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Estás bien buena, pero quítate... vine a ver a Robert Smith
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Por Javier Ibarra
Con 25 años escuché por primera vez en vivo “Boys don’t cry”. The Cure se presentó en el Foro Sol de la Ciudad de México el 21 de abril 2013. Muchos esperaban esa canción con morbo. Para otros fue el detonante pop que los hizo comprar sus boletos con desesperación. Y no es que ese sencillo sea mi canción favorita. Tampoco quiere decir que la odie. Pero mentiría si afirmo que no sentí algo especial al percibir el primer acorde de guitarra que trajo un grito en conjunto de todo el recinto, cuatro horas después de un temblor igual de extasiado que los presentes.
 Melodías como “Push”, “Prayers for rain”, “Pictures of you”, “Lullaby”, “Fascination street”, “Let’s go to bed”, “Fire in Cairo”… lograron que, al reconocerlas, sintiera cosas espoleando mi cabeza. Era el momento perfecto para identificarme con lo que dicen.
Pero regresemos al principio de todo: al hit que me provocó escalofríos al aceptar que sí, era verdad, estaba viendo tocar a The Cure.
Todo se remonta a los primeros días de enero 2012. En una reunión familiar mis tíos Roy y Rodolfo me preguntaron si quería acompañarlos a presenciar a esos viejos vampiros de Inglaterra que, tocando ese sombrío estilo musical, junto con Siouxsie & The Banshees, Joy Division, Bauhaus, Killing Joke, The Psychedelic Furs, Violent Femmes… dieron pie a un cliché más de los ochenta: el post punk.
La oferta consistía en que tendría que poner la mitad de mi boleto. Acepté y reconocí que en ocasiones lo correctos y fastidiosos que son mis tíos, desaparece cuando una banda del tamaño de The Cure da a conocer que vendrá al país; incluso logrando que se olviden que son unos comprometidos padres de familia, quienes ejercen la mayor parte de su tiempo como profesionistas, midiendo su estilo de vida por viajes de negocios al extranjero, mensualidades escolares altas, automóviles del año, ascensos laborales, capacitaciones, anécdotas de traje y corbata, y chequeos médicos que sus presiones altas comenzaron a exigir.
Cabe recalcar que mis tíos no se imaginaban que The Cure me gusta mucho, aun cuando algunas veces me llegaron a ver con mi playera del álbum Disintegration que logré conseguir en el Tianguis de Las Vías, cercano al Metro La Raza. Pero tal vez por eso vino la invitación al tan inesperado concierto.
En cambio, yo sí recuerdo a mis tíos en los noventa. Mi tío Rodolfo fungía como el genérico fan que gustaba de las canciones felices, populares y que The Cure dejó para la posteridad en videos que, seguramente, comenzó a disfrutar en sus noches de antro en la Zona Rosa, bailando “Just like heaven”, ya que fue con la rola donde abrazó de una manera natural a mi tía Sandra; seguro recordaban su noviazgo.
Mientras que mi tío Roy era el darketo fan que disfrutaba de las canciones más oscuras como “One hundred years”. Él fue quien por primera vez me hizo escuchar “Boys don’t cry” en su habitación tapizada de posters de luchadores. De hecho, siempre he creído que les sugirió a mis padres que debía de ser un vampiro en todos los festivales del kínder; como si siempre hubiera visto algo en mí.
  Crecí y mis tíos ya no escuchaban a The Cure como antes. La habitación que compartían en la casa de mis abuelos, después de que ambos se graduaron en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y se comprometieron con mis tías, se convirtió en nuevos recintos con esposas, hijos y perros schnauzers.
Uno de los últimos recuerdos que tengo de The Cure y mis tíos, antes de la invitación al concierto, es el DVD de Greatest hits. Mi tío Rodolfo me lo obsequió en uno de mis cumpleaños. Pero aún eran fechas que The Cure no sonaba tanto como ocurre ahora en mi habitación. En aquel entonces el hardcore y sus subgéneros lo era todo para mí. Mis gorras llevaban parches con slogans como Chaos is me, la frase de batalla de Orchid, una de mis agrupaciones favoritas de toda la vida. Usaba una cadena para sujetar mi billetera al pantalón, un cinturón de estoperoles, una sudadera que tenía un estampado de Tragedy, había una arracada en mi labio inferior, mi cabello era como el de Spock, de Star trek, y los proyectos que descubría, mientras fueran cada vez más ruidosos y nihilistas, eran muchísimo mejor que escuchar clásicos del rock.
