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lixofiel · 3 years
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ezequiel azambuya, sensibilidad política inmediata, en el vómito, 2021
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lixofiel · 4 years
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dos o tres ideas gracias a francisco
muy, muy groso esto que escribió francisco, si no lo leyeron ya. https://www.jennifer.net.ar/single-post/obsesi%C3%B3n-infernal ideas:
i) el arte político no se trata de importar tropos, motivos y discursos a un aparato de imagen.  ii) la exclusiva función que tiene el tribuneo reaccionario de marcia es la de reforzar el prejuicio contra los lenguajes y recursos contemporáneos que se usan para hacer, pensar y poner a circular el arte. 
la negación virulenta del rojas de gumier maier implica el arrastre pesado de un código de conducta engendrado en tiempos inmediatamente previos a la restauración democrática. la mediación que marcia ejerce sobre un grupo de cuerpos y de ideas (grupo informado por artistas universitarixs y una parte del público general) pareciera perpetuar este ethos más allá de ella. gente muchísimo peor que marcia hace lo mismo (cuttica) (marcia, igualmente, es mala pero es buena).
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nuestras críticas al arte contemporáneo, a su mercado y sus instituciones, son por lo general legítimas. pero el arte contemporáneo, su mercado y sus instituciones, deberían a esta altura ser pensados como si fueran un tema de salud pública: al igual que el aborto –contra la reacción virulenta y vacía–, van a seguir pasando.
las nuevas generaciones tienen dos alternativas: o toman el arte de marcia, que es genial e imprescindible, o la condenan a ella y a sí mismxs a seguir usándola como salvoconducto para canalizar su propio malestar político con relación a las prácticas que llevan adelante y a cómo negocian con el mundo (del arte). iii) gustarle al progresismo y que al mismo tiempo te banque la heredera de los Fortabat es el horizonte de expectativas definitivo para lxs artistas argentinxs contemporánexs
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lixofiel · 5 years
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ulises mazzuca
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lixofiel · 5 years
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Time fantasy (3)
Me comentaba Jochi que la obra que estaba al lado del plátano era en realidad un trabajo viejo, que había empezado a pintar hacía cinco años por lo menos. Los rastros de ese tiempo pasado se hacían evidentes en forma de ciertos clichés, los mismos que parecen afectar hoy en día –y de un modo obstinado– la visualidad de la pintura joven porteña. Una Labourt anterior, pintora de rigor pero mucho menos interesante que la artista que es en la actualidad, aparece en este otro cuadro tomando la forma de un cortinado teatral, de apéndice flotante (una mano en este caso), de un torso desnudo y de un lápiz labial. Son elementos que responden a una sintaxis muy reconocible, al menos dentro de la escena de Buenos Aires.
Creo que no conviene en este sentido decir que Labourt “la vio” y se adelantó a la producción de ciertos clichés sino que, en realidad, el tiempo de la visualidad en la pintura porteña es sobre todo lento y esos clichés siguen todavía vigentes como lenguaje generalizado.
Frente a esta retórica, que Labourt reconoce como saturante, actúa con violencia: en vez de seguir insistiendo con cortinas y manitos que flotan, desmembra realmente la pintura y convierte a su cuadro –de una época de juventud llena de clichés– en un díptico poco armónico. Lo ataca además desde la propia pintura, forzando la convivencia de aquellos elementos de una fantasía gregaria con, por ejemplo, la nueva y misteriosa imagen de unos alfajores de maizena, o de una erupción de acné. Esta obra consigue entonces mostrar el tiempo en dos sentidos: como tiempo personal de desarrollo y como el tiempo lento de la visualidad en la pintura porteña.
Labourt asume su presente de artista como un acto de violencia contra ella misma y contra la pintora que era. Capta la debilidad del cliché y la expone, sin necesariamente querer rehabilitar esas formas abusadas (de hecho el cuadro del plátano tiene algo todavía más viejo, parece hecho a medida para ilustrar la portada de alguna soporífera publicación ochentosa de EUDEBA sobre psicopedagogía o algo así). Los restos de estas figuraciones estereotípicas señalan el hecho de que hoy sigue siendo más fácil ver una obra como las que Labourt hacía hace 5 años que una como las que está haciendo ahora.
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al fondo: un melancólico díptico de proporciones arbitrarias
El idioma del cliché podría ser lo que lo que Bárbara Golubicki define como “fantasía” cuando se refiere al componente central en la pintura de una determinada artista joven que trabaja en Buenos Aires. El cortinado, la cristalería, las mesas de banquete, los candelabros, los bouquets, las caídas esplendorosas de agua, las manos enguantadas, los cisnes. Legados formales de la cotidianidad aristocrática europea que pasaron a formar parte de esta reforma en la imaginación pictórica, un proceso que viene teniendo lugar desde hace algunos años y sobre el que algunxs curadorxs, con más o menos conciencia crítica, han intentado expedirse. La prolongación del cliché es incluso territorial, ya que tenemos en Buenos Aires un lugar de talleres y muestras que fue bautizado Fantazia.
Lo curioso de esta fantasía es que no se trata, justamente, de una fantasía individual en términos psicoanalíticos (quiero decir, no es el fantasma fundamental, ni la fantasía inconsciente de la neurosis; no es siquiera una mínima escritura, menos que menos la “fantasía anti-civil” de la que habla Santiago O. Rey y que dio mucha tela para cortar ¿vieron cómo reaccionó lo público a su muestra Leche muerta?). 
Parece en cambio tratarse de un simple reflejo de la fantasía como género literario, de la fantasía de los cuentos y las películas de Disney. Esta fantasía, entonces, como sintaxis común y compartida, no depende de la propia subjetividad ni del pasaje individual a través de la historia, sino que es un mundo de referencias cohesivo y específico: un derivado del cuento romántico de salón y de sus versiones suavizadas para el consumo infantil. La tradición dieciochesca encuentra una nueva síntesis en la pintura joven argentina, que recorre pendularmente el trayecto entre lo truculento y lo pueril pero siempre en torno al imaginario romántico fantástico, fijando en el camino algún punto de conexión con el surrealismo.
La ingenuidad –un amateurismo como finalidad estética en sí misma– fue apropiada por lxs artistas jóvenes como solución sobre todo en términos productivos, para poder producir más o menos rápido y plegarse de inmediato sobre un programa vigente; para ser, justamente, lo contrario a amateurs.
Esto tiene sentido si pensamos en el grado de perfeccionamiento técnico al que llegó la abstracción en la Argentina (producto de su posición privilegiada en el mercado), algo que la pone en un lugar difícil de alcanzar para lxs jóvenes. Meditar y trabajar la abstracción en este momento no le rinde a nadie de menos de 45 años, es un asunto de cuentas. En ese mismo terreno remoto se encuentran las “reflexiones” sobre la propia práctica estilo Macchi en Memoria Externa, una digresión que solo puede permitirse la gente que no tiene problemas en la vida.
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ideologías domésticas arruinadas
Sin margen para formas nuevas, la imagen se sostiene en esta figuración a medio camino entre el apuro de la pintura ingenua y la arbitrariedad funcional del surrealismo, y que bien podría recibir el nombre de fantasía normal. Esta fantasía normal es la imagen ordinaria de la pintura joven argentina, tal y como lo era el paisaje a fines del siglo XIX.
Por supuesto hay un lenguaje visual que, más allá de cualquier diseminación hacia el terreno de lo intrascendente y lo general (las palabras también son las mismas para todxs), puede hablarse con intensidad pictórica: pienso en las mesas de Ariel Cusnir (una visión materialista sobre lo fantástico) o en Maruki Nowacki, que vuelve siempre a la fantasía dieciochesca pero la resuelve primero desde el trazo –como una diseñadora de modas sintetizando en cuatro líneas la condición de posibilidad de un millón de existencias– y luego desde su trabajo textil, la puesta en escena de una rêverie blindada.
Hernán Blinder o Guzmán Paz no negocian los términos de su propia fantasía, se mantienen lo más alejados que pueden de la fantasía normal, o de la fantasía de cualquier otra persona. Da Rin escribe el fantasma, su fantasía es una transfiguración interclase/intergénero/intertemporal muy personal, por momentos llena de terror y que llega a darse incluso en términos actorales, con un despliegue apasionado del cuerpo propio, fiel a algo. Labourt también escribe el fantasma; de hecho convierte al cliché en fantasma mientras le da cuerpo a otro tipo de fantasías –transgresiones íntimas– que tienen que ver con el lenguaje, la comida o las enfermedades de la piel. Pero todxs son artistas menos jóvenes que lxs jóvenes que trabajan hoy desde la fantasía.
Por ahí en algún punto la flexibilización de la realidad se esté dando en otros terrenos, vinculados a la performatividad sexo-genérica o qué sé yo. Quizás ahí haya fantasías algo más vivas o más cosas para mostrar, incluso algún tipo imaginativo de violencia. La pintura joven tiende en cambio a una normalización de la idea de lo fantástico, a trabajar con urgencia formal pero sin atender las urgencias sensibles. Lo personal se disimula y por lo tanto se disimulan las variaciones fantásticas sobre la desesperación, el tiempo, la poesía y la política.
Lo trágico está en que se hable de fantasía cuando en realidad no haya fantasías en ningún lado, lo que hay es una figuración que hace desaparecer las cosas... ¿de verdad la gente que pinta esta figuración no tiene ganas de matar a nadie?
