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pepetesoro · 4 years
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LEMURIA PROMETIDA
Paranoia y decadencia en Thomas Pynchon
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“Excepto esa sucesión de dementes criminales que han ostentado el poder desde 1945, incluido el poder de hacer algo al respecto, la mayoría de nosotros, pobres corderos, siempre hemos estado atrapados por un temor simple y generalizado. Creo que todos hemos intentado habérnoslas con esa lenta escalada de nuestro terror e impotencia de las pocas maneras a nuestro alcance, desde no pensar en ello hasta enloquecer por su culpa.”
-Thomas Pynchon-
Poca gente sabe lo sabe, pero el Anticristo ya ha pasado por la Tierra. Y lo hizo bajo el nombre de Richard Nixon. Si los años 60 fueron el ensayo final de la utopía, el último segundo donde se pudo vislumbrar como una posibilidad débil, pero alcanzable, la plena liberación social, espiritual y corporal, la llegada de Nixon a la presidencia de los Estados Unidos en 1969 vino a condensar a la perfección el debacle y final colapso de una era, hasta el punto en el cuál el presidente republicano fue registrado por toda una generación como una figura casi demoníaca, el epítome de un mal escatológico. Hunter S. Thompson encabezó su obituario de Nixon en 1994, subtitulado “Notas sobre el fallecimiento de un monstruo americano”, con una cita del Apocalipsis.
El final de los años 60 fue, por lo general, una era de decadencia y disolución. La Guerra de Vietnam, la Familia Mason, Altamont, los malos viajes… Una sombra oscura se proyectaba sobre el movimiento hippie y las peores sospechas de los más avezados paranoicos de la década anterior, que habían encontrado en el delirio un mero divertimento, se vieron ampliamente confirmadas. El inocente jugueteo con una locura dulce se transformó de la noche a la mañana en una delirante trampa de pesadilla. A principios de los años 70, las revelaciones de COINTELPRO, Los Papeles del Pentágono o el experimento de Tuskegee proyectaron una dura sombra de sospecha sobre el gobierno de los EEUU de la que nunca se recuperaría.
Pero el momento que marcó con más fuerza y por más tiempo la imaginación política de todo un país fue el escándalo de Watergate, llegando a imponer el sufijo -gate a cualquier cosa que se pretenda la naturaleza de escándalo. Sería engañoso, incluso conspirativo, afirmar que los gobiernos no han llevado a cabo trampas y acciones de guerra sucia contra sus enemigos políticos en el pasado. Sería posible incluso articular el argumento, aunque probablemente pecaría de un exceso en el otro sentido, de que esta ha sido la naturaleza de lo que llamamos gobierno desde su nacimiento. En este sentido es verdaderamente sugestiva la propia forma literaria del documento fundador de la filosofía política occidental, la República de Platón, donde un grupo de individuos se reúnen para literalmente conspirar contra la población, con el objetivo de implementar de un modelo social supuestamente perfecto, haciendo uso de mitos engañosos y loterías falsas.
Ahora bien, aunque sostuviéramos la atractiva pero ahistórica noción de que “gobierno” es sinónimo de “conspiración”, habría que admitir que el escándalo de Watergate se compuso de una serie de nuevas condiciones en directa relación con su momento que cambiaron el recepción y la reproducción cultural de lo que entendemos como el complot político. Igual que el asesinato de JFK no fue el primer asesinato de un líder mundial, Watergate no fue el primer escándalo de espionaje  y corrupción política. Ambos fueron, sin embargo, los primeros de su clase en imbricarse y amplificarse en el repentino auge de los medios de comunicación de masas. Es fácil ver que Nixon fue el Anticristo; es más difícil determinar si tuvo o no naturaleza humana, corporal. Para la mayoría de la población global, los que presenciaron su ascenso al poder y a los que nos contaron la historia, Nixon no fue más un monigote televisado, un silueta  granulada compuesta rayos catódicos y grabaciones de voz eléctrica y ominosa. Fue un símbolo artificial cargado de sobrenaturales poderes de influencia y manipulación.
Por ello no es de extrañar que la película que capturó con mayor precisión y éxito la esencia conspirativa de la era Watergate, Todos los hombres del presidente, no deja ver por ningún lado la figura de Nixon, el objeto final y oscuro, indecible, hacia el que se dirigen las pesquisas de los investigadores. En la escena final de la película podemos ver al presidente en una pantalla de televisión ladeada, haciendo sonar con las rugosas palabras del juramento de la presidencia, acercándose cada vez más a la esquina del plano a medida que la cámara se dirige y enfoca a nuestros dos heroicos protagonistas incansablemente tecleando como maniáticos, a espaldas de la borrosa imagen del presidente.
Esta nueva presencia fantasmal del odiado líder, centro neurálgico y caja negra de la conspiración, vino acompañado de una nueva conciencia sobre el papel de la tecnología y los medios de comunicación en la transformación de las dinámicas de poder globales en la era de posguerra. Tal narrativa se tornó viral en la ficción de segunda mitad de siglo XX. Jameson habla de las narrativas conspirativas, en su versión cypberpunk, como…
…ese género de la literatura de entretenimiento contemporánea (que uno se ve tentado de llamar ‘paranoia supertecnológica’) en el que los circuitos y redes de una supuesta conexión informática global son movilizados por las conspiraciones laberínticas de una serie de agencias de información independientes, pero sin embargo entrelazadas, que compiten a muerte entre sí, en lo que supone una complejidad narrativa que excede las capacidades lectoras de la mente promedio. Con todo, las teorías de la conspiración (y sus burdas manifestaciones literarias) deben considerarse un intento degradado —a través de la representación de la tecnología avanzada— de pensar la totalidad imposible del sistema mundial contemporáneo.
En ocasiones, rompiendo la barrera de la ficción convencional. Es sabido que ciertos milenaristas y fundamentalistas religiosos contemporáneos encontraron en el ascenso de las tecnologías de la comunicación una señal inequívoca de la llegada del Anticristo, observando con intranquilidad las ramificaciones crecientes de estas nuevas redes de información y las sobrenaturales rapidez y potencia con las que el Anticristo expandía su gobierno dictatorial en las profecías bíblicas. La llegada de la dictadura cibernética no podía significar sino la llegada de la dictadura final: el descendiente maldito de la tribu de Dan, el Anticristo en persona.
Sería inexacto, sin embargo, afirmar que la era Nixon y Watergate fundaron la idea de la política del complot en el imaginario político norteamericano. Al igual que las revelaciones de COINTELPRO, un programa federal dirigido a la disrupción de las organizaciones radicales de los años 50 y 60, no hizo más que ratificar las sospechas de esas mismas organizaciones (que uno de cada cinco activistas radicales estadounidenses era un agente federal infiltrado), Nixon y Watergate no hicieron más que confirmar las profecías paranoicas que ya estaban implantadas aquel espíritu. La paranoia, a pesar de estar ya plenamente formada en la cultura del momento (“paranoia strikes deep”, cantaban los Buffalo Springfield en 1967), se elevó súbitamente a la regla epistemológica del ciudadano medio, no sin terribles y todavía presentes consecuencias.
Me atrevería a decir que no existe que no hay un autor que haya sabido capturar mejor las turbulencias de esta transformación histórica que Thomas Pynchon, cuya obra puede verse como un preciso sismógrafo cultural del ascenso y el fin de una época. Al menos podríamos decir que capturó con gran acierto no solo el ascenso de la paranoia política y la lógica conspirativa como reglas de lectura de lo real, sino que experimentó, investigó y desechó, las posibilidades de combate o refugio que aún quedaban, no tanto como fruto de su propia especulación filosófica (que, en parte, también), sino como registro de los modos de vida alternativos que habían sido propuestos de distintas formas a lo largo del ascenso del Mundo Administrado.
La segunda novela de Pynchon, El lote de la subasta 49, es generalmente considerada como uno de los testimonios literarios más emblemáticos de la era de la psicodelia y la experimentación. Publicada en 1966, no es escueto a la hora de registrar el enorme cambio que estaba sufriendo su mundo bajo las amenazadoras nuevas fuerzas del capitalismo de mercado, los medios de comunicación de masas, la publicidad y la codicia corporativa, que se extendían con virulencia por los centros urbanos norteamericanos como sus primeros campos de experimentación. La imaginación de Pynchon o, más concretamente, de la peculiar protagonista del Lote, Edipa Mass, apunta ya a los vuelos del pensamiento conspirativo y paranoide.
Desde lo alto de una cuesta, con los ojos entornados a causa del sol, contempló una vasta alfombra de edificaciones que habían crecido juntas, como las mieses bien cuidadas, de la tierra de color pardo apagado; y recordó la ocasión en que, al abrir un transistor para cambiarle las pilas, había visto por primera vez en su vida lo que era un circuito impreso. El ordenado laberinto de edificios y calles, contemplado desde una perspectiva elevada, se extendía ante ella con la misma claridad impensada y pasmosa que la placa del circuito. Aunque sabía menos de transistores que de californianos del sur, en la forma exterior de unos y otros había algo cifrado y de significado oculto, de orientación comunicativa. No parecía haber límites a lo que el circuito impreso habría podido decirle (si hubiera querido averiguarlo)
Edipa Mass, joven ama de casa del sur de California, comienza la novela como una caricatura paródica de la mujer-objeto prototípica del American Way of Life, la imagen hiperbólica de la joven rubia de sonrisa forzada que saturaba los logotipos publicitarios desde los años 40, ante uno de los cuales la propia Edipa se estremece al reconocer, sin matices, su propio rostro. A medida que la novela avanza, la anodina vida de Edipa se desintegra en una crisálida de sospecha y delirio, incesantemente abrumada por la proliferación sin orden ni concierto de pistas y señales inesperadas, situaciones inciertas y personajes ambiguos, que apuntan (o no) a la existencia de una red clandestina de correo privado, RESTOS (o el Trystero). La tensión narrativa de la novela se cifra en la reaparición, ante la imaginación de Edipa, de todo elemento de su realidad (como el plano urbano de la ciudad, visto desde una colina, o un singular grafiti en los lavabos), como una señal de un interés oculto, un significado ulterior desconocido, el mensaje de una inteligencia extraña y colectiva que opera desde la clandestinidad para determinar, con precisión y frialdad tecnocrática, cada detalle de la vida cotidiana. Se trata de una revelación radical similar a la que es experimentada por el protagonista de la novela de Philip K. Dick Tiempo desarticulado, de 1959, al descubrir que el suburbio donde vive (igual de prototípico-paródico que la vida de Edipa) no es más que una super-instalación diseñada para recluirle, y sus vecinos son agentes gubernamentales infiltrados. Piglia define tal género ficiconal de la siguiente forma en su seminal Teoría del complot.
[E]l destino es vivido bajo la forma de un complot. Ya no son los dioses los que deciden la suerte, son fuerzas oscuras que construyen maquinaciones que definen el funcionamiento secreto de lo real. Los oráculos han cambiado de lugar, es la trama múltiple de la información, las versiones y contraversiones de la vida pública, el lugar visible y denso donde el sujeto lee cotidianamente la cifra de un destino que no alcanza a comprender
Pero el Lote se diferencia de Tiempo desarticulado y de otros relatos conspirativos más convencionales en dos puntos fundamentales. En primer lugar, en el Lote no se da nunca una respuesta final al misterio, ni Edipa es capaz de descubrir si la trama entera de la novela es la revelación de una compleja conspiración, la elaborada broma de su difunto ex-amante, o un descontrolado episodio de paranoia. En segundo lugar, la naturaleza de la conspiración con la que Edipa supuestamente tropieza es fundamentalmente benigna. RESTOS es representada, en lo que no sabemos si son proyecciones desiderativas de nuestra protagonista o genuinas intuiciones de su existencia, como una red clandestina de marginados, proscritos y personajes excéntricos que, rechazando la insidiosa vida de la superficie, la normalización e integración programada en el mundo de la economía de consumo, de los abusos corporativos y las interferencias gubernamentales, articulan toda una comunidad política en la forma de la sociedad paralela, siguiendo la prescripción de Ricardo Piglia de que el complot es la figura revolucionaria contra la conspiración económica y de valor (monetario, estético y existencial) del Capital.
La leyenda de la conspiración de vagabundos es, de todas formas, más antigua, pudiendo remontarse hasta la obra de Leon Ray Livingston, ilustre vagabundo y autor. Livinsgton relató y ficcionalizó su vida principios de siglo XX bajo el sobrenombre de “A-Nº1”, fabricando hasta cierto punto la imagen del hobo, el trabajador marginado que cruzaba el corazón industrial de Norteamérica encadenando empleos precarios y temporales, como una figura misteriosa y romántica, libre y elusiva, marcado por un estricto código de honor y un amor incondicional a su independencia. Leon Ray Livinsgton incluyó en sus relatos la sistematizacón de un “código hobo”, algo así como un lenguaje secreto entre vagabundos que, mediante símbolos en paredes, esquinas, postes y aceras, se comunicaban entre ellos mensajes como “buena localidad para dormir”, “lugar peligroso” o “aquí vive una señora amable”. El logotipo de RESTOS, en el Lote (una trompeta con sordina) aparece continuamente inscrito en los lugares más inesperados, haciendo resonar esta vieja leyenda estadounidense.
Pynchon, idealiza a los misteriosos partícipes de la conspiración como enigmáticas figuras marginales
que extendían una lona a modo de colgadizo en la parte trasera de los grandes y sonrientes anuncios que flanqueaban todas las carreteras, o que dormían en cementerios de coches, en la cáscara vacía de algún Playmouth destrozado, que incluso, con no poca osadía, pasaban la noche en lo alto de algún poste, bajo el toldo de algún celador de línea, semejantes a orugas, columpiándose entre una telaraña de cables telefónicos, viviendo en el mismísimo milagro secular de la comunicación, indiferentes al mudo voltaje que vibraba a lo largo del tendido, la noche entera, a instancias de millares de mensajes inaudibles.
La propuesta utópica del Lote conduce a la figuración de una sociedad secreta que mimetiza con exactitud las redes de comunicación globales, parasitando los circuitos de las nuevas tecnologías de la comunicación, formulando de forma paradójica la soñada escapatoria a las delirantes sociedades industriales, “expulsados de algún lugar por lo demás invisible pero que coincidía punto por punto con la ensalzada patria en que ella vivía”. El vagabundo, una figura culturalmente asociada a los centros urbanos y a la patología mental, se presenta en el Lote como la degeneración (o, más bien,  la actualización) de la tradicional figura del ermitaño, marcado por el retiro a la naturaleza y la iluminación espiritual, en tiempos de apabullante expansión urbana y auge de la paranoia política.
En ocasiones el periplo de Edipa puede resultar verdaderamente asfixiante. A medida que avanza la novela, todos sus aliados y amigos (en su mayoría, hombres) o bien la abandonan, o bien pierden la cabeza o bien acaban muertos. Edipa se ve asaltada por una extraño embarazo sobrevenido, “más allá de los análisis ginecológicos” y pondera seriamente la posibilidad de haberse vuelto loca. Pero todo ello no significa que no exista esperanza de redención, ni posibilidad de refugio. Tras capas y capas de conspiración y contraconspiración, pistas falsas y enrevesadas tramas (de lo que es, curiosamente, una novela muy corta), Pynchon no puede evitar contemplar una narrativa compleja y ambigua pero ciertamente redentiva, haciendo descansar la esperanza de Edipa en una especie de promesa mística.
En su fascinante periplo onírico por San Francisco, Edipa encuentra a un viejo amigo anarquista mexicano, borracho como una cuba, lamentándose por la decadencia y condena final de los sueños clásicos de emancipación.
Al igual que la detestable Iglesia, los anarquistas creemos también en otro mundo. Donde las revoluciones estallan de manera espontánea y sin jefes, y donde la capacidad consensual del alma hace que las masas cooperen sin problemas, de manera tan automática como el cuerpo. Pero si alguna vez sucediera de la forma tan perfecta que le digo, señora, también yo gritaría ¡milagro, milagro! Milagro anarquista.
“Usted sabe lo que es un milagro”, le comenta a Edipa “No lo que decía Bakunin, sino la invasión de este mundo por otro.” ¿Resonancia cristiana o ufológica? Ambas, en realidad. En nuestro mundo de desacralización, la revelación religiosa y el contacto con una civilización alienígena no son muy distintas, como tampoco lo sería el contacto final con RESTOS: la invasión de este mundo por otro. Se trata de la aparición de una realidad Absolutamente Otra, un nivel metafísico elevado e inalcanzable en la cual, sin embargo, han de ser depositadas las esperanzas de cualquiera que aún sueñe con la posibilidad de algún sentido, de alguna redención frente a los terrores de la vida moderna, del abismo de la muerte, el absurdo y la máquina autista del progreso.  La escapatoria al mundo conspirativo es la propia lógica conspirativa. “Un modo de significado más allá del obvio”, piensa Edipa, “o ninguno”.
La anatomía de la escena final, que se interrumpe momentos antes de la subasta del misterioso Lote 49 (que puede o puede que no contenga el secreto final de RESTOS), puede asimilarse a la de la antesala de una intervención divina, con su púlpito, su sacerdote y su audiencia. Las resonancias cristianas de la novela no acaban ahí. El número 49 parece aludir también a la inminencia de la revelación divina, en tanto que son los días, menos uno, que llevan de Pascua a Pentecostés. En algún otro momento se sugiere también que Edipa sufre de un extraño embarazo sobrevenido, sin concepción, un evento sobrenatural comúnmente atribuido a la virgen María, pero también habitual entre los testimonios de supuestas abducciones.
Las alusiones religioso-ufológicas son tan paródicas como sinceras. Aunque el Lote pareciera una novela asfixiante y paralizante por momentos y ácida e irónica por otros, Pynchon no puede evitar imprimir un cierto poso utópico presente en su época. Dentro del torbellino del delirio, del advenimiento indeseado de las fuerzas del Capital y del mercado y la paranoia rampante y desencadenada, queda cierto anhelo de la posibilidad de una utopía oculta, una sociedad secreta más allá de la sociedad industrial, donde reina la armonía y la paz. Para este mundo prometido la paranoia no es más que el precio del tránsito, el ritual de paso. En este sentido, el Lote vibra con las promesas utópicas de la era hippie, los impulsos idealistas y esperanzadores de los distintos movimientos sociales y de liberación de los años 60. Parecería como si, en el momento final antes de la usurpación total de la sociedad por parte de las fuerzas dementes del Capital y sus aliados despóticos del Estado, se alzara un tenue pero auténtico impulso por la liberación material y espiritual del ser humano, en la forma de una esperanza tan vana, pero tan necesaria, como la confianza en la intervención divina, o en la visita de seres de otros planetas.
Pero sabemos que eso no fue lo que ocurrió. La promesa hippie, así como el anhelo del Lote, se esfumaron con la brisa de la Bay Area y, nada más y nada menos que un senador por California, Richard Nixon, tornó la promesa divina en una distopía demoníaca. No es, por tanto, un misterio, la naturaleza apocalíptica con la que Nixon se imprimió en la mente de toda una generación de utopistas. El calibre de la decadencia solo fue comparable con el calibre de la promesa proclamada.
En realidad, Nixon no fue lo que acabó con la era hippie. Fueron más bien las deudas del desenfrenado consumo de drogas, la trágica facilidad con la que pequeñas comunidades utopistas se vieron arrastradas por dinámicas sectarias y violentas, y la cristalización final de todo ello, de forma hiperbólica pero no por ello menos hiriente, en el terrorífico episodio de los asesinatos de la familia Mason.
