Tumgik
#es la oficina más deprimente del mundo
cyberpunkrol · 1 year
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Guía turística de Night City
¡Hey chumbas! Muchos de vosotros estaréis en poco tiempo recorriendo Night City, y toca hacer un breve repaso para refrescar la memoria. Hoy seré vuestro particular guía por la ciudad de los sueños. Seguidme por este breve recorrido y aprenderéis todo lo que necesitáis sobre corrupción y violencia para durar, al menos, un par de días en este infierno.
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Si alguno se acaba de despertar de una noche de locura y no sabe ni dónde tiene la cara, estamos en la frontera entre California del Norte y del Sur, tenemos un clima estupendo y la lluvia apenas es ácida. Un poco de historia, Night City nació para ser gobernada por ambiciosas megacorporaciones, sin ningún control ni limitación para crecer a voluntad. La libertad, el sueño americano. Cómo podéis imaginar, su utopía no tardó en irse a la mierda.
Eso no significa que hayan perdido su control de la ciudad. De hecho, ahora hay más corpos aquí que nunca. Arasaka, Petrochem, Militech, Biotechnica… Ninguna quiere quedarse fuera. Podéis ver sus nombres por todas partes. Algunas son más discretas, pero eso no significa que no estén aquí. Entre todas controlan la ciudad, pero quiénes mantienen el orden son otros, muchas veces en su nombre. Y no, obviamente no hablo de la policía, sino de las bandas.
City Center es la única zona en las que las bandas no tienen poder. Tal vez por eso se anuncia como la parte más segura de Night City. Es el lugar dónde las corporaciones alardean de arrogancia con sus inmensos rascacielos, demostrando que su poder aquí no tiene rival.
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Heywood, en cambio, tiene un enorme contraste entre los modernos rascacielos del norte del barrio y los suburbios inhabitables y peligrosos del sur. Es una zona más barata, así que mucha gente no tan pudiente vive aquí. Es el gran dormitorio de Night City. En un buen edificio no se está mal, siempre que te lleves bien con los Valentinos y con Calle 6. Ellos controlan los negocios, tanto legales como ilegales.
Aunque hablando de suburbios quien se lleva la palma es Watson. Antes solía haber de todo en esta zona. Lujosos rascacielos, aburridas oficinas corporativas, los mejores hospitales, ocio nocturno… Hasta que un desastre económico lo destrozó todo. Lejos queda la gloria de Watson. Ahora, la gente vive en megaedificios deseando algo mejor mientras los Garras de Tygre, armados por Arasaka, y los pirados cromados de Maelstrom compiten por las sobras.
No todo es deprimente en Night City, gracias a Westbrook. Para muchos, el mejor lugar para vivir y divertirse. Es el hogar de la gente más influyente de la ciudad, y también de la más corrupta. Si tienes eddis, este es el lugar dónde gastarlos. Y si no… Bueno, pide un préstamo y aparenta que estás en la cima del mundo.
Si queréis visitar un barrio antiguo podéis pasaros por Santo Domingo. Me temo que no encontraréis monumentos clásicos, pues se convirtió  en el campo de pruebas industrial de las corporaciones. Es curioso el contraste entre la vieja central de energía o el vertedero y las fábricas de tecnología vanguardista. Las corporaciones tienen su propia seguridad privada así que si tenéis algún problema en Santo Domingo espero que tengáis contactos en Calle 6, aunque seguramente el problema os lo hayan creado ellos.
Otro buen lugar que visitar es Pacífica, o más bien era. Antes de la guerra era un paraíso para mega-ricos con playas doradas, resorts de lujo, parque de atracciones y la mejor seguridad que Militech pudiera ofrecer. Pero las corporaciones huyeron y dejaron que el barrio se pudriera en la pobreza y la criminalidad. El alcalde incluso nombró Pacífica un "distrito independiente", para poder sacar su criminalidad de las estadísticas. Ahora está controlada por los Vodoo Boys, aunque los Animales también quieren su parte.
Por último, para escapar del bullicio están las Badlands. Son todas las llanuras al norte, sur y este de la ciudad, apenas pobladas por nómadas y donde la ley y el orden, si escasos en Night City, no llegan. La ciudad es un paraíso al lado de estas tierras, pero quién las conoce puede aprovechar oportunidades muy buenas, o disfrutar de la tranquilidad del desierto californiano.
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Y hasta aquí llega la guía. Espero que hayáis comprendido que es mejor hacer turismo en otro sitio. Sí aun así queréis quedaros, brindaré en vuestro funeral. ¡Nos vemos en el Afterlife!
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fjkoloffon · 3 years
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Los sonidos en los estadios vacíos y la música en tiempos difíciles.
Ponle música a lo que estés viendo en la calle o a tu alrededor. Si vas en el transporte público, usa tus audífonos; si estás abordo de tu automóvil, súbele al volumen. Elige, por ejemplo, “Carnaval de los animales: XIII. The Swan” de Camille Saint-Saëns, o alguna otra melodía nostálgica. Mira a esa muchedumbre que —como tú y como yo— va rumbo a sus trabajos. Tantas mujeres y hombres cabizbajos, con sus mochilas pesadas al hombro y la mirada clavada en sus zapatos. Parecerán desolados, la imagen en su conjunto es desesperanzadora. 
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Ahora, ahí mismo, haz sonar el “Galop infernal”, de la opereta de Orfeo en los infiernos. El cuadro definitivamente cambia, el ambiente se vuelve otro. Las mismas personas, sin saber que protagonizan una secuencia para ti, pronto se transforman. La nueva pieza devela que, debajo de ese desencanto que las condenaba, están ataviadas de suspicacia. Se voltean a ver unas a otras, con intriga, a la espera de que uno se descare, rompa filas y comience a correr a toda velocidad. Al compás de la obra de Jacques Offenbach, ese ir y venir de gente en las aceras, se asemeja a una carrera interminable, a la maratón de los godínez. 
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“El sonido modifica radicalmente la realidad”, pensé mientras veía el primer gol que le clavó el Real Madrid al Barcelona. En medio de un estadio vacío, Karim Benzema festejaba su tanto de taquito, celebrado no sólo por sus compañeros, sino por una efusiva afición virtual que La Liga —con el apoyo de EA Sports— tiene pregrabada para los goles, para los tiros a puerta, para los contraataques, las faltas y las cámaras húngaras. 
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A raíz de que se juega a puerta cerrada para evitar contagios, las principales ligas de futbol optaron por usar en sus transmisiones —al más puro estilo de las risas enlatadas de Chespirito— pistas de audio de público para ambientar los partidos. Y, es que sí, los ecos de un estadio vacío son tan deprimentes como el ruido del tráfico a las 8:00 A.M., cuando nos dirigimos a nuestras oficinas. El silencio desalienta a los fanáticos, pero los sonidos artificiales del graderío imaginario les permiten olvidar a ratos que el mundo está de cabeza. 
La música y los sonidos estimulan emociones, despiertan los sentidos, cambian perspectivas, estados y atmósferas completas. Si los sonidos son capaces de transformar un partido de futbol, la música tiene el poder de hacerte la vida distinta. Cuántos momentos no se vuelven inolvidables gracias a una canción, instantes de nuestra existencia que asociamos con nuestras canciones favoritas, esas que conforman nuestro soundtrack. La música nos sana en los tiempos difíciles, una siesta y la pieza adecuada y voilà! Y qué decir de quien muere oyendo en voz de Pavarotti el “Ave María”, o la de su preferencia. Es un camino al cielo. 
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Por eso, como reza la canción de Rogers y Hammerstein, cuando te sientas temeroso, sostén tu cabeza en alto y silba una tonada alegre que te convenza de que no tienes miedo”.
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Estoy en Twitter, FB e IG como @FJKoloffon. Y trabajo en La Novelería.
Columna publicada en el periódico El Universal.
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marmota-ekun · 4 years
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THE CONGRESS
Difícilmente encontraremos a la niña. No sé de qué manera proceder. Como le explico al congreso que mis conjeturas están lejos de estar  respaldadas de evidencia contundente. Hasta dónde puedo deducir y permitirme adelantarme a los hechos. Esa niña podría no ser humana. Tal vez ella de alguna manera es la dueña del Robot. Y había logrado mantenerlo oculto por tanto como permaneció con el minero.  De tener razón... Esto significaría que ella siempre estuvo tras el crédito del minero...
Vaya esto en verdad esta interesante. Aunque sigo sin entender como lo hizo. Como se salto las leyes. Dudo mucho que el minero no haya pedido ayuda. ¿Cómo fue que el robot no le salvo? ¿Acaso ella se lo habrá ordenado? Después de todo ella no existe para el sistema. Sería lógico después de todo obedecer una orden tan ambigua y que no le metería en problema alguno.  
Hacía años que mi cabeza no me daba tantas vueltas. Estoy tan emocionado y extasiado.  Jamás me imagine en una situación en la que no podría tener la seguridad de doblegar las leyes. ¿Pero de qué lado estoy? ¿A quién se supone que estoy protegiendo? ¿Acaso hay un acusado? ¿Es mi trabajo defenderle o acusarle? No hay justicia que perseguir... Ellos solo querrán saber que fue lo sucedido. La niña bien podría estar muerta junto al minero. Es por eso que nadie la encuentra. Nadie la vio salir. Pero no encontraron muestra alguna de que ella estuviera en los restos. Ni en la sangre. Pero no se puede descartar la posibilidad de que su sangre fuese diferente. Que el sistema no tuviera manera de saber que era. Hasta donde sé, ella podría estar muerta. Supongo que no me queda otra más que estar del lado del difunto. Después de todo. Todos querían que le protegiera del juicio.
Pues bien... Me parece bien... Al menos así será más divertido. Defenderé a ese degenerado hasta el final...
-Señor tiene una Holo llamada del Sr. Shun...-
-Atenderé.
-Zaul amigo. Dime que ya tienes lo que necesitas, el congreso esta vuelto loco. Nadie fue capaz de violar el código del Robot. Están por demás eufóricos de rabia...-
-Lo sé Shun, lo lamento. Pero este caso está lejos de poder ser resuelto. Manipulare la información para lograr llamar la atención del congreso. Pero con tan poco tiempo me temo que ni siquiera yo estoy a la altura del caso.
- ¿No sabes a quien estas defendiendo cierto? -
-Acabo de decidirlo...
-¡Esto no es cuestión de decisión Zaul! ¡No creas que eres el ser más inteligente del universo! ¡Maldición Zaul, verán a través de ti! ¡Ellos son el congreso, el consejo, ellos son la ley! Hablamos de los humanos originales. Ellos son lo mejor que la humanidad original logro recolectar. Han vivido desde el viejo mundo. Entiéndelo Zaul. Hasta tú tienes un límite. Ellos han vivido por siempre. Todos nosotros les debemos existencia a ellos. No creas ni por un segundo que te burlaras de ellos y vivirás para contarlo. -
- Tranquilízate quieres. Simplemente quiero hacer esto a mi manera. No estoy buscando que me maten. Estoy buscando mi entrada al congreso...
-Como quieras Zaul. Pero no vayas a convencerte a ti mismo después que no te lo advertí. Te deseo la mejor de las suertes. A partir de este momento estoy fuera del caso así como la compañía y la empresa entera. Estás solo. Pero recuerda que de tu éxito nos beneficiaremos todos. Pero solo tú serás responsable de un mal desempeño. -      
- Vaya ¿Pero que no ha sido así siempre?
-Hasta luego viejo amigo... y suerte... -
Demonios después de un viaje de 6 horas de ida y otro de regreso... Estoy exhausto. No pude hacer mucho más que tomar un baño y cambiarme para el caso.  No importa cuantas vueltas le dé.  Mi mejor opción es manejar todo como si el minero fuese mi cliente. Eso en caso de que en verdad se vaya a manejar todo esto como un caso.
Debo admitir que jamás creería estar ante el congreso en la oficina central. Donde sus juntas y casos siempre se han llevado a cavo.  El centro del edificio central. Estos señores en verdad tienen algo con ser el centro del universo. Nunca me había cuestionado la manera en la que se diseño esta ciudad. Pero es bastante compleja hasta para mí. Dudo mucho que alguien la conozca en su totalidad. Es enorme. Uno podría pasar su vida incluso sin trasladarse de un modulo a otro. Son pocos los que viven por completo sus vidas. Es un tanto deprimente si lo pienso demasiado.
-Sr. Crusher el consejo le espera. Por favor sígame.-
Vaya, interesante. Tienen tantas personas como AIPS en este lugar. Nunca me lo imaginaria.
-Permanezca en la banda trasladora. Esta lo llevara hasta el salón central. Nadie más que usted tiene autorización para entrar a la sala procure identificarse cada que se le solicite.
Vaya... ¿que a nadie le gusta caminar?  Igual estoy muy cansado como para mal gastar energías cuestionando nimiedades...
WOW el congreso... Este lugar es enorme. Bajo otras circunstancias me sentiría como el acusado. Seguramente estaré rodeado de un montón de hologramas. Me pregunto cómo ira a proceder esto.
Todavía no estoy en el área y ya puedo escucharlos esto en verdad será algo interesante.
- No creo que sea necesario contar con nadie más en el caso.-  
- No podría estar más de acuerdo. ¿Porque simplemente no nos proporciona la información que se supone pasaron por alto? -
- Señores pronto tendremos presentes a una de las mentes más prometedoras que han surgido desde que llegamos aquí. Todos estamos consientes que sin importar que tanto buscáramos la evolución intelectual de nuestra especie. El hombre siempre encontrara la manera para no pensar. -
- Las cosas funcionan perfectamente. Y a diferencia de nuestros antepasados. Nosotros si estaremos aquí por siempre para asegurarnos de que así sean. -
- El chico esta aquí.-
-Y bueno que esperas muchacho... Identifícate.-
- Lamento ser descortés sus señorías pero no están ante un AIHL. Y saben perfectamente con quien hablan. Por otra parte yo, sus señorías desconozco la razón de mi presencia.
-No te hagas el listo muchacho. No somos Dioses. Nosotros somos reales. Y aunque superficialmente podríamos aparentarlo no somos omnipresentes.-
-¿Entiendes lo que estás haciendo aquí? Este no es un caso o un juicio en el que tengas que manipular nada. Si, sabemos quién eres y como llegaste hasta aquí. Queremos saber si lograste obtener la información que los niveles superficiales del sistema no lograron facilitarnos. -
-¿Sabes quién es el propietario del Robot? ¿Bajo qué circunstancias sucedió el hecho? ¿Cualquier clase de información respecto de donde salió el Robot? -
Demonios mi participación en esta junta podía ser tan breve como innecesaria...
-Bueno sus señorías. Es claro que no es necesario andar con rodeos. Pero es claro que el Robot le pertenecía a una ambigüedad en el sistema. La otra persona involucrada en el caso es sin duda el propietario del Robot. El cual claramente es obsoleto. Por lo que pudo ser que el Robot simplemente no fue capaz de hacer nada al respecto.
-¿Pero de qué demonios habla este mocoso?-
- ¿Por quienes nos tomas?-  
-¿Acaso sugieres que nosotros no tengamos registro alguno del Robot?-
- Con todo respeto su señoría. De ser así no me necesitarían. Es claro que estamos ante la creación de algún Hacker de la ciudad prohibida...
- Este planeta no tiene lugar para tal cosa Sr. Crusher déjese de tonterías. Desde que llegamos a este planeta las condiciones para habitarle no han estado por completo a nuestro favor. Hay 7 ciudades en este mundo 7. Y no estamos aquí para discutir sobre historia con un bebe. Esta presente ante el consejo original. Cada uno de nosotros a cargo de una de las 7 metrópolis. ¿Está usted seguro que quiere culpar a alguno de nosotros de traición? -
-Sera mejor que nos calmemos un poco. Todos estamos consientes del tratado que firmamos respecto a la manufacturación y comercio de la Inteligencia Artificial así como su diseño y desempeño. Solo hay una empresa que fabrica AIHL en este planeta. Y está en la metrópolis central. Nuestros años de desacuerdos están en el pasado. El firmado del tratado de paz entre metrópolis es claro. Si alguno de nosotros tuviéramos algo que ver con la fabricación de este robot ya estaría más que a la luz.-  
-Ese Robot es una completa violación a todo tratado.-
Demonios esto está lejos de ser lo que yo creí que sería. Esto es un caso tan complejo. Ninguno de ellos aceptara que este robot fue creado bajo sus narices...
