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#Humberto Arenal
anthropophagus · 5 years
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An enjoyable watch...peculiar. It has the flavour of an ASMR tailor video that got screwed by NBC’s Hannibal series.
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jorgeluisborgestv · 3 years
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#CuentoDeDomingo 'El caballero Charles' de Humberto Arenal
#CuentoDeDomingo 'El caballero Charles' de Humberto Arenal #cuento
Durante décadas, Humberto Arenal (1926-2012) estuvo censurado por adherir a la revolución cubana pero con una visión crítica del gobierno. Sin embargo, nunca dejó de escribir novelas y cuentos. Fue profesor y periodista. Finalmente, en 2007 le concedieron el Premio Nacional de Literatura de Cuba, el más alto galardón de las letras de su país. Por HUMBERTO ARENAL —Ah, aquellos sí que eran…
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calledos-blog · 4 years
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Cuentos para mayores, Humberto Arenal
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latikobe · 6 years
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Sepultado en Caibarién Marcos Urbay, Premio Nacional de la Música 2018
Marcos Urbay (Foto de archivo)
VILLA CLARA, Cuba. – En horas de la mañana de este lunes tuvo lugar el sepelio del gran trompetista, profesor y director de la Banda Municipal de Conciertos Marcos Urbay Serafín (91), quien deja una profunda impronta en las enseñanzas musicales y de apreciación en las academias artísticas de toda Cuba.
Su inmensa obra didáctica se vio multiplicada en los manuales escritos por él cuando fungió como profesor en la Escuela Nacional de Instructores y en el Instituto Superior de Arte, en La Habana, los cuales aún son utilizados para el aprendizaje de la trompeta, su instrumento favorito.
Marcos también fue, por casi cuatro décadas, solista de orquestas como la Riverside y la Sinfónica Nacional.
El 7 de diciembre del pasado año, tanto Urbay como el director del Museo Nacional de la Música, Jesús Evaristo Gómez Cairo, recibieron el Premio Nacional de la Música por los múltiples aportes de ambos al universo del pentagrama en la Isla.
Sirvió el tardío reconocimiento por parte de las autoridades, para fomentar el desconcierto que nace como un cardo entre muchísimos premiados, al recibirse lauro cuando la vida acaba, y cuando a duras penas se puede disfrutar de él.  En ese sentido, cada premio de esa naturaleza puede considerarse ya un presagio funesto. Podemos recordar a Humberto Arenal, tantas veces en las listas, quien murió progresivamente en vida en el plazo de un lustro tras recibir el de Literatura. O a Lina de Feria, muriendo en vida.
Muchos cubanos que no han sido siquiera tomados en cuenta a la hora de los homenajes —tamizados por el envés ideológico y de afinidad demostrada para con la obra considerada como “revolucionaria”—, pueden morirse tranquilos en esa espera.
Marcos fomentó su talento entre obras universales de los períodos prerrevolucionarios, y otorgó instrucción y formato de jazz band netamente norteamericano a muchos de sus arreglos, creaciones e interpretaciones públicas, por los cuales recibió congratulaciones de gente sencilla a quienes coadyuvó amoldarles el oído y gusto estético, en cada jueves o domingo cuando asistieron a sus retretas.
Al unísono los extremistas cebaron su desdén por su labor. Por eso murió batuta en mano.
No obstante, el legado de Urbay desborda cualquier precariedad momentánea de un sistema anquilosado de valores verdaderos, como puede serlo la triste calidad del mísero ataúd en el que se le sepultó.
A la muerte de Marcos, los músicos jóvenes y viejos de la banda local, quienes prescindirán en lo delante de una dirección profesional como lo fue la de los Urbay. Alumnos y cuantiosos admiradores rindieron tributo presencial  y de respeto al que acaba de ser inhumado en la necrópolis de esta villa.
Termina con su vida otro ciclo de glorias vernáculas de este expuerto del centro de la Isla, sitial donde nació, creó y reposa —junto a él— otro grande del pentagrama mundial, el compositor de canciones inmortales: Manuel Corona Raimundo (1880-1950).
Sepultado en Caibarién Marcos Urbay, Premio Nacional de la Música 2018
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yoesuarez · 8 years
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Un verso de Humberto Arenal lo aconseja. No andar tan deprisa como para obviar las pequeñas maravillas del camino, ni tan despacio como para creer son las únicas.
Tras el cristal pulcrísimo de una guagua de turismo a uno le ocurre. Pierde a veces los paisajes y con ellos las historias que los nutren. El litoral norte entre La Habana y Matanzas –Mayabeque en los mapas recientes- es de esos caminos llenos de prodigios casi invisibles. Es apenas el trayecto, pocas veces el fin. El precio de gravitar entre dos grandes ciudades.
