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Somos cuentos contando cuentos, nada.
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jacquelinemessmer · 5 years ago
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La Isla al final del mundo
“Tell me wich one is worst, living or dying first”
Billie Eillish. 
“I am the dead dreamer, older than sin, older than humanity. I am the shadow below everything. I am the beautiful thing that await us all”
Paul Tremblay
                                                                    I
No te podes escapar de una isla, al menos, no de ésta. Eso aprendí en el colegio cuando me contaron la historia de la cárcel que se levantaba, ahora vacía, sobre un punto alto de la ciudad, como un cadáver inmenso del que sólo quedan huesos. No me sorprendí al enterarme que la provincia había nacido para ser una isla naval, como Alcatraz.Acá la prisión eran los bosques densos de árboles antiguos donde era tan fácil perderse, la cordillera andina que clavaba sus dientes en ese pequeño valle y no dejaba ver el horizonte, las aguas inestables del canal que albergaba tantos naufragios en su lecho.
No nací en la Isla. "La Isla", así le decían los locales, aferrados a ese pedazo de turba al final del mundo que podían llamar propio .En La Isla eran un puñado de apellidos los que importaban: se reconocían entre ellos y podían rastrear las historias de las grandes familias con facilidad; cuanta más temprana la llegada y más inhóspita la tierra por poblar mayor el mérito, que solía traducirse en hectáreas de campo y fructíferos negocios. Los otros, en cambio, eran los oportunistas. No querían realmente ese suelo, con el amor tremendo que se le tiene a las causas perdidas, venían por la plata. "¿Ves?", decía papá "Todos llegan a acá a hacer guita , no les importa el lugar, lo odian" él también había venido por trabajo, es decir, a hacer plata, pero hace cinco años ya y eso le daba la antigüedad suficiente para señalar.
Era el último año del secundario, y hay cosas que son iguales en todos lados no importa que tan alejada la tierra. La emoción adolescente que se expandía como un virus, violenta y urgente, empujaba a mis compañeros y a mí vivir todas las experiencias disponibles ,tratando de no quedar afuera de ninguna. El objetivo no era necesariamente pasarla bien, era estar ahí. Yo también quería que me inviten, por eso cuando me dijeron de organizar una salida al bosque para pasar la noche dije que sí, sin pensar demasiado.
Solo planificamos el alcohol. La idea era esa; bailar alrededor de un gran fuego, tocarse con algún dispuesto bosque adentro, gritar incongruencias a la noche y perder la cabeza con vodka y jugo de sobre. Nuestros papas nos dejaron. ¿Qué sentido tenía no hacerlo? "Enrique" dijo mi mamá con impaciencia "La nena se va a vivir sola en tres meses ¿Qué límite le queres poner?" Y eso zanjó el asunto.
El día antes de salir estaba nerviosa. Daba vueltas en mi cuarto intentando mantenerme ocupada, pero la ropa estaba cuidadosamente doblada y la linterna tenía pilas, no quedaba nada por hacer. La sensación era extrañamente familiar, una preocupación ubicada en el jardín de mi mente. A la mierda, pensé, y agarré el celular. Las imágenes desfilaban delante de mis ojos como luces en una autopista. Como siempre, me detuve en su perfil, que obsesión horrible pensaba, mientras acariciaba su cara con mis dedos tratando de no ejercer tanta presión como para enviarle un corazón. Mañana iba a ir, iba a hacerse el idiota, como siempre que estaba en presencia de sus amigos y yo iba a hacer como que no me importaba, como que no lo veía. La terrible verdad era que yo hubiera hecho cualquier cosa que me pidiera, si me la pidiera amablemente.
                                                            II
 Hacía un frío de cagarse. Así dijo Ayelén, que por esa época solía ser mi mejor amiga. Le decíamos así ,"mejor" porque era importante establecer categorías y responsabilidades. Tenía razón. El cielo era de un solo color, un blanco lívido que cegaba la vista y borraba los contornos del bosque. Parecía que iba a nevar. Tal vez mañana, pensé. Esperamos sentados en el suelo a que llegara todo el grupo, el musgo estaba húmedo y endurecía la piel. Hablábamos poco, aún teníamos sueño, y cuando lo hacíamos formábamos pequeñas nubes con nuestro aliento. Un perrito venía con nosotros, "El Tobi", tenía la apariencia de un murciélago calvo pero era realmente dulce con sus ojos suplicantes.Cuando llegó él salimos, era el último. Yo hice un esfuerzo para no mirarlo, hundiendo mi cara en el pecho flaco del perro, hablándole con voces para esconder la mía. ¿Vamos? Me preguntó, ofreciéndome la mano para pararme. Y yo sentí que en ese momento se escuchaba más mi palpitación que el aullido del viento. 
Cuando entramos al bosque estábamos excitados. Todas las aventuras comienzan así, con una alegría inventada, gritábamos y el perro ladraba y corría y nos reíamos ante la menor provocación. Había que sostener el plan, a pesar de todo; teníamos mucho sueño y preferíamos estar en nuestras camas, las mochilas repletas de botellas pesaban más de lo esperado, hacía frío y el bosque absorbía la poca luz circundante. 
-¡Es hacia el sur! ¡al sur!.- Gritaba Matías mientras observaba el suelo con detenimiento. Le quise preguntar a Ayelén que carajo hacia ese chico, pero ella no podía responder, estaba demasiado ocupada siguiendo todos sus movimientos como un gato que intenta atrapar una luz. Moría de amor por él. A esa edad parecía muy importante morir de amor por alguno o por todos con el dramatismo de quien ensaya una emoción. Yo a éste no le creía nada. Matías había nacido en La Isla, obvio, por eso la confianza. Se jactaba de ubicarse con tan sólo mirar la cara de los árboles en la que crecía el musgo, sentir la dirección del viento u observar el vuelo rasante de un petrel. Pero no se puede conocer el bosque, el bosque nunca es igual a sí mismo. No podes volver sobre tus pasos, visitar las mismas piedras, reconocer un claro. Tan sólo un toque de la sombra y hasta los árboles se hacen extraños. 
Paramos frente al canal,  una costa de piedras lisas y de aguas verdes que sería perfecta si fuese posible sumergirse en ellas.  A Matías le pareció una gran idea acampar ahí porque “así hacían los indios”. Tenía razón; el área estaba poblada de concheros, acumulaciones de cholgas y mejillones mezclada con cenizas y tierra. Los restos de una comida con más de cien años. Revolví esa mezcla con delicadez, era gris y pastosa y brillaba como una estrella muerta ante el sol de la tarde. 
El ruido me sacó de mi modesto viaje al pasado. Unos alaridos cortaron el aire. Mis amigos gritaban ante el silencio del bosque, liberados de la imposición de las buenas conductas que atormentan a los adolescentes. El claro era una cueva a cielo abierto, rodeada por árboles y piedra, que hacía que sus gritos volvieran multiplicados y ajenos montaña abajo. Tiraban enormes troncos al agua, despertando a los peces de su letargo, reían y se pegaban codazos en los riñones mientras el perro ladraba excitado, metían los pies vírgenes y descalzos en el remanso helado del canal. Decidí alejarme un poco, sintiéndome fuera de lugar, sin ánimo de compartir la euforia. Me acosté en el pasto en una ladera en la que crecían margaritas pequeñas. El sol acariciaba sin morder y se escuchaban los gritos de los chicos de fondo, que me arrullaban en un murmullo indistinguible . Alguien se acostó al lado mío, era Aye. Parecía preocupada
.-¿Todo bien?.-
No me respondió. En cambio apoyó su cabeza en mi pecho. Nos quedamos dormidas. Cuando despertamos estaba casi oscuro
III.
Me despertó el fuego. Inmenso, ardía con prepotencia, escupiendo chispas hacia la noche. Fue como escapar de un  rapto, en un lugar equivocado. La música alta chocaba contra el suelo con un ritmo alegre. Mis amigos estaban ebrios, improvisando pasos de baile mientras el calor distorsionaba sus caras como  el aire del desierto. Me ardía la cara, busqué a mi amiga entre los cuerpos , tan indistinguibles el uno del otro. Encontrarla fue lo peor. Se besaba con mi chico, su lengua dibujaba un camino de baba en la cara de él, brillante como la estela que deja un caracol. Es mío. Masculle sin que nadie me escuche. Pero ella no lo sabía, era un secreto y como tal era sagrado. Me limpie una lagrima tonta contra la manga del buzo que apestaba a humo. Quería unirme a ellos, perderme tan pronto como fuera posible en el baile, la estupidez y la oscuridad.
Una mano rozó la mía. Ofreciendo una bebida transparente que bien podría ser vodka o tequila o ron pero para mi era siempre el mismo ardor. Tome un trago largo y tosí. 
-Gracias.- Musité
A mi lado se encontraba una cara extraña. ¿Quién era? Debía ser el primo del Emi. ¿Dijo que venía con su primo no? Bueno. Que raro era. Tenía la piel gris, o tal vez era la luz, como si hubiese estado sumergido durante mucho tiempo. Me miró atento. Tenía los ojos negros y enormes como una noche sin estrellas. Realmente parecía que no pertenecía entre nosotros, saltando desaforados, esperando un fin del mundo que no llegaba más. Estaba tranquilo pero de una manera que me resultaba inquietante. 
-¿Sabes por qué la luna es así?- su voz sonaba vieja, como si tuviese tierra en la garganta. 
-¿Así cómo?.- le pregunté
-Porque tiene manchas, agujeros. 
La respuesta era que eran cráteres. Cuerpos extraños impactando desde la nada.. Pero supuse que esa no era la respuesta correcta.
-¿Por qué a ver?
- Porque la cagaron a palos.- Y me sonrió provocativo - La luna era una diosa Selknam. Era la mejor, la más poderosa. 
-¿Y porque le pegaron?.-
-  Porque usaba su poder como quería. Siempre es así. Y porque cuando son muchos los miserables empiezan a mirar al rey con bronca. Pasó siempre en la historia, siempre es así.-
-¿Y?.-
- Y la agarraron de noche, por los pies la agarraron. Pero para hacerlo se vistieron como dioses. Se pintaron la piel con rayas y círculos y símbolos de nieve. Se pusieron máscaras de corteza de lenga que los hacía ver enormes. La curaron al fuego, como una bruja. Le pegaron con mazas de madera y con la mano cerrada, le arrancaron el pelo negrísimo que tenía. Cuando terminó la ceremonia no se la reconocía, le habían borrado la belleza con fuerza. Y está obligada ahora, a vigilar el gobierno de los hombres desde arriba, no puede decir nada sólo mirar y brillar. Y todavía tiene las marcas, para que aprendan los demás. 
No supe qué responder. Me pareció una historia violenta y el chico me resultó tétrico. Acaricie al perrito que estaba a mis pies. Por un segundo había dejado de pensar en la lengua de mi amiga en la lengua de mi chico. Le iba a responder algo pero lo perdí de vista. La luz del sol se había retirado por completo y la oscuridad se comía todo aquello que estuviese lejos de la fogata. No estaba a mi alrededor. De hecho, nunca volví a saber de él ni supe quien era. 
Seguí tomando alcohol porque era lo que hacían todos y era lo único que podía hacer. No estaba triste, estaba enojada. Sentía un gusto amargo en la boca como si me estuviese tragando una emoción. Una barrera parecía separarme del mundo y de la alegría, de los que bailaban y se besaban. Escuchaba el ruido, eso sí. En ascenso, saturando el aire y llenado el vacío. Al principio pensé que éramos nosotros. O al menos, solo nosotros, que gritábamos y rompíamos vidrios contra el suelo, que poníamos la música tan alto como se pudiera, que asustábamos a las gaviotas con nuestros alaridos. Pero había algo más, sólo yo lo noté al principio. Creo que  eran tambores, pero nada de esa noche me es claro. Primero fue un murmullo que se confundía con nuestro reagueton, luego ascendió en la forma de un zumbido , un ruido imposible que venía de todos lados, una música de guerra.  
IV.
Bajaron del bosque aunque también vinieron del agua. Gritamos. Se confundían con los árboles, enormes pero silentes, deslizándose como sombras, como espectros. Su forma era confusa, definitivamente no era animal pero tampoco parecía del todo humana. Parecían haber sido creados por la propia oscuridad, ser parte la noche. Nos rodeaban. Eran figuras estilizadas, demasiado altas, con las caras largas y los ojos huecos. Si venían del agua, se arrastraban con aletas de pescado, el cuerpo de los ahogados, cubierto de mejillones, si bajaron del bosque tenían la piel repleta de follaje y musgo, de tierra y podredumbre. No nos podíamos mover y eso que queríamos, era todo lo que hubiéramos querido. La luna nos observaba, pálida y entera, desde el cielo vacío.
Hacían algo que parecía ser un baile. Ninguno de sus movimientos podía ser enteramente reconocido, todo era nuevo y extraño para nosotros. El fuego acrecentaba todo lo siniestro de sus caras, casi humanas pero no. Su danza macabra era una danza del hambre. Hacía siglos que estaban dormidos y los habíamos despertado. Nos habíamos pasado de lugar, nosotros, los extranjeros, nosotros en su Isla, no pertenecíamos a ese lugar, no lo queríamos. 
Y como en una purga se dispusieron a devorar. Una siesta muy larga trae apetitos muy grandes. Empezaron por el perro. Uno de ellos abrió la boca bien grande en un ademán imposible, semejaba la caza de la boa, cuando trata de comerse a un animal que la dobla en tamaño. La escena resultaba deforme, las fauces abiertas como las puertas del infierno, el perrito llorando y peleando, nosotros mirando impávidos. Pensamos que iba a terminar ahí, que existe una manera de escapar de las pesadillas, pero siguió. Eran los dioses de los primeros hombres y demandaban sacrificios. Yo creo que en gran parte, la sensación de irrealidad que sentíamos tenía que ver con la sangre. No había sangre. No hubo sangre cuando se comieron a mi mejor amiga. ¿Cómo iba a haberla si te tragaban entero? Pero si habían sonidos, el zumbido amenazante de una música extraña, el crujir de huesos, unos chillidos agudos, similares a los que podría hacer una rata cuando la aplastan. Y detrás de nosotros bailaban miles de sombras. 
Creo que me desmayé. Tuve visiones del fin del mundo. Y en el fin del mundo solo reinaba el silencio. Nada de todo lo que construimos permanecía: lo sagrado, lo poderoso, nuestra ciencia y nuestros dioses, en el olvido. En ese mundo deshabitado con sus carcasas vacías, con sus símbolos caídos y tanto hierro oxidado, ese mundo era de un verde salvaje, creciendo en las grietas de nuestras autopistas, aferrándose a las paredes de nuestros edificios, triunfando en el interior de las fábricas y las iglesias. Y el sol brillaba nuevo con la promesa de un futuro sin nosotros, un futuro hermoso.
 V
Me desperté con el recuerdo de ese calor, de ese sol extraño. Nevaba. Del cielo bajaban enormes los copos de nieve y caían con suavidad al piso. La nieve siempre trae un silencio especial cuando cae, un silencio blanco que parece detener el tiempo. Faltábamos varios. Los que estábamos quedamos esparcidos por el piso, como si una granada nos hubiera hecho volar por el aire. Nos miramos entre nosotros, extrañados, sintiéndonos culpables de estar vivos. Nadie tenía ganas de hablar ni de poner en común lo que había pasado. Nunca nos habían explicado nada de esto. Nos habían dicho que habían unos indios, que andaban desnudos y que se habían muerto de gripe, por ahí cuando vino Darwin. Quizás leímos alguna leyenda en el colegio, como para completar un cupo de folklore y tradición. No nos dijeron que el bosque era de ellos, no nos advirtieron que había lugares sagrados, que había sonidos prohibidos. Nos convencimos que había sido todo un gran y horrible sueño. Les dijimos, a nuestros papás y a la policía, que habíamos consumido drogas, que algunos se perdieron en el bosque, aunque mejor no se gasten buscando sus cuerpos, cosa que hicieron y por supuesto que no encontraron nada. Tal vez, la mamá de Ayelén piensa que su hija yace ahí, enterrada en algún lugar imposible del permafrost o nadando para siempre en el canal helado como otro de los tantos cuerpos de navegantes olvidados. No fuimos procesados, éramos jóvenes, habíamos consumido estupefacientes, no había pruebas. Perderse en ese bosque denso de ñires, de árboles torcidos para siempre por el viento, parecía plausible. Fue una tragedia. Intentamos dejarla atrás.No sé si alguien pudo. Estoy segura que yo no. Con mi familia nos fuimos de la Isla, nadie me miraba igual después del incidente. Nunca más volví y nunca más me pude ir de ahí. Las visiones de dioses negros me persiguen en mis sueños. Hace poco empecé a verlos en la vigilia. Creo que me están esperando. Creo que quieren que vaya con ellos. No te podes escapar de una isla, al menos, no de ésta.
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jacquelinemessmer · 6 years ago
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Colorinche
"Amazona de mi deseo Yo, perra en celo de mi sueño rojo"
Susy Shock. Yo monstruo mío
"Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo."
Edgar Allan Poe. La máscara de la muerte roja
Al principio dudo cuando le ofrecieron el trabajo. Yo no miro porno, susurró acomodándose el pelo durante la entrevista. Y además no le gustaba. No tenía problema con limpiar, aunque tampoco opción, lo había hecho toda su vida. Pero ese lugar era distinto a todos los otros para los que había trabajado. Sólo había oído de hablar de lugares como ese a través de palabras torcidas, murmuradas entre vecinos para señalar lo prohibido.
Pero no había plata. Y Nélida, Nelly para las amigas, iba a trabajar en un hotel alojamiento ,un telo mamá, un telo, lo que sea nena, pero no lo digas en voz alta. Limpiar un inodoro es siempre limpiar lo ajeno y acá no debería haber diferencia, pero la había. Nunca iba a poder dejar ese lugar realmente limpio con la clase de imprudencias que se hacían en esos cuartos.
Aunque, en su primer día, tuvo que admitir que era muy bonito. Una vez su nena, Tamara, le había mostrado fotos de Tokyo, en Japón queda Tokyo mamá, es la capital, es una isla, es de colores. Y tenía razón, cuántos colores, era como entrar en la pantalla de un televisor. Todo brillaba en ese país ignoto, la electricidad fluía de los carteles al pavimento en los días de lluvia. "Paraíso City" se parecía a Tokyo. Había luz abajo de las camas, al lado de los espejos y en el techo, especialmente iluminada estaba la entrada, de violeta y azul para que nadie lo confunda con una asociación vecinal de fomento.
Pero no fue fácil, no al principio. Fue frenada por Martita, la encargada de limpieza, en más de una ocasión, al querer irrumpir en cuartos ocupados. Pero escuchala a la nena le está doliendo, le duele. Martita se reía como un acordeón viejo sacudiendo todo el cuerpo y le explicaba que así se hacía, que la estaban pasando bien que se "desataban", a lo que Nelly solía responderle que desatados sus cordones y que no podía ser que gritasen así. Se acostumbró un poco, o al menos dejo de intentar salvar clientes, pero todo el asunto le parecía una competencia sinvergüenza de OH OH y AH AH que al parecer se ganaba demostrando que uno la pasaba mejor que el resto.
Aunque no todo era luces en el Paraíso. El albergue también tenía sus secretos y Nelly se consideraba el mejor de ellos. Su trabajo consistía en ser la sombra de los encuentros, su después. Moverse entre pasillos sin ser vista, esperando en las esquinas para no ser vista, esconderse de los ascensores ocupados, salir y entrar por la puerta de atrás pero por la verdadera; no la entrada de los tramposos, la poco excitante puerta de servicio.
Nelly volvía a acomodar el mundo después del caos. Levantar los mares de sábanas infestadas, recolectar con rechazo y delicadeza, como quien colecta hongos venenosos, un sin fin de preservartivos escondidos y esparcidos a su suerte, abrir los cuartos al cielo y que el viento limpie los olores del amor, volver a colocar las cintas de "desinfectado" en los inodoros, como si nunca jamás hubiesen sido usados.
A veces, su labor era premiada con las más extrañas sorpresas, una vez encontró lo que Martita le explicó era un aparato para dar consuelo. Era enorme. Nunca había visto un pito de ese tamaño y no creía que podían existir,¡y! sí vos no miras porno mujer, le dijo Martita y puede que fuese cierto. Medía lo mismo que su antebrazo y era igual de ancho, de color rosado estridente con luces de tres colores y una vibración que era capaz de escucharse desde otra habitación. Temblaba como una olla con agua hervida y pasada, justo a punto para los fideos. Nelly lo lavó con esmero. Con las chicas le pusieron Mario y lo expusieron como trofeo en el cuartito de descanso, un monumento a lo que nunca fue.
Tras tres años trabajando allí Nelly lo había visto todo, o eso afirmaba. Se jactaba de haber presenciado cosas tan raras que si se lo contase a alguna de sus amigas, la tildarían de vieja pomposa como esas que viajan a Córdoba y vuelven con quince piedras lunares y un contacto cercano del quinto tipo en su haber. Había firmado un contrato de silencio y se debía a él con lealtad, asique todo lo que veía lo anotaba en un cuaderno de hojas cuadriculadas en oferta.
Una vez alquilaron el cuarto violeta, el único sin espejos, un grupo de vampiros. Bueno, no estaba segura de que eran vampiros pero coincidían con la descripción. Eran tan pálidos que verlos dañaba la vista, cientos de venas negras dibujaban sus cuellos como un bosque en invierno, vestían ropa de otra época (tipo princesa antigua, anotó Nelly) y usaban unos ojos muy graciosos, de colores que ninguna persona sana llevaría y que seguro dificultaban su visión. Nelly no vio ni escuchó lo que hicieron. Pero su trabajo posterior borró, o más bien limpió, cualquier duda. Una vez había visto un cuadro, le mostró la Tami en un museo muy bien ubicado de lo que se dice arte contemporáneo, que estaba compuesto por manchas, gotas y finos hilos de pintura como si a alguien se le hubiese patinado el frasco. Así estaba la habitación; rocío rojo en las cortinas, charcos espesos en el piso, pintitas tímidas en el techo. Nelly no pudo saber, por no tener de conocimientos forenses, si había ocurrido un sacrificio animal o humano o algún tipo de despliegue artístico macabro, pero el cuarto olía a metal, sexo y sudor y a ella no le pagaban por resolver crímenes.