- Sus señorías... es claro que este Robot no está en ninguno de sus sistemas. Y su programación es compleja e inviolable. ¿No sería posible que este fuera un trabajo no autorizado del algún científico del viejo mundo?    
- Eres muy astuto muchacho. Es obvio que de ser así seria aun más fácil para nosotros tener el registro de tal cosa. El Robot ya fue minuciosamente estudiado. Definitivamente tenemos en nuestro poder al Robot más viejo del universo. Lo que nos deja muy pocas opciones. El tiempo nos jugo bromas a todos. Y mucha de la información de antes de la colonización está perdida en código indescifrable para nosotros...-
-Oh, por favor, una vez más quieren adjudicarle todo al Programador...-
No puedo creerlo. Entonces las leyendas son ciertas... Hubo un sabio original que ayudo a construir al mundo como se le conoce...
- Saben muy bien que el decidió el exilio.  Odiaba tanto a la humanidad que probablemente esté muerto.-
-Más sin embargo es algo que no podemos ignorar. Este puede ser obra de él. Después de todo él fue quien diseño cada modelo de inteligencia. -
-Con todo respeto sus señorías...  ¿Están diciéndome que el Programador de Almas en verdad existió?
-El era uno de los nuestros. Uno de los más prometedores científicos y filósofos que la humanidad haya ofrecido... -
-Por Dios señores escúchense. Porque le están dando lecciones de Historia al mocoso. Si continúan así mejor añádanlo al consejo de una vez.-
-Una cosa esta clara Sr. Del Cielo. El muchacho es digno de nuestra atención. Y nosotros creamos este planeta para humanos como él.  Déjenlo quedarse ya discutiremos su utilidad en el futuro. Por ahora necesitamos llegar a un acuerdo recuerdo al asunto este. -
- La Sra. De los Mares tiene razón... debemos continuar...-
-Disculpen sus señorías... Entonces... ¿las leyendas respecto a él son todas ciertas? ¿El fundo las leyes de la Robótica? ¿El diseñó cada aspecto de la inteligencia Artificial? ¿Construyo a los AIHL y programo al primer Robot con sentimientos?...
-Y no solo eso muchacho. El ayudo al diseño y construcción de las excavadoras gravitacionales con las que logramos modificar la gravedad de este planeta para poder habitarlo, los edificios que purifican el aire... Básicamente cada punta de tecnología que ayudo al hombre a colonizar y sobrevivir a este planeta...-
-No le llenen la cabeza de información innecesaria... el no era más que un loco chiflado desviado. Eso es lo que era. -
-Sr. del Norte no toleraremos que se siga refiriendo de esa manera del Programador. Le guste o no el es de los pilares de nuestra civilización. Y no queremos recordarle que usted es primordialmente responsable de que el nos haya abandonado.-
-Sra del Este él se marcho porque nunca estuvo de acuerdo con nosotros. Gracias a él es que estamos esclavizados por los caprichos de los alienígenas... -
- Sr. Del Norte no tolerare que continúe cuestionando asuntos que no están en discusión en esta junta. Ese tratado de comercio. Es un tratado de paz. El programador fue quien nos hizo aliados de las razas superiores. Si aun estas dispuesto a cuestionar esto, eres un tonto. Y Dios sabe donde estaríamos sin ellos...-
-¿¡¿¡Dios?!?! Centro no puedo creer que aun te atrevas a mencionar Dioses, somos hombres de razón y lógica y por mucho que sea una expresión no quiero comenzar a debatir por creencias del viejo mundo.-
-¡Señores por favor!  Perdemos tiempo. Valioso tiempo. ¿Creen que no tenemos mejores cosas que hacer?  Algunos en verdad nos tomamos muy enserio nuestras ciudades. -
No puedo evitar emocionarme al escuchar todo esto. Estoy estupefacto. Mi cabeza me da vueltas. No sé si el caso es de importancia o no en este punto. El consejo reconoce mi existencia. No puedo creer que esté siendo parte de una junta del consejo.
- Regresando al caso... No podemos descartar la posibilidad de que el Robot le perteneciera al Programador.
-Jovencito, el Programador era incluso para nosotros ya un hombre mayor. Nos parece imposible que haya podido mantener a ese Robot oculto de nosotros. Aunque hay que aclarar que el tiempo desglosado de los análisis del material con el que fue construido coincide con el viejo mundo.-
- Sra del Este, el hecho de que el Robot fuese construido por el Programador tiene por demás sentido.-
-Sr. del Sur...
-¡Basta ya!   No tolerare que sigan desperdiciando el tiempo. El joven tiene una teoría de lo sucedido. Sugiero que le escuchemos e intentemos llegar al meollo de este asunto.  Es sumamente importante que decidamos que hacer respecto a esto. No podemos dejar que esta información salga a la luz. ¿Acaso estamos ante un caso de conspiración? Todos estamos consientes del poder político que tenía el Minero. No podemos descartar la posibilidad de que esto haya sido llevado a cavo por algún loco anarquista revolucionario que quisiera desestabilizar al gobierno mundial. Por mucho que me pese aceptarlo estamos posiblemente en el punto en que podemos cuestionarnos una posible existencia de la "Ciudad Prohibida"...-
-Centro no creo que sea momento de discutir teorías de conspiración.  Es un hecho que alguien esta tras nuestras posiciones. Pero eso es algo que preferiría no tratar frente a un civil. -
- Oeste es información que no podemos dejar más tiempo de lado. Esto podría ser inicio del fin de la paz como la conocemos. -
- Señores, Centro, Oeste, de ser ese el caso simplemente nos enfrentamos a las consecuencias de nuestras decisiones y actos. No hay porque temerle al cambio. Por mucho que encontremos paz en el presente si la humanidad está dispuesta a la revolución por el cambio tal vez deberíamos reconsiderar una nueva actualización a las leyes establecidas.-
-Sra del Mar no de nuevo, usted deja ir demasiado su instinto científico. No podemos ceder ante esta presión. El sistema es funcional y hay paz. No hay porque dejarnos intimidar por unos adictos a la red. No podemos permitir que sea por nuestros propios actos que alcancemos nuestra extinción. Es esa manera de pensar la que llevo a la tierra al caos. -  
- No podría estar más de acuerdo con la Sra del Este...
Vaya parece ser que todas las leyendas que giran en torno a los Hackers son ciertas... Aunque para el congreso sea más sencillo pretender que la Ciudad Prohibida no existe es un hecho que todos los marginados del sistema necesitan un centro de acción donde no sean monitoreados. Hablar de que este atentado contra la vida del minero fuera obra de los revolucionarios no esta tan fuera de este mundo. Es cierto que desde el día que se estableció la VRCS Network el mundo entro en conflicto de intereses. El hecho del que el congreso decidiera monitorear la red y controlar el consumismo de ella. Es algo que divido  a la humanidad. El Señor del Cielo es el encargado de la red. Y aunque es otro de los pilares de la economía mundial... Los Hackers hablan sobre dos fuerzas en continua guerra por el control de la red. The Time Lord y The Thinker son fuerzas que se repelen pero sin embargo buscan el mismo fin. El total control del mundo digital... Tal vez es cierto que hay dos fuerzas crecientes que buscan las posiciones del congreso... No puedo creer que este caso este vinculado con la teoría de conspiración más grande de este mundo...
- Señor Crusher... Necesitaremos su total cooperación y lealtad hacia su gobierno y planeta. Desde ahora necesitamos su voto de confianza y total discreción. Estamos consientes de que en el pasado defendió revolucionarios contra nuestras fuerzas políticas y leyes. Necesitamos saber de qué lado yace su lealtad.-
-Sr. del Norte. El muchacho este aquí frente a nosotros. Creo que es claro donde yace su lealtad...-
-Sra del Este no sea idealista este joven defendió satisfactoriamente a más de uno de nuestros opositores.  ¿Como sabemos que no le han comprado ya su lealtad?
-Su señorías permítanme aclararles que jamás me había cuestionado tal cosa. Mi lealtad esta ante el bien mayor de la humanidad. Me temo que necesito me permitan mi libre albedrio respecto a esto. Pero juro completa discreción frente a cualquier clase de información llegue a mí.  
- Creo que por ahora será suficiente.  Pero antes de dejarnos llevar por teorías de conspiración y traición tratemos este tema lo más ajeno a estas posibles. La pérdida del minero es  algo lamentable. Sea para el bando que fuera. Necesitamos llegar a algún lugar respecto al robot, y las circunstancias de la muerte. -
Sus señorías... El minero falleció hecho pedazos por un una de sus maquinas en la mina. Hasta donde ustedes saben... Lo que la comunidad minera oculto es que el Minero tenía una hija. Una niña que adopto hacia unos años y que tenía la peculiaridad de jugar en lo profundo de las minas. No es ningún misterio que esta niña es una anomalía en el sistema y que no hay registro alguno de su existencia. Nacimiento ni sangre. Creo que vale la pena sustentar la hipótesis de que ella haya muerto junto al minero. Lo que significaría que ella no solo no es humana. Si no que su entrada al planeta no fue para nada legal. Tal vez ella viajo de alguna manera del viejo mundo y trajo con ella al Robot....
-Muy interesante chico... Aunque es imposible que el escaneo de sangre fallara. Fuera o no Humana si hubiera sangre de alguien más en la maquina lo sabríamos. -
-Es sumamente importante que descubramos la parte que jugó el robot en esto. La niña no es un factor importante por ahora.  Son las órdenes exactas bajo las cuales actuaba lo que queremos.-
- El Robot será destruido a la brevedad posible. Su código podría poner en riesgo la seguridad del sistema si es que lográramos conectarlo.  Creo que será mejor simplemente desaparecerlo.-
- ¿No hay posibilidad que el robot no siga las leyes?
-Un organismo artificial inteligente sea solo Código o maquina es considerado así mismo como una extensión de su Amo/Propietario.  Esta niño, fue la primera ley de la real Robótica. Creada por el Programador mismo. Es por ende también la base de nuestras leyes legales.-
-Se decido por legalizar el derecho de cada ciudadano responsable a un Robot Inteligente.-
-Esto es lo que nos ayuda a mantener al margen el consumo de los A.I. y mantener el número de ellos menor al de los humanos.-
-Los AIHL fueron creados con base a las necesidades. Pero incluso aun más que los humanos en si estos están forzados a cumplir las leyes de cada región. -  
- Un organismo Artificial Inteligente esta impedido para lastimar o dañar bajo ningún concepto a su Amo/Propietario física, moral o/ni emocionalmente. Su integridad, imagen y honorabilidad. Por consecuencia no es posible que este se ponga en riesgo a sí mismo. -
- Lo que hace a los AIHL los esclavos perfectos.-
-Es parte de la humanidad tratar de esconder nuestros deseos y necesidades de servidumbre. Pero decidimos creárnosla. -
-No solo esto, los AIHL están impedidos de realizar actos criminales o contra de la naturaleza. Estas leyes del programador en verdad son inquebrantables.-
- Un organismo Artificial Inteligente está obligado a realizar todas y cada una de las órdenes realizadas por su Amo/Propietario siempre y cuando estas no interfieran con la segunda ley.-
- Un organismo Artificial Inteligente estará obligado a obedecer cualquier orden clara dada por un humano siempre y cuando esta no interfiera con alguna orden dada anteriormente por su Amo/Propietario. Estas órdenes están sujetas a la segunda y tercera ley. -
- Un organismo Artificial Inteligente está programado para priorizar las órdenes de segundos y/o terceros a conveniencia total de su Amo/Propietario. Solo por encima de este, están las leyes bajo las que este se rija. -
-Un AIHL jamás haría nada que comprometiera a su amo...
-Respondiendo a tu pregunta chico.-
- El Robot se ha sometido a varias pruebas pero no han dado resultados.-    
-Si crees poder hacer mejor trabajo adelante...-
-Traigan al Robot.-
Nunca había visto algo parecido. Los holovideos en la memoria de  la AIPS del detective ya me lo habían mostrado pero es otra cosa verle de frente. Es mucho más alto que yo... Esas lámparas de focos ocultan muy bien las micro cámaras que llevan... una bocina por boca como si fuera una broma sarcástica de un hombre. Y ese viejo traje negro que lo asemeja a esas extrañas aves del viejo mundo que habitaban en los polos helados...
- Robot siéntate.
Y como era de esperarse... tenias que sentarte... este maldito Robot es un AIHL nos guste o no... Parezca uno o no... Es el momento de la verdad... Este será el momento que definirá mi futuro... Pero si algo siempre he tenido claro es que soy el mejor en lo que hago.
-Robot usa tu cabeza para asentir o negar. ¿Robot asesinaste al Minero?
No sé qué clase de orden sea la que le impida compartir palabra pero si para algo soy bueno es para arrebatarle la información a cualquiera... o en este caso a lo que sea...
-No puede ser....-
-¿Qué clase de broma es esta? -
- ¿Acaso van a decirnos que nadie le pregunto directamente al robot nada?
-Borra esa sonrisa de tu rostro Este. Este chiquillo hace que su lógica y razonamiento nos haga ver como estúpidos... -
-Un Robot no puede mentir... Centro creo que podemos estar seguros que al menos no fue un caso de homicidio.-
No puedo dejar de pensar en sus reacciones. Ni por un minuto pensé que el robot negaría ni asentiría...   Es claro que la orden que le hace guardar silencio fue ambigua y tomada precipitadamente. A este robot se le ordeno no decir nada... Al negar o asentir no me está diciendo nada...   Creo que lo logre... Como siempre... Soy el mejor en lo que hago.
- Mocoso, eres en verdad excepcional... Lamentamos hacerte esto. Pero no hay nada que necesitemos por ahora de ti. -
-Lo mejor será que salgas y nos permitas continuar con esto.-
-Créelo que nuestras miradas estarán sobre ti. Tal vez este no sea el momento. Pero tendrás noticias de nosotros en el futuro. -
-O por el amor a... ¡No pueden hacerme esto! ¡No justo ahora...! ¡No es justo! ¡Este es mi caso! ¡Y aun no está terminado!
-Sr. Crusher el consejo le ha dado una orden. Por favor obedezca y salga del recinto. No nos obligue a borrarle la memoria.-
- Esta bien lo entiendo. Gracias sus señorías... Ha sido un entero placer serles de ayuda...
- Sr. Crusher puede estar tranquilo, su ayuda ha garantizado la seguridad y estabilidad del pueblo central, no, del mundo.-
No puedo creerlo y nuevamente estoy fuera... Sin nada, sin caso y sin garantías... Ni siquiera poseo la verdad de lo que sucedió...   ¿Qué hace ese chiquillo en las oficinas centrales? ¿Cómo llego aquí? ¿Y porque está llorando?
-Oye niño... ¿Qué pasa, porque lloras?
-...El solo... el solo... el solo me estaba protegiendo...-
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lausdv · 5 years
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Social media
Me di cuenta de que las apps que más uso son Instagram, Netflix, LinkedIn, Fintonic, Gmail, WhatsApp, Twitter, Facebook, Pinterest y Tumblr en ese orden.
Análisis:
Ig: me encanta ver tutoriales en fotos o videos cortos porque soy sumamente impaciente y no aguanto ver un video completo de YouTube. Amo las historias de The Beauty Effect y de Momiji Beauty, y por ahí se cuelan historias de gente famosa que sigo, sin embargo, también noté que me deprime tanto glam en mi pequeña pantalla de cel y es que mi vida me parece deprimente, ya sea por la falta de libertad, tiempo, experiencias y dinero para hacer todo lo anterior. No se como liberar esa adicción a esta app, porque me entretiene y me deprime a la vez.
Netflix: adicción mil, descargo capítulos de AHS en la ofi porque el IP es de San José Cali, y el Netflix gabacho la tiene para descarga, so, salgo de la ofi y tengo cuidado de no conectarme a ninguna red wifi o de activar accidentalmente mi ubicación para no perder mis descargas. Y esto es a un nivel intenso porque de verdad me siento mal si por accidente me conecto en alguna ip de mi región. Btw, me da un poquis de ansiedad quedarme sin nada descargado para mis trayectos de muchas horas todos los días a la oficina.