*este texto apareció originalmente en el tercer número de la revista segunda época (dic 2019) y se reproduce aquí con modificaciones livianas
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lixofiel · 5 years
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Time fantasy (2)
La aparición de esa habitación, no obstante, resultó en una sugestiva contradicción de términos, o sea, resultó en un aporte. Por un lado, el contrapeso del lenguaje instalacionario/escenográfico frente a un trabajo “de pared”, que además está seriado y cerrado, que no admite intromisiones. Por el otro, y esto es lo que más me interesa, coartaba el dinamismo identitario de la narración y concentraba todo, materialmente, en un solo punto de sentido: la chica de clase media. El cuarto iba en dirección contraria a lo que hace Da Rin, porque deshechaba el componente alegórico y metía en una valija los disfraces. Adentro del cuarto no importaba la literatura que estaba afuera, porque la mesa era la mesa, la cama era la cama, la música era la música, la chica era la chica: el arte sale del cuarto de la chica. 
Tampoco era que el MAMBA proponía una ficción doméstica, teatral; hablar de ficción en este caso no tendría mucho gollete porque reconstruir entornos de vida es una atribución típica de los museos modernos. La secularización de aquella práctica religiosa consistente en exhibir restos humanos o accesorios cargados de emotividad fue un rasgo temprano de la museística republicana francesa, orientada a preservar las “reliquias revolucionarias”. A partir de un mechón de pelo de María Antonieta: la máscaras de esgrima de Lisandro de la Torre, la oficina de Serguéi Koroliov, una PC con Windows XP en el hábitat hogareño de una chica argentina a comienzos del siglo XXI. El sesgo racionalizante del museo se humaniza, la intimidad se hace pública y las narraciones se vuelven materia.
Como proto-taller inserto en la realidad común, el cuartito decía entonces que las cosas no se manifiestan de manera espontánea, solas, por arte de magia. La fantasía tiene una trastienda material y la clase media, asistida por una cama, un velador, un libro y una computadora, es su operaria.
Pero el cuarto cumplía además una función, digamos, metafísica. La Da Rin del cuarto está presente en todas las obras y a su vez todas las obras (o todas las vidas, o todos los problemas de la vida) estaban ya presentes en el cuarto. Parecía como si Flavia nunca hubiera abandonado la habitación, pero también como si nunca hubiese llegado realmente a ocuparla. Entonces más allá de que en ese espacio se definiera un elemento fuerte de anclaje a un determinado sector socioeconómico, lo que pasaba era que terminaba tratándose también la cuestión abstracta de un tiempo sin progresión, un espacio implícito de entrada y salida continua, tapizado por imágenes específicas pero todavía inarticuladas. El tiempo fantástico del arte.
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relicarios con pelo de maría antonieta y de sus vástagos, hijos de francia
En La llaga perfecta, de Jochi Labourt, el tiempo y la fantasía ocupaban asimismo un lugar primordial a pesar de que no fuera, por supuesto, una exhibición retrospectiva, o de que no incluyera un cuartito metafísico. Esa circulación radial entre momentos, entre pasados y presentes, estaba contenida en cambio dentro del objeto-cuadro, en particular dentro de uno de los cuadros que podían verse en la sala. 
Definamos muy rápidamente algunos de los aspectos que demarcan el trabajo de Labourt como para saber de qué estamos hablando: a diferencia de Da Rin, que tiende al plano, ella hace implantes, volumetriza, acumula, tapa poros. Trabaja también rescatando a la pintura de sí misma, que es lo mismo que decir rescatando a Labourt de Labourt, rescatando a una Labourt presente de la Labourt que ya pasó. Pensemos por ejemplo en la pintura del árbol. Era un plátano de sombra, bien porteño, ubicable quizás en la Avenida Iriarte, o en el otoño de la antigua Juan B. Justo bodeguera. Esa imagen, producto de una experiencia temporal lineal (melancólica), cobraba en la pintura presencia volumétrica. Jochi se las ingenió para aplicar algún tipo de presión desde atrás de la tela con el fin de hacer sobresalir físicamente la imagen.
La corteza de su plátano se hinchaba entonces como un eczema o como un quiste: un recuerdo, un pasaje breve de tiempo que se sublima no solo a través de la pintura, sino también como anomalía corporal contenida en el cuadro. Es una forma de fantasía bastante particular, más allá de que el giro animista se haya consolidado como una solución muy visitada por la pintura porteña actual. Labourt no disfrazaba de cuerpo a la obra sino que le daba cuerpo: un cuerpo independiente de la materia oleosa propia de su práctica e independiente también del accesorio antropomorfizante, de la inclusión pastichera de materialidades exógenas. La imagen del plátano, la percepción nostálgica de un momento otoñal, de una alergia quizá, cobraba cuerpo ella misma, en secreto y en silencio, como un proceso glandular. 
De alguna manera esta hinchazón atentaba también contra la propia integridad del cuadro, pero ese mismo movimiento, ya algo más violento, podía verse con mayor nitidez en la otra pintura, la que colgaba justo al lado.
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plátano resguardando un baldío en barracas (manyemé quel bacán no la embroca / parlemé quel botón no la juna / y en la noche que pinta la luna / la punga de un beso le tiró en la boca)
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lixofiel · 5 years
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Time fantasy (1)
No sé si es que necesariamente algo tiene que quedar afuera cuando unx escribe para un medio impreso o si en realidad el problema está en mi propia economía textual, deficitaria en cuestiones atentivas con relación al gran caudal de información que puede llegar a haber en una sala de exhibiciones y al posterior traslado de esta data a un bloque organizado de ideas. De todos modos –me excuso–, si algo queda afuera es porque no puedo dejar de tener en cuenta a ese lector hipotético que, a causa de alguna fatalidad, termina recayendo en un texto sobre arte contemporáneo argentino, ni a mis ganas de tirarle por la cabeza alguno de nuestros problemas (ganas de condenarlo a ver el arte como lo vemos nosotrxs 😈). Escribir para un diario no es lo mismo que escribir para este blog o para una revista como Segunda Época: los criterios de edición son enigmáticos, hay márgenes más o menos acotados para la circulación de una idea al interior de cada nota, al editor no le interesa que se discutan los pormenores vanos que uno siempre quiere discutir, etcétera. Pienso en la persona artista sobre la que estoy escribiendo, en qué decirle, y pienso también en mí mismo, en cómo hacer para que la escritura se convierta en una especie de túmulo, en un espacio más o menos amplio y más o menos cómodo; cómo lograr que no me dé asco volver a entrar al texto las veces que sean necesarias para repasar las dos o tres boludeces que le dan entidad.
Trato además de buscar el lenguaje más impersonal posible para sostener la idea más personal que haya, eso me entretiene aunque sea difícil. Me encanta esa prosa que hace el esfuerzo de disfrazarse de piedra, de disfrazarse de nada, de ser una boleta de gas o una historia clínica: mientras más prosaica la superficie del texto mejor va a preservar la dignidad de las ideas. Un texto debería parecerse a esas conservadoras blancas para transportar órganos, la retórica excesiva en la escritura sobre arte es un fastidio, roba demasiado tiempo.
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lo que entiendo por el texto
No sé, pareciera al final que eso que se arrastra y puede apenas respirar entre todas estas pretensiones y represiones, como un nene sepultado por los escombros de lo que fue el edificio donde vivía, después de un terremoto, eso es el texto.
En fin... El punto es que salió en el diario un comentario sobre ¿Quién es esa chica? de Flavia Da Rin en el MAMBA, y no encontré la forma de encajarle algunas ideas que terminaron quedando sueltas; a partir de esas ideas surgieron otras, aparecieron luego otrxs artistas y así. 
En la reseña se hablaba de cómo cierto arte de clase media es susceptible a una especie de “proceso de movilidad”, un desarrollo que se ve favorecido cíclicamente por determinadas condiciones pero que durante los últimos años se encontró, como es obvio, demorado. La obra de Da Rin creció a la sombra de ese proceso, se alargó, se fue complejizando; se compuso a sí misma en una línea de coherencia interna difícil de sabotear. La naturaleza clasemediera en esta obra se expresa además a partir de su cercanía absoluta a una idea de arte atravesado por consumos culturales muy puntuales y por un estado permanente, casi asambleario, de negociación tanto con estos consumos como con el canon (canon del que se tienen noticias recién a partir de haber recibido una educación artística particular, dictada por la clase media y orientada hacia la clase media). Sin embargo, y esto quedó afuera de la nota, entendí que la curaduría de Laura Hakel fijaba la condición clasemediera en un punto mucho más concreto, llegando incluso a plantear la existencia de una suerte de gruta mitológica que resguardaba los orígenes mismos de la sensibilidad de la artista: el gesto curatorial sobresaliente en la muestra era la restitución escenográfica de un cuarto adolescente y de clase media.
Afuera del cuarto, ¿Quién es esa chica? se estructuraba sin mayores problemas, casi reverenciando las unidades seriales de trabajo. Era una muestra grande hecha de pequeñas muestras pasadas, no solo un rejunte retrospectivo de obras. Esta disposición fascicular, en la que cada exhibición puede pasar a ser el capítulo de una novela breve enfocada en la experiencia de la-artista-como-ser-humana, se da porque Da Rin considera la instancia de exhibir como un sistema en sí mismo, un sistema diseñado para sostener la aparición pública de tal o cual serie. Sería una contravención violentar el hermetismo funcional de la obra: mostrar retrospectivamente a Da Rin tiene que ser también mostrar su propio sistema de exhibir y pensar el arte. Es una obra cuya reescritura en todo caso se da hacia adentro, en capas de diálogo entre imágenes y procesos y no a partir de una intervención externa (curatorial/museística) que la desorganice.
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es loco ilustrar un posteo con obra de flavia porque hace 10 años todos los posteos y todas las revistas y cualquier comentario sobre la imagen digital estaba ilustrado con obra de flavia... y si bien retomar un soporte es retomar irremediablemente el contenido de ese soporte, creo que la suya es una obra que ya está afuera del tiempo, una obra increíble
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lixofiel · 5 years
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Valentina Liernur, #2 Particular, 2015
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lixofiel · 5 years
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tentaciones antihumanas II
Hablamos de para-realismo en la obra de Odriozola porque algunos de sus objetos realmente funcionan como reflejo de lo ajeno, como cosas capaz de devolver una perspectiva posicionada “más allá del horizonte de lo pensable”.
