Tumgik
#FJ Koloffon
fjkoloffon · 3 years
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Armarios que romper.
A lo lejos alcancé a ver que se tallaba los ojos. Mi esposa estaba ahí con él. Son amigos desde 2018, cuando ambos daban clases en un estudio para corredores. Conforme me acercaba distinguía ciertos gestos en su rostro que me hicieron pensar que lloraba. A mi parecer no tendría por qué, no había una razón aparente, aunque me daba la impresión de que hablaban de algo importante. Ya junto a ellos descubrí sus ojos rojos. El sudor que le escurría por la cara me hizo todavía dudar, pero, en efecto, varias de esas gotas eran lágrimas. 
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¿Quién nos hizo creer que los hombres no debemos llorar? Los mismos hombres nos lo hemos impuesto de generación en generación, los papás al repetirle a los hijos: «Levántate, no pasa nada, los hombres no lloramos». He escuchado a alguna mamá también, y me parece tan patético como esas veces que suplican a los niños: «Ya no crezcas, hijo, ya quédate así». ¿Los quieren enanos o cómo? Las palabras tienen un gran poder, pero las minimizamos, como a los sentimientos.
Diego Suárez Montes de Oca se empezó a dar permiso de llorar hace quince años, cuando murió su padre. Por el dolor, claro, y también porque no encontró el momento para decirle varias cosas. Pero esos momentos no es nada más buscarlos, sino que se den, y eso a veces no ocurre. Nunca le confesó que aborrecía el futbol, y que de pronto odiaba también la escuela, pues a los niños que no les gusta el futbol los mandan a la banca. Tampoco alcanzó a decirle que no le atraían las mujeres, y que era gay. 
A mi parecer, no había una razón para que estuviera llorando el domingo, pero vaya que sí: su reloj marcó 35:57 al terminar el chequeo de diez kilómetros que nos puso el entrenador en preparación para nuestros respectivos maratones. «Es que soy bueno, soy un buen corredor y tengo que creérmelo. Me cuesta trabajo porque crecí lleno de inseguridades y a veces no me la creo», nos explicaba mientras Mayu mi mujer lo abrazaba. «De niño viví impuesto al futbol y me hacían sentir el más malo de todos. Siempre me escogían al último en los equipos. Y luego el rollo gay».  
Hay días en que nos sorprendemos a nosotros mismos y nos damos cuenta de lo que somos capaces, y a esos días tenemos que aferrarnos. Se requiere tanto valor para correr a 3:30 durante diez kilómetros, como para salir del clóset, y todos tenemos un armario al cual deseamos romperle las puertas. 
«La primera vez que salí deliberadamente a correr fue precisamente cuando mi papá estaba grave. Necesitaba sacar lo que traía y sentí una libertad, una paz y una adrenalina tal que, eso sí, llegué al hospital a contarle de la magia que experimenté. Fue de las últimas cosas que le compartí».
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Correr fondo es ir a tus profundidades; es que aparezcan muchas sensaciones, planes, personas que ya no están y gente que conservamos; es que surjan mensajes, recuerdos, consciencia, lágrimas y certezas. Es llegar a ti.
Diego trabaja —con ayuda de Rubén, nuestro coach— en cruzar por primera vez la meta de su próximo maratón, Chicago, por debajo de las tres horas. Y, sobre todo, en creerse un atleta.  Mayu y yo, aunque no seremos sub 3, entrenamos para poder levantar los brazos y sonreír al cielo una vez que finalicemos nuestros siguientes 42.195 kilómetros.
Buena suerte a todos, corredores o no, en sus muy personales maratones de vida.
Mayu, FJ Koloffon y Diego
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en Koloffon Eureka y en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.
Armarios que romper (El Universal)
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fjkoloffon · 3 years
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Correr con el corazón roto.
Hay gente a la que le gusta hacer preguntas estúpidas. Y existe igual número de personas que disfrutan responderlas. Yo soy lo suficientemente amargado para que no me entretenga ese pasatiempo. Huyo de las conversaciones estúpidas, no por creerme inteligente, sólo es que no dispongo del sentido del humor ni de la paciencia. Soy de evadir los malos chistes tanto como de evitar las risas fingidas. 
En mi Facebook tengo silenciado a cuanto individuo lanza preguntas absurdas en los distintos grupos de corredores a los que pertenezco. No tardan en expulsarme tras publicar este texto, pero da igual, qué más da un seguidor más o uno menos, un grupo, un comentario positivo, un insulto o una crítica. ¡Bah!
“¿Cuánto debo correr para bajar tres kilogramos de peso?”, preguntó en uno de ellos un tipo al que me dieron ganas de contestarle “Corre hasta que desaparezcas”. Así le respondo a todos en mi cabeza, y quizá por ello me mantengo en esos grupos, para ejercitar la creatividad y construir diálogos sarcásticos para mis historias. Aunque a lo mejor es por la misma razón que ellos, para que mis publicaciones se lean y compartan a pesar de ser también tonterías. 
“¿Si quiero ser más rápido en la pista, cuántas vueltas debo darle?”. “¿Qué necesito hacer para bajar de 3:30 en un maratón?”. “¿Cómo le hago para correr si nunca he corrido?”, y mil preguntas por el estilo. “¡Pues corre, infeliz, corre y ya!”, escribo en la casilla de respuesta y mejor lo borro. “Compañeros, si nos persigue en la calle un perro, ¿qué es más efectivo, espantarlo con la mano derecha o con la izquierda?”… 
Sin embargo, recientemente me topé con una pregunta que no sólo llamó mi atención por diferente, sino porque realmente me cuestioné cuál sería la respuesta: “¿Ustedes creen que es recomendable correr si se tiene el corazón roto?”. 
De inmediato me remonté a los momentos en los que he tenido el corazón roto —que por fortuna no han sido muchos— y traté de recordar si me daban ganas de correr o en lo absoluto. Y creo no, con trabajos quería pararme y sentía un hueco frío en el estómago por el que se me escapaban las fuerzas. Pero finalmente, un día volví a hacerlo, no tengo claro cuánto después, ni el instante, ni si tomé la decisión o si un día simplemente amanecí otra vez con ganas. 
“Mientras no tengas el pie roto, no hay problema”, le contestó otro irónico. “Corre, campeón, correr lo cura todo”, escribió uno más empático. 
¡Corran, infelices, corran!
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Columna publicada en el periódico El Universal.
¿Te cae?
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fjkoloffon · 3 years
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Los récords de mi padre.