La Vía Blanca ensarta de uno en uno sitios como Jaruco, Jibacoa y Canasí, todos de nombre aborigen, con la misma suerte que sus nombradores. Ellos al margen de la historia, estos rincones al margen de la carretera por la que miles de humanos van y vienen en busca de Varadero o la capital.
Aun así, la velocidad de los autos deja ver, como una promesa, largas y claras lenguas de arena donde acaba un río, donde guarda un puente. Esos lugares que no son de la sal ni del mangle sino hijos de sus romances, se denominan Boca.
Las Bocas guardan leyendas, usos, delitos…Cada punto tiene sus muertos y sus sospechas desde que el tráfico de ron instaba en los años 20 hasta que el tráfico de personas lo hace en nuestros días.
Este es un rumbo olvidado que saetean los autos. Subutilizado y con todas las exigencias para convertirse en un circuito de relieve. El senderismo, la escalada libre, la espeleología, el buceo, la fotocaza y hasta el puenting se integrarían de forma ideal para ofrecernos la aventura de esa otra isla que no está en los catálogos turísticos. El Circuito de Boca en Boca -se me ocurre a vuelapluma; o mejor: a trotateclado- pudiera convertirse en dinamo para la economía local.
Aunque ya los campismos han colonizado espacios cerca -para vulgarizarlos ad infinitum– el modo mejor de hallar las esencias está en una mochila, una carpa y un grupo de curiosos como compañía.
  CANASÍ Y SUS ESPÍRITUS
  La Vía Blanca está llena de puentes fantasma. Los viajantes, por ejemplo, indican a los choferes se quedarán en el de Canasí, que en verdad se alza muerto; no conecta nada porque está a medio terminar.
Hay un mito popular: ese y otros se erigieron para evitar aterrizajes en la autopista durante un ataque norteamericano. El siempre inminente. Son puentes de Guerra Fría que reniegan de su razón: no unen. Obstaculizan.
De ahí hacia la costa hay dos o tres kilómetros de camino polvoriento. Dicen que Canasí nació donde desemboca el río, con dos peñones a cada lado custodiándole el sueño. Sobre 1738 el mar no quería gente cerca de sus predios y se metía en las casas a desordenar, y en los ranchos a ahogar perros, gallinas, cabritos.
Los primeros habitantes se mudaron buscando altura a inicios del siglo XIX, y fundaron Arcos de Canasí, un pueblo con dos mil almas, al sur de la carretera.
Los pocos que quedaron en el delta subieron sus vidas sobre pilotes. Próximos a la orilla del río de arenas negras aprendieron a convivir con el mangle tupido y apacentar los botes en muelles de tabla hechos con sus propias manos. Los nietos de sus nietos salen del mismo sitio a buscar comida mar a dentro. Y pasan las frías madrugadas como estrellas caídas sobre el agua; luces de quinqué a lo lejos.
Casi todo el año la Boca es asediada por excursionistas. A pesar de un campismo cercano a la gente le gusta internarse sendero adentro del otro lado del río, donde se está verdaderamente en contacto con lo natural. Los pobladores locales lo saben y reciben al forastero con ofertas funcionales. Comida rápida, agua congelada y jugo debidamente embotellados.
Una vez en el caserío un niño sobre los nueve años nos anuncia tiene un bote disponible para pasar las mochilas sin mojarse hasta la otra orilla. En su máxima profundidad la desembocadura puede alcanzar el metro y sesenta centímetros. El fondo es traicionero: arenoso, fanguinoliento, pedregoso, sembrado de esponjas y yerbajos según se avanza.
La chalupa del infante descansa sobre el césped, en el patio de una casa montada en pilares de mampostería. Es de poliespuma, pero resistente. La superficie plana soportaría el peso de hasta dos hombres. La vigila su abuelo, agachado hasta que el niño llega con los nuevos clientes. El hombre también cobra, que es asunto de mayores.
-¿Cuánto es, maestro?
-Un CUC o veinticinco pesos –contesta sonriente el guajiro, y las marcas en su rostro parecen un mapa de siglos.
Le damos el dinero, y con un gesto nos pide que ayudemos. Mientras lo seguimos un ejército de cangrejos diminutos dejan de saludar el sol del atardecer y se esfuman bajo la arena:
-Esto es cosa de los muchachos, yo lo hago por no aburrirme –dice mientras sus brazos venosos alzan un extremo del improvisado bote.
-¿Y cuánto llevan en esto? –indago, y levanto también.