Otra vez, su asistencia fue solicitada en el cuarto verde. ¿Era normal que pidan su ayuda? No. Pero nada lo era en ese lugar y el sueldo dejaba bien claro que disposición se esperaba de los empleados. Shi - ba - riii , le repetía Nelly a su amiga, que era algo que hacían los chinos al parecer. No chinos no Nelly, japoneses, tenés que respetar su cultura. Bueno, su cultura a Nelly le parecía bastante extraña; consistía en atar a una chica, muy menudita, con sogas de yute que le abrazaban todo el cuerpo, las tetas quedaban exprimidas como saquitos usados de té, los muslos afixiados se escapaban por el espacio entre las cuerdas. Parecía un pollo de rotisería, pensó Nelly mientras sostenía una de las grúas que la ataban al techo y ayudaba con los amarres, pero el resultado final no carecía de belleza y cuando vio a esa mujercita al fin colgada, le pareció que estaba remontando vuelo.
Y así, anduvo por todos los cuartos, se maravilló con las tormentas que desataba la lluvia dorada, se sorprendió con las habilidades desconocidas de un señor calvo que regalaba orgasmos con los pies a su joven pareja, y se tensionó al ritmo de un hipoxifilico solitario que jugaba sólo con la muerte en el cuarto negro. Ya casi no le tenía miedo ni asco nada de lo que veía, pero no hubo vuelta atrás cuando vio el cuarto rojo. Nunca nadie había hablado de él, no era un secreto a voces, ni a gritos ni a murmullos. Preguntó y recibió gestos de hombros. Estaba en el subsuelo, al lado de la salida de servicio y el estacionamiento, no había visto su interior ni de pasada. Sólo sabía que era rojo por el resplandor vibrante que emanaba de sus rendijas. Espero a que eventualmente le tocara allí un servicio pero pasaban los meses y el cuarto permanecía siempre cerrado, siempre brillando.
Gravitaba sobre ella la idea del cuarto, cuando estaba en la cama mirando series de detectives atormentados. Se fue colando en sus sueños en los que el pasillo del subsuelo se estiraba infinitamente con cada paso que daba y en los que nunca lograba abrir la puerta.La curiosidad sembró miles de preguntas que florecieron en ella como un campo de girasoles y el cambio se hizo visible.
Estaba distinta.Todos se daban cuenta, pero a nadie le importaba. Había empezado a ponerse glitter tornasol en los parpados arrugados, por la mañana y delicadamente con el dedo meñique, en sus ojos destellaban las estrellas de una galaxia joven. Su Tamara le decía, vos sos o te haces la ridícula y seguía enroscada en su mundito de imágenes donde se cocina la realidad de los jóvenes. En el hotel no le comentaron sus calzas de tigresa, de sus aros de reina africana; realmente no importaba mientras hicieran su trabajo.
Una noche de lunes, turno tranquilo y casi silencioso, bajo disimuladamente las escaleras al subsuelo. Esta vez no iba merodear con  paciencia de buitre, iba a entrar. Tenía la llave maestra, se la había robado a Martita quien difícilmente le perdonaría si se enteraba de su desobediencia. ¿Cuan grave sería la pena? No sabia, pero el miedo era apenas un cosquilleo en el estómago. Clac-clac-clac retumbaban sus tacones  mientras se aproximaba escaleras abajo. No necesitó llave, al parecer se abría sola y ante cualquiera que así lo quisiese. Dentro, el cuarto latía y las luces acompañaban en intensidad su palpitar. El terciopelo rojo rodeaba las paredes, cálido al tacto como la sangre recién derramada, los espejos la rodeaban proyectando su figura  hacia el infinito. Un cartel dorado rezaba "AUTOSERVICIO" y Nelly no entendió donde estaba la góndola de ese kiosko hasta que encontró su mano.
¿Quién hubiese pensado que sus dedos se iban a expandir hacia el sur? Nunca había conquistado los relieves de su cuerpo, ahí marchitándose, concebidos solo para ser de otro; el hombre primero, los hijos después. Cabalgose así misma desnudando el clítoris, besando los labios con las yemas de sus dedos. Conquistó el orgasmo, el primero. Gritó, lloró, murió y volvió a la vida como Lázaro en el cuarto de sus días. Ya no le importaba la gravedad de su pecado ni la medida del castigo, se había hecho justicia por mano propia.
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jacquelinemessmer · 7 years ago
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Pozos
  "Zhuang Zhou soñó que era una mariposa y de inmediato no sabía si realmente era Zhuang Zhouque había soñado ser una mariposa o era una mariposa que estaba soñando ser Zhuang Zhou"
Libro de Zhuangzi (476 - 221 a. C.)
I.
Son las dos am y alguien canta en algún lugar del edificio. La luna es un objeto empañado y la tierra se  ha vuelto fría como una taza de café abandonada. La vecina de Mariana está cavando pozos, de nuevo, en el jardín de la planta baja. Mariana no sabe si su vecina cava pozos muy seguido , sólo sabe que lo hace cuando ella la ve. Tampoco sabe si eso pasa muy a menudo porque el sueño es ese rio caprichoso en cuya corriente el tiempo se enreda . Mariana observa a su vecina cavar con morbo y miedo como un adolescente mirando porno. Cava de manera maquinica , plac plac plac, una pala mecánica que deja caer el peso de su espalda curva sobra el permafrost. En Buenos Aires no hay permafrost pero a Mariana le gusta pensar que su vecina cava cuando el suelo se congela , es decir, nunca.
Mariana no sabe quién es su vecina , no tenía valor para preguntar al principio y cuando lo tuvo creyó que era mejor no saberlo. Pensó que probablemente estuviese loca o tal vez muerta. Quizás porque era o se consideraba a sí misma un fantasma, iba siempre envuelta en ropa blanca escondiendo su cara con enormes y alborotadas bufandas de lana. Mariana le había escogido mil rostros pero nunca se decidía por uno y se le ocurrió que tal vez todos ellos convivían en simultáneo como vecinos de un enorme edificio.
Al no saber quién era tampoco conocía sus motivos. Lo más lógico es que escarbase la tierra de puro loca, con el frenesí de un perro que pasa demasiado tiempo atado. Pero también podía ser que buscase la herencia que su abuela había enterrado en el patio y legado a través de códigos encriptados en un diario íntimo. Otra opción tanto viable es que estuviese preparando un gran huerto de vegetales para manifestarse en contra del uso de agrotóxicos en el noreste y centro del país. Bien podría ser que fuese una arqueóloga  que compró la propiedad con la certeza de que está montada sobre un cementerio indio (la respuesta es siempre un cementerio indio). Tal vez estuviese tratando de llegar a China. Quizás fue asesinada por un marido posesivo y buscaba sus propios huesos para poder pasar al otro mundo (esa opción parecía tanto menos probable) Puede también que quisiese echar , por fin, raíces.
Mariana recogía aquellas opciones y otras tantas y las intercambiaba  y combinaba como quien se viste en la mañana. Con el tiempo se fue preocupando menos por encontrar explicaciones lógicas y más por encontrarle una lógica al asunto. Con el tiempo dejo de dormir en las noches, incluso en aquellas que el jardín estaba vacío y la tierra intacta. Con el tiempo se fue diluyendo en la espesura de la noche; su silueta contra la ventana apenas una sombra inerte, el silencio del mundo y el plac plac plac de dos manos que buscan.
II.
Mariana cava. La tierra está dura y le lastima las manos pero no le importa. El suelo brilla congelado  como un cielo nocturno invertido. Alguien la mira pero no le importa. Mariana escarba entre raíces y piedras, entre recuerdos y objetos perdidos. Interrumpe la oscuridad con su aliento que se condensa en nubes raudas, apenas un halo en la negrura. Lo único cierto es un sonido - un plac pac plac repetitivo pero esquivo- audible sólo para unos pocos lúcidos y despiertos.
Mariana cava en un suelo duro muy duro como todo lo vencido lo muerto y lo caído.
Algo busca, ya está cerca. El paso del viento la distrae con un toque en los árboles.
Mariana busca; plac plac plac.
Alguien la mira pero ya no le importa.
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jacquelinemessmer · 7 years ago
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La caja que parecía un corazón
A million candles burning for a love that never came.
You want it Darker. Leonard Cohen.
I.
Rafael no era nadie. Eso sí que lo tenía bien claro. ¿Dónde se había visto a alguien rebuscar cartón en la basura? Pero eso no le importaba, ya no. De hecho, cuanto más imperceptible mejor. Como una sombra se deslizaba noche y día, de calle en calle y avenida en avenida. Si lograba ser invisible a lo mejor escapaba de la mano impiadosa de un policía aburrido o la mirada asustada de una buena señora  que cruzaba, con poco disimulo, inmediatamente de vereda.
A veces por obra del Señor o la suerte (que no son la misma cosa) encontraba cosas realmente hermosas, y ahí sí que sentía que su trabajo valía la pena. Como esa vez que se encontró una caja de puros cubanos de 1966, un poco mohosos y echados a perder sí, pero auténticos. Otra tarde se dio con un álbum entero de fotografías  que ilustraba el crecimiento completo de una familia; desde las primeras semillas hasta las imágenes quedas de la vejez. Y su favorito; un elefante hindú de piedra negra engarzado con joyitas plásticas de colores y un dólar enrollado en la trompa. Es de la suerte, le advirtió Horacio, por lo que Rafa se guardó de la tentación de cambiárselo a un arbolito por unos manguitos.
Rafa pensaba que lo único sagrado en esta ciudad eran las palomas. Se había convertido en el primer admirador de esas ratas aladas, como les decían. O más bien para él, los únicos bichos en aquel agujero que podían levantar los pies del suelo. Sonreía paternal al ver un ejemplar gordo hinchando el pecho y cantando su purpurupupu en nombre del amor. Pero también, su corazón se estrujaba como un trapo viejo cuando veía a una de ellas plana sobre el asfalto. Un día, él correría igual destino, atropellado por 126  en San Telmo. Y sólo ellas volarían y velarían por él.
Esa noche recorría Once; shopping de día, mausoleo de noche. Apenas unos religiosos pululaban las calles oscuras. La luna retumbaba sobre el asfalto y el tráfico era un zumbido lejano. Rafa andaba con su carro por la mitad de la calle vacía, porque podía. Frenó, empapado de esfuerzo. Prendió un puchito y vio correr el humo como quien no tiene mejor asunto que existir. Llevó la vista al piso- donde usualmente pertenecía- y la vio: una caja. Un cuadrado de cartón singular, distinto a todas las cajas que regularmente juntaba, doblaba y vendía. Esta parecía normal, pero – y no supo cómo, pues es como se saben las cosas ciertas y los destinos inevitables- supo que aquella era la Caja de Pandora. Y que sólo a él estaba esperando.
Esa noche se nublo rápido y el cielo se pobló de luces eléctricas. Todo bien, porque Rafa siempre sabía dónde hallar guarida.  Había un escondrijo en el centro de Plaza Miserere, justo ahí donde se despliega un enorme monumento a... bueno Rafa no sabe muy bien a qué,  pero de seguro alguien relevante como para que le dediquen tantos metros cuadrados de cemento. Pasando rejas con cautela y pericia encontró su recoveco en el monolito, al abrigo de malandras y cobanis. Allí se sentó con su Caja bien escondida que desprendía un calor extraño, como una piedra que estuvo siglos al sol.  Se durmió rápido, como quien cae al agua y se hunde con pesadez. Contempló en sueños las batallas por venir, y en sueños sonrió.
La lluvia había reiniciado los colores y los pocos verdes de la arbolada brillaban como hojas de jade. Rafael se había olvidado del asunto y apilo sus cartones en el carro inmenso donde los trasportaba. Justo al último la levantó, abrime le susurró la Caja con voz de niño, y aquello le hacía pensar que era mala idea tomar Fernandito antes de las cinco. Reflexiono que podría llegar  tener algún valor y decidió que la llevaría a una casa de antigüedades de Esmeralda, o se la canjearía a alguno de los popes portorriqueños por un corte de pelo y unas llantas que pudiesen flotar.
Pero aquel día todos sus planes se vieron frustrados. Era como si esa cosa le sumase a su vida errante un mal destino. Para la tarde ya se la habían aflojado dos ruedas del carro y tuvo que tirar de él como un buey egipcio; uno de los tantos conductores desbocados pasó el semáforo en rojo y estuvo a milímetros de hacerlo figurita; se cruzó con Marina, su ex amante, que le reclamaba uno o dos niños no reconocidos;  se tropezó con un grupo de tranzas en Flores que le cobraron peaje por lo que luego no tuvo un cobre para pagarle un cafecito a la tarde, cuando el sol arreciaba, al puestero del Sarmiento.
Tal vez eso no quería ser vendido, pensó mientras la examinaba con más cautela y observaba que en sus intersticios la Caja resplandecía como un cartel de neón. Trató de recordar un cuento que le contaba su viejita, que era del Chaco y se sabía todas las historias; relatos sobre las cosas que uno no ve si esta apurado, sobre los seres que salen a la hora de la siesta y aguardan en los rincones oscuros. Pero estaba un poco cansado y bastante enojado, no tenía tiempo para acordarse de fruslerías para pibes, quería un café que le diese ganas. ¿De vivir? Ganas de lo que sea. Trató de venderle pañuelitos para mocos a los transeúntes, al ver su aversión Rafa siempre se preguntaba si tendría alguna deformidad o si se estaba convirtiendo en Lobizón en pleno día. Una chica travesti decidió comprarle, le ofreció un Roca como si nada.
-Este será trucho mami, no me jodas.- y Rafa se dio cuenta que era una belleza; con sus pestañas arácnidas,  porte erguido y su piel inmaculada por capas de maquillaje en polvo de desierto.
- Comprobalo donde quieras, anda al Chino y comprate un cafecito, se ve que lo necesitas.- Le dijo con una voz que parecían dos juntas; una grave y otra cristalina sonando al unísono.
Rafa se asustó bastante pero fue a comprar el cafecito. Otro chino más – porque para él eran intercambiables e iguales - le aceptó el billete sin pensarlo demasiado, a la vez que conversaba con una pantalla. Se dispuso a disfrutar su brebaje en un banquito, la plaza se estaba vaciando y daba lugar a los sonidos de la noche. La muchacha hermosa se sentó al lado de él, las piernas fuertes cruzadas con delicadeza y unos zapatos color sangre que eran un desmayo.
-Te agradezco eh.- y alzó su vaso de telgopor en pos de brindis.
-Hoy tuve un buen día.- dijo y sonrió cansada- ¿Cómo te llamas?
-Rafael ¿Y vos linda?
-Rafael, conozco a alguien que se llama así. Yo soy Haniel.
Rafa nunca había escuchado un nombre así e imagino que era un pseudónimo artístico
-¿Qué onda con la caja?
-No sé. La encontré en el suelo, está caliente.- Rafa la sacudió como a un huevo de pascuas.
-Y no es lo único que está caliente.- Respondió con una sensualidad ensayada que a Rafa le sonó a vida gastada, a un cansancio sin testigos.
-Tá bien mami. Pero hace años que ando con frío.-
- Sos más importante de lo que pensas vos che- dijo la doña de la nada. Y su voz retumbó en la plaza vacía
- Pse. Cuchame, a mí con el cuentito del vos podes, Ravi Shankar, yo qué sé, no eh. Que sé muy bien quién si soy y quién no. Fui a uno de esos cursos gratis de la ciudad, te la pasas respirando como un idiota.
-¿Y quién sos?-
-Fah, que filosófica eh. ¿Quién te pensas que soy? Le pregunto señalando sus cartones; nadie.
-Entonces sos más importante de lo que pensas.- repitió convencida.- ¿Queres un pucho?
-¿Si quiero o si tengo?
-Si queres boludo.
-No gracias, no fumo.-  Mintió. Y señalo su pecho fuerte mientras inspiraba
Ella se llevó el pitillo a la boca y lo incendió. Era extrañamente violeta e inmensa. Rafa pensó en el color de las flores que su viejita cultivaba con dulzura en los lindes del Impenetrable.
-Bueno yastá- dijo ella mientras exhalaba y en sus ojos relucía un brillo extraño, un destello inhumano.-Me tengo que volver
-¿De dónde sos?
-Del cielo corazón.- y no mentía
Rafa la miró de nuevo, un vistazo azorado a la luz de una revelación; aquella mujer era tan real como la caja, con esa presencia innegable que  tienen los sueños. Pudo observar dos alas enormes, no de paloma, sino de angelito, con resplandores rosados y celestes impropios de este mundo.
-Digame, con todo respeto doña (el mami ya no le parecía apropiado)         ¿Quién la manda a usté?
-No te voy a decir el nombre de mi jefe, es secreto profesional.- Y se rió como un río correntoso, avanzando sobre sus temores.- Mirá, si no necesitas nada de mi me voy a buscar clientes a otro lado, pero te digo: sos vos.
-¿Qué yo qué?-
Y su pregunta se perdió en la noche temprana. Una tibieza allí donde había estado ella, Rafa todavía podía ver sus colores diluyéndose.
II
Esa noche Rafa terminó en la cárcel. Los sucesos que lo llevaron a allí son tan extraños para ustedes como normales para él; una mirada cruzada, dos sospechas, media duda y a la sombra. Rafael estaba ya furioso, con una furia que se acumulaba como tierra al cavar un pozo.
Pero aún conservaba la caja. Se dio cuenta que nadie la veía salvo él y la mamita. Se dio cuenta entre otras cosas, que pocas opciones tenía salvo seguir escapando o abrir la caja. Contempló esa segunda opción. Su viejita le había contado sobre el último día, cuando la tierra se abriese y cuatro guapos pero terribles gauchos repartieran a cada quien la carta que le tocaba. Pensó que a su viejita no le hubiese gustado que abriera nada, especialmente no el fin del mundo. Pero ella ya no estaba y Rafael no tenía nada, salvo ira. Imagino a todos aquellos a los que podía salvar pero sólo deseo su condena, una pretensión de igualación, de justicia. Los que lo miraban desde sus carros plateados, los que ajustaban sus corbatas tan fuerte como su arrogancia, los que lo hacían invisible a toda mirada.
-No. Estos garcas no se salvan nada.-
Y la abrió.
Ese fue el principio del fin.
La mañana siguiente arrancó más temprano que nunca en la City. Hubo humedad, como siempre, y 600 grados de sensación térmica, como sucede en raras ocasiones. Buenos Aires ardía. Las risas ascendieron inundando el aire con su histeria hasta tornar en llantos. Los edificios se elevaron veloces, como montañas rajando la tierra en un curso de acelerada evolución. Aquí y allá las últimas, las aves-rata, las palomas más enfermas y flacas de negro sucio sus alas devoraban, ahora sí, la mejor de las comidas; dedos crocantes y ojos livianos al paladar, desgarraban piel en tiras y picoteaban lenguas. Solo muerte traía aquel oscuro vendaval.
El mundo se purifico con fuego, que todos saben es la única manera de cauterizar tantas heridas palpitantes. Fue lo mejor, opinaron los alados desde arriba mientras comían pedacitos de nube e inventaban las postrimerías de un mundo nuevo
  III.
Al fin, el ángel pudo recuperar su forma divina, también bisexual y a la vez asexuada; una creatura de majestuosidad cincelada. Volvió a Él, que estaba ocupado en otro asunto. ¿Qué podía ser más importante que la destrucción de un mundo? Pero hace tiempo ya se rumoreaba en el cielo que que Él no era el mismo. Andaba distraído, ensimismado en conversaciones telefónicas con el Príncipe del Alba, en la que debatían con pasión sobre la receta perfecta de la lasaña (aunque todos sabían que el Diablo es infinitamente mejor cocinero)
Recibió la noticia con melancolía, como quien recuerda tardes mágicas de una infancia inventada.
-Digamos que nunca te cayeron demasiado bien.- trató de animarlo Haniel- Eran sumamente imperfectos y banales, y además estaban construyendo un mundo absurdo ¿Oíste hablar del bitcoin?
-¿El qué?-
-Una criptomoneda que.. bah. No importa. El asunto es que si no lo hacíamos nosotros, lo iban a hacer ellos con menos gracia.-
-Ah ¿Qué no fueron ellos?- Dios contemplaba desde su ventana celestial los fuegos eternos, la cabeza sobre una de sus manos creadoras, la mirada perdida.- Digamos, ¿No fueron el pelado machote, el coreano gordo y el rubio con cara de servilleta?
-No.
-Ah… que lástima. Nos divertimos mucho armando esa trama con Lucy. ¡Piu, piu, piu! Todo iba a terminar de desatarse cuando el ruso se encamase con la esposa del tipo ese naranja, eh Donaldo. ¿Por qué es rusa también sabías? Mucha pasión, mucho fuego, iba a estar buenísimo.
-Un sinsentido.-
-¿Y qué sentido querés que tenga?¿Vos pensas que es fácil? Siglos y siglos de estructurar buenas historias. Estoy pasando por una etapa surrealista, déjame.
-La muerte negra estuvo muy bien.-
Dios sonrió y le pegó un codazo demasiado fuerte
-Ratas eh. JA. ¿Quién lo hubiera pensado?-
-Patroncito si me disculpa. Deberíamos ir pensando la creación de un mundo nuevo, uno más justo, más noble. Pensé en ardillas, yo las ayude a diseñar y me parecen realmente soberbias.
-Eh ardillas, sí sí puede ser. Lo sometemos a debate tal vez, o tiramos dados como la última vez- Y al ver el semblante sombrío de su ángel preferido concilio: -Vale vale, bueno. A las ardillas les damos un lugar primigenio, como primeras Diosas o inventoras de la agricultura o el fuego, veremos. Váyase nomás, quiero pensar en el Renacimiento una vez más. ¿Qué se pensaron que yo no era el centro? Boludos.
Y mientras Haniel se iba, Él le hizo una última pregunta.
-¿A quién se lo encargaste?
-A nadie.- respondió el ángel satisfecho
Y por obra de naides, las mariposas bailaron solas en los terrenos baldíos del mundo por venir.
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jacquelinemessmer · 7 years ago
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Alfredo en la Galería Maravillosa
“¡Qué pobre memoria es aquélla que sólo funciona hacia atrás!”
Alicia a través del espejo
Lewis Carroll
“Dios nos ha dado los recuerdos para que podamos tener rosas en diciembre”
J.M.Barrie
I.