Pynchon decidió volver a los 60 muchos años después. Fue concretamente en 2009, con la publicación de su novela Vicio propio. En ella, explícitamente situada en el epicentro de la cultura hippie, se reanima el sabor místico de la utopía oculta del Lote y reina en el aire la promesa de la liberación y la paz, pero el perfume se ha podrido y el sol se oculta por el horizonte del Océano Pacífico. Estamos en 1970 y las cosas no son ya lo que eran. La paranoia sigue animando la prosa de Pynchon y continúa azuzando a su excéntrico protagonista, Doc Sportello, sumido una investigación igualmente delirante y conspirativa. La Maquinaria sigue operando, con más intensidad que antes. La esperanza por encontrar un refugio a su influencia, por el contrario, no se sostiene igual.
Esta vez el objeto perdido al que el detective ha de dar respuesta no es una comunidad de iluminados marginados que habitan en paz más allá de la civilización, sino la figura borrosa de la ex-novia de Doc, Shasta, recientemente desaparecida. Los recuerdos de su relación con Shasta, allá por aquellos felices años 60, puede aparecer en ocasiones como la obsesión desesperada de la masculinidad herida de Doc, amplificados por la intensidad y la obnubilación que le provoca la nube de marihuana que le acompaña a todos lados, pero en la dispersa memoria de Doc se esconde más bien un sentimiento de abandono y nostalgia profundos: la conciencia de una pérdida irreparable. Shasta se presenta como el emblema de una era en decadencia, una promesa ingenua de los años 60, ahora y para siempre periclitada.
Shasta es, además, el nombre de una montaña en el norte de California que atrae la atención de aficionados a las teorías de la conspiración y del ocultismo desde hace más de cien años. En torno al Monte Shasta hay de todo: leyendas indias, historias de túneles con momias, apariciones alienígenas… Pero el momento también es famoso por ser apuntado por varios profesionales de las teorías de la conspiración como el refugio de los habitantes de Lemuria (también llamado Mu), un continente perdido en el Pacífico, hogar de una antigua civilización notablemente más avanzada que la nuestra, antes perecer sumergido en las aguas fruto de algún tipo de cataclismo. Esta especie de Atlántica del Pacífico fue postulada en el siglo XIX por el explorador Augustus Le Plongeon y su mujer, popularizada por el ingeniero James Churchward y las superestrellas ocultistas Helena Blavatsky e Ignatius Donnelly. Durante la década de 1890 tal Frederick Spencer Oliver publicó un libro supuestamente dictado por visiones y posesión donde aseguraba que, tras el hundimiento, los habitantes de Lemuria se habían refugiado bajo los túneles del Monte Shasta.
Pynchon, excelente conocedor de las profundidades de la subcultura norteamericana, no sólo recupera a Shasta como el desdichado McGuffin de Vicio propio, sino que reconstruye Lemuria como una isla paradisíaca en el pacífico donde los sueños rotos de la era de la liberación se verían finalmente cumplidos, donde todo el mundo andaría colocado todo el día y en paz y armonía con la naturaleza y la comunidad. En algún momento, algo salió mal, y la isla se sumergió para siempre. En pleno viaje lisérgico, Doc Sportello tiene una visión de este misterioso lugar.
Al menos no era tan cósmico como el último viaje para el que había hecho de agente ese entusiasta del ácido. No estaba muy claro cuándo empezó con exactitud, pero en cierto momento, mediante una transición sencilla y normal, Doc se encontró en las ruinas vívidamente iluminadas de una ciudad antigua, que era, y a la vez no era, el Gran Los Ángeles de cada día, extendiéndose a lo largo de kilómetros, casa tras casa, habitación tras habitación, todas y cada una habitadas. Al principio le pareció reconocer a la gente que se cruzaba, aunque no siempre podía ponerles nombres. A todos los que vivían en la playa, por ejemplo. Doc y sus vecinos eran y no eran refugiados del desastre que había sumergido Lemuria hacía miles de años. Buscando trechos de tierra que creían más seguros, habían acabado instalándose en la costa Californiana.
Mientras que la utopía era formulada en el Lote como una conspiración de vagabundos en una especie de dimensión metafísica oculta, Lemuria aparece en Vicio Propio con las señas de la civilización perdida de una Edad de Oro Mítica, y los dispersos y últimos hippies de la era Nixon como sus hijos olvidados, las almas transportadas y expulsadas del Jardín del Edén en el último momento.
La lluvia tuvo su peculiar efecto en Sortilège, que por entonces empezaba a obsesionarse con Lemuria y con sus trágicos últimos días.
—Estuviste ahí en una vida anterior —conjeturó Doc.
—Lo soñé, Doc. A veces me he despertado absolutamente convencida. Spike también siente lo mismo. A lo mejor se debe a toda esta lluvia, pero estamos empezando a tener los mismos sueños. No sabemos encontrar el camino de regreso a Lemuria, así que ella regresa a nosotros, Elevándose del océano…: qué hay Leej, qué hay Spike, hacía tiempo, ¿verdad?
—¿Os habló?
—No lo sé. Pero es algo más que un lugar en el espacio.
Ambas novelas, el Lote y Vicio propio, parecen proponer una visión conspirativa del mundo donde la única salida, el último refugio, se intuye de una forma y otra con resonancias místicas. Ambos son imbricados, gracias al particular ingenio de Pynchon, en el tejido cultural del folklore urbano contemporáneo: conspiraciones hobo, la promesa del contacto alienígena (“la invasión de este mundo por otro”), la fascinación por un monte californiano mágico y el anhelo por el regreso un continente perdido. No se trata de un intento por reformular los viejos ídolos premodernos en nuevos talismanes seculares, sino quizás meramente apuntar a lo fútil y en ocasiones ridículo que puede convertirse la búsqueda de un sentido-más-allá, una última cualidad mágica del mundo aún sin conquistar por la Maquinaria, o lo que George Steiner llama “un cuerpo de referencia trascendente cuya muerte lenta e incompleta produjo formas sustitutas y paródicas”. Pero mientras que la en el Lote aún se intuye cierto tono celebratorio, cierto atractivo por la paranoia y el delirio, en Vicio propio se registra la pérdida del sueño utópico y el trágico destino de una era. Lo que en una novela es una esperanza religiosa, que en cierto modo abraza su cariz absurdo e imposible, en la otra reaparece como los restos inservibles de una promesa vacía, olvidada e incumplida. El excitante portal de la paranoia, el rito de paso hacia un alocado mundo mejor, no son más que las ruinas de un juguete infantil.
Porque arrojados al mundo conspirativo, que Pynchon no puede evitar retratar en todas y cada una de sus novelas, son muchas las posibilidades de escape o refugio, pero todas son imperfectas y casi todas irrealizables. También lo es Lemuria, también lo fueron las esperanzas hippies, y Pynchon lo sabe, y recuperando la textura apocalíptica de una era todo lo que puede hacer es dibujar un relato de profundo duelo y sincera nostalgia en Vicio propio. Algunos podrían acusar la novela de sensiblera y romántica, con un tono cínico y corrosivo no muy diferente con el que escribía Pynchon en los años 60. En definitiva, la historia de Doc parece otra iteración más del héroe de masculinidad herida, castrado y abandonado por una amante idealizada (o una promesa utópica incumplida, da igual), regocijándose de forma egoísta en su propio lamento. Otros argumentarán que Vicio propio es un ajuste de cuentas con la tradición literaria postmoderna, un intento por localizar y efectuar “una reanimación cardiopulmonar sobre aquellos elementos mágicos y humanos todavía vivos y resplandecientes a pesar de la oscuridad de los tiempos”, como tan rabiosa sinceridad lo expresó David Foster Wallace.
Me da miedo pensar que no estoy en condiciones de ofrecer una respuesta satisfactoria a todo ello. En ocasiones me parece ver Vicio propio peligrosamente delineado con otras producciones culturales que basan su estructura emocional en la nostalgia, la masculinidad herida, la narrativa de la derrota… La proliferación de la nostalgia y el fracaso ha tomado con tal virulencia el panorama de la industria cultural de nuestros días que uno no puede sino recoger con cierta sospecha, si no profunda insatisfacción, el viejo anhelo de los izquierdistas de segunda mitad de siglo XX que emplazaban sus veleidades estéticas, en momento de pleno auge del cinismo, la ironía y el aceleracionismo nihilista, en la lógica del fracaso y de la derrota. Jameson es uno de ellos.
Creo, en todo caso, que Pynchon ha estado jugando a otro juego. No solo sus retratos conspirativos del mundo han logrado plasmar con gran precisión la era del ascenso de la complejidad de las elusivas formas del poder y el control, la arrolladora invasión de la tecnología de la comunicación en las sociedades humanas contemporáneas y los inciertos y precarios lugares de refugio que todavía quedan. Además de todo ello, su prosa se moviliza y se rebela con la indiferencia y la equidistancia culpable y alerta del peligro de la idealización fetichista y contemplativa, tanto de la propia Maquinaria en tanto que supuesto ente teológico imbatible, ineludible, trágico e impersonal, como de la cierta conformidad y narcisismo con el propio dolor, una suerte de condolencia egoísta e inoperante. Como la buena ficción, no nos presenta soluciones fáciles, ni narrativas sencillas, ni caminos simples hacia la redención. La ficción de verdad, la que nos sacude y nos hiela hasta los huesos, la que nos eleva y nos transporta a lugares cuyo fundamento metafísico desconocíamos, es aquella que transcribe la tensión y el desorden de la vida cotidiana, los conflictos incesantes entre nuestros más preciados anhelos y los más duros e implacables límites de la realidad en la que existimos.
Algo así, confuso y contradictorio, fue seguramente el ocaso de los años 60. No para nada nuevo admitir (parecería que los filósofos nos hemos construido a partir de asumir principios similares) que su naturaleza última o su realidad en sí no es más que una quimera historicista, la plana ingenuidad de querer simplificar las polifacéticas, multifactoriales y para nada sincrónicas realidades de cualquier momento histórico. Y, sin embargo, la ficción es capaz de hacernos sentir ingenuos y estúpido y tener que admitir que, tal cosa, en algún sentido, todavía es posible.
Es posible que en ese sentido la nostalgia de Vicio propio aún sea productiva, puede que en sentido formulado por Jameson, alejada sin embargo del paroxismo y la vanidad de la cultura herida  de nuestros días. Productiva en el sentido de hacernos ver sus constantes peligros y en ocasiones sus inevitables causas. Porque la nostalgia y la estetización de la decadencia pueden ser horrendos narcóticos que nos conduzcan a la parálisis política, pero pueden también sacudirnos, si lo hacen en la vibración adecuada, con ese tipo de tristeza rabiosa por lo que hemos perdido que nos recuerda la injusticia en la que aún vivimos, y nos emplaza a desear algo mejor.
…pero no hay manera de eludir el tiempo, el mar del tiempo, el mar del recuerdo y el olvido, los años de esperanzas, perdidos e irrecuperables, de esta tierra a la que casi se le permitió reclamar su mejor destino, sólo para que se lo arrebatasen los mismos malvados de siempre, y se viera arrastrada y secuestrada en el futuro en que debemos vivir ahora y para siempre. ¿Hemos de confiar en que este bendito barco se dirija a una costa mejor, a una Lemuria que no se haya hundido , emergida y redimida, donde el destino americano, misericordiosamente, no haya llegado…?
Tras lo que vienen siendo ya décadas de sangrado en las heridas autoinfligidas de la cultura occidental, el Imperio continúa hacia el Oeste. Quizás no literalmente. Pero aún parecería persistir el anhelo que, después del hundimiento del Imperio Americano, bajo las ruinas en el océano, pudiera surgir una Lemuria redimida de las aguas, tan mágica e improbable como la visita de otro mundo, como el contacto con vida extraterrestre. Como el regreso de la Edad de Oro, o como la llegada (primera o segunda, da igual), del Mesías. O quizás todo sea tan absurdo como suena.
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pepetesoro · 4 years
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La idea de una muerte inútil: Miserabilismo, aceleracionismo e indolencia
Quiero tocar una fibra concreta del malestar. Esta palabra, “malestar,” se ha convertido en un significante vago pero efectivo para señalar un cierto sentimiento que recorre nuestro escenario intelectual, político y artístico desde hace ya muchos años. El término contiene, para empezar, una carga peyorativa de la que espero haberme desprendido al final de este ensayo. Digamos que las manifestaciones de este “malestar” son por lo general una reacción, o quizás un síntoma, de una supuesta grave y radical transformación, si no completa desaparición, en las formas tradicionales en las que hemos venido comprendiendo una serie de realidades, sean estas el estado, la religión, la reflexión filosófica, la vida en común, la cultura o ya puestos, lo que suele ser más habitual, el propio ser humano como realidad general y transversal de sentido.
No me interesa aquí analizar la validez de los diagnósticos y conclusiones al respecto. No quiero perfilar con precisión las características de un fenómeno que se da en esencia como ambiguo y polifacético en la diversidad de instancias que pretendo cubrir. Por el contrario, trataré dibujar un pequeño mapa de los marcos normativos desde los que las reacciones de esta gran transformación o “final de algo importante” se han ido proyectando en los últimos años. Esta idea de disposición normativa de la reacción a este fin creo que está bien expresada por el cariz emocional de un término como “malestar”. Sin embargo, esta palabra contiene una evidente carga valorativa que apunta a uno de los múltiples esquemas de comprensión desde los cuales es posible reaccionar al mismo fenómeno del fin.
Mi objetivo es identificar el núcleo sentimental, una fibra, donde la experiencia de esta transformación es distinta a como generalmente se comprende en el mundo intelectual y artístico y que, sin embargo, si se me permite, creo que es la vivencia espiritual más evidente y extendida de este supuesto “malestar.”
El miserabilismo trascendental, de George Steiner a Byun-Chul Han
El punto de partida es el hecho de que algo se acaba. Hay algo, aunque pueda ser difícil señalar el qué, que ha sido irremediablemente abandonado por el ser humano. Una figuración común de esta pérdida es la del descrédito y fin de la legitimación de las religiones o los “metarrelatos”, proceso que habría sumido a la sociedad occidental en un relativismo moral de desastrosas consecuencias. George Steiner es, quizás, uno de los más claros exponentes de esta opinión.
“En nuestra actual barbarie está obrando una extinta teología, un cuerpo de referencia trascendente cuya muerte lenta e incompleta produjo formas sustitutas y paródicas. El epílogo de la creencia, el paso de la creencia religiosa a la hueca convención, parece ser un proceso más peligroso de lo que habían prevista los philosophes. Las estructuras de la decadencia son tóxicas. Necesitamos el infierno, hemos aprendido a construirlo y a hacerlo funcionar en esta tierra.”
Para Steiner el abandono histórico de formas de comprensión universales mediante el recurso a la trascendencia o la divinidad ha conducido a la catástrofe en tanto que el ser humano sigue necesitando de esquemas de este tipo o similares para guiar su vida particular y en común. Las estructuras herederas de la antigua legitimidad universal de la religión son paródicas y tóxicas y conducen a una “desorientación espiritual” del hombre y, en el peor de los casos, a la guerra mundial y al genocidio, tesis que se apoyaría en la experiencia histórica del siglo XX. No es que en la antigüedad no existieran la guerra o el asesinato en masa, sino que el desarrollo de la tecnología y de la racionalidad instrumental ha conducido a formas de una sofisticación mecánica inusitadas que, operando en un vacío de valores y sentido, fácilmente son coaptadas y puestas al servicio de la destrucción y de la muerte.
Estamos aquí ante el “eclipse de los fines”: el contraste entre el progreso exponencial de la eficiencia y la efectividad de los medios de transformación e incidencia en la realidad y el declive insalvable de los marcos normativos generales, estructuras que propongan una dirección o un sentido universal de la existencia, esquemas que pudieran guiar adecuadamente esa transformación sin desestabilizar excesivamente la civilización humana. En el fondo, lo que esconden muchas de estas críticas no es la llamada a una transformación diferente, adecuadamente guiada, sino un desdén a la propia transformación. No se está, en último término, lamentando la ausencia de una idea general que pueda guiar el sentido de la indefinida potencialidad de cambio de la tecnología, sino acusando que esa misma potencialidad desatada ha traspasado todo límite inteligible por el conocimiento del ser humano y ha sobrepasado el umbral la reducida plasticidad de su naturaleza. Se trata de una recusación que apunta a la vez a la racionalidad instrumental, al capitalismo y a la tecnología, tratando a estos tres elementos como un continuo, como procesos coexistentes en un desarrollo de las sociedades humanas incompatible con la misma condición del hombre. Byun-Chul Han es hoy en día uno de los más divulgados representantes de estas ideas.
“Parece que lo tengamos todo, pero nos falta lo esencial: el mundo. El mundo ha perdido la voz y el habla; es más, ha perdido el sonido. El ruido de la comunicación ha sofocado el silencio. La proliferación y la masificación de las cosas ha desplazado el vacío. Cielo y tierra están repletos de cosas. Este mundo de mercancías no es apropiado para ser habitado. Ha perdido toda referencia a lo divino, a lo santo, al misterio, a lo infinito, a lo superior, a lo sublime.”
Este tipo de afirmaciones son parte de una corriente heterogénea pero generalizada no solo ya de impugnación general al estado de cosas actual, sino además de un fuerte pesimismo, en tanto que late en el fondo la aceptación de que no cabe hacer mucho al respecto: no existe alternativa al capitalismo. Se trata de una combinación de la llamada de atención sobre las desastrosas consecuencias de esta transformación y la fatalidad con la que se imponen. Se trata de lo que Nick Land caracteriza con acierto como “miserabilismo trascendental”, una sensibilidad en la cual “se reconoce que el capitalismo superará a sus competidores bajo casi cualquier circunstancia imaginable, al tiempo que se convierte ese mismo reconocimiento en una nueva forma de maldición.” Las claves fundamentales de este fatalismo son, en primer lugar, un fuerte malestar y desafección con la actualidad pero también, como indica Land, la constatación de que el tiempo mismo se ha puesto al servicio de un proceso perverso y que todo cambio y actualización en la cultura y sociedad humanas están inextricablemente ligados a las fuentes de nuestro malestar. “Ya no es únicamente la sociedad, sino el tiempo mismo, que ha tomado la “senda capitalista.” […] el tiempo está del lado del capitalismo, el capitalismo es todo lo que me entristece, por tanto el tiempo debe ser malo.”
Al fin y al cabo, se ha reprobar los medios de la transformación en tanto que se percibe la propia transformación, el cambio, la novedad, la actualidad, como males en sí mismos. Este miserabilismo trascendental es, por tanto, esencialmente conservador y fatalista: el tiempo es malvado, y transcurso del tiempo es, al fin y al cabo, inevitable. El escenario final es la tragedia: la pérdida inconmensurable e imposible de eludir.
Pero lo que es característico del miserabilismo trascendental no es la fatalidad; no es la toma de conciencia de que no cabe alternativa al capitalismo. Esta imagen del capitalismo, el desarrollo de la tecnología y la disolución de los metarrelatos tanto como procesos fuertemente intrincados como el destino ineludible de la humanidad se expande mucho más allá de sus fronteras. Se podría decir que el “realismo capitalista” es prácticamente la condición ideológica fundamental de nuestro mundo, y la bandera enarbolada con orgullo por los más fervientes apologetas del capitalismo. Margaret Thatcher fue, al fin y al cabo, quien popularizó el lema “no hay alternativa”.
Por el contrario, lo que me interesa de esta corriente general de pensamiento y lo que la caracteriza a pesar de su diversidad interna, es su reacción sentimental negativa, el enfrentamiento ante el realismo capitalista en forma primariamente de malestar. El miserabilismo trascendental reacciona preocupado e inquieto frente al hecho de que no cabe alternativa, y proyecta esta emoción a la sociedad en general, queriendo hacer ver que su malestar es un sentimiento generalizado, necesariamente provocado por la debilidad de la condición humana ante la disolución y abandono de aquello que cada miserabilista trascendental por separado considera valioso y perdido para siempre. “Nada es constante y duradero. Ante esta falta de ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad”, dice Han. Pero, ¿por qué el nerviosismo y la intranquilidad?