¿Qué queda de una persona cuando muere? Su aroma, por un breve tiempo, en un suéter. Sus fotografías. Las frases que repetía. Alguna nota suya a mano que aparece en algún libro, en un cajón o en la bolsa de un saco en el momento indicado. Los recuerdos en sus deudos y las canciones que oía. Sus historias. 
Última foto con mi papá, el día de mi cumpleaños 45 (16 de enero, 2021).
Si habláramos de deporte —que es de lo que supuestamente trata esta columna—, tendríamos que referirnos a los récords de ese atleta que se va. 
Mi padre jugó futbol de niño hasta pasada su adolescencia. Luego, ocasionalmente, cascaritas conmigo y mis primos de niños. Pases de futbol americano en Chapultepec y en la playa, donde también peloteábamos con las típicas raquetas de madera. Me enseñó a jugar ping-pong y a hacerme el nudo de la corbata, aunque siempre le quedaba mejor a él. 
Murió el 2 de marzo pasado, a los 70 años, con cuatro victorias contra la muerte (un duro choque del que sobrevivió a los 18 años de edad; una osteomielitis vertebral por una mala cirugía de columna, pasados los 50; un infarto a los 55 y una gravísima infección en el cerebro a los 68) y una derrota en el último asalto a manos del virus. Se defendió hasta el final. No tiramos la toalla, sacamos el pañuelo blanco.
De mi papá aprendí muchas cosas. La más importante, quizá, arrepentirme y pedir disculpas. Desde que se fue no he soñado con él. Sin embargo, la otra vez mientras corría, me sucedió algo curioso:
Salí con el sentimiento de su muerte muy vivo. Pasé junto a unos jóvenes y en mi mente les dije: “Hablen más con su papá, no se aburran de que los llame mucho por teléfono”, como solía marcarme a mí. Acto seguido, como si estuviera planeado, una de ellos se puso el celular en la oreja y contestó: «Hola, Pa», y yo me quedé atónito. Saludó a su padre y yo sentí con claridad que era el mío. “En este instante me estaría llamando”, pensé y enseguida escuché dentro de mí: “Lo estoy haciendo”.
Como me dijo Maru mi suegra: «Es un tiempo privilegiado porque estamos muy sensibles, receptivos a lo sobrenatural y todo puede sentirse más. Vivimos en un in-tiempo, no estamos allá pero tampoco acá, y podemos percibir esas presencias que nos acompañan». 
Cuando muere tu papá te sientes inconsolable e incomprendido. Pero después piensas: “Bueno, no soy el único ni el primero al que se le ha muerto su papá”. Y luego reflexionas: “No, sí lo soy”.
Descansa en paz, Francisco Koloffon Duncan.
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Columna publicada en el periódico El Universal.
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fjkoloffon · 3 years
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Los sonidos en los estadios vacíos y la música en tiempos difíciles.
Ponle música a lo que estés viendo en la calle o a tu alrededor. Si vas en el transporte público, usa tus audífonos; si estás abordo de tu automóvil, súbele al volumen. Elige, por ejemplo, “Carnaval de los animales: XIII. The Swan” de Camille Saint-Saëns, o alguna otra melodía nostálgica. Mira a esa muchedumbre que —como tú y como yo— va rumbo a sus trabajos. Tantas mujeres y hombres cabizbajos, con sus mochilas pesadas al hombro y la mirada clavada en sus zapatos. Parecerán desolados, la imagen en su conjunto es desesperanzadora. 
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Ahora, ahí mismo, haz sonar el “Galop infernal”, de la opereta de Orfeo en los infiernos. El cuadro definitivamente cambia, el ambiente se vuelve otro. Las mismas personas, sin saber que protagonizan una secuencia para ti, pronto se transforman. La nueva pieza devela que, debajo de ese desencanto que las condenaba, están ataviadas de suspicacia. Se voltean a ver unas a otras, con intriga, a la espera de que uno se descare, rompa filas y comience a correr a toda velocidad. Al compás de la obra de Jacques Offenbach, ese ir y venir de gente en las aceras, se asemeja a una carrera interminable, a la maratón de los godínez. 
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“El sonido modifica radicalmente la realidad”, pensé mientras veía el primer gol que le clavó el Real Madrid al Barcelona. En medio de un estadio vacío, Karim Benzema festejaba su tanto de taquito, celebrado no sólo por sus compañeros, sino por una efusiva afición virtual que La Liga —con el apoyo de EA Sports— tiene pregrabada para los goles, para los tiros a puerta, para los contraataques, las faltas y las cámaras húngaras. 
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A raíz de que se juega a puerta cerrada para evitar contagios, las principales ligas de futbol optaron por usar en sus transmisiones —al más puro estilo de las risas enlatadas de Chespirito— pistas de audio de público para ambientar los partidos. Y, es que sí, los ecos de un estadio vacío son tan deprimentes como el ruido del tráfico a las 8:00 A.M., cuando nos dirigimos a nuestras oficinas. El silencio desalienta a los fanáticos, pero los sonidos artificiales del graderío imaginario les permiten olvidar a ratos que el mundo está de cabeza. 
La música y los sonidos estimulan emociones, despiertan los sentidos, cambian perspectivas, estados y atmósferas completas. Si los sonidos son capaces de transformar un partido de futbol, la música tiene el poder de hacerte la vida distinta. Cuántos momentos no se vuelven inolvidables gracias a una canción, instantes de nuestra existencia que asociamos con nuestras canciones favoritas, esas que conforman nuestro soundtrack. La música nos sana en los tiempos difíciles, una siesta y la pieza adecuada y voilà! Y qué decir de quien muere oyendo en voz de Pavarotti el “Ave María”, o la de su preferencia. Es un camino al cielo. 
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Por eso, como reza la canción de Rogers y Hammerstein, cuando te sientas temeroso, sostén tu cabeza en alto y silba una tonada alegre que te convenza de que no tienes miedo”.
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fjkoloffon · 3 years
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El ahora y las nuevas primeras veces.
A diario me entero de más gente que últimamente ha tomado las decisiones más radicales de su vida. Si existiera algún estudio para medir las épocas donde la humanidad ha tomado más decisiones disruptivas, probablemente el resultado sería: Ahora. 
Vivimos un período de grandes cambios, motivados en buena parte por la necesidad: profesionistas y meseros que se pusieron a vender galletas; mujeres y hombres sin empleo que prueban suerte en los oficios más insólitos, o que armaron al vapor negocios de comida china a domicilio; familias que se mudaron al bosque, al campo o a otro país; empresarios que vaciaron sus negocios para convertirlos en bodegas de Amazon; los que que dejaron todo para dedicarse a lo que les gusta, porque la vida es corta.