-Los veranos solamente –baja un escalón que nos separa del agua y deja caer su parte-, que es cuando viene más gente. Se va un grupo y llega otro. Como ustedes.
Sonríe mientras pongo el bote en el agua, y se empieza a llenar de mochilas y zapatos. Una sonrisa oportuna puede despertar confianza, pero sospecho de la mueca siempre pegada en la cara. Si se piensa es un tanto inquietante.
-Mira, pa’ llegar a donde hacen acampadas…-se detiene- ustedes tienen casita, ¿no?
-Si.
-Ah, bueno -y continúa-. Cuando lleguen cojan por un trillito que va subiendo la loma…
No obstante, al guajiro lo mueve un candor inasible, que tiene espejo en sus ojos y se bate con la mano que nos saluda, agachado desde una orilla ya lejana.
  CANASí eN CAZUELA
  Al otro lado, el sendero que bordea el peñón, siempre estrecho, a veces escalonado, se abre una vez que llega a la costa. A la altura de ese pequeño llano se domina la entrada del río. El azul intenso del mar choca inútilmente contra el otro promontorio que custodia Boca de Canasí. Parece a lo lejos un proyectil acostado. Verdecito en árboles que se aferran a no caer de su empinada ladera, revela de tramo en tramo la blanca tez rocosa.
De ahí en adelante buena parte del camino lo haremos muy por encima del nivel del mar, sobre despeñaderos. Paralelo al litoral nos adentramos en un bosque de caletas, almácigos y palmeras que recuerdan una selva pluviosa.
Nos guía un sendero que se abre generoso ante nosotros. Como un túnel las ramas más altas se acoplan sobre las cabezas y el sol se desliza entre ellas. Los pasos caen en un colchón de hojas mustias y se integran a un cano perenne: el rumor de las olas abajo y el trino de aves ocultas.
A media que avanzamos, en espacios llanos, sin árboles, se distinguen campamentos de dos, tres y hasta cuatro casitas. Grupos de excursionistas: amigos, familias enteras con niños incluidos, se preparan para pasar la noche. No faltan las ollas hirvientes montadas sobre piedras, y el fuego avivado por ramas secas que crujen como si adivinaran que pronto serán cenizas.
Cuando la luna sale no hay mucho que hacer en verdad. Uno aprovecha la luz de las fogatas hasta que repara en que avivarlas toda la noche será una esclavitud. Además, la humareda blanca promete asfixiarnos.
Luego queda tenderse en la hierba pidiendo deseos a las estrellas fugaces y contando las historias que nadie soltaría con el sol despierto. Carcajeamos el tenso silencio del monte, únicamente rasgado por los pasos de alimañas invisibles.
Mientras esperamos que pase el vapor primero y la madrugada envíe el frescor entendemos: si hay algo valioso en el viaje son quienes nos acompañan. Junto a amigos la oscuridad es siempre un sitio más breve.
Cuando el alba despliega su tenue acuarela cangrejos gigantes se recogen hacia la costa. Abandonan los bosques de caleta que los han cobijado en la noche, y en su loca huida ante los humanos se despeñan.
El sol tempranero calienta las pieles y el agua se perfila como una necesidad. La ribera es mayormente rocosa, aunque deja ver de cuando en cuando algún arenal. Pero si hay un lugar donde el excursionista no debe dejar de ir es a La Cazuela.
Al este del río Canasí, aproximadamente a un kilómetro, se abre un lecho pedregoso con tres pequeñas grutas cercadas y penetradas por el agua azulísima. El fondo trasparente revela cardúmenes de agujitas, que se dispersan cuando nos lanzamos desde la altura.
Si avanzamos en la cueva principal la profundidad va descendiendo, y cruzado el ancho umbral nos recibe una explanada de arena muy fina. Un verdadero descanso para los pies que tanto han caminado. Adentro acompañan al viajero cangrejos parsimoniosos, casi mecánicos, y en el techo de la gruta las golondrinas aletean de un lado a otro.
Es fácil perder la noción del tiempo en ese sitio, a salvo de los rayos más violentos de la tarde tropical. En el área Protegida Boca de Canasí, no hay espacio mejor que este para recibir y despedir el sol.
  DE BOCA EN BOCA (I) Un verso de Humberto Arenal lo aconseja. No andar tan deprisa como para obviar las pequeñas maravillas del camino, ni tan despacio como para creer son las únicas.
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whileiamdying · 13 years
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EL CABALLERO CHARLES
—Ah, aquellos sí que eran tiempos mejores —dijo el hombre, ¿verdad doña Clarita? Entonces todo era distinto. Como decía la hermana del caballero Charles… ¿Cómo era aquello…? ¿Eh, doña Clarita? No recuerdo bien…
—¿Eh…?