Las noches lo ponían triste. El atardecer le recordaba que, al igual que el sol, todo moría, y que especialmente muerta estaba su querida Lidia.  Que grandes le quedaban los días sin ella; como saco de primo rico en los hombros minúsculos de un pibito,  vacío como estómago de linyera y bondi de las 3 AM.
Solo.
Había aprendido a esconder sus pesares, que se acumulaban inconfesos como polvo debajo de la cama en aquellas zonas del piso que nunca ven la luz ni la escoba. Para ello tenía una rutina precisa y esquemática que se repetía a sí misma en un loop tedioso; arrancaba con los gritos de la calle colándose por la ventana y acababa con un deseo muy preciso – tal vez la única certeza- de dormir sin despertar por la mañana.
Cuando se instaló el verano, impío para gentes como uno, Alfredo intentó refugiarse en un ventilador de techo peligroso y en las fotos de los primeros años del matrimonio. Él tenía un buen laburo en una fábrica de Siam y ella brillaba como una copa de cristal recién lustrada. Los recuerdos felices, al ser en parte un invento, se ven más felices aún; una exageración burlona en la cara de la soledad. Llevaba el álbum a todos lados como un infante con juguete nuevo y ya se las había mostrado dos veces, en el lapso de una semana, a Guillo, el portero. Una vez le comentó algo sobre un detalle del vestido de casamiento de Lidia a Pedrito Galmudéz, que  le vendía las mejores batatas, pero se guardó de comentarle nada acerca de la primera vez que compraron una TV a color a Rosa Petracci, la vecina del 6 B que era una verdadra zorra, arpía, rata, víbora y gata rabiosa, y cuanto animal pudiese encarnar una persona.
Ahora Alfredo hablaba y hablaba, por mero afán de tapar vacíos, tendía largas conversaciones sobre la humedad relativa y el insoportable peso de la presión atmosférica con cuanto gilún tuviese la mala suerte de verse atrapado en sus garras dialoguistas. Eso sí, guardaba las charlas importantes para Lidia. Sabía muy bien que ella ya no estaba claro, que nadie lo tomase por lelo o por pirado, pero él la imaginaba por las mañanas sacudiendo con sus  manitas un mate de calabaza
-Fredy- Le decía haciéndose la tilinga- te dije como veinte veces que el dulce de damasco es incomible.
Y Fredy no la objetaba, tenía un punto respecto a la mermelada. La observaba en su pequeñez bravucona ¡Como se había achicado! Y sin embargo seguía igual de mandona, incluso más.
-Si mi vida- Farfullaba conciliador mientras sintonizaba el noticiero- La próxima solo de frutilla ¿Vos sabías que está casi veinte pesos más cara?
Y ella le respondería comparándolo con un roedor de dientes largos.
Viéndola a distancia que hermosa era la riña cotidiana. Ahora desayunaba  en compañía de una gata vieja y ciega, que no hace poco había comenzado a ronronearle a la tumba. Michu se llamaba. Que nombre más pelotudo, pensaba Alfredo, pero era la gata de Lidia y por eso la amaba y consentía.
-¿Vos que pensás Michu fea?- Increpaba a la felina de tres colores mientras untaba una criollita- ¿Muy berreta esta mermelada?
Pero la gata apenas levantaba la vista, adormecida por el calor de febrero.
-¿No sos muy charleta no? Está bien. Yo tampoco lo era, para eso estaba Lidia.
 II.
Romina le dijo que sus problemas se solucionaban con un celular, uno de esos bichitos en el bolsillo y ¡saz se acabó! Mocosa impertinente ¿Qué se había creído? Sin dudas él no la había criado para que fuese milinial como decían en la revista suplemento del domingo, que los milinial viajaban mucho y no compraban casas y que se yo. No sólo no se fiaba de un aparato que zumbaba, hablaba, sacaba fotos, tenía radio, televisor  y quien sabe cuántas chucherías más sino que además no sabía usarlo. Lo había intentado pero sus dedos bailoteaban torpes sobre la pantalla sin que ésta respondiese a su voluntad. ¿Por qué desechar la simpleza y funcionalidad de un teléfono fijo por una cosa que se quedaba sin batería en dos patadas? Era absurdo.
Sin embargo ese lunes había salido con el aparto guardadito en la riñonera.
-¿Y si te pasa algo pá?
¿Pero qué carajo le iba a pasar? Como mucho le afanaban el celular. Qué paradoja, pensó sonriendo con picardía mientras esperaba la ansiada luz verde. Tenía que comprar tierra para las flores; los lirios, las alegrías de la casa o algo así, las nomeolvides, los potuses  y otras yerbas más que no sabía nombrar pero que tenía la obligación de cuidar por legado. Parecía una tarea simple y sentía la confianza de un potrillo, sentimiento que un simple vistazo a sus viejas manos,  arrugadas como bolsas de nylon, podía desplomar. Hacía más calor del que había calculado, la humedad se entrometía pegajosa por debajo de la ropa. Para darse valor se calzó fuerte la gorra con visera. Una ambulancia cortaba el tráfico  dejando a su paso un alarido que se estiraba en el aire. Alfredo sentía que el calor lo abrazaba como una tía molesta, queriendo llenarlo de besos no deseados. Escuchó que alguien le preguntaba algo pero no distinguió palabra alguna, como si estuviese sumergido. Hacía calor y Alfredo se abanicó con la mano, intentando revertir el descenso. Hacía calor y Alfredo se quedó a oscuras.
-¿Master? ¿Master? Eh… ¿Capo?-
Alfredo pestañeó dos veces. El olor fermentado de noches callejeras lo devolvió al mundo apurado de los vivos.
-¿Master? ¿Se encuentra bien?-
No tenía la respuesta a esa pregunta, pero se inclinaba por un no. Se dio cuenta que estaba desplomado entre dos baldosas, el corazón corriendo tres maratones en simultaneo. Sí, estaba bien, estaba vivo que no es lo mismo. A él vinieron todas las voces de las vereda, sonando al unísono como radios mal sintonizadas; Ojo que él tampoco sabe lo que quiere eh, estamos los dos en cualquiera; Escúchame, si vos dejas que te pasen por encima no a llegar ni a la esquina , tenés que decirle que así no se le habla a un encargado; ¿Vos viste lo mucho que se parecen Meli y Ale? Y eso que Ale es de Tauro; Mira ni bien llegó a casa lo reviso porque el balance ya lo hice tres veces y siempre me da positivo,¡ Alta foto man! Re da para profile; Maaaaaaaaaaá, no me jodas más mamá, te digo  que no me quiero comprar esas zapas; ¿Te dijeron alguna vez que sos preciosa? Me enteré que me tengo que mudar che, ando con el culo entre las manos, ¡No JUANJO vos no tenés ni puta idea de hidráulica!¿Sabes?; ¿Te la cogiste ya? , Sí, no sabe, me la lleve a casa y le di masa; Sandra, no vengas, eh; no vengas porque te voy a mandar a la concha de tu madre; sos una pelotuda; Eh disculpe ¿Las Heras es por allá?
-Don, tome un poco de agua.-
Un tipo de aspecto descuidado le ofrecía una botella. Bebió, o el agua o su boca sabían a moneda de veinticinco centavos. Lucía amable pero algo distraído, como si hace años tuviese una palabra en la punta de la lengua y la buscara  entre los rascacielos y los adoquines. Iba en patas y llevaba ropas del año del ñaupa, como decía Lide. A Alfredo le recordó a esos gurúes de la india que se quedaban todo el día sentados en posición de indiecito.
-Gracias. Alfredo, un gusto.-
- No te puedo decir cómo me llamo. Pero por ahora soy Teófilo Páncreas.-
Eso no sonaba muy lógico.
-¿Dónde estamos? Hace frío.-
-Lo metí a la Bond, don. La Bond, así le dicen. Acá hay aire en verano y calefa en invierno. Venga y siéntese en el banquito que le explico.-
Alfredo tenía disposición de ánimo como para hacerle caso al mismo Hitler. Se sintió encantado con las indicaciones.
-Mire Don, éste es un lugar súper raro.- Le explico mientras dibujaba constelaciones con las manos- Usted puede venir a usar el fresquito pero no se meta con los pibes, son magos.
Alfredo procedió entonces a tomar la actitud de todo aquel que habla con niños, locos o borrachos; adoptó una condescendencia cauta.
-¿Ah sí?-Observó que los ojos de Teófilo  destellaban - ¿Por qué lo dice?
- Hay por lo menos cinco sectas.-
Alfredo miró a su alrededor, estaban rodeados de jóvenes raros, esos que a veces salían en programas de la tele y decían ser punks, góticos o violentos metaleros. Eran pálidos como guardapolvos de primer grado, llevaban la piel arruinada con dibujos obscenos y perforaciones dolorosas en los cartílagos. Alfredo se sintió repentinamente indefenso y procedió a cruzarse de brazos como mejor estrategia
-Con todo respeto Don, si quiere yo le cuento quien es quien acá.- Teo dio dos saltitos, haciendo rebotar sus ropas como plumas de paloma en celo.
-Allá en la extrema izquierda esta “ols ded”.-
- ¿All dead?
-Ols ded- Se repitió Teo, ignorando toda buena acentuación anglosajona.- Bueno ahí se juntan y comercian cosas los vampiros y otros no vivos.
Alfredo le piantó una sonrisa incrédula, como un niño de 12 años ante un papa Noel de shopping.
Teo no se gastó en interpretar el gesto y prosiguió:
-Si eso le sorprende- le comentó susurrando mientras miraba al techo distraído- le digo más: son veganos.
-¿Veganos? ¡Pero sí eso es una locura! Jamás oído.- Y Alfredo empezó a salvarse del espanto echando mano a una indignación exagerada
-Sí, si si. Pero son éticos ¿Vio? A veces yo he visto más de uno que se muere de cansancio, no literalmente, porque lo que se dice morir, morir, eso no puede. Pero la falta de metal los pone grogui.
-  ¿Y que comen?- Preguntó el anciano dispuesto a dejarse pasear por ese delirio; estaba aburrido.
-Sangre sintética. ¿Vio que también hay salchicha vegana? ¿Y que los jóvenes se hacen pancho sin chancho? Bueno algo así.-
Alfredo resopló enojado, su hija había estado unos meses sin probar novillo, ni bola de lomo, ni colita de cuadril ni nada. Le aguaba los domingos de asado con su retórica de las vaquitas. Por suerte había sido solo una fase.
-¿Y qué más hay? ¿Esa que es? Y señalo divertido a una joven rellenita de pelo furioso y colorado, vestida de verde de cabeza a pies. –Parece un incendio forestal.
-Shhhhhh.- Teófilo casi se ahogó en saliva por su desespero.- Esa es tarotista, pero principalmente hace macumba del Caribe y alguito de magia negra los jueves a la tarde, también hace abortos instantáneos, como un café. Yo que usted no la señaló mucho.- Y le golpeo el dedito acusador con una cachetada liviana. –Bueno Don, me voy verá, ya hable demasiado. En verdad un gustazo y si quiere nos vemos pronto.- Y luego corrió dando brincos como un conejo blanco sin tiempo, hasta perderse entre porteños.
Antes de irse,  Alfredo miró alrededor  por última vez como si se tratase una cueva inhóspita a la que se entra con machete y antorcha. Obviamente no le creyó ni un poco, como tampoco creía en el lobizón, el pomberito ni  en el sátiro de Chacarita. Él siempre portó con orgullo – y a diferencia de Lidia que casi llora con la designación de Pancho- un ateísmo superador. De hecho, era tan fuerte su incredulidad que a cada mención monstruosa cerraba los ojos y se tapaba las manos, conjurando lo horrible con un ruidoso lero-lero. Estaba tan seguro de la inexistencia de lo oscuro que corría cada vez que tenía que buscar algo en el entretecho y chequeaba a través la cortina de ducha para confirma que obviamente -¿Cómo podía ser de otra manera?-allí no había nada. Observó con cautela a esos jóvenes. Realmente eran horribles. Fracasamos, se dijo, ¿Cómo habíamos sido capaces de engendrar a estos niños?
 III.
 Alfredo volvió a la Bond Street. Y volvió con mate y 9 de oro, sinónimos de calor hogareño equivalentes a una chimenea. Realmente se estaba fresquito ahí; “Amor de Abutardas”, la última novela brasilera, era especialmente cutre y además contaba con la compañía del loco ese con su ridículo nombre de órgano digestivo. Y de hecho, Teófilo , apareció rápidamente, atraído por el sonido plástico de las galletas abriéndose, rondó el banco como cóndor andino.
-Sí, sabía que iba volver.- Comentó satisfecho aceptando un mate.- ¿Su hija que opina de todo esto?
-Pff. Apenas me llama. Está muy ocupada trabajando. Trabaja en finanzas ¿Sabes?
Teófilo Páncreas no se mostró impresionado.
-Hoy hay mitin de nigromantes.-
-Es meeting. Ya te dije Teo, que no creo en todo eso.-
-¿Sabe cómo arreglan las reuniones sin llamar la atención de los cacos? – Y sin esperar respuesta e agregó- Usan carteles callejeros, pero dados vuelta- Teo evaluó su cara de “como sería eso” y le extendió un panfleto
 BEATRIZ VIDENCIA NATURAL
Conflictos de pareja ¡Hago que vuelva!
Salud, trabajo, fortuna ¡Hago que fluya y se distribuya!
Desatanudos-Rituales-Limpieza de casas-Lectura de fotos- Ayuda a las energías extraviadas a encontrar su camino-Creación de amuletos protectores- Conexión con seres amados de otra dimensión-
CONOCIMIENTO ESOTÉRICO PROFESIONAL
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-¿No será mucho che?
-No, que va. Cuando veas un par de estos acumulados, pegaditos encima de la propaganda de chicas juguetonas, vas a ver, se aproxima una reunión, mejor que te alejes.-
-Está bien. ¿Pero seres amados de otra dimensión?-
-Que el árbol no le tape el bosque, Alfredo. Hay un poco de cháchara comercial.-
-Ah.- Alfredo se sintió inexplicablemente decepcionado-
-Igual sí. Hay reptiloides en la Galería.-
-¿Repti que?- Alfredo ya estaba un poco enojado, si la historia perdía se devanaba perdía forma, como un tejido mal hecho.
- Alienígenas Ancestrales.- Comentó Teo guiñando el ojo al asomo de la cargada- Vinieron de una luna de Júpiter en la época de los Indios. Y les enseñaron a volar en coso.-
-¿En naves espaciales?
-Claro. Pero ahora se disfrazan de humanos e inventan monedas de Internet. Como el bicon. Son casi como nosotros don, sólo que apenas sienten alegría o tristeza o nada, y son intolerantes a la lactosa.
Alfredo le cambió la yerba al mate realmente entretenido.-¿ Y ese de ojeras negras?- Pregunto señalando a un joven flaco de hambre.
-Ese es nigromante. Hay más, pero son pocos. Son realmente peligrosos esos, charlan con los fiambres y adivinan el futuro. También invocan espíritu para uso propio. No es bueno. Están pata a pata con los satanistas. ¡Pucha! – y se santiguo de manera inversa- Viejo a los de belezelbú ni los mires. La última vez que alguien los vio feo se le prendieron los ojos desde dentro, todavía escucho los gritos del tipito, de nuevo y de nuevo como un disco rayado.
Al ver la consternación de Alfredo agregó
-Pero no, cálmese. Saque esa cara de calcetín dado vuelta. También están las hadas del asfalto y las adoradoras de la difunta Correa, son más buenas esas, te consiguen deseos por un cuartito de tu alma.
- Yo no creo en esas cosas, ni en el alma, Teo.- Repitió Alfredo con complacencia.
 Pero esas noches durmió sin paz. El sonido bestial de sirenas invadía sus sueños mientras desde la ventana las sombras de un plátano se proyectaban largas como dedos sin carne. Giraba de lado a lado buscando el lado frío de la almohada, se hundía entre las sábanas livianas mientras rogaba por sueños de igual peso. En sus pesadillas lo perseguían seres que eran pura cuña y dientes, de ojos negros como ciruelas maduras. Apenas un susurro invocaba la luz, y siempre tenía forma de nube esponjosa, de lluvia redentora que conjura el calor bestial, hablando con la voz de Lide.
Y él a ella, entendió, le quedaba un par de cosas por decirle.
  IV.
SÍ, era una huevada. No, Alfredo no creía en todas esas cosas y no, tampoco sabía qué carajo estaba haciendo. Sólo sabía de una persistencia que no menguaba,  fuego griego sobre la superficie de sus pensamientos cotidianos; el insidioso deseo de una charlita más. Teófilo le había dicho, así como decía todo, una de sus mentiras más serias: que había una Médium al fondo de la galería, justamente en el local 16, que mantenía una línea exclusiva con el otro lado.  Ignoró rápidamente la idea, como hacía con todas las fantasías del vagabundo. Pero está volvía a surgir terca, olvidarla era como intentar hundir un globo rojo y recién inflado. ¿Qué podía perder además de la vergüenza? Seguro que había allí una charlatana como cualquier otra y tal vez ella, por una módica suma, le inventaba dos o tres cositas que aflojasen el nudo en su garganta.
No estaba decidido pero aun así cogió los instrumentos de necesidad: riñonera, gorra, linterna, una botellita de agua y navaja. Nunca se sabe. Entró a la galería y el aire acondicionado, dolorosamente frío, le dio la bienvenida. Allí todos se habían acostumbrado a su presencia sentada y contemplativa, día a día en un banquito verde en la entrada. Pero esta vez, y para sorpresa del comerciante de tablas de Skate, se adentró en la galería. Observó fascinado las vidrieras de los pequeños locales, como niño en un museo profano hizo un racconto mental de aquellos objetos jamás imaginados: botas eternas de sensual y roja cuerina con tachas como espadas; peluches de conejos en tamaño humano que brillaban bajo la luz violeta del local 23; cientos de cuadros pintados al óleo de modernas venus rockeras; cuerpos desnudos sobre sillas negras de dentista esperando a ser dibujados, miles de coloridas latitas metálicas para picar droga, libros prohibidos de ocultismo y feminismo, todo acompañado  del martilleo incesante de las maquinas tatuadoras.
 Alfredo se declaró a sí mismo perdido. El olor prepotente y dulce de la marihuana ubicaba sus pies en el cielo. Buscaba el local 16 y sólo encontraba numeraciones desordenadas que iban del 28 al 5 y de vuelta al 29, pero tenía miedo de preguntar y que alguno de eso sodomitas lo mordiese. Decidió seguir a una niña de veintipico con rodetes fucsia y un par de zapatillas luminosas que hacían rebotar el arco iris por el piso. Bajo unas escaleras mecánicas de madera, las luces del pasillo eran intermitentes como relámpagos de verano. Una música que Alfredo sólo pudo catalogar como psicodélica invadía su audición. Rindió su miedo y orgullo y deicidio consultar con un joven enorme de remera azul con una papada que era la envidia del Rey de la Carne. Éste fumaba de una enorme pipa de agua a tono, volutas inmensas como barcos de guerra partían de su boca.
-Buenas joven. ¿Podría indicarme dónde está el local 16?
El joven lo miró apenas
-¿Quién so vo?.-
A Alfredo la pregunta le pareció descortés por demás.
-Bueno yo… soy Alfredo y vine, vine a buscar a mi señora.-
-¿Su señora? ¿Quién es su señora?-
-La verdad es que no lo sé.-
-¿Sabe quién?
-Bueno, yo.-
-¿ y Quién so vo?.-
-Tampoco sé ya- Reconoció rendido
-Ah.  ¿Qué quiere decir con eso?
Alfredo no supo responder tampoco. Inhaló fuerte su humo azulado para darse valor y luego se adentró a un más, escalera abajo, en otro círculo infernal de la galería. No distinguía lo real y sólo mantenía la delgada cortina que tapa la ventana de la cordura con una postura erguida y orgullosa. A su paso se encontró un gato de tamaño perruno de pelaje amarillo brillante, doloroso de ver. Le acarició el lomo por hacer algo y disimular su desconcierto
-Usted no es ningún michu.- Le dijo con ternura al compás de su ronroneo
-That´s bright. I´m not.- Respondió  el felino con acento londinense.
-¿Un gato refulgente?-
- Inded.-
-¿Habla español?-
Pero el gato se fue algo molesto meneando la cola, suficiente que hablaba, pensó Alfredo luego, algo avergonzado por el atrevimiento. Aquí nadie hablaba su idioma, descubrió pronto que debería averiguarlo sólo.
Encontrar la tienda sin buscarla, tan sólo tomando un desvío en una oscuridad que estaba recién ahora empezando a entender, como la trama de una película que se devela en los títulos. La habitación estaba iluminada por dos tenues velas, que recortaban cientos de caras entre la oscuridad del local.
-Tuvimos problemas con Edenor.- Se disculpó la Medium rápidamente y lo guío hacia sus faroles más potentes. Tenía en su cara más metal que piel y un pelo tan negro que absorbía la poca luz del lugar. Lo invitó a sentarse y lo escuchó. Luego le habló en lenguas que no debían pronunciarse y algo en el viejo anciano se abrió. La gitana – o así la catalogo Alfredo- le extendió una vieja estampa, una Virgen de Luján pagana en tonos rojos y amarillos como una carta de tarot jamás creada.
-Esto es de su parte.- Y la colocó en el bolsillo izquierdo de la camisa para que baile junto con su averiado corazón- Digalé nomas.-
Mientras recordaba las palabras se acordó de su cara. De todas su caras. De su rostro condimentado por las pecas que los años le habían grabado, sombrías letras tempranas de la muerte que se expandió por toda su piel. De ese mismo rostro doblado por la quimioterapia y aun así ridículamente entero, con labial oscuro en sus labios ya inexistentes. De su cara contraída en gritos por los dolores del nacimiento, y de esa misma cara fruncida por las facturas sin pagar. De su rostro fresco en las primeras mañanas juntos, cuando todo olía a bosques azules y la ciudad era un murmullo quieto. De su cara acalorada más roja que su propio pelo, contraída por el estallido del amor. De su cara nueva cuando la vio por primera vez, vendiendo facturas con falsa diligencia y una boina de panadera que le quedaba fatal. Luego si, también vio sus ojos como dos luciérnagas aún inquietas en la noche de la vida, apagándose con un suspiro cansado. Su pequeña sonrisita burlona. “No hagas cagadas Freddy, vuelvo en un rato”
-Ya volví amor.- Le dijo a la sombras
Para entonces los lagrimones le caían inevitables, silenciosos. Se sostenía  apenas, como un cristal fragmentado se mantiene aún en el molde; cien grietas prediciendo el colapso. ¿Qué le quería decir? Una catarata de sílabas atascadas a contramano luchando por convertirse en palabras. Que la quería, sí, seguro. Pero eso no bastaba. De como él había sido un satélite para su evidente gravedad. Las quejas  y los epítetos burlones; bruja, gorda y lela, sólo máscaras para ocultar tanto amor. Que el amor siempre le daba miedo, porque es el mayor de los abismos en los que saltar y perderse. Que placer regañar, que placer ser comandado. Sin duda el mejor de los motivos para seguir cuando el oficio no es más ya un sustantivo propio. Ella era un sol de invierno, la mejor de las caricias que calienta sin quemar. Eso le quería decir.  Que sin sol el invierno es demasiado largo.