 Cada vez confluimos más en “el ahora”, un territorio al que nos trasladamos para reinventarnos y empezar de cero, una tierra llena de novedades y de nuevas primeras veces.
La madrugada del domingo me tocó ver el medio maratón de Estambul. Además de la magia seductora de la ciudad, me impactó que no sólo participaron atletas elite, sino alrededor de cinco mil corredores amateurs, en lo que supongo es uno de los primeros eventos masivos desde que detonó la pandemia. 
Se les veía la felicidad en la cara, como si fuera la primera vez que corrían en multitud, como un esplendoroso río humano, inmersos en una poderosa corriente de emociones contagiosas. La keniana Ruth Chepngetich, campeona mundial de maratón, cruzó la meta pletórica, como si nunca antes lo hubiera hecho. No sé si se debía a que impuso un nuevo récord (1h04:02), o si más bien su fulgor provenía de ese sentimiento esperanzador.
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La sensación me trasladó al Palau Sant Jordi de Barcelona, al primer concierto en el que también recientemente más de cinco mil asistentes —que se sometieron a una prueba de antígenos— corearon las canciones de Love of Lesbian. «¡Bienvenidos a uno de los conciertos más emocionantes de nuestra vida! ¡El mundo nos mira, esta es una pequeña batalla dentro de la guerra!», reivindicó el líder de la banda, Santi Balmes, al saltar al escenario.
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Me conmueve imaginar las palabras de las maestras el primer día de clases; las de los compañeros de trabajo al volver a la oficina; las del árbitro en ese primer partido entre escuelas; las de quienes se gusten en un bar o una biblioteca; las de inauguración de los Juegos Olímpicos de Tokio, los primeros de estos nuevos tiempos.  
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fjkoloffon · 3 years
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Los edenes de mi padre.
Si quieren encontrar a mi papá, búsquenlo en el Ritz Carlton de Laguna Niguel, en el brunch de los domingos, devorando caviar y pasándoselo con champagne, mientras contempla desde los ventanales a los surfers dominar las olas. 
«Justo en estas playas de California empezó el movimiento y la música surf, niños», nos decía hace muchos años entre cucharadas de esos pequeños huevecillos negros que de vez en cuando nos invitaba a paladear como una recompensa de la vida, cuando todavía vivíamos y viajábamos los cinco juntos. «En serio, aquí es donde agarraron fama los Beach Boys», insistía.
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Surfin’ USA (The Beach Boys).
En estos días hemos recibido cientos de muestras de cariño y condolencias. Todos los mensajes son muy parecidos, nos transmiten cariño, buenos deseos y en uno que otro —quienes compartieron vivencias con mi papá— nos cuentan anécdotas que nos emocionan. 
“Siento en el alma su pena. Sé que no hay mucho que decir en estos momentos, todas las palabras están dichas”, me escribió un amigo de Facebook. Sin embargo, entre tantos comentarios, de pronto me resaltan algunos que sí se diferencian y me hacen ver que no todo está necesariamente dicho, bien sea por la cercanía, por alguna peculiaridad o por frases que inconscientemente resuenan en mí.  
“Lo siento, Paco. No tengo palabras. Realmente es algo sumamente doloroso. Te deseo pronta resignación. Y que Dios lo tenga en un lugar donde se sienta feliz”, decía el mensaje de una amiga mía de la infancia, y entonces vi a mi papá en el brunch de los domingos del Ritz Carlton de Laguna Niguel, porque ese era uno de sus paraísos donde se sentía feliz.
Acto seguido, no pude evitar dar un recorrido por sus distintos edenes, por todos aquellos lugares donde Dios podría tenerlo ahora mismo porque lo hacían sentir feliz: en Broadway, en la función nocturna de El Fantasma de la Ópera; en las primeras filas de un concierto de Brian Wilson, o en el de Frankie Valli, aunque fuera en gayola; en su restaurante de mariscos favorito en el muelle de San Clemente; en un partido de la NFL o en una maquinita de Las Vegas; en la sección de caballeros de Neiman Marcus; en la sala de su casa con su CD de las gaitas a todo volumen; en un Cointreau on the rocks; con su falda escocesa en la cena de Navidad o Año Nuevo; en primera clase de un vuelo trasatlántico luego de pasar al Duty Free por sus corbatas Hermés; en las caladas de uno de sus cigarros Camel sin filtro; en un coche nuevo; en una buena película de Robert De Niro y Al Pacino con un bote extra grande de palomitas con mantequilla doble. 
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Mi papá fue un hombre sumamente exquisito. Sin embargo, hace cosa de cinco años, cuando se vio obligado a dejar de hacer todo eso que antes lo alegraba, vivió varios años triste, bastante triste. Tuvo que encontrarse los últimos días del 2018 al borde de la muerte y luchar durante más de cuatro meses por su vida en el hospital para arrancarse de tajo varios pensamientos que condicionaban su felicidad a esos pequeños placeres y lujos de la vida que a veces tanto nos confunden a las personas. 
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la auténtica felicidad que le provocaban aquellos extravagantes sitios, provenía más bien de poder compartirlos con nosotros. Ahí estaba la magia. Y no lo digo yo, me lo dijo él.
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Los dos últimos años de su vida, Francisco José Koloffon Duncan vivió en paz y se reconcilió con la sencillez. Pocas veces volvió a ponerse una corbata de seda; solo se subió a un avión, con destino a Mérida, y nunca más probó el champagne ni nada que alterara su percepción de las cosas. Mi papá fue feliz en su casa, los domingos, cuando nos reuníamos a comer todos. Por eso es probable que Dios lo tenga por ahí, entre nosotros, cada que nos juntemos en el comedor o en la sala de su casa, o cuando nos tomemos todos juntos una foto. 
Ya habrá tiempo para que te vayamos a buscar a los demás lados. 
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God Only Knows (The Beach Boys).
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fjkoloffon · 3 years
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Lo que llevamos dentro.
A quién no le ha pasado que lee un libro, toma un curso o escucha las palabras de un sabio, y de inmediato resuenan en su interior, como si ya las conociera, como si simplemente se las hubieran recordado. 
Quizás se deba a que dentro llevamos no solo todas las preguntas, sino también las respuestas, las soluciones y fórmulas. Porque si bien es cierto que la solución no siempre está en nuestras manos, nadie ha dicho que no se encuentre en nuestras profundidades. En el fondo sabemos que a veces la solución, es que no hay solución.
Pero en lo recóndito resguardamos además otras maravillas ocultas. Los corredores, por ejemplo, poseemos una capacidad extraordinaria para calcular el tiempo. Es común salir a dar una vuelta y que de pronto, tras emerger de nuestros pensamientos, adivinemos con asombrosa precisión los minutos transcurridos. Basta con checar el reloj para corroborarlo.