—Lo que decía la hermana del caballero Charles… Aquello de la opu… ¿Opu qué?
La mujer estaba tendida en la cama con los ojos cerrados, casi sin oír lo que decía el hombre. Los párpados le temblaban imperceptiblemente. Entonces los entreabrió un poco.
—¡Qué opulencia y qué riqueza! —dijo espaciando las palabras con cierto fastidio y enseguida contrajo los ojos. Con una mano se aseguró que la bata de casa estaba bien cerrada y con la otra buscó un pañuelo. Después siguió oyendo la música del radio que tenía a su lado.
—Usted sabe lo que yo digo. ¿Eh, doña Clarita? El difunto Charles, que en paz descanse, ese hombre sí que sabía vivir… Qué hombre, tan… ¡Qué trajes aquellos! Dril cien, sí señor, dril cien del mejor… —eleva la cabeza y rememora— ¿Se acuerda de “La viuda alegre” cantada nada menos que por doña Esperanza Iris? ¿Se acuerda, doña Clarita? Yo me acuerdo bien. En el escenario era toda una dama, una princesa doña Esperanza Iris. ¿Verdad doña Clarita?
—No tanto, Jacinto, no tanto —dijo la mujer, abriendo los ojos por un instante. Volvió a cerrarlos y siguió escuchando la música. También sintió el gato de la vecina ronroneando por el pasillo. Había llegado a identificar todos los sonidos de la casa.
Jacinto empezó, en voz muy baja, a murmurar la música de “La Viuda Alegre” que él pretendía se sabía de memoria. Después quedó en silencio mirando a doña Clarita. Ella era alguien muy especial para él. Hacía algunos años quevenía a verla todos los domingos por la mañana y decía las mismas cosas.
Al principio le había servido de compañía, ahora le resultaba cargante aunque no quería demostrárselo por elemental consideración. Después de un rato se marchaba. Había sido chofer de Charles durante 20 ó 30 años; hasta su muerte.
—Yo apenas si salgo. Vengo a verla a usted. Y voy al cementerio a llevarle flores a mi madre —que en gloria esté— y al caballero Charles, y más nada. ¿Para qué?
Se quedó en silencio un instante. La mujer sintió cuando la gata entró en el cuarto; siempre se echaba debajo de la mesa a esperar la comida que ella le daba todos los días.
—¿Se acuerda cuando Caruso cantó en La Habana?
—Me acuerdo, muy bien —dijo la mujer y asintió con la cabeza.
—Sí señor… Todavía me acuerdo bien. Lo veo clarito, clarito. Usted tenía aquel vestido rojo que tanto le gustaba al caballero Charles. Dicen que para entonces Caruso había perdido condiciones. ¿Qué cree usted, doña Clarita?
Me lo ha peguntado tantas veces que no puedo recordarlas. ¿Hasta cuándo, Dios mío?
—Yo creo que entonces Caruso conservaba todas sus facultades.
—Envidias de la gente… —doña Clarita—, envidias de la gente. Mire, había un jardinero gallego allá en la casa del caballero Charles, que decía que Hipólito Lázaro era mejor cantante que Caruso. ¡Usted que los conoció a los dos; usted que estuvo en las tablas! ¿Qué cree usted doña Clarita?
La mayoría de las preguntas no se las contestaba, así se marchaba más pronto.
—¿Eh, doña Clarita?
—Los dos fueron grandes cantantes. No podría decir…
La mujer se incorporó. Se miró en el espejo. Estaba gorda y por debajo del tinte del pelo asomaban las canas. Por eso ya casi nunca se miraba.
Tampoco recordaba el día de su cumpleaños. En un tiempo vivía derecuerdos, de fechas, de momentos gratos del pasado. Ahora le importaba más el presente, el poco presente que le quedaba.
—¿Usted estuvo en México varias veces, verdad doña Clarita?
—Ocho veces —dijo tomando el gato debajo de la mesa.
—¿Y trabajó allí, verdad doña Clarita?
Él lo sabía pero siempre se lo volvía a preguntar. Sabía detalles de su vida mejor que ella. Tenía álbumes de fotografías y recuerdos de toda su carrera teatral que Charles había guardado y que al morir él había logrado sacar de la casa sin que la esposa del otro se diera cuenta.
—Sí, yo trabajé allí, Jacinto —le respondió sin mirarlo.
—¿Con doña Esperanza Iris?
—Con la Iris.
—Ay, qué suerte la suya! Yo siempre lo he pensado: usted es una mujer de suerte, de mucha suerte.