Lo que es evidente es que esta reacción sentimental no puede darse sin algún tipo de presuposición normativa. Si el fin de algo es identificable con un tragedia, no es tan solo porque su fin sea inevitable, sino porque aquello que se pierde es considerado como valioso de antemano. Ya sean la pérdida los marcos normativos clásicos lo que se lamenta, la impotencia de las estructuras del conocimiento humano frente a los fenómenos de la globalización, o la propia obsolescencia del hombre para dar paso a un hombre maquinizado o neurótico, todo ello es al fin y al cabo una lamentación. Y esta lamentación no puede darse sin algún tipo de valoración concreta de que aquello se pierde es cualitativamente superior a aquello a lo que da paso.
La afirmación de que el malestar y el nerviosismo son reacciones extendidas debidas a la  profunda transformación cultural de nuestra sociedad puede querer presentarse como una mera descripción antropológica con aspiración de imparcialidad, pero este suele ser el gesto según el cual se  esconde una consideración normativa que proyecta una reacción sentimental particular a la humanidad en general. Y esta reacción sentimental está en relación con un marco normativo similar a aquellos que el miserabilismo trascendental lamenta tanto haber perdido. El fin de los valores solo puede describirse con tono de impugnación y de aflicción a partir de lo que ya son ciertas consideraciones presupuestas sobre lo que es bueno y lo que es malo, es decir: a partir de ciertos valores. Esto es cierto tanto desde el lado normativo como desde el de una aprehensión epistémica de estos fenómenos. La idea de que la pérdida de todo sentido unificador es mala solo puede establecerse en relación, al fin y al cabo, a un sentido unificador de la experiencia.
Aceleracionismo, cinismo y risa revolucionaria. Nick Land, enfant terrible.
Sin embargo, esta no es la única reacción normativa posible frente a los mismos hechos, o por lo menos no es la única percepción posible del mismo fenómeno. Otras dos reacciones considerablemente extendidas por los panoramas del pensamiento, el arte y la cultura actuales son la celebración y el cinismo. Quizás el autor que más descaradamente acoge con euforia y aplauso aquello que los miserabilistas trascendentales denuncian es el propio Nick Land. “El capital solo retiene características antropológicas como síntoma de subdesarrollo”, afirma Land con un tono que oscila de manera escalofriante entre el análisis socio-económico y la ciencia ficción apocalíptica. “El hombre es algo que el capital debe superar: un problema, un estorbo.”
El aceleracionismo landiano acoge con júbilo aquello que desespera a Steiner y a Han. Para Land, el nerviosismo y la aflicción por la destrucción de lo humano bajo las implacables fauces de lo maquínico, de la velocidad capitalista y la acelaración exponencial de la tecnología no son ni mucho menos observaciones sociológicas o antropológicas serias, sino gemidos incoherentes fruto de una ingenuidad y una nostalgia de un mundo condenado a la desaparición. De lo que no se diferencia Land de sus oponentes es de el convencimiento de que el fin es cierto e inevitable: el tiempo está de parte del capitalismo, si no es que el uno y el otro son la misma cosa. Además, el capitalismo es una fuerza por naturaleza desintegradora, así que la desintegración final es solo cuestión de tiempo.
Esta idea de que el progreso cronológico está indefectiblemente dirigido a esta desaparición de lo humano en las formas atenazadoras y colosales de la sociedad industrial, a las cuales enfrentarse es equiparable a negar el paso del tiempo, acaba definitivamente con la propia noción del futuro como un espacio abierto a la decisión o, por lo menos, al azar. La aceleración capitalista, como la muerte personal, abole el tiempo: tratar de eludir la obliteración de la especie humana por los engranajes de la megamáquina capitalista es similar a querer negar la finitud y la muerte individual. La muerte acaba inapelablemente con la historicidad de la vida del individuo, igual que el capitalismo, como una fuerza temporal fatal, acabará en breve y de una vez por todas con la historia de la humanidad, si no es que la historia ya se ha acabado. Otros apocalípticos de este estilo fueron los futuristas italianos, que abogaban por el advenimiento de un hombre que sería, como indica Paul Virilio, un “cuerpo animal desaparecido en la superpotencia de un cuerpo metálico capaz de aniquilar el tiempo y el espacio por sus rendimientos dinámicos.”
Pero esta mezcolanza entre muerte de lo humano, potencia maquínica y aniquilación del tiempo no es la única manifestación de que la aceleración capitalista no solo está por producirse sin apelación posible, sino que ha de ser acogida con fervor. La integración del cuerpo humano en un cuerpo biónico no es más que una figuración particular de un fenómeno que, en un mundo donde el cyborg sigue siendo una figura de ciencia ficción un tanto trasnochada, ha profundizado con el tiempo: la transformación de los ritmos y las capacidades humanas mediante el trabajo industrializado y la integración de nuestras habilidades sociales, procesos espistémicos y funciones vitales en matrices tecnológicas, racional-legales y virtuales. Estas matrices no han de ser encarnadas en ningún hardware ni prótesis cibernética sino que más bien, por lo general, son dispuestas por la racionalidad instrumental de las sociedades capitalistas que vienen a sustituir las formas tradicionales de guiar la conducta, el trabajo y las relaciones sociales. Este fenómeno, para los miserabilistas, es fuente de angustia y malestar. Estos apocalípticos fijan su atención en la posibilidad de un goce masoquista de esta desintegración (o integración final de lo humano en lo inhumano). En uno de sus más infames pasajes, Lyotard escribe lo siguiente:
“Los desempleados ingleses no tuvieron que convertirse en trabajadores para sobrevivir, ellos —prepárense para escupirme— disfrutaron de la histeria, del masoquismo, o de cualquier agotamiento que les supusiera mantenerse en las minas, en las fundiciones, en las fábricas, en el infierno; lo disfrutaban; disfrutaron de la destrucción sin sentido de su cuerpo orgánico, que, ciertamente, les fue impuesta; disfrutaron de la descomposición de su identidad personal, esa identidad que la tradición campesina había construido para ellos; disfrutaron de las disoluciones de sus familias y pueblos; y disfrutaron del nuevo anonimato aberrante de los suburbios y de los pubs por la mañana y por la tarde.”
Esta caracterización no tiene por qué ser exactamente apologética. El tono de celebración frente al despliegue de la potencia desatada capitalismo es más bien el propio de los ideólogos del neoliberalismo o los gurús del transhumanismo. Pero tanto los transhumanistas como los neoliberales encomian las potencialidades de la tecnología y de la sociedad industrial porque niegan, hasta cierto punto, estos procesos de desintegración. Se identifican con el resto de sensibilidades que hemos visto aquí en la afirmación de que no existe alternativa al capital, pero niegan que sus fuerzas sean procesos destructivos que vengan a acabar con ser humano. Por el contrario, presuponen que son potencias que sirven a la expansión de valores claramente humanistas, como en la asunción neoliberal de que toda conquista del libre mercado viene sucedida de una adquisición de libertades y derechos individuales o la promesa trashumanista que la el progreso tecnológico vehiculada por la competencia del capitalismo es el medio privilegiado para la emancipación, la expansión de los capacidades sensoriales, el superbienestar o la vida eterna.
Todo el mundo está de acuerdo en que el capitalismo ha llegado para quedarse, pero los gurús neoliberales y transhumanistas traducen este hecho como el éxito final en la historia del sistema que más adecuadamente satisface las necesidades y libertades humanas y que puede, eventualmente, conducir a la humanidad a la realización de sus sueños prometeístas más ambiciosos. Los miserabilistas y los apocalípticos, por el contrario, entienden la inevitabilidad del capital como el advenimiento fatal de una fuerza dirigida al desmontaje y final destrucción de la condición humana tal y como lo entendíamos, la disolución de las formas tradicionales de organización social y la muerte del sujeto (o su transformación en un sujeto esquizofrénico).
Los apocalípticos asumen que no tienen razones para celebrar este proceso, en tanto que esa supuesta celebración brotaría de la sincronía de los procesos del capital con la realización de sueños utópicos y humanistas. Mantener valores humanistas es tan ingenuo como creer que el capital juega a su favor. Pero constatar que el capital no tiene ningún compromiso o atención por lo humano solo podría ser fuente de lamento si mantuviésemos con ingenuidad de esos sueños utópicos, esas fantasías humanistas. Para el apocalíptico como Land lo que queda es, si queda algo, sumarse y profundizar en la desterritorialización del capital, asumiendo nuestra condición como alimentos de un sistema colosal e implacable. Tomando esta noción del Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, Land llega a afirmar que “en realidad la desterritorialización es la única cosa de la que ha hablado el aceleracionismo.”
Pero queda una tercera reacción sentimental a este fenómeno, también considerablemente extendida, que sería el cinismo y la ironía. Frente a la constatación de que el capitalismo ha llegado para quedarse, y que sus procesos de disolución y transformación radical en la dirección de una realidad inhumana, inhóspita o esquizofrénica están siendo inevitablemente acelerados, lo queramos o no, queda la opción de renunciar a todo valor o reacción articulada y tomárselo todo a risa. Son muchos los fenómenos que podemos alinear, haciendo mayor o menor justicia, a esta corriente que aúna el abandono desmedido de cualquier intento de recuperación de nada anterior o esperanza en nada nuevo a la profundización en una espiral de ironía o hilaridad. Steven Shaviro aprecia películas como Gamer (Mark Neveldine y Brian Taylor, 2009) o I’m a Juvenile Delinquent, Jail Me! (Alex Cox, 2004) precisamente por su “cinismo iluminado”, que reniega de “la falsa esperanza de que acumular lo peor que nos ofrece el capitalismo neoliberal de alguna manera nos conducirá a trascenderlo.” Deleuze, hablando de Nietzsche, dice algo parecido.
“Max Brod nos cuenta que el auditorio no podía evitar partirse de risa mientras Kafka leía El proceso. Y es como mínimo difícil leer a Beckett sin reírse, sin ir de un rato de alegría a otro. La risa, y no el significante. Risa, esquizofrénica o revolucionaria, es lo que emana de estos grandes libros, y no la angustia de nuestro narcisismo privado o de los terrores de nuestra culpabilidad.”
Pero el cinismo no es exactamente, aunque en ocasiones pretenda presentarse así, una reacción sentimental desprovista de ninguna herencia normativa o referencia a valores. La tesis con la que estoy contando en todo momento es que toda reacción sentimental se da en relación a alguna consideración de carácter axiológico. Con “reacción sentimental” no estoy refiriendo sencillamente al procesamiento emocional por la psique individual de un fenómeno, sino más bien a la proyección de la misma a material textual o artístico, que a su vez devuelve esta reacción emocional al conjunto de lo social o de lo humano tratando de hacer aparecer que ya sea el malestar, la celebración o la ironía, la reacción sentimental que se describe es aquella que se da de forma natural en la psique humana en oposición a los fenómenos de disolución y desintegración del capital.
Pero una reacción de cualquier tipo presupone una valoración de aquello frente a lo que se reacciona. Por lo menos requiere de una caracterización, y es extraño encontrar una caracterización desprovista de cualquier referencia valorativa. Y ya sea procesada esta desintegración capitalista con risa, con aplausos o con llanto, se estará reaccionando de alguna forma, se estará hablando, por establecer una metáfora, desde algún lugar. Toda reacción sentimental frente a la disolución de lo humano en las fauces del capital presupone un mapeado (aunque simbólico, imperfecto, desplazado) de lo que es el capitalismo como causa ausente de la experiencia vivida, y un posicionamiento particular del sujeto de la experiencia frente al mismo.
Pero si entendemos este proceso de disolución característico del capital como dirigido primordialmente hacia el fin del sujeto y de los marcos normativos desde los que establecer una precomprensión de la experiencia individual o colectiva, la existencia de esta reacción contradice esta realidad, o por lo menos deja en evidencia que el capitalismo todavía no ha acabado su trabajo. La ansiedad y el malestar, pero también la euforia y la risa, representan zonas de resistencia a esta supuesta desterritorialización desbocada, pues refieren necesariamente a puntos desde los que se juzga y caracteriza el proceso de desintegración en sí. Sin embargo, si somos verdaderamente consecuentes con el análisis este proceso de disolución de lo humano del capital, nos daremos cuenta que la reacción emocional natural es más bien ninguna reacción. La desintegración solo es completa en la ausencia total de reacción. No hay marco normativo posible desde el que quepa juicio ni reacción ninguna frente a la disolución total y final de todo marco unificador de sentido del mundo. Si el ser humano ha muerto, ¿quién queda después de la extinción para entonar un lamento? Ni llanto, ni jolgorio, ni risa: solo hay silencio.
La sociedad de la indolencia. La experiencia urbana según Georg Simmel.
La indolencia es la consecuencia lógica del proceso de disolución de lo humano: la nula reacción frente a la desintegración de todo sentido y valor. Para expresar esta idea quiero recuperar dos fragmentos del ensayo de Georg Simmel sobre la vida en la ciudad, especialmente sobre el efecto de desvalorización del dinero.
“La esencia de la indolencia es el embotamiento frente a las diferencias de las cosas […] la significación y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, las cosas mismas, son sentidas como nulas. […] Este sentimiento anímico es el fiel reflejo subjetivo de la economía monetaria completamente triunfante.”
…fenómeno adaptativo de la indolencia, en el que los nervios descubren su última posibilidad de ajustarse a los contenidos y a la forma de vida de la gran ciudad en el hecho de negarse a reaccionar frente a ella; el automantenimiento de ciertas naturalezas al precio de desvalorizar todo el mundo objetivo, lo que al final desmorona inevitablemente la propia personalidad en un sentimiento de igual desvalorización.
Para la sociedad de la indolencia todo carece de valor, incluso la propia vida. Algo así como un sentido que unifique los distintos momentos de la experiencia individual, o que ponga en conexión las diferentes realidades sociales en una imagen nítida y precisa, es algo que se ha perdido para siempre. La imagen del fin de lo humano no es aquí por lo tanto ni la de la tragedia, ni la de la comedia, ni la de conflagración apocalíptica, es más bien un escenario melancólico, nostálgico, pero ni si quiera eso: es una imagen en blanco, un auténtico vacío, en la definición más literal del mismo.
En esta imagen el ser humano es un juguete viejo, abandonado y apisonado por la megamáquina capitalista de tentáculos burocráticos que él ha creado pero frente a la cual él es impotente, insignificante pero, sobretodo, absolutamente indiferente. La megamáquina le sobrevivirá y no habrá nada que pueda hacer al respecto. Esta muerte no tiene por qué ser violenta, es más la desaparición, la disolución, indolora y paulatina, pacífica, como un olvido, en un mundo de insignificancia y desapego absoluto. No es la aniquilación despiadada de lo humano, sino su eutanasia: su desaparición para hacer paso a algo diferente, un escenario futuro en el cual no tiene cabida nada que sea reconocible como humano.
Se trata de la constatación de que la disolución de lo humano impide ninguna reacción humana posible. Esta imagen es la que he tratado de capturar con la idea de una muerte inútil. Cuando digo inútil no pretendo hacerme con ninguna carga valorativa que usualmente vemos que acompaña al término útil. Pretendo, al contrario, señalar la total ausencia de cualquier carga valorativa. Esta muerte es inútil porque es incapaz de subordinarse a ningún valor extrínseco o superior, ni si quiera a un recuerdo vago de nada parecido a ello. No puede funcionar como tragedia para un espíritu melancólico ni heroico, ni como angustia para los aprehensivos, ni como comedia para los cínicos, ni siquiera como celebración para los apocalípticos. No puede funcionar de ninguna manera dentro de ningún esquema humano. El fin es verdaderamente definitivo, completo y absoluto, cuando no queda nada que decir del mismo, pues la total disolución de todo lo conocido viene consecuentemente acompañada de la disolución de cualquier lugar desde donde decir nada al respecto.
No trataré, como hace Simmel, de defender que esta sea la condición primordial de nuestro tiempo. Sin embargo, sí que creo que es la consecuencia natural que se desprende de los procesos de disolución, desintegración y equiparación normativa que todos los teóricos que he ido enumerando describen, de una manera u otra, que vienen siendo operadas en las sociedades capitalistas. Si esta desintegración es ya efectiva y total y si no queda alternativa al capital (si, al fin y al cabo, el tiempo está aliado con este proceso) son posibilidades que ahora mismo no me interesa discutir. Al fin y al cabo, la idea de una reacción natural presupone algo así como una naturaleza humana como objeto paciente de esta transformación.
Sin tratar por tanto de realizar consideraciones antropológicas o históricas, que serían de gran interés pero que exceden mi cometido aquí, lo que trato de plantear es una consideración conceptual. Lo que quiero poner de relevancia es que la reacción sentimental que lógicamente se sigue de la realización final de esta muerte de lo humano es la indolencia, la indiferencia absoluta, la ausencia total de reacción. El vacío definitivo.
Preferiría no hacerlo. Bartleby y David Foster Wallace
Además, la idea de una muerte inútil puede observarse en numerosas producciones culturales desde el inicio del proceso de industralización, generalmente presentada bajo la figura del mal, como la terrorífica posibilidad final no ya de que la muerte de lo humano, sino de que esa muerte no sea de ninguna importancia. El marco normativo presupuesto de estas producciones suele ser en referencia a una valoración de esta muerte inútil en sí, pero aquello que se teme es precisamente que podamos dejarnos morir sin temer la muerte, sin tener ningún tipo de reacción frente a la muerte. Me siento tentado a decir que no hay otro personaje de la literatura universal que represente mejor la idea de una muerte inútil que Bartebly.
Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni siquiera un ápice de agitación. Si hubiera habido en su actitud el más mínimo atisbo de incomodidad, enfado, impaciencia o impertinencia, en otras palabras, si hubiera habido en él algo normal y humano, lo habría despedido de mi negocio de forma violenta, sin duda alguna.
Bartleby es la personificación de la indolencia. Lo que el narrador del relato de Melville percibe como terrorífico en Bartleby no es tan solo su negación absoluta ante todo encargo, su decidida predisposición a dejarse morir de pura inoperancia, sino su aparente experimentación de este abandono de forma tranquila y sosegada, indiferente, desprovista de cualquier emoción. No hay nada humano en Bartleby. De haberlo la reacción del narrador hubiera sido natural, podría haber entablado una disputa con su subordinado y haberlo despedido en un gesto que, a pesar de ser violento, sería inteligible para ambos. Pero el narrador reconoce que para Bartleby no hay nada inteligible. Bartleby no es capaz de reconocer nada, ni siquiera es capaz de vivir con malestar ni fricción su abandono existencial. El narrador de Melville todavía habla desde un marco normativo, pues experimenta la actitud de Bartleby con una fuerte angustia y desazón. Sin embargo, lo que le aterroriza en sobremedida es la ausencia total de reacción sentimental en Bartleby: la profunda vacuidad de su actitud, su indolencia definitiva.
La posibilidad de la muerte de lo humano como una muerte vacía de la que no cabe decir nada significativo está, en mi opinión, cada vez más presente en la cultura contemporánea. En películas como Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) o la miniserie Maniac (Cary Fukunaga, 2018) se respira una cierta atmósfera de melancolía pero, sobretodo, de impotencia y anhedonia. El sujeto contemporáneo no son es ya el protagonista de una tragedia ni adquiere el poder simbólico de la víctima, sino que transita por una vida depresiva con total aceptación de que el mundo que viene no es el suyo, y no queda demasiado que hacer al respecto. La depresión no es la exacerbación del sentimiento de tristeza sino, por el contrario, la percepción global de que no queda nada significativo ni de valor en el mundo. Relacionando el fenómeno de la depresión con la asunción de que no existe alternativa al capitalismo, Mark Fisher apunta cómo la depresión se presenta como “necesaria e interminable” y no como “anormal o patológica”, y se basa en “en la seguridad de que toda acción es inútil y de que detrás de la apariencia de la virtud solo hay venalidad”. La depresión por tanto señala también fatalidad, la alianza final del tiempo con el capitalismo. La experiencia de la misma no es sin embargo trágica ni sublime, sino de parálisis del sentimiento.