Y lo mismo nos sucede con la distancia, hemos transitado tantos kilómetros que casi podemos sentir de dónde a dónde se extiende cada uno. La perspicacia nos ayuda a computarlos con cercana exactitud. Nos la pasamos conjeturando el espacio existente entre un punto y otro de nuestra mundana geografía, lo medimos con la mente, con equivalencias de tantas carreras en las que hemos participado. 
Pareciera que escondemos un reloj interno, el mismo que despierta sin necesidad de alarmas a quien lo activa. Quien se programa a consciencia, consigue despertar a la hora que desea. 
Lo que llevamos dentro es tan incuestionable como la propia intuición. Tenemos tantos poderes como los personajes que salieron de la imaginación de Stan Lee: intuición, clarividencia, dones, talentos y, en el caso de los músicos, las melodías. El amor, el entusiasmo, las intenciones, los sueños, los deseos y, sí, las chingaderas. Quién no ha sido un maldito.
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Sin embargo, ahí también está el arrepentimiento, la paz, la cura, el silencio, la razón de vivir y —en el confín— uno mismo. Contenemos incluso el universo, que se evidencia cuando apretamos los ojos y aparecen esas estrellas que extrañamente palpitan al ritmo de nuestro corazón, donde almacenamos y de donde proviene todo.
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fjkoloffon · 3 years
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La enfermera que quería ser corredora y se convirtió en astronauta.
Mis papás se contagiaron de Covid-19. Primero llegó mi papá al hospital, una semana después tuvimos que llevar a mi madre, pues su oxigenación también bajó. Es muy difícil dejar a alguien que quieres en el hospital con este virus, pues no existe la certeza de que vaya a salir caminando por la puerta de salida. Despedirte de dos seres amados al interior de Urgencias, nunca lo vi ni en ninguna película.
Al principio mantuvimos contacto con mi papá a través del teléfono. Todos los enfermos por coronavirus deben permanecer solos, sin visitas y sin nada más que sus accesorios de limpieza y, con suerte, el celular. Nos escribíamos por WhatsApp y de repente nos marcábamos. 
—¿Cómo están vestidos los médicos y enfermeros? ¿Se te acercan mucho o no tanto? —le pregunté intrigado en una de nuestras llamadas.  —Están vestidos como astronautas —me respondió impresionado—. Mujeres y hombres, como si fueran a ir a la Luna. —Si puedes, tómale una foto a la enfermera, a la que te contó que de chica practicaba atletismo.  —Ah, sí, a Kely. Ahorita le digo, está aquí justo. —Dile de mi parte que es una valiente.
Tal cual se lo dijo, yo escuché. Y Kely le respondió que al principio les daba miedo contagiarse, pero que ya se habían acostumbrado. Unos días antes, cuando él orgullosamente le contó que su hijo tenía una columna en la sección de deportes de un periódico, ella le confesó que de adolescente quería ser corredora. 
Kely, la enfermera que quería ser corredora y se convirtió en astronauta. (Foto: Francisco J. Koloffon Duncan)
Las oficinas están llenas de gerentes a quienes más bien les gustaría ser directores de orquesta. Todos conocemos a un financiero que soñó con ser explorador, o abogadas que deseaban ser bailarinas, a ejecutivos y obreros que morían por el futbol. Lo que nunca imaginaron los doctores, enfermeros, camilleros y laboratoristas —que de niños jugaban a ser lo que fuera menos a usar una bata blanca—, es que un día se convertirían en auténticos astronautas. 
Ahí van con sus trajes espaciales —unos dando saltos, otros driblando rivales, inventando melodías, coreografías, pinturas, corriendo 100, 400 metros o a pas couru— por las habitaciones y las salas de terapia intensiva, en un viaje por este universo desconocido en el que se aventuran a diario y del que tampoco saben a ciencia cierta si saldrán ilesos. Han acompañado últimamente a muchos pacientes a su cosmos interno antes del viaje final. A otros les han devuelto la vida, más años, la esperanza.
“No le he visto la cara a ninguno, todos podrían ser el mismo”, me comentó mi papá por el teléfono previo a apagarlo para abordar esa cápsula que esperamos lo traiga pronto de regreso de su odisea, para que nos vuelva a contar a toda la familia qué quería ser él de niño. 
A mi madre la dieron de alta ayer. Por protocolo, los internados por Covid-19 deben salir en silla de ruedas. Cuando la vi cruzar la puerta de salida, mientras ondeábamos nuestras manos y se nos escurrían las lágrimas, recordé que a ella le habría gustado ser patinadora artística. 
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El mundo es otro, pero nosotros siempre seremos los mismos. No importa que hayamos olvidado quién deseábamos ser, llegará el día en que nos demos cuenta que simplemente se trata de existir para que los demás existan. 
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fjkoloffon · 4 years
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Ensayo para aprender a morir de la mejor manera posible
Es muy difícil saber cuántas personas morirán a causa del virus. Lo que resulta claro es que casi todas habremos muerto aunque sea un poco. En nuestra imaginación, en nuestros temores, en nuestros sueños, en nuestras profesiones, en nuestros cálculos y en nuestros planes, a la mayoría se nos habrá ido por lo menos un instante el aliento. La incertidumbre del acabose le quita el aire a cualquiera.
[Para amenizar las siguientes líneas, escuché la 7a sinfonía de Beethoven]
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Te infecte o no, esta epidemia es parecida a morir porque se padece a solas, en casa, en privado. Algunos privilegiados en compañía de los suyos; otros, con quienes se resignaron a compartir un techo a pesar de querer aventarse por la azotea; los más desafortunados en la calle, pues hasta la muerte tienen que salir a buscarse. Desfallecemos conforme caminamos en avenidas concurridas, en nuestras sillas ergonómicas, en nuestros sofás hundidos, en nuestros adentros, en nuestras mentes afligidas, donde nos preguntamos noche y día cuándo y cómo terminará esto. 
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[2020].
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Tarde o temprano nos iremos. Pero, mientras nos toca, cada uno afronta este aguardar agónico a su modo, de una manera —seguramente— similar a la que ha vivido. Para unos resulta tan difícil que necesitan medicarse o perder un poco la conciencia para no sentir a bocajarro. Hay, por el otro lado, quien se mantiene en paz, sereno, lúcido y hasta creativo. Están los que hablan de ello, los que le dan la vuelta, los que tapan el sol con un dedo y los que mejor se concentran en los amaneceres, sabedores de que, llegado el día, encontrarán la luz al final del túnel. 