Pensó decirle: Qué sabe usted, Jacinto.
En un tiempo ella también creía que era una mujer de mucha suerte. Miró al hombre un instante: observaba la fotografía de Charles que estaba sobre el escaparate. Después ella le pasó la mano por el lomo al gato que ahora comía despacio lo que le había servido. Después la miró y se relamió el hocico.
—Cuando usted y el caballero Charles se fueron a París y a Madrid y a todos esos lugares allá lejanos, en la Europa, yo los llevé a los muelles. Lo recuerdo clarito. Usted parecía una reina allí en el Packard y el caballero Charles, que era lo que se llama un gentleman, un gentleman de verdad, llevaba unos pantalones de franela blancos y un saco azul. Todo el mundo tenía que ver con ustedes. Doña Eusebia, la hermana del caballero Charles, decía que él se parecía al príncipe de Gales. Todavía tengo en la casa la tarjeta que ustedes me mandaron desde París, con unas palabritas en francés que me tradujo un amigo de mi hermana. Yo todo lo de ustedes lo guardo. Ese es mi tesoro… Yo pensaba el otro día…
En París Charles me prometió que cuando regresáramos se divorciaría y nos casaríamos inmediatamente. Después no volvió a hablarme del asunto hasta que seis meses después del regreso de Europa se lo recordé.
—Yo sé, yo sé que te lo prometí, pero ahora vas a tener que esperar. Las cosas en casa no están muy bien. Vas a tener que esperar Divina —dijo entonces.
También me explicó que su hija Alicia ya iba a cumplir 15 años y que él quería ahorrarle ahora un disgusto. Vas a tener que esperar un poco, me dijo. En realidad yo no había pensado nunca tener un hijo con él pero desde entonces traté de convencerlo que un hijo me serviría de compañía toda la vida. Pero Charles siempre se opuso.
—Usted llevaba una pamela rosa y unos impertinentes color nácar. Todo el mundo tenía que ver con ustedes. Usted me perdona, pero lucía muy elegante, muy distinguida… muy bella. Y perdone la confianza, doña Clarita.
Mientras hablaba lo miró con detenimiento por primera vez.
—Ya hace mucho tiempo de eso, Jacinto.
—Para mí no —le contestó enseguida, mirándola con detenimiento por primera vez—, yo a veces pienso que no ha pasado ni un minuto —se llevóa la frente la mano como si sintiera un agudo dolor, y se puso a mirar por la ventana que estaba a su lado,por la que se veía el mar—; mi hermana Eloísa dice que yo sufro mucho por eso, pero yo creo que ella es la que sufre. Yo siempre tengo por lo menos mis recuerdos. Ella dice que me olvide de todas esas cosas, que eso me hace daño, pero yo no quiero que me los quiten. A veces cierro los ojos y veo todo clarito. A veces oigo la voz del caballero Charles como si estuviera al lado mío. ¿Se acuerda cómo se reía? Así tan alegre, tan fuerte… Qué risa la suya. Yo recuerdo todas las conversaciones de él,las cosas que me decía. Él me decía: Jacinto,tú eres un negro muy especial; tú eres un negro distinto; tú casi eres blanco… Qué gracioso… Eso me decía, doña Clarita. Yo todo lo recuerdo.
La mujer tomó un vestido del escaparate y entró en el baño.
Antes este hombre era parte de un esquema y ella jamás se fijó en él, ni lo analizó ni lo juzgó. Era parte inevitable y eficiente de una serie de factores que hacían fácil su vida. Ahora le parecía otro hombre. Él murmuraba algo en voz baja. Ella salió del baño y fue al espejo. Mientrasse empolvaba la cara, el hombre seguía mirando por la ventana, ignorando su presencia.
—Yo empecé a trabajar con el caballero Charles en el gobierno del general Menocal —dijo sin volverse—. Cuando las famosas peleas de conservadores y liberales. Cómo ha llovido desde entonces; sí señor. Yo entonces jugaba pelota en el antiguo Almendares. Yo le bateé una vez un jonrón al gran Adolfo Luque. ¿Qué le parece?
—¿No me diga? —respondió y trató de sonreír.
Él hizo una pausa y sonrió. Después se volvió para sentarse de nuevo en la silla. Así se sentía más cerca de ella, sin ofenderla.
—Me acuerdo como si fuera ahoritica mismo. Había un negrito muy refistolero que jugaba la primera base en el equipo del Marianao, élme dijo quele habían hablado de un puesto de chofer, que si yo lo quería. Creo que trabajaba a medias un fotingo en la Plaza del Mercado de Cuatro Caminos con un primo suyo. Y además tenía delirio de jugar en las grandes ligas y todo eso. Decía que si Luque se lo iba a llevar para el Norte, que si para aquí, que si para allá. La verdad, era un poco alardoso —dice y termina riendo a plenitud.