Eso.
  V.
 Luz. Tanta de ella como en el funeral de una estrella. Alfredo se acordó de esa cámara con flash potentísima, la primera que compraron. Lide se emocionó y no paraba de fotografiarlo como si él fuese digno de tanto retrato, un James Dean pero devaluado, sin dudas.  Se quemó la vista con los disparos y no pude ver más que explosiones de color durante al menos una hora.
Estaba en una sala de hospital, averiguó pronto. Aséptica y ordenada, exageradamente pulcra en contraste con su siniestra aventura. ¿Para qué tanto brillo? Pensó, como si se pudiese espantar a la muerte con alcohol en gel.
-Ah señor. Ahí está.- Le recordó una enfermera bajita de sonrisa fácil.
-Sí. Acá estoy ¿Puedo preguntarle qué pasó?
-Tuvo una descompostura en Santa Fe y Callao, deshidratación. Vino por su obra social, esto es  La Trinidad.-
Descompostura. Que palabra pelele.
-¿Cuánto tiempo?
- Durmió un par de horitas nada más. Su hija llamó a decir que está en capital en unos días.-
-¿Horas?- Nada de eso tenía sentido
-A veces pasa.- Entendió la enfermera- los sueños tienen otros tiempos
-Sueños... claro.-
Alfredo se sentía terriblemente estafado. Aún escuchaba la respuesta de Lide, como una melodía perfecta compuesta solo para él.
-¡Hay merienda!- Anunció como si eso fuese una buena noticia y se encargó de disponer una bandeja de avión sobre su regazo- Galletitas y dulce.-
-¿Dulce?-
-¿De damasco? ¿No le gusta?-
-Es mi preferida.- Y le dedico una sonrisa, pero no a ella.
Inexplicablemente para los médicos –aunque ya estaba en edad afirmaron con gesto suficiente- esa fue su última comida. Un frío inusual reinó esa tarde en el sanatorio, comentaron las chicas de limpieza y las enfermeras nuevas. Nadie supo explicar la procedencia de una estampita de la Virgen de Luján en sus manos tiesas. Su hija afirmó segurísima que a su viejo lo conocía bocha y que él de ninguna manera era creyente. Habrá sido uno de esos linyeras, dijeron todos.
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jacquelinemessmer · 8 years ago
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Sirenas
“No hay una sola forma en el universo
que no pueda contaminarse de horror.”
Jorge Luis Borges
 -Yo creo, que en tu vida pasada te moriste ahogado.-
Esa frase resumía a mi esposa. Ex esposa.
Ese verano se aleja tanto de lo que me  convertí, que apenas puedo acariciar el recuerdo. Las olas ronroneaban a nuestros pies como una bestia en calma, el sol se apagaba en un rojo estertor. Todo parecía ir bien y esa es una sensación que no se percibe a diario. Se instala, grata y pasajera, alojándose justo en el pecho como si fuese a  hacer de él su morada permanente. Marina quiere saber porque no me quiero meter al agua, porque sólo dejo que la espuma me bese los pies, porque tengo miedo que una ola me devore y arrastre a su vientre salado.
No supe que contestarle.
-No me gusta. N-o-m-e-g-u-s-t-a.-
-Yo creo, que en tu vida pasada te moriste ahogado.-
Y yo creía en eso tanto como creo en los duendes. Pero ella era así, le encantaba vivir en una existencia de verdades reveladas por las hojas de té, donde todo tenía  sentido. Sí, me reía socarronamente cuando explicaba sus cambios de humor por el retroceso de Júpiter en Saturno, pero era reconfortante. Vivía como si nunca hubiese abandonado la casa de sus padres, el mundo no era más que la extensión de ese lugar seguro. Era una mujer de una belleza ordinaria y a la vez fascinante, como una mancha de aceite, brillando  desde lo más oscuro del cemento. Estar con ella era como salir con paraguas. Y la tormenta- descubrí- no es un naufragio, es sólo niebla.
A ella siempre le resulto irónico que maneje una pescadería.                                                                
-No podes controlar al mar, pero sí a sus cadáveres.- Me decía.
Y ahora que este es el fin- que a Marina ya logré enterrarla- sus palabras cobran una gravedad con la que no nacieron.
Los días extraños llevan disfraz. Se camuflan de ropajes ordinarios, misma gente, mismo clima, el olvido en el aire se vuelve un aroma recurrente. Salí a la calle. A las 7 am la ciudad es el reino de los conserjes y los borrachos. Unos lavan la vereda como quien limpia los pecados del mundo entre ollín y  cristales verdes, otros zigzaguean su camino a la cama. Y yo, recorriendo el mismo viejo camino con el cansancio de los días iguales, reiterándose a sí mismos en un gris indistinto. Entre al negocio, envolverme en los vapores marinos era siempre un placer, de hecho, ese olor nauseabundo y bajo, era lo más cercano a una mujer que tenía en años, siempre bienvenido.
Revise el balance, limpie el mostrador, prendí las máquinas y me fui al estacionamiento a esperar el primer camión con mercadería. Resulta que ya había llegado. ¿Tan temprano? Las entregas se demoran, jamás se adelantan, es casi tan cierto como la gravedad y la calvicie, aunque las dos formen parte de la misma ley. Me adelante para saludar al chofer, el camión estaba vacío, las puertas cerradas, el guiño puesto. Supuse que se habían ido a tomar un café, aunque fuese un comportamiento de lo más inusual. Lo más extraño es que la carga tenía la puerta abierta. Me decidí a bajar yo mismo la mercadería cuando la vi. Dos años más de sedentarismo y grasas saturadas y el asombro hubiese sido un infarto. Ni todas las desgracias de la vida te preparan para lo desconocido.
Una vez escuché que el hombre no puede ver lo que no conoce. No era una metáfora, era la explicación de una literalidad, algo así como que la bóveda celeste está poblada de ovnis que no vemos porque nuestra mente no puede concebirlos. Me pareció una estupidez, pero ese día aquella teoría se ganó mi respeto. Salí a fumar. Me costó horrores prender ese pucho, la humedad envolvía y lamía las cosas del mundo cubriéndolo todo. Era casi como estar sumergido en agua, que oportuno. Me calmé un poco y volví a entrar, con el humo del cigarro aún en mis pulmones abrí las puertas del camión.
Y ahí estaba ella de nuevo, o eso. Sentada inmóvil sobre un trono de hielo picado, una sirena. Una puta sirena. Me reí histérico, tenía la cola larga y preciosa, resplandeciente como el lomo de un surubí. La piel del torso y el rostro era de un gris verdoso semejando el verdor de un cadáver maduro. Me sonreía desde una hilera de dientes afilados de palometa. No parecía saber el significado del gesto, como cuando la dueña de un perrito afirma que el can sonríe aunque es tan sólo una expresión involuntaria de los labios cada vez que se siente amenazado.
Y los ojos, por Dios, los ojos. Vi mi cara pálida y temblorosa en ese cielo nocturno sin estrellas. Sus ojos eran el espejo negro del mundo. Como si un reflejo invertido fuese la verdadera imagen de todo lo que es.
Salí de mi estupor por el negocio. En minutos llegaban los empleados y me di cuenta que era responsable por ese desvarío del destino, nadie podía verla, esto no iba a interrumpir el desarrollo de la jornada laboral ni las ganancias del día. Y cuando llegue el cierre iba a llamar a un museo, al Conicet o a la sociedad protectora de animales, según me parezca más lógico. Y ese ápice estúpido de racionalismo me calmo por completo como si escribiese en un papel una larga lista de tareas molestando en mi cabeza. Me subí al camión y me acerqué a ella, que pareció saber mis intenciones desde el principio.
-Hola, soy Jorge. Te voy a llevar a un lugar más cómodo.-
Claramente no me respondió. Pero yo sabía que estaba bien por alguna razón que no podía explicar. Qué carajo, no podía explicar nada ese día. La alcé, estaba fría y pegajosa, por lo que me estremecí al tacto. Al sostenerla mis miedos fluyeron como la mierda que se va por el inodoro. Estaba en control de la situación, no tenía temor alguno. Después de todo, era una mujer ¿o no?
Y mientras pensaba cargaba a la sirena nauseabunda y helada en mis brazos convertí toda la situación en un simple procedimiento, era una pez grande, un pez grande y con tetas, menuda suerte. La metí en el baño de servicio, como la pescadería solía ser una casa de familia tenía bañadera. Lo llene de agua fría y la introduje, parecía estar a gusto pero no podía saberlo con certeza. Sostenía la mirada arácnida fija en un punto de las cerámicas blancas, meneaba lentamente la cola, que había quedado por fuera del agua.
La mire de nuevo, ciertamente se veía inofensiva. A la luz del sol sus rasgos extravagantes se habían suavizado y se veía menos como esos bichejos de pinta extraterrestre que viven en el fondo inhóspito del mar Báltico. Incluso estaba buena. Incluso, su cara me resultaba incómodamente familiar. Mierda, mierda, mierda.
-Bueno, vos compórtate María. No te muevas de ahí ¿Tampoco es que podes no?- Sonreí nervioso ante mi propio humor barato.
María me pareció un nombre apropiado
Me miró, atraída por el sonido, sin emitir emoción alguna.
-Después veo que carajos hago con vos.-
Lo cierto es que por más que hubiese racionalizado lo inexplicable no había forma de romper la normalidad que se había roto, era como pegar un vaso roto y beber de él: en algún momento iba a haber sangre. Pase el día laboral con una piedra mental en el zapato; los clientes iban y venían y me hablaban, interactuaba con los empleados y todo se reducía a un simple murmullo, la llamada de María que desde arriba esperaba. Hice lo posible por mantener una fachada, la sonrisa de cartel, la amabilidad como estandarte.
-Buenas tardes. ¿En que la puedo ayudar?-
Recibí tres puntos suspensivos como toda respuesta. Enfrente de mí se paraba una señora gruesa, cuyas mejillas se desprendían de su cara como si hubiesen puesto a fuego y derretido sus rasgos.
-¿Señora?-
Miraba el celular la guacha, no lo miraba, “scrolleaba” como dice la hija boba de mi hermana. Acariciaba la pantalla con una regularidad de tres segundos como si se tratase de un gatito bebé,  con una mezcla en cantidades iguales de impaciencia y hastió.
-¿Señora?- y la cola de clientes se prolongaba monstruosa detrás de ella.
Al cuarto “Señora” me escuchó y disculpó con total insinceridad. Para entonces ya había anhelado el picahielos a mi derecha, mi mano siguiendo su curso natural como un río de corriente fuerte, justo al centro de su estrecho y yermo cerebro. Soy una buena persona eh, que no se me malinterprete, cedo mi asiento a embarazadas cuando tomo el colectivo, saco la basura a horario y le doy limosna a mendigos cuando me lo piden con insistencia. Sólo que a veces, sólo a veces, estas viejas te buscan el hilo y tiran de él hasta que se rompe.
Y así todo el día. A cada falta cortesía crecía mi cariño por los objetos filosos. El impulso no era nuevo, cualquier comerciante puede contarlo, pero sólo estaba extrañamente exacerbado. Un susurro resonaba en mi cabeza con insistencia creciente, un ansia de antaño levando en lo oscuro.
Cuando llego el momento de dar vuelta el cartel de entrada la pescadería retornaba a su estado natural, una Antártida medio pelo con escamas esparcidas por el piso y el rumor de las máquinas refrigerantes como único sonido. Y por cierto estaba ella. No había desaparecido por no verla, todo lo contrario, al tratar de recordar sus formas  y su intricada naturaleza mientras devolvía 70 pesos en billetes de diez la imaginaba más bella, más extraña y más imposible.
Subí las escaleras hasta el baño. Cada peldaño se distanciaba con maldad de mis piernas viejas mientras la puerta del toilette de servicio se burlaba de mi flaqueza. A cada paso el recuerdo se me hacía más ridículo, un deja vú, un sueño desubicado de horario, el despertar temprano de una esquizofrenia no diagnosticada. Y sin embargo como negar ese llamado de una urgencia insoportable y tan cierta como mis dedos que congelados se deslizaban por la baranda tratando de sostenerme en la realidad.
La puerta fue un gran signo de interrogación que despeje con un movimiento lento de mi brazo, mientras sostenía un cuchillo para remover espinazos con el izquierdo. No parecía haber emprendido actividad alguna en toda la jornada.
-Maravilloso.-casi grite mientras el aliento brotaba de mi boca condesado en humo- te ganaste un pescado.
Me sonrió. O se sonrió. O hizo una mueca. O lo que sea que hiciese con esos veintipico de colmillos que tenía por dientes
-¿O eso es canibalismo?
Silencio
-¿Algas nori?
Nada. Sólo el eco de mi propia mente incesante, escarbando entre las lógicas, las historias, las posibilidades y un temor que incipiente avanzaba por mis carnes en la desagradable forma de sudor espeso.
-¿Por qué carajo no me respondes? ¿Quién mierda sos? ¿Es una joda? ¿Qué querés de mí?¿Qué querés de mi la puta madre?
Nada.
-Perdón- dije mientras me limpiaba las manos en el pantalón- Te voy a llevar a casa y tal vez puedas animarte a contarme que te paso, de donde venís. No tengas miedo.
Me acerque despacio, la pierna izquierda me temblaba, el ojo me latía.  Ella no parecía temerme, de hecho, parecía conocerme y anticipar mis más toscos movimientos.
 La cargué en el baúl del camión de delivery, me pareció la mejor forma de llevarla a casa sin llamar la atención, aún no decidía que hacer con eso, con ella. El sol se acostaba en el horizonte, en su lugar el naranja eléctrico de los faroles iluminaba nuestro regreso. Me tranquilizo sacarla de mi vista, me relaje en el asiento y me rendí ante el sopor del sueño. Simulé estar sólo y traté de pensar mis próximos pasos, como llamaría a la policía a pesar de todas las precauciones que tengo que mantener con esa fuerza, como la vendrían a buscar solícitos sin mediar pregunta alguna, y los problemas se limpiarían como una herida pustulosa borboteando a merced del agua oxigenada: un alivio. Suspire con exageración y me di cuenta que me estaba escuchando, que estaba pensando muy alto, que las palabras en mi mente se propagaban como una señal de radio. No estaba salvo en ningún momento, ella siempre me miraba y todo lo veía.
 -Va estar todo bien.- Grité volteando mi cabeza- Hay un tráfico del orto pero en quince llegamos a casa, puedo ver de acomodarte en la pileta, vas a estar cómoda. Y tengo comida, todo va a ir bien, todo va a ir bien.
 Ay, pero no cumplí mis promesas. Marina siempre me decía eso. Cuantas noches, cuantas noches la tuve encerrada. La confine a una bañadera cuyas aguas se tornaron pantanosas con el paso de los días. El aire se asqueo y condenso como si la materia pudiese convertirse de gaseosa a sólida de lo podrida que estaba. No podía estar cerca de ella, en su presencia no era más que una velita de torta sometida a la inclemencia de un soplete. Me desmoronaba ante su omnisciencia. ¿Cómo enfrentarme a los secretos que ahora los dos conocíamos? Y esa tensión que crispaba mis cuerdas como un violín de aprendiz desenfrenado, me enfermaba al punto que no podía moverme. Quieto, febril, temeroso, desesperado,  loco y loco pasaba mis días a la espera de mi propio coraje.
Y sólo la furia, como siempre, pudo sacarme del estupor. Asique la recogí como tantas otras veces pero esta vez con una fuerza violenta que sólo conoce de excesos. La senté, la mire y me miré en ella. Y la observé tanto que empezó a cambiar, a volverse extraña, como repetir tantas veces la palabra picaporte hasta que pierde su coherencia. Crecieron sus dedos en garras de halcón, su lengua babosa y rancia se extendió más allá de los confines de su boca, lustrando con paciencia unos dientes que estaban más cerca del tiburón que de la piraña, su piel se deshacía en tiras mientras rasgaba su propio cuerpo húmedo. Gimió y se retorció sobre la silla, sin disposición a atacarme, sólo explotando en furia y horror. Me reconocí en su negro reflejo, tan opaco que no hacía más que absorberme .Sentí la necesidad, ahora sí, de matarla a ella también. Y no pudimos más que confesarnos la verdad de nuestras identidades monstruosas, ella reveló la suya y yo le conté la mía:
  Que a Marina la había enterrado. “Eso” llego un mal día a su fin. Pasó un ventarrón y con él bailó en el olvido, como bailan las hojas muertas, todo aquello que alguna vez fue bueno. Los cálidos recuerdos de media tarde y los besos desvelados, las palabras susurradas con urgencia y los sórdidos sonidos del placer. Todo era parte de una historia mejor que me contaba a mí mismo cuando no podía dormir. Marina, una vez fuente de toda luz, pasó a ser un tumor que yo tuve que extirpar de mí. ¿Y a nadie le gusta que le revuelvan su metástasis por la cara o sí?
 La sirena y sus ridículos ojos de vaca sabían todo. Presente pasado y futuro se unían en una línea difusa, un viaje furioso por la autopista donde la luces convergen en un haz indistinto. Todo formaba parte de lo mismo. Conocía mis pecados como un bebe conoce la teta de su única madre. Supo que maté a Marina, y recordarlo fue como hacerlo de nuevo. Me vio clavar entre sus dulces y largas pestañas de mariposa un destornillador corto. Supo sobre el incendio en mi pecho cuando vi, se cogía a mi hermano una y otra, y otra, y otra vez y tantas veces como las que yo le hundí mi improvisado cuchillo. Y luego la devolví al mar con dulzura. Era una tarde blanca y sin sol, alquilé un barco pesquero a mis proveedores y la tiré en el ancho rio de la plata, su cuerpo se despidió de mi tierno y puro porque la sangre ya había corrido y el mar me devolvía sus frutos.
Entonces alcé a la sirena una última vez, con mis fofos brazos de asesino. Al fin reconocí en ella  la hermosa cara de Marina, regurgitada por el mar; enferma y horrible, decadente por el castigo de las almejas mordedoras y la erosión salina, podrida y a la vez sapiente y vengativa. Se puede matar a cualquiera pero no al pasado. Alquilé de nuevo el barco  y a la mañana partimos a desaparecer, esta vez juntos, la sirena y yo.
La abracé como quien se abraza a la vida cuando se escapa y nos hundimos, dos y uno en la inmensidad, el mar nos envuelve helado, descendemos presurosos a los abismos, el aire y la vida se relajan en un último aliento. Entra el agua. Negros ojos y verde piel , allá voy.
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jacquelinemessmer · 8 years ago
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Extranjeros
-“ Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.”
― Friederich Nietzche
“The other gods! The other gods! The gods of the outer hells that guard the feeble gods of earth!... Look away... Go back... Do not see! Do not see! The vengeance of the infinite abysses... That cursed, that damnable pit... Merciful gods of earth, I am falling into the sky!”
―H. P. Lovecraft
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  -Un perro mío desapareció en un chino.- Nos contó Miguel, mientras en sus manos el mate giraba como el trompo de Inception.  Por la ventana creí ver pasar las cuatro estaciones; el verano con su violencia prepotente, el otoño en su ventosa indiferencia, un invierno para guardar y una primavera insulsa. Tardaba ciclos geológicos en tomar un mate, lo usaba de micrófono, como podría afirmar algún porteño con cancha y barrio.
Lo miré sin reír pero con toda la intención de hacerlo,  había una seriedad en su rictus que me previno.
-Reite nomás.- Me dijo como si escuchase mis pensamientos- Pero te estoy hablando en serio.  Fue hace tres años, si no me equivoco.
- A ver, contá.- Lo alenté
- Eran las diez de la noche, un domingo, me acuerdo de todo. Imagínate que va a estar abierto en ese contexto. Baje a comprar una Coca, de hecho sólo compraba productos empaquetados en ese lugar porque juro que la mortadela del mostrador tenía más secretos que una amante madura.
-El mate.- Lo increpé ansioso por su habilidad para dilatar una historia.
Me lo pasó y guardó silencio. Sus ojos revolvían en ese lugar de la mente, arriba a la izquierda, donde se fabrican los recuerdos. En una esquina mi nueva novia guardaba silencio mientras jugaba con una colita de pelo, parecía ajena, pero era entonces cuanto más presente estaba.
-¿Y entonces?- Preguntó ella desde el rincón
Miguel tampoco sonrió pero yo sé que lo hubiese hecho si la historia no fuese trágica, tanta atención eran como un chutazo de merca para su autoestima.
-Entonces baje con el Chipi, que era el caniche toy de mi ex. Al principio yo pensaba que era un perro histérico con el metabolismo demasiado alto, pero le fui tomando cariño ¿Viste cómo son eso bichos? Bueno lo lleve a hacer sus cositas, Camila me prometió que me iba recompensar si lo hacía. Resulta que la calle estaba oscura como café sin leche pero yo igual lo deje afuera atado porque obviamente no te dejan entrar con mascotas. Pero el Chipi era inquieto y me seguía entraba, olfateaba las verduras, no se podía contener
Se sirvió otro mate a sabiendas que el silencio construía una tensión molesta, como una comezón en aquel lugar inalcanzable de la espalda.
-¿Y entonces?- Julia ya había dejado de jugar con su colita
- Entonces entré sin dejar de mirar al Chipi, son perros bastante caros ¿Sabes? Y el tipo del mostrador lo miró con una cara… No con mala cara (tampoco es que fuese buena) no parecía enojado por el comportamiento del perro, parecía más bien… interesado. Era un chino realmente grande, como un súper chiquito, y me acuerdo que estaba totalmente vacío. Pasé la Coca  y pagué con cien, el murmuró algo en su idioma, y conto los billetes del vuelto con sus uñas asquerosamente largas , le mire las manos con atención, asqueado pero como hipnotizado.  Entonces se cayó una manzana, supongo que estaban mal apiladas pero me pareció oportuno, era roja como un buen vino y rodó hasta mis pies. Cuando alcé la vista vi que Chipi no estaba.
