel del río se ha roto: los últimos dedos de las hojas se aterran y se sumen en la húmeda ribera. El viento cruza, silenciosamente, la tierra parda. Las ninfas se han marchado. Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción. El río no arrastra botellas vacías, papeles de sandwiches, pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas y otros testimonios de noches de estío. Las ninfas se han marchado. Y sus amigos, los indolentes herederos de los potentados — Se han marchado sin dejar sus direcciones. A orillas del Leman me senté a llorar... Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción. Dulce Támesis, discurre plácidamente, pues no hablaré alto ni extenso. Pero detrás de mí, en una fría ráfaga, oigo matraqueos de huesos y risas descarnadas.
Un ratón se deslizó blandamente entre los hierbajos arrastrando su viscoso vientre por la orilla mientras yo pescaba en el sombrío canal en una tarde de invierno detrás del gasómetro meditando sobre el naufragio de mi hermano rey y sobre la muerte anterior de mi padre rey. Cuerpos blancos, cuerpos desnudos sobre la baja tierra húmeda y huesos arrojados en una guardilla baja y seca, rozados sólo por la pata del ratón, año tras año. Pero a mi espalda de vez en cuando oigo un estrépito de bocinas y motores, que llevarán a Sweeney en la primavera a casa de la señora Porter oh, la luna brillaba sobre la señora Porter y sobre su hija ambas se lavan los pies con agua gaseosa et O ces voix d'enfants, chantant dans la coupole!
Tuit tuit tuit yag yag yag yag yag yag tan rudamente forzada Tereo.
Ciudad Irreal bajo la parda niebla de un mediodía de invierno el señor Eugenides, comerciante de Esmirna sin afeitar, con un bolsillo lleno de pasas C.i.f. Londres: documentos a la vista, me invitó en francés demótico a almorzar en el Hotel Cannon Street y luego a pasar el fin de semana en el Metropole.
A la hora violeta, cuando los ojos y la espalda se alzan del escritorio, cuando el motor humano espera como un taxímetro espera palpitando, yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas, viejo con arrugados senos de mujer, puedo ver a la hora violeta, esa hora del atardecer que nos empuja hacia el hogar y envía del mar a casa al marinero, la mecanógrafa, ya en casa a la hora del té, levanta la mesa del desayuno, enciende su estufa y prepara su comida de conservas. Colgadas fuera de la ventana están puestas a secar sus combinaciones acariciadas por los postreros rayos del sol, sobre el diván (que por la noche le sirve de cama) hay apilados medias, zapatillas, camisas y sostenes. Yo, Tiresias, un viejo de tetas arrugadas vi la escena, y predije el resto — yo también esperaba al huésped previsto. Él, un joven carbuncular, llega, es un empleadillo cualquiera, de mirada atrevida, uno de esos sujetos cuyo empaque le sienta como una chistera sobre un millionario de Bradford. El momento es propicio, como él esperaba, La cena ha terminado, ella está aburrida y cansada, él trata de excitarla con caricias que aun cuando son irreprochables, no son deseadas. Sonrojado y decidido, él empieza el asalto; sus manos exploradoras no encuentran resistencia; su vanidad no necesita respuesta, y hasta acoge bien su indiferencia. (Y yo, Tiresias, preví, sufriendo, todo lo que ocurrió en este mismo diván o cama; yo, que estuve sentado bajo los muros de Tebas y anduve por el infierno de los muertos.) Él le otorga un final beso protector, y baja a tientas por la oscura escalera...
Ella se vuelve y se mira un momento en el espejo, sin advertir que su amante ya no está; su cerebro formula un vago pensamiento: «Bueno, el asunto terminó ya, y me alegro que así sea». Cuando una mujer adorable comete tales locuras y luego vuelve a pasearse sola por su cuarto, se alisa el pelo con mano automática y pone un disco en el gramófono.
«Esta música se deslizó junto a mí sobre las olas» y a lo largo del Strand, calle Reina Victoria arriba oh Ciudad Ciudad, a veces puedo escuchar cerca de un bar de la calle Lower Thames, el agradable lamento de una mandolina y la bulla y la charla que sale del interior donde los vendedores de pescado huelgan al mediodía: donde los muros de Magnus Mártir conservan un inefable esplendor de jónica blancura y oro.
               El río suda                aceite y brea                las barcazas derivan                con la cambiante marea                velas rojas                anchas                a sotavento, oscilan en los mástiles                las barcazas hunden                leños flotantes                al sur de Greenwich                más allá de la Isla de los Perros                       Weialala leia                        Wallala leialala
               Elizabeth y Leicester                remando                la proa era                un casco dorado                rojo y oro                rizó ambas orillas                el viento del sudoeste                cargó agua abajo                el son de las campanas                torres blancas                       Weialala leia                       Wallala leialala.
               «Tranvías y polvorientos árboles.                Highbury me hizo. Richmond y Kew                me deshicieron. Cerca de Richmond levanté las rodillas                acostada en el fondo de una angosta canoa.»
               «Mis pies están en Moorgate y mi corazón                bajo mis pies. Después de lo ocurrido                él lloró. Me prometió "empezar de nuevo"                No contesté nada. ¿Para qué guardarle rencor?»
               «En la playa de Margate                no puedo relacionar                nada con nada.                Las uñas rotas de manos sucias.                Mi gente, humilde gente que no espera                nada.»                               la la.
               Y entonces me marché a Cartago
               Quemando quemando quemando quemando
               Oh, Señor, Tú me arrancas                Oh, Señor, Tú arrancas                quemando.
IV. MUERTE POR AGUA
FLEBAS, el Fenicio, que murió hace quince días, olvidó el chillido de las gaviotas y el hondo mar henchido y las ganancias y las pérdidas.                Una corriente submarina recogió sus huesos susurrando. Cayendo y levantándose remontó hasta los días de su juventud y entró en el remolino.                Pagano o judío oh, tú, que das vuelta al timón y miras a barlovento, piensa en Flebas, que otrora fue bello y tan alto como tú.
V. LO QUE DIJO EL TRUENO
Después de la roja luz de las antorchas sobre rostros sudorosos, después del gélido silencio en los jardines después de la agonía en lugares pétreos y el griterío y el lloro y prisión y palacio y reverberación de trueno primaveral sobre lejanos montes aquel que estaba vivo ahora está muerto nosotros que vivíamos ahora estamos muriendo con un poco de paciencia.
Aquí no hay agua, sólo roca, roca y no agua, el camino arenoso el camino serpentea entre las montañas que son montañas rocosas sin agua si hubiese agua nos detendríamos a beber entre las rocas uno no puede detenerse y pensar el sudor es seco y los pies se hunden en la arena si por lo menos hubiera agua entre las rocas muerta montaña boca de dientes cariados que no puede escupir aquí no puede uno ni pararse ni acostarse ni sentarse ni siquiera hay silencio en las montañas sino el seco trueno estéril sin lluvia ni siquiera hay soledad en las montañas sino adustos rostros rojos que escarnecen y rezongan en los umbrales de casas de fango hendido.                                                   Si hubiese agua
y no rocas si hubiese rocas y también agua y agua un manantial una hoya entre las rocas si sólo se oyera rumor de agua no la cigarra ni la hierba seca cantando sino rumor de agua sobre una roca allí donde el zorzal canta entre los pinos drip drop drip drop drop drop drop pero no hay agua
¿Quién es ese tercero que camina siempre a tu lado? cuando cuento, sólo somos dos, tú y yo, juntos pero cuando miro delante de mí sobre el blanco camino siempre hay otro que marcha a tu lado deslizándose envuelto en una capa parda, encapuchado no sé si es un hombre o una mujer — ¿pero quién es ése que va a tu lado?
Qué sonido es ése que se oye en la altura murmullo de lamento maternal qué hordas encapuchadas son ésas que hormiguean Por las llanuras infinitas, tropezando en las grietas de una tierra limitada por el raso horizonte qué ciudad es ésa sobre las montañas chasquidos y reformas y llamas en el aire violeta torres que se derrumban Jerusalén Atenas Alejandría Viena Londres irreales.
