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Lo dije
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encursivadigital · 3 months ago
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El arte de sentir sin anestesia (dedicado a todos los que, como yo, sienten mucho)
Por suerte, tuve que aprender a vivir mis emociones sin miedo. Será que por haber vivido situaciones que, al no saber gestionar, me hacían desbordar. Recuerdo haber transitado momentos muy concretos con angustia, con falta de palabras. Con molestias que se traducían en anginas y en muchos pero muchos dolores de garganta. Los recursos no llegan solo cuando uno no los tiene. A medida que comencé a recorrer mi cabeza con terapia a los 17 años algo empezó a demandarme un cambio. Esas formas de transitar mis emociones no eran en realidad mis formas, eran simplemente modos en los que alguna vez había sabido <<o podido>> manejarme. Pero algo dejó de encajar. Algo me empujó a empezar a sentir sin anestesia.
No digo algo que dejó de encajar de forma random, lo digo y lo pienso en un sentido muy literal. Un rompecabezas tiene piezas que deben encajar en determinado lugar; si no, hay algo ahí que no funciona. El miedo que me habitaba ante la falta de recursos empezaba a ser ese pedacito hincha pelotas que no me dejaba vivir en paz. Ante la primera situación fuera de lo habitual aparecían mis desbordes, y con él, la angustia. Honestamente creo que llegué a pensar que el miedo era la reacción más primitiva o ancestral que me cuidaba. Al evitar, »nada me iba a lastimar�� o, al menos, iba a estar más preparada para el dolor. ¿Alguna vez sentí menos? Bueno, obvio que no… si no, no estaría hablando de tanta inundación.
Aunque parezca mentira, creo que se aprende a vivir entendiendo que sentir mucho no era el problema. La cuestión era no saber qué hacer con todo eso que me pasaba adentro. Querer ponerle tapa a una olla que ya estaba hirviendo. Hacer de cuenta que no dolía, que no me importaba, que era fuerte. Spoiler: sentir fuerte también es ser fuerte. Me llevó años entender que no todo lo que aprendí me servía. Que muchas de mis respuestas emocionales venían de versiones mías que solo querían sobrevivir. Y que estaba bien haber sido esa, pero también estaba bien dejar de serlo. El cuerpo me lo venía diciendo hacía rato. Las anginas, los nudos en la garganta, el llanto que no salía por ningún lado o por el contrario era un océano. La incomodidad de no encontrar palabras, de sentir que cualquier cosa que dijera iba a ser “demasiado”. Y claro, ¿cómo no iba a doler tanto si me estaba guardando todo?
No fue de un día para el otro. Pero la terapia me abrió una puerta a lo que sí podía hacer con lo que sentía. Y eso sumado a mis propios aprendizajes cambiaron todo. Ya no intento que todo encaje perfecto, como si mi historia fuera un rompecabezas perfecto. Ahora me permito quedarme con las piezas sueltas, las que no sé dónde van, las que todavía no entiendo. Porque al final, lo importante no es que encajen, sino que me representen.
Hoy, cuando me emociono fuerte, no corro. Cuando me duele algo, lo escucho. Y cuando tengo ganas de llorar, lloro. No por débil. Sino porque entendí que evitar sentir es como apagar la música por miedo a bailar mal.
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