Por todo eso, más la imberbe llama de rebeldía que nos ilumina por dentro cuando somos adolescentes, en 2004 me negué a asistir al concierto de The Cure, en la Arena Monterrey de Cintermex. Ninguno de mis amigos que tenía gracias a la música irían, y mis tíos se encontraban a más de 900 kilómetros de distancia. Entonces yo no iba a ser la excepción.
El amor no existía entre mis círculos de esparcimiento. En mi habitación sólo había canciones de Los Crudos, Reversal of Man, Cementerio Show, Ekkaia, Satanic Surfers, Descendents, Eterna Inocencia, Fun People, Capn’ Jazz, Jawbreaker, Fugazi, Charles Bronson, Contrakaos, División Minúscula y Noches prohibidas de Golden Channel. Para mí era necesario ser una especie rara que odiaba todo, por lo que no iba a pagar una cantidad alta de dinero, y así escuchar decir a Robert Smith que ese concierto había sido el mejor de su gira, que amaba a sus fans de la Ciudad de las Montañas con todo su corazón.
  Pasaron los años y las baterías aceleradas, las estridentes guitarras y los gritos desesperantes, se iban quedando en el camino. Las letras de Robert Smith comenzaban a ser las piezas faltantes de mi rompecabezas, cada vez que mi vida se estrellaba con algo, y alguna canción de The Cure se encargaba de cicatrizar las heridas.
Comencé a pensar que jamás estaría en alguno de sus conciertos, que el líder de uno de los míticos grupos de post punk, tarde o temprano podría sufrir un paro cardíaco; o explotar por lo obeso que se ve ahora. La vieja escuela suele bromear con su fisionomía. Mis tíos mencionaron lo del ataque al corazón en los días previos al concierto, cuando las reuniones familiares eran atrapadas en el televisor por alguna presentación reciente de los ingleses.
Hasta el día de hoy, nunca he contado los días que faltan para acudir a algún concierto masivo. Creo que se debe a mi pasado dentro del hardcore, a mi afán de preferir bandas que se presentan en casas, sótanos, cafeterías, cuartos de ensayo, okupas, tiendas de discos, librerías y pequeños bares a donde ellos mismos llegan manejando sus camionetas, después de organizar sus giras.
Sigo sin tolerar a los fanáticos de los conciertos masivos que hacen la señal del rock con sus manos y gritan con desesperación el tema que desean escuchar. Esquivar vasos con orines me es algo desconocido: prefiero la sangre o el sudor a centímetros del cantante herido que, desgraciadamente, sufrió un accidente-amigable. Pero comprar souvenirs que venden mientras caminas hasta llegar a la pista o asiento asignado me es interesante: el ingenio mexicano y la manera de supervivencia no tiene géneros musicales predilectos. Y en el interior de los estadios o arenas, ya es todo un requisito que tengas un teléfono inteligente para hacerlo pasar como el primitivo encendedor que solía acompañar baladas de Guns N’ Roses.
Ciertos dispositivos de un tiempo para acá funcionan como un encendedor que graba, ilumina y reproduce el recuerdo, con la diferencia de que ese aparato muchas de las veces terminaba en las gradas o la pista del lugar, al momento de agotarse su gas y no contar con una pila recargable.