Una mujer se soltó la larga cabellera negra y suscitó una susurrante música con esas cuerdas y murciélagos de rostros infantiles silbaban en la luz violeta, y batían sus alas y con cabeza hacia abajo se deslizaron por el negro muro y de volteadas torres en el aire caía un redoblar de campanas reminiscentes, que daban la hora y se oían cantos dentro de cisternas vacías y agotados pozos.
En esta arruinada cavidad en medio de las montañas bajo la mortecina claridad de la luna la hierba canta sobre las desplomadas tumbas alrededor de la capilla allí esta la desierta capilla donde sólo habita el viento. No tiene ventanas y la puerta se balancea, los huesos secos a nadie pueden dañar. Sólo un gallo se alzaba en la cumbrera co co rico co co rico a la claridad de un relámpago. Luego vino una racha húmeda trayendo lluvia.
Ganga estaba hundido y las hojas frágiles esperaban la lluvia, mientras las negras nubes se amontonaban a lo lejos, sobre el Himavant. La selva se agachó, se encorvó en silencio. Entonces habló el trueno DA Datta: ¿qué hemos dado? Amigo mío, la sangre que sacude mi corazón la espantosa audacia de un momento de debilidad que un siglo de prudencia no puede borrar por eso y eso sólo es por lo que hemos existido y ello no se hallará registrado en nuestros obituarios ni en los recuerdos que cubre la benéfica araña ni bajo los sellos que rompe el flaco notario en nuestros vacíos aposentos DA Dayadhwam: he oído la llave voltear en la cerradura una vez y sólo una vez pensamos en la llave, cada cual en su prisión pensando en la llave, cada cual confirma una prisión pero al anochecer, etéreos rumores reaniman por un momento a un Coriolano roto DA Damyata: el barco obedeció alegremente a la mano hábil para la vela y el remo el mar estaba tranquilo, tu corazón podía haber respondido alegremente a la invitación, palpitando obediente a las diestras manos.
                              Me senté en la orilla a pescar, con la árida llanura a mi espalda ¿Pondré por lo menos orden en mis tierras? El Puente de Londres está cayendo cayendo cayendo Poi s'ascose nel foco che gli affina Quando fiam uti chelidon —Oh, golondrina, golondrina Le Prince d'Aquitaine à la tour abolie Estos fragmentos han sostenido mis ruinas Why then Ile fit you. Hieronymo's mad againe. Datta. Dayadhwam. Damyata.               Shantih shantih shantih.
                                               ❧   ❧   ❧
19. Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline.
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Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.
Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida.
La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Ganate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! —me dijo—. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves! ¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo. ¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá, insignificantes…» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.
Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le Temps, donde lo habíamos leído.  «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! —dijo Arthur Ganate para pincharme—. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»
«¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!», fui y le dije, para devolverle la pelota y demostrar que estaba documentado.
«¡Que sí! ¡Claro que existe! ¡Y bien noble que es! —insistía él—. Y hasta te diría que es la más noble del mundo. ¡Y el que lo niegue es un cabrito!» Y me puso de vuelta y media. Ahora, que yo me mantuve en mis trece.
«¡No es verdad! La raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también.»
«Bardamu —me dijo entonces, muy serio y un poco triste—, nuestros padres eran como nosotros. ¡No hables mal de ellos!…»
«¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas! ¡No cambiamos! Ni de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo, monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus manos! Cuando nos portamos mal, aprieta… Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer… Por una cosita de nada, te estrangula… Eso no es vida…»
«¡Nos queda el amor, Bardamu!»
«Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, ¡y yo tengo dignidad!», le respondí.
«Puestos a hablar de ti, ¡tú es que eres un anarquista y se acabó!»
Siempre un listillo, como veis, y el no va más en opiniones avanzadas.
«Tú lo has dicho, chico, ¡anarquista! Y la prueba mejor es que he compuesto una especie de oración vengadora y social. ¡A ver qué te parece! Se llama Las alas de oro…» Y entonces se la recité:
Un Dios que cuenta los minutos y los céntimos, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un marrano. Un marrano con alas de oro y que se tira por todos lados, panza arriba, en busca de caricias. Ése es, nuestro señor. ¡Abracémonos!
«Tu obrita no se sostiene ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida derramar mi sangre por ella, me encontrará, desde luego, listo para entregársela y al instante.» Así me respondió.
Precisamente la guerra se nos acercaba a los dos, sin que lo hubiéramos advertido, y ya mi cabeza resistía poco. Aquella discusión breve, pero animada, me había fatigado. Y, además, estaba afectado porque el camarero me había llamado tacaño por la propina. En fin, al final Arthur y yo nos reconciliamos, por completo. Éramos de la misma opinión sobre casi todo.
«Es verdad, tienes razón a fin de cuentas —convine, conciliador—, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas… ¡no me irás a decir que no!… ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: “Hatajo de granujas, ¡es la guerra! —nos dicen—. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: ‘¡Viva la patria n.° 1!’ ¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde se tarda aún menos que aquí!”»
«¡Exacto! ¡Sí, señor!», aprobó Arthur, ahora más dispuesto a dejarse convencer.
Pero, mira por dónde, justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.
«¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.
«¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.
Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.
«Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.
Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos… Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.
Entonces, ¿ya sólo quedábamos nosotros? ¿Unos tras otros? Cesó la música. «En resumen —me dije entonces, cuando vi que la cosa se ponía fea—, ¡esto ya no tiene gracia! ¡Hay que volver a empezar!» Iba a marcharme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta a la chita callando, los civiles, tras nosotros. Estábamos atrapados, como ratas.
Una vez dentro, hasta el cuello. Nos hicieron montar a caballo y después, al cabo de dos meses, ir a pie otra vez. Tal vez porque costaba muy caro. En fin, una mañana, el coronel buscaba su montura, su ordenanza se había marchado con ella, no se sabía adónde, a algún lugar, seguro, por donde las balas pasaran con menor facilidad que en medio de la carretera. Pues en ella habíamos acabado situándonos, el coronel y yo, justo en medio de la carretera, y yo sostenía el registro en que él escribía sus órdenes.
A lo lejos, en la carretera, apenas visibles, había dos puntos negros, en medio, como nosotros, pero eran dos alemanes que llevaban más de un cuarto de hora disparando.
Él, nuestro coronel, tal vez supiera por qué disparaban aquellos dos; quizá los alemanes lo supiesen también, pero yo, la verdad, no. Por más que me refrescaba la memoria, no recordaba haberles hecho nada a los alemanes. Siempre había sido muy amable y educado con ellos. Me los conocía un poco, a los alemanes; hasta había ido al colegio con ellos, de pequeño, cerca de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de cretinitos chillones, de ojos pálidos y furtivos, como de lobos; íbamos juntos, después del colegio, a tocar a las chicas en los bosques cercanos, y también tirábamos con ballesta y pistola, que incluso nos comprábamos por cuatro marcos. Bebíamos cerveza azucarada. Pero de eso a que nos dispararan ahora a la barriga, sin venir siquiera a hablarnos primero, y justo en medio de la carretera, había un trecho y un abismo incluso. Demasiada diferencia.
En resumen, no había quien entendiera la guerra. Aquello no podía continuar.
Entonces, ¿les había ocurrido algo extraordinario a aquella gente? Algo que yo no sentía, ni mucho menos. No debía de haberlo advertido…
Mis sentimientos hacia ellos seguían siendo los mismos. Pese a todo, sentía como un deseo de intentar comprender su brutalidad, pero más ganas aún tenía de marcharme, unas ganas enormes, absolutas: de repente todo aquello me parecía consecuencia de un error tremendo.
«En una historia así, no hay nada que hacer, hay que ahuecar el ala», me decía, al fin y al cabo…
Por encima de nuestras cabezas, a dos milímetros, a un milímetro tal vez de las sienes, venían a vibrar, uno tras otro, esos largos hilos de acero tentadores trazados por las balas que te quieren matar, en el caliente aire del verano.
Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas y los rayos de aquel sol. Una burla inmensa, universal.