Cada quien vive su propio proceso, sus muy particulares decisiones, su forma de enfrentar el momento, estos capítulos tan desafiantes y nebulosos del presente, a través del cual no se avizora un futuro, sino la incógnita del después. Es aquí, en esta parte de nuestras historias —que en el teatro parecería el acto último—, donde tenemos que sacar nuestros mejores recursos, esos que nada tienen que ver con las posesiones. Al final dan igual los bienes o cuánto se tenga, porque es justo ahora cuando todos volvemos a ser iguales, y son los valores, las memorias, la compañía y los sentimientos lo único que cuenta. 
El mundo se convirtió en una sala de espera. La gente reza, llora, se mece los cabellos, se desespera, se mete las manos a los bolsillos, se llama por teléfono, muchos no pierden la fe. Las horas transcurren lentas en este hospital planetario en el que la percepción del tiempo cambió de súbito. Ya no hay razón para correr, ya nada es más importante que la vida misma: ni el futbol, ni los negocios, ni Wimbledon, ni el turismo, ni los estrenos de Hollywood, ni las escuelas, la religión o la política. Así pasa al advertirse el final. 
Si el virus fue creado maliciosamente o no en un laboratorio, nunca lo sabremos. Sin embargo, de lo que no debe quedarnos duda es de que esta pandemia supone una especie de experimento colectivo, un ensayo para que cada quien aprenda a morir —hoy o mañana— de la mejor manera posible: consigo. Si de algo nos hemos enfermado es de perdición, y la muerte es, sin duda, el mejor pretexto para reencontrarnos. Qué mejor, además, si es antes de la fatídica hora, cuando existe todavía la esperanza de salvarse. La vida cualquier día te mata, y la muerte, con un solo cariño, cualquier día te revive.  
El enemigo invisible vino a recordarnos lo vulnerables que somos y que, inevitablemente, pereceremos. Jamás estuvimos tan conscientes de nuestra extinción, no como raza, sino como individuos. ¿Cuándo imaginamos que Nueva York se detendría? Londres, Berlín, Tokyo, las noches madrileñas, las pasarelas en Milán, airbnb, Uber, Apple, las bodas, los bautizos, los benei mitzvás, Garibaldi, las taquerías, los bateaux del Senna. Así nuestras venas van a detenerse y, en el segundo menos pensado, acontecerá lo inconcebible: cerraremos los ojos y bajaremos los brazos. 
La buena noticia es que la mayoría morirá solo un poco: en sus ideas, en sus emociones, proyectos y costumbres. Muchos tendrán la oportunidad de revivir, de renacer, de recapacitar y recomponerse, de prestarle atención y darle seriedad a sus aspiraciones, a sus visiones, a sus intenciones más profundas y a sus verdaderos deseos, esos que vibran en la coronilla y recorren las columnas vertebrales en forma de escalofríos. 
Es la oportunidad histórica para resurgir y atrevernos a transformar en realidad nuestros muy particulares sueños, aquellos especialmente recurrentes durante esta pesadilla, pues a la luz de la muerte se distingue con claridad lo trascendental de la existencia, aquello que importa, las cosas que nos vuelven radiantes, las ilusiones que nos oxigenan, las sensaciones que nos resucitan.
Vencer al virus significa recuperar el sentido: el del olfato, el de la intuición y el de seguir el instinto; el del gusto, el del placer de cumplir nuestra voluntad y satisfacer nuestras necesidades; el de la mirada benévola, el de la contemplación, el de admirar y asombrarse; el de la escucha positiva, y el de tocar las almas con palabras amorosas, con acciones genuinas y reconocimientos inesperados, con sorpresas, con abrazos que pongan fin a desavenencias, con perdón.
Batallas de este calibre sirven para llegar a treguas, para reconciliarnos principalmente con nosotros mismos, para reconectarnos y redescubrirnos. Quien consigue regresar a sí en medio de semejantes luchas contra lo desconocido, capaz es de asumir con valentía los más grandes desafíos, incluida la muerte, que tan solo es la consecuencia última de la vida. Por eso este es un ensayo para aprender a morir, porque para ello tendremos primero que enseñarnos a vivir ejemplarmente, del modo más auténtico, a nuestra manera. 
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[Para casi concluir, escuché “The Crisis” de Ennio Morricone]
Con quién deseamos compartir el tiempo; a dónde queremos ir, a dónde no; qué nos dan ganas de ponernos, de comer, de decir, de callar, de presumir, de confesar y esconder, de ver y escuchar, de cometer. En parte, el nuevo gran aprendizaje consistirá en deseducarnos, en olvidar las complejidades y volver a asimilar lo sencillo: a no levantarnos de la cama de golpe, a estirarnos y hacer ruidos de tigre antes de poner el pie derecho en el piso; a reír a diestra y siniestra para fortalecer pulmones y el músculo de la felicidad; a sostenerle la mirada a los que nos saludan, a los que nos intimidan y nos gustan, a las estrellas, al atardecer, a las injusticias; a comunicarnos con los extraños y a guardar silencio para oírnos; a tomar siestas esclarecedoras y regenerativas; a usar la respiración como un vehículo, como un camino de regreso, como una puerta de salida. 
El encierro castiga menos en espacios amplios, no cabe duda. Sin embargo, el hartazgo pega parecido en casas grandes que en cuartos diminutos, pues más bien se trata de un tema de comodidad con uno mismo. Dan igual las dimensiones, al final, sin excepción, todos acabaremos confinados en nuestro propio cuerpo y únicamente podremos escapar por las pequeñas escotillas del alma, mediante una exhalación infinita. Entretanto, mientras la oportunidad perdure, siempre tendremos la posibilidad de recuperar la libertad inhalando profundo y con prolongados soplidos.
La cuarentena, este evento tan poco romántico para la mayoría, es un entrenamiento para acostumbrarnos a nuestra presencia, la única pertenencia que nos llevaremos al partir hacia la dimensión desconocida, donde, aseguran, se proyecta esa película de recuerdos perpetuos, la inolvidable cinta de paisajes y memorias construidas a lo largo de los años con quienes permanecieron en las buenas, en las malas y en el aislamiento. No es casualidad coincidir, por algo estamos juntos.  
Marquesina Cinépolis cuarentena
El cine va a cambiar. Y los conciertos, incluso los periódicos: si hoy una mala noticia desploma los mercados, pronto un buen poema, una película emotiva o una canción inspiradora los pondrá a la alza. El mundo va a transformarse. Las personas también. Algunos mantendrán sus hábitos, costumbres y rutinas, pero mucha gente va a querer dejar de ser lo que es. La muerte y sus peligros suelen despertarnos cuestionamientos. La muerte desentierra muchas preguntas. La muerte abre los ojos. La muerte cambia las perspectivas, el orden de las cosas, las prioridades, los anhelos. 