Es representativo incluso observar cómo se ha desarrollado el drama de la rebelión de las máquinas en las últimas décadas. Ya he apuntado brevemente más arriba en qué medida la idea de la disolución de la condición humana y de las formas tradicionales de socialización en los procesos demenciales y acelerados del capitalismo se transfigura con frecuencia en la idea de la integración cybog, o más comúnmente en la ficción en la derrota final del hombre contra la máquina. Pero es interesante señalar el contraste que cómo aparece este paso de lo humano a lo robótico en una película como Terminator (James Cameron, 1984), donde esta lucha final es representada como una confrontación existencial de fuerzas antagónicas en una batalla épica final (en la vena del imaginario de Land), y una película más cercana a nuestros días como es Her (Spike Jonze, 2013), en la cual el ser humano no imagina su obsolescencia en la forma de una lucha gloriosa contra la máquina sino como la humillación condescendiente de una amante  digital que le abandona por su impotencia esencial. El ser humano no desaparece para dar paso al ser maquínico en la forma de un drama que posibilita una reacción de supervivencia, aunque esta esté condenada desde el principio, sino como un abandono sentimental que no permite apelación ninguna, tan solo la aceptación silenciosa.
En todo caso, uno de los autores que más expresivamente se veía aterrado por la indolencia fue David Foster Wallace. Este intento de retratar la anhedonia y practicar, dentro de lo posible, su exorcismo, es un elemento fundamental de obras como La broma infinita y Extinción, pero puede observarse que llegó a convertirse en una verdadera obsesión en su obra final inacabada, El rey pálido. En un momento en el que la ironía y la mordacidad componían el tono general de la literatura de autor de su época, Foster Wallace sabía que la descripción de la desintegración de su sociedad no podía quedarse en un mero gesto de distanciamiento cínico.
En épocas oscuras, el arte aceptable sería aquel que localiza y efectúa una reanimación cardiopulmonar sobre aquellos elementos mágicos y humanos todavía vivos y resplandecientes a pesar de la oscuridad de los tiempos. La ficción realmente buena podría tener una cosmovisión tan oscura como quisiera, aunque encontraría el modo de representar ese mundo oscuro y de iluminar las posibilidad de estar vivo y ser humano en él.
La composición narrativa de El rey pálido es prácticamente una reproducción literal de esta declaración, pero el escenario de decadencia que se presenta, su cosmovisión oscura, no es la de una desintegración violenta o una disolución descarnada de los seres humanos en las fauces del capital. Por el contrario, los documentos recuperados de El rey pálido componen una maraña de escenas de la anodina vida un conjunto indiferenciado de oficinistas, atascos interminables, tránsitos tediosos por los aeropuertos, apagadas escenas de ocio comercializado, descripciones maximalistas de escenarios higienizados y biografías insípidas. Es el escenario agobiante, literalmente apisonado por montañas de papeles, de la sociedad de la indolencia, la inexistencia más absoluta de elementos que den sentido o coherencia a algo parecido a una trama, un drama reconocible o un conflicto en términos humano (todos los enredos son cuestiones administrativas, peleas invisibles entre facciones impersonales por la orientación de la racionalidad burocrática de la institución).
Tan solo mediante una atenta lectura que mantenga la concentración a través de capas y más capas de vacío e indiferenciación se pueden encontrar, escondidas entre los pliegues de la vacuidad y la frialdad del texto, en alusiones veladas escondidas entre párrafos y descripciones que se extienden durante páginas y páginas, extraños detalles sobrenaturales que sobrevienen al elenco de personajes como diminutos y efímeros momentos de magia en un océano de ruido de fondo. Son pedacitos perdidos de humanidad, “elementos mágicos y humanos todavía vivos y resplandecientes”.
Estos detalles sobrenaturales, en su mayoría absolutamente absurdos, inútiles o incluso invisibles para sus propios portadores, se aparecen como fragmentos enigmáticos de un artefacto de una arcaica civilización cuyos sentido o valor solo podrían desentrañarlo los ojos de seres que desaparecieron hace mucho tiempo. Y la concentración, la habilidad necesaria para identificar estos pedacitos de humanidad en la novela, es en sí un motivo fundamental de la historia: un personaje, cuando se concentra mucho, levita levemente, casi imperceptiblemente, unos centímetros por encima de su silla de oficinista.
El drama final de Foster Wallace era la percepción no de que había algo fundamentalmente mal en la sociedad contemporánea, sino de la posibilidad de que ello nos diera más bien igual. No se trata tanto de señalar con angustia que las claves estructurales de sentido se están perdiendo, y que el caos y el absurdo de la existencia individual y colectiva son las únicas normas de la sociedad contemporánea. Se trata de ir más lejos e identificar que la verdadera fuente del terror ante tal situación sería el hecho de que no parece que haya nadie esté aterrado. No es posible reaccionar ante la desintegración de todos los valores con angustia o lamento, pero tampoco con euforia o risa, si no se acepta aún la herencia con algún valor. Lo paradójico es la inquietud ante la posibilidad de que nadie esté inquieto ante tal panorama.
La idea de una muerte inútil
Es interesante señalar cómo el drama de la indolencia se vive principalmente, en el caso de Foster Wallace y no solo, en el ámbito del trabajo. Benjamin Noys ha argumentado, con reconocible solidez, que el problema del aceleracionismo landiano radica en la fantasía de una integración sin fricciones en el régimen de trabajo capitalista. La idea de la muerte de lo humano en las fauces del Capital fácilmente puede entenderse como un epifenómeno ideológico al problema del trabajo. La propuesta de Noys, sin embargo, recaería en el miserabilismo trascendental al tratar de poner en valor la fricción misma, afirmando que nunca se podrá reducir. La idea general de este trabajo es, por el contrario, que lo que verdaderamente aterra a estos autores es que esta integración verdaderamente pueda darse sin fricción.
En todo caso, la idea de una muerte inútil es la fibra del “malestar” que he tratado de delimitar aquí. Como ya dije al comienzo y creo que ha quedado claro, “malestar” es un término inadecuado para señalarla, pues, en todo caso, las demostraciones de inquietud que creo que más acertadas se ha mostrado al entender la posibilidad de la muerte inútil con aquellas que aciertan a ver que el proceso de desintegración de las sociedades capitalistas conduce, en muchas ocasiones, a la inexistencia de malestar al respecto. La inexistencia, en todo caso, de reacción emotiva alguna. Sobre la utilidad en sí misma o la conveniencia del eje afectivo para el debate de la filosofía y la crítica artística contemporánea, cuya importancia como clave de lectura cultural no creo que esté justamente caracterizada por nadie que yo haya leído, no me detendré ahora mismo. Me limitaré a concluir admitiendo, aunque pueda resultar irónico hacerlo, una provisional indiferencia personal al respecto.
Referencias:
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Deleuze, Gilles. La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas 1953-1974. Valencia: Pre-textos, 2005.
Fisher, Mark. Realismo capitalista. Buenos Aires: Caja Negra, 2016.
Han, Byun-Chul. La sociedad del cansancio. : Herder. ¿¿??
Nick Land, “A quick-and-dirty introduction to accelerationism,” Jacobite, https://jacobitemag.com/2017/05/25/a-quick-and-dirty-introduction-to-accelerationism/
Land, Nick. “Crítica al miserabilismo trascendental,” en Aceleracionismo: estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, comps. Armen Avanessian y Mauro Reis. Buenos Aires: Caja Negra, 2017.
Lyotard, Jean-François. Economía libidinal. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1990.
Meville, Herman. Bartleby, el escribiente. Madrid: Espasa, 2012.
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Shaviro, Steven. “Estética aceleracionista: ineficiencia necesaria en tiempos de subsunción real,” en Aceleracionismo: estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, comps. Armen Avanessian y Mauro Reis. Buenos Aires: Caja Negra, 2017.
Simmel, Georg. “La grandes urbes y la vida del espíritu”. No he logrado encontrar la referencia bibliográfica precisa a este texto.
Steiner, George, En el castillo de Barba Azul. Barcelona: Gedisa, 2001.
Virilio, Paul. Velocidad y política. Buenos Aires: La marca, 2006.
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pepetesoro · 4 years
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DAGON
Sangre, tentáculos y una secta gallega del mar
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Si gustas de chapotear en las turbias aguas del cine de serie B y la ficción especulativa más underground y tosca, de vez en cuando te encontrarás con un ejemplo tan exageradamente cómico y extravagante que logrará con igual éxito saciar tu incansable de sed de rarezas y surrealismo gore mientras que te hace avergonzarte un poco de tu propio paladar. Tú, que te las haces de intelectual viendo películas de John Carpenter, no puedes evitar sospechar ante el descabellado surrealismo de estos ejemplos que cualquier interpretación o conclusión reflexiva que trates de sacar probablemente no sea más que una pantomima intelectualizante para justificar un gusto desviado por la violencia satánica y probablemente también una repugnante atracción erótica sadomasoquista por el pescado. Dagon: la secta del mar (Stuart Gordon, 2001), es uno de esos ejemplos.
Basada en la novela corta de Lovecraft La sombra sobre Innsmouth, la película narra las peripecias de una pareja de norteamericanos que naufragan en un pueblo gallego (la infame Innsmouth, transformada en Imboca), donde una secta de adoradores de un dios marítimo, en pleno proceso de transformación en criaturas acuáticas de piel grisácea y viscosa, se entretienen despellejando a sus víctimas masculinas, mientras que a las mujeres las ofrecen como esclavas sexuales a su perversa deidad abisal. La película, sencillamente, lo tiene todo: aldeanos contrahechos persiguiendo a un americano pánfilo gritando en gallego, multitud de órganos y viscosidades moluscas y escenas explícitas de desollamiento y tortura. Dagon tampoco tiene ningún problema en merodear los siniestros pantanos del erotismo más pulp, profano y kinki, como en una escena donde Bárbara, la “novia sexy” de Paul, el protagonista, cuelga sobre un pozo infernal desnuda, encadenada y embadurnada en sangre, a punto de ser violada por nuestro temido Dagon o, de una forma mucho más interesante, en el papel de Uxía (interpretado por una escalofriante Macarena Gómez), la pálida y joven suma sacerdotisa de la secta, con dos enormes tentáculos en lugar de piernas y una maníatica obsesión romántica con Paul.
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Es fácil predecir que este exagerado festival de sangre y body-horror puede es demasiado explícito y absurdo incluso para los amantes de este horror histriónico, pero si disfrutas de Dagon con la inocencia de un niño (como me ha ocurrido a mí), quizás llegues a pensar que has desarrollado un gusto bastante pasado por ese histrionismo y esa exageración. Solo por este sentimiento de que hay algo mal en ti si disfrutas con este festín de sangre y oscuridad Dagon puede resultar interesante, pues nos conduce a oponer la ampliamente recogida idea de lo que es meramente “efectista”, el artificio por el artificio, lo violento y lo sospechosamente machista y xenófobo, que no esconde una enseñanza ulterior ni una razón profunda a su fabulosa doctrina del shock por el shock, debe ser por ello una arte degenerado e inservible, con la contradictoria impresión que tales consideraciones sobre la ficción apestan un poquito a moralismo gruñón y condescendente. ¿Hay algo de inútil, o quizás directamente de malo, en el disfrute irreflexivo con tan degenerada explosión de rarezas? ¿O es, por el contrario, hipócrita, creer que la violencia y la sexualidad han de ser redimidas por una explicación intelectual que les dote de un sellito de validez cultural y que es no es aceptable disfrutarlas por lo que son, y ya?
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Quiero pensar a la vez que nuestra cultura, nuestra ficción y nuestro cine están habitualmente plagados de una superficialidad y una banalidad perniciosas y narcotizantes. Quiero pensar también que uno de los peores destinos del análisis cultural es volverse un mero ejercicio de regañina moralista. Quiero pensar, por último, que ambas cosas pueden ser ciertas a la vez. Y, pese a todo, me atrevería a decir que Dagon guarda una o dos ideas muy interesantes, aunque no creo ni pretendo que sean justificaciones intelectuales de nada. En primer lugar, está presente en ella la común asociación del aislamiento social y la pobreza material con lo demoníaco y lo desconocido, algo de lo que ya escribí en algún otro momento.
En segundo lugar, me complace mucho ver en Dagon una subversión del tropo común en la ficción de terror y de ciencia ficción (cuyo ejemplo más clásico quizás sea Solaris, de Stanislaw Lem) en el que, enfrentados a aquello que nos es ajeno y desconocido, no somos capaces más que reducirlo a nuestras propias categorías antropomórficas e imperfectas y, por lo tanto, no existe un genuino contacto con lo Otro, donde siempre nos encontraremos a nosotros mismos. Al final de Dagon, en cambio (spoilers por aquí), descubrimos que la identidad de Paul, nuestro protagonista, es en realidad la de Pablo Cambarro, heredero directo de la nobleza molusca de la secta. Paul ha descendido a los infiernos solo para descubrir que todo lo que ha hecho ha sido volver a casa. Quizás, entonces, con el contacto directo con lo Otro, lo que hagamos no sea descubrirnos a nosotros mismos, sino descubrir lo que ha habido desde el principio de lo Otro, de lo perverso y lo oscuro, en nosotros. Que el alien no éramos nosotros, sino que nosotros habíamos sido siempre el alien. O, en otras palabras, que quizás no haya tanta diferencia entre el morboso romance subacuático final de Paul con Uxía, su consorte sirena, con esa retorcida atracción, irresistible y enfermiza, por el cine más turbio y efectista, más sangriento, viscoso e irreverente, del cuál algunos hemos caído presas. 
También he escrito sobre violencia y cine de serie B por aquí:
-Sobre el comentario social del cine de serie B
-Sobre la pregunta por la violencia en el cine
-Sobre la fuerza de la venganza en Mandy
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pepetesoro · 5 years
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“I’m doing my part!”: La ciencia ficción espacial bajo una perspectiva de clase
Una nueva clase obrera espacial
Corre la broma entre los aficionados a la película Armageddon (Michael Bay, 1998) de lo absurdo que suena que el gobierno estadounidense entrene a perforadores para ir al espacio en lugar de enseñar a perforar a astronautas. Ben Affleck cuenta que le preguntó directamente a Michael Bay por esta inconsistencia y, que este le contestó con un sencillo “shut the fuck up”. Es posible que Michael Bay no sea el intelectual más reputado de Hollywood, pero cabe reconocer que, al imbuir su película sobre asteroides y naves espaciales de obreros brabucones casi descamisados, no estaba demasiado lejos de una tendencia real del cine de ciencia ficción de su época. Es curioso observar cómo el drama espacial de los años 80 y 90, especialmente centrado en torno a tripulaciones de naves espaciales o soldados interplanetarios, abandonó los trajes de colores brillantes de Star Trek y la caballería pseudomedieval de Star Wars para desplazar a los protagonistas de sus ficciones a algo así como un romanticismo de clase, donde los astronautas son unos trabajadores más.
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GIF: Starship Troopers (1998)
Estoy hablando de películas como Alien (Ridley Scott, 1979) y muy señaladamente Aliens (James Cameron, 1986), pero también la satírica Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1997) y la terrorífica Event Horizon (Paul W. S. Anderson, 1997), así como la fantástica y míticamente cancelada serie de Joss Whedom Firefly (2002-2003); una lista a la que podría completarse, aunque con matices, con sus herederos más actuales, desde Interstellar (Christopher Nolan, 2014) y toda la nueva saga de entregas de Alien de Ridley Scott. Lo que tienen en común todas estas películas, además de ser todas ellas epopeyas espaciales, es el registro de la tripulación de una nave espacial como un grupo imperfecto de antihéroes de clase, cargados de sabiduría popular, fanfarronería romántica, cigarrillos, pósters pornográficos y una gran profesionalidad en su trabajo. 
Espacio exterior e ideología
Un post como este tiene que reconocer que, si hay un subgénero que ha sido explotado en busca de reflejos ideológicos y metáforas de todo tipo, ha sido precisamente el subgénero de “cine espacial”, mucho más incluso que la ciencia ficción en general, ya sometida a un constante escrutinio ideológico casi sistemático. No cabe aquí, sin embargo, preguntarse por esta idiosincrasia, aunque sí comentar cómo el género espacial se ha encontrado ligado siempre a un discurso general de unidad y armonía humana frente a un exterior peligroso e inestable, simbolizada mejor que nada por la profundamente ideológica imagen del globo terráqueo en la inmensidad del espacio exterior. Esta idea de hermandad y solidaridad internacional ante el noble y superior objetivo de la exploración espacial supone un blanqueamiento claro de la situación conflictiva y agónica de una sociedad global sistemáticamente organizada en torno a la explotación y la miseria de clases populares y naciones enteras. El ejercicio más descarado y evidente de este relato ideológico es el de una de las más infames escenas de Armageddon, donde habitantes de todo el globo tornan a los cielos con miradas de agradecimiento ante su Supremo Salvador, los Estados Unidos de América. La escena (y, en el fondo, la película entera) es tan desvergonzada en su mensaje que casi provoca un disfrute aceleracionista frente a los más intelectualizantes y metafísicos envoltorios de la misma mierda (Véase: Interstellar).
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Foto: nuestros queridos perforadores en Armageddon
Pero lo que me interesa ahora es la representación concreta de la idea de clase en este género, que no ha sido la misma siempre, y que tiene un desarrollo por el que cabe preguntarse. A partir de los años 80, los astronautas, aunque siguen siendo los inciertos héroes homéricos de nuestra era, que encumbran y proyectan las virtudes morales de un colectivo (en este caso, vagamente, “la humanidad”) en una lucha épica contra un exterior inexplorado, ya no son caballeros de armadura prístina o científicos de virtud pulcra y respeto por la normativa corporativa de turno, sino incorregibles trabajadores de mono, que mascan chicle y beben café, tipos corrientes y prescindibles, que visten las virtudes ideológicamente proyectadas sobre la clase obrera: camaradería, romanticismo familiar, código de honor y profesionalidad, ya sea reparar las cañerías de una nave espacial o reducir reptiles espaciales a montañas humeantes de baba. Quizás no exista una expresión más evidente que la mítica escena de la Teniente Ripley desmembrando a la reina de los xenomorfos nada más y nada menos que con un exo-esqueleto montacargas en Aliens. En tanto que el género espacial está inextracablemente marcado por su relación con el ascenso del complejo industrial-militar estadounidense, este romanticismo de clase aparece representado en múltiples ocasiones (sea esta yuxtaposición más o menos paródica) con los tropos del cine bélico: el ejército como ascensor social y como realización personal del valor de las clases populares, mediante el trabajo más físicamente exigente que existe (hasta requerir tu propia vida). Este es el caso más evidente de Starship Troopers (de una gran genialidad sardónica) y de Aliens (de un populismo bélico de clase más ambiguo). Es bien sabido que son los pobres los que siempre van a la guerra. No es tan absurdo pensar que serán ellos también los que vayan al espacio.