En aquella época tenía yo sólo veinte años de edad. Alquerías desiertas a lo lejos, iglesias vacías y abiertas, como si los campesinos hubieran salido todos de las aldeas para ir a una fiesta en el otro extremo de la provincia y nos hubiesen dejado, confiados, todo lo que poseían, su campo, las carretas con los varales al aire, sus tierras, sus cercados, la carretera, los árboles e incluso las vacas, un perro con su cadena, todo, vamos. Para que pudiésemos hacer con toda tranquilidad lo que quisiéramos durante su ausencia. Parecía muy amable por su parte. «De todos modos, si no hubieran estado ausentes —me decía yo—, si aún hubiese habido gente por aquí, ¡seguro que no nos habríamos comportado de modo tan innoble! ¡Tan mal!
¡No nos habríamos atrevido delante de ellos!» Pero, ¡ya no quedaba nadie para vigilarnos! Sólo nosotros, como recién casados que hacen guarrerías, cuando todo el mundo se ha ido.
También pensaba (detrás de un árbol) que me habría gustado verlo allí, al Dérouléde ese, de que tanto me habían hablado, explicarme cómo hacía él, cuando recibía una bala en plena panza.
Aquellos alemanes agachados en la carretera, tiradores tozudos, tenían mala puntería, pero parecían tener balas para dar y tomar, almacenes llenos sin duda. Estaba claro: ¡la guerra no había terminado! Nuestro coronel, las cosas como son, ¡demostraba una bravura asombrosa! Se paseaba por el centro mismo de la carretera y después en todas direcciones entre las trayectorias, tan tranquilo como si estuviese esperando a un amigo en el andén de la estación: sólo, que un poco impaciente.
Pero el campo, debo decirlo en seguida, yo nunca he podido apreciarlo, siempre me ha parecido triste, con sus lodazales interminables, sus casas donde la gente nunca está y sus caminos que no van a ninguna parte. Pero, si se le añade la guerra, además, ya es que no hay quien lo soporte. El viento se había levantado, brutal, a cada lado de los taludes, los álamos mezclaban las ráfagas de sus hojas con los ruidillos secos que venían de allá hacia nosotros. Aquellos soldados desconocidos nunca nos acertaban, pero nos rodeaban de miles de muertos, parecíamos acolchados con ellos. Yo ya no me atrevía a moverme.
Entonces, ¡el coronel era un monstruo! Ahora ya estaba yo seguro, peor que un perro, ¡no se imaginaba su fin! Al mismo tiempo, se me ocurrió que debía de haber muchos como él en nuestro ejército, tan valientes, y otros tantos sin duda en el ejército de enfrente. ¡A saber cuántos! ¿Uno, dos, varios millones, tal vez, en total? Entonces mi canguelo se volvió pánico. Con seres semejantes, aquella imbecilidad infernal podía continuar indefinidamente… ¿Por qué habrían de detenerse? Nunca me había parecido tan implacable la sentencia de los hombres y las cosas.
Pensé —¡presa del espanto!—: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?… ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.
Somos vírgenes del horror, igual que del placer. ¿Cómo iba a figurarme aquel horror al abandonar la Place Clichy? ¿Quién iba a poder prever, antes de entrar de verdad en la guerra, todo lo que contenía la cochina alma heroica y holgazana de los hombres? Ahora me veía cogido en aquella huida en masa, hacia el asesinato en común, hacia el fuego… Venía de las profundidades y había llegado.
El coronel seguía sin inmutarse, yo lo veía recibir, en el talud, cortas misivas del general, que después rompía en pedacitos, tras haberlas leído sin prisa, entre las balas. Entonces, ¿en ninguna de ellas iba la orden de detener al instante aquella abominación? Entonces, ¿no le decían los de arriba que había un error? ¿Un error abominable? ¿Una confusión? ¿Que se habían equivocado? ¡Que habían querido hacer maniobras en broma y no asesinatos! Pues, ¡claro que no! «¡Continúe, coronel, va por buen camino!» Eso le escribía sin duda el general Des Entrayes, de la división, el jefe de todos nosotros, del que recibía una misiva cada cinco minutos, por mediación de un enlace, a quien el miedo volvía cada vez un poco más verde y cagueta. ¡Aquel muchacho habría podido ser mi hermano en el miedo! Pero tampoco teníamos tiempo para confraternizar.
Conque, ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!… Sin objeción. Yo acababa de descubrir de un golpe y por entero la guerra. Había quedado desvirgado. Hay que estar casi solo ante ella, como yo en aquel momento, para verla bien, a esa puta, de frente y de perfil. Acababan de encender la guerra entre nosotros y los de enfrente, ¡y ahora ardía! Como la corriente entre los dos carbones de un arco voltaico. ¡Y no estaba a punto de apagarse, el carbón! íbamos a ir todos para adelante, el coronel igual que los demás, con todas sus faroladas, y su piltrafa no iba a hacer un asado mejor que la mía, cuando la corriente de enfrente le pasara entre ambos hombros.
Hay muchas formas de estar condenado a muerte. ¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de allí! Por haber robado, previsor, algo, por ejemplo, cuando era tan fácil, en algún sitio, cuando aún estaba a tiempo. ¡No piensa uno en nada! De la cárcel sales vivo; de la guerra, no. Todo lo demás son palabras.
Si al menos hubiera tenido tiempo aún, pero, ¡ya no! ¡Ya no había nada que robar! ¡Qué bien se estaría en una cárcel curiosita, me decía, donde no pasan las balas! ¡Nunca pasan! Conocía una a punto, al sol, ¡calentita! En un sueño, la de Saint-Germain precisamente, tan cerca del bosque, la conocía bien, en tiempos pasaba a menudo por allí. ¡Cómo cambia uno! Era un niño entonces y aquella cárcel me daba miedo. Es que aún no conocía a los hombres. No volveré a creer nunca lo que dicen, lo que piensan. De los hombres, y de ellos sólo, es de quien hay que tener miedo, siempre.
¿Cuánto tiempo tendría que durar su delirio, para que se detuvieran agotados, por fin, aquellos monstruos? ¿Cuánto tiempo puede durar un acceso así? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuánto? ¿Tal vez hasta la muerte de todo el mundo, de todos los locos? ¿Hasta el último? Y como los acontecimientos presentaban aquel cariz desesperado, me decidí a jugarme el todo por el todo, a intentar la última gestión, la suprema: ¡tratar, yo solo, de detener la guerra! Al menos en el punto en que me encontraba.
El coronel deambulaba a dos pasos. Yo iba a ir a hablarle. Nunca lo había hecho.
Era el momento de atreverse. Al punto a que habíamos llegado, ya casi no había nada que perder. «¿Qué quiere?», me preguntaría, me imaginaba, muy sorprendido, seguro, por mi audaz interrupción. Entonces le explicaría las cosas, tal como las veía. A ver qué pensaba él. En la vida lo principal es explicarse. Cuatro ojos ven mejor que dos.
Iba a hacer esa gestión decisiva, cuando, en ese preciso instante, llegó hacia nosotros, a paso ligero, extenuado, derrengado, un «caballero de a pie» (como se decía entonces) con el casco boca arriba en la mano, como Belisario, y, además, tembloroso y cubierto de barro, con el rostro aún más verdusco que el del otro enlace. Tartamudeaba y parecía sufrir un dolor espantoso, aquel caballero, como si saliera de una tumba y sintiese náuseas. Entonces, ¿tampoco le gustaban las balas a aquel fantasma? ¿Las presentía como yo?
«¿Qué hay?», le cortó, brutal y molesto, el coronel, al tiempo que lanzaba una mirada como de acero a aquel aparecido.
Enfurecía a nuestro coronel verlo así, a aquel innoble caballero, con porte tan poco reglamentario y cagadito de la emoción. No le gustaba nada el miedo. Era evidente. Y, para colmo, el casco en la mano, como un bombín, desentonaba de lo lindo en nuestro regimiento de ataque, un regimiento que se lanzaba a la guerra. Parecía saludarla, aquel caballero de a pie, a la guerra, al entrar.
Ante su mirada de oprobio, el mensajero, vacilante, volvió a ponerse «firmes», con los meñiques en la costura del pantalón, como se debe hacer en esos casos. Oscilaba así, tieso, en el talud, con sudor cayéndole a lo largo de la yugular, y las mandíbulas le temblaban tanto, que se le escapaban grititos abortados, como un perrito soñando. Era difícil saber si quería hablarnos o si lloraba.