LinkedIn: ambición. Todos los días la reviso mil veces para ubicar nuevas vacantes en alguna empresa que en mi mente me va a pagar bien, me va a dejar tiempo libre para mi y que además tendrá el ambiente laboral mas deli del mundo y pues no, la realidad es que me han rechazado de tantos lugares que considero cool que ya perdí la cuenta. Ah, y también la reviso para verificar si de casualidad me contestaron de alguna vacante anunciada o por si algún head hunter me encuentra y me facilita la vida. Plus: me entero del chisme de mis ex coworkers.
Fintonic: obsessed w/financial planning. Desde hace unos meses decidí registras TODOS mis movimientos financieros para educarme en esa materia. Resultó que casi no olvido registrar hasta el último chicle o propina gastada, pero eso no me ha educado en ahorro o en inversión. Need a new plan.
Gmail: tiene todo que ver con LinkedIn, porque reviso constantemente mis correos por si algún head hunter me escribe (kinda hate my job). También aparecen algunas ofertas deli de vez en cuando.
WA: me mensajeo con una o dos personas diario, jamás más de tres, sin embargo, todo el tiempo estoy revisando si hay mensajes nuevos. Creo que aun pretendo ser importante para alguien en el mundo.
Twitter: vómito verbal, mi especialidad. Normalmente la uso para enterarme de lo que pasa en el exterior, o por lo menos en México. 100% de las veces que la uso termino enojada por los Amlovers, o por Chumel, o por Sopitas o por alguna pendejada política que amarga mis días. La uso básicamente para validar mi idea de miserabilidad dentro de mi y en mi entorno.
Fb: costumbre y memes. Dejé de seguir a casi todos mis contactos y la red se convirtió en una fuente inagotable de memes, es como el relax divertido del día. Btw, jamás me siento mal porque no veo la vida de nadie más y no me termino comparando.
Pinterest: básicamente la uso para "inspirarme" en mi outfit del día siguiente, sin embargo termino vistiéndome con casi lo primero que encuentro, muy distante a las fotos de la app. Y también la uso como inspiración para mi mani de la semana.
Tumblr: vómito verbal de más de 140 carácteres. Jamás veo mi newsfeed, solamente escribo, para intentar recuperar esa habilidad adolescente narrativa. De cualquier forma ni es diario ni tampoco constante.
¿Chingona vida no?
Alv.
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La venganza de Siam. El estigma de Cecilia.
Cuento basado en una mujer que conocí y escrito en el Bar Dos Naciones, una madrugada de sábado que amaneció lluvioso.
No sé cómo todo vino a terminar así. Lo único que quería era amarla y mostrarle la pasión que sentía por ella. Ahora mi cabeza me da vueltas y no tengo fuerzas para levantarme del suelo. Me es imposible hablar o realizar algún movimiento. Ella, desde la distancia, me analiza. Su torso está descubierto y me muestra sus hermosos pechos. Escucho voces apenas perceptibles y mis ojos ven pasar, de manera fugaz, formas humanas que giran a alrededor mío, pero que no alcanzo a reconocer. Y ahora ¿qué va a ser de mí?
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Pasaron más de tres horas desde que el último de los invitados, el representante del Perú, se marchó del lugar después de haber disfrutado la música de los mariachis y haberse bebido botella y media de mezcal. Al hallarse solo, el alcoholizado embajador de México en Tailandia, puso un casete de “Los Panchos” y se apoltronó, con un vaso de whiskey en la mano, en su sillón favorito de cuero negro. Su mirada se clavó en el suelo, mientras que su pensamiento comenzó a dominarlo el triste recuerdo de Marie, su joven esposa, muerta por atropellamiento, cinco años atrás en las calles de Bangkok.
A pesar de que eran las cuatro de la mañana, la servidumbre, que había trabajado desde muy tempano para el festejo del 15 de septiembre, permanecía en la residencia esperando instrucciones para retirarse. El grupo de mujeres, que se aburría de lo lindo en la cocina, comenzaba a murmurar sobre el melancólico y deprimente estado de su patrón.
El embajador salió de su ensimismamiento al notar ausente la voz de Chucho Navarro. Se incorporó del sillón para caminar con pasos titubeantes hasta el modular y hacer sonar un disco, ahora de tango, con los grandes éxitos de Gardel. De reojo pudo ver al hastiado personal de servicio sentado alrededor de la mesa de la cocina.
Fue a su encuentro y hablando en atropellado francés preguntó si querían cenar algo o llevarse a casa alguna vianda. Todas rechazaron el ofrecimiento a excepción de la más joven de ellas, Ashara, quien ignoró la presencia del señor Leroux, ya que aún lavaba trastos en el fregadero. El embajador volteó hacia ella y se pasmó al observar su fino talle. No pudo evitar suplantar la figura que percibía con la de Marie. La vio con morbo, sin importarle que las demás trabajadoras lo observaran, y se impresionó al comprobar que el cuerpo que examinaba era similar al de su malograda esposa francesa.
Solicitó a las empleadas que se fueran a sus casas, a excepción de la joven de 17 años a la que pidió se quedara a preparar café. Mientras Ashara cumplía con diligencia su tarea, el embajador Leroux la miraba excitado convencido de que la joven asiática usurpaba el cuerpo de Marie.
Obligado por un deseo incontrolado, el diplomático se lanzó sobre Ashara y la abrazó con firmeza por detrás. La chica se quedó atónita y no supo qué hacer. El hombre la comenzó a besar por el cuello, mientras recorría con sus manos todo su cuerpo. Ella, de forma instintiva, soltó la lata de café molido que al dar con el suelo, esparció su contenido por todo alrededor. El embajador no paraba de decir “¡Marie, bésame!”. Ashara cerró los ojos y comenzó a invocar a los dioses a los que, desde niña, siempre rezaba.
El poseído sujeto metió sus manos por debajo de la falda de la adolescente y rompió de un jalón las bragas. Ella, presagiando una horrible agresión, invocaba la defensa de Rajasi, león con cabeza de fuego; la de Garuda, ave con cuerpo humano y de Hera el dragón que defiende a mujeres y niños.
Este último apareció, en la conciencia de Ashara, envuelto en una bola de fuego. La bestia se estiró mostrando su largo cuerpo mientras emitía penosos y extendidos alaridos. Los ojos del animal se congestionaron de sangre, mientras mostraba sus afiladas garras en posición de ataque. Cuando la ofendida se sintió penetrada, el dragón de los bosques de Himmapan produjo un grito estentóreo y lanzó grandes llamas desde sus fosas nasales. La joven, quien no comprendía las extrañas y repetidas palabras de su atacante “¡Marie, mi amor, vuelve!”, sentía desvanecerse. El dragón continuaba revolviéndose, lanzado fuego y tirando coletazos que intentaban traspasar los límites de su imaginada existencia. El poseído animal dejó de moverse cuando la agresión, al fin, concluyó.  
La mujer, carente de voluntad y fuerza alguna, se tendió sobre la mesa, mientras el señor Leroux se ajustaba su arrugada ropa. Con los ojos abiertos, ella vio a Hera sentado sobre su enorme cola. Sin moverse del sitio en el que se hallaba, el dragón cogió con delicadeza una especie de renacuajo que se movía distraído en el ambiente y con la otra garra capturó una esfera suspendida en el aire. El ahora impasible animal acercó los dos objetos de forma ceremoniosa y la joven observó con nitidez que dentro de la esfera se encontraba el cuerpo de su futura hija. Ashara comenzó a llorar sin control ya que temió que la no nacida pasara, algún día, por la terrible experiencia que ella vivía en ese momento. El dragón acarició y lamió con ternura la esfera fecundada y después la engulló.
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Hubiese deseado permanecer en mi cama tres o cuatro horas mas para recuperarme de la desvelada y la resaca producida por los incontables mojitos que bebí la noche anterior en el bar Dos Naciones, pero tenía el compromiso con mi madre de acompañarla esa mañana a hacer un trámite de vivienda en el sindicato de maestros, en el centro de la ciudad.
Sabedora de la psicología que me distingue, mi progenitora no se desgastó al escuchar por teléfono mi negativa inicial y me hizo la tentadora oferta de invitarme en “El Rábano” una pancita acompañada de una cerveza helada. Eso me llevó a cambiar de opinión.
A pesar de la temprana hora, el sol caía a plomo y si no hubiera sido por la pócima revitalizadora que ingerí en el famoso restaurant de la colonia Portales, el viaje en metro hubiera sido aún más tortuoso. Llegamos poco antes de las diez de la mañana al descuidado inmueble ubicado muy cerca de la Plaza de Santo Domingo y mi sorpresa fue mayúscula al ver que, en un día no laborable, una muchedumbre se agolpara en la entrada de la sede sindical, como si fuera el acceso al metro Pino Suárez al finalizar un mitin político.
Cuando ingresamos al edificio, de inmediato percibí la fetidez propia de un animal en descomposición que armonizaba con el triste cuadro de deterioro material. Cristales rotos o pintados a brochazos, ausencia de ventanas y puertas en oficinas, paredes descarapeladas que mostraban manchones de cal, papeles y polvo en cada rincón. Sólo unos llamativos carteles anaranjados firmados por el sindicato y el gobierno federal con la leyenda “Para vivir mejor”, le daban cierto colorido al deleznable lugar.
Subimos al segundo piso y mi mamá se incorporó a una larga fila de compañeros suyos que se desesperaban por ser atendidos. Mi cálculo fue que habría unas setenta personas antes que nosotros, así que comencé a maquinar un pretexto que pudiera parecer creíble para ausentarme lo más pronto posible de ahí. Mi madre metió la mano a su bolsa y sustrajo una silla plegable de tres patas, la cual armó con gran habilidad y procedió a sentarse.
Al ver que yo carecía de un artefacto similar, me recomendó: “Hijo ¿por qué no te vas a dar una vuelta y regresas en una hora? La mayoría de la gente trae su documentación incompleta y en un ratito nos van a pasar a los demás. Aquí en la esquina están las librerías de viejo y me puedes encontrar algo interesante. Yo te espero. No te preocupes”.
Le tomé la palabra y le dije que buscaría un buen libro policiaco para ella.
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Durante los nueve meses que duró la gestación de su bebé, Ashara decidió por el mutismo. Siempre miraba de reojo y su crispado rostro jamás recuperó la natural belleza infantil que le era característica. Sin que ella misma lo supiera, porque nunca se lo cuestionó, siempre odió a su ultrajador y a la injusta suerte que le dispuso la vida.
Al darse cuenta de la monstruosidad de su acto, el señor Leroux decidió contraer nupcias con la joven ultrajada en una ceremonia a la que acudieron todos los trabajadores de la embajada. Con el silencio de la novia, quien nunca dijo sí, se convirtieron en marido y mujer.
El día del alumbramiento Ashara llegó al hospital con un trabajo de parto de 48 horas, pero se sentía tranquila y esperaba con ilusión la llegada de su hija. Estando en el quirófano la intervención comenzó a complicarse ya que la madre sufrió una dramática baja de su presión arterial producto de una deficiencia hepática que no había sido detectada anteriormente. El equipo médico dudaba entre hacer una cesárea o esperar el nacimiento natural. Los signos vitales comenzaron a experimentar una crisis súbita. El equipo médico entró en estado de alarma.
La mujer, casi desfallecida, sintió con toda claridad coletazos dentro de su vientre y tuvo una visión en la que Hera se encontraba dentro de ella en posición fetal. De pronto el dragón comenzó a emitir rugidos terribles y a desgarrar con furia todos los órganos internos que tenía a su alcance, produciendo un río de sangre. La destructividad del animal le generaba a Ashara un dolor atroz. La desesperada bestia hincaba sus garras traseras en el cuerpo de la paciente mientras giraba para todos lados buscando una salida. La mujer sentía que la sangre manaba a chorros desde el interior de su cuerpo. Estaba muy débil y pensó que moriría en ese instante. En determinado momento, Hera pareció haber hallado una vía para escapar de su enclaustramiento, así que se deslizó suavemente por las paredes de la matriz hasta hacer embonar su hocico en la entrada vaginal. Poco a poco fue abriendo sus fauces hasta lograr que la niña-dragón que conservó por meses en sus entrañas, pudiera salir sin dificultad a reconocer el amenazante mundo que en ese momento le daba la bienvenida. El primer chillido de Cecilia coincidió con el último latido de Ashara, quien murió con una dulce sonrisa dibujada en su rostro.
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Abandoné lo más pronto que me fue posible el maloliente edificio. Crucé la calle y me encontré con varios locales que se dedicaban a la compra-venta de libros antiguos y de segunda mano. Entre ellos estaba “La imprenta de Gutenberg”, “La letra novohispana”, “El topo escribano” y un pequeño negocio que me llamó la atención por su esotérico nombre “Los presagios de Siam” y por su logotipo, un dragón leyendo un libro rodeado de un grupo de infantes.
Me introduje a esa librería que, a diferencia de las demás repletas de estudiantes, solo estaba ocupada por dos aburridas dependientas de origen asiático. La planta baja del local no ofrecía nada extraordinario, sólo ofertas de intrascendentes libros de 10 y 15 pesos y ejemplares de best sellers políticos a  precios similares que en cualquier otro lado.  
Estaba a punto de salir del oriental changarro cuando a lo lejos observé el barandal de hierro forjado de la escalera del fondo. Me acerqué y encontré una serie de figurillas montadas y en bajorrelieve que eran propios de alguna cultura asiática. No había visto semejantes piezas en mi vida, lo que me llevó a pensar que ese trabajo no era nacional. Al principio del pasamanos había una especie de duende con rostro desfigurado y largos colmillos, vistiendo un taparrabo y en posición de ataque. A lo largo del barandal, por lo que se podía divisar desde mi punto de visión, sobresalían personajes mitológicos de lo más extravagantes como hombres pájaro, perros con cara de mono, largas serpientes marinas y caballos con cara de felino, todos ellos dentro de un ambiente selvático. Pero mi atención la captó el arco ubicado en el último peldaño de la escalera, el cual representaba un hocico de dragón.
A pesar de que había una cadena que impedía el ascenso, aproveché el sosiego del personal femenino y traspasé de un brinco hacia el otro lado. Subí con toda calma las marmoleas escaleras, observando maravillado el trabajo de herrería. Al llegar al umbral de la arcada me di cuenta de que el final del pasamanos estaba rematado con varias figuras de duendes en actitud agresiva. El arco era impresionante, ya que el calibre del material suponía un pesado trabajo escultural. Los congestionados ojos de la flamígera bestia trasmitían un deseo incontrolado de destrucción. Me llegué a sentir inquieto debajo de las fauces del monstruo, así que opté por ingresar a la sala.          
Caminé varios pasos y a cada uno de ellos la oscuridad se acrecentaba. Tenía confianza ya que, según mis cálculos, el primer piso debía ser igual de pequeño que la planta baja. Pronto me percaté de que las dimensiones eran mayores ya que identifiqué resplandores que evidenciaban un terreno tres o cuatro veces más grande de lo esperado. Pasado un tiempo, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pude identificar con cierta precisión, gracias a algunas líneas estables de luz, la amplitud de la biblioteca.
Mi curiosidad me llevó a escudriñar los libros que se hallaban cercanos a un  ventanal traslúcido. Eran ejemplares muy viejos y escritos en un lenguaje extraño que parecía ser árabe. No entendía nada de lo que esos tomos decían, pero los grabados representaban personajes mitológicos idénticos a los encontrados en la escalera. Revisé varios de ellos y todos contenían jeroglíficos y grabados del mismo tipo, a excepción de los que mostraban fotografías de felinos en su hábitat y retratos de personas asiáticas viviendo en la selva.
Estaba hojeando un libro recargado en la ventana cuando escuché un murmullo que provenía de un pasillo cercano. Me moví en su búsqueda y cuando identifiqué el origen del sonido observé a una mujer sentada en el piso en posición de flor de loto que rezaba o emitía algún mantra. Me acerqué con todo el sigilo que me fue posible y noté que, frente a ella, flanqueado por cuatro velas encendidas, había un libro abierto que mostraba un grabado de un dragón alado con una expresión malévola.    