Queda entendido, desaparecer en un santiamén es factible. Por eso, ahora vivir implica replantearse permanentemente cómo se desea morir. Que después de este viaje por el basto universo de posibilidades, las últimas palabras sean: “Misión cumplida”. 
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fjkoloffon · 3 years
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Las personas que chocan en las banquetas.
Más allá de la casualidad y lo chusco, chocar con una persona al caminar por la banqueta o en cualquier sitio, siempre me ha parecido muy enigmático. ¿Cómo es que siendo este mundo tan amplio, de pronto dos personas como salidas de la nada van a estamparse? 
Sería fascinante ver una película de todas las colisiones pedestres captadas por las cámaras de vigilancia de las ciudades. Yo aparecería el sábado, sobre Avenida de los Insurgentes, en mi encontronazo con otro corredor en la esquina de Pasadena, en la colonia Nápoles de la Ciudad de México. 
Corre.
Venía contrasentido sobre el carril de las bicicletas, rumbo al sur, de regreso a casa luego de dar una vuelta por la Condesa. Me bajé unos instantes de la banqueta para evitar a una familia que entraba muy temprano a un restaurante. Proseguí unos metros por la ciclovía, sin ciclistas a la vista que me amenazaran. En cuanto pasé el kiosco de periódico me devolví de un salto a la banqueta y a punto estuve de impactar al colega corredor, a quien esquivé de suerte.
Lo más común en situaciones así es que sonría con la otra persona, sobre todo si se da esa especie de danza involuntaria de la que los involucrados solemos tratar de escapar a toda costa. Tan fascinante que es tirar ambos al mismo lado, y acto seguido al otro, hasta estrellar irremediablemente los cuerpos, como dos astros celestes que coinciden como un milagro en la vastedad del Universo. 
“¿Qué hay detrás de estos encuentros involuntarios?”, me pregunté al reemprender el paso tras salir ileso de la cita con aquel extraño, quien, lejos de actuar amable o de articular un “buenos días”, lució molesto por habérmele cruzado intempestivamente en su camino hacia quién sabe dónde. 
Quizás se trataba de un machoman y pensó que yo era gay cuando notó que debajo del cubrebocas sonreí. A lo mejor todavía olía a los ajos que me comí el día anterior con mi arroz chino. Tal vez tenía miedo de la pandemia, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es que las colisiones humanas tienen un porqué. Si la energía de dos personas se atrae en plena calle al grado que casi chocan, hay que averiguar el nombre y la posible causa: el amor, un negocio, un contacto, la suerte, un mensaje, una oportunidad; tantas cosas que transportamos para los demás y nosotros ni idea. 
Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.
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fjkoloffon · 4 years
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Lo que nos persigue.
En la vida nos persiguen muchas cosas: los miedos, el tiempo, la fecha de pago de las tarjetas de crédito, la voz de nuestros padres y su apellido. Los errores son otros que suelen ir tras nosotros —lo mismo que los aciertos, hay que decirlo—, la culpa y el remordimiento, incluso lo que no hicimos y nos quedamos con ganas de hacer. Yo siempre digo que nunca hay que quedarse con las ganas, porque a las ganas siempre les gusta quedarse.
A veces también nos persiguen los perros, sobre todo a los corredores, y alguna que otra fiera. Seguramente muchos de ustedes vieron en días pasados el video del corredor que se topa con un puma en los bosques de Slate Canyon, Utah, en Estados Unidos. Quien no, aquí les dejo el escalofriante recorrido en reversa.
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Me resultó imposible no ponerme en los pies de Kyle Burgess, el joven de 26 años que no le quitó la mirada ni un segundo al bestial felino mientras retrocedía por aquel camino irregular de tierra y rocas. Quería recoger una y lanzársela, aunque temí desatar su furia. Cuando se paraba en dos patas y amagaba con atacar, sentí el terror, lo viví de principio a fin.
«No quisiera morir hoy», le dice marcha atrás en cierto momento a la amenazante hembra que protegía a sus crías. Fue ahí donde pensé que la muerte siempre nos acecha. Podemos ir de día de campo, a la oficina, al cine o a correr a donde sea y ahí estará, disimulada pero lista para abalanzarse en el momento menos pensado.
Hay días para rendirse, días para ponerse valiente y gruñir como osos, días para hacerse para atrás con cuidado de no tropezar. Y hay días donde seremos alcanzados por ese felino salvaje al que habremos de toparnos cara a cara. Pero, entretanto, que nos persigan los buenos recuerdos, la algarabía que escuchamos a la distancia, el ruido de los pájaros y lo que nos llama a seguir.
(Ya no me gusta Coldplay, pero viene al caso)
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Texto publicado hoy en El Universal Online. 
Lo que nos persigue (El Universal)
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fjkoloffon · 4 years
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La gran hazaña.
Existen pocas personas capaces de penetrar nuestras fibrosas capas de cotidianeidad y de abrir nuestras compuertas a lo profundo, allí adonde yacen inertes esos sueños olvidados que en cierto punto de la vida nunca pusimos en duda: seríamos grandiosos.
Quién no lo pensó, quién ni siquiera se lo cuestionaba, quién no lo daba por hecho. Lo veíamos con el pensamiento, lo sentíamos, vivíamos con la convicción. Alguna vez todos albergamos una revolución interior y nos rendimos a ella, a todos nos abrasó el incontrolable fuego, la propagación de nuestra propia chispa. Sin embargo, conforme postergamos los sueños nos hacemos a la incómoda idea de simplemente eran imposibles y poco a poco la realidad se vuelve dura.
Pero pasa que de pronto aparece alguien con una magia muy particular, nos toca y quién sabe cómo logra removernos mientras espabila las ilusiones enterradas en lo recóndito de nuestro ser, donde las partículas extraviadas de nuestra esencia más bien reposan, pues los verdaderos sueños nunca mueren. Al contrario, guardan una vida lo suficientemente poderosa para resucitar a cualquiera.
Esos alquimistas que consiguen transmutar nuestros viejos anhelos en renovados bríos, son —entre otros— los atletas y los deportistas. Los hemos visto en los estadios y en la televisión dar saltos épicos con la jabalina; driblar oponentes de atrás de media cancha y meter goles históricos; venir de dos sets abajo para ganar Wimbledon; volver a levantar los brazos después de muchos años en el green del hoyo 18 de Augusta; correr más rápido que bicicletas y romper marcas imbatibles, al tiempo que en la butaca o en el sofá nos despiertan las ganas de cambiar y nos reactivan el deseo de superarnos, de brincar los obstáculos y rebasar nuestros límites.