Nuestros alemanes agachados al final de la carretera acababan de cambiar de instrumento en aquel preciso instante. Ahora proseguían con sus disparates a base de ametralladora; crepitaban como grandes paquetes de cerillas y a nuestro alrededor llegaban volando enjambres de balas rabiosas, insistentes como avispas.
Aun así, el hombre consiguió pronunciar una frase articulada: «Acaban de matar al sargento Barousse, mi coronel», dijo de un tirón.
«¿Y qué más?»
«Lo han matado, cuando iba a buscar el furgón del pan, en la carretera de Etrapes, mi coronel.»
«¿Y qué más?»
«¡Lo ha reventado un obús!»
«¿Y qué más, hostias?»
«Nada más, mi coronel…»
«¿Eso es todo?»
«Sí, eso es todo, mi coronel.»
«¿Y el pan?», preguntó el coronel.
Ahí acabó el diálogo, porque recuerdo muy bien que tuvo el tiempo justo de decir: «¿Y el pan?». Y después se acabó. Después, sólo fuego y estruendo. Pero es que un estruendo, que nunca hubiera uno pensado que pudiese existir. Nos llenó hasta tal punto los ojos, los oídos, la nariz, la boca, al instante, el estruendo, que me pareció que era el fin, que yo mismo me había convertido en fuego y estruendo.
Pero, no; cesó el fuego y siguió largo rato en mi cabeza y luego los brazos y las piernas temblando como si alguien los sacudiera por detrás. Parecía que los miembros me iban a abandonar, pero siguieron conmigo. En el humo que continuó picando en los ojos largo rato, el penetrante olor a pólvora y azufre permanecía, como para matar las chinches y las pulgas de la tierra entera.
Justo después, pensé en el sargento Barousse, que acababa de reventar, como nos había dicho el otro. Era una buena noticia. «¡Mejor! —pensé al instante—. ¡Un granuja de cuidado menos en el regimiento!» Me había querido someter a consejo de guerra por una lata de conservas. «¡A cada cual su guerra!», me dije. En ese sentido, hay que reconocerlo, de vez en cuando, ¡parecía servir para algo, la guerra! Conocía tres o cuatro más en el regimiento, cerdos asquerosos, a los que yo habría ayudado con gusto a encontrar un obús como Barousse.
En cuanto al coronel, no le deseaba yo ningún mal. Sin embargo, también él estaba muerto. Al principio, no lo vi. Es que la explosión lo había lanzado sobre el talud, de costado, y lo había proyectado hasta los brazos del caballero de a pie, el mensajero, también él cadáver. Se abrazaban los dos de momento y para siempre, pero el caballero había quedado sin cabeza, sólo tenía un boquete por encima del cuello, con sangre dentro hirviendo con burbujas, como mermelada en la olla. El coronel tenía el vientre abierto y una fea mueca en el rostro. Debía de haberle hecho daño, aquel golpe, en el momento en que se había producido. ¡Peor para él! Si se hubiera marchado al empezar el tiroteo, no le habría pasado nada.
Toda aquella carne junta sangraba de lo lindo.
Aún estallaban obuses a derecha e izquierda de la escena.
Abandoné el lugar sin más demora, encantado de tener un pretexto tan bueno para pirarme. Iba canturreando incluso, titubeante, como cuando, al acabar una regata, sientes flojedad en las piernas. «¡Un solo obús! La verdad es que se despacha rápido un asunto con un solo obús —me decía—. ¡Madre mía! —no dejaba de repetirme—. ¡Madre mía!…»
En el otro extremo de la carretera no quedaba nadie. Los alemanes se habían marchado. Sin embargo, en aquella ocasión yo había aprendido muy rápido a caminar, en adelante, protegido por el perfil de los árboles. Estaba impaciente por llegar al campamento para saber si habían muerto otros del regimiento en exploración. ¡También debe de haber trucos, me decía, además, para dejarse coger prisionero!… Aquí y allá nubes de humo acre se aferraban a los montículos. «¿No estarán todos muertos ahora? —me preguntaba—. Ya que no quieren entender nada de nada, lo más ventajoso y práctico sería eso, que los mataran a todos rápido… Así acabaríamos en seguida… Regresaríamos a casa… Volveríamos a pasar tal vez por la Place Clichy triunfales… Uno o dos sólo, supervivientes… Según mi deseo… Muchachos apuestos y bien plantados, tras el general, todos los demás habrían muerto como el coronel… como Barousse… como Vanaille (otro cabrón)… etc. Nos cubrirían de condecoraciones, de flores, pasaríamos bajo el Arco de Triunfo. Entraríamos al restaurante, nos servirían sin pagar, ya no pagaríamos nada, ¡nunca más en la vida! ¡Somos los héroes!, diríamos en el momento de la cuenta… ¡Defensores de la Patria! ¡Y bastaría!… ¡Pagaríamos con banderitas francesas!… La cajera rechazaría, incluso, el dinero de los héroes y hasta nos daría del suyo, junto con besos, cuando pasáramos ante su caja. Valdría la pena vivir.»
Al huir, advertí que me sangraba un brazo, pero un poco sólo, no era una herida de verdad, ni mucho menos, un desollón. Vuelta a empezar.
Se puso a llover de nuevo, los campos de Flandes chorreaban de agua sucia. Seguí largo rato sin encontrar a nadie, sólo el viento y poco después el sol. De vez en cuando, no sabía de dónde, una bala, así, por entre el sol y el aire, me buscaba, juguetona, empeñada en matarme, en aquella soledad, a mí. ¿Por qué? Nunca más, aun cuando viviera cien años, me pasearía por el campo. Lo juré.
Mientras seguía adelante, recordaba la ceremonia de la víspera. En un prado se había celebrado, esa ceremonia, detrás de una colina; el coronel, con su potente voz, había arengado el regimiento: «¡Ánimo! —había dicho—. ¡Ánimo! ¡Y viva Francia!» Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria. Era mi opinión. Nunca había comprendido tantas cosas a la vez.
El coronel, por su parte, nunca había tenido imaginación. Toda su desgracia se había debido a eso y, sobre todo, la nuestra. ¿Es que era yo, entonces, el único que tenía imaginación para la muerte en aquel regimiento? Para muerte, prefería la mía, lejana… al cabo de veinte… treinta años… tal vez más, a la que me ofrecían al instante: trapiñando el barro de Flandes, a dos carrillos, y no sólo por la boca, abierta de oreja a oreja por la metralla. Tiene uno derecho a opinar sobre su propia muerte, ¿no? Pero, entonces, ¿adónde ir? ¿Hacia delante? De espaldas al enemigo. Si los gendarmes me hubieran pescado así, de paseo, me habrían dado para el pelo bien. Me habrían juzgado esa misma tarde, rápido, sin ceremonias, en un aula de colegio abandonado. Había muchas aulas vacías, por todos los sitios por donde pasábamos. Habrían jugado conmigo a la justicia, como juegan los niños cuando el maestro se ha ido. Los suboficiales en el estrado, sentados, y yo de pie, con las manos esposadas, ante los pupitres. Por la mañana, me habrían fusilado: doce balas, más una. Entonces, ¿qué?
Y volvía yo a pensar en el coronel, lo bravo que era aquel hombre, con su coraza, sus cascos y sus bigotes; si lo hubieran enseñado paseándose, como lo había visto yo, bajo las balas y los obuses, en un espectáculo de variedades, habría llenado una sala como el Alhambra de entonces, habría eclipsado a Fragson,[4] aun siendo éste un astro extraordinario en la época de que os hablo. Era lo que yo pensaba. ¿Ánimo? «¡Y una leche!», pensaba.
Después de horas y horas de marcha furtiva y prudente, divisé por fin a nuestros soldados delante de un caserío. Era una de nuestras avanzadillas. La de un escuadrón alojado por allí. Ni una sola baja entre ellos, me anunciaron. ¡Todos vivos! Y yo, portador de la gran noticia: «¡El coronel ha muerto!», fui y les grité, en cuanto estuve bastante cerca del puesto. «¡Hay coroneles de sobra!», me devolvió la pelota el cabo Pistil, que precisamente estaba de guardia y hasta de servicio.