La mujer se estaba peinando y lo miró por el espejo. Ahora parecía más interesada. Él se dio cuenta y la miró con atención.
—Figúrese, yo estaba pasando una canina tremenda. En casa éramos ocho para comer y prácticamente lo único fijo que entraba en la casa era lo que ganaba mi hermana Eulalia que era modista y trabajaba para el modisto Bernabeu, y lo que ganaba mi madre, que no era mucho la pobre, lavando para afuera. Entonces este negrito amigo mío, Bebo le decían, Genovevo se llamaba, hace rato que tenía el nombre en la punta de la lengua. Genovevo me llevó a ver al caballero Charles.
La mujer había terminado de arreglarse y tomó un bolso que había encima de la cama.
—Jacinto, yo tengo que salir a hacer unas compras,usted me va a perdonar, pero tengo…
—Yo la acompaño, doña Clarita, yo la acompaño con mucho gusto. No faltaba más.
Ella lo miró un instante muy seria, como si fuera a decirle algo importante y por fin dijo:
—Bueno… está bien.
Salieron al pasillo.
—El caballero Charles me recibió en su despacho en la Manzana de Gómez y yo le entregué el papelito que me había dado Genovevo y él lo leyó así, serio como acostumbraba él. Y yo enseguida me dije que me gustaba aquel hombre. Y él terminó de leer el papel…
Pasaron frente a una puerta abierta y una mujer muy gorda vestida de blanco que estaba sentada en un sillón abanicándose lentamente los miró y dijo alegremente:
—¿Oiga vecina, dónde va tan elegante?
—A unas compras—contesta la otra.
Jacinto se ha acercado y dice:
—…y después me dijo que empezara a trabajar el lunes. Era un sábado; un sábado o un viernes, no lo recuerdo bien… a veces me falla la memoria.
—Oiga Fefa, yo le di a la gatica un poco de picadillo y un poco de arroz que me sobró del almuerzo.
—Gracias, vecina. ¿Y cómo ha seguido del reuma?
—Mejor, algo mejor. Creo que me voy a ir a San Diego de los Baños con una amiga mía a ver si se me acaba de quitar. He pasado unos días muy adolorida, pero ya estoy mejor —comienza a caminar—. Hasta luego Fefa, hasta luego.
—Adiós vecina, que se mejores. Si ve a Julito por ahí me lo echa para acá que quiero mandar a buscar algo a la bodega.
El hombre se había separado un poco de ella y la observaba sonriente. Baja la cabeza y le dice con cierta intimidad.
—Yo le contaba que fue un sábado o un viernes cuando conocí al caballero Charles.
—Fue un sábado Jacinto; ya usted me lo ha contado otras veces.
El hombre parecía no oírla.
—Sacó diez pesos de la billetera y me dijo que me comprara una camisa blanca y una corbata negra y una gorra y que estuviera el lunes a las ocho de la mañana en su casa, en el Vedado. Así empecé con el caballero Charles. Yo nunca me olvido.
La mujer caminaba delante, sin oírlo, sin apenas percatarse de su presencia. El se había puesto la gorra que hasta ahora había llevado en las manos y trataba de alcanzarla.
El día que le dije a Charles que estaba encinta, se quedó un rato muy serio sin decir nada y después dijo:
—Mira Divina, tú sabes que eso no puede ser. Yo conozco un médico que te puede hacer un curetaje. Es un amigo mío de toda la vida y es un buen médico. Vive aquí cerca en la calle de San Lázaro. Yo te voy a llevar esta misma semana para que te examine. No te ocupes. Eso se resuelve.
Le pedí varias veces que me dejara tener el hijo, traté de explicarle que yo no tenía nada, que me dejara por lo menos tener un hijo.
—Déjate de esas tonterías Divina —dijo él— tú sabes que eso no es posible. Tú me tienes a mí, y tú tienes tu carrera artística. A ti no te falta nada. No compliques las cosas. A ti no te falta lo que se llama nada.
Ella se fue a llorar a su cuarto y él le tocó varias veces la puerta y ella no le contestó y por fin él se marchó. Al día siguiente vino y le dijo que ya habíaarreglado todo con su amigo el médico y que al día siguiente por la tarde lo irían a ver.