De súbito, la mujer salió de su trance y enfocando con dificultad su vista, me preguntó sobre mi presencia en ese lugar. Al ver sus ojos claros y rasgados la identifiqué de inmediato, era Cecilia Leroux Kunklub, compañera de trabajo en el Banco de Comercio Internacional y con quien había instrumentado varios programas de exportación de alimentos mexicanos a Sudamérica.
- “Samuel ¿tú aquí? ¿Cómo es posible?” Me preguntó con nerviosismo.
 - “Cecilia ¿qué haces en este sitio?”, le cuestioné intrigado mientras recordaba que un par de meses atrás había asistido a su elegante boda con un empresario alemán. Vino a mi memoria, entonces, el hecho de que el papá del novio había fallecido en Berlín la misma noche de la ceremonia matrimonial.
- “Es que hay muchas cosas que no sabes de mi, Samuel. Todos los sábados vengo a esta biblioteca para encontrarme a mi misma. Pero ven, acompáñame, que quiero mostrarte algo”.
Cecilia me condujo de la mano por varios pasillos y en el breve trayecto no cruzamos palabra alguna. Nos detuvimos justo enfrente de una estrecha puerta de madera.
- “Quiero decirte algo antes de entrar. Jamás pensé llegar a encontrarme a alguien conocido en este edificio, pero, ya ves, el destino te condujo hacia aquí y por algo será. Por favor no comentes con nadie lo que vas a ver y escuchar porque me comprometerías. Después te explicaré todo a detalle”. Me dijo misteriosa.
La puerta conducía directamente a un cuarto cuyo espacio lo ocupaba casi en su totalidad un viejo armario de madera, una cama matrimonial con las cobijas revueltas y una cabecera de latón. La habitación carecía de ventanas y una lámpara de pie ofrecía la única luz disponible. También pude observar una mecedora con tejido de mimbre que era ocupada como depósito de ropa usada.
De repente Cecilia gritó: - ¡Ademar, ¿ya te bañaste?!
Y desde algún lugar, que no pude identificar, provino una respuesta:- ¡Ya chiquita! ¡Oye, ya se me hizo tarde, ¿me puedes preparar el desayuno?!
Acompañé a Cecilia a un costado del armario por el que cruzamos a través de un estrecho pasillo que conectaba con la cocina, la cual, a diferencia de la recámara, lucía limpia e iluminada. Asomé mi cabeza por una ventana que se abría de par en par y me percaté que daba a una bulliciosa calle del centro histórico, donde se ejercía, con vitalidad, el comercio ambulante.
Mientras preparaba los alimentos, Cecilia me comentó que Ademar era una persona generosa, inteligente y que siempre la cuidaba. “Ahora lo vas a conocer, es un ser maravilloso”, me dijo. Estaba admirado de ver la maestría y rapidez de mi amiga para hacer con cuidado el desayuno, cuando percibí que, de un brinco, un enano se subía a la silla periquera.
- “Hola, buenos días, no sé ustedes, pero yo me estoy muriendo de hambre”.- dijo con gracia el recién incorporado a la mesa.
Me sorprendió no sólo la presencia del diminuto hombre sino su arabesca vestimenta, roja toda ella con vivos dorados y que consistía en unas babuchas enrolladas en sus puntas, pantalones holgados, un chaleco abierto que dejaba ver su musculoso torso y un gran turbante.
El pequeño individuo habló poco, ya que se mantuvo ocupado comiendo de prisa el generoso desayuno que le preparó Cecilia. Una vez que hubo terminado de alimentarse descendió de la silla, introdujo el turbante en una bolsa de piel, se puso un sweter cruzado en forma de bata, abrazó a Ceci y se marchó de inmediato.
Al quedarnos solos, Cecilia me confió su secreta historia de amor con Ademar.
Ella estudiaba el quinto semestre de preparatoria en el Colegio Alemán, cuando su profesora de letras le pidió, como trabajo final, realizar una entrevista a un personaje popular. Ceci siempre había querido ir al circo, lugar que no había visitado en su vida, así que le pidió al chofer de su padre que buscara uno y la llevara. El conductor la trasladó al que se hallaba en la colonia Buenavista.
Llegó al circo con la intención de entrevistar a algún payaso y comprobar la leyenda de que esos chuscos artistas son melancólicos con vidas trágicas pero, para su mala suerte, los personajes buscados no se encontraban en ese momento en sus camerinos.
Se introdujo, entonces, en la carpa y le preguntó al barrendero, quien hacía sus menesteres en la pista principal, por el hombre fuerte del circo y aquel le indicó el camerino al que debía dirigirse. Iba a tocar la puerta cuando ésta se abrió permitiendo la salida de un escuálido y alegre viejecito acompañado de media docena de perros juguetones. Al ver a Cecila, el anciano le dijo “pásale, bonita, Sansón está visible”.
La historia que mi interlocutora me narró, con lujo de tiernos detalles, se reduce a que el encuentro entre ella y el artista circense produjo un poderoso amor a primera vista.
- “Era un sábado a las 11 de la mañana cuando conocí a Ademar. Recuerdo que me sirvió una infusión de flores aromáticas y en una charola de plata puso galletitas danesas en forma de corazón. Me dijo que yo era una persona que trasmitía un aura especial y que adivinaba que mi vida, al igual que la de él, estaba trazada por un Dios poderoso. Reconoció mi secreto y me aseguró amoroso que quería conocerlo a fondo, para poder sanarlo. Eso, Samuel, es lo que nos mantiene unidos”.  
No quise indagar más a fondo sobre el misterioso enigma que acababa de escuchar, pero sí me atreví a preguntarle por su marido alemán. Sonrió y me dijo:
- “Matías es una buena persona y nada sabe de la historia que te conté. Decidí casarme con él, un poco por presiones de mi padre y otro tanto para poner a prueba mi relación con Ademar. Recordarás que mi esposo tuvo que viajar a Alemania por la muerte de su padre la misma noche de nuestra boda. Al ser heredero único las cosas se complicaron más de lo esperado ya que tuvo que liquidar adeudos del negocio familiar para arreglar legalmente lo de la herencia. No nos hemos visto desde el día de nuestra boda hace tres meses, pero hoy en la noche regresa a México. ¿Crees que me podrías acompañar a la recepción que daré en mi casa, Samuel? Me preguntó mientras me acariciaba la cara con sus finas manos de pianista.
Me turbé un poco porque ella no dejaba de indagar mi rostro mientras lo recorría con ambas manos.
- ¿Entonces? Me dijo, rogándome un poco.
Yo no podía pensar en nada, sólo me deleitaba con sus caricias. Estaba a punto de ronronear, cuando se levantó y me dijo que prepararía café.
- “Eres lindo ¿sabes? Tus ojos son hermosos. Me han gustado siempre” Me expresó en forma seductora.
Estuve observándola mientras trabajaba en la cocina. Su figura era hermosa. Sus nalgas pequeñas y duras, sus pechos se adivinaban turgentes. En esa circunstancia reconocí que, con esa vestimenta casual, me gustaba más de lo que pensaba. Sentí celos por el enano y también por el afortunado teutón que, de seguro, hoy la haría suya. Mi consuelo fue que durante la hora que pasé con ella tomando el café, no dejó de tocarme y de decirme que, para ella, yo era una persona especial. He de confesar que pudo más el control que el deseo y no me atreví a decirle las profundas emociones que estaba sintiendo. Me hallaba confundido así que tuve que pretextar que debía regresar a buscar a mi madre. Nos quedamos de ver a las seis de la tarde en su casa de las Lomas de Chapultepec.
Salí de la librería de viejo-biblioteca oriental-guarida de Cecilia para dirigirme al sindicato magisterial. Cuando llegué ahí ya no había ni un alma. El edificio estaba cerrado y los cientos de maestros que horas antes pululaban el lugar, se habían esfumado.
Hablé a mi madre por teléfono y sólo pude escuchar recriminaciones, por lo que supuse que todo estaba bien. Ella averiguó si había comprado su libro y me aseguró que jamás me volvería invitar a desayunar. Con premura fui al pasaje Zócalo-Pino Suárez, le compré una novela policiaca de reciente edición, la puse en una bolsa de regalo y se la llevé a su casa. Más o menos se tranquilizó.
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Apenas me dio tiempo de bañarme, ponerme un traje, comer cualquier cosa y salir rumbo a la fiesta de recepción. Creo que me había puesto perfume en demasía ya que el taxista abrió las dos ventanillas delanteras para orear el ambiente.
- “¿De seguro va a ver a su chica? Se ve que está usted enamorado, jefe”. Me expresó con malicia el conductor. Yo le respondí con un seco “mas o menos”.
Durante el trayecto –y en realidad mientras transcurrió toda la tarde-  no hice otra cosa que pensar en las caricias de Cecilia. No sabía cómo interpretarlas. Ese “tus ojos me han gustado siempre”  me había puesto asaz inquieto.
¿Qué querrá Cecilia? ¿Por qué me citó tan temprano si su esposo llega hasta entrada la noche? ¿No será que quiere con…? No, no ¡eso es imposible!. Ella es un mujer muy fina y educada ¿Cómo va a ser que se me ofrezca de esa forma? ¿y el enano? Lo que pasa es que soy un ordinario que no sabe reconocer la buena educación. No dejaba de pensar en esos temas.
“Ya llegamos señor. Ésta es la casa”. Me dijo el chofer, quien todo el tiempo del viaje permaneció callado.
Le pagué el servicio y me dijo:
“Sólo quiero darle un consejo y, por favor, no me tome por un entrometido: nunca diga ‘mas o menos’. A las mujeres no les gustan los que dudan. Mejor vaya, abrácela y dígale lo que siente por ella”.
La taxística recomendación me pareció sabia y necesaria para disipar mis tribulaciones, así que le di una propina similar a la cuenta y le agradecí dándole un agradecido apretón de manos.
Toqué el timbre de la residencia intrigado de lo que podría suceder unos minutos más tarde. Cecilia abrió la puerta y se lanzó a darme un fuerte abrazo. “¡Qué bueno que viniste, Samuel! Temí que después de la historia que te conté, hubieras preferido alejarte. Pensarás que estoy un poco loca ¿no?”. Me dijo con alegría.
Cecí se veía lindísima. Su informal atuendo de la mañana había mudado a una blusa blanca de seda y una corta falda negra que hacia lucir sus largas y torneadas piernas. Los tacones altos estilizaban aun más su figura. Su pelo lo llevaba recogido y era sostenido por dos largos palillos orientales. El tocado la hacía ver sofisticada.
Entramos a su casa y me enseñó la colección de arte que le había regalado su padre. De entre los dibujos, esculturas y muebles traídos de Tailandia sobresalía una pintura de su madre que le fue realizada post mortem por un reconocido artista de aquel país. Cecilia me comentó que la obra se basó en la última fotografía que le fue tomada a su mamá en vida, exactamente un día antes de que ella naciera. La pintura reflejaba con fidelidad la extraordinaria belleza de la mujer, quien, mostrando un avanzado estado de gestación, vestía un llamativo traje regional. Su rostro, sin embargo, expresaba cierta nostalgia. El autor de la obra plasmó un dragón que giraba ascendente alrededor de la modelo. Cecilia me dijo desconocer el motivo de la presencia de ese personaje mitológico en el cuadro y me explicó que el animal era muy valorado en la cultura tailandesa. De inmediato reflexioné que en el transcurso de un solo día me había convertido ya en un experto en el tema.
Mi anfitriona acudió a la servidumbre y trajo dos refrescantes martinis. Nos sentamos muy juntos en la sala. Ella cruzó sus piernas y notó de inmediato el impacto que me produjo el coqueto desplante, ya que la inesperada postura me hizo moverme hacia un lado. Una vez que recuperé la posición vertical, ella se me acercó y reinició el dulce tocamiento. Continuaba diciéndome que yo era lindo y otras lisonjas, cuando decidí hacerle caso al sabio taxista y afirmar enfático:    
 - “No dejaré que continúes acariciándome hasta que me digas qué pretendes ¿Por qué lo haces Ceci?”. Le dije mirándola fijamente, mientras la tomaba de una muñeca.
 - “En realidad no lo sé Samuel. Sólo me nace. Será que eres una persona que me parece tierna. Sabes escuchar y eso me reconforta”.
 - “Una cosa es que te parezca tierno y otra que te guste. Son cosas diferentes ¿no?”.
 - “Samuel, en lugar de interrogarme ¿por qué no me dices lo que piensas, lo que sientes?”. Me dijo muy seria.
 - “Ceci, yo soy una persona normal, no soy diplomático y quizás te parezca extraño y rudo lo que te voy a confesar, pero a mi…me gustas mucho. Sé que no tengo derecho a decírtelo, pero ya que me pides que exprese lo que siento, pues es eso. Te deseo y mucho”.
Ella liberó la mano que yo retenía y me volvió a acariciar el rostro. Acercó su cara a la mía y me dio un beso profundo y suave. Me dijó “yo también te deseo”.
Nos pusimos de pie y comenzamos a besamos de forma apasionada. Cual danzantes nos movimos por toda la sala. Los contactos de nuestros labios subían en fuerza e intensidad y las caricias se multiplicaban por todo nuestros cuerpos. No sé cómo pero llegamos a la cocina y ahí comencé a quitarle la falda. Ella me decía que esperara; yo hacía caso omiso a esa petición.
La fuerza de gravedad se impuso y la falda corta se vino abajo. Mis manos acariciaban, con gran emoción, sus pequeñas nalgas. Sonó un celular y retumbaron varios claxonazos provenientes de la calle.
Al verse perturbada por los ruidos, Ceci se alejó de mí y contestó sobresaltada el teléfono. Era su esposo Matías quien estaba afuera de la casa esperando que lo recibieran de su largo y adelantado viaje. Ella le dijo que se estaba arreglando y que yo, “un compañero del trabajo” lo recibiría. Subió a toda prisa a su habitación y me pidió hacerme cargo del asunto.
Abrí la puerta y saludé a Matías, quien se portó muy serio conmigo ya que no pudo recordarme. El alemán estaba ansioso por que su equipaje, que incluía una maleta llena de regalos para su mujer, lo habían enviado a Atlanta. Me preguntó por Cecilia y le dije que estaba arreglándose. Subió, apresurado, las escaleras.
Estuve a punto de detenerlo, pero me pareció que eso sí hubiera sido una impertinencia. De cualquier forma, y sin meditar en la gravedad de mi acción, también subí rumbo al cuarto matrimonial, pero decidí apostarme al comienzo del corredor.
Primero escuché risas que fueron convirtiéndose en sonoras carcajadas. Después aprecié un silencio prolongado que era interrumpido por susurros. Con posterioridad percibí intensos jadeos. Un estruendoso alarido que salió de la habitación me pareció ser la evidencia de que la pareja hacía el amor.
Sentía caliente mi cabeza y experimentaba celos sin control provocados por las imágenes eróticas que yo mismo me inventaba. Me pareció injusto que ese desabrido alemán estuviera disfrutando de una experiencia que, hacia tan sólo unos instantes, estuvo a punto de ser mía.
Se mantuvo un silencio por varios minutos. La calma me inquietaba, así que para aminorar mi martirio decidí bajar a servirme un trago de alguna bebida que me tranquilizara. Malhumorado escudriñaba la amplia cava de la casa, compuesta de cientos de botellas, casi todas de vino, cuando escuché la voz de Cecilia que me decía “si quieres desetresarte, lo mejor, según mi padre, es el whiskey. Iré a pedirle a la servidumbre que nos alcance dos tragos”. Me acarició el pelo y aprecié, con una mezcla de coraje y deseo, la bata de seda que llevaba puesta.
Al regresar de la cocina tomó mi mano y me condujo al jardín. Ocupé un sillón y ella se sentó sobre mis piernas. Desconcertado, le dije que eso me parecía un exceso, que su marido vendría y por muy europeo que fuera, no le iba a parecer correcto verla sobre las piernas de un desconocido.
- “Matías no bajará en mucho rato. No te preocupes”. Me dijo Ceci con seguridad.