Pero mi completo sentir de aberración viene al escuchar a mi otro tío (Ricardo, el menor de los tres hermanos de mi mamá), decirme todas las cosas que suceden cuando Metallica viene a México. Siempre lo relata con tanta emoción que sus ojos se cristalizan. Siempre me he negado a acudir a ese concierto con él. Hace poco me armé de valor y le dije que por su culpa odiaba a esos pinches rockstars. Desde que tenía 5 años me obligaba a que pusiera atención en las canciones de esa agrupación que se convirtió en una empresa. A un primo menor, Roger (hijo de mi tío Rodolfo), sí logró lavarle el cerebro, y ahora a cualquier propuesta de rock no la ve más allá que de un estadio a reventar, demandas multimillonarias, pose, y sin una historia previa de picar piedra junto con otros proyectos, para que exista un interés de sumergirse en un movimiento, un género musical y buscar artistas similares, descubriendo que no todo lo importante tiene que ver con la mercadotecnia.
  Después de ciertas cosas que me llevaron al concierto de The Cure, mis tíos pasarían por mí antes de las seis de la tarde. Esperaba que mi tío Roy llegara vestido de terciopelo, y mi tío Rodolfo con su mejor camisa de vestir, evocando las fiestas donde Patrick Miller lo hacía bailar high energy.
Y también, entre todo lo superficial que dice mi otro tío (Ricardo, el obsesionado por Metallica) sobre las explosiones, los gritos de “fuck yeah” y todo lo que ocurre en los conciertos masivos, la única información que me sirvió fue saber que el precio de la cerveza (dos de media en un vaso de plástico que nunca me ha gustado el sabor que le da) rondaba los 100 pesos.
Así que, aparte de los 200 pesos que tenía que darles a mis tíos, tomé un ciego más para disfrutar de una chela viendo y escuchando a The Cure, cuando me encontrara más que extasiado. Sólo que la mejor opción era comprar dos caguamas y pre-copear en mi habitación, viendo alguna serie de televisión, hasta que me recogieran.
Nada de eso ocurrió: mi celular sonó como a las tres de la tarde y tuve que ir a encontrarlos al Metro Velódromo. Al escuchar el clásico chiflido que siempre han usado mis tíos para dar a conocer que ya llegaron, me percaté que habían elegido ir únicamente en el Jetta blanco de mi tío Roy.
Cuando vi sus prendas de vestir descubrí que ninguna traía de vuelta a su juventud. Lo que pensé fue que yo pude haberme puesto mi traje de vampiro, para tomarme más en serio todo el asunto de los conciertos masivos. Lástima que crecí y olvidé las coreografías de los bailes en el kínder.
Subí al Jetta y mientras intentábamos dar con el estacionamiento indicado, mis tíos me preguntaban por qué estaba espantado. A la cuarta ocasión que me cuestionaron, no dude en decirles que era por sentir emoción, e igualmente por lo raro de presenciar a The Cure con ellos y mis tías Norma y Sandra, quienes estaban a mis costados, en el asiento trasero.
  Tras dar tres vueltas por el mismo sitio, mi tío Roy terminó estacionando su carro en el deportivo que está de frente al Velódromo Olímpico Agustín Melgar. En cuanto el Viene-Viene advirtió que eran 100 pesos de cuota, mis tíos dejaron saber que hace mucho no iban a un concierto masivo: la cantidad que ambos recordaban era menos de 50 pesos. Yo no me espanté por la cantidad de dinero del estacionamiento, sino que me preocupé por el costo de la cheve.
Cruzamos la estación del Metro Velódromo. Subimos los escalones de un extenso puente peatonal donde aparecieron los revendedores, preguntando si traíamos o queríamos entradas para el concierto. Desde ahí se podía ver el Palacio de los Deportes y detrás suyo el Foro Sol a punto de convertirse en un inmenso ataúd sonoro de post punk.
Nos internamos en una calle que daba a otro puente peatonal. Los gritos de los vendedores ambulantes te hacían voltear a ver la extensa gama de playeras, tazas, llaveros, bufandas y demás objetos que inventan para generar dinero. Para ese momento mis tíos ya caminaban tomándose de las manos con mis tías, rejuveneciendo en un contacto natural, el poético estilo de canciones que escribe Robert Smith.
En cuanto los vi me arrepentí de no haber tomado ninguna chela en mi habitación. Yo caminaba solo y nadie me susurraría al oído “Close to me”, en cuanto estuviera iniciando.