Nos miró desolado, especialmente a Julia, un golpe de efecto tras otro.
-¿Y entonces?- Ella ya estaba totalmente rendida ante el poder de su oratoria. Sentí un malestar en la garganta como si los celos se arrastraran por ella cuesta arriba.
-Te, digo les, juró que fue desesperante. Salí a buscarlo por toda la cuadra y nada. Volví al chino a preguntarle al tipo pero ¡Oh casualidad! Estaba oportunamente cerrado. Volví al día siguiente a preguntarle, además de poner carteles por todo el barrio, y el tipo no estaba, de hecho nunca lo volví a ver, es como si hubiese sido un remplazo de una sola noche. Y te juro que cuando a fui al súper  lo escuche ladrar, Chipi tenía un ladrido inconfundible. Obvio que procuré no acusarlos demasiados porque no se puede confiar en los chinos-
Miguel paro un segundo, como si se hubiese dado cuenta que estaba siendo racista.
-Bueno, no sé todos, pero vinieron ellos con sus súper y sus algas Noris pero también trajeron a la mafia y al tráfico de órganos.-
-Las Nori son japonesas- Acoté, pero no me escuchó
-¿Y tu novia que te dijo?- Julia estaba cautivada hasta la médula ósea. Era especialmente vulnerable a las buenas historias.
-Bueno Chipi fue uno de los motivos para cortar. Uno de peso de hecho. No me creyó nada toda la historia de los chinos y estaba, debe estarlo todavía, muy segura de que se me escapó en un descuido. Pero yo les juró que nunca volví a mirar igual la carne picada de esos lugares. De ninguno.
-¿Y por qué lo harían carne picada si es más caro venderlo?- L e espeté
-Tal vez no lo saben, o tal vez saben que es particularmente rico, o tal vez, tal vez solamente son unos sádicos.-
No me acuerdo como terminamos ese día pero sí que hice todo lo posible para que nos fuésemos pronto. Mi primo si que sabía contar una buena historia pero también era especialista en revolotear las pestañas frente a cualquier chica linda que no esté relacionada con él sanguíneamente. No lo culpo, casi que no lo puede evitar tanto como los perros no pueden evitar olerse el culo mutuamente. No le creí ni media palabra de su historia sobre los gustos culinarios de aproximadamente cualquier inmigrante oriental en el país, pero procuré evitar los fiambres de ese tipo de mercados. Por razones de bromatología, obviamente.
Hace pocas semanas me había mudado a capital y hasta me había procurado una noviecita. Entonces había conseguido un trabajo que jamás tomaría ahora. Conocía muy poco de los secretos y atajos de la vida porteña y toda esa charla me había servido de introducción, al menos al verso local. Unos meses después volvió a mi aquella tarde larga de pausas dramáticas, sólo a la luz de hechos similares recordé la historia del  perro desaparecido, y mierda que la recordé.
Algo que me impactó particularmente de la ciudad fue la cantidad de personas sin hogar que se desperdigaban por la calle como hojas muertas a merced del viento. Tenía buena relación con los vagabundos de mi cuadra pero especialmente con Héctor o “El Peluca”. Se decía que el Pelu no se había vuelto a cortar el pelo desde que un cáncer de páncreas voraz se llevó a su mujer en tres meses. De eso habían pasado quince años  y su cabellera blanca se arremolinaba alrededor de su cuerpo menudo y cuarteado como la capa de un rey sin trono. Era un tipo particular, siempre en su esquina con su colchón impecable, el mate listo y un libro en la mano. Como se procuraba tales elementos era un misterio que yo no me preocupaba en desvelar, aunque siempre le preguntaba si precisaba algo. Todos los viernes nos juntábamos cuando moría la tarde, jugábamos al truco en un silencio que era algo así como un acuerdo tácito y para mí era lo más parecido a una terapia que experimente en mi vida. Eso cambio trágicamente desde el día que abrieron un Chino -“El Progreso II”- en la cuadra, justo al lado del rincón del Pelu.
Empecé una cruzada absurda y ahora que lo recuerdo, bastante infantil, para encontrar a mí amigo. Nadie parecía perturbarse demasiado por su ausencia repentina y por lo visto inexplicable, todo lo contrario, todos tenían una teoría más que racional para explicar porque un lumpen de cuarta podría ser devorado por la tierra sin previo aviso. Primero, hable con todos los sin techo del barrio.
-¿Héctor?- Me pregunto casi retóricamente un hombre que olía a vino de caja y enzimas digestivas.
-Si, sí. El Pelu.-
Me miró a los ojos indistintamente tal vez midiendo si se podía confiar en mí. Por lo visto decidió que no.
-No sé nada de él. La última vez que lo vi llego a las buenas en menos de diez minutos. ¡Que demonio!-
Me fui algo enojado, no sin antes darle el tetra-pack con el que había pagado información inútil. Hasta el vino malo estaba caro en esos días. Y así seguí preguntando, incluso al abrigo de la noche donde lo único que se dejaba ver eran brillantes ojos de cigarrillos ardiendo ,como luciérnagas del vicio. Una y otra vez choque contra un muro de concreto y sin embargo, estaba seguro de que todos me escondían información vital. Me sentía un topo ruso de poca monta tratando de entrar a la CIA con un pase falso, ya saben cómo terminan esas historias.
-Va a ser mejor que ya dejes de preguntar flaquito.- Me advirtió Jesús con voz cavernosa, uno de los vagabundos más viejos y posiblemente quien dirigía la orquesta sinfónica de pobretones.
-¿No te preocupa saber que le paso? ¿Qué le puede pasar a los demás?
-No. Acá cada hombre se cuida su colchón. Y tu amigo estaba metiendo su nariz de borracho en donde no le incumbía.-
-Héctor no tomaba alcohol.-
-Da lo mismo.- y sus ojos  tuertos buscaron los míos, era como dar un vistazo al interior de una tormenta- Acá están todos flojos del mate.-
Llamé a la policía, en retrospectiva también fue una movida bastante ridícula. Pero estaba desesperado y si pudiese volver el tiempo atrás probablemente lo haría de nuevo. Ya no se trataba de que un amigo mío había desaparecido, se trataba de que a nadie parecía importarle, como si agunas vidas estuviesen destinadas a tener un final abierto.
-¿Policía Federal?
- Un amigo mío desapareció.-
-¿Hace cuánto? ¿En qué zona?
-Hace 12 horas, por Boedo.-
-Nombre y apellido del desaparecido por favor.-
-Héctor. Héctor el Peluca.-
-Señor, el apellido por favor.-
-No lo sé.-
-¿Tan amigo no era no?- preguntó el policía jocoso.- ¿Me lo podría describir?
- Tenía el pelo blanco muy largo, la piel arrugada, llevaba barba y una campera vieja color beige, puede que vaya descalzo-
-Lo que se dice un homeless?
-Eh, si-
-Mira pibe, está denuncia no te la va a tomar nadie, probablemente se cambió de choza o capaz se fue a nadar al rio de la plata, yo la voy a presentar pero más te vale contratar un equipo SWAT si querés encontrarlo.-
Pasaron varios días sucediéndose unos a otros como quien tropieza en las escaleras. Yo andaba paranoico y de mal humor buscando detalles en grafitis y en las baldosas sueltas. Poco a poco note como el barrio se iba transformando, cada vez más limpio y vacío, cada vez menos gente en la calle por los motivos incorrectos. Los pocos linyeras que quedaban se escondían y andaban con sigilo, sin atreverse siquiera a dar explicaciones
. Y el supermercado nuevo prosperaba, se corrían rumores de su limpieza y gran stock, aunque los empleados eran un poco raros. ¿Cómo todos los chinos no? Yo trataba de evitarlo a toda costa hasta que un día la acompañe a Lucía, le insistí pero era tarde y necesitaba toallitas o algo así. Baje inexplicablemente nervioso, mis manos temblaban como si tuviese fiebre y sentía un frio pegajoso en todo el cuerpo. Era cierto, era grande, iluminado y estaba bien abastecido incluso, tenía aire acondicionado. Casi no parecía un chino.
-De hecho.-le comenté a Lucía- ¿Viste que no hay música?
-¿De qué hablás?-
-En todos los chinos, a toda hora, pasan k-pop o lo que sea bien alto y estridente, una musiquita como de consola que te dan ganas de inventar pasitos.-
-Ah puede ser, capaz estos son más discretos.-
Discretos las pelotas, pensé impaciente. Mire en derredor, no había una sola cucaracha, todo brillaba como una estrella en extinción. Los productos estaban bien ordenados y los carteles no tenían faltas de ortografía, nada de “Mosquito muere” para las tabletas fuyi o “vino tinto don calentin”.
-Algo no está bien.- le quise decir a mi novia pero no estaba al lado mío. Mire hacia atrás y un pasillo interminable  y vacío me devolvió la mirada.- ¿Lucia?-
Nada. Ni al lado de los fiambres ni mirando vinos para endulzar la noche. Como desvanecida en pleno aire. Mis pies resbalaban torpemente por los pisos encerados mientras corría de góndola en góndola.
-¿Joaco? ¿Qué haces tontito?- Lucía sonreía en la caja y charlaba con un hombre bajito que amablemente le ponía su compra en una bolsa y le deseaba buenas noches.
Salimos y el aire fresco de verano fue una bendición.
-¿Qué amables viste?
-Ese lugar está mal, es todo lo que está mal.-
-No me vas a decir que esta gente se llevó a tu amigo.-
-¡Exactamente! Lo hicieron carne picada Lucía!-
-Sos un racista ¿sabías? Esta esta es gente honrada que se gana el pan trabajando todo el día.
Se equivocaba, se equivocaba en un detalle. Resta decir que no duramos mucho tiempo juntos, digamos que diferencias irreconciliables. Con el tiempo deje ir el asunto y me limite a evitar el lugar. Y el mundo pareció seguir girando en un indiferente afán hasta que Elsa se nos fue.  Elsa era mi vecina- arquetípicamente la loca de los gatos- sólo que no estaba loca estaba sola, aunque sí tenía un montón de gatos. A veces me regalaba budines de banana que aseguraba “le sobraban” y  cambio yo la ayudaba cuando le saltaba la térmica o quería jugar a la canasta.  Sus hijos no venían a visitarla seguido y por lo visto consideraban ponerla en un geriátrico. “Antes muerta Joaquinito” me solía decir “No pienso pasarme las tarde mirando cómo se les cae la baba a un montón de viejos inútiles”. Y algo en su tono de voz me hacía pensar que mejor ni intentarlo. Me di cuenta que faltaba porque sus gatos aullaban como almas en pena. Le pedí al portero su llave maestra y entramos. No había feo olor, no había un cadáver gris paralizado en la rigidez de la muerte mientras miraba la novela. La casa estaba vacía. La familia no sabía nada. Yo me quede con dos gatitos y un montón de preguntas.
Al día siguiente decidí ir al súper. Había unido todos los puntos en lo que a mí me parecía una constelación de sentido y ni aun así estaba preparado para lo que iba a ver. Era un domingo tranquilo y como siempre, el lugar estaba extrañamente vacío. Una cajera bastante linda me saludo sin acento alguno, le devolví el saludo para no levantar sospechas.  Fui a buscar yerba, agarre eso y unas galletitas y me puse a ver el lugar en detalle. Noté que detrás de la fiambrería que nadie estaba atendiendo había una cortina de plástico en flecos. Miré en derredor, el ojo maquinal de una cámara me observaba  desde un rincón. Decidí atravesar las cortinas.
Hacía un frío inhumano, era casi como estar en un frigorífico. Parecía un depósito regular, siempre ordenado y prolijo, sin tripas ni sangre decorando las paredes. Abrí una puerta negra mientras una voz racional me decía que todo esto estaba yendo muy lejos.  Del otro lado el frío no menguo, pero si cambio el escenario; entre un montón de gomaespuma descansaban cuatro personas de origen oriental, parecían desmayados, tal vez muertos.Supuse que eran los dueños reales del lugar, que hablaban mal español y no se deshacían en cortesías. Ese era el momento de correr, pero me quede.  Un gran agujero  se abría en una de las paredes de cemento, un vórtice que se arremolinaba sobre sí mismo y de cuyo centro provenían susurros de lenguas antiguas como el siseo de un cascabel oxidado. Me quede mirando la oscuridad. De hecho, sentí deseos de entrar en ella.
Me pegué una cachetada. Funcionó. Me acerqué a los cuerpos y comprobé que estaban vivos pero su corazón latía en una lenta cadencia. Mi celular no tenía señal. Decidí que era mejor ir a buscar ayuda. Cuando me di vuelta se materializo la presencia aplastante que venía sintiendo sobre mí.
No sé si puedo explicarles que parecía. No hay referencias humanas para la morfología de ese ser. Donde debían estar sus ojos había dientes y donde debían estar sus dientes había mil lenguas de que se movían con ánima propia revolviéndose en el interior de aquella cosa que parecía gelatina de frambuesa. Se movía con parsimonia mientras algo que parecía un ojo en su panza pestañaba. Sentí un temor atávico, antiguo, como el de los primeros hombres al abrigo de un fuego débil ante la más larga de las noches, miles de formas primitivas acechando en lo oscuro. Me cachetié de nuevo, mi primo no va creer esto pensé.  Y de hecho nadie lo hizo, ni siquiera yo.
Amanecí en la cama de mi cuarto. Por lo que respecta a la cantidad de sudor que emanaba podría haber recién salido de una piscina olímpica. Había soñado con otras dimensiones y con dioses antiguos cuya forma jamás podría ser comprendida por la delicada mente humana sin caer en la más profunda locura. Había soñado con un agujero infinito con hambre voraz de sacrificio. Soñé que tenía la llave para dar comienzo al fin de los tiempos. Mire alrededor con desconfianza, en la mesita de luz había un ejemplar de “Los mitos del Cthulu” de Lovecraft. Tengo que cambiar de lectura, pensé.
El chino cambio de dueños luego de ese día. Permaneció cerrado durante una semana y reabrió sucio y desorganizado, plagado de errores de ortografía y utensilios de dudosa utilidad. Entre con confianza a comprar huevos para bailar disimuladamente al son de una musiquita insoportable. Me pareció reconocer al cajero, tal vez de ese sueño en que le tome el pulso. Tal vez es cierto que soy xenófobo, pero no es a estos extranjeros a los que le temo.
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jacquelinemessmer · 9 years ago
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El primer día o la última noche
“Este mundo está lleno de cosas rotas: corazones rotos y promesas rotas, personas rotas. Este mundo es, a su vez, una frágil edificación, una colmena donde el pasado se filtra en el presente, donde el peso de la culpa por la sangre derramada y los pecados antiguos arruina vidas y obliga a los niños a yacer con los despojos de sus padres entre el posterior revoltijo de escombros”
John Connolly.  Los atormentados.
 -Dios, muero por un pucho.- Murmuró para no gritar, en la soledad de un subte rebalsado. Paradójico, río con torpeza ante la mirada sorprendida de un señor repleto de aquellas pecas grises que el tiempo subraya en la cara, velar por la vida y blasfemar sobre la muerte. Se acomodó la remera de un ambo celeste, mejor conocido como “verde hospital”, aunque la colorimetría siempre es objeto de debate, por ejemplo a su vieja le gustaba describirlo como “Color ojos de brad pis”, en fin, hediondo.
En el fugaz ínterin de su viaje habían avivado su deseo sujetos extravagantes, verdaderas chimeneas humanas. Empezando por el boletero ¡El boletero! Que transgresor exhumaba volutas de humo en su ínfimo recinto de cristal, como si se hallase en una cámara de gas voluntaria con conciencia estar siendo observado y filmado. Portaba unas profundas ojeras violetas de reptil, lucía el cráneo poblado por una selva de rulos de un negro salvaje, demasiado ocupado en su faso como para atender a normas básicas de cortesía. Luego otro bandido, un joven dolorosamente flaco, probablemente dueño de un metabolismo fugaz, el pelo oxigenado y el andar esquivo. Recogió un pitillo desechado en las escaleras del subterráneo. Degusto el sabor a un beso apurado y el regusto de un café sin azúcar en la saliva ajena, sacó un encendedor fluo de su bolsillo trasero y comenzó a fumar, también, como si nadie estuviese viendo. Bien por ellos. Clara hoy tenía la primera guardia de su vida, y estaba aterrorizada, aterrorizada y sedienta de nicotina.
La calle la recibió con un abrazo incómodo; el aire frío y húmedo de mayo envolvió su cuerpo de ropas ligeras. Había demasiadas personas entre Pueyrredón y las Heras,  caminaban con la torpe ansiedad de las polillas ante la luz artificial. Hablaban, gritaban mejor dicho, mensajes variopintos desde sus celulares. El murmullo general se elevaba hasta un zumbido insoportable. Clara no podía escucharse a sí misma, era como intentar hablar por telefóno en un boliche de tecno-house. De su bolsillo derecho sacó un chupetín de cereza, el azúcar el revolvió el estomago cansado. “Fijate con eso de la medicina y toda esa cosa vos, eh. Que te vas a encontrar con unas caruchas de regalo, especialmente si estás en el sector público” La última conversación que tuvo con su vieja revoloteaba en su cabeza, las palabras ajenas comenzaban a sentirse propias. “¿Al Rivadavia vas  a hacer las practicas? ¿ Estás en pedo Clara? Se cae a pedazos ese hospital, fíjate que revienta. Hay cola desde las 5 de la mañana” Lucas, un compañero de facultad que había decidido especializarse en cirugía plástica había sido especialmente enfático. “Ese hospital da miedo” Eso era innegable. Su hermana menor había hecha la acotación al pasar, con una inocencia demasiado certera, por ende, más acertada. Se soltó el pelo del estrujado rodete que llevaba, como si liberar los pelos aligerase el pensamiento.
Cuando llegó a las puertas del hospital no estaba lista. Se paró en seco. En las escalinatas de la entrada a la guardia aguardaba un desfile de cuerpos rotos; un hombre que ocultaba su rostro con su largo pelo  el cual peinaba con meticulosidad, una señora oronda a la que le faltaban dos piernas, dos pequeñitos que se debatían sobre un oloroso plato de arroz aguado, una adolescente embarazada que la miraba con fijeza mientras se acariciaba la panza reventada. Buenos días a todos y todas.
No lograba entrar, el establecimiento era un imán y ella un polo energético de igual carga. Suspiró  mientras miraba hacia arriba. Era una antigüedad de cuidado. Las paredes de estética grecorromana se erguían grises y derruidas, acentuando la gloria de lo que un día supo ser. El nosocomio databa de 1774, un regalito de la Hermandad de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo que luego había sido provincializado por Bernardino. El tiempo se había encargado de opacarlo, de convertirlo en una lúgubre carcaza con gatos huérfanos en los jardines y colchones de la misma condición en los huecos del patio posterior.
Hasta que entró. El viento arremolinó las hojas de un árbol viejo. Adentro hacía más frío y reinaba el silencio y una calma tensa, como la que habita en un cementerio, esperando a que se desate un caos inminente. Tac-tac-tic-toc. Su corazón se desenfrenó como un reloj descompuesto. Se dirigió hacia su sector. O adonde le habían dicho que debía ir. Pasó por una sala de espera abarrotada y triste, de espera tortuosa ante unos dolores largos. Nadie la miró. Se alisó el ambo y continuó el trayecto desde la pequeña zona refaccionada y moderna a su interior más antiguo.
-Buen día- Saludo en un susurro, una voz amortiguada por su propia lengua.
-¡Hola bebota!- Joel, Su compañero de residencia y de cursada, la recibió con un beso ruidoso. Tenía la tendencia malsana de apodar a todos con sobrenombres pastosos.
-¿Y esta? ¿Quién es?-  Una enfermera le cebaba mate, probablemente edulcorado. Clara le miró las piernas, coronaba unas varices calamitosas con tacos altos de color verde pastel.
-Ella, es Clarita. Clariuchis. Es re inteligente no sabes.- Se acomodó el uniforme negro, apretadísimo, que llevaba sus musculos bien formados a la asfixia.
-Mirá. No, no sé.- La miró con desdén a través de sus anteojos a juego.- Vos tené cuidado acá nena.-
-¿Por?-
-Alguien se está robando material quirúrgico.- Se apresuró a responder Joel.
-Eso también. Estos muertos de hambre son peligrosos ¿Sabes?-
-¿Qué es lo otro?-
-¿Cómo?
-Dijiste “Eso también”.-
-Ah.- La enfermera parecía molesta por la intervención.- Bueno. Se escuchan cosas ¿Sabes? Las noches de tormenta los gatos se ponen locos y..
-¿Eso no es raro o sí? Son gatos, tienen comportamientos salvajes cuando están en período de celo.- Clara la interrumpió.
-Y las luces se encienden y se apagan solas. Magia de la fea.-
-Este edificio es antiguo. Seguro tiene problemas de tendido eléctrico.-
-Vos no entendes nada pendeja, este edificio tiene huesos viejos y mucha dejadez encima, se junta como el polvo. Nada, entendes, nada.- Repitió más para sí que para su adversaria.
Clara se dio vuelta mientras entrelazaba los brazos en un ofuscado gesto infantil. Todo lo que esa señora de mal gusto decía le parecía superstición al punto de la idiotez. De todos modos no se animó a seguir retrucándola. Joel la palmó en la espalda y se sobresaltó. La mejor forma de empezar una jornada laboral es un debate sobre seres mitológicos y magia de la fea.
Pero el día se sucedió con una aceitada normalidad, como se derrite con calma un trozo de manteca a fuego lento. Pasaron por su manos enguatadas; una embarazada con mareos que aseguraba que las mañanas junto al inodoro eran producto de comer demasiado huevo duro, un anciana de dientes vacilantes que tuvo que derivar al odontólogo, dos gemelos de cinco años con sendos  dolores de cabeza somáticos, y una joven- Josefina- segura de que le habían “Hecho un trabajo” motivo por el cual tenía las uñas blancas como la leche, toses sanguinolentas y un sudor pegajoso que le respiraba en la nuca. Clara le explicó que tenía los alveolos a la miseria por una neumonía de puta madre, pero se guardó el insulto. Ella era, en su totalidad, una persona reservada.
