Tumgik
#en el trágico evento que acabó con la muerte de sus padres a manos de un temible personaje que no debe ser nombrado.
harryjamesp · 2 years
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rucamu-blog · 4 years
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Dos fragmentos de “Parisianas”
Cap. 7: SHAKESPEARE & COMPANY
Nos costó un poco pero al final la encontramos. En el 37 de la Rue de la Bûcherie, en un viejo edificio. Allí estaba “el país de la maravillas” del que hablara Henry Miller.
Parecía que se estaba desarrollando algún tipo de evento. Un recital de poesía o la presentación de un libro.
Eché un vistazo por lo alto. La librería estaba hasta el hocico. Una musiquilla melódica murmuraba desde el fondo. Se trataba de un concierto. Universitarios y turistas despistados observaban el espectáculo desde la calle. Una vieja canosa y arrugada fumaba un pitillo sentada sobre un taburete rodeada de perros. Debía ser uno de los últimos rescoldos del París del 68´ que se olvidaron recoger. Permanecía digna, con la cabeza alta, observando a su alrededor. Se diría que estaba en el salón de su casa.
Unos críos, vestidos a lo hippie, jugaban entre la gente. Sus padres, fumados, seguían el concierto con litros calientes entre sus manos. Estaba animada la pequeña plaza que rodeaba la “Shakespeare”. La gente ojeaba los cientos de libros de ocasión que se acumulaban en cajas y estanterías. Una puerta conducía a un pequeño establecimiento especializado en incunables; otra, a la librería en sí.
Finalizó la función y todos se echaron a la calle.
Un par de jóvenes repartían a los asistentes vino rosado. Clara, en una hábil maniobra, se hizo con dos vasos.
Desde allí podía verse la Ile de la Cité y sobre ella la catedral de Notre Dame. La inmensidad de la noche parisina caía sobre el Sena como un beso eterno y todo se presentaba más que hermoso. Nada de romanticismos. Era como siete tiempos diferentes en un mismo espacio. Paris, más que la ciudad del amor, era la del alma. Andar por sus calles era como ir cogido de las manos de la vida y de la muerte. Podía uno, como hacen los niños, columpiarse en ellas.
Era divertido y a la vez trágico mecerse en aquel éter atemporal. Daba lo mismo caer abatido en cualquier esquina que llorar de alegría, todo iba a parar al mismo sitio; los bajos fondos de la mitología occidental. Allí donde los grandes espíritus de los últimos 500 años de la historia europea habían derrochado energía, ilusiones y penas.
Todo había sido ya pensado, todas las magnas empresas habían sido emprendidas. Todo lo que el hombre un día soñó llegar a ser, había alcanzado en Paris su máximo esplendor. La ciudad parecía no haberse recuperado aún de la partida de Rimbaud.
Entramos.
El lugar era bastante acogedor. Cientos de libros cubrían las paredes. Algunos niños jugaban sobre amplias alfombras esparcidas irregularmente por el suelo. Una chica ojeaba un libro sentada en una banqueta de madera. Otros, simplemente, miraban.
Una serie de pasillos serpenteantes y oscuros conducían a unas escaleras. En la pared que seguía la línea de estas, varios caricaturas de viejos escritores —Hemingway, Joyce, Proust, Apollinaire…— conducían al piso superior.
Extraños juguetes polvorientos y enormes volúmenes se encontraban desperdigados por la sala. En una mesa, en el pasillo que llevaba a la habitación del fondo, había una máquina de escribir. Un cartel señalaba la posibilidad de ser utilizada libremente por cualquier persona que lo necesitase. En esos momentos parecía no haber nadie que tuviese algo que decir.
Llegamos a una extraña habitación. Dos chicas y un chico conversaban en francés. Por sus caras y sus gestos debían estar debatiendo sobre el imperativo categórico o alguna mierda de esas. Se les veía a gusto, en su salsa. Él guapo, desenfadado, con una bonita sonrisa; ellas lindas, con esa belleza que tienen las mujeres que se interesan por la política.
Un piano mohoso y desdentado permanecía en una de las esquinas; junto a el, una puerta cerrada. Sobre la puerta, una foto de un personaje por mí desconocido, pero que debía formar parte de la historia de la librería.
Había algo raro en aquella puerta. Por su ubicación, parecía dar a la calle. Una barra metálica la cruzaba y un cartel junto a ella anunciaba una especie de salida de emergencias.
Las contradicciones se superponían anulando su significado:
«Una salida de emergencias que da al vacío en el que es imposible caer porque está cerrado».
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Necesitaba tomar el aire. Quizás una copa. Escuchar algo de Jazz.
  Cap. 8: LA CAVEAU DE LA HUCHETTE
 Nos internamos en la Rue de la Huchette.
Se trataba de una calle peatonal, la clásica calle de cualquier ciudad del mundo habilitada para uso y disfrute del turista. Cientos de braseries amuebladas y decoradas exageradamente al estilo parisino, lo que les daba un aspecto de solemne cutréz. Absolutamente prohibitivas. Aquellos carteles de precios apostados a la entrada eran un reclamo para anglosajones de mediana y tercera edad.
           La Caveau de la Huchette se encontraba allí. Había sido utilizada en el siglo XVI como cámara de tortura. En 1946 fue reconvertida en cámara de las delicias, club de Jazz. Estaba compuesta por dos niveles. En el superior se encontraba el bar. En el inferior se desarrollaba el show.
           Aún quedaban quince minutos, así que fuimos a pedir algo.