Si quería dejar de ser parte de ese acto romántico de mis tíos, lo mejor hubiera sido subir a un bicitaxi, los cuales, como si ya conocieran la manera de trabajar en los conciertos masivos, esperaban a un costado del puente peatonal a los fanáticos más güevones. Hasta me imaginé a los bicitaxistas vestidos como darketos, con sus medios de trabajo pintados de negro y soltando un vapor espeluznante por la parte trasera. Se me hizo gracioso y me despejó de todo.
Caminaba observando los diferentes tipos de fanáticos que The Cure ha germinado. Al frente de nosotros iba una señora que pudo haber sido una de mis tías, la pareja perfecta de mi tío Roy; vestía de terciopelo, botas de charol que rozaban sus rodillas, y su cabello estaba explotado como el de Siouxsie Sioux. A mis costados, del lado derecho, iba un grupo de jóvenes aproximadamente de la misma edad que yo, con sus novias portando vestidos de dominatrices. Del otro lado caminaban padres de familia que, al parecer, llevaban por primera vez a sus hijos a un concierto: un pequeño como de 3 años lucía maquillado del rostro, como un Edward Scissorhands, sin aún saber el significado que dictan los decibeles de la música, tal vez creyendo que lo llevaban al Zoológico de Chapultepec.
En el otro puente peatonal que nos esperaba para subirlo y bajar ya sonaba, primero, la desconocida voz de Andrea Balency Trio. Mi tío Roy, justo en medio del puente, me señaló la playera roja de la chica que caminaba a unos cuantos pasos de nosotros. Me preguntó si conocía a The Chameleons. La verdad, nunca había visto una prenda de ellos, y le dije que sí los conocía, cuando en mi cabeza se volvían a formar los rostros deformes de algunos nuevos valedores de Chilangolandía bailando la canción “Second skin”, bajo los influjos de alguna droga psicodélica.
La chica con la playera de The Chameleons era un monumento de pies a cabeza. Tenía el cabello corto y, para combinar con su indumentaria, era un hermoso ser pelirrojo que se parecía a la actriz Rose McGowan, en Scream.
Estoy seguro de que no pesaba más de 50 kilos. Aun así, su figura hacia juego con su estatura como de 1.55 como máximo. Su trasero era hermoso con ese pantalón de mezclilla que hacía juego con sus botas tipo Dr. Martens y, también, caminaba con quienes aparentemente eran sus familiares.
Con la boca abierta y casi babeando, rebasé a la chica pelirroja y a su supuesta familia, para que, en ese mismo instante, al voltear a verla a la cara, me di cuenta de que sí, era idéntica a la actriz que llegó a ser la pareja de Marilyn Manson.
Creí dar con el prototipo de chica que debe escuchar melodías oscuras, melodías sensuales para seres pálidos. Volví a verla un par de veces más, hasta que desapareció en una de las puertas del Foro Sol.
  Subimos al palco número 1. Mi asiento asignado era el 6. Otra vez, quedé en medio de mis tías. El ambiente de los conciertos masivos hizo que hablara un poco con ellas. Conversamos de mi trabajo en una editorial independiente de arte contemporáneo y de mi fanzine literario-musical.
Puse atención a las últimas dos canciones de Andrea Balency Trio, y mis tíos volvían a ser lo que son en el presente: hablaban de los cursos que imparten por México, Sudamérica y el Caribe. Fue cuando mis tías me preguntaron el género musical de los teloneros de The Cure. Pude haberles dicho shoegaze, pero como ahora existen estilos inclasificables, opté por decirles que se trataba de canción-melodramática-popular.
Andrea Balency Trio, antes de finalizar su presentación, agradeció al público. Creo que a muchos les gusto. Me incluyó porque aplaudí. En medio de sus palabras mencionaron que Robert Smith cumplía 54 años, en el último concierto de su gira latinoamericana. Para ese momento el vendedor de cervezas se paseaba enfrente de mí: sentía que me señalaba, que me inducia para preguntarle el precio que tenían.