Preferimos no tratarlos como objetos que se disfrazan de arte y hablamos en cambio del retazo matérico disfuncional que no puede ser admirado en términos de diseño, ni acunado con nostalgia, ni indexado en el catastro de la civilización. Por supuesto que el arte no necesariamente tiene que asumir esta posición de extravío radical —pedirle al arte que además no sea arte es como un poco mucho—, pero un objeto que se formula desde parámetros no reconocibles se pone de inmediato en la vereda opuesta al realismo capitalista de Fisher o al Sistema de Seguridad Humana de Land y eso nos gusta. Desde estos objetos el para-realismo es justamente el potencial de una alternativa realista fuera del mundo de la imagen, alejada del arte que asiste al capitalismo en su lucha contra el vacío (y por ende lo asiste en perpetuar su tiempo de explotación sobre la Tierra).
Esta idea de para-realismo podría acercarnos a la concepción más tradicional de lo abstracto, pero habría que aclarar que el tipo de abstracción de los objetos de Odriozola es, precisamente, una abstracción “realista” en tanto material puro, en tanto despojo de la industria o forma autogenerada. Son abstracciones violentas y sin arraigo que no tienen un mundo vital de pertenencia, no son “transplantadas” de una realidad funcional a otra y por eso mismo no serían ready-mades. Por otro lado, y esto es también una manera de pensar lo abstracto, no se dirigen al pasado (como el arte) sino que hay un presente que se saltean. A veces sí podemos reconocer en ellas ese cariz más industrial, más de arte-basura, pero por lo general el hombre y su momento parecieran ser variables prescindibles en el sistema que las obras plantean. No nos hacen pensar en las ruinas del pasado humano —no son hallazgos ficticios de esas aburridas “arqueologías del futuro”— sino que se parecen más a líneas que se proyectan desde el vacío, a partir de nadie y para nadie.
No sé por qué (o sí), pero es lindo encontrarse frente a este tipo de vocabularios que no están sesgados por los prejuicios de la sensibilidad artística. Y supongo que la sensibilidad artística en algún punto es sinónimo de una perspectiva antrópica, que es sinónimo, a su vez, de estar al servicio de la lucha del capital contra su propia desaparición. 
La tentación antihumana entonces se encuentra ahí, en renunciar al presente del arte en favor de la posibilidad de visualizar finalmente la sobrevida de lo real más allá de la humanidad capitalista. No hablamos en términos simbólicos: como Odriozola, hablamos de ver algo más allá de la imagen del arte. 
De aquel “universo sobrecogedor de objetos ocultos que chocan entre sí” del que habla Graham Harman va quedando cada vez menos margen para la proyección especulativa filosófica si tenemos en cuenta, por ejemplo, las cadenas de información que las computadoras producen con el único fin de ser consumidas por otras computadoras. Lo que perciben las máquinas –su manera de organizar la experiencia del mundo– es un sistema de acceso a la realidad, o directamente una realidad en sí misma. Así es como lo invisible se va volviendo visible y la posibilidad de vislumbrar un mundo liberado del capital es cada vez más concreta, pero el costo de esas visiones obviamente es la indiferencia de las realidades no-humanas frente a la propia humanidad. De tanto en tanto, la vibrancia de la realidad objetual encuentra respuestas decodificadoras en algunxs pocxs artistas.
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A causa de esto se vuelve casi irresistible el impulso de hablar sobre Odriozola como si el pibe fuera en realidad un robot, o un asteroide sembrado de flores rojas que oscila entre los márgenes del espectro autista. Esa sencilla caracterización serviría para “justificar” su obra y es obvio que en algún momento pensé en esos términos: el artista computadora, el aspie del conurbano, la inteligencia artificial. Pero hablando con él aquella tarde se me revelaron otros condicionantes operando ahí atrás, quizá más interesantes.
Me contó que no tenía taller, que los marcos que usó en Tenedor Libre* los compró con un presupuesto mínimo que le habilitó el MAMBA hace como 5 años para una exhibición colectiva en la que participó. Contrariando la inclinación a definirlo como una inteligencia robótica inhumana aparece esta otra dimensión de precariedad exclusivamente orgánica, que es habitacional, profesional, etc. Entonces no es solo la sensibilidad operativa de un sistema informático la que moldea a esta obra, sino que las limitaciones de espacio y presupuesto para desplegar de manera sistemática un trabajo parecen tener un rol todavía más fundamental: obligan a salir caminando mirando el piso y a buscar restos de algún producto imposible de comprar, a acopiar materialidades inútiles, chiquitas. Lo artificial en su inteligencia, el fardo que políticamente le tiran desde afuera, quizá sea entonces la pobreza: una sensibilidad organizadora que se va refinando bajo el cincel de lo precario.
Si el exceso de autoconciencia es lo que caracteriza a la sensibilidad artística contemporánea, la obra de Odriozola se basa entonces en un principio de escape de esa conciencia. Entendemos igualmente que el hecho mismo de hacer un montaje con obras-que-no-parecen-obras dispuestas así nomás en el piso es un gesto muy autoconsciente con relación al aparato del arte, pero creo que vale la pena aclarar que, aunque quisiera, Odriozola no podría hacer obras como las que hacen otrxs de sus contemporánxs.
Uno de los procesos en donde puede verse de un modo claro esta inteligencia organizadora tiene que ver con el llamamiento que hace sobre las sensibilidades no-artísticas. En Henderson, de donde es oriundo, convoca a una serie de familiares, amigos y afectos casuales (¿el kioskero de al lado de su casa? no me acuerdo) y los instruye a través de ejercicios conceptuales básicos para que respondan o pasen a integrar la sensibilidad artística que está por fuera de ellxs. Les da pequeños ejercicios vía Whatsapp, lxs hace juntar un clip con un pedazo de cinta aisladora, sacarle fotos a cosas a las que nunca le sacarían fotos. El resultado de estas aventuras desemboca casi siempre en objetos improvisados y en retratos indescriptibles acompañados por la pregunta “¿Qué decís, Juan, es arte esto?”. 
Estas sensibilidades no-artísticas (es decir, no preparadas para sobrevivir en el presente capitalista a través del arte) sostienen el aura rara de algunos de los objetos que podían verse en Moria. Una lucidez colectiva e imprevisible que nos resulta extraña: otro ejemplo de para-realismo.
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una foto de algo
Recurrir al grupo de gente de Henderson para hacer arte es lo mismo que recurrir para hacer arte a un elefante, o a una planta, o a una computadora: el realismo que propone esta obra no es el realismo del artista, no es el realismo del mundo de la imagen ni el realismo del capital. 
El arte ingenuo no deja de ser arte ni de inscribirse en una tradición fuerte, aunque, al menos en Argentina, no sea una tradición del todo autoconsciente. El outsider art responde a la voluntad de expresar urgentemente una visión humana, por lo general mística y paranoide, a través del idioma universal de las formas. La paradoja en este caso es que la solución que encuentra Odriozola para proponer una imagen inhumana (y que por eso mismo no es ni comercial, ni ingenua, ni outsider), se da desde el humanismo. La muerte de lo social se visualiza gracias a una acción social, producto del cariño, la curiosidad y que bordea en ocasiones lo chistoso. Al integrar la visión de un otro, el nivel de dramatismo apocalíptico se diluye.
Por eso, y para ir cerrando, aunque esta obra flote en el vacío y nos haga suspirar imaginando el peso liberador del caos aplastando definitivamente nuestras cabezas, sus condicionantes son en realidad mucho más cercanos: como Vigo, Odriozola trabaja desde el humanismo y desde la pobreza de lo dado.
El zumbido abstracto del vacío sin política, sin representación y sin identidades es como el canto de una sirena, pero no convendría decir entonces que el vacío y una alternativa de izquierda antiautoritaria —nuestro objetivo político urgente y absoluto— sean la misma cosa. Parece que a nosotrxs lxs latinomericanxs no se nos permite el “nihilismo virulento”; que Latinoamérica sigue siendo —por destino manifiesto o por imposiciones de la imaginación colonial liminal— la tierra donde la política florece o donde tiene que florecer. Soñar con cancelar el mundo es un lujo del hombre blanco... imagínense un nihilismo negro o feminista, sería cualquiera.
*Un título que refiere justamente a esta liberación de la realidad objetual, me doy cuenta recién ahora.
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lixofiel · 5 years
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tentaciones antihumanas
Fui dos veces a ver Tenedor Libre, de Juan E. Odriozola, ahí en Moria. Pienso en Tenedor Libre y es un nombre que no se sabe bien qué nombra, porque además aquella era una muestra que podría perfectamente no haber tenido ningún nombre.
En general pareciera que a las cosas que viene haciendo Odriozola les vendría bien no tener nombre, que el nombre que tienen es más una unidad de información discreta para negociar con alguna expectativa de integración.
La primera vez fue durante la noche de inauguración, pero había tanta gente que me quedé tomando cerveza en la vereda durante, no sé, dos horas, hablando de cine ruso y cosas tristes con Magda Demarco y Guido Contrafatti. Por suerte a Juan le interesó que volviera y viera algo más que ánimas nocturnas subiendo al 110 con rumbo a lo desconocido, así que me invitó a que pasara de nuevo una tarde de viernes tan soleada que tuvimos que bajar la persiana de la galería.
Nos sentamos en la cocina a compartir un poco agua de red servida en vasos de plástico transparente mientras hablábamos de algo que Juan me definió en términos muy vagos como “el mundo de la imagen y el mundo del objeto”.
