Tumgik
#con cuatro berenjenas hice la comida para tres personas para dos días
manaosdeuwu · 1 year
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hice las milanesas de berenjena rellenas más ricas del planeta y desaparecieron todos mis problemas <3
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ochoislas · 4 years
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Casi era de noche cuando me despertó la llamada de Mitsuko.  Yo había estado jugando al mahjong sin parar desde la tarde anterior, a tres horas por partida, y me había acostado casi a mediodía.
—Te espero en la estación de metro de Mitsukoshi-mae a las cinco ¿vale?
—Bueno, pero tengo que comer algo antes. Tardaré como una hora.
—De acuerdo. Te esperaré media hora, pero a las cinco y media me voy.
—Que sí...
—En serio.
—Estamos.
Por la penumbra del cuarto apenas podía decir si amanecía o estaba anocheciendo. Titubeé un instante y el teléfono se cortó. Fue nada más colgar y me asaltó la obsesión de comer. No tenía hambre, pero sólo podía pensar en eso. Todo lo demás seguía aletargado.
Me puse en marcha. Hacía un tiempo cálido y agradable para ser invierno. Cuando llegué a la estación de Tamagawa-en me di cuenta de que mis piernas se movían automáticamente. En la radio tocaban Jingle bells y yo llevaba el compás. Era Nochebuena, pero los figones que flanqueaban la calle frente a la estación lucían banderolas rojiblancas contra el cielo plomizo anunciando: «¡Capellanes a la brasa! ¡Especialidad de Tamagawa! ¡Riquísimos!».
Jingle bells, jingle bells.
Me propuse no ir al ritmo, pero no había manera. Parecía que tuviera guitas en los tobillos y que tiraban de mis pies. Me acordé de cuando el sargento marcaba «ar... chen... ar... chen...», en mi primer año con el regimiento de infantería de Takasaki. La voz cuadraba con cada tiempo del ritmo: Jingle (ar...) bells (chen...), jingle (ar...) bells (chen...). Con los pies subyugados por la cantinela me metí dando tumbos en un sucio tenducho, y desplomándome en una silla grité: «¡Arroz con anguila!».
Luego no tenía ni idea de por qué lo hice. Cuando finalmente llegó el tazón de arroz con la anguila asada encima miré a la camarera como preguntándole para quién era aquello. Yo nunca había tocado la anguila ni con un palo. El ejército me había enseñado a no ponerme tonto con la comida, pero aún así nunca había probado ni la anguila ni las berenjenas. Siempre me han dado reparo las comidas oscuras, igual que me asustaba la capucha negra del fotógrafo cuando chico. La anguila parecía horripilante por demás. No sabía uno qué hacer con aquello fofo y lamioso. Antes me hubiera tragado un par de babosas que comerme aquella anguila. Y con todo mi memoria me confirmaba que efectivamente había pronunciado las palabras «arroz con anguila». Decidí comérmelo, o mejor dicho, no supe qué otra cosa hacer. Envalentonado, levanté los palillos y me comí una de las dos rodajas de rábano encurtido del platillo junto al tazón. Luego toqueteé la piel tostada de la anguila, de un tono castaño oscuro. Por debajo era de un gris resbaloso y graso; se escurrió dejando al descubierto la carne blanca, aguachentosa. Justo ahí era donde normalmente hubiera renunciado, asqueado; pero esta vez me lo metí de un tirón en la boca y me lo tragué. Entonces pensé que me venían los estertores de la muerte. Otro bocado: «Te hace bien, te hace bien; son vitaminas, vitaminas...», me repetía como una retahíla mientras masticaba. Acabé por fin y pedí la cuenta. «Trescientos yenes», dijo la camarera, como si tal cosa. Yo sabía desde luego que la anguila era cara, pero aún así aquello resultó un duro golpe después de lo mal que lo había pasado. Necesitaba al menos una taza de té caliente, pero pensé que mejor no pedía nada fuera del menú. Pagué y me fui.
El reloj de la estación marcaba ya las cinco menos cuarto. Ella había dicho que esperaría media hora, pero era dudoso que yo lograra llegar a Nihonbashi en cuarenta y cinco minutos. Igual debía irme ya a casa. Seguro que Mitsuko me llamaba nerviosa si yo no llegaba. Entonces le explicaría lo que me había pasado y me disculparía. Eso valdría.