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Mi maestro y coach de atletismo, Rubén Ordoñez, comenta: «Por eso los atletas más famosos son tan venerados, porque representan lo que nos es sagrado: nuestros sueños. No es difícil entender que ganen tanto; despertar los sueños de los niños y revivir las aspiraciones de los grandes, tiene mucho valor. Son el reflejo de millones de personas, no es casualidad que los veamos por todos lados. No es la publicidad, es algo más profundo. Nos llevan a esa dimensión muy adentro, donde en el fondo sabemos que somos capaces. Cuando el espectador se sienta a contemplar realmente a un atleta, lo que hace es que proyecta en él su propia gran hazaña. Sí, el inconsciente colectivo juega a favor del deportista».
Es como los actores de teatro y cine que nos inspiran y nos conducen directo a las emociones, a los sentimientos, a la intención. A cuántos no nos han hecho decir: “Lo que yo daría por estar ahí”. Pues vayamos allá: adentro.
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Texto publicado hoy en El Universal Online. 
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fjkoloffon · 5 years
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Un solo mundo.
Nunca la había visto. Hace años paso casi diario al lado de ella y jamás antes la noté. Si bien solo vemos lo que queremos ver, también es verdad que hay cosas que aparecen ante nosotros solo cuando quieren.
Acabé de correr y a escasos metros estiraba pies y gemelos en unos escalones sobre los que se yergue el busto de Miguel Ángel de Quevedo, “El Apóstol del Árbol”, en el Vivero de Coyoacán. Entonces me percaté que yacía a unos pasos, aunque sin anteojos no alcanzaba a distinguir con exactitud qué era.
Al acercarme descubrí que se trataba de una escultura, un mundo que emergía del suelo y de donde se sostenían dos palomas. La placa con los datos de la obra estaba cubierta con restos de tierra, varitas y un escupitajo que parecía más bien agua. Pero, al pasar las yemas de mis dedos para develar las letras, resultó ser saliva espesa.
Un solo mundo
En otra época de mi vida habría vomitado, pero con la edad perdemos ascos. “Pinche gente”, pensé y me limpié en la tierra húmeda y en la corteza de un fresno. “Un solo mundo”, leí en la inscripción que identifica la pieza de 1999 del japonés Mizuo Ishida.
No resulta extraño que esta consigna poética esté sembrada en un circuito de corredores, pues, como ya adelantaba aquí semanas atrás y como en días recientes lo vimos, quizá el deporte sea lo único capaz de unirnos: millones de personas animando al unísono a un ser humano para batir las dos horas en un maratón, los hinchas de los tres clubes de futbol más multitudinarios de Chile marchando juntos y, el domingo, un estadio de beisbol abucheando a Trump.
"¡Chile despertó!": hinchas de Colo Colo, Universidad Católica y Universidad de Chile juntos en Plaza Ñuñoa
Minuto a Minuto » https://t.co/7NAh4DtN8O pic.twitter.com/OrT18vsPDR
— T13 (@T13) October 23, 2019
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Estamos conectados, lo que acontece en un extremo del planeta tiene repercusiones al otro: Barcelona, Lima, Hong Kong, Santiago, Londres y cualquier ciudad de México. Si el aleteo de una mariposa tiene efectos a miles de kilómetros, lo que debemos hacer nosotros es abrazarnos. Porque falta todavía: también apenas el domingo, la hazaña de la holandesa Sifan Hassan de romper el récord femenil de media maratón en Valencia se truncó cuando tropezó en medio de una decena de corredores. Ninguno se detuvo a ayudarla, ni el que la trompicó, a pesar del duro golpe contra el asfalto.
Así ha sido la caída de Sifan Hassan 🇳🇱 en la media Maratón de Valencia pic.twitter.com/BFy7M002ts
— Planes Maratón (@justrunningteam) October 27, 2019
No es “Un mundo solo”, es “Un solo mundo” y no se le escupe.
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Columna publicada en el periódico El Universal.
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fjkoloffon · 6 years
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Los mundos desconocidos.
En medio de una junta con varios escritores que estamos trabajando en una nueva serie de televisión para Fábrica de Cine, de pronto volteé veinte años atrás y me vi en otra sala de juntas, rodeado de otros abogados que trabajábamos de traje y corbata en una estrategia para cerrar la filial mexicana de la principal compañía hulera del mundo por los altos costos de su contrato colectivo de trabajo.
[Escuche Clair de Lune mientras sigue leyendo...]
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Recuerdo mi primer día como pasante en aquel monstruoso despacho, mi entrada a esos mundos desconocidos de las leyes y el corporativismo. Estaba aterrado cuando crucé la puerta, la angustia en mi estómago superaba la emoción que suele provocar lo nuevo ahí mismo, en las entrañas, y peor aún cuando pusieron sobre el escritorio de mi caballeriza la montaña de expedientes a los que tendría que abocarme aun cuando no tenía la menor idea de lo que trataban. 
“Correr me salva la vida”, comentó una de las escritoras y me devolvió de golpe a la mesa de escritores. Hay palabras muy particulares que cada quien lleva insertas en sus profundidades y cuya súbita resonancia en el exterior resulta como el sonido de una campana que nos trae de vuelta al presente, palabras que son como portales que nos conducen de regreso a nosotros mismos. 
Mis pasadizos semánticos son, precisamente, “correr”, “escribir”, “historias” y, por supuesto, “música”, que, como bien cuenta Jordi Soler en “La armonía secreta”, nos transporta a zonas perdidas de nuestra memoria y nos pone en contacto con nuestra historia personal; nos hace no solo recordar, sino establecer una conexión directa con la armonía secreta del cosmos. Una canción es capaz de modificar nuestro entorno y ordenarnos, es una máquina del tiempo o un sublime callejón al alma. 
Mientras escribo estas líneas y escucho repetidamente “Clair de Lune” de Claude Debussy, simultáneamente recorro de nueva cuenta los mundos desconocidos por los que tuve que atravesar para poder sentarme hoy en esta mesa de gente que inventa historias que se toma tan enserio como los abogados los problemas. Ahí está el negocio y el éxito de cualquier oficio o industria: en creer. “Cuando corro resuelvo dilemas, encuentro finales a mis historias y transpiro la ansiedad del día a día, de los pendientes”, prosiguió la escritora. “Pero, sobre todo, cada mañana al terminar de correr vuelvo a creer otra vez en mí”.
En concierto.