Realismo capitalista, historia lineal e historia de la emancipación
En todo caso cabe preguntarse qué nos dice de la historia y del conflicto de clase esta representación de los “astronautas obreros” como unas nuevas clases proletarias del espacio exterior, sin pretender resolver la cuestión de por qué el cine ha de decirnos algo, o si acaso es que alguna vez escuchamos. Creo que puede darse el argumento, y no creo que sea necesariamente erróneo, que este estereotipo reflejo el realismo capitalista del que habla Fisher y que resulta, todavía hoy, una de las herramientas interpretativas con mayor poder explicativo de nuestra era: el capitalismo es ineludible, imparable y omnipresente como una fuerza natural, es en sí una fuerza natural más, y por mucho que el desarrollo tecnológico y científico nos conduzca hasta las puertas de la próxima frontera, el espacio (o la que sea), por mucho que avance la historia de la humanidad, el capitalismo y las desigualdades de clase pervivirán y seguirán ahí como la certeza metafísica de la misma sociedad humana. Siempre habrá alguien que tenga que pagar el pato. La desigualdades nunca acabarán, ni aunque nos encontremos viajando por el espacio. No es posible imaginar un futuro distinto al presente capitalista, y lo más lógico sería pensar que, cuando el viaje espacial o el combate contra los alienígenas se generalice, aquellos encargados de trabajar con la dura carga material y la industrialización sistémica de otro sistema más en los intestinos del Capital, serán los curritos de siempre, los obreros de turno, los perdedores eternos de la historia.
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Pero quiero pensar que cabe encontrar un mensaje más optimista, o si cabe más radical, en esta representación de la clase en el espacio exterior. Esta constatación de que el capitalismo, y con él las desigualdades de clase, pervivirán más allá de los más complejos avances tecnológicos que somos capaces de imaginar, dentro de los parámetros de nuestra historia futura cercana (el futuro que, en definitiva, más nos importa, y con razón). Y es que este desligamiento entre el desarrollo tecnológico y el transcurso de la historia, por un lado, y el mejoramiento del ser humano, tanto en su faceta colectiva como individual, tanto en sus aspectos espirituales como, mucho más importante, en sus necesidades materiales y su independencia del trabajo físico y manual; este desligamiento es capaz también de minar y deteriorar la hasta hoy en día fortísima asociación entre el desarrollo de la tecnología y el camino asintótico de la historia hacia lo mejor con el mejoramiento del ser humano, como son las promesas transhumanistas de trascendencia de la materialidad del propio cuerpo, pero también las narrativas utópicas de la extracción incansable de recursos y de la bondad y bienestar generalizado.
Que los pobres pervivan en el futuro no significa necesariamente que las estructuras de clase son inamovibles y eternas, sino quizás nos empuja a desconfiar del transcurso de los acontecimientos por sí solos, y del progreso supuestamente necesario e imparable de la tecnología, como promesas falsas de liberación y trascendencia. Nos ayudan a recordar que una cosa es la historia humana de sus medios de explotación y transformación del medio, la historia del desplazamiento constante de la frontera, y otra cosa muy distinta es la historia humana de la emancipación. Esta es una historia siempre urgente, siempre pendiente pero siempre necesaria, que no tiene que ver quizás con la linealidad del progreso tecnológico o de la historicidad moderna, sino con un tiempo de ocasión y acontecimiento, de revolución, de mantenimiento perpetuo de la lucha y necesidad constante de tener en consideración, seria y radical, las profundas desigualdades de clase sobre las que se asientan nuestros sistemas de existencia, ya sea aquí, en la Luna, o en Marte.
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pepetesoro · 5 years
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TAKE SHELTER
Escatologías del Capital
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Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) resulta desconcertante en dos momentos distintos. El primero se encuentra al descubrir que, al contrario de lo que los trailers y la campaña de marketing de la película trata de indicar, no estamos frente a un espeluznante thriller sobrenatural donde el conflicto fundamental de la trama se encuentra entre la indecisión sobre si la paranoia catastrófica de su protagonista, Curtis, que cree que se avecina una terrible tormenta que arrasará con todo, es reflejo de su locura clínica o de un augurio real. Pronto la película se revela como un drama costumbrista sobre la descomposición mental y la locura, y no pare caber duda de que Curtis es, decididamente, un enfermo mental, y lo que nos importa saber es cómo su vulnerable familia trata con las consecuencias de su enfermedad. Hasta que llegamos al segundo momento de desconcierto de la película, en la misma escena final, donde la paranoia de Curtis se revela como un augurio cierto, y la tormenta se manifiesta tal y como él la predijo. Su mujer y su hija confirman la aparición: pueden ver la tormenta acercarse, escuchar los truenos, sentir la lluvia.
Tan solo estos bandazos genéricos hacen de Take Shelter una película algo especial. Enfrentamos a esta desconcertante escena final, no podemos sino vernos arrojado a una resolución forma del película en forma de indeterminación: o bien la alucinación de Curtis se ha desencadenado por completo y ha tomado control de su vida, o bien lo que juzgábamos como locura esquizofrénica era un mensaje distorsionado desde el futuro, una premonición espantosa que solo puede traducirse en el debilitado cerebro de Curtis en forma de una interferencia incomprensible, la proyección de intencionalidad homicida en su perro, en su mujer, un peligro espantoso que acecha a su vulnerable hija sorda. La película parecía situarse en lo primero, como un mero y repetitivo drama realista, pero con esa escena final nos sacude y nos desconcierta, y se burla de nuestro reconocimiento de las señales genéricas revelando que todo era, tal y como los trailers nos spoilearon, un thriller sobrenatural.
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Quiero pensar que esta turbulencia que somete Nichols a nuestros “receptores genéricos” habituales (es decir: a las estructuras que seguimos mentalmente para situarnos dentro de un género u otro), y especialmente al género del “realismo” o del “costumbrismo”, mucho menos muerto de lo que algunos anuncian, es un paralelo tanto a las erráticas visiones de Curtis como a los infructuosos intentos del mismo realismo por interpretar las extrañas circunstancias de nuestro tiempo y nuestras dificultosas coyunturas históricas. Es en los desatendidos márgenes y el invisible marco social de la historia donde se nos indica el oscuro objeto, más ominoso y estremecedor que la tormenta, que se cierne sobre nuestros protagonistas. Un inocente calendario, en la esquina de una escena, nos indica el nada casual año en el que transcurre nuestra historia: 2010. Las inciertas consecuencias de la Crisis financiera, desencadenada dos años antes, se proyectan como una sombra invisible por el supuestamente anodino escenario de la familia de Curtis: el laberíntico sistema de salud estadounidense, la decadencia del trabajo industrial y las promesas rotas de la familia de clase obrera, ejemplarizadas en las ensoñaciones que Sam, la mujer de Curtis, erige en torno a comprarse una nueva casa. “Estamos en un mal momento” deja caer, como si cualquier cosa, algún que otro personaje terciario.
Es curioso observar cómo la Crisis de 2008 no se ha registrado de forma demasiado explícita en la cultura occidental. Los únicos dramas exitosos que la han tomado a la crisis como contenido, como The Big Short (2015) o Marging Call (2011) lo han hecho en su dimensión puramente financiera y empresarial. Parecería que las destructivas consecuencias de la crisis en la vida cotidiana, familiar y laboral occidentales, y en general todo el sentido histórico de esta extraña era han quedado marginalizados a las casuales señales que observan Toscano y Kinkle en The Girlfriend Experience (2009) o en las retransmisiones televisivas de los discursos de Obama, desde un rincón de la escena en Killing Them Softly (2012). Una cuestión es la incapacidad de localizar y entender las causas y el sentido histórico de una crisis, otra cosa distinta es la imposibilidad que parece haberse extendido endémicamente por el cine y la ficción de nuestra época de si quiera de proyectar la Crisis económica de 2008 en forma de contexto histórico explícito del relato.
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No sé si estará en lo cierto o no, pero creo que la tesis fundamental de Take Shelter radica precisamente en esta incapacidad, la de un género antiguo pero aún tremendamente popular (el “realismo”, el “costumbrismo”) o como quiera llamarse, de captar la verdadera dimensión terrorífica y espeluznante de la decadencia y descomposición del sistema capitalista. Ahora la película puede verse como un sencillo thriller sobrenatural sobre una exterioridad irreconocible y espantosa que, mediante la figura del tornado catastrófico, es incapaz de establecer contacto con la psique humana sin condenar a esta a la demencia, como si nuestras reservas morales y psicológicas, como decía George Steiner, sencillamente fueran insuficientes para hacer frente a una nueva realidad ontológicamente inasimilable, amenazando con exterminarnos desde el futuro. Para Steiner, de forma poco disimulada, esta nueva realidad era el secularismo y la irreligiosidad de la sociedad moderna. Pero creo que no me equivoco si me limito a constatar que, al contrario que las catástrofes morales que auguran los conservadores como Steiner, es mucho más terrorífico, peligroso y mortal el desmoronamiento y completa destrucción de la infraestructura económica y material que nos ha mantenido vivos hasta ahora.
Decía Jameson (aunque la cita ha rebotado entre varios libros y autores) que es más difícil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Quizás el problema fundamental sea que, imaginativamente, un fin implica el otro: ambas realidades son la misma. Por ello creo que las aprehensiones escatológicas de Take Shelter tienen vida más allá de la Crisis de 2008, un momento de especial descomposición del sistema capitalista, traducido en el enraizamiento de la desigualdad y la precariedad y el deterioro de la “clase media” en todo el globo, que hoy en día no se ha revertido ni parece serlo. Take Shelter también habla de las amenazas apocalípticas de la crisis climática, la ominosa y anunciada, pero todavía incomprensible por muchos, autodestrucción y colapso final del sistema capitalista al encontrar su última frontera de acumulación de recursos. Incapaces de diferenciar los anuncios escatológicos del ecologismo de un milenarismo encendido y lunático, quizás no quede tanto tiempo para nuestro momento de revelación final donde comprobemos que estos supuestos delirios no eran más que el mensaje distorsionado, la interferencia incomprensible, de una catástrofe imposible de conceptualizar por nuestro débil sentido histórico y la corta imaginación de la nuestra industria cultural. ¿Y dónde cabría imaginar un refugio?
He escrito estas otras cosas sobre cine y el Fin del Mundo y el capitalismo:
-Sobre el fin del mundo como catástrofe moral en High-Rise
-Sobre Okja y el “capitalismo friendy”
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pepetesoro · 5 years
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A TOUCH OF SIN
Entender la violencia
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“¿Entiendes tu violencia?”. Son las ominosas últimas palabras pronunciadas en A Touch of Sin (Jia Zhangke, 2013), por el actor de un teatro tradicional frente al que Yu, una de los cuatro protagonistas de la película china, recibe un involuntario cuestionamiento final de la violencia que ha desatado y de la que ha sido víctima y de la que, creíamos, había encontrado redención en la remota provincia de Shanxi. No es ninguna pregunta casual, y es una que podría dirigirse al propio filme, que estructura toda su tensión, trama y desahogo en torno a la violencia, y que pretende, suponemos, hacernos entender algo a partir de todo ello. La violencia funciona, no cabe dudad de ello. Casi todos los días estamos expuestos a películas, series y todo tipo de contenido que encuentra en la exposición de la violencia y su administración por medio del drama, la acción, etc., su principal atractivo indiscutible o el medio fundamental de su mensaje. Pero, ¿cuál es ese mensaje? ¿Qué es lo que quiere decir toda esta violencia?
La tarea de dar respuesta a tal pregunta puede orientarse de la siguiente forma. En A Touch of Sin podemos ver en la crudeza y tenebrosidad de la sangre derramada, sin demasiada dificultad interpretativa, el retrato de la árida y apisonadora vida de la China moderna, donde el individuo se ve naturalmente derrotado por las fuerzas omnipotentes de la burocracia, las dinámicas invencibles del género, los designios infantiles del Capital y el capricho y la lujuria de los poderosos. En el desierto donde reina la ausencia radical de sentido y justicia, donde no hay forma en que la vida y la belleza se abran paso, la violencia explícita y directa (el gore, las armas de fuego, los asesinatos, el suicidio...) no es más que el emblema de la violencia material, de impotencia e indefensión, aislamiento, desesperación y abandono, que compone el tejido natural de la vida cotidiana del gigante asiático.
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No cabe duda de que tal lectura puede hacerse, y no seré yo quien la tilde de irrelevante o inadecuada. Probablemente sea la correcta. Sin embargo, no quiero detenerme en esa lectura. Quiero preguntarme, y avanzar en la medida de lo posible en la respuesta, por qué la violencia requiere de nosotros, con tanta fuerza e insistencia como parece de hacerlo, una lectura. Parecería que, por defecto, la representación de la violencia en el cine o en otro tipo de contenido conlleva necesariamente la interpelación por su sentido, por encontrar el referente del cual la brutalidad desplegada ante nosotros no es más que el signo. Parecería que la violencia no pueda quedarse sola, sin razón, sin explicación ulterior, sin justificación. Quizás sea una cuestión, por mucho que me rechine este vocabulario, meramente antropológica, y como seres vulnerables, débiles y susceptibles al dolor y al sufrimiento, respondemos frente a la violencia desatada con una búsqueda casi automática, “natural”, de alguna razón de lo que vemos, de la profunda injusticia frente a la que somos testigos. Así, cuando más desalmado y brutal se presente al acontecimiento violento, más enrevesadas y anguladas son las líneas de racionalización que somos capaces de dibujar.
Y, pese a todo, la violencia más inexplicable y desnuda sigue apareciendo frente a nuestros televisores. ¿Se trata de un placer culpable? ¿De un intento de hacernos ver que hasta la más cruda de las injusticias es susceptible a una explicación, por eso de que está en una película y hay gente que habla muy bien de ella y le ha dado premios? El problema es que creo que el cine no tiene mucho sentido, y que el mejor cine suele ser el que menos sentido tiene. El mejor cine, y en definitiva, la mejor ficción, suele ser aquella que nos sacude de nuestras creencias más asentadas, nos presenta frente al conflicto y a la tensión, nos apisona y nos agobia con la expresión del sinsentido, y no nos ofrece una resolución sencilla. Y no hay nada más crudo, más carente y desgastado de sentido, más desangelado y dejado a la intemperie y a la voluntad de los elementos que la violencia desnuda como la que vemos en A Touch of Sin. El arrebato homicida de una mujer frente a sus violadores. El insustancial suicidio de un joven trabajador. El asesinato múltiple de un pobre minero desesperado lo suficientemente inteligente para entender la profundidad de una injusticia pero no lo suficiente para desistir a tiempo. Ahora nos toca a nosotros tratar de entender la violencia. Pero, al contrario que otras cosas sin sentido, el imperativo de dar explicación al mal no es uno del que podamos sacudirnos. Es una tarea que, por muy imposible que parezca, no hay forma de evitar. No es como si nos hubiéramos cruzado frente a una inscripción de un idioma que no entendemos y pudiéramos darle la espalda con un encogimiento de hombros. Nos hemos cruzado frente a un cadáver, una vida terriblemente arrancada antes de tiempo, y los aldeanos del lugar nos increpan, encolerizados, para que demos con el culpable. Cualquier culpable. Pero uno.
He escrito estas otras cosas sobre cine y violencia:
-Sobre violencia y memoria en Waltz con Bashir
-Sobre Scorsese y la violencia cómic
-Sobre el Club de la Lucha y el mito del lobo en el sótano
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pepetesoro · 5 years
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HOLD THE DARK
El contenido social espontáneo del cine de serie B
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Son muchas las lecturas en clave social, desde las más acertadas a las más pretenciosas, que se han hecho del cine de serie B. Desde el cine de zombies como el retrato de la oscura amenaza del “otro” o las curiosa popularidad del cine de artes marciales entre las poblaciones afroamericanas empobrecidas en EEUU. Todo ello tiene interés, y contiene mucho bien y mucho peligro, y un comentario general al respecto está fuera de mi alcance en estos momentos. Por el contrario, me gustaría centrarme en un momento casi epifánico que tuve hace poco, en una tarde tonta de necesidad especial de desconexión vía Netflix, viendo la película por streaming de Jeffrey Wright Hold The Dark. La película es del terror y el suspense más palomiterio y chorra: rituales lupinos, fuerzas sobrenaturales, las oscuras potencias salvajes de la indomable naturaleza helada de la tundra de Alaska… Delicioso. Y de repente, entre todo este batiburrillo de romanticismo y ultraviolencia, se cuela un diálogo donde parecería que, por un momento, los escritores se vieron poseídos por un vago espíritu marxista.
Cuando el apuesto sheriff de la ciudad acude a la remota aldea en la Alaska rural donde se conduce la trama, siguiendo el rastro de la violencia y el asesinato, se acerca a un enigmático personaje pseudoindígena, aureolado de una agresividad bárbara, con la cruda misión de arrestarle. Por supuesto, el sheriff, representante de la moralidad y la civilización cosmopolita, se propone tratar de convencer al indígena, por vía del diálogo amable y pacífico, a que se entregue voluntariamente y evite un baño de sangre. El indígena, agraviado, parece consumido por la fatalidad de que tal violencia es inevitable. Furioso, le espeta al arrogante sheriff la indiferencia y desatención con la que su justicia civilizada ha tratado a la perdida comunidad de la aldea. Le echa en cara la falta de reacción de la policía ante el muerte de su hija pequeña, devorada por una manada de lobos, y ante la respuesta del sheriff, que le recuerda el esfuerzo de los funcionarios de la ciudad por proporcionarles cañerías, contesta con un elocuente: “oh, ahora queréis que la gente os de gracias por cagar en su casa”.
En apenas un minuto de diálogo, la película logra hilar los motivos del terror romántico de la naturaleza y los poderes innombrables de lo salvaje que consumen y arrastran a los desgraciados aldeanos con su pobre vida material, su condición de comunidad remota y marginal, abandonada por el gobierno, la justicia y la bonanza económica. Excluidos a las zonas inhóspitas y deprimidas de la infraestructua social, condenados a vivir en un combate infernal contra el frío y la intemperie, los meses enteros de noche, sin apoyo de las instituciones del gobierno, de las élites sociales, se anuda casi con naturalidad el surgimento de la mitología oscura y asesina, su entrega al dominio de la magia y las fuerzas terribles de las praderas heladas del mundo salvaje, indómito, más allá de la comprensión y el control humano. Como si fantasía brotase de la marginalidad, y las víctimas propicias de los espíritus oscuros de la naturaleza fueran, en definitiva, las víctimas de la desigualdad y la miseria.
Hold The Dark no es una película social, si es que acaso podemos operar de forma no problemática con esta categoría. Es una película de terror, de reactualización y repetición, quizás hasta el pastiche y la superficialidad, de una mitología romántica y colonial del nudo entre lo inhóspito y lo sobrenatural, adornado con una buena dosis de ultraviolencia para mantener viva la atención. Y, sin embargo, hasta en los inciertos caminos del cine de serie B se cuela la desgarrada voz de la marginalidad, el rostro reprimido de la pobreza, la exclusión y la hipocresía de las promesas materiales de la civilización. No por mucho tiempo, eso sí, hasta que el pseudoingínea en cuestión, nuestro violento maginal, agarra una ametralladora y se lía a tiros en una secuencia de acción de 15 minutos ininterrumpidos de deliciosa ultraviolencia. Gratificante es. Revolucionario, por desgracia, no.
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pepetesoro · 5 years
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MANDY
La desproporción de la venganza
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La narrativa de la venganza encuentra su mayor debilidad en el que es también principal atractivo. La venganza se nos presenta, intuitivamente, como el cometido de llevar a cabo por las propias manos una retribución proporcional a un agravio que hemos sufrido. Para ello, el relato de la venganza tiende a presentar tal agravio como un crimen de la mayor proporción, una pérdida absoluta e irrecuperable, una falta de tal profundidad y radicalidad que el mero hecho de imaginar aquella retribución que, de manera proporcional, pudiera pagar satisfactoriamente por el crimen cometido, se convierte en sí en un ejercicio condenado al fracaso. ¿Qué puede saciar de venganza a quién ha sufrido una pérdida irrecuperable? Si el relato es efectivo, el conflicto que lo conduce es entonces entre las dos consecuencias inmediatas de la insondable profundidad de la herida sufrida: el impulso imparable del vengador y la imposibilidad final de su satisfacción.