«Y en espera de que substituyan al coronel, no te escaquees tú, vete con Empouille y Kerdoncuff a la distribución de carne; coged dos sacos cada uno, es ahí detrás de la iglesia… Ésa que se ve allá… Y no dejéis que os den sólo huesos como ayer. ¡Y a ver si espabiláis para estar de vuelta en el escuadrón antes de la noche, cabritos!»
Conque nos pusimos en camino los tres.
«¡Nunca volveré a contarles nada!», me decía yo, enfadado. Comprendía que no valía la pena contar nada a aquella gente, que un drama como el que yo había visto los traía sin cuidado, a semejantes cerdos, que ya era demasiado tarde para que pudiese interesar aún. Y pensar que ocho días antes la muerte de un coronel, como la que había sucedido, se habría publicado a cuatro columnas y con mi fotografía. ¡Qué brutos!
Así, que en un prado, quemado por el sol de agosto, y a la sombra de los cerezos, era donde distribuían toda la carne para el regimiento. Sobre sacos y lonas de tienda desplegadas, e incluso sobre la hierba, había kilos y kilos de tripas extendidas, de grasa en copos amarillos y pálidos, corderos destripados con los órganos en desorden, chorreando en arroyuelos ingeniosos por el césped circundante, un buey entero cortado en dos, colgado de un árbol, al que aún estaban arrancando despojos, con muchos esfuerzos y entre blasfemias, los cuatro carniceros del regimiento. Los escuadrones, insultándose con ganas, se disputaban las grasas y, sobre todo, los riñones, en medio de las moscas, en enjambres como sólo se ven en momentos así y musicales como pajarillos.
Y más sangre por todas partes, en charcos viscosos y confluyentes que buscaban la pendiente por la hierba. Unos pasos más allá estaban matando el último cerdo. Ya cuatro hombres y un carnicero se disputaban ciertas tripas aún no arrancadas.
«¡Eh, tú, cabrito! ¡Que fuiste tú quien nos chorizaste el lomo ayer!…»
Aún tuve tiempo de echar dos o tres vistazos a aquella desavenencia alimentaria, al tiempo que me apoyaba en un árbol, y hube de ceder a unas ganas inmensas de vomitar, pero lo que se dice vomitar, hasta desmayarme.
Me llevaron hasta el acantonamiento en una camilla, pero no sin aprovechar la ocasión para birlarme mis dos bolsas de tela marrón.
Me despertó otra bronca del sargento. La guerra no se podía tragar.
Todo llega y, hacia fines de aquel mismo mes de agosto, me tocó el turno de ascender a cabo. Con frecuencia me enviaban, con cinco hombres, en misión de enlace, a las órdenes del general Des Entrayes. Ese jefe era bajo de estatura, silencioso, y no parecía a primera vista ni cruel ni heroico. Pero había que desconfiar… Parecía preferir, por encima de todo, su comodidad. No cesaba de pensar incluso, en su comodidad, y, aunque nos batíamos en retirada desde hacía más de un mes, abroncaba a todo el mundo, si su ordenanza no le encontraba, al llegar a una etapa, en cada nuevo acantonamiento, cama bien limpia y cocina acondicionada a la moderna.
Al jefe de Estado Mayor, con sus cuatro galones, esa preocupación por la comodidad lo traía frito. Las exigencias domésticas del general Des Entrayes le irritaban. Sobre todo porque él, cretino, gastrítico en sumo grado y estreñido, no sentía la menor afición por la comida. De todos modos, tenía que comer sus huevos al plato en la mesa del general y recibir en esa ocasión sus quejas. Se es militar o no se es. No obstante, yo no podía compadecerlo, porque como oficial era un cabronazo de mucho cuidado. Para que veáis cómo era: cuando habíamos estado por ahí danzando hasta la noche, de caminos a colinas y entre alfalfa y zanahorias, bien que acabábamos deteniéndonos para que nuestro general pudiera acostarse en alguna parte. Le buscábamos una aldea tranquila, bien al abrigo, donde aún no acampaban tropas y, si ya había tropas en la aldea, levantaban el campo a toda prisa, las echábamos, sencillamente, a dormir al sereno, aun cuando ya hubieran montado los pabellones.
La aldea estaba reservada en exclusiva para el Estado Mayor, sus caballos, sus cantinas, sus bagajes, y también para el cabrón del comandante. Se llamaba Pinçon, aquel canalla, el comandante Pinçon. Espero que ya haya estirado la pata (y no de muerte suave). Pero en aquel momento de que hablo, estaba más vivo que la hostia, el Pinçon. Todas las noches nos reunía a los hombres del enlace y nos ponía de vuelta y media para hacernos entrar en vereda e intentar avivar nuestro ardor. Nos mandaba a todos los diablos, ¡a nosotros, que habíamos estado en danza todo el día detrás del general! ¡Pie a tierra! ¡A caballo! ¡Pie a tierra otra vez! A llevar sus órdenes así, de acá para allá. Igual podrían habernos ahogado, cuando acabábamos. Habría sido más práctico para todos.
«¡Marchaos todos! ¡Incorporaos a vuestros regimientos! ¡Y a escape!», gritaba.
«¿Dónde está el regimiento, mi comandante?», preguntábamos…
«En Barbagny.»
«¿Dónde está Barbagny?»
«¡Es por allí!»
Por allí, donde señalaba, sólo había noche, como en todos lados, una noche enorme que se tragaba la carretera a dos pasos de nosotros, hasta el punto de que sólo destacaba de la negrura un trocito de carretera del tamaño de la lengua.
¡Vete a buscar su Barbagny al fin del mundo! ¡Habría habido que sacrificar todo un escuadrón, al menos, para encontrar su Barbagny! Y, además, ¡un escuadrón de bravos! Y yo, que ni era bravo ni veía razón alguna para serlo, tenía, evidentemente, aún menos deseos que nadie de encontrar su Barbagny, del que, además, él mismo nos hablaba al azar. Era como si, a fuerza de broncas, hubiesen intentado infundirme deseos de ir a suicidarme. Esas cosas se tienen o no se tienen.
De toda aquella oscuridad, tan densa, nada más caer la noche, que parecía que no volverías a ver el brazo en cuanto lo extendías más allá del hombro, yo sólo sabía una cosa, pero ésa con toda certeza, y era que encerraba voluntades homicidas enormes e innumerables.
En cuanto caía la noche, aquel bocazas de Estado Mayor sólo pensaba en enviarnos al otro mundo y muchas veces le daba ya a la puesta de sol. Luchábamos un poco con él a base de inercia, nos obstinábamos en no entenderlo, nos aferrábamos al acantonamiento, donde estábamos a gustito, lo más posible, pero, al final, cuando ya no se veían los árboles, teníamos que ceder y salir a morir un poco; la cena del general estaba lista.
A partir de ese momento todo dependía del azar. Unas veces lo encontrábamos y otras no, el regimiento y su Barbagny. Sobre todo lo encontrábamos por error, porque los centinelas del escuadrón de guardia nos disparaban al llegar. Así, nos dábamos a conocer por fuerza y casi siempre acabábamos la noche haciendo servicios de todas clases, acarreando infinidad de fardos de avena y la tira de cubos de agua, recibiendo broncas hasta quedar aturdidos, además de por el sueño.
Por la mañana volvíamos a salir, los cinco del grupo de enlace, para el cuartel del general Des Entrayes, a continuar la guerra.
Pero la mayoría de las veces no lo encontrábamos, el regimiento, y nos limitábamos a esperar el día dando vueltas en torno a las aldeas por caminos desconocidos, en las lindes de los caseríos evacuados y los bosquecillos traicioneros; los evitábamos lo más posible por miedo a las patrullas alemanas. Sin embargo, en algún sitio había que estar, en espera de la mañana, algún sitio en la noche. No podíamos esquivarlo todo. Desde entonces sé lo que deben de sentir los conejos en un coto de caza.