La noche fue el problema. Le tocaba pernocte y se dispuso a afrontarlo bajo una falsa apariencia de tranquilidad y autoconfianza, algo así como cuando rellenaba sus corpiños con algodón a los quince y salía a las matinées tranquila sabiendo que la verdad de su asombrosa planicie mamaria jamás sería descubierta. Joel fue a saludarla al caer la tarde, parecía exageradamente ansioso por irse o tal vez, sólo fuese la envidia de Clara.
-Me voy churrita. ¿Te portás bien eh? Seguro que esta noche no viene ni un alma.-
-Psé. Tal vez es mejor que vengan, así me entretengo.-
-¡Ay vos siempre tan activa! ¿Sabes cómo se llama eso? Adicción al trabajo.- Dijo Joel con sorna.
Clara trató de reír ante el intento de elogio irónico de su amigo. Fingió una sonrisa seca.
-Ah y si aparece Norma, no le des bola. Ya sabes como son las señoras  más bien grandes, especialmente si son enfermeras.-
-¿Norma?.-
-La fanática del verde pastel. Con el brushing en rojo cereza.-
-Ahh. Claro, Buenas noches Joe.-
 -Chau churrita. Cuidate- Y lo último lo dijo en serio.
Y se quedó a solas en un pequeño cuarto. Las paredes parecían tener la intención de aplastarla en cualquier momento, de tan estrecho que era el espacio. En ellas colgaban algunos posters de campañas gubernamentales, una sobre el sida y sus formas de contagio, otra sobre la importancia de lavarse las manos y una aún mayor sobre el dengue y sus síntomas. Por debajo de estos se disimulaban manchones de humedad que devoraban la pintura otrora blanca. Se dispuso a sentarse en la camilla impaciente pero se paró a tiempo al escuchar  sólidos pasos en el pasillo. Era Norma.
-¿Vos bien pendeja?-
-Perfecto. ¿Necesitás algo?- Hizo una pausa de tres puntos- Abajo hay un ventilador, sé que es mayo pero los nervios dan calor ¿Viste?- Aderezó la última palabra con un guiño experto- Cualquier cosa los muchachos están abajo, tienen mate y ibuprofenos.
“E”
-Estoy bien. Le agradezco.- Clara se retorció un poco más sobre la silla con las tripas de goma espuma a la intemperie. Era tan incómoda como la situación.
-No seas tímida pendeja. ¿Qué tenía la mina esa hoy? ¿Tuberculosis?
Clara se rió. No fue una risa dulce, más bien un caramelo pasado de fuego.
-Era neumonía.- N-e-u-m-o-n-í-a con acento en la última i. Bestia.- No no no no. La neumonía es la inflamación de los espacios alveolares de los pulmones. Muchas veces es infecciosa, pero no siempre. Puede afectar a un lóbulo pulmonar completo .a un segmento de lóbulo, a los alvéolos próximos a los bronquios o al tejido intersticial . La neumonía hace que el tejido que forma los pulmones se vea enrojecido, hinchado y se vuelva doloroso. La neumonía infecciosa a veces presentan una tos que produce un esputo de color marrón o verde y una fiebre alta que puede ir acompañada de escalofríos febriles terribles. La tuberculosis , en cambio ,es una infección bacteriana contagiosa que compromete principalmente a los pulmones, pero puede propagarse a otros órganos. La especie de bacteria más importante y representativa causante de tuberculosis es Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch Los síntomas son parecidos si, una puede devenir en la otra, pero verás , no es lo mismo.-
Norma la miraba azorada, con las manos en la cintura.
-Bueno muy bien Guikipedia. Espero que tengas una buena noche. Procura no quedarte dormida.- Mientras le hablaba la escrutaba con sus dos pupilas negras magnificadas por los lentes que se movían como moscas inquietas.
¿Guikipedia? ¿No dormir? ¿No es acaso lo que hacen todos?
-Pse, Buenas noches.-
Y Norma se fue. Chancleateando los tacos verdes con insistencia, tal como había llegado.
Ningún paciente se aproximó en las siguientes dos horas. La mente de Clara paso de ser una laguna a un charco tempestuoso. Mil preguntas y advertencias sollozaban en sus oídos. Para mitigar el ruido, y obviando el hecho de que estaba trabajando, hizo lo mismo que hacía cuando era adolescente: se puso a escuchar la discografía completa de Britney Spears, la princesita del pop. Funcionó. La sensación de que algo iba a colapsar fue apaciguándose con las horas. No fue hasta que que Britney Jean de McComb, Missisippi pedía por favor que la golpeasen una vez más que las luces se apagaron. Fue un parpadeo, de inmediato se volvieron a encender. La puta madre.
Se paró. Procedió al pasillo largo, apenas iluminado por la luz ocre que entraba a través de los vidrios esmerilados. La habitación de enfrente estaba vacía y a oscuras. ¿Tan poco personal hay? Contemplo por la inmensa ventana de postigos oxidados el paisaje nocturno. Una alcantarilla de plomo transportaba un ruidoso flujo de agua interrumpiendo el silencio. Más allá de la reja las máquinas de construcción, ahora en reposo ,acumulaban brea que brillaba bajo la luz lunar. Una chimenea del hospital se erguía a lo lejos, como un faro mortuorio. Sabía que del otro lado había un jardín central pero nunca lo había visto. Éste por lo pronto, parecía aún más extraño de noche y entre los pastizales sin cortar se avisaba movimiento, como si el patio tuviese vida, una subterránea  y olvidada. A lo lejos dos borrachos reían y chocaban sus botellas con tanta fuerza que pudo ver el color de sus cristales. Un gato gordo la miró desde su ojo tuerto, pero más que verla a ella, parecía observar algo que se situaba a sus espaldas. Pero no había allí nada. Entonces lo escucho:
Duerme, duerme negrito.
Que tu mama está en el campo, negrito
Duerme , duerme mobila
Que tu mama está en el campo, mo-bi-la
La voz era claramente infantil pero sonaba más grave y apagada de lo esperado. Como si la estuviesen cantando desde un pozo en la tierra.
Se acercó con sigilo, la precaución no tenía razón más que el miedo.
y si negro no se duerme
Viene el diablo blanco
                                                                Las luces se apagaron otra vez, y el espacio permaneció oscuro como un sueño sin formas.      
 Y ¡zaz! le come la patita
Chicapumbu, chicapumba-a-a-a-a
Se guió a tientas por el sonido. El olor rancio del moho la mantenía alerta. La electricidad volvió justo en el mismo instante que encontró el origen del ruido. Un cuarto apenas grande, pero atestado. Más de cincuenta personas se acumulaban a la espera, tal como lo hace un montón de ropa antigua en el ático de una abuela. Los observo. Tenían la piel cenicienta, como si todos estuviesen a dos metros de la muerte. ¿Qué hacen acá?
-¡Hola! Soy la doctora Clara Fonteveccia, clínica generalista. Los voy a estar atendiendo esta noche. ¿Hace cuanto esperan?- Silencio como única respuesta- Bueno. Voy a ir atendiéndolos un por uno, como pueda.- Gritó. Todos permanecieron impasibles. Buen comienzo.
Se acercó a un señor que se apoyaba en una esquina, parecía a una brizna de viento de caerse. Estaba flaco, muy flaco, como si alguien le hubiese sorbido el interior con una pajita. Tenía el cuerpo totalmente cubierto por pustúlas duras formadas por un líquido espeso y blanco. ¿Qué es esto? Le ordenó abrir la boca.  La invadió un vaho dulzón, de flores descompuestas. Tenía llagas también en la boca. ¿Viruela? Intentó acceder a su biblioteca mental mientras pensaba en síntomas y tratamientos. ¿Pero el último caso no era de 1977? El hombre aún tenía la boca abierta y vacía de dientes.
-Ya podés cerrar, enseguida estoy con vos.-
El hombre no se inmutó. Cerró la boca con parsimonia. No parecía sentir dolor. Clara se acomodó el estetoscopio para reafirmarse. Se agachó para acercarse a un chiquito. ¿Vos sos el cantor de pesadilla? El chico tenía la mirada perdida en la ventana, dos ojos grandes y lechosos cual vidrios empañados.  Estaba sentado en el suelo, sus  piernas raquíticas se extendían inertes como un pantalón en el suelo. Clara lo saludó por lo bajo y comenzó a tocarle las piernitas. Atrofia muscular severa, parálisis ¿Poliomelitis? Recapitulo rápido. La racionalidad era el último tren en su estación mental. Sé que hubieron algunos caso en Pakistán pero…¿Acá? Podía suceder que una adulto hubiese sido víctima de la última gran epidemia, pero rarísimo en un chico de 6 o 7 años.
-Disculpa nene ¿Dónde está tu mamá? ¿Te dieron las vacunas?-
El chiquito seguía en algún lugar del olvido. Ni parecía sentir su presencia invasiva. Clara se aproximó a una cajonera a buscar insumos. Los cajones estaban vacíos, sólo en el primero había un paquete de cigarrillos “Reina Victoria” y unas cerillas. Se los guardó agradecida.
-Bueno ¿Quién sigue? Es por orden de llegada muchachos.-
Nada. Los cuerpos se apretujaban entre sí pero permanecían quietos, impregnado en el aire con sus exhalaciones enfermas. No sabía por donde seguir asique se acercó a  una mujer embarazada, la panza le brotaba  de su cuerpo delgado  como un tumor inextirpable. No se azoró tanto  esta vez cuando le examinó unas enormes llagas  en la cara que le había dejado la nariz en carne viva ¡Tengo tu nariz! Era un pensamiento de mal gusto pero irremediablemente se acordó de su tío Héctor que la traumatizaba con el hurto de narices. Está mujer esta en tercera etapa, y el bebé va salir sifilítico también. Se abstuvo de preguntarle si estaba al tanto de la existencia de la Pennicilina. ¿Qué culpa tenía? No lloró, ni siquiera se movió cuando le examinó las ulceras rojas como el ojo de un cigarro ardiente.
Toda la situación la superaba. Sentía que estaba limpiando las sobras  putrefactas de una bacha de restaurant al final de la noche. Por más que las agarrases con ahínco siempre quedaba un trozo pegado en los costados. Se decidió, iba a ir abajo a buscar ayuda, explicaciones y antibióticos. Cuando se paró un nene le agarro la mano. Tenía los dientes negros como el alquitrán de la calle. La piel gris y enferma, los ojos vacíos y la mano fría. ¿Tan fría? Helada, helada. Cinco deditos de estalactita, un cuerpo profundo que se abre paso entre la tierra dura de los muertos. El viento glacial que se cuela sin permiso por debajo de la puerta en una mañana de mayo. Las bocas cosidas por el paso de un tiempo sin memoria que hablan entre susurros al atardecer.  Helada, helada como lo que no está ya más vivo, pero aun así busca, se arrastra, busca y persiste. Jesús y la virgen. Entendió. Y salió corriendo
Y corrió por el extenso y angosto pasillo que parecía en espiral. Sus crocks resabalaban en el piso de cerámica antigua. Las luces blancas de tubos fluorescentes titilaban como crepita el fuego al final de su vida. Nadie la seguía excepto un eco
Y ¡zaz! le come la patita
Chicapumbu, chicapumba-a-a-a-a
Chicapumbu, chicapumba-a-a-a-a
Chicapumbu, chicapumba-a-a-a-a
Llegó al cuarto de consulta y se encerró. Sus pulmones se incediaban por la falta de oxigeno. Allí la luz no titilaba y se imponía un silencio prolijo. Aunque era una mala idea, se prendió un cigarro de esos vintage que había encontrado. El humo pobló la habitación  sin ventanas, sumiéndola en una apacible niebla. Su corazón recordó su pulso habitual. Se colocó los audiculares. Britney Jean asguraba que ella solía pensar que tenía las respuestas para todo, pero que ya no era una ne… Y se deslizó en la oscuridad del sueño.
-Pendeja. Pendeja. Levantaté.-
Clara la miró a Norma extrañada. Llevaba unas gafas distintas.
-¿Cómo fue? Me dijeron que tuviste una noche tranquila¿Viste que todos se quedan dormidos? Hasta vos. Pendeja.- Y se fue riendo y haciendo ruido.
Clara se desperezo, se acomodó el ambo color-ojos-de-brad-pis. Camino disimuladamente hacia la habitación nocturna. Era más amplia de lo que recordaba. Estaba limpia, los cajones- pudo corroborar- tenían suficientes insumos. Por la ventana se colaba un rayo de tierna luz. Que sueño tan horrible. Pero sus dedos olían a tabaco agrio. Y el paquete de Reina Victoria  “Proveedores de la Real Casa de España por Real decreto de 17 de febrero de 1909” en su bolsillo derecho era un extraño recordatorio.
Recogió su mochila y su abrigo y  procuró irse sin saludar, dejando por ahí su estetoscopio. Joel y Norma tomaban mate y charlaban de que por todo el mes no habría gasas y poco suministro de alcohol etílico. “Que vas a hacer, es el sector público.” “Sí, si un desastre”. Norma se reía ( de ella obviamente) con esa risa sin aire, de comida atragantada.
-¿Clariuchis a dónde vas?-
Decidido: se iba a dedicar a ser maestra jardinera, en el sector privado de preferencia. Nada de llagas, nada de vómitos, nada  de sangre  a raudales ni de pieles amarillentas por la ictericia, nada de muertos del siglo XX. Sólo mariposas de colores y abecedarios con animales; a- de abeja, b de botulismo, c de cáncer, d de  disentería o de dolor insoportable. Incluso, ya sabía una linda canción de cuna: Chicapumbu, chicapumba-a-a-a-a.
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jacquelinemessmer · 9 years ago
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Ofertas para morirse
“When you're in hell, only a devil can point the way out.” ― Joe Abercrombie, Half a King
 Miriam era la menos vistosa de todas  las quince cajeras del Carrefour Market  y tenía conciencia de eso. Como el único plato sucio en una cocina brillante y blanca. Las había de todos los tipos: de uñas largas de peligroso filo en rojo Malbéc o rosa peluche; de rodetes orgullosos y bien rubios coronados con una sonrisa invernal; de delineadores azules con brillo metálico para disimular el hastío en la mirada. Todas ellas jóvenes e impecables, pero Miriam sabía también que irían perdiendo la frescura como una lechuga en la heladera.
Ella era cajera de carrera. En sus diez años preguntando si débito o efectivo había recorrido demasiados supermercados. Había estado en un Jumbo, donde usaba una visera de golfista color navidad y tenía la obligación, por contrato, de sonreír cuando un cliente- siempre demasiado ansioso por poner todos sus productos sobre la cinta- se acercaba a una distancia de un metro. Los primeros días se olvidaba de respirar mientras, más que sonreír, mostraba los dientes como un perro acorralado. Ahí duro 6 meses. En el Día podía ser desagradable porque los salarios también lo eran. La dejaban sola. La encargada desaparecía tras un Aconcagua de cajas que hacían de estantes. Y la otra cajera, bueno... siempre encontraba alguna meningitis oportuna de la cual enfermarse. Pero lo peor no eran los sueldos, ni las interminables jornadas, ni la soledad inoportuna: eran las cucarachas. Eran tantas como invencibles. Incluso llegó el día que Miriam juró escuchaba el roce de sus patitas entre las bolsas de plástico color lima, tan cerca, que de a ratos sentía  un cosquilleo demasiado  ligero recorriendo sus brazos. Se mantenía siempre vigilante a las pequeñas sombras que circulaban por los estantes de golosinas, al lado de la caja registradora. Esta vez fue ella la que renunció.
Asique no, no era un caramelo para la vista, más bien un té con demasiado limón. Su culo sobresalía por los bordes de su asiento giratorio. El pelo gris, recogido con un broche floreado, parecía una esponja de virulana. El uniforme estaba coloreado con manchitas de café, la credencial siempre torcida hacia la derecha: “Miriam. A. Fernandez” como si alguien la fuese a tratar por su nombre. La “A” era de Anastasia, un rollo extraño de su viejo y uno de sus secretos mejores guardados.  El otro era un piercing en uno de sus pezones que se había hecho hace dos años y que su ex novio solía amar.
-Miriii… ¿Tenés cambio gordu?- Fabiana la había estado mirando hace un tiempo desde la caja contigua. Su voz era aguda como el llanto de un gato cansado. Gordu. Miriam no se había dado cuenta que una rubia espigada la estaba amenazando con un paquete de papel higiénico de 6 rollos hiper suave.
-Eh… no. Pedile a  Rosa.- Rosa era le encargada. Acomodaba siempre su silla  en la máxima altura posible para tener mejor control de todos los movimientos. Era implacable. En este mismo instante la estaba mirando desde su precaria torre de control. Miriam sudó en lugares poco convenientes. Procuro atender a la dama, que por la cantidad de galletitas dulces, gaseosas , jugos de arándanos  y rucúlas que había comprado era una mami de zona norte que protegía la línea vertical de su vientre plano; mientras le compraba a sus chicos una diabetes a plazo fijo. Le dedicó una sonrisa plomiza:
-Buenas… ¿Bolsita?- La platinada se contentó con mostrarle su bolsa ecológica y se ahorró las palabras.
Había sido un día largo. En el súper pululaban diez personas presurosas,  para quienes la cena era un proyecto poco necesario, pero que al final habían decidido llenar el vacío con milanesas de soja o vino. Miriam hojeaba en su celular fotos de su hija de cuatro años que la miraba desde el hueco que sus dos paletas de leche, caídas en la batalla del crecimiento, abrían en su sonrisa. Miró hacia atrás sólo con los ojos, dejando su cuerpo inmóvil como un granadero de plaza de mayo. Afortunadamente, la implacable Rosa estaba ordenando unas facturas con prolijidad obsesiva: las alisaba con la mano una por una antes de archivarlas… y no, el planchado manual no estaba incluido en el sueldo.
-Ejm ejm. -Una exclamación como dos golpes en la puerta de un baño público.-Buenas noches.
Miriam dio vuelta la mirada para ver quién era el dueño de aquella frase cavernosa con acento en la palabra “noches”.
-¿Qué tal?- Respondió con desgano. Espero que las tuyas lo sean, huevón. El contenido de su compra la desconcertó al punto de querer mirarle la cara: seis paquetes de preservativos de 12 unidades, dos bidones de destapa cañerías Merclin  y un paquete de velas largas color cereza.
-No podría estar mejor.- Respondió  con una sonrisa prepotente el hombre, tomándose a pecho su pregunta, que nunca era formulada a los fines de obtener una respuesta.  A  lo sumo un “bien gracias”. Era alto, casi interminable. El pelo negro untado con tanto gel que parecía grasa, trajo consigo un vaho a tabaco, picante y dulce. Vestía una remera blanca que asfixiaba su cuerpo, desdibujando los músculos de sus pechos como ondas sobre un estanque. El resto de la transacción se realizó bajo el imperio del silencio. No pidió bolsa, guardo su compra en un morral de cuero desgastado y pagó con American Express. Pareció darse de cuenta de cuánto Miriam lo miraba, no con placer, sino con meticulosidad. Jorge R. Gaindman (o quien fuera) procuró despedirse, no sin antes dedicarle una desconcertante mirada desde sus ojos grandes. Tan negro tenía el iris que la esclerótica parecía haber sido inyectada con petróleo.
-Que descanses, “Miriam A”- la saludó, llevándose la mano a los labios en un gesto sutil, pero a la vez cargado de erotismo espeso. Miriam no le respondió, pero pensó que algo andaba mal, muy mal, con ese chabón. Recibió un mensaje de la niñera de Florcita y se olvidó del asunto. Quién no lo hizo fue Fabiana, que siguió al extraño con la mirada, parpadeando coquetamente los ojos como dos mariposas moribundas.
Martes. La blancura de las luces y el eterno olor a plástico al ingresar al trabajo, le daban a Miriam la claustrofóbica sensación de estar siendo envuelta por nylon.  Había llegado temprano, no por mérito de un despertador acertado, sino por el suplicio de una noche interminable rellenada con telenovelas turcas y el lemoncello que su tía Emilia hacía con demasiado cariño una vez cada quince días. No se levantó más temprano, simplemente no pudo acostarse.
Saludó como un par de gruñidos a quien correspondía y se sentó en su silla a intentar digerir un café  negro demasiado amargo, de esos que dejan el paladar agrio por horas. Abrió su Facebook con desgano, dispuesta a odiar la gracia ajena. “12 razones por las que a las ‘almas antiguas’ les cuesta encontrar el amor de verdad” Pff,  Antiguo mi culo, pibes de 20 que se creen que la pasan mal. “Los argentinos tomamos más mate que agua” Uy, con rodajitas de naranja. “ Es mejor cruzar la línea y sufrir las consecuencias que quedarse mirando la línea por el resto de tu vida” Otra vez, están hablando de mi culo. Dejó el aparato, asqueada. Notó que el asiento de Fabiana estaba vacío, se acercó a Juliana a su caja izquierda.
-Che ¿Qué onda con Fabi?-
- Sabes que ni idea, me preguntaba lo mismo, primera vez que llega tarde y tiene ausentismo perfecto, eh.
-Mandale mensajito ¿No?
-Si, si. Rosa se encarga.- Coronó la aseveración con desenfado.
Pero Fabiana no volvió ese día, ni el miércoles. Ni siquiera el viernes, que fue otro día espantoso por el desfile de alcohólicos, que alcanzaban la línea abrazados a una cantidad de botellas suficientes como para esperar el fin del mundo, aunque lo único que se aproximaba era el sábado.
Los domingos eran días tristes, más blancos y brillantes que de costumbre, con el aire acondicionado en su tope para terminar de, literalmente, enfriar el ánimo. Temprano se acercó un hombre muy flaco como para soportar su propia y enorme cabeza, que ladeaba hacia un costado en un gesto extraño, como un árbol torcido. Llevó tres paquetes de polenta y un bidón de aceite que pagó con billetes arrugados. El de diez decía: “Dios estuvo aquí”. Seguido de otra leyenda “Y tu vieja también” Miriam rió por primera vez en el día sin pensar demasiado en el culto a la guita, en encontrar a Jesús en cosas absurdas -como una tostada quemada- o en el complejo de Edipo. Se lo comentó al cliente, que estaba en ese momento, demasiado pobre como para reírse.
Fabiana.
Fabiana.