Yo también, gracias a que corro, encontré la valentía para cruzar las distancias que me separaban de esos mundos desconocidos a los que tanto deseaba pertenecer pero que me parecían tan lejanos cuando usaba corbata y saco: la música, la publicidad, la escritura. Quienes tenemos la fortuna de haber descubierto en nuestro crucigrama interior las palabras escondidas, no tenemos otra que tomar vuelo y saltar al aparente vacío. 
Corran, adéntrense en su propio laberinto, encuentren sus palabras y permitan que estas a su vez los conduzcan a otras hasta llegar cada uno a su significado.
Twitter: @FJKoloffon | Facebook: /FJKoloffon | Correo: [email protected] Bienvenidas sus historias. Columna publicada en el periódico El Universal
Los mundos desconocidos
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fjkoloffon · 6 years
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#ZapatosChallenge
El viernes por la mañana, antes de entrar a mi oficina, en la banqueta de la casa contigua vi a un vagabundo de unos 40 años sentado con un plato abundante de comida y un vaso de agua que se bebió de dos sorbos.
Permanecí algunos segundos absorto en la escena, hasta que finalmente metí la llave en la cerradura de la puerta. No la giraba todavía cuando mi vecino salió por su cochera y se dirigió al indigente. Detrás de la puerta observé por una pequeña rendija cómo le sirvió más agua.
—Igual nos faltan zapatos, ¿verdad? —le dijo mi vecino con tono entrañable y suma delicadeza. —Pus… algo —respondió el vagabundo y me fijé en sus pies. 
Eran inusualmente grandes. Parecían adoloridos, aunque acostumbrados. Sus talones habían aplastado ya la parte de atrás de sus despedazados zapatos que ni por casualidad le quedaban. Los llevaba como los niños a los que regañan las mamás porque se los ponen de pantuflas. 
El vecino, cercano a los 60 y a quien jamás había visto desde que mudé la agencia ahí, tenía los pies igualmente grandes. Llevaba shorts, playera de correr y unos tenis Asics ya recorridos pero todavía buenos. En ese instante se los quitó. “Pruébatelos, casi no los uso”, justificó su generosidad y se los dio con todo y calcetines. 
En cuanto el vagabundo se los puso, su reacción fue para maravillar a cualquiera, había conocido el asombro: ¡Existían en el mundo unos zapatos cómodos! Esta vez la casualidad había sido afortunada y el destino, por un día, bondadoso. 
Enseguida vino a mi mente una de esas imágenes compartidas por millones en las redes, justo la del señor que a media calle le regala sus zapatos a una indigente, captada espontáneamente por alguien que estaba ahí cerca. Y luego aparecieron algunos videos  en mi cabeza, los del #ChonaChallenge, #PassOutChallenge, #ComeChilesHastaQueVomitesChallenge y un sinfín de retos que se han popularizado, haciendo evidente el contagio del virus del culto a la estupidez.
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También hace poco, a mi esposa, a mis hijos y a mí nos sorprendió un aguacero mientras caminábamos por el centro. En pleno chubasco, una desconocida nos tocó el claxon y sacó por su ventana un paraguas que nos ofreció para que no termináramos de empaparnos. “¡Quédenselo!”, gritó en medio del tráfico y entonces pensé en el #ParaguasChallenge, lo mismo que hoy en el de los zapatos. La vida útil de los tenis de los corredores dura alrededor de un año, después de eso no sirven bien para correr, pero suelen guardar un buen estado para que otros caminen. Además, cuando se trata de retos así, no es necesario grabarse ni toda la parafernalia de las redes, a diferencia de la denigrante y reciente campaña de Hershey’s. Es sencillo.
Basta de videos de alarde y sinsentido, mejor hagamos de la vida una película auténtica y relevante donde sus habitantes se quitan los zapatos y discretamente los dejan a las puertas de sus casas para quienes los necesiten.
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Twitter: F.J. Koloffon Contacto: [email protected] Columna publicada en el periódico El Universal.
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fjkoloffon · 3 years
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I’m so sorry, guys (Lo siento muchísimo, chicos).
Pedir perdón es de las cosas más difíciles que existen sobre la faz de la tierra. A veces hasta más que dar un salto de dos metros de altura, o que vencer a un campeón del mundo de lo que sea. Es muy complicado, sobre todo para algunas personas. Para las que no lo sienten, por ejemplo, o para aquellos cuyo ego es tan inmenso que no son capaces de enfrentarlo. 
La incapacidad de los seres humanos para pedir perdón mantiene territorios fraccionados, familias separadas, naciones divididas, grupos musicales disueltos. Cuántos discos más habría sacado Oasis, Los Beatles, Mecano. Con tanta cosa, seguido pienso que lo que el mundo necesita es un nuevo disco de Pink Floyd. 
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El asunto es que el domingo me levanté temprano para votar y de pronto en la fila me encontré inmerso en la cuestión del perdón. Me da pena decirlo, pero desde la elección de Calderón no iba a las urnas. Acabé tan hastiado de los políticos que no quise cederles ni un ápice de mi energía, ni una partícula de mi poder, ni un pensamiento y, mucho menos, mi voz ni mi voto. ¿Por qué tendrían que representarme semejantes sinvergüenzas y granujas?
Lamentablemente, luego es peor, y ni cómo quejarse. Así que ahí estaba, listo para hacer valer mi derecho a las 9:00 a.m., en plena bandera roja del Gran Premio de Azerbaiyán, con la carrera a punto de reiniciar en mi teléfono y el Checo Pérez en la punta de la parrilla, a tres vueltas del triunfo. Apagaron los semáforos rojos y Lewis Hamilton —el siete veces campeón del mundo— pisó el acelerador a fondo. Sergio, a pesar de ir adelante, optó por cortarle el paso, aunque no lo logró.
Sin embargo, el británico bloqueó sus llantas y se siguió de frente en la primera curva. Por fortuna, Checo retomó el liderato y, conforme desaparecía de sus espejos, Lewis se disculpó por el radio con su escudería: «I’m so sorry, guys (Lo siento mucho, chicos)». Me gustó el gesto, la disculpa, que no pude evitar trasladar a la fila. Todos los que estábamos ahí formados merecíamos una por parte de todos y cada uno de los políticos por los que votaríamos: por la corrupción, por los engaños, los contubernios, los desfalcos, el enriquecimiento ilícito, los errores, el abuso, las porquerías de sus partidos. 
Antes de continuar, cuánto bien nos haría que reconocieran el daño causado, pues, si bien ellos son el vehículo y los que conducen el rumbo, detrás estamos todos. No un equipo, ni una escudería ni un partido político, sino todo un país que se llama México.
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Columna publicada en el periódico El Universal.
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