- “¿Qué tan mal lo traste? Yo escuché otra cosa” Le comenté intentando ser sarcástico.
 - “Mas bien fue al revés, Samuel, él se portó muy mal conmigo”. Me afirmó sonriente.
Comenzamos a besarnos y los sentimientos negativos que había experimentado, se disipaban ya. Debajo de la bata lo único que había era su tersa y blanquísima piel. Todo esto me estaba pareciendo muy excitante. Me disponía a despojarla de su bata para atacar con mi boca sus senos, cuando una voz intrusa hizo acto de presencia.
 - “Mi vida, te traje los whiskeys, están bien preparados”.
Me pareció reconocer al emisor de la impertinente voz e hice a un lado a Ceci para ratificar mi conjetura. Era, en efecto, Ademar, vestido a la usanza árabe que ya le conocía. Detrás de él había cuatro enanos, aun más pequeños, y con similar indumentaria.
 - “Gracias amor. Quédate cerca por si necesitamos algo, ¿sí?, por favor”. Solicitó, cariñosa, Cecilia.
Yo estaba absolutamente sorprendido y le pregunté a Ceci el significado de todo ese excéntrico cuadro. Ella por respuesta me besaba en el cuello y me acariciaba. Aunque no los veía, sentía la presencia de los enanos muy cerca de nosotros. Yo le seguía pidiendo explicaciones.
Cecilia contestó “no cuestiones nada, Samuel, sólo actúa”.
Hice caso a la orden del objeto de mi deseo y retire la parte alta de su prenda de seda. De inmediato me abalancé sobre sus pechos y con los ojos cerrados comencé a besarlos. Cuando posé mi mirada sobre su cuerpo inició el extraño y maldito trance que me tiene aquí en el piso, aterrorizado e inmóvil.
Sobre uno de los pechos de Cecilia había una cicatriz en forma de dragón. De repente ese estigma tomó vida propia y comenzó a moverse de un lado a otro sacando humo y fuego por el hocico. Me costaba trabajo tomar como cierto el espectáculo que estaba viviendo. El dragón se me acercó y lanzó un contundente rasguño que me hizo volar uno de mis ojos. Sentí la cuenca vacía y la sangre escurrir por mi rostro.
Me encontraba paralizado. Los rugidos de esa diminuta bestia se incrementaban en volumen al mismo tiempo que su figura aumentaba en tamaño. Sentí cómo el monstruo, de mi estatura ya, clavaba sus garras sobre mi cabeza, mientras me zarandeaba de un lado a otro. El dolor era insoportable. Me remataba de vez en vez golpeándome con su enorme y pesada cola. A lo lejos alcanzaba a escuchar risas provenientes de los enanos.
El perverso animal, que me agredía sin que yo le hubiera dado motivo, me cogió con firmeza de los genitales y comenzó a hacerme ascender y descender con parsimonia. En ese momento experimenté un profundo arrepentimiento por haber deseado a Cecilia como lo había hecho. Sentía culpa por haber aspirado a poseerla sexualmente, por acariciar sus hermosas nalgas y besar con pasión sus pechos. No era el dolor físico lo que más me afectaba sino el sentimiento de haber hecho algo perverso, injustificable. Después de dejarme experimentar un hondo sufrimiento emocional por varios minutos, la bestia me arrojó, con deprecio, al suelo.
Llevo horas aquí tirado en estado de absoluta rigidez. Ahora presiento que cuando recupere el movimiento no volveré a ser el mismo de antes. Tengo la consciencia clara de que deberé cuidar de Cecilia para que nunca sufra la perversidad de hombre alguno.
Alcanzo a ver a Matías, desnudo, convertido en un diminuto hombre. Ceci me acaricia el pelo y me sigue viendo a los ojos. De seguro estará pensando que como su nuevo enano, seré un fiel protector.
Presiento que no se equivocará.
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Capítulo 02: ¿Divorcio? ¡De ninguna manera!
En el piso 56 del edificio Hengan, Shao Yanxi no estaba trabajando.
Él esta fumando.
Un cigarro tras otro, la oficina se llenó de humo.
No podía sentirlo en absoluto por estar demasiado ocupado pensando en lo ridículo que es volver al pasado.
No quería volver a vivir esta vida sin sentido.
Aparte del dinero, no tenía familiares o amigos. Cuando se casó con la persona que amaba, pensó que finalmente tenía un hogar y que ya no tenía que enfrentarse a una casa solitaria y sin luz cada vez que salía del trabajo. Como resultado, la persona que quiso se escapó en medio de la boda.
Se convirtió en una broma.
Después de todo eso, ¿tiene que vivir esta vida de nuevo?
Aunque no está seguro de por qué Liu YuAn no lo abandonó esta vez cuando escuchó que Yue Zhun estaba herido, ya no importa.
Después de morir una vez, se dio cuenta de que en realidad no estaba tan enamorado de Liu YuAn como pensaba.
Él... simplemente se sentía demasiado solo.
Y Liu YuAn estuvo cuando estaba en su momento más vulnerable, por lo que tuvo la ilusión de un sentimiento equivocado.
Sin embargo, nada de eso importa ahora.
Mientras piensa, de repente sonó la alarma de humo sobre su cabeza, haciendo que su mente volviera a la realidad.
Shao Yanxi "..."
Después de apagar el cigarrillo que tenía en la mano, Shao Yanxi encendió el ventilador y luego se sentó en su sillón de cuero.
Cogió el teléfono de la mesa y miró la hora. 
19:38 PM
Le dijo a Han Boyang que le llevara su acuerdo de divorcio a Liu YuAn para que lo firmara. Debería haber llegado ahora.
Pensando en ello, Shao Yanxi le envió un mensaje de texto a Liu YuAn.
-
Mientras tanto, en la casa de Liu YuAn, este miró el mensaje de texto enviado por Shao Yanxi y se guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón. 
Luego, tomó el acuerdo de divorcio entregado por Han Boyang, sonrió, lo hojeó y lo tiró casualmente en el zapatero de la puerta "¿Dijiste que Yanxi quiere el divorcio? Sr. Han, es cruel hacer esta broma al día siguiente de la boda de alguien, sin mencionar que Yanxi me ama demasiado".
Lo dijo con convicción y sin ningún signo de vacilación, lo que hizo que Han Boyang sospechara que había escuchado mal a su jefe, y en realidad no le pidió que se ocupara de un divorcio.
A Liu YuAn no le importaba la respuesta de Han Boyang, rápidamente se puso la chaqueta, se colocó los zapatos, tomó las llaves, su teléfono móvil y salió: "Sr. Han, debería irse a casa. Iré a recoger a Yanxi y pedirle una explicación."
Con eso, Liu Yuan cerró la puerta, y se dirigió al ascensor.
Han Boyang "..."
-
Han Boyang le dijo por teléfono que Liu YuAn vendría por él, por lo que Shao Yanxi no se sorprendió mucho cuando Liu YuAn llamó a la puerta de su oficina.
Después de abrir la puerta, vio a Liu YuAn, quien solía ser todo arrogante y orgulloso, mirándolo con una expresión gentil en sus ojos: "Yanxi, ¿terminaste? He venido a recogerte del trabajo ".
Shao Yanxi "..."
Se hizo a un lado y pregunto directamente: "¿Por qué no firmaste?"
En el camino, Liu YuAn pensó mucho en la razón por la que Shao Yanxi quería divorciarse.
Lo más probable es que Shao Yanxi, quien originalmente causó el colapso del mundo, se ha desviado de la trama nuevamente y concluyó que al Liu YuAn original le gusta Yue Zhun.
——La esencia de este asunto es: Shao Yanxi cree que a él no le gusta.
Entonces, lo que tiene que hacer ahora es convencer a Shao Yanxi de que él es la persona que le gusta y que solo perseguía a Yue Zhun para tratar de hacerlo sentir celoso y ver cuánto significaba para él.
Aunque, las cosas no deberían hacerse apresuradas, hay que hacerlas paso a paso.
La sonrisa de Liu YuAn se ha ido ahora. Lo miró, apretó los dientes y preguntó: "¿Puedo saber por qué? ¿Hice algo mal? ¿Enserio te divorciarás de mí el primer día de matrimonio?"
"Ni siquiera te gusto, ¿verdad?" Shao Yanxi dice, sin emoción.
Y tenía razón.
Sin embargo, Liu YuAn dijo: "¿Es porque nunca te dije que me gustas lo que te hizo pensar eso? Entonces Shao Yanxi, escucha con atención, yo, Liu YuAn. estoy. enamorado. de. ti. Desde hace mucho tiempo, eres tú y solo tú el que siempre me ha gustado"
Shao Yanxi no lo creyó.
Liu YuAn dijo: "has aprendido sobre Yue Zhun, ¿no?"
Escuchar el nombre de Yue Zhun hace que Shao Yanxi se muerda los labios tanto que termina en una línea plana.
Liu YuAn le dijo: "Puedo explicarlo", luego, descaradamente le echó  la culpa a Shao Yanxi, "Yanxi, ¿sabes por qué fui tras él?"
Como era de esperar, no llegó ninguna respuesta.
Liu YuAn tampoco esperaba una. Lo miró directamente a los ojos y dijo: " Yanxi, ¿No eres consciente de la frialdad con la que me tratas? Con tanta frialdad, que ni siquiera sé si te casaste conmigo porque te gusto o si es simplemente un matrimonio con beneficios para ti. Solo tengo 24 años. Deseo amor. Amor apasionado. Ojalá te gustara tanto como a yo a ti, pero me duele mucho si pienso que te vas a casar conmigo solo por los beneficios mutuos. Por eso... me metí en esta ridícula fiebre y te traicioné a tus espaldas y fui tras otra persona. No traté de ocultarlo en absoluto solo para ver cómo reaccionabas. Quería ver si te casabas conmigo o con el montón de etiquetas sociales que me componían. Yo... quería que estuvieras celoso, que te preocuparas por mí un poco más... Yanxi. Lo siento. He sido un idiota, un bastardo. Estuvo mal por mi parte hacer eso, pero realmente me gustas."
Después de ese gran discurso, Liu YuAn tenía una cosa que decir sobre sí mismo: Es un cabrón.
Es la cosa más repugnante que diría una escoria humana.
Una escoria que fue atrapado justo después de tener una aventura y todavía lo niega.
Shao Yanxi guardó silencio y dijo después de un período de silencio, "... no me caso por beneficios".
Escuchar eso hace que Liu YuAn se sienta un poco culpable, pero tiene que continuar escupiendo como escoria: "Sí, no es necesario, porque eres el Yanxi que amo. Debería haberme dado cuenta de que tenías el poder suficiente para perseguir siempre un amor verdadero. Pero estaba atrapado en un fervor mental. No podía pensar con claridad... lo siento Yanxi. Hice todas esas cosas que te lastimaron. Soy peor que una escoria. Lo siento."
(Borracho por el BL: Sé que no es el original, pero las ganas de lanzarle un zape no me faltan.)
Shao Yanxi "..."
"Pero Yanxi, no quiero divorciarme de ti. La idea de divorciarme de ti me duele de solo pensarlo", Entonces, Liu Yuan lo miró tiernamente y actuó descaradamente: "No nos divorciemos, ¿de acuerdo? Realmente me gustas. Sé que te gustaban los postres, así que fui y estudié cómo hacer algunos. Puedo hacerte dulces, ¿de acuerdo?"
El original, naturalmente, nunca ha realizado tales estudios.
Sin embargo, él había transmigrado a un mundo en donde su profesión fue la de un pastelero.
Al escuchar la palabra postre, las pupilas de Shao Yanxi se encogieron de repente.
Le gustan los postres.
Pero casi nadie lo sabía. Liu YuAn, él...
Shao Yanxi estaba un poco confundido.
¿Cuál Liu YuAn es el verdadero?
El Liu YuAn que lo abandonó en su propia boda, lo avergonzó y le hizo perder la cara frente al mundo.
O el Liu YuAn que sabía que le gustaban los dulces y estudiaba en secreto cómo hacerlos para él.
¿Cuál es?
Por supuesto, si Shao Yanxi investigara, descubriría de inmediato que nunca estudió tal cosa, por lo que Liu YuAn rápidamente desvió su atención.
"Resulta que no tengo trabajo programado recientemente, así que te traeré el almuerzo a partir de mañana y te recogeré del trabajo por la noche, ¿de acuerdo? Entonces podemos salir a comer después de eso. Ah, ¿te gustan las mascotas? Si te gustan, podemos tener un perro o un gato, e incluso podemos sacarlos a pasear después de la cena. Los sábados y domingos, cuando descanses, podemos salir. Sé que no has tenido mucho tiempo para divertirte en la ciudad, ¿verdad? Iré a donde quieras ir, ya sea a la ciudad o a cualquier otro lugar, donde quieras ".
Liu YuAn recordó que Shao Yanxi, antes de cumplir los veinticuatro, estuvo al acecho para poder derribar a su padre, después de eso, estuvo tan ocupado con el trabajo que nunca tuvo tiempo para divertirse.
Shao Yanxi abrió la boca, pero no habló.
Liu YuAn se acercó y lo abrazó: "Por favor, no te divorcies de mí, Yanxi. No quiero divorciarme y dejarte. He estado enamorado tanto tiempo y finalmente pude casarme contigo ¿Cómo podría aceptar un divorcio? Nunca estaré de acuerdo, ni siquiera si me ofreces el mundo por ello. Eres mío ahora. No puedes dejarme atrás para buscar a otra persona ".
"No estoy tratando de buscar a otra persona", aunque tampoco quiero estar contigo. Shao Yanxi lo apartó.
"¡Lo sabía! Tú también me amas, ¿no? " Liu Yuan fue particularmente desvergonzado y actuó como si no lo hubieran rechazado," entonces Yanxi, no nos vamos a divorciar, y nunca volvamos a hablar de este tema deprimente, ¿de acuerdo? "
Recordando el hecho de que como Shao Yanxi es rico y guapo, a menudo le molesta la atención no deseada, dijo "realmente, estar casado conmigo ahora; no habrá más *** que te molesten sabiendo eso, ¿verdad? "
(Borracho por el BL: Perdón, no se que dice ahí ;-; )
Es cierto que esa atención no deseada le molesta... Mientras pensaba eso, el estómago de Shao Yanxi comenzó a sonar.
Liu Yuan lo escuchó, sonrió y dijo: "He estado ocupado y también tengo un poco de hambre. Conozco un muy buen restaurante privado. Te llevaré allí ".
Después de terminar de hablar, arrastró a Shao Yanxi hasta la primera planta.
Luego, abrió el auto deportivo rojo violáceo del 'Liu YuAn original' y metió a Shao Yanxi adentro.
"¡Te llevaré a comer comida deliciosa!
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laflechanet · 4 years
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Proyectos de mejoras del hogar para probar durante la cuarentena
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Asumamoslo. Este año comenzó con mal pie. Pero ahora todos necesitamos estar seguros, quedarnos en casa y no poner a nadie más en peligro. Algunos de ustedes están trabajando desde casa, pero hay un grupo grande de personas que no pueden trabajar de forma remota y se encuentran encerrados en casa con mucho tiempo libre. Entonces, si beber de día comienza a parecerte una buena idea, ¡mejor te ofrecemos algunos proyectos de mejoras que puedes hacer en tu casa!
Cuida de tu conexión. Parece que vamos a estar en casa durante un tiempo, entonces necesitas asegurarte de que estás bien conectado con el mundo exterior. En el caso de que tengas una mala recepción o problemas con el 4G, y no sabes cómo aumentar la señal de tu celular, tenemos una respuesta. Es fácil y no requiere ninguna asistencia profesional, incluso si la señal es muy baja. Puedes comprar un repetidor GSM, que será entregado en tu casa e instalado por ti en poco tiempo. Si realmente no sabes cuál elegir (hay muchos tipos diferentes) siempre puedes pedir soporte a la atención al cliente para asegurarte de que el dispositivo solucione tu problema de conexión para siempre. En el caso de que también tu wi-fi falle y no llegue a ciertos rincones de tu casa, puedes conseguir un amplificador de señal wi-fi y estar seguro de que sin importar dónde estés en tu casa, tendrás una conexión excelente. La cuarentena sin internet adecuado y una buena señal móvil no es algo bueno.