Fabiana no volvió. Era soltera y de pocos amigos, a pesar de su coqueteo constante y simpático. Eso implicaba que no hubiese nadie para explicar su renuncia sin desplantes ni palabras. Era miércoles al mediodía, un horario apacible, cuando Miriam avistó de nuevo al sujeto. Estaba en la caja 8, conversaba profusamente con Eugenia, la morocha de escote vertiginoso que se las arreglaba para mostrar a pesar de la censura del uniforme. Se reían. Mientras Miriam le cobraba a un regio señor un kit básico de supervivencia para gatos, pudo averiguar lo que llevaba esta vez: carbón, alcohol de quemar, más preservativos y aceites aromáticos de pachuli. Él la miró mirándolo. Luego se fue, más apurado de lo que entró.
Los hechos se sucedieron con la violencia implacable e impecable de una fila de fichas de dominó, cayendo una tras otra en un inevitable impulso ciego. Eugenia desapareció también, pero ella, tenía una familia que angustiada elucubraba la posibilidad de un escape pasional. Miriam sabía que sabía todo, pero pensaba solamente en ridículas e inconexas acusaciones. A él lo veía cada vez más seguido. Un jueves la sorprendió reponiendo los yogures que sólo saben vencerse. Creyó descubrirlo primero mientras tanteaba unos cuchillos de cocina grandes como antebrazos, pero él la estaba mirando hacía rato por el reflejo de la hoja. Se dio vuelta con parsimonia exagerada. Tenía un tatuaje tribal en el cuello, desgastado por el sol y los años. Su pelo y su campera de cuero brillaban como un espejo.
-Miriam.- Le dijo, casi con despecho. Y su voz sonó áspera como si tuviese oxido en la garganta. Un susurro vulgar, semejante a aquel  con el que los hombres acorralan a las señoritas en pasillos estrechos.
Luego de eso, no volvió por semanas. O al menos eso constataba Miriam en sus turnos. El éxodo de empleadas fue leído por la empresa, que emitió un comunicado general: “Como el producto de la voraz competencia” del Disco de la esquina, o quien sabe o le importaba de que. La falta de remplazos sometían a Miriam a un ritmo de trabajo fordista. Masticaba chicles para no gritar. Cuando sentía el impulso de renunciar, al menos seis veces por día, miraba la foto de Florcita en su pantalla. No se escuchaban chistes ni comentarios jocosos sobre la prepotencia de los clientes. Sólo la voz monótona del altavoz proponiendo descuentos desde el silencio.
Comenzó a leer mensajes en los billetes. Reconocía su letra en los “Que tengas un buen día” o incluso “Hoy cambia tu suerte”. Estaba segura. Las señales la hacían participe de un juego cómplice, donde sólo una parte se divertía. Fue a la cana. El comisario le hizo chistes sobre el tamaño de sus nalgas. Cuando hasta Rosa fue reemplazada por un tipo grueso de entradas generosas supo que sólo tenía que sentarse y esperar. Él volvió a su línea de caja, la 16, por última vez llevando un arsenal de bolsas de residuo y veneno para cucarachas en grandes pomos.
-¿Una plaga no?- Miriam fruncía los labios para disimular.
-Están en todos lados. Con esto las mato a todas… ¡JA!- Sostenía las cajas divertido. Sus pupilas se agrandaron un poco más, o eso pareció ante el tubo de luz roto que  engañaba la vista con su luz intermitente
- ¿Las?-
-Cucarachas, tontita.-
-Claro… ¿Bol -Bolsita?
Él se alimentó de ese titubeo como un gusano de las sobras podridas. Le impuso una de sus sonrisas deliciosas.
Miriam se quedó quieta experimentando un feroz temblor interior. Un terremoto que escalaba mudo hasta la sien. Atendió a otro cliente de inmediato. De todos modos, si hubiese podido, no sabría explicar qué carajo andaba mal con esos ojos, dos agujeros negros que parecían consumir hasta el calor de todo aquello que miraban.
Fue ese día. Otro viernes cualquiera,  Gaindman la esperaba a la salida, recostado sobre una pared agrietada, apenas visible. Ya era hora. Casi sentía un extraño alivio por el fin. Miró al cielo. Hace semanas que llevaba un rosario de plástico rosa, lo abrazo con las yemas de los dedos. Él le impidió el paso y ella apenas se opuso con una torpe vacilación.
-¿Te divertiste?- Le preguntó. Hablar ayudaba a no correr. ¿Adónde correr?
-Siempre.- Jugueteaba con un escarbadientes- ¿Un pucho?
Miriam asintió. El fuego le iluminó la cara en una visión deforme. Era verano y las calles estaban sin faroles por la crisis energética.
-¿Por qué te tardaste tanto?-
Gaindman parecía entretenerse con el interrogatorio. Le dio una palmada en la cola como si fuese un chanchito. Miriam chilló como tal.
-Tontita, no sos mi tipo.-
-¿De qué carajo hablas? ¿¡Dónde están todas!?
El caló el cigarro como si quisiese extinguirle la braza. Volutas azules rodeaban sus rasgos angulosos.
-Es una negociación; Yo les ofrezco lo que quieren, lo que más quieren. A veces eso implica que disfrutemos.- Saboreo esa palabra.- Si dicen que no, me divierto más.
-Nadie negocia con un jefe
- ¿Ves? Te hice mirar todo porque sos rápida- Hizo un gesto con los dedos- pero insignificante.
-¿Qué haces con ellas hijo de puta?- La garganta de Miriam hervía como leche pasada de hornalla.
-Ay, tontita. Ya te dije, me divierto. Voy cambiando de métodos. ¿La rutina mata viste?- Se rió de su propio chiste. Fue el único que lo hizo.
-¿A todas? ¿Eugenia, Fabiana, Rosa, María Ester, Jorgelina, la petacona de las trenzas rubias?-
- A Rosa le fue bien. Ahora tiene un barcito en las Islas Caimán. Pasa tangos. A los locales les parece un poco depre para la playa, pero tiene unos daiquiris. -Se besó los dedos con obscenidad-. A las demás… Bueno, ¿Te gustan los detalles? ¿Te encanta mirar no? ¡JA! Loquita. Mutilaciones múltiples hasta al desangre, cascadas de vómitos envenenados, estrangulamientos lentos para que el aire se fuera de a poco y el frío llegase rápido, cuerpos desarmándose de dolor en el baile de un fuego : chaca-tá y bum. Chau.
-¿Y… y…  yo?-
-No voy a bailar tangos con vos. Pero también hay opciones para vos, gordu.- Su voz retumbaba en la calle inusualmente vacía.
Miriam estaba rígida de cuerpo y pensamientos. Pero desde su dureza catatónica pensó en Florcita y su muy pequeña vida de colegios públicos y muñecas donadas por las primas. Una vida escrita con poca tinta.
-¿Cuál es el precio? A mí no me jodés, soy cajera. Nada, nada en esta vida es gratis.
Él la miro desde esa boca, un hueco húmedo sin fondo. Ni respuestas. Su lengua lustraba sensual  unos dientes que apenas  brillaban entre manchas de nicotina.
Una risa amortiguada bailó en la brisa nocturna, primero tenue. Comenzó como un eco viejo, luego, retumbó  hasta en los adoquines como el anuncio certero de un subterráneo. Parecía no provenir de su cuerpo, sino de todos los rincones. Ésta vez, Miriam le sonrió de vuelta. Sus carcajadas histéricas compusieron un alarido. Un colectivo pasó como un flash con su interior de extravagante luz violeta. Enfrente, dos viejos paseaban un caniche malcriado mientras se indignaban por el valor del euro.  Tres amigas se reían de sus amantes, ya borrachas. Nadie escucha. Nadie se dio vuelta.
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jacquelinemessmer · 9 years ago
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La mordidita
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- Comer alimenta el alma.- Me informó Marianela con entusiasmo voraz mientras pelaba un kiwi.
Me pasmaban sus comentarios filosóficos, si tuviesen domicilio claramente este sería :Av. Lugar Común al 1800 entre las calles Retórica New Age y Facebook Motivacional como paralelas. Sus manos regordetas como un conjunto de torpes salchichas alemanas intentaban poco éxitosamente depilar con el filo de una navaja suiza el exterior peludo de la fruta. A medida que el verde iba rápidamente quedando al descubierto visualicé mis gónadas masculinas en sus manos ,listas ya para una veloz digestión. Mientras masticaba me sonreía dejando al descubierto parte de ese colorido bolo alimenticio y sentí repulsión. Tome un trago de vino caliente para enjuagar el regusto desagradable del amor cuando sólo queda ya su antítesis: el desprecio mutuo rayano al odio, la vasta decepción de encontrar irritables los pequeños detalles que hacían a la unicidad encantadora del otro.
Para distraerme atizé el fuego. Fue su pésima decisión la de embarcarnos en una “aventura campestre” para desenterrar la llama extinguida. Le dije que eso de enterrar  brazas se llama Curanto, que es una comida chilena , que lo que se entierran son papas envueltas en aluminio y que sabe a bosta y a tierra. Me achacó falta de romanticismo y poca predisposición para los asuntos maritales y ya que estaba, xenofobia.
Un carbón estalló en ardientes e ínfimas chispas naranjas dañandome la campera como ceniza de distraído y enfurecí: -La re putisima madre que te remil parió boluda, quien carajo nos manda a venir al culo del mundo a chusmear la dirección en la que crecen estos arbolitos débiles de espiritu, a necrotizarnos el culo por hipotermia y a practicar voyeurismo con el ciclo copulatorio de los pingüinos.-
Sus pequeños ojitos porcinos, totalmente negros por efecto de la oscuridad nocturna, brillaron por el destello de la emoción. Mi comentario consiguió decapitar su potencial y nonato balbuceo sobre la belleza de las madre tierra presente en todas las hojitas y demás huevadas. Ya se había pasado toda la indigerible cena- puesto que además era tan mala cocinera que no servía ni para hacerle el guiso aguado a los presos del penal de Devoto- hablando de leyendas y mitos de los indios locales. Se levantó indignada, pero con dificultad, del pequeño tronco sobre el cual apoyaba su culo gordo que hubiese suspirado de alivio de haber tenido los pulmones que ella sugería que tenía.
-Buenas noches…
Fue su último y pusilánime comentario pronunciado con falsa tristeza antes de encerrarse en su carpa. ¡Que hiberne la rata almizclera! Para roedora hubiera sido buena salvo por la parte de las crías, su útero era un receptáculo infértil como esta tierra yerma y congelada que me rodeaba , menos mal.
Entre pensamientos termine mi botella de vino con gran velocidad. La noche parecía haber madurado, los árboles, raquíticos y torcidos, se desdibujaban en la profundidad del bosque. La fogata  había  abandonado su cenit hace horas y de ella solo quedaba una triste decadencia ,de nula calidez. Me sobresalte. Un pájaro ululo exageradamente a mi derecha, como si quisiera gritar una advertencia que nunca encontraría a su infeliz interlocutor. Intenté pararme para encontrarme que mi percepción del paisaje era similar a la del interior de un samba con menos risas y el mismo peligro de vómito. A los tumbos logré  encontrar la carpa que parecía caminar en reversa al acercarme, di mi tibia contra un tronco y grite de dolor.
-Shhhh.- Me respondió la gorda desde dentro.
Luego se apresuró en abrir el cierre. Me abofeteó un calor fétido ,probablemente producto de sus secreciones corporales pensé. Observé como  como sudaba en una ridícula contorsión para ayudarme a entrar, mitad de su cuerpo estaba atrapado dentro de la bolsa de dormir confiriendole aires de gusano. Igual de ciega estaría que me metió el dedo en el ojo buscando una linterna. La insultó de nuevo al ver que no atinaba a disculparse. Se apresuró a entrar en su saco plumífero, dio vuelta su torso poco grácil en dirección opuesta a mi y comenzó a roncar como un motor averiado. Me alegré de que no quisiera cojer. Las últimas veces, irrastreables en tiempo y espacio, habían sido suficientes para traumarme con imágenes tortuosas de su silueta de ballena encallada encima mio, los sobrantes lipídicos de su cuerpo moviéndose al compás de su propio goce desenfrenado. (Sí, leer revistas del corazón le dio el ánimo necesario para decidir que era un acto feminista montarme violentamente como a un toro feria poco entusiasta)
Me despertó un infierno en mis entrañas: la acidez púrpura del vino subiendo y bajando indecisa por mi laringe. El interior de la carpa -sumido en un resplandor verde-pareció encogerse y colaborar para oprimirme el pecho. Algo golpeó la tienda produciendo un sonido coartado, amortiguado por la tirantez de la tela. En el silencio mi corazón galopaba violento. Creí ver una silueta fuera, recortada a contraluz. Además de la poco sútil vida que había cobrado el alcohol dentro de mí noté algo más, una presencia tenue observando desde fuera.
Salí para vomitar y enfrentar cara a ese pequeño zorro que había acariciado la carpa con su cola de felpa. Un manto helado me recibió en cambio, infinidad de cristales diminutos- como mil agujas- entraron por mi nariz hiriendo mis pulmones, no podía respirar profundo y tuve que conformarme con un estertor doloroso. Un arbusto con espinas se retorció en espasmos rápidos. Ese zorro puto no dejaba ver su verdadera forma. Decidí perseguirlo.
La danza oscura que manteníamos esa criatura escurridiza y yo, me hizo olvidar la náusea. Seguí su sombra inalcanzable por detrás de la espesura de los matorrales y los troncos interminables que se perdían en el cielo estrellado. Cuando perdí todo rastro me recosté exhausto sobre el liquen amarillo de un árbol manchando mi remera. Recién entonces, al darme cuenta de lo desabrigado que estaba, mire mis pies: dos inmensas siluetas blancas, hinchadas y amorfas como los hongos que emergían devorando la humedad del suelo, rebozadas en barro y descarnadas en pequeños rasguños de la tierra, las ramas y las piedras. No sentí dolor. Esa visión me desconcertó y al mismo tiempo puso literalmente mis pies sobre la tierra. ¿Qué carajo perseguía? Vi la silueta fugaz perderse pequeña en un claro abierto entre la vegetación.
Estaba perdido. La similitud repetitiva del bosque parecía no tener comienzo ni final. Nociones como el este o el norte, la dirección en la que crece el musgo, la cruz del sur, la osa gorda y la concha de la lora, escapaban a mi limitado conocimiento urbano. El bosque no tenía guías T ni paradas del 95 y parecía burlarse de  mí  a través del susurro de las ramas acariciadas por el viento, como la risa reprimida de los chicos cuando cometieron diabólicas travesuras e intentan no ser descubiertos.
Pude encontrar al fin la luna, aguantando con poca voluntad su posición en el horizonte. Parecía un sol moribundo en el día del juicio, de un amarillo enfermo rodeada por huestes de nubes densas. Y como una epifanía iluminaba el sendero hacia el campamento, allí el calor de una triste fogata y una esposa mediocre me esperaban. Camine primero rápido, luego eche a correr desesperado. Curioso, conforme me acercaba la fogata parecía más grande y el infierno ascendía a la tierra, el paisaje se tiñó de un resplandor escarlata, casi marciano. Un coro de voces fue ascendiendo en volumen y violencia hasta saturar mis oídos con gritos rítmicos de lenguas seseantes y antiguas.
Ardía. Cuando me acerqué lo suficiente era demasiado cerca y la posibilidad de escapar una utopía: había sido guiado a una trampa. Un aquelarre de mujeres bailaba con frenesí ante el fuego. De distintos tamaños y alturas, de piel tersa algunas y pechos interminables otras, colas orgullosas, vientres deformes y piernas combadas. Todas me esperaban, más ninguna parecía notarme en particular. Llevaban la piel pintada con una sustancia oscura y espesa como el petróleo decorada con longitudinales líneas blancas como meridianos en un planisferio. Todas ocultaban sus caras con largas máscaras triangulares hechas de corteza unificando la multiplicidad en un solo rostro reiterado; vengativo, de paciente violencia acumulada. Quise correr, simplemente no pude. El espanto se había apoderado de mi facultad para el grito que se hundió en lo profundo de mi boca. Una de ellas se acercó a mi decidida. Reconocí su cuerpo, la particularidad parsimoniosa de su andar, la acumulación de pliegues de piel en sus caderas. Se quitó la máscara al estar frente a mí; la sonrisa orgullosa de mil dientes brillaba perlada, los ojos eran dos huecos oscuros, un telón propicio para que el reflejo del fuego danzase infernal.
Mientras me desnudaban con paciencia, me asaban en una lenta cocción de brasas que ardían y desarman mi carne como garras de rubí, me saboreaban con calma, deleitándose con la variedad de sabores de mi nervuda y amarga carne, comprendí. Cuando mis gritos no fueron más que eco lejano e inútil, pronto a ser olvidado, supe que el único modo que ella tenía de tenerme y así vencer mi inagotable violencia simbólica era fagocitarme entero.
- Comer alimenta el alma.- Me confesó al oído con dulzura antes de mi muerte
Y vaya chatarra con la que se estaba alimentando.
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jacquelinemessmer · 9 years ago
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Nouvelle
Prólogo
  “ Quiero aprender mejor cada día a ver como belleza lo necesario de las cosas: así seré de los que las embellecen. Amor fati: ¡que ése sea mi amor a partir de ahora! No quiero hacer la guerra a lo feo. No quiero acusar, ni siquiera a los acusadores. ¡Que mi única negación sea apartar la mirada!”
Friedrich  W. Nietzsche
“Esa piba tiene sombra” Cuando le preguntaron a la madre Antonia a que se refería con su veredicto se limitó a alzar los hombros con desgano, como si el peso de la realidad fuese suficiente como para aclarar lo obvio. Ella reconocía la luz mala cuando la veía.
Recién llegada al convento, la muchacha arrastraba algo entre las piernas, el alma decían algunas. Su pequeño cuerpo se enrollaba sobre sí mismo debido a una pronunciada curvatura en sus hombros, como si la gravedad fuese más fuerte donde ella estuviese y la tierra reclamase lo que le pertenecía. Era oriunda del Paraguay, país portador de desgracias, y en algún momento entre un par de guerras y alguna dictadura quedó huérfana y encomendada al Río de la Plata.
Rápidamente selló su suerte en el hogar o más bien los rumores hicieron el trabajo. De ella se decía que si lograbas mirar fijo en sus ojos rasgados podías ver el destello infernal del fuego bélico recortado sobre la negrura de su pupila, porque la guerra se había sellado en su mirada. Decían que no hablaba español o incluso que una tribu guaraní le había arrancado la lengua. Decían que cargaba un hijo escondido entre el largo pelo y que conocía las artes de mandinga. Ella no se preocupaba por desmentir el mito y un halo de soledad la acechaba inmunizándola de toda compañía.
El olvido es una segunda muerte solía decir alguien, tal vez su abuela, y ella se sentía muerta en vida. Por eso cuando se acercó al cristo colgado en el patíbulo y lo miró de cerca sintió un poco de envidia por tanto renombre. Lo contempló en su postura penitente, el cuerpo nervudo y desgarbado, la mirada perdida en algún padre ausente. Le pidió algo. No sabía bien que,  tal vez sólo, un cambio de estado, un pasaje a una situación diferente.
Y apareció él. Entonces el tiempo cambio su cadencia acelerando todo aquello que había existido adormecido. Se desató la más brava de las tormentas latentes en sus entrañas. Del encuentro nació un camino que sin lugar a dudas merecía ser recorrido, hacia la mutua salvación y la destrucción inevitable.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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Suerte de agarofobia existencial
“A man lies in his bed in a room with no door he waits hoping for a presence, something, anything to enter after spending half his life searching, he still felt as blank as the ceiling at which he's staring he's alive, but feels absolutely nothing so, is he?” Pearl Jam. I´m open
 “Está bien me doy por persuadido que la alegría no tire mas piedras abriré la ventana.”
Mario Benedetti.
Su corazón era una bomba. Un intrincado mecanismo de relojería, probablemente extranjera, que marcaba con cada latido la cuenta regresiva hacia la muerte. Miró en derredor desde su rincón en la cama. De algún modo ésta se las había ingeniado para cuadriplicar su tamaño durante la noche y ahora parecía un vasto desierto sin principio ni final. La penumbra envolvía aquel cuadrado, fagocitando sus rincones, así las paredes se prolongaban indebidamente más allá del cielo raso. Un haz de luz como un espada penetraba la oscuridad desdibujando figuras lunares en el suelo. A veces afuera pasaba un auto.
La habitación solía ser de una blancura nivea y mortal. Pero él había corregido el problema dibujando rostros en cada rincón que al final siempre se fundían en uno: allí su madre que lo miraba perturbada con sus ojos de lechuza, al fondo tal vez su padre ardiendo en un fuego inexplicable de frustración propia y ajena, una niña nonata de rasgos suaves a su lado y en el techo, en el techo una mujer.
Dibujo sus contornos de exagerada redondez con la punta de los dedos como una constelación en el cielo raso. Le pareció adecuado luego recorrer sus propios labios emulando un calor de otrora , ya desvanecido. Lo invadió algo, a caso podría llamarse sensación sin hacer honor al término. ¿Es la falta de emociones una emoción? No, la nada, nada es.
Algo acaecía. Tal vez sólo un día más, los relojes habían perdido relevancia en el espesor de días análogos, la noche se extendía oceánica y oscura como una excusa para no dormir y el día era una vigilia con sueño intermitente. Era presa de pesadillas que no recordaba, sólo lograba despertar de ellas para recobrar el aire entre espasmos asmáticos mientras los recuerdos frescos se enfriaban.
Esta vez era distinto. Pudo reconocerlo porque algo se cocinaba en la boca de su estómago , los colores recobraban nitidez, los sonidos recuperaban estridencia: una certeza. Comenzó a hundirse entre las sábanas de gansas plumas, él contra la masa amorfa que intentaba devorarlo, pero ésta vez ganó la pelea.
Salto de la cama  y agarró su abrigo con rapidez para no arrepentirse. No recordaba que la puerta fuese tan alta ni tan ancha. Era negra, de hecho era lo único de la habitación que no era blanco. Se sintió a punto de ser absorbido por aquella inmensa boca, al parecer todo allí quería hacerlo. Colocó su mano sobre el picaporte, estaba frío y lo obligo a estremecerse. Giro la muñeca. La puerta profirió chillido de árbol centenario y entonces el aire fresco le propino una bofetada. Dio un paso, ya estaba afuera.
Los primeros segundos se sintió saturado, demasiada luz como exceso de información en un sistema. Se sentó en un banco para no desplomarse. Un niño le sonrió mientras el sol lo cegaba. Aspiró el aroma de dulce del caramelo y de flores descompuestas. Observó como se mecía un sauce al compás del viento.