Odriozola, quizá sin un trasfondo en estudios filosóficos, o con un trasfondo tan endeble como el mío, habla del “mundo de la imagen” y el “mundo del objeto” como dos realidades simultáneas. Si capté algo de lo que su voz incapaz de excitarse me decía, el mundo de la imagen se instituía como lo perceptible por nosotrxs en términos de realismo directo clásico; el mundo del objeto era en cambio una dimensión que iba más allá de la esencia de la metafísica moderna: una especie de plano vibratorio lleno de vértigo y colores, reservado para el ojo objetual y del que el pensamiento humano jamás podría ser testigo.
Este mundo del objeto no es tanto el realismo de los assemblages del que habla DeLanda y que Graham Harman repasa con todo amor; no se trata de considerar como “lo real” a todas las entidades y a su vínculo entre ellas -independientemente de la presencia del hombre-, sino que, en el caso de Odriozola, parecía más bien una posibilidad dentro del orden de lo visual, una excusa para tratar de ponerse a visualizar otra cosa. 
En ese mismo sentido había una separación muy notoria entre lo que podía verse en las dos salas de la galería. Por un lado estaban las bolsas cuadradas, familiares de sus anteriores experimentos en una línea estética cercana al Color Field más esquemático y bien inscriptas en el registro de lo que una “sensibilidad artística” podría producir, o inscriptas en el orden de las cosas que tienen nombre, o pertenecientes al mundo de la imagen en términos Odriozolanos.
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Ahora que lo pienso mejor, lo que había en esa sala sí podía recibir el nombre de Tenedor Libre o cualquier otro nombre sin que a nadie le hiciera mucho ruido, porque lo que había en esa sala era, en un sentido bastante claro, una exhibición de obras de arte. Cosas para ver fijadas sobre la pared, mediadas aureáticamente por una relación de cuidado dispuesta desde el montaje, casi matemático; eran cosas susceptibles a que se charlarla un rato sobre su origen (bolsas de distinto tamaño y color que Odriozola compró en un mercado de México, seduciendo a los vendedores que no querían soltarlas por unidad) y sobre su posible destino (un placard). En fin, eran objetos de intencionalidad claramente artística, su aparición basada en parámetros reconocibles por nosotrxs, que vivimos de ir a ver muestras de arte.
En la otra sala, en cambio, había ya algunas cosas que se alejaban del mundo de la imagen y parecían sí estarse acercando a la posibilidad de imaginarse una otra cosa.
Porque estamos deprimidos y el horizonte de liquidación ontológica de todo lo humano en este momento nos resulta seductor, podríamos decir que la “sensibilidad artística” del siglo XXI (culturalizada, laborizada, propensa a recibir un nombre, reconocible) es uno de los esfuerzos de la conciencia capitalista para evitar que su propio espíritu sea cuarteado, aniquilado por el liberador caos inhumano del Universo (no ya por el socialismo). En este sentido la sensibilidad artística es una mínima variable de control para mantener cierto orden, para perpetuar el tiempo de la explotación capitalista sobre la Tierra. La respuesta frente a eso no parecería ser más arte sino cosas menos parecidas al arte, cosas pertenecientes al mundo de los objetos del que habla Odriozola.
Como mensajes renegados que vienen desde una temporalidad imprecisa, las cosas que aparecían en esa otra sala podían definirse como rayos de abstracción para-realista, cosas invisibles vueltas visibles.
Si la función “visionaria” del artista está al servicio del mundo de la imagen, el mundo de la imagen es el mundo del capitalismo resistiendo contra el vacío, contra el momento en el que su tiempo en la Tierra se agote. En cambio el mundo del objeto necesariamente parte desde una “sensibilidad no-artística”, una sensibilidad que traspasa el tiempo capitalista para sumergirse en el vacío. Esto es lo mismo que decir una sensibilidad computacional, extraterrestre, robótica o mineral. Una sensibilidad inhumana, en otras palabras.
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lixofiel · 5 years
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paréntesis, gpn (parte III)
Si aquellas películas lo que en realidad buscaban era evitar la definición propia mediante el artificio de lo literario con el fin de asegurarse un palco en el orden cultural general, lo mismo le pasa a alguien que escribe crítica desde ese lugar, o a alguien que trata de hacer arte.
La literatura como horizonte de justificaciones restringe con su peso el movimiento de cualquier otra cosa. Es un lastre en realidad, un espejo roto, una especie de filtro de Instagram.
Para nosotros no es defendible la utilidad de ese tipo de amalgama si empuja al objeto a un estado de neutralidad en ambos frentes: el objeto fracasa como crítica y fracasa como literatura; fracasa como cine y como literatura; como arte y como literatura. No es la indefinición híbrida de un algo nuevo, es la cancelación entre dos cosas viejas.
La autorreferencialidad crítica y sangrienta sigue siendo valorable; el problema es cuando se mueve la boca como si se estuviese diciendo algo sin estar diciendo nada. Si esa nada está articulada desde lo recursivo literario, la boca se mueve como la de un político después del coaching con su fonoaudiólogx. Nos quedamos frente a una maqueta mal pintada de la "subjetividad patológica" modernista o de pie frente a una de las razones más susceptibles a conseguir subsidios culturales en Argentina, la razón literaria.
GPN era la antirretórica y quizá también haya sido el antisubsidio: lo contrario a hacer de cuenta que se estaba diciendo algo simplemente porque la nada que se decía estaba ahí a la vista, montada como un panorama de Pavel Pyasetsky destripado. El drama del Pájaro Loco respondía nada más que a su propio orden visual-literario, no necesitaba mucha historia más allá de la que contaba.
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un momentito de fantasía clínica en Geometría Pueblo Nuevo
La muestra insinuaba apenas el trasfondo de un proceso seguramente rico y extenso —imagino además una neblina sádica instigada por Galindo, que se iba condensando en el aire mientras el grupo dibujaba—, pero a la larga es un proceso que termina quedando postergado por el alcance de su propio resultado.
En este sentido reconstruir el método detrás de GPN a nosotros nos resulta indiferente. Por ahí si de acá a 30 años la Argentina no encontró su camino y dependa todavía de la indagación que algunx curadorx extranjerx venga a hacer sobre el trabajo de un Marcelo Galindo futuramente pobre y mortecino, recién ahí el método necesite ser puesto a relevo. Pero GPN por ahora está tan vivo como objeto que conviene vincularse con su mundo hemofílico o de kiosko de barrio adoptando una postura más inocente.
GPN fue una muestra con la fuerza suficiente como para que lxs artistas y los críticos vayan a verla porque tenían ganas de ir y volver más allá del afecto gremial. Fue en partes iguales un suceso y una alegría, cuando las muestras en Buenos Aires suelen ser o una cosa o la otra (a veces ni una ni la otra). 
¿Cuánto tiene que ver Marcelo Galindo con el suceso y la alegría?
GPN retoma la tradición cuasi navideña que inauguró con MOSTRO, esas grandes colectivas atemáticas de fin de año que muy rápidamente se fueron convirtiendo en celebraciones casi litúrgicas para el arte capitalino. Unx sabía que en MOSTRO iba a poderse encontrar con obras bastante buenas de artistas bastante buenxs; trabajos hinchados, explotados sin discreción y orientados hacia un zona de espectacularidad disfuncional que no entra ni en la galería ni en el museo. Este es un primer acercamiento a la idea de Galindo como curador: tiene la libertad para trabajar con una materia efectiva, cargada de efecto. No hablamos de demagogia porque no es una obra cargada de efectos morales la que elige.
Galindo no se ocupa con la vocación curatorial de responder a la demanda museográfica, discursiva, histórica. En ese sentido es un curador desocupado u ocupado en todo caso por explotar los rasgos más dentados y excéntricos de una obra. Ese objeto de impacto artístico radical es el que lo atrae. De todos modos, como dejan en claro MOSTRO y GPN, no rebaja las cuestiones técnicas que en definitiva hacen a la obra más allá de su retórica. Los trabajos que elige le demuestran al mundo que son arte y que desde ese lugar tienen algo que disputarle momentáneamente a la realidad, que tienen las herramientas para hacerlo. Galindo busca una obra perfecta en todo sentido: un arte puro que se enuncia no desde la ingenuidad (formal, política) ni desde la reacción, sino desde su capacidad compleja para elevarse por encima de las propias neurosis institucionalizadas del arte.
Las obras con las que trabaja logran proyectar esta visión de quiebre, de milagro o de fantasía anárquica, son funcionales, contemporáneas y van en serio, pero Galindo no usa el trabajo de lxs demás para plantear una posibilidad de organización utópica desde el arte sino que más bien muestra cada objeto como diciendo esto está acá y es perfecto, flota de manera radical sobre todo lo otro pero sirve nada más que para recordarnos que tenemos la capacidad de hacer algo así.
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la escalera mecánica de Mariana López en MOSTRO
En términos generales es una curaduría de artista: rigurosa, obsesiva y romántica. Atributos que muy difícilmente podrían asociarse con lxs curadores profesionales o inclusive con otrxs artistas, más jóvenes, que también se abocan a la increíble aventura de curar. Lxs artistas jóvenes que curan tienden a reproducir el gesto seco y la importancia autoinfligida del curador profesional, no tanto el gesto del curador-artista tradicional. Fernanda Laguna cura un poco como Galindo, Gala Berger a veces también; Francisco Garamona colecciona un poco como coleccionaría Galindo, en los 80 se curaba un poco como cura Galindo y en el pasado moderno de los 30 un poco también. Santiago Villanueva, para resolverlo con elegancia, es más un curador-artista que un artista-curador y supongo que en algún momento hablaremos de eso.