           Pregunté al barman qué tenía de ron. Me señaló una botella anclada bocabajo a la pared con una especie de dosificador en la punta. Me encogí de hombros indicándole que me daba igual. Clara pidió agua con gas. Cogió un par de vasos de la estantería y los colocó frente a nosotros. No me lo podía creer, el vaso, que se encontraba a una distancia de metro y medio de la barra, no varió su masa en el desplazamiento. Se trataba de una especie de probeta de laboratorio en el que pretendía servirme un ron-cola. Interpuse mi mano entre el vaso y la botella. Me dejé de anglicismos.
           —¿Qué coño es esto? —Se quedó mirándome con el brazo en alto sin saber qué decir—. ¿Me has visto cara de liliputiense?—El gabacho seguía mirándome con porte romano—.
— Ponme de aquellos…—Señalé unos amplios y robustos vasos de agua que se alineaban en las estanterías. Giró la cabeza de un lado a otro mientras señalaba el tubo de ensayo—.
—Dice que no.
—Ya. Bueno. Pregúntale cuanto es la broma.
—15 euros.
           Puse cara de jodido y pagué.
           Bajamos las escaleras y observamos el panorama. Una auténtica cueva de piedra, con gradas a la izquierda, pista de baile y escenario. Al fondo a la derecha, un amplio cubículo abovedado albergaba cuatro o cinco mesas. Pillamos una libre.
           Tenía lo oscuridad precisa y buen ambiente. En el escenario se movían cables y se afinaban instrumentos. El jazzmen era un tal Ron Baker. Avanzaba ya hacia su saxofón para iniciar el show. El grupo se componía además de piano y contrabajo. Miré a Clara y le dí un minúsculo trago a mi petit-suisse. Estaba preparado para una gran noche de jazz. Dos meses, amigacho pacá amigacho payá, habían merecido la pena. Excepto por la mierda cubata que me habían puesto, todo fluía.
           Dijo unas palabras en inglés que arrancaron unas simpáticas sonrisas al público. El bueno de Ron era un negro joven, guapo y apuesto. Con estilo.
           Tocó un par de notas y el show arrancó.
Era un tema de presentación bastante movidito. Apenas había empezado cuando un par de parejas se arrancaron a bailar. Dos octogenarios acompañados de damas de no mucha menor edad. Tenían pinta de ser fijos en el garito. Uno de ellos parecía americano. Imaginé que después del día D aquel simpático vejete había ido alternando por diversos bares de la ciudad y se había enamorado. «Para qué cojones voy a volver a mi tierra», se diría. Y allí seguía con los huesos aún chirriando.
Sonreían y flotaban por la pista. El piano se arrancó con un solo. Yo taconeaba intentando seguir el ritmo, mientras mi copa menguaba violentamente. Solo echaba de menos en el ambiente aquellas maravillosas estelas azules que el humo de los cigarros de los espectadores dejaban hace no más de diez años. Veía el escenario como si estuviese enmarcado en un cuadro. Solo que el marco venía a tener forma de entrada de cueva. La ilusión óptica era desconcertante. Las dos cámaras formaban un espejo cóncavo en el que no se sabía muy bien quien era espectador de quien. No sabía si ellos tocaban y yo sonreía o si los acordes surgían del efecto contrario. El caso es que parecíamos discurrir por el mismo plano vital.
Normalmente no era así. Yo siempre estaba cabreado mientras el mundo podía estar bien, mal o regular. Por unas horas iba a estar donde quería, donde yo había elegido.
Ron atacó con una riada de notas que frenaron en seco para dar paso al solo de contrabajo. Volví a mirar a Clara y le señalé el estómago.
           —¿Sientes como vibra? —Me sentía eufórico, de ahí que me permitiese decir semejantes gilipolleces—.
           La pista empezó a quedarse sin espacios. Todos sabían a lo que venían y todos sabían como moverse. Yo también quería mover el bulla, quería participar de la fiesta. Pero era difícil meterse allí sin saber dar dos o tres pasos. La masa danzaba alegremente sin rozarse unos con otros. Parecía un musical de Broadway.
Acabaron una y empalmaron con otra. Más velocidad. El sudor corría por la cara de Ron que, perfectamente ataviado, empezaba a poner cachondas a las féminas.
           —Es guapo.
           —Joder sí, lo es. —Aplaudía yo—.
           El tema acabó.
Mientras hacían las presentaciones aproveché para ir a por otra copa. Al fondo de nuestro cubículo había una especie de salida. Salté un par de obstáculos de piedra y di con unas estrechas escaleras. Subí y aparecí en el bar. Pedí ron, esta vez —especifiqué— solo. Pagué y volví a bajar.
           El ron sabía a cañerías. No podía verse la marca desde la barra. Parecía destilado en Eslovenia.
           —¿Tú te puedes creer? Qué hijos de puta…
           —Es un clavo.
           —¿Cómo te encuentras?
           —Me sigue doliendo mucho.
           —No te preocupes, me bebo esta bazofia y nos vamos.
           —Está bien.
           Había sido un poco duro con Clara. La obsesión por no perderme un detalle de Paris me había cegado. Estaba allí por mí y yo no me había parado a pensar en ello.
           Por aquel día ya teníamos suficiente, además, aquel ron me estaba empezando a tajar de verdad.
Escuchamos dos temas más y nos fuimos. Cogimos el metro en una parada cercana y volvimos a Montmartre.
           Antes de dormir me asomé a la ventana.
Sí, era Montmartre, la leyenda. Desde donde yo veía, una calle normal, como cualquier otra.
Pero nosotros estábamos en ella.
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