En la última pesadilla sangrienta de Panos Cosmatos, Mandy, la profundidad de la pérdida está conscientemente manufacturada a la perfección. La muerte de Mandy es horrible; su razón, el capricho de una secta de dementes. Abrigada por el ambiente tétrico y agobiante del lenguaje de la película, la pérdida se impregna de los colores de lo abismal y lo terrorífico. Es la premisa perfecta, natural, para el desencadenamiento (literal) del sendero sangriento de Red (Nicholas Cage), que deja por el camino de su ultraviolenta venganza víctimas por ballesta, hacha fantástica, motosierra, incluso por aplastamiento de cráneo. Todo ello rodeado de un aura ochentera, pulp, con tigres rugiendo al cielo estrellado y quads alejándose en la lejanía de paisajes entre alienígenas y post-apocalípticos. Delicioso, sí, pero sobretodo, en relación con su premisa, proporcionado.
El terror abismal y la pérdida irrecuperable del asesinato de Mandy justifica, en gran medida, el desmadre y la masacre que se desatan a continuación. Sin embargo, en tanto que el relato de cualquier ficción busca clausura (de algún tipo), la narrativa de la venganza busca retribución (algo que, desde un principio, se le había negado). Su ventaja se convierte así en su mayor defecto y solo los mejores maestros de la narrativa venganza han sabido encontrar la clausura de su relato, que suele pasar o bien por la demostración, y final asunción, del absurdo y el abismo que se abren bajo la evidencia de la futilidad de la propia venganza, o por un villano y una muerte del mismo lo suficientemente memorable como para poder cerrar la herida inclausurable, un clímax proporcional a lo desproporcionado (como en Kill Bill). Mandy, desgraciadamente, no cuenta con ninguna de las dos cosas. Lo mismo que justifica el divertido viaje sangriento, lo remite a la banalidad. Si la muerte de Mandy es una buena razón de la masacre vengativa, esta sin embargo no llega a ser más que una mala razón para el espectáculo angustioso de serie B que es la película.
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pepetesoro · 6 years
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HIGH RISE
Visiones de la catástrofe moral
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La catástrofe, más allá de la ficción, ha sido recurrentemente usada como un dispositivo para poner a prueba a la sociedad y la fuerza de los vínculos que la mantienen en pie. Según este uso, la catástrofe revelaría la verdadera naturaleza de la cohesión social (y, en definitiva, la naturaleza del hombre) al demostrar (o proponer) que, enfrentada a la necesidad extrema y la destrucción natural, la sociedad se descompone y se desintegra igual de rápido que los diques del Katrina (la catástrofe natural antecede a la catástrofe social: la desaparición de la cohesión, la imposición del más fuerte, el todos contra todos, el regreso violento al estado de naturaleza...) o bien resurge en su mejor versión (expresión de una solidaridad desmedida, bondad humana a chorro, actos supererogatorios por doquier...). Son las dos caras del drama postapocalíptico, que nos presentar facetas opuestas de lo humano. La primera ahonda en el pesimisto antropológico; la segunda, en el optimismo utópico. Lo más habitual es, sin embargo, la exposición melodramática de que, enfrentados a la catástrofe, unos seres humanos reaccionarían como lobos y otros como ángeles (en el vacío de la ley, afloran en igual medida la violencia desatada y la bondad más sincera). Esta postura, la más habitual, no está exenta tampoco de ideología. No sanciona el vínculo social como el muro de contención del conflicto ni como la prueba de la bondad natural humana, sino como su vacuidad: la sociedad da igual, lo importante es el individuo. En cada uno reside, a partes iguales, la posibilidad del bien y del mal, a expensas de cualquier vínculo colectivo.
Pero esta no es la catástrofe que me interesa aquí. Me interesa otra que, a la hora de tratar la catástrofe social (la desintegración de los vínculos sociales), no se hace cargo de la catástrofe natural, sino que la plantea como posible por sí sola. Alineada con el pesimismo antropológico antes descrito, señala también la posibilidad de la desintegración violenta de lo social, pero advierte que para ella no es necesaria ninguna causa externa: la semilla de la destrucción está dentro de la propia sociedad. No es una afirmación demasiado alejada de su premisa. Si el vínculo social es, al fin y al cabo, una estructura artificial precaria que hace posible la vida social de un ser humano que, desprovisto de esta estructura, se dejaría llevar por el torrente del instinto desmedido, la pura libido desatada, no es de extrañar que quizás no haga falta la eventualidad de una fuerte turbación externa para derrumbar ese vínculo social. Quizás, por el desarrollo mismo de las cosas, esa libido ingobernable reclame definitivamente su libertad desmedida, salga sin tapujos a la superficie y destrone para siempre esta vulnerable jaula de cristal a la que llamamos vida en sociedad. Esta creo que es la ideología primordial que está detrás de High Rise, la película distópica de 2015 basada en una novela de J.G Ballard.
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Esta idea (cuyo interés, más allá de su supuesta validez, he explorado en algún otro momento), no es más que la trasposición en el ámbito social y cultural de un esquema similar al respecto del individuo, cuyo evidente paradigma es el psicoanálisis. Groseramente, la psique individual, según este esquema, no es más que un efecto ficticio de superficie de una masa incontrolada de deseos y pulsiones insatisfacibles, inoportunos y contrarios a la vida en sociedad, una potencia caótica indecible que ha de ser convenientemente recluida en la inconsciencia para mantener la salud mental de un siempre precario ego. Por ello no es de extrañar que en una película como High-Rise el paralelismo entre la desintegración de la mente y de la sociedad corran en paralelo (el paralelismo es en ocasiones explícito, con alusiones directas a Freud o en la comparación entre el mapa geométrico del complejo arquitectónico donde transcurre la trama con un [“mapa psíquico”]). A medida que lo social cae en picado, la fuerza se convierte en la ley, los personajes solo parecen moverse en relación a sus más oscuros deseos: “sexo y paranoia”, como dice Laigh, su protagonista. Y la ininteligibilidad de lo social (la imposibilidad de entender los vínculos de solidaridad, pero también de oposición o de jerarquía) entre los distintos personajes está acompañada a una ininteligibilidad personal (la incapacidad de comprender cuáles son los intereses finales de los individuos, si es que las fronteras de lo individual no han quedado finalmente borradas).
Y por ello tampoco es de extrañar que el vehículo fundamental de expresión de la catástrofe es el punto de inserción privilegiado de lo pataológico-individual y lo patalógico-colectivo (es decir: el punto de contacto de ambas aplicaciones de la contraposición del fondo oscuro y la precaria superficialidad: la psicológica y la social). Este no es otro que lo moral, pero no lo moral entendido como ética, como el ajuste de la acción a leyes trascendentales de sanción entre lo “bueno” y lo “malo”; sino lo moral como lo que atañe a las costumbres, al mos, el protocolo, las “maneras”, los modales, the manners. La catástrofe es material, no acontece (aunque tiene sus consecuencias) en los aspectos materiales. No es la destrucción de al infraestructura social o del reparto de los recursos, es la desintegración, por el contrario, de los presupuestos de actuación de los unos frente a los otros en el contexto social (presupuestos de este ámbito de lo moral que se relajan, como entiende bien la película, en contextos lúdicos como la fiesta que empiezan a ser indistinguible con la lucha violenta abierta ¿Por la supervivencia? No, no hay intereses inteligibles). La imagen de lo social que nos devuelve High-rise no es, por lo tanto, similar a la epopeya distópica donde se pone en tensión a la naturaleza humana contra las eventualidades y turbulencias del exterior, sino que contiene, en su seno, el principio de su destrucción. El Fin de los Tiempos no es aquí el retrato de un evento histórico rompedor: es la locura colectiva, el descenso sin sentido al abismo la demencia desencadenada.
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pepetesoro · 6 years
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OKJA. Supercerdos y el capitalismo friendly
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¿Qué nos dice un supercerdo hecho con efectos especiales sobre la moralidad de comer animales? Alguno podría decir que nada: el hecho de que la película trate de explotar la sensibilidad que nos pueda provocar el vínculo de un animal surrealista digital y una niña coreana para transmitir un mensaje animalista es un indicativo del absurdo al que puede llegar el ser humano para aceptar una máxima que debería ser de sentido común. Pues bien, el ser humano es absurdo. Y si no te sentiste conmovido por la relación de este holograma cómico de hipopótamo con su dueña, tienes el corazón como un témpano de hielo y no sé qué haces aquí. Okja es una apariencia. Los supercerdos no existen fuera de la película. ¿Es verdaderamente tan estúpido como suena recordar estas obviedades?
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Quizás no, y eso es lo que Okja nos enseña. La película está atravesada, al fin y al cabo, por una guerra de las apariencias y la revuelta constante de lo real. Mirando, la corporación alimenticia que se presenta antagonista de la película, posibilita el vínculo sentimental entre Okja y Mija precisamente como parte de un dispositivo publicitario que asimile a la corporación la imagen de la preocupación por el medioambiente, por el bienestar ambiental y la conciencia sobre los peligros de la experimentación genética, es decir, que la traslade con un barniz eco-friendly al mercado de las imágenes global. Mientras tanto, la realidad el “proyecto supercerdo” mantiene todos los tropos de la perversidad corporativista. La trama de la película se juega sobre la revelación de al esencia oscura de la corporación tal su falsa careta de “capitalismo cool”.
La resistencia de lo real sacudiéndose bajo la paranoia reacción de la apariencia se deja ver en múltiples elementos de la película: el Dr. Johnny Wilcox, el personaje de Jake Gyllenhall, se desliza hacia la locura cuando su imagen, su potencial como marca de la corporación, se ve deteriorado y obsoleto (proceso que amenaza existencialmente al propio personaje). La motivación elemental de Lucy Mirando, directora de la compañía, está completamente cifrada en la manipulación de la imagen de su corporación (y la suya propia). La propia Okja está diseñada para ser directamente un engranaje de un mecanismo publicitario. Antes de revelar al mundo al supercerdo definitivo, flota sobre la lona que cubre a Okja lo que es literalmente una representación simbólica de la misma, una imagen, en forma de globo gigante amarillo. La misión del FLA, el grupo animalista, consiste en la destrucción de la imagen de Mirando proyectando las imágenes de la tortura animal que se da en sus laboratorios, mientras que literalmente destruyen el globo gigante del cerdo, la imagen de Okja como dispositivo publicitario.
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El conflicto general que se nos plantea constantemente es que los consumidores, aquellos dispuestos a comprar las salchichas de Okja, dejarán de hacerlo si pierden la confianza en la corporación por el deterioro de su apariencia como friendly. Sin embargo, cuando Lucy cede el mando a Nancy Mirando, esta nos deja claro que nada sustancial ha cambiado: “si es barato, seguirán comprando”. Lo cual conduce a la película a una conclusión doblemente pesimista: no sólo continuará el procesamiento inhumano (o incerduno) de carne de los supercerdos en una escena que se permite (y lo peor es que está legitimada a hacerlo) a trasponer al matadero de supercerdos la imagen del mal más absoluto de Occidente: el campo de concentración. Pero, además, parece querer decirnos, que aún destapando las prácticas abominables de la industria cárnica, nos comeríamos a Okja. La película, como destrucción de las apariencias, comenta sobre su propia impotencia: ¿a cuántos pretende convencer una película de cerdos de dejar de comer animales?
No pretendo realizar una aportación detallada sobre el debate de la industria cárnica. Quisiera, sin embargo, señalar como Okja es un buen ejemplo de por qué un animalismo centrado sencillamente en la destrucción de las apariencias de un capitalismo de imágenes puede resultar una estrategia imperfecta. En un sistema global donde las conexiones de nuestras acciones con la explotación y el sufrimiento pueden resultar inconmensurables, aplicar algo tan bizarro como una ética del consumidor puede resultar complejo para aquellos que, en la maraña de la causalidad capitalista, “si es barato, seguirán comprando”. La película, en el fondo, acaba mal, con la victoria simbólica de el retorno de la niña con su mascota en las montañas, pero la misión de los animalistas fracasa estrepitosamente y los supercerdos siguen siendo procesados mecánicamente en el matadero. El mundo, y los espectadores, ya conocen las atrocidades de Mirando. La careta se ha quita y, sin embargo, los engranajes siguen funcionando.
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pepetesoro · 6 years
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WALTZ WITH BASHIR. La guerra como un mal viaje
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Los acontecimientos más sangrientos de nuestra historia suponen una carga de dificultad especial a la hora de rememorarlos. La naturaleza difusa y en ocasiones inaccesible de estos hechos provocan con frecuencia diversas narraciones anómalas, lejanas de la reconstrucción objetiva, que entremezclan el testimonio con la ficción, la realidad con el sueño. La cuestión del valor de estas recolecciones distorsionadas no tiene solo que ver con su fidelidad poética o su capacidad de reparación, sino también con su poder de transformar nuestra prácticas actuales en relación con la violencia y la guerra de nuestro tiempo.
Fue Adorno quien dijo que la poesía no era posible después de Auschwitz. Lo que el filósofo alemán venía a indicar aquí era la futilidad y lo absurdo en la que había caído creación artística después del desencadenamiento del Holocausto, una tragedia de tal magnitud que ningún poema podía hacerle justicia. En su libro Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Slavoj Zizek corrige la famosa frase, afirmando que es más bien la prosa lo que es imposible después de Auschwitz. Zizek argumenta que es precisamente el acercamiento objetivo, la narración supuestamente trasparente, el ojo periodístico, lo que es incapaz de hacer justicia a los acontecimientos más terroríficos de nuestra historia, pues la violencia desatada provoca en estas experiencias distorsiones y perturbaciones a las que, en cambio, lo que precisamente puede hacerles justicia es el tono confuso y contradictorio de la poesía.
Curiosamente, las reconstrucciones de la violencia de características surrealistas y desprovistas de pretensión de objetividad y de marcos artísticos tradicionales se han convertido en elementos enormemente populares en nuestra producción cultural actual. Mi ejemplo favorito al respecto es Vals con Bashir, la película de animación que narra la experiencia de las masacres de Sabra y Chatila a través de la memoria fragmentada de un soldado israelí incapaz de asimilar la experiencia de su probable complicidad en los asesinatos en masa. Sin entrar a debatir si estas reconstrucciones “hacen justicia” (si es que acaso sabemos en qué consiste esto) o son productivas a la hora de conservar la memoria de un acontecimiento trágico o violento (si es que acaso sabemos argumentar con firmeza sobre la funcionalidad de la memoria, la idea de la reparación...) el caso es que siguen despertando la sensibilidad humana frente al desastre y la tragedia, llaman la atención frente a la siempre elusiva experiencia de la violencia mejor que lo que muchos documentales o reportajes periodísticos podrían haber hecho.
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Sin embargo, esta no es solo una explicación de que la naturaleza errática y distorsionada de la propia experiencia de la violencia sea la causa de que estas reconstrucciones sean más exitosas. Plantea también una pregunta acerca de cómo nos relacionamos con la violencia de nuestro tiempo, aquella que se sucede con la problemática de la posibilidad de nuestra complicidad (en igual ambigüedad que la del protagonista de Vals con Bashir). La excesiva estilización de la violencia, aunque sea con tintes humanistas y bienintencionados, puede conducir a un desacoplamiento subjetivo de la misma: como nuestra relación con la tragedia y la violencia es confusa y compleja, corremos el riesgo en acudir al recurso de la complejidad como una vía de escape de la responsabilidad, haciendo de la violencia un fenómeno similar a los procesos meteorológicos o maquínicos, desvinculados de la agencia humana y, en última instancia, de responsabilidad reconocible.
Nada de esto debe asustarnos. No se trata de culpabilizar la sensibilidad que en la guerra un escenario alucinatorio, porque hay mucha verdad en ella. No podemos quejarnos de que en ocasiones pensemos que el genocidio, el terrorismo o la masacre suponen atrocidades de tal magnitud que solo han podido ser fruto de máquinas desalmadas o extraterrestes diabólicos, el resultado de una abominable pesadilla, un espejismo terrorífico, un mal viaje. Sería de ser cínicos decir que todas estas reconstrucciones de la violencia, a la luz de la propia de naturaleza de la violencia más extrema, no están legitimadas. Sin embargo, hemos de tratar de evitar su instrumentalización por el propio cinismo: aquel sentido del discurso que esconde, tras la cortina de humo de la complejidad, un nihilismo destructivo acerca de las preguntas sobre agencia y responsabilidad humana en la violencia. Estas preguntas son evidentemente problemáticas, son fruto de distorsión y terror alucinatorio, pero son igualmente ineludibles.
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pepetesoro · 6 years
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Monstruos en la noche del machismo
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El horizonte de posibilidad que sugiere la construcción de una identidad femenina empoderada en el contexto del declive de la sociedad patriarcal esconde una pregunta que se discute con cierta ingenuidad y resulta más incómoda de lo que parece: qué significará ser hombre en un mundo feminista. El desmontaje de la identidad masculina corre el peligro de dar a luz a formas monstruosas y decadentes, en ocasiones peligrosas. Y estas nuevas formas nos arrojan a una pregunta tan aterradora como urgente: si es posible una masculinidad sin machismo.
Al acercarse a la Entrevistas breves de hombres repulsivos de David Foster Wallace, con poco que se conozca de la obra y la vida de su autor, se pueden tomar con facilidad sus pasajes de machismo manipulador, de escalofriante complejidad y frialdad, como intentos de maquillar con un barniz intelectual y sofisticado sus propios sentimientos y reflexiones deformados sobre las mujeres. De todas formas, de merecer Foster Wallace la etiqueta de misógino (un debate al que no entraré aquí), esto solo añadiría la honestidad al experimento que suponen las Entrevistas, no le restaría nada validez. Y digo experimento porque el propio Foster Wallace admitió que en eso se basaban esencialmente las Entrevistas, en investigaciones acerca de la posteridad de la identidad masculina en un mundo donde el feminismo sería hegemónico culturalmente, un futuro que él pensaba que se aproximaba. Y los resultados son sin duda preocupantes.
El interés de la imágenes de la masculinidad en las Entrevistas radica fundamentalmente en dos aspectos. El primero tiene que ver con la invisibilidad y la frialdad de esta nueva forma de machismo. Si el escenario en el que se dirime nuestra discusión pública y en el que se enmarcan las relaciones sociales han sido finalmente expurgadas de la preponderancia del papel del hombre sobre la mujer, solo un fanático incapaz de generalizar su práctica puede enarbolar un machismo recalcitrante y orgulloso, que va de cara. Pero el machismo dista de estar muerto cuando tan solo es desterrado. Entre las formas públicas de la candidez y la empatía, moldeándose con facilidad a los preceptos que marcan la puesta en valor (o incluso la sobrevaloración) de los valores asociados con la feminidad, el machismo puede pervivir como un monstruo invisible. Este machista del futuro se ajusta a la apariencia de un feminista, pero su misoginia precisamente es tan radical en tanto que es capaz de pervivir escondida.
Este nuevo machista no es un buen ciudadano, obediente y ejecutor de las instituciones patriarcales reinantes. Es más bien una figura contracultural (o al menos así se tiene a sí mismo), asimilando el pathos del terrorista solitario, del insurgente: como un combatiente infiltrado que esconde con celo y cuidado los peligros de su identidad secreta. La forma en la cual los personajes de las Entrevistas recuerdan a una cierta retórica “alt-right” es sin duda aterradora. Se perfila en nuestros días, aunque siempre ha estado latente, una nueva resurrección de la derecha disfraza de contracultura, enmascarada en subversión. Ahora bien, la potencialidad de estos peligros, sin lugar a dudas, es una cuestión a discutir. Sin duda está el caso de la deshonestidad: la asimilación al discurso del respeto y el consentimiento sigue siendo superficial mientras que esconda con profesionalidad escalofriante la instrumentalización y pura búsqueda de la satisfacción sexual unilateral. También hay que tener en cuenta, sin embargo, que estas subjetividades, en tanto que se fundan en el aislamiento y la clandestinidad, tienen pocas oportunidades de organizar discursos y verdaderos movimientos políticos públicos, si es verdad que han perdido ese espacio. Quizás la realidad es que nunca lo perdieron. Ahora bien, esta investigación supera mi objetivo en estos momentos.