Limpieza de primavera. Puede ser difícil arreglar el techo por tu cuenta u ocuparte de las tuberías sin ayuda profesional (genial si puedes hacerlo, por cierto), pero siempre puedes puedes hacer limpieza. Y no decimos simplemente tirar lo que no te haga feliz. Si vives en la misma casa desde hace 5 años seguramente tienes un montón de basura por ahí. Cosas que no necesitas y que en realidad nunca necesitarás, o que quizás otros pueden utilizar. Ropa, aparatos, a lo mejor libros, o esa taza de la oficina antigua de la que nunca bebés. Regala todo a las personas que más necesitan, seguramente lo agradecerán. Solo asegúrate de que todo esté limpio y presentable, esto traerá gran beneficio a tu casa y verás que en realidad tenías más espacio de lo que pensabas. En definitiva: di no a la acumulación y organiza el espacio entorno de ti ¡Ahora es el momento! 
Ilumina tu casa. Después de la limpieza, puedes probar repintar tu casa. Empieza con una habitación, o incluso una pared si no estás seguro de que puedas llevar todo a cabo. Una pared está genial para empezar. Simplemente pide pintura, y ¡ponte a trabajar! Haz una gran pared decorativa en tu cuarto o en la cocina y disfruta de los resultados. Si tienes hijos, estarán seguramente de acuerdo si propones pintar su habitación. Afortunadamente hay cientos de tutoriales en línea y muchas opciones para elegir si recorres Pinterest. Esto seguramente te dará una recarga emocional y te levantará el ánimo. Y sobre todo, tendrás una habitación nueva e interesante. Pero una advertencia: es adictivo, no te sorprendas si este modesto cambio de pintura de paredes se convierte en una enorme transformación de tu casa.
La cuarentena no tiene que ser estresante y deprimente. Simplemente no leas las noticias más de una vez al día e intenta mantenerte ocupado con algo que luego pueda darte resultados fructíferos para disfrutar. Iluminar tu sala de estar será muy beneficioso para tu estabilidad emocional, productividad y tu salud en general. Entonces, quédate seguro en casa y espera que la tormenta pase en tu casa cálida y acogedora.
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«En el parque», 高行健.
Hace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas.
—Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.
—Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme por la hierba.
—Tus padres te traían.
—Sobre todo cuando venía con mis compañeros.
—Sí, claro.
—Sobre todo cuando tú estabas.
—Me acuerdo.
—Llevabas dos coletitas.
—Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.
—Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.
—¿Sí?
—Sí, nadie se atrevía a acercarse.
—No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma.
—¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos.
—Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas.
—Parecías una princesa.
—Eso, una princesa con zapatillas de deporte.
—Luego te fuiste a vivir a otra parte.
—Sí.
—Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.
—Me hice mayor.
—Mi madre te adoraba.
—Ya lo sé.
—Mis padres no tuvieron ninguna hija.
—Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.
—No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.
—Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor.
—Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.
—¿De qué?
Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.
—Sentémonos también un momento.
—Bueno.
—El sol está por ponerse.
—Sí, es muy bello.
—No me gusta la belleza de este paisaje artificial.
—¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?
—Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes.
—Pudiste aguantarlo.
—El bosque es duro.
La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.
—Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo.
—Como un incendio.
—¿Como qué?
—Como un incendio en el bosque…
—Di, continúa.
—Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros…
—¿Los leopardos no os atacaban?
—Ni caso nos hacían.
—¿No les disparabais?
—Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla.
—¿No podíais hacer nada para salvaros?
—El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo.
La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.
—Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.
—No hay mucho que contar.
—¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante.
—Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Habíame tú de lo que has hecho estos años.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Tengo una hija.
—¿De cuántos años?
—De seis.
—¿Se parece a ti?
—Sí, todos dicen que se parece mucho.
—¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?
—No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.
—Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?
—Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.
—¿No estás contenta con tu trabajo?
—Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.
—¿Eres secretaria?
—Archivista.
—Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.
—Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?
—Sí, todo con mi propio esfuerzo.
El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos.
—Está esperando a alguien.
—Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.
—¿Hay muchas muchachas en la ciudad?
—Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.
—Pues esa muchacha está muy bien.
—La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.
—¿Vendrá él?
—Quién sabe. Es algo que te pone histérica.
—Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?
—Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?
—Nunca he faltado a una cita.
—¿Tienes una amiga?
—Creo que sí.
—¿Y por qué no te casas?
—Quizá lo haga.
—Parece como si ella no te gustara.
—Le tengo lástima.
—La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.
—Sólo me miento a mí mismo.
—Pero también mientes al otro.
—No hablemos de eso.
—Como quieras.
La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.
—¿Crees que vendrá?
—No lo sé.
—No deberías hacerle esto.
—Hay muchas cosas que no deberían hacerse.
—¿Es guapa tu amiga?
—Es digna de compasión.
—¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita.
—Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.
—¿Por qué?
—Porque no tengo un padre importante.
—No quiero oírte decir esas palabras.
—Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.
—¿Vienes a mi casa?
—Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti.
—No hables así.
—¿Qué tiene de malo?
—No paras de soltar indirectas.
—-No es mi intención.
—Deseo que seas feliz.
—No quiero oír esa palabra.
—¿Es que eres infeliz?
—No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.
—Bueno, hablemos de otra cosa.
La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida.
—Al fin llegó.
El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió.
—No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!
—Está llorando.
—¿Quién?
La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.
—¿Aún quedan pájaros?
—No sólo hay pájaros en los bosques.
—Por aquí aún quedan gorriones.
—Te has vuelto arrogante.
—Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí.
—No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad.
—No te culpo de nada.
—No tienes derecho a culparme.
—Nadie tiene derecho a culpar a nadie.
Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.
—Creo que deberíamos irnos.
—Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.
—La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad?
—No es de esa clase de personas.
—Es un buen hombre, entonces.
—Podrías pasarte por nuestra casa.
—Si él me invita.
—¿Si yo te invito no es lo mismo?
—Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.
—Deja ya esa actitud.
—Dejemos ya de llevarnos la contraria.
—Eres tú el que habla con segundas.
—Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.
—Hablemos de otra cosa, pues.
—Bien.
El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.
—Parece que aún no se ha ido.
—No, está apoyada en un árbol.
A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona.
—¿Qué le pasa?
—Llora.
—No vale la pena.
—¿Por qué?
—No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.
—Aún tiene esperanzas.
—Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio.
—Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles.
—Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes?
—Bellas palabras.
—Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.
—Hay tantas cosas que no hay que hacer.
—Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—Eso es hablar por hablar.
—Así es, no tendría que haber venido a verte.
—Esto también es hablar por hablar.
—Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.
—No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?
—¿Hablar de qué?
—Hablemos de ti.
—Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?
—Yo quería tener un hijo.
—Una hija es lo mismo.
—No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.
—La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.
—Está llorando.
El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol.
—Tendríamos que consolarla.
—Para ese mal no hay consuelo.
—Consolarla un poco, al menos.
—Ve, pues.
—Para estos casos sólo sirve una mujer.
—No es ése el consuelo que necesita.
—No entiendo.
—No entiendes nada de nada.
—Mejor no entender nada.
—Entender demasiado es una carga.
—En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.
—Vámonos, pues.
—¿A mi casa?
—Es inútil.
—¿Vamos a despedirnos así?
—Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.
—Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?
—Como tú quieras.
Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.
—Te escribiré cuando me case.
—Mejor no escribas nada.
—Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.
—Mejor no vengas más.
—Sí, ha sido un error.
—¿Qué error?
—No tendría que haber venido a verte.
—No, no ha sido un error.
—Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar.
—Para mí es muy difícil olvidar todo.
—Quizá con el tiempo…
—Vete ya.
—¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?
Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible.
—Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.
Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas. Autor:  高行健
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manijarevista · 4 years
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Como los ratones
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         Como tenía tiempo de sobra y en casa estarían preparando la fiesta –mamá toda enloquecida con las mesas, las sillas, los suvenires y el peinado; insultando de arriba abajo a las empleadas que dejaban pasar la cocción de la paella- decidí quedarme un rato a esperar a que Walter saliera de clases. La Universidad es un laberinto onírico pero decadente, un vestido viejo recientemente parchado por una costurera de mal gusto. Está bueno de vez en cuando detenerse a mirarla, a respirar su aire oscuro y diverso, a dejarse llevar por los pasillos intrincados que conducen a aulas y salones hace ya tiempo olvidados. De vez en cuando, tener que ser uno mismo y saludar a un tipo que fue tu compañero en una materia del año pasado o a un profesor; pero por lo demás, convertirse en un explorador, en un descubridor de algo que está allí, sub-yacente, vivo y que uno no lo ve entre clase y clase, entre parcial y parcial. Estaba en ello, inspeccionando una oficina vieja toda polvorienta –con el fundador que me miraba, ilustre y severo, desde un busto ennegrecido-; cuando Walter me mandó un mensaje: “Ya estoy carnero, veni al bar”.
Para llegar al bar hay que cruzar el campus, y embarrarse un poco las zapatillas (una lástima, había llovido). Cuando estuve en el exterior ya parecía de noche, me fijé en el reloj: apenas eran las seis y media de la tarde. “Se acerca el invierno” me dije con algo de ánimo: me encanta usar toda esa tontera de bufanda, gorritos y camperas.
En el comedor había un par de alumnos de filosofía (uno ya los ubica hasta por la forma de sentarse) y Walter en una mesa apartada tomando un café con leche. Me desplome en la silla, él me saludo con una mano mientras masticaba algo que debió ser, alguna vez, una medialuna. Cuando termino, recién hablo:
-Me clavaron en Biología celular, ya es como la cuarta vez. Ese viejo de mierda me odia.-según Walter era la materia más difícil de toda la carrera, yo puse mí mejor cara de pena y comprensión.-te juro que hice todo bien, tengo que hablar con el centro de estudiantes: esta vez no lo voy a dejar pasar.
Paso media hora como sí nada y Walter seguía monologando sobre la tiranía de los profesores. Yo me limitaba a asentir con la cabeza, mientras pensaba en la fiesta de la noche: en los invitados, en la paella, en el champagne. Y Walter diciéndome todo lo que sabía, que la célula esto, que la célula lo otro. La verdad, era que había salido todos los fines de semana anteriores al examen.
-Sofía ya no me habla.- dije de repente. Walter frunció el entrecejo y me miro con esa mezcla de fastidio y condescendencia con la que se mira únicamente a un tonto:
-Otra vez con lo mismo vos ¿no? ¿qué querés que te diga?... la intimidaste a la mina. Ella solo quería divertirse, pasar el rato; vos te entusiasmaste de más. 
-No, no es eso, es que…
-Es eso, tenés que aprender: las minas de hoy, son todas fáciles y no quieren nada serio. Por mí, mucho mejor. Mirá, yo con Vanina estuvimos saliendo medio año y nos metimos los cuernos asquerosamente los dos. Ni siquiera hablábamos de eso, pero ambos lo sabíamos y sabíamos que estábamos a mano… lo importante era otra cosa, que cuando yo quería estar con alguien y tenía la casa libre, ella venia. Ahora, ya no nos vemos tanto, está estudiando y dicen que anda de novia pero… ponele, que me la encuentro en un boliche, seguro que me la hago de vuelta, ¿entendés?
Entendí perfectamente y lo dejé seguir hablando, dando catedra sobre sus pequeñas victorias, sobre su tan asumida virilidad. Él no me estaba hablando a mí, se hablaba a sí mismo, a su imagen en el espejo, en el espejo que era yo.
Cuando eran ya las ocho me dijo que se tenía que ir. Yo hubiera preferido que siga hablando, prefería eso a volver a casa –con las empleadas de un lado a otro, con mamá y la peluquera, con la carpa blanca afuera en el patio-, por mí me hubiera quedado en el destartalado comedor toda la vida. Pero eso era imposible, así que a desgana me levante. Cuando ya estábamos en los estacionamientos, el muy idiota recordó que se había olvidado un libro en el laboratorio y me pidió que lo acompañara a buscarlo.
A esa hora, la soledad se sentía en los pasillos y el silencio palpitaba en las aulas con las luces apagadas. Cruzamos Filosofía, Psicología, el Instituto de Historia, el de Comunicación, llegamos a Biología: el pasillo estaba a oscuras, pero Walter sabía dónde se encontraba la luz. Mientras avanzábamos los fluorescentes titilaban encima de nosotros para luego prenderse definitivamente. El laboratorio era chiquito y anticuado, olía a alcohol y un poco a humo por lo bajo. Los mecheros de Buncents esperaban ser prendidos sobre las mesadas y las probetas reflejaban la luz amarillenta de los focos. Walter fue hacia una de las mesadas y yo me quede mirando todo, especialmente los animales disecados. Walter estaba insultando, parecía no encontrar el libro, yo me acerque a una caja de vidrio bien grande apostada en una esquina. Al principio creí que estaba vacía, pero luego me di cuenta que en ella habitaba una pequeña familia de ratones grises. Quise llamar la atención de las criaturitas así que toqué el vidrio con un dedo dos veces, esperando que me miraran con sus pequeños ojos negros, pero los roedores ni siquiera se inmutaron con el ruido. La segunda vez utilice dos dedos y mis golpes fueron sonoros, pero tampoco hubo ninguna respuesta.
-Están sordos.- dijo Walter con una sonrisa de suficiencia, había aparecido de repente a mi lado.
-¿Cómo?-pregunte sin entender nada.
-Ratones sordos, no es tan difícil. Ves ese aparatito de allá arriba.- en una de las esquinas superiores de la caja, había un pequeño dispositivo con una lucecita roja que brillaba como un ojo robótico.- es un transmisor de frecuencia, reproduce un sonido imperceptible al oído humano, pero los ratones sí que lo oían y no les gustaba nada. Los roedores son una de las especies con mayor adaptabilidad, pueden vivir en muy bajas temperaturas, en medio de la humedad y el calor, solo tienen que encontrar un hueco donde meterse… ¿lo entendés?-Yo no conteste nada y me quede mirando a las pequeñas formas grises que se movían apenas, relajadas, indiferentes.
-¡Ay Dios!, a ustedes los de ciencias sociales hay que explicarles todo.-dijo con la sabiduría ancestral de sus dos años aun incompletos de carrera.- en esta jaula no hay un hueco donde meterse, no se puede escapar del sonido. Por un día o dos estuvieron rasguñando el vidrio, queriendo salir… pero a la semana siguiente, volvieron a estar tranquilos. 
-El ruido los volvió sordos.- dije yo, creyendo vislumbrar la verdad.
-No, es una frecuencia muy baja para hacer eso. La respuesta es más simple: ¿Qué pasa cuando se te quema la piel?, no queda allí quemada, se te descascara, la perdes: lo mismo paso con los ratones. Se volvieron sordos, por sí mismos, para vivir aunque el ruido dure para siempre y aunque después haya otro ruido más agudo o más grave, ya no importa, les es completamente indiferente. Eso es supervivencia, eso es adaptación.
El experimento me pareció tan maravilloso como cruel. Se me ocurrió que los ratoncitos tal vez después, tal vez sí escapaban, necesitarían de vuelta escuchar algunas cosas: un leve sonido seria la diferencia entre la salvación y el terminar entre los dientes de un gato. Ahora ellos no sufrían, no escuchaban, pero habían dejado tanto del mundo atrás solo por sobrevivir que me dio pena. Toda esa tontera pensé en aquel instante antes de darme vuelta y salir, con Walter, del laboratorio. Sin duda la cercanía de la fiesta me tenía pelotudo.
Volviendo en el auto me puse a escuchar música y a cantar. La avenida estaba congestionada al mango así que demore más de lo que esperaba, cosa que no me molesto por primera vez en la vida. En el celular varias llamadas perdidas de mamá y un mensaje indignado de mi hermana… ¿por qué tanto problema?, sí yo en quince minutos me bañaba y cambiaba y ya estaba listo y pintudo. En la radio un anuncio de un recital de Divididos para el próximo mes me hizo recordar aquella vez que subimos al cerro con Sofía, solo ella y yo… había una luna inmensa y redonda, que bañaba entero el mirador… “parece un cuento de hadas” había dicho Sofía, con la boca abierta. Recuerdo que le cante Spaghetti del Rock a capela y con la ayuda de los coyuyos, luego nos acostamos en la parte de atrás del auto e hicimos el amor por primera y única vez. Ella sonreía, era feliz, parecía quererme...  Aun entonces, -varios meses después- su fragancia suave y lacónica se percibía por debajo del pino de olor del retrovisor, como sí  Sofía siguiera allí… en la parte de atrás del auto.