Pero sin embargo heme aquí en un tren con destino a Shibuya. Parecía retrasado y además iba atestado. En Denenchōfu y Jyūgaoka subió más gente pero no se bajó nadie. Yo estaba estrujado en un rincón junto a la cabina del conductor y apenas podía respirar. Sentí frío en la espalda. «¡Míralo! ¡Ya la tengo encima otra vez!», me dije, recordando la persistente destemplanza que venía arrastrando. El año anterior, mientras redactaba mi tesis de graduación, recaí de pleuresía, y en los últimos tiempos había estado teniendo destemplanza al caer la tarde. «Como sigas así te vas a morir» me advirtió Mitsuko, y no me permitía más que algún besillo de nada. Ahora sí, cuando bajábamos al centro me cargaba con todo lo que se le ocurría comprar: leotardos, madejas, un cascanueces, horquillas, cacharros para hacer helado...
Poco después de salir de la estación de Toritsu Kōkō, el tren se detuvo en seco. Con el frenazo la masa de pasajeros pegó un tumbo, pero el vagón iba tan apretado que nadie podía moverse, no digamos ya caerse. En las apreturas me ardía la cara y el sudor me corría por dentro de los calzoncillos largos de lana. El hombre que tenía delante llevaba un tapaboca negro y una cervadora de grotesco tamaño cuya visera me llegaba a los ojos. Por lo que fuera no paraba de menear la cabeza a un lado y a otro, y estaba a punto de sacarme un ojo cada vez que lo hacía. Yo quería pedirle que se la quitara, pero tampoco hubiera tenido mucho sentido. Parecía que estaba intentando sacar la mano que tenía prensada entre la gente para quitarse el tapaboca. Por fin logró bajárselo hasta la barbilla frotando su nariz contra mi pecho, pero a la vez el gorro se le escapó de la cabeza. Ahora tenía la tiesa cervadora de cuadros marrones sobre el hombro. Él no paraba de torcer su grueso y corto cuello ojeándola angustiado, pero poco podía hacer. Luego me miró resignado. Casi le tuve compasión. Tenía toda la boca roja de haberse recocido bajo la máscara; gotas de sudor relucían en la punta de su nariz y en los ralos bigotes. Y entonces, de la nada, empezó de nuevo: Jingle bells, jingle bells...
Los viajeros habían estado abriendo las ventanas para que entrara aire y al parecer el pegajoso ritmillo llegaba de la radio de algún café. Algo iba mal en mi estómago. Sentía ardor y el corazón me latía muy rápido. Jingle bells, jingle bells, jingle all the way... Con cada jingle sentía la anguila que me había comido un poco más cerca de mi garganta y me entraron nauseas. Me zumbaban los oídos como en la montaña, a la altura de las nubes, y me venía sin parar saliva a la boca. Traté desesperado de respirar un poco de aire, levantando la cara y boqueando como un pez, pero ni el zumbido ni el malestar de estómago mejoraron. Lo único que podía hacer era esperar que el tren se pudiera en marcha y entrara aire fresco por las ventanas.
Jingle bells, jingle bells... ¿Pero cuándo iba a arrancar el tren? ¿Cuánto tiempo tendría que seguir escuchando aquella maldita canción? Sólo me quedaba mirar la oscuridad del exterior más allá de todas aquellas cabezas.
Cuando el tren llegó a Shibuya estaba extenuado. Ya eran más de las seis y para cuando llegara a Mitsukoshi-mae serían las siete por lo menos. De ninguna manera iba Mitsuko a esperar dos horas en un sitio donde ni siquiera se podía sentar. Sin amilanarme enfilé el anden en dirección al metro. No fue fácil subir las escaleras. Tenía la cantinela ya metida en la cabeza y la tarareaba a cada paso, hasta que me quedé sin resuello y empecé a tambalearme como un borracho.
El tren estaba a punto de salir. Eché a correr. Estaba tan ahogado cuando puse el pie en el escalón que me dio un vahído. Me lancé dentro del vagón con las puertas cerrándose en mi misma espalda y el tren arrancando.