Los caminos de la piedad son curiosos. Si le hubiésemos dicho al comandante Pinçon que era un cerdo asesino y cobarde, le habríamos dado un placer enorme, el de mandarnos fusilar, en el acto, por el capitán de la gendarmería, que no se separaba de él ni a sol ni a sombra y que, por su parte, no pensaba en otra cosa. No era a los alemanes a quienes tenía fila, el capitán de la gendarmería.
Conque tuvimos que exponernos a las emboscadas durante noches y más noches imbéciles que se seguían, con la esperanza, cada vez más débil, de poder regresar, y sólo ésa, y de que, si regresábamos, no olvidaríamos nunca, absolutamente nunca, que habíamos descubierto en la tierra a un hombre como tú y como yo, pero mucho más sanguinario que los cocodrilos y los tiburones que pasan entre dos aguas, y con las fauces abiertas, en torno a los barcos que van a verterles basura y carne podrida a alta mar, por La Habana.
La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta qué punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas más increíbles que hayamos visto en los hombres y después hincar el pico y bajar. Es trabajo de sobra para toda una vida.
Con gusto lo habría yo dado de comida para los tiburones, a aquel comandante Pinçon, y a su gendarme de compañía, para que aprendiesen a vivir, y también mi caballo, al tiempo, para que no sufriera más, porque ya es que no le quedaba lomo, al pobre desgraciado, de tanto dolor que sentía; sólo dos placas de carne le quedaban en el sitio, bajo la silla, de la anchura de mis manos, y supurantes, en carne viva, con grandes regueros de pus que le caían por los bordes de la manta hasta los jarretes. Y, sin embargo, había que trotar encima de él, uno, dos… Se retorcía al trotar. Pero los caballos son mucho más pacientes aún que los hombres. Ondulaba al trotar. Había que dejarlo por fuerza al aire libre. En los graneros, con el olor tan fuerte que despedía, nos asfixiaba. Al montarle al lomo, le dolía tanto, que se curvaba, como por cortesía, y entonces el vientre le llegaba hasta las rodillas. Así, me parecía montar a un asno. Era más cómodo así, hay que reconocerlo. Yo mismo estaba cansado lo mío, con toda la carga que soportaba de acero sobre la cabeza y los hombros.
El general Des Entrayes, en la casa reservada, esperaba su cena. Su mesa estaba puesta, con la lámpara en su sitio.
«Largaos todos de aquí, ¡hostias! —nos conminaba una vez más el Pinçon, enfocándonos la linterna a la altura de la nariz—. ¡Que vamos a sentarnos a la mesa! ¡No os lo repito más! ¿Es que no se van a ir, esos granujas?», gritaba incluso. De la rabia, de mandarnos así a que nos zurcieran, aquel tipo blanco como la cal, recuperaba algo de color en las mejillas.
A veces, el cocinero del general nos daba, antes de marcharnos, una tajadita; tenía la tira de papeo, el general, ya que, según el reglamento, ¡recibía cuarenta raciones para él solo! Ya no era joven, aquel hombre. Debía de estar a punto de jubilarse incluso. Se le doblaban un poco las rodillas al andar. Debía de teñirse los bigotes.
Sus arterias, en las sienes, lo veíamos perfectamente a la luz de la lámpara, cuando nos íbamos, dibujaban meandros como el Sena a la salida de París. Sus hijas eran ya mayores, según decían, solteras y, como él, tampoco eran ricas. Tal vez a causa de esos recuerdos tuviese aspecto tan quisquilloso y gruñón, como un perro viejo molestado en sus hábitos y que intenta encontrar su cesta con cojín dondequiera que le abran la puerta.
Le gustaban los bellos jardines y los rosales, no se perdía una rosaleda, por donde pasábamos. No hay como los generales para amar las rosas. Ya se sabe.
Quieras que no, nos poníamos en camino. ¡Menudo trabajo era poner los pencos al trote! Tenían miedo a moverse por las llagas y, además, de nosotros y de la noche también tenían miedo, ¡de todo, vamos! ¡Nosotros también! Diez veces dábamos la vuelta para preguntar el camino al comandante. Diez veces nos trataba de holgazanes y asquerosos escaqueados. A fuerza de espuelas, pasábamos, por fin, el último puesto de guardia, dábamos la contraseña a los plantones y después nos lanzábamos de golpe a la antipática aventura, a las tinieblas de aquel país de nadie.
A fuerza de deambular de un límite de la sombra a otro, acabábamos orientándonos un poquito, eso creíamos al menos… En cuanto una nube parecía más clara que otra, nos decíamos que habíamos visto algo… Pero lo único seguro ante nosotros era el eco que iba y venía, del trote de los caballos, un ruido que te ahoga, enorme, que no quieres ni imaginar. Parecía que trotaban hasta el cielo, que convocaban a cuantos caballos existiesen en el mundo, para mandarnos matar. Por lo demás, cualquiera habría podido hacerlo con una sola mano, con una carabina, bastaba con que la apoyara, mientras nos esperaba, en el tronco de un árbol. Yo siempre me decía que la primera luz que veríamos sería la del escopetazo final.
Al cabo de cuatro semanas, desde que había empezado la guerra, habíamos llegado a estar tan cansados, tan desdichados, que, a fuerza de cansancio, yo había perdido un poco de mi miedo por el camino. La tortura de verte maltratado día y noche por aquella gente, los suboficiales, los de menor grado sobre todo, más brutos, mezquinos y odiosos aún que de costumbre, acaba quitando las ganas, hasta a los más obstinados, de seguir viviendo.
¡Ah! ¡Qué ganas de marcharse! ¡Para dormir! ¡Lo primero! Y, si de verdad ya no hay forma de marcharse para dormir, entonces las ganas de vivir se van solas. Mientras siguiéramos con vida, deberíamos aparentar que buscábamos el regimiento.
Para que el cerebro de un idiota se ponga en movimiento, tienen que ocurrirle muchas cosas y muy crueles. Quien me había hecho pensar por primera vez en mi vida, pensar de verdad, ideas prácticas y mías personales, había sido, por supuesto, el comandante Pinçon, jeta de tortura. Conque pensaba en él, a más no poder, mientras me bamboleaba, con todo el equipo, bajo el peso del armamento, comparsa que era, insignificante, en aquel increíble tinglado internacional, en el que me había metido por entusiasmo… Lo confieso.
Cada metro de sombra ante nosotros era una promesa nueva de acabar de una vez y palmarla, pero ¿de qué modo? Lo único imprevisto en aquella historia era el uniforme del ejecutante. ¿Sería uno de aquí? ¿O uno de enfrente?
¡Yo no le había hecho nada, a aquel Pinçon! ¡Como tampoco a los alemanes!… Con su cara de melocotón podrido, sus cuatro galones que le brillaban de la cabeza al ombligo, sus bigotes tiesos y sus rodillas puntiagudas, sus prismáticos que le colgaban del cuello como un cencerro y su mapa a escala 1:100, ¡venga, hombre! Yo me preguntaba de dónde le vendría la manía, a aquel tipo, de enviar a los otros a diñarla. A los otros, que no tenían mapa.
Nosotros, cuatro a caballo por la carretera, hacíamos tanto ruido como medio regimiento. Debían de oírnos llegar a cuatro horas de allí o, si no, es que no querían oírnos. Entraba dentro de lo posible… ¿Tendrían miedo de nosotros los alemanes? ¡A saber!
Un mes de sueño en cada párpado, ésa era la carga que llevábamos, y otro tanto en la nuca, además de unos cuantos kilos de chatarra.
Se expresaban mal mis compañeros jinetes. Apenas hablaban, con eso está dicho todo. Eran muchachos procedentes de pueblos perdidos de Bretaña y nada de lo que sabían lo habían aprendido en el colegio, sino en el regimiento. Aquella noche, yo había intentado hablar un poco sobre el pueblo de Barbagny con el que iba a mi lado y que se llamaba Kersuzon.
«Oye, Kersuzon —le dije—, mira, esto es las Ardenas… ¿Ves algo a lo lejos? Yo no veo lo que se dice nada…»
«Está negro como un culo», me respondió Kersuzon. Con eso bastaba…
«Oye, ¿no has oído hablar de Barbagny durante el día? ¿Por dónde era?», volví a preguntarle.
«No.»
Y se acabó.