—Yo al principio me ponía un poco nervioso con él. Era un hombre que inspiraba tanto respeto. Yo lo veía con los abogados y con toda aquella gente de dinero de los ingenios y veía con el respeto que lo trataban. El caballero Charles era una persona de pocas palabras, pero cuando hablaba inspiraba mucho respeto. Todo el mundo lo oía.
Ella está mirando unas frutas y el vendedor se acerca.
—¿Cómo está señora, cómo sigue de su reuma? —le pregunta.
—Mejorcita, gracias. Estos mameyes… ¿a cómo son?
—Estos a 50 y estos otros a 60. También tengo aquí unos zapotes preciosos —se agachó y sacó un cesto de debajo del carro—. Están dulcecitos como almíbar, señora.¿Por qué no se lleva dos o tres por lo menos?
El hombre se le acerca y le dice en voz baja:
—El día que enterramos a mi pobre madre, el caballero Charles me llamó y me dijo que no me ocupara de nada que él iba a correr con todos los gastos del entierro. Sin contar el dinero que me había dado para las medicinas por adelantado y que después no me quiso cobrar. Y además la corona que mandó. Era la mejor de todas, doña Clarita. La mejor. Todo el mundo tenía que ver con ella.
Ella toma uno de los mameyes, se lo da al vendedor, y comienza a tantear los zapotes.
—Él siempre me dio muy buenos consejos. A élle debo no haberme enredado con aquella viuda que tuve de mujer. Un día yo le conté el asunto y él me oyó todo el cuento y me dijo: “Mira Jacinto, ¿para qué te vas a buscar una viuda con hijos? Búscate una muchacha jovencita igual que tú si quieres casarte y no te compliques la vida con una viuda que además es mayor que tú. Además, tú estás bien así como estás. No te compliques la vida por gusto, Jacinto.” Eso me dijo el caballero Charles. Él era un hombre muy bueno. ¿Verdad, doña Clarita?
Íbamos en la cubierta del “Santa Rosa”. Un amigo de Charles que era agente teatral me había conseguido un buen contrato para trabajar en Colombia. A Charles le gustaba que yo cantara. Yo creo que lo estimulaba, que lo ponía en contacto con un mundo que a él siempre le había atraído. Una vez me dijo que su ilusión hubiera sido ser actor y cantante de ópera.
Cantar en el Metropolitan de Nueva York, o en la Escala de Milán. Mira eso. Nadie lo diría.Nosotros habíamos planificado el viaje durante varios meses. Charles tenía unos negocios en Colombia y los había tomado como excusa para irse conmigo. Siempre que yo trabajaba fuera de La Habana le gustaba acompañarme, si era posible, para ver quiénes trabajaban conmigo, seleccionar conmigo la música que iba a cantar y hasta aprobar el vestuario que iba a usar. Él decía que no me podía dejar sola porque a mí me faltaba malicia y sentido práctico para tratar con esa gente que él decía a veces era inmoral y astuta. A mí me gustaba ver la Aurora. Nos levantábamos muy temprano y nos íbamos a la proa del barco a ver salir el sol. Lo hacíamos casi a diario. Charles me tomaba del brazo y nos quedábamos allí casi sin hablar. Eran momentos de gran placer que nunca olvidaré. Una mañana mientras estábamos allí, Charles vio un matrimonio amigo de su mujer y de él paseando por la cubierta del barco. No nos vieron pero Charles, por precaución,no se dejó ver más en público conmigo. Me sentí humillada. Él siempre decía lo mismo: lo más importante en la vida es guardar las apariencias.
Doña Fefa había vivido veinte años al lado de doña Clarita. En verdad no eran amigas, pero siempre se habían respetado y sentido un afecto mutuo. Doña Fefa era viuda. Su marido había trabajado cuarenta años como tenedor de libros. Nunca tuvieron hijos. Una mañana amaneció muerto a su lado. Ahora solo hablaba de él cuando iba al cementerio una vez al mes. Siempre lo llamaba el pobre Faustino. Doña Fefa tenía una gata y un canario a los que hablaba el día entero. Ella afirmabaenfáticamente que ambos entendían todo lo que ella les decía. A veces doña Clarita llegó a pensar que esto era algo más que una tontería, como afirmaban los otros vecinos de la casa. Doña Fefa estaba preocupada por doña Clarita. La pobre estaba tan sola. Últimamente la veía muy pálida y la sentía durante la noche caminando por el cuarto y ya no la oía cantar como antes, que siempre entonaba partes de zarzuelas y operetas. Ella, que siempre se había conservado tan joven, de pronto había envejecido visiblemente. El rostro se le había endurecido, decía la gente. Hacía tiempo que quería decirle todas estas cosas, pero doña Clarita era una mujer tan hermética y tan fuerte que ella temía una respuesta intempestiva.