Me apoyé contra las puertas y miré ausente el muro del túnel pasar. Otra vez empezaron a zumbarme los oídos. El abrigo me pesaba en los hombros. Recordé cuando jugaba a baloncesto en la secundaria. Los otros cuatro del equipo siempre torcían la cara cuando veían que yo era el quinto. Cuando pitaban el inicio yo empezaba a correr dando vueltas por la pista sin parar, aterrorizado de toparme con el balón, aspeando los brazos sin sentido a todas partes, gritando «¡Bien aquí! ¡Aquí!» y embistiendo ciegamente alrededor. No te podías estar quieto un momento, tenías que correr así, demudado, hasta que acababa el tiempo. Vamos, un completo desatino. Cuando llegara a mi posición, no habría nada que hacer allí, pero tenía que ir igual. El objetivo era ir, no llegar. Eso pensaba viendo pasar las estaciones. Pero mira por dónde ¡qué suerte la mía! Al llegara Kyōbashi este tren también se averió y no pudo seguir. Y además no era poca cosa; anunciaron que no se compondría hasta el día siguiente.
Perfecto. Eché a caminar. Los tranvías funcionaban, pero no estaba de ánimo para ponerme a esperar. Al fin y al cabo era una satisfacción cruzar Nihonbashi y ver por fin aparecer las luces de la estación de Mitsukoshi-mae. Las siete y media... me sentí como un corredor de maratón llegando a la meta. La estación estaba desierta y por supuesto no había ni rastro de Mitsuko. Una cadena cerraba el paso al andén. Había media docena de personas ante la taquilla comprando billetes. Me puse en la cola. El sello de mi nuevo billete decía que valía por una semana, o lo que era lo mismo, hasta final de año; pero igual podía no haber valido nunca, porque el metro no iba en dirección a mi casa. Había hecho todo lo humanamente posible. Me guardé el billete en el bolsillo y ya iba camino de la salida cuando reparé en el grosor de los pilares: harían falta dos adultos para rodearlos. Volví y los miré uno a uno. Me sorprendió descubrir a una mujer plantada junto al más apartado de la salida. Por su vestimenta no era ni empleada de la estación ni dependienta de los grandes almacenes. Estaba mirando a la pared pero se volvió al escuchar mis pasos. Fea.
No había un alma por la avenida de Nihonbashi en Nochebuena. Los negros edificios se cernían tenebrosos, iba cuajando una neblina otoñal y hacía un calor raro. Yo había capitulado, desde luego. Solo seguía encendida una frutería abierta a la calle. Al verla me sentí salvado. Pero luego pensé que no tenía nada que hacer allí. Me di la vuelta, pero no fui capaz de irme. «Deme trescientos yenes de mandarinas» dije al fin, con más miedo que un conejo acorralado. Lo dije por la anguila que me había comido antes. Sin embargo esta vez la pila de mandarinas que se amontonó en la balanza sobrepasó mis más descabelladas fantasías. Era colosal. Yo quería rogarle al hombre que quitara algunas, pero no me dio ocasión.
Pasaba un tranvía tras otro, pero ninguno iba más allá de Nihonbashi. Tenía que subirme a uno y luego ir andando hasta la estación de Tokio. Llevando la bolsa de mandarinas con una mano se rajó y con el miedo de que se partiera y salieran todas rodando por la calle, la tuve que llevar firmemente apretada contra el pecho. Podía sentir mis latidos a través de las mandarinas.
Pasé junto a lo que serían unas cuantas salas de fiesta y cabarés. Por una ventana vi un árbol de navidad en medio de una sala vacía. Tres camareros con chaquetillas blancas y sombreros de papel estaban plantados en los escalones de la entrada. Jugaban con matasuegras que se desenrollaban como dos palmos cuando soplaban por ellos.
Jingle bells, jinge bells. Allí estaba otra vez, sin avisar, sonando por un altavoz dispuesto para que se escuchara la orquesta desde la calle. Me aligeré, como si me persiguieran, pero parecía que lo llevaba pegado. Era una versión jazzística esta vez. El cantante se esforzaba por parecer un cantante negro. JINgle BElls, JINgle BElls, JINgle, JINgle, ah, ah, ah... Sonaba sin aliento, estrangulado, como si hipara y gruñera... justo lo que se esperaría de gente nacida en la esclavitud. Me imaginé un bosque de abedules, un angustioso yermo nevado sin fin, un trineo cruzándolo desbocado... Jingle those bells, keep 'em jinglin', jinglin'... El látigo se descarga una y otra vez; los renos tienen que correr hasta que les fallan las piernas y caen reventados...
Abrazando las mandarinas contra mi corazón aceleré mis agotadas piernas, que ya no sentía casi.
Yasuoka Shōtarō
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