Si oponemos la curaduría desocupada de Galindo frente a la curaduría ocupada de lxs jóvenes profesionales, se sacan chispas los modos en los que ambos tratan de escribir la historia. Pensemos por ejemplo en la exhibición de Mercedes Azpilicueta curada por Laura Hakel en el MAMBA, donde a través de bocados textuales la curadora mistificaba el derrotero europeo de la artista, unificando obra y biografía como si alguna fuese en verdad tan interesante, o al menos tan interdependiente. Los trabajos más delicados (experimentos textiles y dibujos) quedaban sepultados dentro del zigurat de recursos de la actualidad museística. La historia que curan artistas como Galindo parece ser otra, una historia subnormal y siempre a punto de extinguirse lejos de los centros cosmopolitas de circulación de lo sensible, aunque las obras que usen unxs y otrxs puedan en ocasiones ser las mismas.
¿Es una irresponsabilidad sociocultural labrar la fantasía —erótica— de Galindo curando en el Museo de Arte Moderno? Suceso y alegría.
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lixofiel · 5 years
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paréntesis, gpn (parte 2)
Siguiendo con este subgénero de cosas que he oído decir sobre artistas argentinxs, una querida amiga compartió conmigo, hace no tanto, su propia definición escandalosa sobre el trabajo de alguien más: “para mí Santiago Rey no es un artista, es más una especie de escritor”.
Tales sentencias me intrigan, me encantan, son como esos lemas en latín donde se mezclan severidad y ligereza para hablar sobre la esencia de las cosas de una manera definitiva. Verbum spirans amorem, vos no sos artista, tal no sabe pintar, etcétera.
¿Qué quiso decir mi amiga? ¿Por qué lo dijo? Dudo realmente que haya leído las ficciones humorísticas ambientadas en las oficinas de la SIDE que Rey en efecto escribe, o sus poemitas en los cuales abunda la referencia a un universo lactopampeano donde la cara del Gaucho Barralde podría aparecer con sino de violación entre estrellas pegajosas. Si tuviera que arriesgarme, diría que mi amiga llegó a esa conclusión directamente a partir de la obra visual de Rey, de sus dibujos, sus esculturas y de su manera de disponer una relación entre todo eso adentro de una galería.
¿Qué literatura entonces aparece en una obra, o más bien qué cosa del arte le falta a un dibujo como para pasar a ser considerado (siempre con esta liviandad que defendemos) una mera desviación literaria?
Geometría Pueblo Nuevo en un sentido bastante claro abonaba estas cuestiones además de contribuir a la discusión en torno a la naturaleza del trabajo curatorial en Buenos Aires, pero dejamos para otro momento ese posteo porque ahora ya empecé a escribir sobre literatura.
Si hablamos de la vigencia de ciertos recursos modernos presentes en la muestra, nos referíamos a su carácter procesal, a la forma en la que crea y sostiene un procedimiento y en cómo estos mecanismos siguen siendo particularmente efectivos para producir una obra, digamos, preocupante, digna de atención. En este caso fue un trabajo mitad gráfico, mitad textual, dirigido aunque colectivo, vinculante, a veces incluso automático; respondía a diversos sistemas, asociados sobre todo a las vanguardias y empleados históricamente para construir el cuerpo de una narración. No lo sabemos con exactitud pero podemos imaginar escritura restrictiva, dictados, cadáveres exquisitos, asociación por proximidad fonética al estilo Roussel y así.
La textura gruesa de lo literario modernista -es decir, la manera en la se envuelve con su propia letra en una especie de profilaxis reaccionaria para salvarse del mundo- se mezcla en GPN con la aparición de lo que podría definirse como detrito cultural del último orden: mugre máxima en la forma, por ejemplo, del Doctor Ibu Cuatrocientos. Así, el proyecto se iba alejando de la función autovalidante intrínseca al artefacto modernista y se volvía hacia manifestaciones rebajadas del paisaje simbólico del tardocapitalismo ultrapedorro argentino, además de restaurar temporariamente la galería a su pasado de vanguardia, a su estado de “revista viviente”, de centro de operaciones para trabajar y procesar el tiempo presente.
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Una página del fanzine Doctor Ibu Cuatrocientos, que podía leerse en GPN
El vínculo de Galindo y Heller con Pablo Katchadjian, otro hacedor de procesos, podría servir para reforzar esta percepción de GPN como una muestra en esencia literaria más allá de lo secuencial visual y del trabajo de ensueño que hicieron lxs artistas dibujantes involucradxs. Si se hacen dibujos animados es a partir de un proceso literario, si se dibujan dibujos que no se animan es a partir de procesos literarios.
Esto nos interesa porque lo vemos como una forma de asociarse productivamente con la literatura, en detrimento de las tendencias predominantes no solo en el arte contemporáneo sino también en el cine, en el teatro, en la crítica e incluso en la propia labor literaria (pensemos en los “experimentos conceptuales” de reescritura sobre Aira que han llevado adelante con resultados más bien olvidables algunos escritores), que toman este universo de "la literatura” en su vertiente ya posindustrial como punto de partida  para desplegar una retórica engañosa en términos sensibles, intelectuales o lo que sea.
Digamos que durante los últimos años la inclinación a instrumentalizar la literatura como si fuera una especie de servicio de validación simbólica y formal  impactó sobre la producción cultural en términos generales. También pasa en el exterior, claro, pero en la Argentina, dado nuestro apego por una de las pocas tradiciones nobles que hemos podido hacer persistir, esta tendencia provocó efectos algo más lamentables. Sin ir más lejos podemos pensar en las películas de El Pampero Cine, en la pretensión novelesca de Llinás (que edita sus propios guiones), en la vuelta compulsiva de prácticamente TODO EL MUNDO hacia la crónica sarmientina de frontera, en las cada vez más espesas intervenciones de Rafael Spregelburd (no solo como libretista y director, sino como comentarista cultural), o en el sonado fracaso de Jauja, una película que, refugiada en el santuario validante de lo literario (de la mano, entre otros, de Fabián Casas), fue capaz de entregar solamente una o dos imágenes memorables.
Esto sería una especie de “literaturismo”, una deflexión cognitivo-laboral que afecta en particular a hombres altamente alfabetizados, argentinos y con un empleo más o menos fijo -e ingresos más o menos considerables- dentro de la industria cultural.
Si pensamos en GPN (o en Claudia del Río, Mariana López, Constanza Giuliani o incluso el propio Rey) lo que vemos no son híbridos gráficos con pretensiones literarias, ni literaturismo, sino más bien literatura en acción. GPN fue un cuento ilustrado, nada más y nada menos. Su total efectividad, más allá de lo que podamos discutir en próximos posteos en torno a su manera de encarar la idea de curaduría, a sus rasgos de estilo o a su utilidad como herramienta colectiva de psicoexploración basada en el consumo de mescalina, se redujo a eso.
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lixofiel · 6 years
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paréntesis, gpn (parte 1)
Decíamos la otra vez sobre la obra de Fátima Pecci Carou que de alguna manera se abre hacia la sociedad y que la propia microescena porteña del arte no la reconoce o la resiente, por motivos más o menos comprensibles (cosas que me dijeron después del posteo: "no se dedica a trabajar la pintura", "su arte depende demasiado de un contexto político externo", "hay un giro formal en su obra que nunca termina de concretarse", "pedagogía" y otros etcéteras fáciles de prever).
Podemos pensar en las obras hechas por mujeres en México y Colombia durante mediados de los 90 y principios de los 00, susceptibles a recibir el mismo trato y a contribuir a los mismos debates, pero en Pecci Carou prima una especie de espíritu proletario, de servidora pública; un algo rocanrolero y compinche que la vuelve más paladeable para la sensibilidad nacional.
Más allá de haber sido curada tiempo atrás por Claudia del Río, Santiago Villanueva o de ilustrar la tapa de algún libro ideado por Claudio Iglesias (lo que nos lleva a pensar si efectivamente la obra responde a un relato curatorial/de época o si más bien algunos relatores tantearon la obra y la fueron a buscar en algún momento), hoy por hoy es un arte que sale al encuentro de la sociedad y que la sociedad recibe sin fricciones: es el arte de la Argentina por razones, digamos, históricas (la dilución del semblante utopista, relacional y socialmente comprometido de fines del siglo 20 hasta hacerse doxa; por otro lado, el feminismo es algo real).
Lo que le da cohesión a este extracto cívico multiculti que recibe el trabajo de Pecci Carou -compuesto por los medios de comunicación y las unidades de rosqueo, el "público en general", la intelectualidad de izquierda y la militancia no intelectual- es el efecto gratificante que la obra proyecta sobre ellxs.
Algo parecido sucede también con obras como la de Max Gómez Canle, que fue reseñada con entusiasmo y en términos llanamente afectivos tanto por Juan Laxagueborde como por Pola Oloixarac.
Si nos inclinamos hacia la caracterización de “pedagógicas”, podríamos decir que son obras que te hacen sentir que las podés capturar, que en su transparencia encierran una lección importante en términos estéticos o morales o políticos y que unx está capacitadx para atender y desencriptar esa lección.
Pedagógicamente funcionan como "drogas de entrada", aunque después, como las drogas de entrada, en realidad fracasen en generar una adicción  estropeante y destructiva al arte.
Gómez Canle llama a ser contemplado, Pecci Carou llama a la acción, pero en algún punto y más allá de la retórica -o de la falta de retórica-, interpelan al mismo espectador, con política o sin política.
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el artista Max Gómez Canle viendo un libro
Si la obra de Pecci Carou responde a un contexto puntual que podría definirse como "la actualidad sociopolítica" y se hace difícil calcular su sobrevida una vez que ese contexto se encuentre desdibujado, lo que hizo el colectivo Geometría Pueblo Nuevo, también en Piedras y apenas unos meses antes, responde a lo contrario: al anacronismo, a 1925; demuestra la vigencia de ciertos recursos de la modernidad para interpelar a una microsociedad hecha enteramente de artistas.