Aquellos recuerdos me llegaban como ajenos, como se ven las cosas debajo del agua. “Nunca fui yo” me di cuenta mientras esperaba el verde en un semáforo infinito “Fue el otro el que te canto Spaghetti del Rock, Sofía, no yo… ¿De qué te puedo culpar? era el otro el que te gustaba, el que sonreía canchero, el que te hacia el amor en el auto…”  y ese que no era yo se había ido diluyendo, en los celos y el sentimiento de propiedad, en la creencia de un sueño ya realizado. Poco a poco, iba volviendo lo cierto de mí: el niño que no quiere estar solo y hace pucheros. Mamá dice que cuando me encaprichaba de chico ella me veía aún más lindo de lo que realmente era: como lamento que no todas las mujeres piensen así.
El bocinazo que recibí del tachero de atrás fue brutal y me saco de la abstracción. Acelere sin pensarlo, sintiendo que dejaba algo atrás, algo clavado allí, en el último semáforo. “Y como siempre, ya es demasiado tarde para volver” me dije con una sonrisa amarga mientras le subía el volumen a la música y pensaba en cuantos platos de paella me comería aquella noche.
Para demorar un poco más y también un poco para molestar a mamá que no le gustaba verme fumar, pare rápido frente a una estación de servicio y cruce a comprar unos cigarrillos. El pequeño drugstore era deprimente con las estanterías casi vacías y la empleada con cara de perro, pero me tarde revisándolo, esperando sin mucha fe encontrar al menos algo interesante. Sí lo hubiera habido seguro que me lo hubiera comprado, porque cuando estoy así, con poco animo me compro cualquier cosa… pero al final me presente ante la cajera pidiendo solamente un paquete de cigarrillos, con preferencia de los mentolados. La chica no solo estaba de mala gana, sino que además parecía de pocas luces, tuve que repetirle tres veces el pedido. Pero a la hora de acordarse de boludeces, aparentemente, era mandada a hacer: cuando me miro para entregarme los cigarrillos le brillaron los ojos de repente:
 -Vos.- me dijo con un tonito incriminador.- Vos estabas el otro día en Lancaster, la acosabas a mi amiga.
Fue como un golpe en la nuca, un no saber qué hacer o decir, un abrir la boca para tragarme el sabor horrible de esa palabra, “acosar”.
-¿Cómo?- Pregunte finalmente, ella me miro con una sonrisa dura, despectiva.- A Fabi, mi amiga, no te hagas el tonto: te la querias voltear el sábado.- la cara de la cajera se me hacía familiar pero había algo que no me permitía identificarla, de todas formas era cierto que había salido a bailar ese sábado y a Lancaster. “Me pase con el alcohol eso también es cierto”. Atrás mío había una mujer con una bolsa de galletas en la mano, estaba escuchando todo. Esa mujer hubiera podido ser una profesora de la facultad, la madre de algún amigo, una tía; claro que no lo era, pero de solo pensarlo no pude evitar sentir un vendaval de odio contra la cajera.
 -Creo que te estas confundiendo.- fue lo único que me salió. Ella se río de mí y me negó con el dedo: 
-Eras vos, eras vos, estoy segura.- dijo, cancherisima. Y entonces me acorde de la pelirroja, (“Fabi se llama”) a la que intente sacar a bailar un millón de veces y ella siempre se negó. 
-Solo quería bailar con ella, fui muy respe…- comencé, estúpidamente, pero la cajera me interrumpió:
 -Ah! ¿Ahora te acordás?- y eso lo dijo mirando a la señora como haciéndola parte de su descubrimiento. Yo me puse rojo, me había contradicho solo, ahora no sabía qué hacer. Le arranqué los cigarrillos de la mano y me fui diciendo alguna tontera, dando explicaciones que no tenía por qué dar a aquella idiota, sintiéndome inmensamente culpable de un crimen atroz, que no recordaba haber cometido.
Cuando las puertas del drugstore se cerraron detrás de mí, comprendí lo estúpido que había sido. Me había dejado tomar el pelo por una cajera imbécil, ni más ni menos. Sentí una ira desproporcionada, unas ganas de volver a entrar y hacer un escándalo que se escuchara por toda la cuadra, romper productos y mandar bien a la mierda a aquella desubicada. Lo cierto es que me quede parado un par de segundos frente a la puerta, como un tonto, y después continúe caminando, pensando en que la mujer de las galletas –que ya estaba pagando- debía creerme un violador serial fugitivo de la ley, como mínimo.
Y lo cierto es que las cosas hubieran podido ser mucho más sencillas, pero uno nunca reacciona como se debe y recién cuando todo ha pasado, cuando las cartas ya están tiradas y no queda más para hacer: recién ahí, recién entonces al cerebro perezoso se le ocurre resolver el acertijo. Era muy fácil en realidad, cuando la cajera dijo que yo había acosado a su amiga lo único que tenía que hacer era sonreír y mirar a la señora, esperar un ratito en silencio y decir: “Ve usted, se pone celosa de que no la elegí a ella”. La idiota se hubiera puesto roja, no hubiera sabido que decir, la mujer se habría reído con disimulo y todo arreglado. Pero hablar de lo que hubiera podido ser no es más que un premio consuelo con sabor a nada.
Al cruzar advertí que algo andaba mal con el auto, y entonces se disolvió todo el tema de la cajera y la vergüenza y salí corriendo hacia donde estaban los agentes municipales. En la rueda delantera el cepo, una cosa de metal naranja que se abrazaba al neumático en toda su redondez, una sentencia de muerte. Lo agarre y tire como para sacarlo en un gesto inútil, infantil. “No puede ser, la puta, no puede ser” pensé y me acerqué al cordón: sobre él una franja amarilla, un poco descolorida cierto, pero perfectamente visible. Con un nudo en la garganta. me acerque al oficial -un tipo de unos cuarenta años, pelo entrecano, entradas pronunciadas, ojos de delincuente- hablaba con otro agente y se reía, con una risa obscena y exagerada. Trague saliva:
-Solo estaba comprando una cosa, era una urgencia.- le dije sin más, señalándole con la mano el auto.-por favor, tengo que llegar a una reunión en nada…- la mentira era la típica, pero tal vez bastara; y lo cierto era que no se me ocurría otra cosa.
El hombre levanto la mirada, me dio un vistazo cansado, como si estuviera por realizar un trámite tedioso y ampliamente conocido. Finalmente me sonrió dejando al descubierto una dentadura toda enverdecida por la masticación de la coca, su aliento pestilente me llego de golpe:
-Hubieras estacionado en todo el resto de la cuadra que tenías libre, papito. No es mi culpa que seas un descuidado. - dijo señalándome con un movimiento de mano en línea recta toda la cuadra casi vacía. “Tiene razón” me dije sintiéndome desnudo.
-Era una urgencia ya le he dicho, no puedo tardar más tiempo. No me joda la noche, estoy laburando.- Había que duplicar la apuesta, en mi desesperación creí que si parecía un laburante como él, me tendría compasión. No obstante, el tipo me hizo un gesto con los hombros como diciendo “y a mí que” y se dio la vuelta. No pude resistir la bronca- No sé de vuelta cuando le estoy hablando, no sea irrespetuoso. - el municipal se volvió hacia mí con cara de pocos amigos y se acercó amenazante, como un toro. 
-Escuchame pendejo, anda a háblale de respeto a tu vieja. A mi vos no me vas a decir que tengo que hacer y qué no.- eso me lo escupió a la cara junto con su aliento. Me dio miedo, baje involuntariamente la voz, pero seguí hablándole:
-¿Qué le pasa?... ¿Está loco?... ¿Cómo va a venir a bravuconearme así? - le dije retrocediendo un poco.
-¿Pero qué crees que estamos en Suiza, pelotudo, que te voy a venir a tratar bien?- “Me ha dicho pelotudo, tengo que hacer un escándalo”,  pensé pero no pude llevarlo a la práctica, el hombre me había arrinconado contra el baúl de un auto que estaba estacionado detrás del mío. Era grandote y tenía los puños tensados, me miraba con ojos de animal. Inmensamente pequeño y como desnudo me sentía. De repente, me vino a la mente una imagen absurda: lo vi a él, al agente municipal golpeando con sus grotescos nudillos una caja de vidrio: adentro, los ratones se revolvían nerviosos, se mordisqueaban y rasguñaban entre ellos mientras daban vueltas en círculo. Y el hombretón no paraba, seguía golpeando el vidrio: toc, toc, toc… sin piedad… toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc.
-Dejaló, Sergio: no vale la pena. - le dijo el otro municipal, agarrándolo del hombro.- Vamos.- el grandote tardo un rato pero se dio la vuelta, haciendo un gesto despectivo.
-Estos pendejos de mierda por ser hijos de papá se creen con derecho a exigir lo que se les canta. - iba hablando mientras se dirigían al auto de la municipalidad. Yo sabía que las cosas no podían quedar ahí, así que trague saliva y cambie la estrategia:
-Por favor, soy de otra provincia no tengo plata acá para pagar la multa. No me hagan esto.- dije persiguiéndolos desde atrás, ya las mentiras no dejaban de salirme, pero ni yo me las creía. Los tipos ni se dignaron en mirarme, seguían hacia el auto como si nada. “Tendré que coimiarlos, no me queda otra”- podemos arreglar. No habría problema en arreglar.
Allí sí que se pararon y me miraron. Yo saque la billetera, creyendo que ya tenía ganado el juego. Lo cierto es que, cuando la abrí, solo tenía veinte pesos. Aquella mañana había tomado la fatídica de decisión de quedarme a comer en la facultad, gastando casi todo lo que me habían dado. 
-Solo tengo esto…-les dije con una voz nada firme y una mano temblorosa que les alcanzaba el dinero.
Demás está decir cómo se rieron de mí y me hicieron recordar que para sacar el cepo había que pagar $180 y la multa posterior era de $350 y que me vaya a comprar una milanesa con esos veinte pesos sí quería, pero que ellos no aceptaban migajas. Y así en un abrir y cerrar de ojos se fueron, dejándome solo con el auto trabado. Eran ya casi las diez de la noche.
Lo que vino después fue como una confirmación. Intente pensar una salida limpia a todo ese problema, pero no se me ocurrió nada. Finalmente me vi en la necesidad de llamar a papá para que me venga a buscar –sabiendo que me iba a tener que comer todo su reproche y no solo ahora, sino en cómodas cuotas durante un mes o más-. El problema fue que la fiesta ya había comenzado, que él y mamá tenían que atender a los invitados, que él era el nuevo decano de la facultad y no podía… Claro que no podía, nunca había podido estar cuando se lo necesitaba. Aun no entiendo porque me puse a gritarle, a recriminarle cosas que no tenían nada que ver, a decirle que no estaba orgulloso, que todo lo del decanato me parecía una farsa de mierda hecha por pura vanidad. Él me dijo que me las arreglara solo. Con una amargura indecible en la garganta me fume un par de cigarrillos apostado contra el auto. Cuando comprendí que no podía seguir así, que iba a terminar mal, intente llamar de vuelta a papá para pedirle disculpas, para decirle que no es mi intención hacer las cosas mal y que soy demasiado tonto y no merezco lo que tengo. Todo eso iba a decir, pero el celular se quedó sin batería y se apagó antes de que pudiera llamarlo.
Comenzó a caer una llovizna finita y helada. Tuve que meterme en el auto, en la parte de atrás, me acosté buscando el olor de Sofía en el tapizado, removiéndome para encontrarlo. Pero ya no estaba allí, se había ido. Pensé muchas cosas mientras miraba la lluvia caer sobre el vidrio y derramarse como pequeños dedos de agua. Pensé en Sofía y en su sonrisa de libertad; pensé en la tal Fabi que quise sacar a bailar aquella noche de humo y vacío, hace apenas unos días; pensé en que a fin de cuentas Walter tenía razón y yo era el tonto que no quería dar brazo a torcer. Pensé sobre todo en los ratones, que quedaron sordos, que se libraron solos del dolor. Pensé en qué lindo seria poder arrancarse de raíz todo lo que no nos gusta, lo que nos hace mal, lo que nos obliga a rasguñar el vidrio intentando escapar, sin poder hacerlo nunca. Así, tan fácil, como los ratones.
Por Raúl Falco.
Sobre el autor:
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im-pickle-rick · 7 years
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Elige lencería de diseñador, con la vana esperanza de dar un soplo de vida a una relación que ya está muerta. Elige bolsos, elige tacones altos, terciopelo y seda para hacerte sentir lo que todos creen que es ser feliz. Elige un Iphone hecho en china por una mujer que saltó de la ventana y lo metió en el bolsillo de tu chaqueta fabricada en un taller clandestino del sudeste asiático. Elige Facebook ,Twitter, Snapchat, Instagram y mil maneras más de escupirle tu vida a esa gente que jamás conociste. Elige actualizar tu perfil, cuéntale al mundo qué desayunaste con la esperanza de que a alguien en algún lugar le interese. Elige buscar a tus ex novios, desesperada por creer que no te ves como ellos. Elige transmitir en vivo desde tu primera masturbación hasta tu ultimo aliento, la interacción humana reducida a simples Bytes. Elige diez cosas que no sabías sobre los famosos que se operaron. Elige opinar sobre el aborto, criticar a las violadas, tildar de prostituta, filtrar videos porno y sumarte a la infinita marea de deprimente misoginia. Elige que las torres no se cayeron, y si se cayeron fueron los judíos. Elige un contrato de cero horas de trabajo y dos horas de viaje a la oficina, y elige lo mismo para tus hijos pero peor, y quizás dite a ti misma que es mejor que nunca haya nacido, y después recuéstate, y aplaca el dolor con una incierta dosis de una incierta droga hecha en la puta cocina de alguien. Elige la promesa insatisfecha, deseando haberlo hecho todo distinto. Elige nunca aprender de tus propios errores, elige ver como la historia se repite, elige la lenta reconciliación con lo que si puedes conseguir, en vez de con lo que siempre deseaste, confórmate con lo menos malo y muéstrate contenta con la decisión. Elige la decepción, y elige perder a los que amaste, y a medida que salen del cuadro una parte de ti muere con ellos hasta que te das cuenta que algún día en el futuro trozo a trozo todos se habrán ido y no quedará nada de ti para que puedan decir si estas vivo o muerto. Elige tu futuro Veronika, elige la vida.
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putrid-doll · 8 years
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Capítulo 1
    Las 10: 00 am, casi.
 ― Cinco… ― Desde hace un par de años Yuta conocía esa manía en Ten; el muchacho tailandés siempre contaba los segundos previos al inicio de cualquier clase, era algo tan común en él que con el tiempo Nakamoto dejó de recordar por qué lo hacía, e incluso el mismo DoYoung se había acostumbrado a ello. ― Cuatro, tres… ― Era su última clase de la mañana, y la única en ese día. Los horarios de las clases de último año eran más volubles que el clima de la ciudad. ― Dos… ― ¿Era su último año? Apenas iniciaba el primer semestre y se podía decir que DoYoung parecía una madre sufriendo de abandono y falta de trabajo. El chico llevaba consigo un aura tan deprimente que si Yuta hubiese estado de buen humor, le habría dibujado una nube gris para que la llevara sobre la cabeza, advirtiendo a todos que no se empapen de la miseria y frustración de Kim. Él mismo se había impregnado de su mal temperamento en las últimas semanas. ― Uno.
 El timbre chirreó fastidiosamente; ese no era un buen día.
 ― Mi amor, deja de verte tan patético. ― El único que conservaba una sonrisa de comercial era Chittaphon, él no se acongojaba ni se inmutaba ante la mirada asesina de DoYoung. Ten se dirigió al mencionado con cautela, y aprovechando que el maestro no hacía aparición… Hizo una de las suyas.