Elegí poner mis ojos en otra cosa, pidiéndole al aire una fotografía para la posteridad, para dejar en claro que había visto a The Cure tocar en vivo. Mi celular no era inteligente, por lo que mi tío Rodolfo se puso de pie y señaló dónde debía pararme. Sin mostrar alguna señal de felicidad, vi como tocó la pantalla de su teléfono que sí es inteligente y listo, al otro día me la envió por correo electrónico.
Fui al baño y estoy seguro de que mis tías pensaron que iba a inhalar o fumar algo. Para ellas, dedicarme a escribir y trabajar en algo relacionado al arte, estaba 100% ligado a la drogadicción.
En el interior del sanitario olía a cheve. Olía tan fuerte a orines de cebada que se me antojó aún más la única bebida alcohólica que pensaba comprar.
Tocó mi turno de desabrocharme el pantalón y sacarme la verga entre otras más que chorreaban los ritmos de las canciones que querían oír. No miento: escuchaba el característico teclado de “The walk”.
Con la mirada fija al techo, detecté que el pendejo que meaba a mi lado izquierdo apretaba de más el estómago. Salpicó mi pantalón y la playera que estrenaba de Décima Victima. El pendejo gemía. Era uno de esos fanáticos que van maquillados y vestidos como vampiros, no por convicción a la subcultura dark, sino que sólo lo hacen para llamar la atención. Seguramente pudo haber sido uno de esos tipos que venden rosas negras en el Tianguis Cultural del Chopo, o que piden cooperación voluntaria para el Periódico Machetearte.
Le reclamé con un tono de voz norteño. Varios voltearon a vernos. Le dije que no apretara tanto la panza y que orinara hacia abajo, no a la pared. El pendejo salió corriendo por sentir pena. No pensaba lavarme las manos y terminé haciéndolo por tanto asco.
  Anocheció. El público comenzó a silbar. Fingían ser una parvada de cuervos. La noche y The Cure siguen convergiendo. La luna llena lo avalaba. Era el momento indicado para que Robert Smith apareciera en el escenario. Comencé a sentir la boca seca. Tanto, que no resistí y compré la única cerveza que tenía en mente (mi tío Ricardo tenía razón, el analgésico costó 90 pesos).
Después de que el vendedor me dio la chela, y cuando ya le había entregado la cantidad exacta de dinero, me la empiné y un gordo en la fila de atrás, gritó con miedo y desesperación: “¡Está temblando!”. Pensé que había sido buena idea comprar esa bebida, porque al primer sorbo logró marearme. Sin embargo, el temblor creo que era la manera perfecta de decirle a Robert Smith “happy birthday”, en el momento exacto que lo vislumbré mordiendo su pastel de chocolate, en el backstage.
No me espanté como en otras ocasiones. Estaba relajado, ya que no había edificios alrededor. Lo único que iba y venía era una de las lámparas a la que muchos aplaudían, chiflaban o le tomaban video.
Todos vitoreaban el sismo de 5.8 grados Richter. Cosas así, pensé que suelen ocurrir en los conciertos masivos, convirtiéndose en la mejor introducción al show de unas leyendas como lo son The Cure.
Cuando el temblor se detuvo volví a darle otro inmenso trago a la cerveza: me di cuenta de que era la bebida alcohólica más pinche cara y horrible que había tomado en toda mi vida.
Pasadas las ocho y media de la noche todas las luces del Foro Sol se apagaron. The Cure salió al escenario con la canción “Open”, la que abre Wish, su noveno álbum, dándome a entender que se trataría de un concierto muy especial.
Después sonaron algunos temas más populares que hicieron que el Foro Sol fuera un inmenso teléfono inteligente. Por momentos me hizo sentir fuera de lugar.
En “Lovesong”, al ver cómo mis tíos ponían sus manos encima de las de mis tías, la luna llena me cegó. ¿Qué podría haber estado pensando? Aparte, un tumulto de gente se paró enfrente de nosotros, tapándonos la visibilidad al escenario, que de por sí se veía hecho una miniatura. No sabía que eso suele ser bastante común en las gradas de los conciertos masivos. Nuestros boletos eran de los baratos y no me imaginaba que tendría que lidiar con esas pendejadas.