Se da una inversión curiosa sin embargo sobre la tipificación del “artista para artistas” que Marcelo Galindo podría encarnar. Digo esto porque Galindo es cada vez menos un artista a través de cuya obra lxs demás se reconocen y cada vez más un sistema funcional para que el arte de lxs demás aparezca. O sea, no es un artista de artistas sino que hace que los artistas hagan arte.
Galindo es como una beca, una vitamina, un caporal.
Una muestra buena, si tenemos la suerte de cruzarnos con alguna, funciona como una especie de déjà vu hacia el futuro: te hace ver en tiempo real el impacto que va a tener esa misma experiencia sobre tu subjetividad. No pasa muy a menudo la verdad, pero tampoco tiene por qué pasar tanto.
En un contexto de comodificación es natural sentir a las muestras como simples relevos de la actualidad productiva de tal artista, total, a diferencia de una película, son más o menos baratas: estoy trabajando en esto, lo muestro, vemos si hay que pasar a otra cosa o si tengo que seguir por acá,
vendo algo,
no vendo nada,
tomamos un vino,
nos vemos las caras.
Otras veces las muestras funcionan como un chiste que se dice para tapar un silencio incómodo, son parecidas a hablar por hablar.
Por eso despiertan interés principalmente en lxs propixs artistas, porque son ellxs lxs que se ven reflejadxs en los procesos, en el hecho de exhibir, en las burocracias de trastienda, en imágenes pequeñas e ideas aun más pequeñas; acá en Argentina podría decirse que las muestras son ante todo hechos comunitarios y mensajes comunales, por eso el público ideal de una muestra siempre está compuesto por artistas, lxs incondicionalmente interesadxs, lxs que pueden llegar a entender algo de las mil cosas que hacen a una exhibición.
Un crítico le presta momentáneamente su atención a las muestras, no sangra al arte como le gustaba decir a Suárez. Uno no tiene arte en la cabeza todo el tiempo, en la cabeza tiene repostería, la historia de las telecomunicaciones, fantasías suicidas barrocas, el trabajo que hace de día para poder solidarizarse con una pobre obra a la noche. Quizás en la pared blanda del cerebro el crítico también tenga los interiores nocturnos de las iglesias góticas belgas que pintaba Pieter Neefs el Viejo.
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lixofiel · 6 years
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las unas, las otras y lo reconocible
En Piedras se están haciendo varias muestras sobre las que vale la pena hablar. Clausuraron un año con Geometría Pueblo Nuevo y abrieron el siguiente con Las otras en los pliegues de la Historia, de Fátima Pecci Carou y Florencia Greco.
De Pecci Carou uno podría decir que es una artista a la que le interesa interpelar a la sociedad. A su vez, podría decirse que la sociedad tiene ganas de ser interpelada por artistas como Pecci Carou.
Esto se vuelve evidente a partir de la exhaustiva cobertura mediática en torno a su figura durante las últimas semanas, desplegada a lo largo de un espectro amplio de líneas editoriales (además de la fija Página/12 se le sumaron Clarín y la Agencia Paco Urondo, por ejemplo).
En la nota que firmó para la APU, Adrián Dubinsky deja en claro sin miedo a ser esnobeado que se considera simplemente un neófito, un espectador casual motivado a conocer la obra porque “venía oyendo hablar” de ella. ¿Quién le habrá hablado sobre la exhibición? ¿Una compañera militante o su tía conservadora, suscriptora de la revista Viva?* ¿Quién se entusiasma más con un arte como este?
Pecci Carou parece entonces poder trascender, a pesar de su decidida orientación ideológica (que es en partes iguales feminista y justicialista), las divisiones políticas para hablar en un sentido general y relativamente accesible sobre los temas que le interesan a la sociedad. Con esto no quiero decir que los femicidios sean “un tema”, pero sí que el tratamiento mediático que se ejerce sobre los femicidios encuentra un correlato evidente y estable en el trabajo de la pintora. 
Entonces es una artista de lo social pero no en términos relacionales sino más bien al aparecer como una orgánica de lo civil, destinada, como decíamos, a interpelar a la sociedad. Su arte es uno al que Ana Longoni podría inscribir en la tradición del “arte activista”, con la excepción de que al arte activista que defendía Longoni nunca le dedicaron más que un par de líneas en Ramona ni tampoco ganó premios en arteBA.  
Entonces esta actualización que hace sobre lo reconocible como arte político es lo que vuelve interesante el lugar que ocupa Pecci Carou: un lugar de intersección en el que se cruzan las instituciones abstractas civiles (representadas por el feminismo, el peronismo y también, claro está, el arte contemporáneo y su mercado) con la expectativa y la ansiedad del público general por un arte que no lo haga sentir idiota. Desde ese lugar de intersección es que interpela a la sociedad, entendida a su vez como otro espacio de intersección entre los medios feministas independientes y los conglomerados mediáticos de derecha, entre los militantes y lxs artistas contemporánexs, entre las unas y las otras. 
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obra de fátima pecci carou
En este sentido, un efecto impensado de las femininjas y la exaltación de las figuras históricas de la piquetera, lxs nietxs recuperadxs y Evita, es que de algún modo Pecci Carou señala cómo la intelectualidad de izquierda comparte con el público en general (conservador, tendemos a creer) una frustración con respecto al arte contemporáneo y celebra con loas mesiánicas la aparición de una obra que, siente, se hace eco de lo que el consenso colectivo definió como políticamente urgente.
Los “neófitos” encuentran en esta obra un viaje y la excitación -legítima, obvio- de poder reconocer en ella los procesos del arte contemporáneo: parte de la pintura pero se objetualiza; refiere a Matisse pero tiene animé; es adolescente y es política, etc. Podríamos incluso llegar a encontrar a Santoro en el trabajo de Pecci Carou, a un Santoro menos hijo de la narración histórica y más cercano a una reescritura emotiva del dogma desde este presente feminista y poskirchnerista. En esa emotividad podríamos encontrar al impresionismo de Favio y así.
Naturalmente hay épica en su obra y es la misma épica de Carpani, así que resulta natural vincularla con la tradición de lo reconocible. Marcia es la épica de la frustración y el resentimiento, el cuerpo abyecto, la impotencia civil, etcétera, y por eso se escapa de lo reconocible. Pecci Carou es reconocible sin caer en la demagogia agotadora de otros artistas jóvenes que se vinculan con lo político, como Dani Zelko.
Imagino que posiblemente, y por esto mismo, el suyo sea un programa estético resistido en líneas generales por sus colegas, incluso dentro de la propia galería que la representa; ser una artista con el deseo de interpelar a la sociedad a secas y no a la sociedad del arte es algo imperdonable para un micromundo con el autoestima tan golpeado. Pero así y todo Pecci Carou sigue siendo una artista contemporánea, y antes que eso es una artista reconociblemente feminista, aunque no me corresponda a mí aclararlo.
Pensemos en sus cuadros, que son todos iguales. ¿Esto es producto de una búsqueda de soluciones en términos comerciales, de una limitación técnica, de una pasión? Tiendo a pensar que son todos iguales porque replican la lógica de la consigna. ABORTO LEGAL, SEGURO Y GRATUITO es la misma frase una y otra vez, en panfletos, en banderas y mochilas pintadas con descuido; es la misma frase en el Congreso y en las canciones que se cantaron esa noche en la que no se durmió. Seguirá siendo la misma frase una y otra vez hasta que el aborto se convierta efectivamente en una garantía legal, segura y gratuita para todos los cuerpos gestantes bajo el régimen argentino de salud. Si a un movimiento lo que le garantiza la supervivencia política es, entre otras cosas, la consigna clara, podemos convenir que la pintura de Pecci Carou tiene la claridad y la insistencia de una consigna. Es siempre la misma porque necesita ser siempre la misma: lo que tiene que cambiar es lo que hay a su alrededor. 
Me interesa leerla como una pintura de recursos, cercana en algún sentido a la abstracción geométrica. Una pintura que no puede permitirse cambiar mucho porque sino se deshace, se desintegra sin cumplir su cometido. Lo político irreconocible de Marcia, de Lux Lindner o de Santiago Rey (que dibuja pañuelos blancos picaneando el sexo andrógino de un cajón con las siglas CFK) transita otros caminos.
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obra de santiago o. rey
*No conozco a la tía de Dubinsky pero se entiende lo que quiero decir
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lixofiel · 8 years
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frutas falsas: entrevista a diedrich diederichsen
En medio de su conferencia sobre la contracultura de San Francisco en los 60 como punto de origen para futuros modelos de capitalismo cultural, Diedrich Diederichsen interpretó algunos versos de Revolution Blues, la canción de Neil Young que habla de gente que vive en casas rodantes un poco más allá de la ciudad; de fábricas, de computadoras, de diez millones de buggies bajando desde las montañas para asesinar a las celebridades que viven en Hollywood.
En esta charla se permitió hablar un poco más sobre Silicon Valley, sobre trabajo cultural esclavo, sobre arte, utilitarismo y la necesidad de antagonizar: realidad versus ficción, rocanrol versus techno.
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DD: Estamos rodeados de ficciones, nuestro sentido de la realidad no está donde debería estar. Claro, tendríamos que tratar de estar un poco más ubicados, de cobrar conciencia sobre nuestra propia realidad, sobre nuestras realidades políticas, biológicas, psicológicas. Deberíamos estar recordando siempre que somos humanos, que somos trabajadores y en algún sentido los artistas tendrían que ayudarnos a reforzar esta conciencia. Los artistas deberían recordarnos que somos de sangre y agua, que tenemos deseos sexuales, etc. Todas esas exigencias se ubican dentro de este género del “retornar a la realidad”.
-Entonces creés que hay una diferencia insalvable entre ficción y realidad.
-La distinción entre ficción y realidad es una variedad muy específica de separación que solamente se aplica en la literatura, y en particular se aplica a un cierto tipo puntual de literatura, la que se dedica a proveernos de ficción. Si uno se fija, por ejemplo, en la literatura que se ocupa de la descripción de paisajes, yo no diría que nos provee de ficción. Hay una forma de literatura para la cual es muy importante el tipo de ficción que provee, pero hay otras zonas de la literatura en las que eso no importa tanto.