El elemento que me despierta más la curiosidad frente a estas nuevas articulaciones del machismo es precisamente el segundo de los aspectos de estas identidades masculinas. Este consiste en aquellas consecuencias que se desprenden acerca de la idea misma de masculinidad. Estas nuevas formas de machismo expresan una resiliencia que puede atribuirse, si se quiere, a la historia milenaria de la preponderancia del hombre frente a la mujer o a su severa, extensa y flexible implantación social. Sin embargo, esta capacidad de resistencia, de adaptación, de superviviencia, raramente vista en algún otro rasgo de nuestras culturas, quizás apunte a una realidad que no sea atribuible a coyunturas históricas o culturales, una condición que tenga que ver con la naturaleza de la masculinidad misma. Soy consciente que en estos contextos del debate es problemático, si no herético, traer a colación la palabra “naturaleza”.
Si bien es cierto que hay muchas cosas a las que se pueden llamar masculinidad y hay aspecto que son incluso rescatables de entre sus versiones tóxicas y deplorables, nadie sabe del todo cómo será una masculinidad en un mundo sin machismo. Quien diga que así lo sabe, miente. No se trata aquí de una mera cuestión de igualdad o de respeto entre géneros, se trata de la adquisición y puesta en positivo de una identidad, de una diferencia: la diferencia masculina. Quizás, y esto no sea descabellado, esta identidad se ahogue y nunca más resurja como nada valioso. Echando un ojo al juego de las identidades de nuestra sociedad contemporánea, donde lo que se prima es la conexión a un pasado histórico o un presente de opresión o marginación (que causa y a la vez facilita la necesidad de esa puesta en positivo), quizás una identidad que no pueda hallar esa conexión no pueda ser tal identidad. Quizás todo ese juego de identidades se desmorone y en el futuro escenario político nos entendamos por otras características o hayamos cambiado de marco, o de exactamente igual (como creo que cada vez va pasando) cómo nos entendamos o quién queramos ser para el movimiento general de la esfera de los asuntos humanos, o la política, por resumir.
En todo caso, no deja de resultar escalofriante presentir aunque sea la posibilidad de ese machismo contracultural y subversivo, quizás porque cada vez se parece más a una realidad que estamos viviendo. Puede que nos encontremos de pronto en la posición en la que siempre habíamos encontrado a nuestro enemigo: el de la hegemonía cultural, y vivamos la figura política en la que esos hegemones del pasado proyectaron sus miedos, el subversivo que antes éramos nosotros. Si la bruja es el rey, el inquisidor se convierte en el monstruo.
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pepetesoro · 6 years
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Distopía y culpa: la recurrente imperfectibilidad del ser humano
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El pensamiento distópico contiene multitud de mensajes. Uno de los más habituales es la idea de que, aún teniendo a su disponibilidad los medios tecnológicos de su salvación, una humanidad irremediablemente imperfecta da al traste, por sus perversidades y vanidades, con la utopía. Esta idea de que el ser humano es un animal estropeado de suyo, cuya condición está viciada por siempre y para siempre, esconde viejos y conocidos significados que vinculan la distopía con el sentimiento de culpa cristiano.
En el capítulo “Real Life” de la serie Philip K. Dick’s Electric Dreams (basado en un relato del autor norteamericano) una superpolicía lesbiana (Anna Paquin) que vive en un ciber-futuro, donde persigue a un villano que asesinó a algunos de sus compañeros, prueba un aparato de VR que le permite experimentar como real una vida configurada (de igual forma como lo es, supuestamente, un sueño) a partir de sus deseos desconocidos y sus sus procesos psíquicos inconscientes. De esta manera el usuario de la VR obtendría (imaginaría) este “sueño” como la expresión de lo que verdaderamente desea, el resultado de sus fantasías interiores. La fantasía de la superpoli lesbiana resulta ser la vida de un millonario (Terrence Howard) que vive en una realidad menos avanzada de la suya, fundador de una empresa de aparatos de VR, donde su mujer (idéntica a la de la superpoli lesbiana en la vida real) ha sido brutalmente asesinada.
Ambos mundos se presentan a sus protagonistas con una legitimidad de realidad igual, y a cada uno se accede por un aparato de VR en el otro, se presenta la dicotomía: cuál de las dos realidades es la verdadera. Ambos mundos tratan de pensar en el otro como una proyección imaginaria propia. Para el desgraciado millonario, la vida de la superpoli lesbiana es una fantasía masculinista de evasión en la que su mujer sigue viva, y la propia superpoli piensa en ello. Pese a que existen otras pruebas, como la fragmentación de la memoria del millonario (que no tiene la superpoli), que apuntan claramente en el sentido contrario, la superpoli se empieza a ver a sí misma como la fantasía masculinista del millonario. El principio de realidad oscila hacia la vida real (la de la superpoli) pero el deseo de culpa oscila hacia que la realidad es la del millonario.
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Pero la realidad es que la superpoli lesbiana ha imaginado la desgraciada vida del millonario fruto de un sentimiento oculto de culpa (una culpa oscura: culpa por ser feliz, por llevar una vida idílica de la que se cree secretamente indigna). Siente que merece la vida del millonario: desgraciado que lo tiene todo pero no tiene nada, su mujer ha muerto brutalmente, a la cual ha sido infiel y que hace uso de su último juguete tecnológico para evadirse en una fantasía perfecta, la vida que querría llevar, donde su mujer todavía vive. Al final, la superpoli escoge la vida del millonario, la vida falsa, donde rompe el aparato de VR emplazándose a sí mismo a “superar” la pérdida de su mujer renunciando a su escape idílico, cediendo simultáneamente en la vida real (sucumbiendo y, por lo tanto, no superando en absoluto) frente a su sentimiento de culpa por ser feliz, por llevar esa vida idílica, con una mujer perfecta que la ama. La superpoli queda en coma, encerrada para siempre en su fantasía de autotortura.
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La estructura de la represión psicológica de la superpoli de Electric Dreams se parece sospechosamente a la estructura simbólica de la distopía. Esta es tanto una historia distópica como una historia de la distopía. Si la distopía es un relato sobre las oscuras posibilidades de la tecnología, este es además el relato de las oscuras posibilidades de la distopía como aparato técnico del ejercicio de la imaginación histórica-posible. En el “imaginador” de la distopía (tanto el compositor como en el receptor de la obra) hay un sentimiento de culpa análogo al sentimiento de la superpoli lesbiana. Una de las potenciales funcionalidades de la distopía (esta no es la única) es la que contiene la idea de la recurrente imperfectibilidad del ser humano. Dispuesto frente a la posibilidad de la superación de su condición, de las excepcionales potencialidades de Bien y de transformación de la tecnología, del Progreso (que expresa la idea de utopía), recae irremediablemente en las imperfecciones constitutivas de su condición, prostituye y reconduce para fines malvados, perversos, interesados (ya sea por su vanidad, por su lujuria, por su megalomanía, su belicismo, su codicia...) esa tecnología.
El ser humano, portador según esta concepción de la condición viciada de por sí (somos “egoístas por naturaleza”, “codiciosos por naturaleza”, da igual) no es merecedor de la salvación por vía de la tecnología, es indigno en cualquier caso (porque su imperfectibilidad es a razón de su culpa, es extrañamente responsable de su naturaleza imperfecta) del paraíso de la utopía. La tranmisión de esa culpa de la naturaleza a la responsablidad personal de cada uno no es otra que la idea de pecado original. La humanidad en el escenario distópico es como el humano que, ante Dios (a razón de la expulsión de Adán del Edén) no es merecedor de la salvación, debería por defecto sumirse en la condenación eterna, solo la Gracia puede salvarle. En este sentido (el que encierra la idea de la recurrente imperfectibilidad humana y la transmisión hereditaria del pecado) la distopía es portadora de un sentimiento de culpa enteramente cristiano.
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Es un ser humano, que además (este es el giro genial de “Real Life”), haciendo sido salvado por la tecnología se siente que no es merecedor de esa salvación y se imagina (distópicamente) como un ser desgraciado que prostituye la tecnología para paliar sus vanidades y sentirse, imaginarse, como verdaderamente le gustaría ser: salvado por la tecnología (la vida del millonario). Y la realidad es que, la humanidad salvada por la tecnología (la vida de la superpoli lesbiana), al verse indigna de esta salvación por este sentimiento de culpa, lo que hace en el fondo es prostituir ella misma la tecnología, esa salvación, (el aparato de VR) para dar salida imaginaria a esa misma culpa y paradójicamente auto-cumplir su profecía, retorcer la salvación, y se vuelve indigna de la utopía, del paraíso (su realidad se convierte en distópica) precisamente por sentirse indigna de esa misma utopía, por sentirse culpable. La culpa precede al delito, antecede a la transgresión, la genera. El pensamiento distópico es, en este sentido, sentimiento de culpa, pero aunque presente que esa culpa le precede (por esa supuesta imperfectibilidad inscrita en la naturaleza humana), es ella la que genera esa misma culpa, la que fabrica esa misma naturaleza; la distopía nos hace sentir culpables, y fija con esa culpa un delito que, por sí, no tendría por qué haber existido.
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pepetesoro · 6 years
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Notas sobre la invasión alienígena
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Cuando el totalitarismo ha consumido las posibilidades de la imaginación política, la idea de la revolución sufre una extraña disforia. El advenimiento de un mundo mejor se presenta aquí como la llegada de un mundo que es enteramente otro, el contacto con un universo paralelo, la invasión de habitantes de otros planetas.
En El lote de la subasta 49, de Thomas Pynchon, un fracasado anarquista mexicano, Fernando Arrabal, ahoga en el mezcal su desilusión e impotencia política. Un milagro, se lamenta, no es lo que dijo Bakunin, sino la invasión de este mundo por otro. La promesa de la revolución no se encuentra en nuestro mundo, sino en el de más allá. No será de las condiciones de nuestro mundo donde brotará la posibilidad de un futuro radicalmente nuevo. El cambio absoluto solo puede nacer de lo absolutamente otro. La esperanza en el advenimiento de la revolución es la esperanza del contacto extraterrestre.
En la serie de Amazon Prime The Man in the High Castle, inspirada en una novela de Phillip K. Dick, la joven Juliana Crane recorre los EEUU de una realidad alternativa donde los nazis y los japoneses han ganado la guerra e imponen su totalitarismo mitológico sobre la enferma y agonizante América. Juliana posee un arma que cree que encenderá la chispa de la insurrección: se trata de unas extrañas películas provenientes de un mundo paralelo, que muestran un mundo donde los aliados ganaron la guerra.
La serie, por muy ficcional que sea, está hablando de nuestro mundo. En una sociedad (como la nuestra) donde el futuro es imposible, el cambio político inimaginable, y todo lo que queda es resistencia individual y huida privada, una heroína como Juliana Crain trata (sin mucho éxito) de revitalizar las atrofiadas imaginaciones políticas de sus contemporáneos con imágenes que provienen literalmente de otro mundo. Estas imágenes presentan un pasado y un presente que pudieron ser pero que no fueron, y en ellos se esconde la potencialidad (eso cree Juliana), con una energía divina casi atómica, de hacer advenir ese mundo otro en el mundo propio: hacer en el futuro ese pasado perdido. La posibilidad de un futuro enteramente nuevo como redención de la pérdida de un pasado enteramente otro, que pudo ser pero que trágicamente no será, a no ser que la heroicidad de una humanidad imbuida por la visión de este futuro posible la invierta.
Al conocer esta noticia, los nazis se preparan para invadir ese mundo. La respuesta de la máquina totalitaria imperante no es otra que la de colonizar ese nuevo mundo, esa nueva realidad, como el capitalismo que engulle y hace suya las posibilidades imaginarias de un futuro otro. La lucha se encuentra en proteger ese mundo otro, esa posibilidad enteramente diferente, pues su pérdida (por muy irreal, por muy transmundana y lejana que sea, por muy mediada que esté por las imágenes en blanco y negro de un proyector) es la esperanza del cambio radical político, de la ruptura total con el presente. Es la promesa de la revolución.
La realización del a revolución es la invasión de este mundo por otro. Es la invasión alienígena, el contacto con una realidad paralela.
Pero el efecto sociológico de The Man in the High Castle es el inverso al de las películas que se muestran en los escenarios de su mundo. Pues por mucho que hable de nuestro bloqueo imaginativo político, nuestro mundo no es el de Juliana, nuestro mundo es en el que los aliados ganaron. Nuestro mundo, el de Amazon Prime, es el mundo que es otro en la serie, es el mundo de las películas en blanco y negro. Somos ya ese mundo otro, somos, basándonos en el discurso legitimador de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, la utopía realizada. Nada hay que hacer pues ya lo hicieron los aliados en Normandía y Hiroshima. Ya se desencadenó la energía atómica, se venció al totalitarismo, se alzó y se impuso la democracia. Juliana, que anhela la victoria de América, lo que anhela es nuestro mundo. Y en nuestro mundo América ya ha vencido, y reproduce su victoria día a día, por streaming.
América ha vencido. Larga vida a América.
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pepetesoro · 6 years
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Scorsese siempre gana
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Existen pocos cineastas que hayan logrado mantenerse a la altura de su status de vaca sagrada tanto tiempo como Martin Scorsese. Con Steven Spielberg trastavillándose con la saga de Indiana Jones y Francis Ford Copolla hundiéndose en el olvido con producciones pequeñas y mediocres, uno tiene que felicitar sinceramente a Scorsese por mantener el músculo y magia de su cine vivos todavía hoy, teniendo que retroceder muchos, muchos años, para encontrar un verdero fracaso en su extensa carrera. Existe una razón por la que Martin Scorsese sigue donde está, la misma por la que Sam "Ace" Rothstein, encarnado por Robert DeNiro en su película Casino, llega a director del Tangiers: sabe mejor que nadie lo que hace.
Hace poco vi Casino y noté que mi experiencia del cine de Scorsese había cambiado considerablemente. En un primer momento noté y aún sostengo que se debía, como no, a la presentación y repetición de la violencia. Hoy en día es común encontrar en múltiples películas comerciales una nueva concepción de la violencia que es específica del cine de fin de siglo. Se trata de una violencia cómic, heredada del cine de serie B y de otras viejas producciones de bajo presupuesto que no tenían que preocuparse por los ratings ni por ningún código deontológico del cineasta. Se trata de una violencia estilizada a ritmo de música disco y estallidos imposibles de sangre, enmarcada en un montaje onírico que atrae constantemente la atención hacia la propia técnica cinematográfica. Se trata de un tipo de violencia que logra nuestro distanciamiento señalando, mediante técnicas sutiles pero efectivas, que se trata precisamente de una ficción, que es falsa, poco creíble, que solo puede pertener a una película. Un señalado exponente de este tipo de violencia en sus obras es Quentin Tarantino, pero el maestro siempre ha sido Scorsese.
Este nuevo tipo de violencia, ajena a una concepción tradicional de realismo, contiene una ventaja inicial para el espectador: es relativamente soportable. En ocasiones, para nuestra vergüenza, provoca entretenimiento, diversión y asombro. A veces incluso algunas risas. Pero su fácil aceptación contiene una trampa, un disgusto que no notarás hasta el momento en el cual hayas dejado entrar demasiado.
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Cuando hablamos de violencia en el cine de Scorsese y específicamente en Casino, uno no puede remitir solo a gánsters sufriendo muertes macabras, el enfoque siempre es más amplio. Violencia es Sharon Stone hasta las trancas de cocaína estrellando una y otra vez su coche contra el de su marido, atando a su hija a la cama, conduciendo a toda velocidad hacia ningún lado. Violencia es Robert De Niro arrastrando a su mujer por los pelos durante una toma tan larga que nos olvidamos de lo que estamos viendo. Violencia es Joe Pesci empujando la cabeza de una bailarina hacia su entrepierna en el aparcamiento del casino, humillando a un crupier, follando sudoroso como un poseído con la mujer de su mejor amigo. Planos detalle de joyas y de montañas de dinero. Los juegos de luces de Las Vegas. Un montaje disperso, rápido, incansable. El omnipresente humo de los cigarrilos. Música disco. Más cocaína. Y de pronto, como si fuera un acontecimiento a pie de igualdad, alguien recibe un corte en la garganta y una bolsa de pástico en la cabeza o un tiro en la frente y un hoyo en el desierto. Un lujoso coche de los años 70 volando por los aires.
Casino dura casi tres horas. Durante casi todo el principio de a película asumí con facilidad la espiral de violencia y crimen, drogas, sexo, alcohol, juego y demás desfase cómic con el gusto que provoca el mero entretenimiento, pues me consideraba muy listo y muy capaz de reconocer ese aspecto cómic de la violencia, esa cualidad falsa y ficticia y con ventaja por poder disfrutar de ella sin sentirme asqueado ni avergonzado. Pero llegando a la hora final de la película empecé a notar una sensación desagradable en el estómago. Comencé a sentir que esperaba que cada escena de desgarradora violencia doméstica fuera la última, que cada oleada de asesinatos ajustara de una vez por todas las cuentas entre Kansas City y los mafiosos de Las Vegas o que el arco de alguno de los personajes se calmara por fin. Que alguien, por favor, aprendiera algo.
Pero los personajes en Casino nunca dan marcha atrás. Nunca hay una última y definitiva escena de violencia doméstica. Nunca hay un asesinato final. En Casino no hay historia con sentido, no hay aprendizaje ni epifanía ni revelación final, la espiral del exceso sube y se acelera y te arrastra con ella hacia ninguna parte. Todos sus personajes son oscuros en todos y cada uno de los minutos de la película. Uno empieza a darse cuenta demasiado tarde de que no hay ningún personaje con el que pueda empatizar. Te has adentrado demasiado en el océano y ya no haces pie. Condenado a presenciar su eterno desenlace en falso una y otra vez, uno empieza a notar los efectos del empache de violencia que se ha dado.
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Me puse de inmediato, como dicta uno de los instintos más humanos, a buscar expilcaciones acerca de una nueva reacción que no me habían provocado películas similares. En un prinicipio pensé que se podía deber a dos cosas. La primera era que me estaba conviertiendo en lo que nunca había comprendido, en una persona gris y adulta a la que le incomoda la violencia del cine de Scorsese o de Tarantino precisamente porque no entiende su propiedad ficticia, su forma de atraer a atención sobre el propio hecho de pertenecer a una película. También pensé que podía ser una película sencillamente defectuosa, que la escasez de personajes hacia los que sentir empatía o la ausencia de algún tipo de freno o de asidero dentro del torbellino de exceso y violencia, algún resplandor de humanidad, no fuesen nada más que carencias, simpes defectos. Aceptando cualquiera de las dos explicaciones tendría que concluir que Scorsese no era el genio infalible por el que le tomaba, pero tras un par de días de reflexión llegué a una conclusión que me hizo mantenerme mucho más seguro de que lo sigue siendo, pues ahora creo que lo hago por razones mejores o, por lo menos, por un elenco de razones más amplio.