Fueron veintiséis canciones las que tocaron antes del primer encore. Las fui apuntando en mi celular de 200 pesos. Pensé que habían sido demasiadas, que The Cure sólo volvería a salir una vez más. Ya están rucos, y me convencí de eso cuando interpretaron “A forest” demasiado lenta, alargando de una manera escalofriante la parte inicial de guitarra.
El encore trajo “The Kiss”, “If only tonight we could sleep” y “Fight”. Nada más esas tres canciones, afirmando que sí, es cierto, los años no pasan en balde. Fue el momento perfecto para intercambiar opiniones con mis tíos. Por naturaleza estuve de acuerdo en cuáles habían sido los mejores temas. Los dos se mostraban felices, como si volvieran a ser muy unidos y estuvieran otra vez en la habitación que compartían.
Mis tías ya lucían aburridas, observando la hora que era en sus teléfonos inteligentes, y tecleando cosas para que el concierto transcurriera más aprisa. Llegué a pensar que saldríamos antes de que finalizara el espectáculo. Mis tíos, aunque no lo quieran aceptar, son mandilones. Por eso debí haber llevado otros 100 pesos más, por si tenía que regresarme solo a mi hogar. No obstante, The Cure parece ser que tiene un poder que soporta y desvía las miradas de las esposas que nunca, en ninguna etapa de sus vidas, esa banda de post punk les hizo sentir algo.
 Con otras tres canciones (“Plainsong”, “The same deep water as you” y “Disintegration”) de mi álbum favorito que lleva el mismo nombre que el último tema, The Cure hizo el encore número 2. Fue mi momento preferido de la noche. Robert Smith jugaba con nosotros, debido a que los primeros temas del encore número 1 pertenecían al álbum Kiss me, kiss me, kiss me y, después, continuaron con el mismo método, pero trayendo de vuelta el año de 1989.
La gente se volvió a gestar frente a nosotros. Me molestó tanto que pensé en orinar en el vaso de plástico y arrojárselo a alguien. Los guardias de seguridad que estaban en esa zona no cumplían con su trabajo: un hombre y una mujer que pertenecían al contingente de vigilancia se encontraban romanceando, casi-casi tomándose de sus macanas. Otros dos de plano observaban con morbo el escote de una rubia operada.
El gordo en la fila de atrás no dejaba de gritar cosas. Era insoportable, buscaba ser el hazmerreír del concierto. Como entretenimiento previo a que saliera The Cure y momentos antes del temblor, estuve contando los hot dogs que se tragaba. Me quedé en el quinto, y sudaba las cuatro cheves que ya se había empinado.
Intenté tranquilizarme, pensando que Disintegration era el álbum más amado por el público, que por eso la gente se volvía loca y hacía todo tipo de cosas.
En el encore número 3, la mayor parte de las personas que estaban de pie, comenzaron a regresar a sus lugares. Inesperadamente sólo quedó la chica de la playera de The Chameleons que era idéntica a Rose McGowa: el ser más hermoso que había visto afuera del Foro Sol, esperando a que tal vez temblara más fuerte o saliera The Cure por última vez.
  La ovación del público vino nuevamente en cuanto The Cure apareció. Tocaron “Shake dog shake” y la Rose McGowan mexicana se emocionó, ocasionando que diera unos brincos un tanto chuscos. El gordo y su estupidez le gritaron: “¡Estás bien buena, pero quítate… vine a ver a Robert Smith!”. Enseguida se escucharon risas, silbidos, vulgaridades, seguido de “The hanging garden” que no esperaba escuchar. Comencé a temblar de nervios y apreté mis puños.
El encore número 4, el final, aportó la parte más colorida, gracias a “Lovecats” y “Why can’t I be you”. Fue el momento donde me armé de valor y fui a posarme a un costado de la chica pelirroja, en cuanto comenzaba “Close to me”.