Nunca encontramos el Barbagny. Dimos vueltas en redondo hasta el amanecer, hasta otra aldea, donde nos esperaba el hombre de los prismáticos. Su general tomaba el cafelito en el cenador, delante de la casa del alcalde, cuando llegamos.
«¡Ah, qué hermosa es la juventud, Pinçon!», comentó en voz muy alta a su jefe de Estado Mayor, al vernos pasar, el viejo. Dicho esto, se levantó y se fue hacer pipí y después a dar una vuelta, con las manos a la espalda, encorvada. Estaba muy cansado aquella mañana, me susurró el ordenanza; había dormido mal, el general, trastornos de la vejiga, según contaban.
Kersuzon me respondía siempre igual, cuando le preguntaba por la noche, acabó haciéndome gracia como un tic. Me repitió lo mismo dos o tres veces, a propósito de la oscuridad y el culo, y después murió, lo mataron, algún tiempo después, al salir de una aldea, lo recuerdo muy bien, una aldea que habíamos confundido con otra, franceses que nos habían confundido con los otros.
Justo unos días después de la muerte de Kersuzon fue cuando pensamos y descubrimos un medio, lo que nos puso muy contentos, para no volver a perdernos en la noche.
Conque nos echaban del acantonamiento. Muy bien. Entonces ya no decíamos nada. No refunfuñábamos. «¡Largaos!», decía, como de costumbre, el cadavérico.
«¡Sí, mi comandante!»
Y salíamos al instante hacia donde estaba el cañón, y sin hacernos de rogar, los cinco. Parecía que fuéramos a buscar cerezas. Por allí el terreno era muy ondulado. Era el valle del Mosa, con sus colinas, cubiertas de viñas con uvas aún no maduras, y el otoño y aldeas de madera bien seca después de tres meses de verano, o sea, que ardían con facilidad.
Lo habíamos notado, una noche en que ya no sabíamos adónde ir. Siempre ardía una aldea por donde estaba el cañón. No nos acercábamos demasiado, nos limitábamos a mirarla desde bastante lejos, la aldea, como espectadores, podríamos decir, a diez, doce kilómetros, por ejemplo. Y después todas las noches, por aquella época, muchas aldeas empezaron a arder hacia el horizonte, era algo que se repetía, nos encontrábamos rodeados, como por un círculo muy grande en una fiesta curiosa, de todos aquellos parajes que ardían, delante de nosotros y a ambos lados, con llamas que subían y lamían las nubes.
Todo se consumía en llamas, las iglesias, los graneros, unos tras otros, los almiares, que daban las llamas más vivas, más altas que lo demás, y después las vigas, que se alzaban rectas en la noche, con barbas de pavesas, antes de caer en la hoguera.
Se distingue bien cómo arde una aldea, incluso a veinte kilómetros. Era alegre. Una aldehuela de nada, que ni siquiera se veía de día, al fondo de un campito sin gracia, bueno, pues, ¡no os podéis imaginar, cuando arde, el efecto que puede llegar a hacer! ¡Recuerda a Notre-Dame! Se tira toda una noche ardiendo, una aldea, aun pequeña, al final parece una flor enorme, después sólo un capullo y luego nada.
Empieza a humear y ya es la mañana.
Los caballos, que dejábamos ensillados, por el campo, cerca, no se movían. Nosotros nos íbamos a sobar en la hierba, salvo uno, que se quedaba de guardia, por turno, claro está. Pero, cuando hay fuegos que contemplar, la noche pasa mucho mejor, no es algo que soportar, ya no es soledad.
Lástima que no duraran demasiado las aldeas… Al cabo de un mes, en aquella región, ya no quedaba ni una. Los bosques también recibieron lo suyo, del cañón. No duraron más de ocho días. También hacen fuegos hermosos, los bosques, pero apenas duran.
Después de aquello, las columnas de artillería tomaron todas las carreteras en un sentido y los civiles que escapaban en el otro.
En resumen, ya no podíamos ni ir ni volver; teníamos que quedarnos donde estábamos.
Hacíamos cola para ir a diñarla. Ni siquiera el general encontraba ya campamentos sin soldados. Acabamos durmiendo todos en pleno campo, el general y quien no era general. Los que aún conservaban algo de valor lo perdieron. A partir de aquellos meses empezaron a fusilar a soldados para levantarles la moral, por escuadras, y a citar al gendarme en el orden del día por la forma como hacía su guerrita, la profunda, la auténtica de verdad.
                                            ❧   ❧   ❧
20. Biblia
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     Antiguo Testamento
Nuevo Testamento
Galileo Galilei
"Quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar equivocadas, siempre que sean bien interpretadas".
Cartas Copernianas .
“Tanto las Sagradas Escrituras como la naturaleza proceden de la divina palabra [...,] dos verdades no pueden contradecirse mutuamente”.
“La Biblia enseña a llegar al cielo; no cómo funcionan los cielos”.
Galileo Galilei.
"Si se me permite revelar todo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados que no se tolerara que los más superficiales y los más ignaros de los escritores los comprometieran, salpicando sus escritos con citas interpretadas o más bien extraídas en sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la ostentación de un vano ornamento".
Bill Hicks
"¿Cómo sé que la Biblia no es la palabra de Dios? Bueno, si fuera la palabra de Dios, sería clara y fácil de entender... considerando que Dios fue el inventor del lenguaje."
Isaac Newton
"Ninguna ciencia está mejor autenticada que la Biblia"
"Encuentro más señas de autenticidad en la Biblia que en cualquier otra historia profana".
"Siempre ha de hallarse la verdad en la simplicidad, y no en la multiplicidad y confusión de las cosas... Él es Dios de orden y no de confusión."
"Aun los Concilios Generales han errado y pueden errar en asuntos de fe, y lo que decretan como necesario para la salvación no tiene ninguna fuerza ni autoridad a menos que se pueda mostrar que se toma de la santa Escritura."
John Quincy Adams
"Desde hace muchos años he tenido por costumbre leer la Biblia entera una vez al año".
"De todos los libros del mundo, es el que más contribuye a hacer a los hombres buenos, sabios y felices."
John Quincy Adams, presidente estadounidense.
Letters of John Quincy Adams to His Son, 1849, pág. 9.
Sabina Berman
«La Biblia también incita a la violencia, al asesinato de los que piensan distinto, de los diferentes, la ventaja que tenemos es que ni los judíos ni los cristianos tienen ahora ejércitos. El Vaticano no tiene ejércitos».[1]
«La Biblia es incoherente, es un libro lleno de incoherencias... Vivir según La Biblia es una imposibilidad».[1]
                             ❧   ❧   ❧
Biblioteca espacial (Canon literario)
1. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes Saavedra.
2. Tragedias, William Shakespeare.
3. Divina Comedia, Dante Alighieri.
4. Odisea, Homero.
5. Ulises James Joyce.
6. Las mil y una noches.
7. Rayuela, Julio Cortázar.
8. Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
9. Poeta en Nueva York, Federico García Lorca
10. Hojas de hierba, Walt Whitman.
11. Obra completa, Arthur Rimbaud.
12. Bartleby, el escribiente, Herman Melville.
13. Ficciones y El Aleph, Jorge Luis Borges.
14. Cuentos completos, Edgar Allan Poe.
15. La vida instrucciones de uso, Georges Perec.
16. I Ching
17. Haiku
18. La tierra baldía, T. S. Eliot.
19. Viaje al fin de la noche, Louis-Ferdinand Céline.
20. Biblia
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en2020 · 4 years
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Joyas del cine
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Read, read, read, read, read, read, read, read, read, read, read, read. You have to read because you develop a sense of storytelling. 
-Werner Herzog
La vida tiene la engañosa esencia de la fotografía, crees asistir a la aventura de los días, día a día, foto a foto, instante a instante. La vives dentro de una sala de cine, a tientas y con la atención puesta en la pantalla de cine, como una moderna caverna de Platón. La recuerdas como al salir de una proyección de una película en el cine, quedan pequeños recuerdos en la memoria, como momentos soñados. Pero lleva toda la vida darse cuenta que es como una obra de teatro sin ensayos, hay solo una vida y nada sucede dos veces. Y de pronto, nunca sabes cuándo, alguien bajará el telón.