-[Graham] Harman acaba de afirmar en su conferencia que todo arte es teatral, que todo objeto es una teatralización...
-Las artes visuales hacen un montón de otras cosas, pero no nos conviene generalizar y decir que estas cosas se tratan exclusivamente de ficción o teatralización. De hecho las artes visuales siempre fueron en alguna medida sobre la realidad o sobre ser real, sobre cómo ser real trascendiendo la ficción. Esto es tan viejo como las pinturas de Zeuxis; un arte que es tan real que hasta los pájaros bajan del cielo porque creen que las uvas que aparecen representadas se pueden comer. Creo que tanto la literatura como las artes visuales pueden contener mundos enteros dentro de cada obra en particular, pero el caso de las artes visuales es distinto; es muy fuerte la creencia que tiene, digamos, una escultura minimalista en estar proveyendo una realidad, una realidad que sea al menos material, algo contrario a las ilusiones y contrario a la ficción.
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-¿Y hoy el arte está cerca de la realidad?
-Si uno decide expandir esa idea, vuelve a empezar desde cero, desde cualquiera de las otras viejas nociones de realismo. Los que apoyan este tipo de pensamiento cada tanto plantean que determinada forma dominante del arte se alejó demasiado del mundo y tiene que volver a la realidad. Hubo y hay gente que dice que la ficción debería ser más realista y gente que dice que la literatura debería estar escrita por obreros, porque son ellos los que conocen la verdadera realidad. Hubo cientos de estos llamados a “retornar a la realidad”, y todos son comprensibles dentro de su constelación histórica, pero no parecen tener una validez a-histórica o total, sino una validez que se encuentra limitada siempre a su propio tiempo histórico.
-Esta separación entre ficción y realidad te hace pensar en otra tensión entre polaridades, la que hay entre costo y utilidad. Antes parecía afectar solamente a ciertos productos, pero ahora superó los anticuerpos que parecía tener el objeto de arte ¿Creés que esto empezó a gestarse durante la explosión contracultural de los 60?
-Diría que buena parte la rebelión civil y estudiantil de los 60 se dedicaba a criticar el valor de cambio a favor del valor de uso, y todos tenían distintas ideas, bastante románticas, sobre lo que se suponía que debía ser el valor de uso. Pero al mismo tiempo, algunos de los actores involucrados en estos movimientos ya se daban cuenta de que lo que esta nueva cultura estaba produciendo no tenía que ver ni con el valor de cambio ni con el valor de uso; lo que producían era en realidad conectividad, generaban conexiones. La gente no estaba tan conectada antes de esto, ni globalmente ni tampoco de esta manera localizada y más informal.
Con esto, Diederichsen se refiere a la aparición, durante los 60, de pequeñas redes independientes diseñadas para el intercambio de información, a veces sostenidas por organizaciones comunitarias, tejidos de correo o publicaciones como Shelter o el Whole Earth Catalog. De hecho el WEC, un “directorio de herramientas” editado por primera vez en 1968, es lo más parecido a una forma primitiva del mercado online Amazon. Reunía información, contactos y reseñas de distintos productos que debían ser utilizados durante el proceso de construcción de un mundo nuevo, en el que el poder individual colectivizado podría darle forma al entorno sin la necesidad de intermediarios anticuados como la religión organizada, las empresas o el estado.
Entre terminología propia del campo de estudios informáticos (acceso, dispositivo, sistemas) que podría parecer absolutamente fuera de lugar en una publicación autogestionada y de aspecto hippie, las reseñas cubrían desde instrumentos de jardinería a libros, diarios especializados, cursos de aprendizaje, materiales de construcción y sintetizadores; “qué vale la pena tener, dónde y cómo tenerlo” era el slogan del WEC y su portada la ilustraba la primera foto satelital de la Tierra, liberada apenas un par de años antes por la NASA y gracias a la presión del propio Stewart Brand, editor del catálogo. Nunca antes había podido verse al planeta como una unidad, un icono azul en donde todo estaba pasando al mismo tiempo.
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DD: La cultura hippie producía conectividad, pero por supuesto la idea de que la conectividad se podía convertir en un producto todavía estaba lejos, aunque hubiera algunos que ya la vislumbraban. No estoy hablando de ningún modelo corporativo en particular, sino simplemente sobre cómo esta idea del estar conectado, de tender redes se fue convirtiendo en un producto. Pareciera de hecho que es el único producto hoy en día.
-¿Esta redes están sostenidas en base a una forma comercial de la subjetividad individual?
-No sé si la subjetividad individual per se se convirtió en un bien de consumo, quizá todavía exista por fuera de los procesos de comoditización, por fuera de las redes. Igualmente creo que se puede comoditizar la individualidad en algunos modelos de negocios, por ejemplo en un restaurante, en la manera en que está gerenciado un restaurante, o en un call center. Tenemos al mozo, al que toma las reservas, al que te atiende cuando llamás para quejarte de un producto; todos ellos se presentan como una determinada individualidad y asumen un rol para performar un interés individual sobre vos, sobre tus necesidades y exigencias. Este tipo de comodificación, en cierto modo, podría resumirse conceptualmente como prostitución.
-Algo que me llama la atención es cómo en los 60 el arte y el desarrollo estético eran un componente integral para las primeras comunidades, o por lo menos acompañaban el surgimiento de estos movimientos no solo en San Francisco sino también en Texas, Nueva York o Detroit, a través del arte y particularmente de la música. Hoy no parece haber una retroalimentación tan fuerte entre lo que pasa en Silicon Valley y un desarrollo estético.
-Lo estético suele estar relacionado con el arte, y el arte está vinculado con un orden de recepción, producción y de ventas totalmente distinto al de estos nuevos modelos de compañía. Para estas compañías el contenido no es necesariamente lo estético, pero el marco dentro del cual aparecen y dentro del cual sus productos habitan está súper estetizado. Les interesa mucho el diseño, sabemos que Apple es puro diseño. La producción estética individual no es importante para ellos, lo que les importa simplemente es que exista. El asunto es la aparición de contenido, pero no de un contenido específico. Lo único que la cultura digital no quiere es un mundo bipolar, en el que se consoliden dos facciones. En esa situación el contenido se volvería relevante de nuevo. Su modelo de negocios no es el contenido sino la conexión, el constante despliegue y crecimiento de la red es el negocio. Cuando el contenido se hace visible, ahí tienen un problema. Por eso lo que quieren es básicamente un montón de productores de alcoba, de chicos filmando cosas en su propia habitación; un montón de activistas independientes hablando en Youtube, un montón de florcitas por acá y por allá... lo que no quieren es rock and roll contra techno, o socialismo contra capitalismo.
-No les sirve que se consoliden plataformas antagónicas.
-No les sirve el antagonismo de dos grandes bloques, porque entonces todos esos que producen el contenido se verían afectados y producirían de distintas maneras, a través de otros medios, buscando otros efectos y otras imágenes, debilitando las estructuras.
-¿Y creés que esa podría ser una manera de hacer arte ahora? ¿Tratar de recrear un escenario de conflicto entre dos actores grandes, como pasó durante buena parte del siglo XX?
-Jaja, no, el arte no puede hacer eso. ISIS puede hacer eso, o Al Qaeda. El arte debería desafiar determinados contenidos siempre estando conciente de la situación general. Ya no es ningún logro hacer algo altamente individual por vos mismo, porque todo el mundo está haciéndolo, es algo que está siendo promovido y está perfectamente organizado y burocratizado por Youtube y por cualquier otra red social. Al final es un asunto de dialéctica. Todas estas pequeñas manifestaciones creativas son distintas entre sí y eso le da la posibilidad al “sistema” de estandarizarlas como no-estandarizadas. Son manifestaciones individuales no-estandarizadas, en apariencia todas distintas pero es eso precisamente lo que las vuelve iguales. Podés meterte en eso, no digo que no pueda llegar a ser interesante. Hay cosas que me gustan en Youtube, pero no son logros políticos u organizativos. No tienen prácticamente ninguna consecuencia relevante.
-¿Entonces los youtubers, los usuarios y algunos artistas son esclavos, que trabajan gratis para estos capitales?
-No, no es esclavitud. Este es un punto interesante, la teoría marxista insiste siempre en que la esclavitud no da ganancia. Si tenés trabajadores esclavos, son gratis y si cada productor en el mercado trabaja con mano de obra esclava, entonces no puede haber distintos precios. Solamente si tenés gente con un contrato, y se le pone un valor a su fuerza de trabajo, solamente ahí es cuando podés tener una ganancia.
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una versión de esta entrevista apareció en la edición de mayo de 2015 en la revista los inrockuptibles
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lixofiel · 8 years
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La protagonista de Cómo me hice monja, nouvelle de César Aira publicada en 1993 y de la que esta exhibición extrae el título, es una niña con disforia de género. Siendo más precisos, se trata de una versión ficcionalizada del propio Aira que se refiere a sí mismo en primera persona como si fuese mujer. Es un recurso extraño, que llena de extrañeza y de cierta violencia a la escritura porque, aunque la protagonista en sus soliloquios se considere una niña ―y es una niña enferma, sufrida e indefensa―, los demás personajes la llaman César y esperan de él lo que se esperaría en un pueblo de cualquier varón: determinación, salud y coraje.