A mí alrededor lo único que había eran parejas de novios, matrimonios y hasta amantes. El gordo seguía gritando lo que le viniera a la mente. Hasta me gritó a mí, ya estando al lado de la Rose McGowan mexicana: “¡Quítate… pinche Harry Potter!”, gracias a mis lentes de pasta y mi cabellera lacia y aún parecida a la del Capitán Spock, de Star Trek. Se volvieron a escuchar risas, otros chistes y, enseguida, reconocí la voz de mi tío Roy: “¡Vampiro del kínder… muévete a la chingada”.
La chica pelirroja volteó a verme con una sonrisa espectacular. Vencí mis nervios y con una expresión similar le respondí su gesto con otra mueca de alegría.
“Hot hot hot” dio inició y algo me preguntó. No alcancé a escuchar, le sonreí por segunda ocasión y dejé que terminara la melodía.
Me mantuve a su costado, deseando estar tocando su piel transparente, acariciando su cabellera de fuego.
Lo que me había dicho la Rose McGowan mexicana es que cuál era mi nombre, y que ella tenía una playera idéntica a la mía. Le respondí que Décima Victima era de mis agrupaciones favoritas, y que los vampiros del kínder no tenemos nombre, queriéndome hacer el interesante.
Era una casualidad que nunca iba a volverme a suceder: The Cure ya interpretaba “Boys don’t cry”, la Rose McGowan mexicana pasaba los últimos instantes del concierto a mi lado, y el pinche gordo no dejaba de gritarnos cosas.
La chica pelirroja y yo conversábamos. Al principio pensé que era interesante, aun cuando se trataba de algo superficial.
“10:15 saturday night” llegaba a su fin. Mi amargura detuvo mi deseo de hacer algo más por la Rose McGowan mexicana. Sentí que nuestro intento de conversación era un laberinto sin salida. El presente se basaba en su belleza haciendo resaltar la playera de The Chameleons, los gritos del gordo, y The Cure interpretando el soundtrack que muchos desearían fuera parte de sus vidas.
Mi reacción fue ir hasta el lugar donde estaba el gordo, increparlo, y pedirle que se callara la boca (después de cuatro horas de música).
Recordé cómo la música me fue guiando al mundo de la literatura, que comprara mi primer libro de Albert Camus. Entonces el señor Meursault entró a mi cuerpo. Le tiré una patada al gordo y desahogué todo lo que representan los conciertos masivos para mí.
Pensé que no había cometido nada grave. El gordo se puso de pie, se me vino encima, y no sé cómo fue que comenzó a caer por las escaleras después de esquivar uno de sus golpes.
La chica pelirroja, mis tíos, mis tías y la gente que disfrutaba del concierto de The Cure en esa zona, ahora se reían, pero del gordo que rodó por las escaleras del Foro Sol.
Los guardias de seguridad siguieron sin hacer su trabajo, no me dijeron nada. Ya más relajado seguí sintiéndome El extranjero, coreando “Killing an arab”, la última canción del concierto, disfrutando de esa noche en la que tembló, y desprendiéndome del estigma del vampiro infantil que fui, el cual jamás pensó estar en el mismo lugar con Robert Smith.
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ironandwinebaby · 11 years
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pethetik · 11 years
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new Destery collage :]
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queen-hare-brained · 12 years
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weedimsmokinit · 12 years
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halcyonbirds · 12 years
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I just spent the past 4 hours watching Capn DesDes and it was damn well worth it. That guy can turn my shittiest days around!
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mermaidssmokeseaweeed · 12 years
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insightful-blue · 11 years
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followtheroadstorome · 12 years
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pethetik · 12 years
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HAPPY BIRTHDAY DESTERY !!!!!!🎉🎉🎉🎉🎉🎊🎊🎊🎊🎊🎊🎁🎁🎁🎁🎁🎈🎈🎈🎈🎈😍😍😍😍😘😘😘😘😘😘❤❤❤❤❤
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queen-hare-brained · 12 years
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followtheroadstorome · 12 years
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spacemomfisher · 12 years
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For those of you who actually care, which is the majority of the minority of the 6 1/2 of you who actually follow my blog, I can't remember my password for formspring, so...yeah. I'll probably end up making a new one though.
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