Por primera vez en eones sintió algo: miedo.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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Atención descortés
“En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había mirado a la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas, o por lo menos, todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas…”
J.L.Borges. La noche de los dones.
 “Desatención cortés”, a mi volvió el único concepto que recuerdo de la clase de sociología de tercer año. Éste alumbra una regla inviolable de las sociedades modernas: no podes mirar a los ojos de un desconocido por más de tres segundos. Invito al lector a hacer la prueba con el daño consecuente que puede ocasionar. Si existe un puente visual entre dos transeúntes éste es céleremente quemado, pues sostener la vista implica violencia o deseo. Tal vez ambas.
Aquella noche no me sentía desatento y cuando la vislumbré se esfumó cualquier atisbo de cortesía remanente. El 59,  rutinario medio de transporte que me depositaba a los pies de mi edificio, avanzaba con la rapidez inusitada del último recorrido, acelerado tal vez por la oscuridad particular de aquella noche o por un ánimo urgente que reinaba entre los pocos pasajeros. Quizás aquellos sean los rasgos ejemplares de la nocturnidad, pero yo percibía un sesgo excepcional en aquella velada particular.
Cuando la miré, ella ya me estaba observando. Había sentido su presencia pendular sobre mí como un dolor agudo en la frente, un hilo que me obligaba a levantar la cabeza por obra de algún titiritero implícito. Si la noche era excepcional, oscura y urgente, ella lo era más. Vestía una palidez lunar en su piel que mostraba con una desenfada e irracional desnudez. Jugamos por un rato a aquel juego de la histeria, como si el desencuentro fuese un arte intencional. Cuando me anime a asomarme al abismo tuve la necesidad de contener la respiración, sus ojos casi verdes, casi grises, me indagaban con  actitud inquisidora generándome comezón en todo el cuerpo. Tragué saliva y me obligue a respirar pausadamente para controlar mi desenfreno cardíaco. Cerré los ojos y al abrirlos de nuevo ella seguía ahí, retocándose la melena roja, furiosa y artificial. Articuló una mueca que en ese momento interpreté como sonrisa. Tal vez fue una lectura apresurada.
Recogió su mochila, vieja y arrugada como una bolsa de supermercado. Supe que se iba a bajar y entre en un estado de pánico momentáneo. Estaba a treinta cuadras de mi casa, aun así, bajarme prematuramente parecía la decisión más lógica dentro de la mansalva de ideas irracionales que me atacaban. Apretó el botón  de parada de manera provocativa, aunque es probable que todo fuese a mis ojos una provocación. No pareció sorprenderse al verme al lado de la puerta, repitiendo el gesto, simulando casualidad, como si no la estuviese vigilando obsesivamente. Como si, de hecho, todas mis acciones hubiesen sido previstas y calculadas por ella.
Bajamos. El aire frío y fresco me cacheteo las mejillas, mientras un ligero olor a salitre impregnaba mis sentidos. Las calles desiertas alumbradas apenas tenuemente por farolas rojizas semejaban un escenario marciano. Ella caminaba con desenfado en línea recta, contoneando las caderas con precisión al ritmo del eco sordo de sus zapatos de tacón. Dobló la esquina, y también lo hice yo.  En un punto, como ambos –creo- esperábamos, se frenó. Una sensación hueca se apoderó de mi pecho mientras se volteaba con lentitud.
Se acercó hacia mí con la certeza de su boca carmesí como estandarte. Todo en mi pareció temblar y derrumbarse cuando me empujó contra un muro decorado con cientos de grafitis horribles y mediocres. Deslizó una mano gélida por mi cuello. Pienso que en la oscuridad y el silencio que nos abrazaba, mi corazón debía de ser el único sonido.  No pude ni quise reaccionar cuando me encontré con su lengua, ni cuando jaló mi pelo, ni cuando rasguño mis brazos. Todo en mi reaccionaba como un autómata incrédulo, pero eficaz.
Solo una línea me dirigió en aquel intercambio impúdico:
-Ahora voy a tener que matarte.-
Sonreí. Un vaho se escapó de mis labios a causa del frío glacial que se recrudeció tras sus palabras. Encendió un cigarrillo, que manchó con rouge y mientras el humo se escapaba hasta las estrellas disparó. Una, dos, tres, siete veces.
Un dolor fugaz me encontró mientras mi vista se teñía de rojo primero y de negro después. Alcancé a vislumbrar el fuego de su pitillo consumiéndose antes que se bajase el telón.
-Psstttt.- Un señor enorme me chistó para despertarme, descubrí rápidamente que era el colectivero y que sólo quedábamos él y yo en el esqueleto vacío que era aquel colectivo al final de su recorrido.
Le agradecí y me bajé en La Boca. El nombre de aquel barrio, inoportuno para perderse, me pareció elocuente. Cuando consulté la hora en mi reloj de muñeca descubrí una anotación en el reverso de mi mano:
<<156077895. Llámame>>
Un escalofrío inexplicable sacudió mi anatomía como un sismo. Tal vez lo hiciese, tal vez lo hiciese con una urgencia excepcional… y oscura.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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Algunas historias no deben entenderse
Se había detenido. Nadie sabía exactamente hace cuanto marcaba las 3, a nadie le importaba acaso. Aquel reloj de la torre decimonónica, ubicado en la estación ferroviaria de Retiro, era un chiste sobre el paso del tiempo, pues éste sólo se paraliza en los relojes.  Aquello pensaba mientras el tren se introducía en la boca aboveda de la estación, ralentizando la marcha para impacientar, mientras a los ansiosos viajeros en fila para bajar del tren el tiempo les cuenta otro chiste, el de la espera.
Siempre pensé en aquel lugar como un hibrido. Reflejo del país que se esperaba que fuese,  con sus bulones ingleses y su estética presuntuosa. Y ahí, entre esa promesa de modernidad incumplida, la basura , la pobreza, las filas de casitas que se multiplicaban como células en un vasto y precario océano debajo de la autopista. Olvide a donde iba, puesto que me perdí contemplando una bandada de aves al que identifique como golondrinas  que orbitaba infinitamente sobre el cielo rosa.
Un hombre llamó mi atención, ofreciéndome un abanico colorido de luces Led, por si acaso me quedaba a oscuras, alegó. Le devolví la mirada con la seriedad que ameritaba su oferta, nadie habla de la oscuridad en vano.  No pude averiguar su edad, pero aparentaba un bueno número de inviernos. Su rostro de cuero parecía un pergamino maltratado por las condiciones climáticas. Me ofreció un brebaje antiguo, un mate. La transacción pasó de comercial a mística cuando, mientras observaba el cambalache de objetos que vendía , me ofreció una historia.
Quise negarme, pero entendí que no podía. El sol se ausentaba pero aun así seguí sin saber a dónde iba. Me senté en un banquito de terciado dispuesto, mientras la infusión calentaba mis manos y quemaba mi garganta.
-Una vez perdí a alguien en esta estación. Y no la perdí, así como si ná, como se pierde el tiempo. Fue para siempre.-  Sorbió la bebida mientras confirmaba que contaba con mi atención completa.- Pasó hace un buen tiempo, no era yo tan viejo ni tan triste como lo soy ahora. Un mediodía de primavera, pero de la primavera temprana, cuando el invierno da sus últimas batallas y el frío arremete ahí donde no pega el sol. Se suponía que debía encontrarme con ella en la estación, nos íbamos de viaje juntos, sin remedio, sin retorno y para siempre.
-¿Con quién?- Lo interrumpí. Me miró con desagrado, como si aquella pregunta fuese demasiado obvia como para ser formulada.
-Con ella, por supuesto.- Respondió para mi desgracia, entendí que nos sumergíamos en un lago de imprecisiones y asumí, que me encontraba frente a la historia de un amor fallido.
- Lo malo de todo esto no es  la búsqueda, es esa sensación. ¿Vió cuando le falta el aire en el pecho, porque el muy maldito se escapa a pechos ajenos? ¿Recuerda esa sensación cuando su pie busca un escalón en la oscuridad y cae en el vacío? La gente enloquecía como libélulas antes de la tormenta, aún lo hace,  y todas las caras se funden en una: la de ella.
Ahora estaba intrigado no sólo por la identidad del personaje anhelado, sino por la capacidad de dicción que mi interlocutor subestimado poseía.
-Nunca volví a ver mi pequeña.- Agregó con tristeza-  En todas las ventanas del San Martín, los chiquito asomaban revoleando las manos, espantando el aire que los rodeaba. Y a pesar de cada vez  creía verla, todo error hundía todavía más mis pies en el suelo.
-¿Su hija?¿ No era su amante prohibida?-
- ¿Qué le hace pensar?- Respondió indignado, más por la interrupción que por los caminos errados que tomaba mi interpretación.- Al final todos los trenes se van.  Y uno se queda varado como una ballena sin cardumen. Pensé en subirme ¿Sabe? Llegar a buen puerto, sólo por el hecho de que sea distinto al de partida. Abrazar con estas manos, que usted ve , tan cansadas, el aire de un comienzo nuevo. Pero hacerlo con ella, que nunca llegó o decidió no esperarme, dejándome al amparo de los días que pasan sin preguntar.
Levante una ceja,  en un intento por comunicar falta de comprensión o incongruencia.- ¿Usted quiere contarme o contarse una historia? Lo regañé.
-Entiendo que estés perdido. Yo también lo estoy, todos los seres sin madre corremos el mismo destino.
-¿Era tu mamá?¿ La madre de tus hijos  con los gurises?
- Realmente no sos bueno escuchando historias.- Fue su respuesta, acompañada de un sonrisa casi desdentada.
Lo miré de nuevo y encontré en él algo de niño, un desamparo en su pies de zapatillas desechas. También encontré en él algunas certezas de padre y cierta  desesperación de amante. Era los tres, y tal vez por eso ninguno, el hombre que intentaba combatir la noche y el olvido con la ayuda de luces led y un par de historias.  Me despedí sin final, sin entender la historia  y sin comprar nada.  Pero algo había entendido. Me pareció que el reloj, alto en el cielo, comenzaba a moverse y con él el tiempo perdido. Cuando volví la vista no lo encontré , ni a sus luces. ¿Hablé con él? Y un calor fantasmagórico  en mis manos pareció confirmarlo.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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La trinchera del Voyeur
Mis vecinos copulan el día entero. Bueno, porciones largas de él, especialmente y con mayor ahínco de 7 a 8 am, en concordancia con el café y el diario (he de admitir el barullo dificulta mi pasaje por las notas de análisis político) y a eso de las 22 pm cuando uno busca el retozo tranquilo luego de innumerables operaciones de debe y haber. ¿Cómo lo sé? Es una verdad de perogrullo si se me permite admitir, orquestan el acto de la manera más estridente posible; el griterío abarca desde el gemido  clásico y básico hasta las más absurdas imprecaciones.
Al principio lo adjudique a su juventud exagerada. Como las prímulas en primavera la juventud puede ser extravagante y gozar con el pavoneo excesivo. Por ello ni bien finalizaron la mudanza y comenzaron en la misma fecha el show obsceno decidí ser benevolente y permisivo. El tiempo, a la brevedad, me hizo reconocer mi ingenuidad: estos purretes eran una topadora sin frenos, los Panzer del sexo impudoroso y desbocado.
Decidí por lo tanto tomar las medidas burocráticas y legales correspondientes. Una mañana prematura de lunes me dirigí con discreción a Ernesto, nuestro portero importado de algún país limítrofe que no me atrevería a definir, mientras regaba el empedrado. Me miró con una seriedad impostada mientras le presentaba mi denuncia y prometió hablar con los “gurises” en primera instancia y con la administración de no cesar el “taka-taka”. Pero lo supe, por como las comisuras de su larga boca amenazaban a esbozar una mal intencionada sonrisa, por como evitaba mis ojos mientras disertaba sobre la temperatura ambiente. Este viejo no me tomaba en serio.
Usted preguntará ¿Y qué después? No me rendí, no. Llamé a esos canallas del consorcio que prometieron terminar de hacerle el repulgue a esta empanda del descontrol.  Por supuesto, aquellos también me ignoraron, aparentemente la pintura del palier frontal se imponía con urgencia al sueño de un viejo inquilino. Decidí hacer justicia con mis dos manecitas de sesentón, divorciado y casi jubilado, que no es poca cosa. Me dispuse a cortarles el chorro, o como le dicen. Tenía un abanico amplio de estrategias sonoras para tal fin. Probé con el programa de Longobardi de las 6 am a un volumen indecoroso, con la sinfonía nº 2 de Brahms y por las noches procuré reiterar ad infinitum el diálogo de Casablanca entre Sam y Rick.
Resulta que los pibes tenían una libido de titanio, al mes de batalla y sueño inducido por fármacos comencé a rendirme, paulatinamente. No fue una decisión tomada, sino el producto de un cansancio largo y el ocaso de mi creatividad cortamambo . Como Bismarck en la primera (Y Adolfo en la segunda, pero mejor no ser apologético) entendí a la fuerza que no se puede pelear en varios frentes. Cuando creía ganar y el silencio envolvía triunfante el edificio, era tan sólo un momento de indulgencia, la calma que antecede la trifulca. Cambiaban los horarios, la frecuencia, los sonidos, incluso un día me pareció escuchar una tercera voz, un tanto grave, un tanto masculina. Era imposible adivinar el patrón.  
Y pasó lo peor: me acostumbré. Y no sólo eso, comencé a disfrutarlo. Yo estuve casado una vez ¿Sabe? Con la banda sonora pornográfica de fondo, comencé a rememorar las nochecitas de calor en las que Elsa me dejaba escabullirme debajo de su solero veraniego. Entonces teníamos un mayor sentido del recato y el acto era rápido, silencioso e indoloro como un ajuste de cuentas Yakuza. Pero había algo en  el flirteo tímido, en la sangre bajo sus pómulos o el olor de su labial, en el puro del después. Algo que creía perdido y estos insolentes me devolvieron.
Y  un domingo húmedo de esos fatales, decidí aventurarme tras el medio metro del pasillo que nos distanciaba. Toc-toc, “¿Qué tal?” mientras yo sonreía como un truhán frente a la parejita desconcertada. Les pedí azúcar para las tortas fritas en un gesto innecesario por dos razones: guardaba un kilo de Ledesma en la despensa, y además, el azúcar ya me lo habían dado.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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Gritaba el viento
“¿Cómo acoplar el horror ante la nada que vendrá con la invasora alegría del amor provisional y verdadero?¿Será que el hombre es eso?¿Esa batalla?”
Aquella noche gritaba el viento y Clara abrió la puerta con dificultad. La envolvió una oscuridad muda y eterna, densa de humedad. Suspiró, dejo las llaves en la repisa y encendió la luz de una araña de techo cuyos cristales vacilaban levemente, como empujados por una corriente aire rebelde o por algún ánima del pasado. Sacó los lentes de su diminuto bolso dorado y colocó su bastón en un costado. Aquellos bordes borrosos e imprecisos se definieron dejando entrever con claridad el perfil de las paredes interminables, desenmascaras como un árbol desnudo en un invierno demasiado largo.
Mientras Clara buscaba un vaso de agua una sombra la acechaba de refilón, una figura  inquieta y negra asomaba de a momentos cuando ojeaba los rincones. Como una de esas certezas inexplicables aquella noche se supo acompañada, pero no llegaba a reconocer quien era el visitante, pues era más veloz que su lenta y corta vista.
Se recostó con dolor. Pequeñas molestias como ínfimos cristales incrustados en diversas partes de su cuerpo al mismo tiempo, todo el tiempo. Así se sentía la vejez. Encendió el televisor, los colores se reflejaban eclécticos en sus gruesos anteojos, las palabras del noticiero de la medianoche rebotaban en algún lugar de su mente sin que ella pudiera interpretarlas.
-Pura mierda.- Y la apagó.
Vacío de nuevo. Sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra mientras  el insomnio se hacía presente y le ofrecía su irónico abrazo. Cuando comenzaba a enredarse en una vorágine amorfa de recuerdos la sobresaltó un ruido en el balcón. Lo ignoró, pero se repetía con una cierta frecuencia que permitía deducir que no eran ruidos aislados y caóticos, eran pasos.
Tac, tac, tac. Iba y venía el hombre por su balcón, ladrón seguro, espíritu tal vez, el primero más decido y peligroso que el segundo. Pensó en las joyas atrás de la imitación de Van Gogh,  el trofeo brillante de una vida sacrificada, contó las perlas nacaradas, las esmeraldas africanas, los dijes de oro, y las alianzas de matrimonio mientras una ola de sudor comenzaba en su espina y terminaba en su cuello.
Aquella noche gritaba el viento y removía todo aquello que se rehusaba a ser molestado; las hojas del jacarandá del vecino, las macetas sueltas, los gatos que aullaban embravecidos por la tormenta incipiente, los recuerdos, como siempre, y el hombre que patrullaba desesperado los tres metros del balcón buscando una apertura.
Prendió las luces, porque nada malo puede sucederle a quien lo hace. Se acercó a la ventana para poder mirarlo a los ojos, increparlo con su bastón, tratarlo de desgraciado, de vago, de chorro. Pero para poder  hacerlo debía subir por completo la cortina de madera que la mantenía a salvo. Estaba decidida, serían ella, él, la noche y el viento.
Jadeó, está vez por esfuerzo, porque el miedo había cedido paso a una furia de dientes, dientes de mentira claro, pero bien apretados estaban. Cuando terminó, inhalo con fuerza: el pánico fue absoluto ante la nada absoluta de aquel balcón vacío.
Aquella noche gritaba el viento y Clara al fin lo vio. Lo invito a pasar, entre risas, como de costumbre. No sin antes regañarle, las señoritas no atienden a sus amantes así, no en noches tan oscuras como ésta.
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jacquelinemessmer · 10 years ago
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El Desierto
“¡Que distinto es el inconsciente! Ni concentrado ni intenso, sino crepuscular hasta la oscuridad, abarca un extensión inmensa y guarda juntos de modo paradójico, los elementos más heterogéneos, disponiendo de una masa inconmensurable de percepciones subliminales, del tesoro prodigioso de las estratificaciones depositadas en el trascurso de la vida de los antepasados”
C.G. Jung
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Vencía la fuerza de gravedad con el impulso furioso de sus piernas y al girar el pedal volvía a caer en el vacío. Eva viajaba por las callecitas paralelas a la avenida Santa Fe maldiciendo la árida planicie del cemento, deseando que las rectas fuesen las empinadas laderas de los montes de su sur querido. Pero no, no podía descargar su enojo pateando el aire, lo hacía es cierto, pero el resultado catártico era nulo y la única consecuencia era la velocidad inusitada con la que avanzaba. 
Pensó en su ex, ya no era ni un nombre ni un hombre sino tan sólo una palabra monosilábica que contenía la curiosa letra x, guardando un parecido rebuscado con expedientes y con  mutantes heroicos y sus garras de acero. El boludo de su ex era duro, de adamantio si se quiere, pero de heroísmo nada, ni hablar de un ápice de sacrificio de su ego en pos de su damisela, que si ahora se encontraba en apuros ,era sólo resultado de la malversación y tráfico de emociones al que la había sometido. Esto reflexionaba en la pausa de un semáforo mientras observaba  la propaganda partidaria que promocionaba la candidatura de un hombre con sonrisa de tecla; amplia y falsa como las tetas de su tía Marta.
Verde,  un movimiento telúrico en su muslo derecho en la escala 8 de Richter la sobresaltó, su teléfono celular vibraba que era la envidia de un juguete de sex shop y no había ocasión en que no lograse en ella reflejo involuntario, el susto del cine terror berreta. En una maniobra peligrosa y complicada, hurgo en el bolsillo de sus jean achupinados que se abrazaban a sus muslos como una enredadera salvaje y extrajo el dispositivo para ver la en la pantalla la cara del boludo y el apodo diabéticamente dulce con el que lo agendaba.
Su dedo se deslizo hacia la izquierda, el movimiento opuesto a la contestación. Quiso cantar mientras esquivaba un Ford Fiesta  y el 39 amenazaba con convertirla en una figurita sobre el asfalto, pero confirmó que su voz de pava silbadora desafinando al viento no era exactamente la nuez moscada que precisaba para condimentar su día: optó por el silencio y una ensimismada concentración a las señales del tráfico en pos de conservar su integridad física.
En una estela de excesivo dióxido de carbono un hormiguero neurótico de personas apuradas escapaban del tic tac temporal al compás de la sinfonía orquestada por los bocinazos, llegó a Once y lo que era malo empeoró. Encadenó su bici a un poste de luz celeste, que había sido gentilmente decorado con anuncios de mujeres solitas y juguetonas. ¡Lentes! Pensó mientras buscaba un candado en la mochila, a su lado se desplegaban sobre una toalla roja una amplia cantidad de gafas  plásticas oscuras.
Pronto se agacho frente al puesto y comenzó  a probarse anteojos con celeridad, no necesitaba, pero un impulso de consumo que le rememoraba a los pedidos infantiles de figuritas y golosinas le urgió una nueva adquisición. Tiempo después notó al vendedor, que le extendía un espejo ofreciéndole una  cauta sonrisa de atención al cliente.¿ Dos metros? Si su ojímetro no le fallaba, la piel oscura casi azul como un bosque de noche, la complexión fibrosa cual estatua de ateneo. Comenzó  a maniobrar el espejo, proyecto  los ojos de él en el reflejo , el hombre le devolvió la mirada refractada.
Esa tarde y la siguiente, y la siguiente,  se encontraron en los bosques de Palermo, entre los gansos sucios se confesaron urgencias sin mantener más dialogo que el del encuentro. Ella observaba sus labios llenos y pensaba en ciruelas maduras y voluptuosas, que derrochan jugo sobre el propio cuerpo en las tardes de verano. Él le ofrecía un viaje inabarcable entre danzas ancestrales,  mientras le explicaba con sus inmensas manos historias sobre el eco de tambores originarios, le prometía que sería su reina tribal ardiente entre la aridez de la sabana y el correr de los guepardos.
-Che ¿Vas a llevar?-
-¿Cuánto están?-
-Cincuenta.-
-No, no está bien, le agradezco mucho.-
Se alejó del puestito en busca de repasadores nuevos: los que tenía olían a porqueriza industrial. Le vibró el cachete, esta vez no dudo:
-¿Bichito?-
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