Laura Ojeda Bär instaló sobre la vidriera de Pasto un ploteo que marcaba el pulso discursivo de toda la muestra. Se lee como el punteo robótico de una semana en la vida de una treintañera cualquiera, integrada sin fricciones a su contexto social y económico. Cosmopolita, con vínculos afectivos activos, consumos culturales convencionales y muchas tareas pendientes de acá al fin de semana. Esa realidad genérica y viciada de normalidad que la artista plantea en la entrada misma a su exhibición podría tener que ver con la disforia esencial de la nouvelle de Aira solamente si se la piensa en términos de alienación. Se ha hablado de esta muestra como una reflexión sobre la naturaleza del trabajo profesional del artista, en particular por la inclusión de un cuadro de Pablo Siquier que Ojeda Bär realizó en algún momento como asistente y volvió a reproducir para la ocasión, bajo promesa de destruirlo una vez finalizada la muestra. Un panorama sin duda alienante, pero que no alcanza para justificar más que temáticamente la posibilidad de un trasfondo emotivo real para esta serie de cuadros.
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En sus primeras exhibiciones, la ascendencia estética de Ojeda Bär parecía bajar desde una pintura más vinculada a la imagen como fenómeno industrial que a la tradición contemporánea. Los trazos caligráficos y los retratos de amigos con capucha acercaban su trabajo a una figuración enfocada, urbana y de colores estridentes apostada desde mediados de los 90 en la costa oeste norteamericana; una estética deudora de la ilustración, de las computadoras y en oposición directa a las normas formales estrictas de escenas como la de las galerías neoyorkinas. El blanco de Luc Tuymans, sus brochazos húmedos sobre pintura húmeda que funcionan como zumbidos residuales de la historia de occidente, pasaron recién a aparecer de forma tardía en el repertorio de Ojeda Bär. Pero aunque haya superado la adolescencia del diseño y ahora se encuentre en diálogo directo con la Nueva Pintura Europea, opta por no darle continuidad a sus problemáticas intrínsecas. Para qué podría aplicarse en la Argentina la paleta de recursos emotivos de la figuración alemana sino para crear espacios históricamente falseados, o proponer momentos visuales de corto alcance. La pintura de Ojeda Bär, renunciando a cualquier intento de catalizar traumas históricos o personales, trueca los archivos fotográficos de la Europa de posguerra por impresiones de la realidad material inmediata y se convierte por eso en una formalidad desplazada.
Como repaso de una realidad superficial, las obras que pudieron verse en Cómo me hice monja le rehuyen a lo “inadecuado de la poesía” y a la abstracción lírica; por otro lado, su figuración reprimida hace que le escapen también a la responsabilidad de desarrollar una plataforma objetivista de precisión. Lo que sostiene a estos cuadros es, además de una robusta aptitud técnica, un tipo particular de inteligencia. No la inteligencia que Francis Ponge desarrolló para tratar de renombrar los objetos de un mundo que, más allá de los límites de la habitación, se desintegraba a causa de la guerra. Podría decirse que la inteligencia de Ojeda Bär actúa como la de una central de pensamiento artificial, diseñada para adaptarse: un algoritmo de reconocimiento de imágenes que va perfeccionándose de manera progresiva, al punto tal de poder replicar a la perfección material visual altamente específico como puede ser el cuadro de un artista abstracto del Cono Sur que alcanzó la fama a fines del siglo 20. A través de estas imágenes, reconoce y asimila el mundo; a través de los objetos, se adecúa a las demandas de la sociedad. Habría que decir que estos cuadros pintan un mundo lo más parecido posible al real, pero como reflejo de supervivencia.
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Entonces, antes que elucubrar sobre la problemática del trabajo de los artistas, la muestra propuso una expresión del deseo de integración total a la vida organizada a partir del hecho mismo de ser artista. Como Aira, que decidió presentarse a sí mismo como una niña para hablar de un pasado potencialmente oscuro, Ojeda Bär se presenta a sí misma como artista para decir: “soy perfectamente normal”.
Escribiendo en una diminuta libreta de notas, que era el único material de papelería que podía conseguir durante la guerra, Ponge determinó que su meta poética sería la de aceptar el desafío que los objetos le ofrecían al lenguaje. La meta de la pintura de Ojeda Bär debería ser aceptar la pelea que la extraña emotividad individual quiere darle al deseo de normalización, una pelea agotadora que en Cómo me hice monja quedó pendiente.
Reseña aparecida con variaciones menores en el #2 de la revista de ArteBA, noviembre de 2016
Fotos cortesía de REV
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lixofiel · 9 years
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Notas sobre RE:dos.000
  Para empezar, y porque entendemos al tiempo como una línea que no puede segmentarse en intervalos naturales, los 2000 son los 90. Son, además y en menor medida, los 80. Un poco menos tienen de los 70 y así en retroceso infinitesimal hasta el comienzo de la vida.
El argumento que algunos críticos suelen utilizar para delimitar el área temporal de los 2000 y diferenciarla de otros terrenos históricos es la idea de profesionalización. Muchos artistas desconfían de esta idea, creen que en la Argentina la profesionalización no existe. A pesar de las largas reflexiones en forma de ensayo, de las populares curadurías enfocadas en el trabajo y la alienación dentro del campo artístico, a pesar incluso de sus propias ansiedades privadas, los artistas argentinos parecen seguir confundiendo profesionalización con éxito profesional.
Aún con la idea de profesionalización como la morgenstern que nos orienta en el cielo de las épocas, durante los 2000 no todos los artistas parecían estar ya trabajando con las anteojeras puestas. La charla que tuvo lugar en el MNBA acabó proponiendo, casi naturalmente, dos modelos no del todo opuestos que definirían la ética de producción artística en la Ciudad de Buenos Aires: la galería comercial Appetite por un lado y la plataforma de socialización cultural Belleza y Felicidad por el otro.
Para ByF y sus proyectos siameses como la editorial Eloísa Cartonera, lo importante era la sociabilización en un contexto de precariedad económica y material; generar, a través del vínculo social, un producto artístico que podía o no tener la forma de un objeto. El objetivo de Appetite fue la instauración pionera de un modelo de negocios basado en la figura del artista joven y la comercialización de lo trash. Basura mediante, los extremos se tocaban.
Aunque uno fuera un proyecto esencialmente localista y el otro quisiera bailar al ritmo de la dulce música del mercado global, la sustancia estética era la misma: en deuda con la cultura televisiva, las telenovelas y los dibujos animados; la música pop, la fiesta y el paisaje urbano en ruinas. Compartían también la voluntad autogestiva.
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El eslabón perdido entre estos dos polos fue la galería Ruth Benzacar. Si su rol durante los 2000 fue el de posicionarse como el semillero para proyectos económicos a futuro a través del certamen Currículum Cero, también buscó de alguna manera mantener a flote la idea tradicional del arte entendido como zona privilegiada de socialización, sostenida por un grupo selecto de individualidades excéntricas. En este tironeo encontró la conclusión de su propia relevancia, cuando justo al final de la década decidió cancelar Currículum Cero y dejar de tener algo que ver con el presente. En 2015, mientras celebra su quincuagésimo aniversario, la galería parece haber revisado su estatuto y cerrado sus puertas para artistas menores de 40 años. Por cansancio o por lucidez, Ruth Benzacar decidió no convertirse en una fábrica de arte.
Como la galería más preocupada por iniciarse en los Misterios del Corporativismo, de Appetite nos queda, además de haber servido como alma máter de varios artistas significativos para el panorama artístico de la ciudad durante los años siguientes, la idea de que en su ambición existía al menos un plan. En este y cualquier otro contexto, un plan significa tratar de conectar con el presente, para desenroscarlo, para explotarlo, para gobernar sobre el terreno de alienación que plantea.
El presente, tan presente en los 70, en los 80, en los 90, fue desapareciendo de la agenda del arte contemporáneo, en parte porque no supo interpretar los cambios violentos que se dieron en la organización política del país a partir del 2001.
Cuando en 2003 se encendieron los reflectores de la presencia estatal, muchos actores sociales involucrados con la producción discursiva a través del arte se encontraron tan desorientados como murciélagos al mediodía. Durante los 2000, el Estado volvió a ser su propia planta productora de imágenes y sentidos y muchas veces le delegó esta tarea a una juventud que no necesariamente venía del campo artístico, pero que trabajó con la eficacia del feligrés.
Pocos artistas encontraron en la política un diapasón para afinar su trabajo, y pocos trataron de generar formulaciones estéticas más o menos vinculadas a lo colectivo, o a la predominante idea de “reconstrucción”. En los tempranos 2000, como demuestra el trabajo de Mariela Scafati, Leopoldo Estol o Diego Bianchi, el arte podía estar en caminar la calle, en salir a la plaza, en buscar coherencia en la basura o en quitársela a los mandatos de la imaginación globalizada. Promediando la década, las tentadoras visiones que brindaban las perspectivas de crecimiento económico regional hicieron que las galerías persiguieran, con noble y justo entusiasmo, el objetivo de crear golpes de mercado. Appetite, Benzacar, ByF y algunos pocos artistas supieron ver el presente a los ojos.
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Durante estos últimos años la gestión del MNBA no fue radicalmente contemporánea, pero sí intentó al menos entablar un contacto tímido con el presente. Bellos Jueves fue una prueba de esto, la charla RE:dos.000, otra. Como dependencia estatal, para el Museo fue sencillo encargarse de la apremiante tarea política de establecer un contacto con la fuerza caliente del momento, algo que desde hace ya un tiempo los proyectos artísticos individuales en Buenos Aires no son capaces de hacer. Al haber agrupado en sus salas cientos de obras de cientos de artistas, pintó una viñeta útil para leer la actualidad artística, después de los 2000: un rompecabezas solipsista e inabarcable, que no se puede encastrar entre sí y que no formará nunca ninguna imagen, ordenado al azar por la inservible autonomía de ser contemporáneo.
Después de la profesionalización vino la estatización del lenguaje artístico, ese es nuestro presente. Los 2000 fueron el momento en el que el proyecto del arte contemporáneo en Argentina todavía no había fracasado.
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lixofiel · 9 years
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