No quiero ponerme fino hablando de la edad e la imagen ni de homogenización del arte ni de distanciamiento ni de otras chuminadas vacías. Trataré de ser lo más claro posible. Creo que vivimos en un momento en el cual se ha radicalizado la atención por la forma por encima del contenido en el arte. La apariencia y la imagen de algo se equipara con demasiada facilidad a lo que ese algo es, donde ese algo comienza y donde acaba. La forma de la violencia cómic, entre cortes dinámicos y música desenfadada, nos hace tomar esa violencia por aceptable, por asumible, entretenida, incluso por divertida. La genialidad de Scorsese radica en que no solo es capaz como ninguno de llevar a cabo esto, sino también de advertirnos al respecto. Casino es una pregunta acerca de cuánto somos capaces de aguantar, de cuánta banalidad estamos dispuestos a dejar entrar en la banalidad de la imagen, cuánto podemos llegar a desconectarnos de la realidad del exceso, del asesinato, de la riqueza, de las drogas, del juego, de la humillación y del sexo y, ante todo, de la violencia. Encuentra el contenido mediante una saturación repetida de la forma.
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Ante la pregunta de por qué incluye con tanta frencuencia violencia explícita en su cine, Quentin Tarantino suele contestar con un sencillo: "Because it's fun!". Nunca consideré que la respuesta fuera precisamente mala, pero tampoco me logró satisfacer del todo. Quiero pensar que Scorsese, como todo buen cineasta, me ha ayudado a entender un poco más allá sobre las implicaciones de la introducción masiva de esta violencia cómic en nuestras pantallas. Casino funciona por las dos caras: es una amplia y excelente ejecución cinematográfica de este modelo de representación de la violencia y a su vez sirve para cuestionarnos acerca de ella, de su saturación, para avergonzarnos por sentirnos demasiado a gusto con ella. Por muy asumido que queramos tener que Scorsese nunca deja de hacer buen cine, no podemos creer que ya conocemos todas sus razones, sus métodos y sus secretos.
Quizás deberíamos dejar de considerar a Martin Socrsese como una vaca sagrada del cine contemporáneo. La sacralidad no se gana. Scorsese, con cada película, con cada visionado, se mantiene invicto como la banca. Scorsese siempre gana, pero no hay nada de milagros ni matemática en ello. Se trata de pura habilidad, de puro arte.
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pepetesoro · 6 years
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Dad is dead
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Wallace Foster Wallace sigue siendo una figura controvertida, cuya obra y vida han proyectado tanto un fanático seguimiento como una vasta incomprensión. No pretendo sintetizar, en un mero artículo, la inprehensible complejidad del personaje. Trataré, por el contrario, de trazar tres reflexiones sobre su obra de ficción, su obra de no-ficción y su figura como personaje público, para tratar de despertar, una vez más, la fascinación con la que algunos redescubrimos una y otra vez al volver a la enigmática figura del autor norteamericano.
Siempre supuse que antes o después acabaría escribiendo sobre David Foster Wallace. Lo que no se me ocurría era cómo ni qué podría escribir. La obra y la vida del autor es tan grande, tan llena de sutilezas y de cambios, de evolución, de genialidad y de vicio, de verdad y de mentira, que intentar decir algo al respecto sin recaer en banalidades incompletas y tópicos relamidos me parecía imposible. Pero hoy, aceptando todavía lo inabarcable de la reflexión que David Foster Wallace puede suscitar, me he animado a realizar un pequeño repaso al autor en tres partes, apuntando a tres pequeños segmentos, tres ideas iluminadoras que me recuerdan y, con suerte, pueden suscitar al lector de estos artículos, las originales lecturas que el autor norteamericano nos brindaba sobre su mundo, sobre el texto y sobre esa cosa tan rara que es ser humano (ahí va el primer tópico relamido).
Primera parte: La ficción
David Foster Wallace era ese tipo que podía decir que había escrito un libro de más de 1.000 páginas más 200 páginas de notas porque "quería escribir algo triste". Sin duda, la tristeza atraviesa la obra de Foster Wallace, desde la angustia y el terror suicida, que él conocía bien, hasta la anhedonia y la indiferencia; el abandono y la soledad que parece que conlleva estar consciente y vivo en el mundo contemporáneo. Mucha de esa soledad y tristeza radica en el anhelo por un sentido perdido, un individualismo que conduce al desarraigo y a la autodestrucción. Pero, si es esta nuestra situación, ¿queda algo que decir?
"No tenía nada en materia de concepto divino y en aquel momento quizá menos aún en términos de interés en todo este asunto; trataba la oración como si pusiera la temperatura de un horno siguiendo las indicaciones de la caja. Pensar en ella como si hablara al techo era de algún modo mucho mejor que imaginarse hablando con Nada. Y le daba vergüenza ponerse de rodillas en calzoncillos, [...] pero lo hacía y suplicaba al techo y agradecía al techo, y unos cinco meses más tarde [...] se dio cuenta de que habían pasado bastantes días en los que ni siquiera había pensado en el Demerol o en el Talwin, ni siquiera en la marihuana." (La broma infinita, Debolsillo, p. 531)
Para superar su adicción, a Don Gately bien le vale rezarle a un techo. Para salir del sumidero es necesario encomendarse a algo. Quizás Dios (es decir, papá) haya muerto, quizás ya no quede nada verdadero ni racional a lo que encomendarse pero quedarse a vivir en el sumidero tampoco parece una opción. En este conflicto se juega gran parte de la ficción de David Foster Wallace. Por un lado el mundo de los medios de comunicación, las mentiras de la publicidad, la ironía inoculada por la televisión, el individualismo... etc. es un mundo sin sentido, histórico, banal, caduco e intrascendente. Y, sin embargo, impregnados como estamos por esa realidad, no podemos evitar sentir el anhelo por algo más. Por ejemplo, la sensación de que somos irrepetibles, que hay algo de especial en nosotros.
"[T]odo el mundo es idéntico en su secreta y callada creencia de que en el fondo es distinto de todos los demás" (Ibíd., p. 236)
Y este es uno de los gestos más humanos que existen. Como lo es ponerse de rodillas y rezarle a un techo. Si me atreviera a intentar pensar en el elemento primordial de la ficción de David Foster Wallace, este sería la búsqueda de un punto de vista humano, un discurso sincero y honesto, en un mundo asolado por el cinismo y la indiferencia. Y quizás ese sentido anhelado haya estado delante de ti en todo momento, quizás lo más humano que se puede decir es que eres un humano, que estás vivo. Antes de convertir esto en el gran misterio, debes aprender a reconocerlo como el gran milagro. Mucho antes de inmortalizar esta idea en su famoso discurso y posterior ensayo Esto es agua, Foster Wallace nos daba pistas en su gran novela.
"Se inclina acercándose aún más a Gately y grita el chiste que había mencionado: Un pescado viejo y sabio nada hacia otros tres pescaditos y les dice: «Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?», y se aleja, y los tres pescaditos le mirar alejarse nadando y se miran y dicen: «¿Qué mierda es el agua?»" (Ibíd., p. 506)
Para muchos David Foster Wallace era un gran farsante, un tipo solo interesado por sí mismo y ebrio de arrogancia. Y el primero que pensaba esto fue él mismo. Quizás esta estuviera entre las razones que le llevó finalmente a ahorcarse a los 46 años. Y este triste final puede servir de prueba, penosa y paradójica, de que no había nada de falso en los desgarros existenciales y pensamientos desesperados que en ocasiones describía con una minuciosidad única en sus novelas y relatos. Pero aunque esa fuera la conclusión de su vida, no se puede decir lo mismo de su ficción. La depresión no es el punto final de la narrativa de David Foster Wallace. Es más bien su punto de partida. Puede que el camino emprendido nos conozca a un final satisfactorio, como, por ejemplo, tratar de acordarnos cada día que esto es agua, que la cotidianidad de cada instante, la ordinariedad más absoluta, está impregnada del trascendental hecho de que estamos vivos, de que estamos aquí. O no, puede que sea en el fondo el camino (por concluir con otro tópico) lo que tiene valor en sí mismo. Ese será un juicio que quedará siempre en manos del lector.
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Segunda parte: La no-ficción
Como otro tópico contemporáneo dicta, David Foster Wallace también escribió (y habló), y mucho, sobre cómo escribía. La literatura sobre la literatura es un género que a ratos fascina y a ratos satura y se vuelve resabida y egocéntrica, y muy sospechosa de no responder para nada a la realidad. Pero, fuera un retrato veraz o no de lo que en el fondo creía y practicaba, existe un ensayo de escasas cinco páginas de Foster Wallace, La naturaleza de la diversión, que es seguramente de lo mejor que nunca he leído de un escritor reflexionando sobre su propio proceso creativo.
En él, Foster Wallace dibuja una breve historia de su motivación a la hora de ponerse a escribir, desde el rebelde e intelectual-wannabe de sus años de universidad hasta el de reputado escritor adulto. Y, maravillas de la composición, los pasos de esta pequeña historia se revelan como las piezas de una paradoja.
"Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan" (En el cuerpo y en lo otro, Pálido Fuego, p. 190)
Los problemas llegan cuando entra en la ecuación el gran e indispensable elemento de discordia en los conflictos internos de todo escritor: la audiencia. Cuando uno empieza a ver que los demás no solo leen lo que escribe, sino que, además, les gusta lo que escribe, empieza a gustarle mucho gustar, y se ve tentado a dar un peso excesivo a esa necesidad en su trabajo.
"Llegado este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes"  (Ibíd., p. 191)
El deseo de gustar conduce, paradójicamente, a hacer una obra que no le gusta a nadie, y mucho menos a ti mismo. El escritor acaba deseando algo que el propio intento de alcanzarlo le conduce a perderlo. Recuperar tu capacidad de gustar, es decir, de hacer narrativa de calidad, pasaría por recuperar la motivación inicial: la diversión. Pero esto requiere, por el otro lado, renunciar a tu necesidad de gustar a los demás.
"Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ni ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de una forma que supones que hará que gustes al máximo número de personas" (Ibíd., p.192)
En un mundo en el cual la vanidad y la egolatría parecen cualidades indispensables para ser un artista, donde si no estas enamorado de tu atormentada y trágica existencia no parece que tengas motivos suficientes para expresarte, una declaración así es mucho más que refrescante. Es el recuerdo de que el arte es, ante todo, compartir, y que compartir no es aparentar, no es enseñar, sino exponer las extrañas partes de nosotros que temíamos que produjesen rechazo, miedo o incomprensión con la esperanza de que se revelen como elementos en común con los demás. Y que todo esto es muy divertido.
Pese a todo, David Foster Wallace fácilmente puede pasar por un atormentado. No es demasiado difícil presentar su vida como una tragedia, aunque no fue nada épica (era un tipo solitario y en ocasiones insípido, poco interesado en salir de los EEUU). Se puede ver perfectamente su obra como el artificio de un egocéntrico esforzándose por parecer intelectual. Pero, en mi humilde opinión, son fragmentos como este ensayo, y como otros que aparecen de vez en cuando en sus obras de ficción, en sus artículos o sus entrevistas, las que creo que verdaderamente reflejaban al David Foster Wallace en su mejor versión. Un David más humano, más cercano, terriblemente sincero y honesto, un sencillo chaval algo paranoico del Midwest norteamericano interesado principalmente, como casi todos nosotros, en divertirse.
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Tercera parte: el personaje
Mucho se puede decir y se ha dicho sobre quién fue David Foster Wallace. Las fuentes no son escasas. Entre sus propios artículos, la biografía de DT Max, las conversaciones con David Lipsky, las numerosas entrevistas que quedan esparcidas por Internet y el testimonio de sus amigos como el propio Jonhatan Franzen nos ofrecen una imagen rica, aunque fragmentaria y en ocasiones contradictoria. La lecturas son múltiples y todas imperfectas, pero eso no quiere decir que menos valiosas. En este momento me gustaría rescatar al David Foster Wallace como personaje hiperconsciente, constantemente analizando y descomponiendo lo que le rodeaba, tratando de encontrar los mínimos elementos y las más lejanas consecuencias. Una de sus grandes preocupaciones, que le mantuvo en reflexión constante y en un combate interminable con su escritura, fue el estado de la literatura en su momento, como así se puede ver en una de las más especiales entrevistas que existen con él.
"Mira, tío, probablemente la mayoría de nosotros estamos de acuerdo en que vivimos tiempos oscuros, y además estúpidos, pero ¿necesitamos ficción que no haga sino dramatizar lo oscuro y lo estúpido que es todo? En épocas oscuras, el arte aceptable sería aquel que localiza y efectúa una reanimación cardiopulmonar sobre aquellos elementos mágicos y humanos todavía vivos y resplandecientes a pesar de la oscuridad de los tiempos. La ficción [...] encontraría el modo de representar ese mundo oscuro y de iluminar las posibilidades de estar vivo y ser humano en él". (Conversaciones con David Foster Wallace, Ed. por Stephen J. Burn, Pálido Fuego, pág. 53)
Foster Wallace era muy consciente de que la literatura en su momento (y, por extensión, su propia literatura) podía fetichizar la denuncia del mundo frío, comercial y desapasionado del capitalismo tardío y convertirse en una broma tonta vuelta sobre sí misma, una mera repetición de un gesto gastado, cerrado en la propia crítica a todo, incapaz de solucionar nada. No se trataba de dar la espalda a ese mundo oscuro, sino de intentar encontrar en él los resquicios de humanidad, tratar de saltar más allá del cinismo en una época donde el cinismo parecía ser la única opción racional.
"La ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga el desparpajo literario. Pocos artistas se atreven a hablar de lo que falla en los modos de dirigirse hacia la redención, porque les parecerán sentimentales e ingenuos a todos esos ironistas hastiados. La ironía ha pasado de liberar a esclavizar. [...] ...la ironía es la canción del prisionero que llegó a amar su jaula" (Ibíd, pág. 81)
En nuestro mundo, que con tanto terror en ocasiones se nos aparece como una acentuación del de Foster Wallace, la verdad y la sinceridad, o cualquier tipo, por pequeño e irrisorio que sea, de camino redentor para la oscuridad del ser humano, se presenta como ingenuo, deslegitimado. Foster Wallace está cifrando aquí en pocas palabras el bien conocido pavor que hasta hoy nos persigue: hicimos bien en descabezar la tradición, pero, ¿quién se suponía que debía decirnos qué hacer? ¿Qué viene después? La ironía parece la reacción adecuada ante un mundo irónico y desencantado, asolado por el discurso retorcido, la instrumentalización y la hipocresía. Pero la ironía no puede ser la respuesta por sí sola, pues en sí no constituye ninguna respuesta positiva.
"...lo que percibo en mi generación de escritores e intelectuales o lo que sea es que son las 3:00 a.m. y el sofá tiene varios agujeros por quemaduras y alguien ha vomitado en el paragüero y estamos deseosos de que el disfrute termine. La labor parricida de los fundadores posmodernos fue magnífica, pero el parricidio produce huérfanos". (Ibíd, pág, 86)
Como más o menos dijo cierto señor con bigote cien años antes que Foster Wallace, papá (o Dios) ha muerto, y (lo que es más importante) nosotros lo hemos matado. Foster Wallace era consciente que asumir ese asesinato era una de las tareas fundamentales de nuestro momento, pero ni siquiera debíamos quedarnos ahí. Muy bien, hemos matado a papá, ahora bien, ¿qué demonios viene ahora? Si bien hay muchos que capitulan fácilmente ante la idea que un nuevo padre, o bien no es deseable, o bien no es necesario, o bien no es posible, Foster Wallace se pasó toda su vida, a través de cientos y cientos de páginas de su ficción y de sus ensayos, tratando de encontrar esas partes humanas, intento buscar la poca magia que nunca estuvo seguro de haber encontrado, pero que siempre supo que quedaba. O al menos supo que era su tarea buscarla.
Si lo logró, es una decisión que recae en el lector. Su trágico final quizás no nos de muchas esperanzas. ¿Acabó Foster Wallace admitiendo que no había salida a este problema? No podemos estar seguros. Lo que sí sabemos con certeza es que fue él quien con más sinceridad supo formularlo.
"En cierto modo sentimos el deseo de que algunos padres vuelvan. Y por supuesto nos inquieta el hecho de que deseemos que vuelvan. [...] Y, claro, la sensación más inquietante de todas es que gradualmente comenzamos a darnos cuenta de que, a decir verdad, esos padres no van a volver nunca. Lo que implica que nosotros vamos a tener que ser los padres" (Ibíd. pág. 86)
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pepetesoro · 6 years
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De demagogos y demogorgons
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Es recurrente en nuestra imaginación política el miedo a la irrupción de líderes demagógicos que, como prestidigitadores de las masas, puedan hacer levantarse a poblaciones dormidas con la fuerza de mareas revolucionarias. Esta paranoia, más que hablar de una posibilidad real, nos señala la existencia de extraños y fascinantes demonios que nuestros formas de pensar lo político llevan dentro.
1938. Orson Welles protagoniza la famosa retransmisión radiofónica de la Guerra de los Mundos, de H.G. Wells. La población de los EEUU, alertada al escuchar por su aparato de radio que naves alienígenas estaban desembarcando en la Costa Este, se desata en una histeria colectiva y cunde el pánico por todo el país. O al menos esa es la versión oficial.
En The United States of Paranoia, Jesse Walker presenta otra versión de los hechos. Según Walker, no existen pruebas concluyentes de que de verdad la población norteamericana se sumiera en el pánico generalizado durante la transmisión, ni siquiera de que un número significativo de oyentes creyeran de verdad lo que estaban escuchando. En cambio, sí que sabemos que muchos exageraron la anécdota.
Para Walker, esta pequeña historia, más que una señal de la facilidad de la población para caer presa del pánico vía medios de comunicación de masas, vendría a ser un mejor indicador de otro tipo de miedo. Atendiendo a la formación del relato por parte de los mayores diarios del país, la élite intelectual y social de EEUU habría desarrollado una paranoia hacia una población que consideraban lo suficientemente desinformada y susceptible ante los medios de comunicación para que un personaje carismático-hipnotizador como Welles, con el tono de voz adecuado, pudiera hacer estallar la histeria colectiva cual chispa en un barril de pólvora.
¿Les suena de algo? ¿Quizás a un señor estirado con bigote vociferando frente a las masas al otro lado del Atlántico, precisamente por aquellas fechas? ¿Y quizás a un tipo de pelambrera naranja difundiendo toda clase de mentiras vía twitter desde el Despacho Oval? Es muy común apreciar a lo largo de todo el espectro político tradicional un pavor generalizado frente a idea de que las sociedades liberales-democráticas occidentales sean tomadas, como ya lo fueron en los años 30, por personajes oscuros y demagógicos que incendian el temor de las masas reaccionarias y explotan su ignorancia y su predisposición a tragarse todo bulo que salga de la boca del Amado Líder.
Llámese Donald Drumpf o Hugo Chávez, tanto la izquierda como la derecha teme al populismo como un monstruo en el armario de la democracia liberal moderna (al menos, al que perciben como contrario a sus intereses. Porque, claro, si la plebe es manipulada para creer en lo que yo creo, entonces no es manipulada, entonces es que adquiere conciencia y sabiduría caído del cielo).
¿Qué es más cierto, pues? ¿Que todos los votantes de Donald Drumpf creen que Hillary Clinton está detrás de una red de prostitución infantil en la trastienda de una pizzería, como dejaba entrever hace no mucho Alex Jones, una de las figuras mediáticas más afines al presidente? ¿O que esto no es más que una exageración fruto del miedo a que tal posibilidad daría al traste con el presupuesto de racionalidad básica que esperamos de los miembros de nuestra ideal sociedad democrática?
No trato aquí de minimizar el poder y el peligro de la demagogia. Quiero, ante todo, tratar de exorcizar nuestro miedo ante ella. Para que así quizás podamos comprender sus debilidades y nuestras fortalezas para combatirla y dejar de pintar al enemigo, como tan acostumbrados estamos, como el Demogorgon al final del pasillo. Porque, por muy cómoda que nos siente la derrota, no existen los prestidigitadores de masas que, con un chasquido de dedos, hagan levantarse a toda la población en nuestra contra. Esto es sencillamente un mito.
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