Doña Fefa estaba pensando todas estas cosas y pasándose un cepillo por su pelo largo y canoso, cuando pasó frente a su puerta doña Clarita con Jacinto.
—Oiga, vecina —le dijo—, he estado pensando en una medicina que tomaba el pobre Faustino para el reuma y que a usted seguramente la va a asentar.
Doña Clarita se detuvo un instante y Jacinto le sonrió a la mujer.
—Yo estoy tomando unas píldoras y creo que si me voy a dar unos baños a San Diego se me pasará.
—Yo le voy a buscar un pomito que tengo por ahí guardado para que las pruebe, vecina. A ver si le asientan.
Le contestó que estaba bien y siguió caminando para su habitación.
Mientras ella pelaba unas papas y después cuando se fue detrás del parabán para ponerse una bata, Jacinto decía:
—Yo a veces me pongo a pensar… no sé… ¿Usted cree en el más allá, eh doña Clarita?
Tardó en contestarle hasta que salió detrás del parabán. Se encogió de hombros para decir:
—No sé, Jacinto, eso a veces me da miedo.
—Yo antes no creía en esas cosas porque pensaba que eran cosas de brujerías, y esas cosas atrasan, pero un amigo mío muy inteligente me dio los libros de ese científico que se llama Alan Kardec, y además conocí hace algún tiempo a la hermana Blanca Rosa, una médium que vive por allá por Mantilla, y la verdad que he tenido muy buenas pruebas. ¿Usted sabe que yo he hablado con el espíritu de mi madre, que en paz descanse?
Ella lo miró un instante y después le respondió:
—¿No me diga? ¿Usted está seguro de eso?
—Como le estoy hablando a usted. Mire, yo nunca hablo estas cosas con nadie, pero yo siempre he pensado que usted es como de mi familia, y perdone el atrevimiento, yo le digo que yo he hablado con mi madre. Para mí ha sido un gran consuelo. ¿Usted sabe una cosa, doña Clarita?, yo creo que usted debía ir a verla.
—Yo, ¿para qué? —respondió ella muy sorprendida.
—Pues, a mí me parece que sería bueno para usted ver si se comunica con el caballero Charles… Usted está aquí tan solita todo el tiempo… Sería un gran consuelo. ¿No cree usted?
Ella caminó hasta detrás del parabán y se quedó un instante pensando lo que iba a contestarle.
—Yo no creo en esas cosas, Jacinto.
—Hay que tener una fe, doña Clarita, la fe salva.
No le contestó. Cuando salió, Jacinto se le quedó mirando muy serio y no le dijo nada. Parecía contrariado. Ella fue a la cama y se tendió con gran cuidado.Inmóvil, con los ojos cerrados. Él permaneció con la cabeza baja.
Los dos en silencio un gran rato.
—Jacinto —le dijo y él miró con atención— el domingo que viene yo no voy a estar aquí, así que no venga. Voy a darme unos baños a San Diego.
—Entonces será el otro domingo, doña Clarita. Que la pase bien por allá.
—No, el otro domingo todavía no estaré aquí. Mejor es que me llame por teléfono. Entonces le diré entonces cuándopuede venir.
Jacinto se quedó mirando al suelo haciendo unos guiños, como hacía siempre que estaba nervioso.
—Está bien, doña Clarita; yo la llamo. Está bien —se puso de pie—: yo creo que ahora me voy yendo. Mi hermana Eulalia me pelea si no estoy para el almuerzo. Ella es muy matraquillosa.
Ella sonrió. Él comenzó a caminar hacia la puerta, pero antes se detuvo y la miró. Ella también lo miró muy seria.
—Bueno, hasta luego, doña Clarita. Que se mejore de sus malesas. Hasta luego…
—Adiós Jacinto —incorporándose y tratando de sonreír.
Lo vio irse y después cerró los ojos. Sintió a doña Fefameciéndose lentamente en el sillón, el motor del tanque de agua, un radio lejano, una pila que goteaba, el burbujear del agua en que se cocían las papas, el aire batiendo las cortinas de la ventana. Abrió los ojos un instante y miró el retrato de Charles. Volvió a cerrarlos enseguida.
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mewmagazine · 11 years
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Una violencia realista y contradictoria a través de 'Caníbal', de Manuel Martín Cuenca
Siempre hablamos de vender el alma al diablo pero ¿qué pasaría si el mal se viese tentado por el bien? Qué agridulce contradicción ¿no?
Manuel Martín Cuenca, en su cuarto largometraje ‘Caníbal’, juega con las emociones más puras y los actos más impuros…
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