-¿Nunca has detenido el tiempo?
-¿Qué es detener el tiempo?
-Detener el tiempo es decidir que vas a salir de la realidad para entrar en otra dimensión. Para apreciar el momento y  vivirlo mejor. En ese mundo, no hay nada ni nadie que te cree problemas. Eso pasa con la buena literatura, el buen cine, la música y sobre todo, de la compañía de dos corazones que laten al mismo tiempo. ¿Y sabes qué…?
—¿Qué? —dije emocionado y fascinado.
-Luego el mundo te premia. El universo sigue el ritmo a favor de quienes aprecian el tiempo. Y ésos son los que lo detienen, los que cambian el mundo.
1. Cinematógrafo de los hermanos Lumière, (1895)
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2. Sunrise: A Song of Two Humans, F. W. Murnau, (1927)
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3. Le Mépris, Jean-Luc Godard, (1963)
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4. Persona, Ingmar Bergman, (1966)
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5. 2001: A Space Odyssey,  Stanley Kubrick, (1968)
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6. Nostalgia, Andréi Tarkovski, (1983) 
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7. Le Mystère Picasso,  Henri-Georges Clouzot, (1955)
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8. La Règle du jeu,  Jean Renoir, (1939)
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9. 8½, Federico Fellini, (1963)
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10. Touch of Evil, Orson Welles, (1958)
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11. Fitzcarraldo, Werner Herzog, (1982)
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12. La Jetée,  Chris Marker, (1962)
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13. El ángel exterminador,  Luis Buñuel, (1962)
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14. The Wizard of Oz, Victor Fleming (1939)
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15. Casablanca, Michael Curtiz, (1942)
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16. The Quiet Man, John Ford, (1952)
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17. Vértigo, Alfred Hitchcock, (1958)
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18. Metrópolis, Fritz Lang, (1927)
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19. L'Atalante, Jean Vigo, (1934)
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20. La Passion de Jeanne d'Arc, Carl Theodor Dreyer, (1928)
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1. Cinematógrafo de los hermanos Lumière, (1895) 2. Sunrise: A Song of Two Humans, F. W. Murnau, (1927) 3. Le Mépris, Jean-Luc Godard, (1963) 4. Persona, Ingmar Bergman, (1966) 5. 2001: A Space Odyssey,  Stanley Kubrick, (1968) 6. Nostalgia, Andréi Tarkovski, (1983) 7. Le Mystère Picasso, Henri-Georges Clouzot, (1955) 8. La Règle du jeu, Jean Renoir, (1939) 9. 8½, Federico Fellini, (1963) 10. Touch of Evil, Orson Welles, (1958) 11. Fitzcarraldo, Werner Herzog, (1982) 12. La Jetée,  Chris Marker, (1962) 13. El ángel exterminador, Luis Buñuel, (1962) 14. The Wizard of Oz, Victor Fleming (1939) 15. Casablanca, Michael Curtiz, (1942) 16. The Quiet Man, John Ford, (1952) 17. Vértigo, Alfred Hitchcock, (1958) 18. Metrópolis, Fritz Lang, (1927) 19. L’Atalante, Jean Vigo, (1934) 20. La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, (1928)
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en2020 · 4 years
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Los sonidos de la memoria
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Vivimos en un tiempo en el que creo que no hay una corriente principal, sino muchas corrientes, o incluso, si se quiere pensar en un río de tiempo, que hemos llegado a un delta, puede que incluso más allá de un delta, a un océano que se extiende hasta el cielo.
John Cage, 1992.
El origen de la música se remonta a las cavernas, a los ritmos tribales. Se conoce que utilizaban la escala pentatónica en flautas de hueso, esto es decir que la música y el arte son inherentes al ser humano, desde su origen. Pero aunque como la historia ha sufrido diferentes revoluciones, hay una música antes de las primeras grabaciones sonoras y otra después, de la que se conservan registros grabados. Así como el cine es un invento del siglo XIX y se desarrolla en el siglo XX. La música popular es una de las grandes artes del siglo XX y ahora en el XXI su magnitud es incomparable. Desde las grabaciones de Edison, los discos de pizarra, a los vinilos, las cintas de magnetófono, los CD y la música digital y el streaming han configurado la banda sonora de la humanidad en los últimos dos siglos. Así que no se entiende la humanidad y su arte sin las grandes figuras de Johann Sebastian Bach, Ludwig van Beethoven y Wolfgang Amadeus Mozart. Bach habla al universo, Beethoven, a la humanidad, y Mozart a cada uno de nosotros. La mejor música clásica del siglo XX es música hecha para cine. Y  la música más floreciente del siglo XX y XXI es la música popular, blues, jazz, soul, rock, pop, música electrónica y músicas del mundo. Ahora con una conexión a Internet (archivo y memoria del mundo) podemos tener acceso a ingentes cantidades de músicas de todos los tiempos, lugares y estilos. Si esta multitud de información es beneficioso para cultivar la cultura del gran público, o tal vez lo hace estancarse en las formas de música más omnipresentes, es algo que como la historia, el tiempo escribirá.
Esta publicación en esta bitácora es un fragmento de la música que forma parte de la banda sonora de mi vida, y la música que considero más excelente que me acompañado en mi tiempo en el mundo. Por supuesto que si la lista fuera más extensa habrá miles, decenas o centenas de miles de canciones que me acompañaron. Tal vez tirando del hilo de estás 20 grabaciones sonoras, formen un mosaico de la música que es importante para mí, ahora. Es una lista de 20 discos escrita en confinamiento en el año 2020.
1. Blonde on Blonde, Bob Dylan, (1966)
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2. Astral Weeks, Van Morrison, (1968)
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3. Pink Moon, Nick Drake, (1972)
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4. Blue, Joni Mitchell, (1971)
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5. The Velvet Underground & Nico, (1967)
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6. Exile on Main St., The Rolling Stones, (1972)
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7. Forever Changes, Love, (1967)
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8. Chelsea Girl, Nico, (1967)
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9. Bach: The Goldberg Variations, Glenn Gould, (1955, 1981)
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10. Apollo: Atmospheres and Soundtracks,  Brian Eno, (1983)
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11. Dark Was the Night,  Blind Willie Johnson, (1927)
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12. Music For Nine Post Cards, Hiroshi Yoshimura (1982)
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13. Orphée, Jóhann Jóhannsson, (2016)
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14. U.FO., Jim Sullivan, (1969)
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15. A Love Supreme,  John Coltrane, (1964)
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16. Kind of Blue, Miles Davis, (1959)
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17. The Nightmare of J.B. Stanislas, Nick Garrie, (1968)
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18. Fleet Foxes, (2008)
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19.  Getz/Gilberto, (1963)
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20. Sleep, Max Richter (2015)
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Lista con enlaces de discos a Spotify:
1. Blonde on Blonde, Bob Dylan, (1966)
2. Astral Weeks, Van Morrison, (1968)
3. Pink Moon, Nick Drake, (1972)
4. Blue, Joni Mitchell, (1971)
5. The Velvet Underground & Nico, (1967)
6. Exile on Main St., The Rolling Stones, (1972)
7. Forever Changes, Love, (1967)
8. Chelsea Girl, Nico, (1967)
9. Bach: The Goldberg Variations, Glenn Gould, (1955, 1981)
10. Apollo: Atmospheres and Soundtracks,  Brian Eno, (1983)
11. Dark Was the Night,  Blind Willie Johnson, (1927)
12. Music For Nine Post Cards, Hiroshi Yoshimura (1982)
13. Orphée, Jóhann Jóhannsson, (2016)
14. U.FO., Jim Sullivan, (1969)
15. A Love Supreme,  John Coltrane, (1964)
16. Kind of Blue, Miles Davis, (1959)
17. The Nightmare of J.B. Stanislas, Nick Garrie, (1968)
18. Fleet Foxes, (2008)
19. Getz/Gilberto (1963)
20. Sleep, Max Richter (2015)
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en2020 · 4 years
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(vía https://open.spotify.com/playlist/06FfHFDxQAJDjDnPhlnQ8P?si=yfQU5UVqR72M6tOGBoKoYA)
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en2020 · 4 years
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