 Antes de que Yuta lograra visualizar en un buen plano aquella escena, Ten ya había estampado sus labios contra los de…
 ― ¡DongYoung! ― Gritó el maestro al hacer su ingreso al aula. Oh, estaban en problemas.
 Yuta no culpaba al maestro, es decir: DoYoung y Yuta sabían bien que a Ten se le daba por jugar así con todo el mundo, todo el mundo menos ellos, por lo que Kim no se esperó que lo besara (aunque en retrospectiva, Ten llamó a Dong “Mi amor”, lo que dio un aviso poco claro de lo que haría); sin embargo, DoYoung ni él esperaron que en verdad lo hiciera, fue tan rápido y fugaz como un pellizco, y lo único que un confundido DoYoung atinó a hacer fue tomar el rostro de Ten con ambas manos y alejarlo, era trágico que el maestro sólo viera el beso y las manos del estudiante Kim en el rostro contrario. Si Yuta fuese el maestro, también los hubiese llevado con el director.
¿Por qué Yuta también fue a parar en la dirección con sus amigos? Cuando el maestro gritó (sorpresivamente; lo que afectó a sus nervios ya crispados con la escena anterior) Yuta -llevado por la impresión- cayó de su asiento en un mal intento de levantarse. Cayó sobre la maqueta de un compañero llamado “Jung YoonOh”, y él no dudó en hacer un escándalo enorme, no sólo porque el chico YoonOh era en sí bastante dramático, sino también porque la relación que Yuta y sus amigos tenían con él no era… Amistosa.
  ///-///
  ― Ugh, odio a JaeHyun. ― Mencionó el japonés, sentado en medio de sus dos amigos, mientras esperaban a que el director se desocupara para darles su sentencia.
 ― Destrozaste su trabajo semestral. En verdad lo comprendo. Y no lo llames así, es YoonOh.
 ― Se supone que eres mi mejor amigo, ¿de qué lado estás? ― Ten levantó los hombros graciosamente, pero Yuta ni DoYoung rieron. ― Además, besaste a DoYoung. ― Yuta giró su rostro para ver a un molesto DoYoung, con la mirada más oscura que pudiese existir. La situación no le causaba gracia, en verdad Kim no se estaba divirtiendo con todo eso, sólo se nublaba más y más. ― Entiendo cómo te sientes, te besó el diablo.
 ― S̄ngkhrām mī kār prakāṣ̄! ― Y al escuchar chillar a Chittaphon en tailandés, con su voz más aguda de lo normal, DoYoung por fin sonrió y estuvo a punto de reír.
 Yuta y DoYoung sabían lo que significaban esas palabras, Ten las usaba seguido cuando fingía molestarse:
Se declara la guerra.
  ///-///
  El director era piadoso, o al menos lo intentaba cuando se trataba de ellos. Yuta, DoYoung y Ten no eran unos chicos malos, tal vez un concepto más correcto para ellos era: Buenos para meterse en problemas sin buscarlos.
Desde que los tres se conocían terminaban metidos en algún lio, la mayoría de las veces a causa de Ten y sus ocurrencias. Aunque no siempre fue así.
 ― ¿Están pensando seriamente lo que acabo de decir? Me obligan a tomar medidas que no quería que fuesen “necesarias”.
 El director se levantó y los dejó solos en su oficina, probablemente para que procesaran la idea.
Yuta no terminó de creerlo, ¿él estaba bromeando, no es así? Es cierto que ellos eran propensos a caer en dificultades, y que ya iban ocho veces en la semana que terminaban sentados ahí, pero era extremista siquiera pensar que…
 ― ¡Van a expulsarnos! ― Y esa fue la primera vez que Ten dejó su sonrisa, fue la primera vez que se veía tan o incluso más sombrío que DoYoung. Yuta no entendió del todo, no porque fuese un tonto, sino porque, vamos, hay mejores razones por las cuales expulsar a un alumno. Esta no era de las peores cosas que ellos habían hecho accidentalmente, ¿no era absurdo imaginar que fue expulsado en su último año por tener mala coordinación y tropezar? Fue un accidente.
 YoonOh podía ser insistente cuando se lo proponía, y jugar contra él podía llevarte al mismo infierno, ¿él habría logrado convencer al director de que la mejor forma de acabar con esto era expulsarlos? ¡Maldito JaeHyun!, pensó la parte irracional de Nakamoto. Lo de sus amigos no tenía pies ni cabeza, era imposible expulsar a dos alumnos por un beso accidental, y en caso de que fuese verídico, ¿qué parte del reglamento definía un castigo para aquella situación? Era tan ridículo que carecía de gracia.
¿Cómo llegaron a ese punto?
Hace cuatro años conocieron a JaeHyun, entonces lo llamaban como el resto de personas: YoonOh. Pero no fue hasta que entraron en confianza cuando todos los muros del formalismo fueron derrumbados, dando paso a JaeHyun en toda su esencia.
A diferencia de todos los chicos aplicados en su instituto, JaeHyun no era un santo, no se acercaba siquiera a ser decente, y aquellos que lo conocieron como JaeHyun y no como YoonOh podían dar fe de ello; Ten y Yuta, únicamente.
A pesar de poseer un historial académico perfecto (al menos hasta entonces), YoonOh era como un zombie, muchas veces Yuta lo observó desde la lejanía preguntándose: ¿Es realmente un ser humano? Nunca lo vi feliz.
YoonOh era increíble para cualquier cosa que se relacionara con los estudios, su capacidad era indiscutible entre los alumnos y maestros, tanto que pasado cierto tiempo de popularidad indirecta, se lo adelantó a clases superiores; la clase en la que estaban Ten y Yuta fue su destino. Y fue una total pérdida de potencial cuando Ten decidió acercarse al alumno estrella.
Chittaphon Leechaiyapornkul no era un monstruo, y aunque muchos lo consideraban una mala influencia, Yuta conocía a su mejor amigo desde que ambos estaban en pañales. Chittaphon lo que era, es un muchacho incapaz de guardar rencor.
 La intención de Nakamoto y Leechaiyapornkul no era corromper a YoonOh, sino conseguir un nuevo amigo. Y eso fue lo que sucedió; tan pronto como se entendieron la personalidad extrovertida de Ten y las bromas poco comprensibles de Yuta con JaeHyun, el chico del humor negro, hubo una chispa de esperanza para aquella amistad que no duró tanto como esperaban. Eran más jóvenes, a pesar de no tener malicia en sus actos, los promedios de JaeHyun disminuyeron, y es que: ¿Cómo puedes pensar en tu historial de calificaciones cuando te estás divirtiendo? Eso es algo que los adultos no comprendieron, y se mostraron reacios a disminuir la culpa que recayó en los hombros de Ten y Yuta.
Por su culpa YoonOh no era perfecto.
  El japonés –ingenuamente- creyó que JaeHyun, por la relación estrecha que tenían, negaría las acusaciones malintencionadas. Pero nadie más conocía ese lado de YoonOh, nadie sabía que más que YoonOh, para JaeHyun su orgullo lo significaba todo, y aceptar que era el único culpable de sus malas calificaciones no era digno de él. JaeHyun se quemaría vivo antes de admitir que falló.
 «Ellos me distrajeron. Chittaphon es una mala influencia, me obligó a dejar de lado mis deberes para hacer los suyos, y Yuta nunca dijo nada. Fue culpa de ellos; se aprovecharon de mí.»
 Yuta recibió un castigo más ligero que Ten, pero admiró a su mejor amigo cuando pasó por esa situación. Chittaphon, a pesar de ser un niño cuando eso sucedió, nunca lloró (y eso es mucho decir, porque Ten en general llora por todo, menos por lo que sí debería llorar), nunca se quejó, y nunca le guardo rencor a JaeHyun. Por el contrario, Ten conservó su sonrisa más resplandeciente que nunca, y a pesar de que YoonOh no volvió a dirigirles la palabra (irónico, pues las víctimas eran ellos), Ten siempre lo trató como se trata a un amigo. Yuta en cambio, conservaba un rencor destructivo guardado en el pecho, y el mismo no fue tan fuerte hasta que, unos minutos después de ser notificada su expulsión a sus padres, se enteró de que el director era el padre de JaeHyun.
 Y el rencor acumulado en su pecho estalló. No estaba furioso con él porque en su infancia hubiese sido cobarde, sino porque después de destruir su pasado como amigos cercanos, había destruido el futuro de los que pudieron ser los mejores agentes de SM Ent. JaeHyun se metió con el futuro de DoYoung también, quien ni siquiera sabía de la existencia de YoonOh.
JaeHyun no era más que un idiota.
    La parte irracional de Nakamoto Yuta le obligó a sabotearse a sí mismo. Y él ni siquiera supo que en verdad, al querer hundir a JaeHyun sin pruebas contundentes de sus pensamientos alocados, se estaba hundiendo a sí mismo. Por suerte, reaccionó a tiempo.
  ///-///
  ― ¡Ayuda!
 Llegó el aterrador día siguiente, era así desde semanas atrás; JaeMin le temía a seguir vivo el día siguiente, encadenado aún en su propia traición.
 ― ¡DoYoung Hyung!
 Las cuerdas vocales del adolescente cedieron después de 9 días de gritar con todas sus fuerzas, y tras llamar a Kim DongYoung por última vez, se quedó sin voz. Los días siguientes a ese, se dedicó a sufrir en tiempo completo, se recriminó a sí mismo por fallar su prueba, pero se sintió más avergonzado por necesitar ayuda del mayor. JaeMin se había probado a sí mismo para saber si él solo tenía la capacidad para romper los esquemas.
El error que cometió fue confiar en uno de los integrantes de la clase 0, de lo contrario ya estaría fuera de ese infierno. JaeMin estuvo a dos pasos de la salida. De hecho, JaeMin era el único que sabía la salida.
 «Alguien, sálveme… »
 ///-///
  ― ¿Por qué lo hiciste?
 La voz de Yuta se esparció en la estancia, dejando una estela en los oídos de JaeHyun. DoYoung cerró la puerta del baño en cuanto el silencio se prolongó, y Ten hizo acto de presencia, como lo hace una vara en el desierto. Acorralaron a YoonOh en el baño.
 ― ¿De qué hablas? ― JaeHyun se mostró confundido, pero segundos más tarde se retractó por completo, con la seguridad de que Yuta se refería al castigo. ― ¿Estás bromeando, no? Esa maqueta me llevó semanas enteras de trabajo elaborado. Lo que sea que te tocó, te lo mereces.
 ― Fue un accidente. Y en todo caso, el problema que tienes conmigo y Ten no debería afectarle a DoYoung también.
 Más silencio abrumador. JaeHyun procesó las ideas que se le venían a la mente con una impresionante velocidad, pero una lenta respuesta. ¿DoYoung? ¿Quién era DoYoung?
Fue cuando se fijó en el chico parado en la puerta, el que la mantenía cerrada por miedo a que intentara huir. Menudo muchacho, su rostro se le hizo extrañamente agradable y armonioso, como un conejo adorable con una mirada oscura. ¿No lo estaba pensando seriamente? DoYoung era guapo a sus ojos. Lo que inició como un pensamiento completo se deshizo en fragmentos en su mente, las palabras desaparecieron de su boca conforme su vista se propuso ocupar de objetivo a ese tal DoYoung, ese chico le estaba devolviendo la mirada. ¿Por qué no lo vio antes? Quizá porque desde hace años se empecinó en esquivar a Yuta y Ten, el tal DoYoung debió permanecer al lado de sus dos ex amigos todo este tiempo, lo suficiente para que no lo detectara. De repente éste cambió de postura para apoyarse en la puerta de… ¿Eso era una pose? Era gracioso.
 ― ¿No vas a decir nada? ― Habló por primera vez Ten. JaeHyun olvidó durante su trance que Yuta y Ten también estaban presentes, y que le hablaban sobre algo que él no entendía. Pero no iba a preguntar, eso significaría que no sabe algo, y JaeHyun creía que él lo sabía todo.
 ― Yo no conocía a DoYoung.
 DoYoung no estaba nervioso, si tener el cuerpo temblando y estar moviéndose mentalmente como un maniaco no era estar nervioso, no lo estaba, para nada. Extrañamente la mirada del chico al que sus amigos llamaban JaeHyun, le descolocaba, no de una forma desagradable, de una forma desagradablemente agradable. Se sintió todo un payaso de circo al intentar verse cool y hacer poses casuales, tan casuales que notó que JaeHyun se reía de él. Demonios, ese no era un momento para sentirse de esa forma.
 ― ¡Entonces no debiste hacer que lo expulsen! ― Bramó Chittaphon completamente cabreado. Se acercó a JaeHyun y sólo cuando tomó el cuello de su camisa entre sus manos, DoYoung y JaeHyun rompieron el contacto visual. ― Gracias a ti y tus berrinches alguien ajeno a ti paga. Si quieres solucionar algo debiste hablar conmigo o Yuta, preferiste ocultarte. Nos expulsaron del colegio por tus artimañas, deja de aprovecharte de la gente, deja de usar a tu padre, como lo hiciste para destrozar nuestra amistad.
 ― No mereces ser un periodista. ― Ni siquiera pudo intentar articular palabra antes de que Yuta iniciara, Nakamoto es el único que notó las miradas entre DoYoung y su ex amigo, y también que JaeHyun aún conservaba la cámara que estaba entre sus manos. Cuando eran amigos él no soltaba esa cámara, decía que era su mayor tesoro, y que era el único regalo de su madre. Les sacó muchas fotografías con esa cámara, como una prueba ruin de su amistad. Yuta no lo pudo evitar, estaba furioso, y cuando eso le sucedía sacaba todo, incluso lo innecesario. ― Ellos intentan mostrar la verdad, y tú sólo creas mentiras. Todo este tiempo luchaste por no ser un fracasado, pero las personas que ganan ante el mundo y se pierden a sí mismos, esas personas son las verdaderas fracasadas. Deja tus sueños de ser un periodista de una vez, tú no respetas tus propios sueños, ¿cómo podías respetar los nuestros?, si vas a ser tan infantil… Entonces tu madre cometió un error al regalarte esa cámara antes de abandonarte.
  DoYoung contuvo el aliento, porque vio a un JaeHyun débil casi desplomarse entre el agarre brusco de Ten, notó que las palabras de Yuta le dolieron, tal vez fueron muy duros con él. O tal vez el encanto de JaeHyun cubría los ojos de DoYoung para minimizar el hecho de que, gracias a él, los habían expulsado. Y por consecuencia, les era imposible ingresar a SM Twon en lo que les quedaba de vida.
 Era culpa de JaeHyun, ¿no es cierto?
  ///-///
   La verdad, JaeMin no extrañaba mucho estar afuera. Una de las pocas –y vaya que eran casi nulas- cosas que rescataba de estar en esa situación era que, de hecho, tenía tiempo para ordenar sus ideas, y no temer por lo que fuese a venir al día siguiente. Impertinentemente creyó que esa no era una mala forma de morir, ¿DoYoung lo encontraría? Extrañaba al mayor.
 La prueba no tenía fin, constantemente se reclutaban nuevos ejemplos principales tanto como secundarios. Para JaeMin el hecho de siquiera haber llegado ahí era ser considerado uno de los puntos fuertes entre todos los demás. El adolescente apenas recordaba la última vez que vio a DoYoung. Con todo lo que había pasado en aquel lugar, era difícil rememorar los buenos tiempos.
 Nuevamente meditaba exhaustivamente si su hyung pasaría la prueba exitosamente. Él había fallado, no era la primera vez que estaba derrotado. A diferencia de las batallas a las que se enfrentó en el pasado, en esta se dirigió a un final alternativo, tan glorioso que no era una opción ganar. ¿En qué falló?
 Siguió los pasos de su ingeniosa estrategia: Ser lindo, necesitar ayuda, ser atento, y listo. Él era brillante.
No fue suficiente. ¿Cómo derrotabas al poder solo? No, confió mucho en sí mismo. La jugada más quebradiza que jugó a su favor fue estar solo, JaeMin no podía hacer las cosas solo, era dependiente de todo, y de todos. Hasta cierto punto, agradeció la soledad. Confiar en alguien más ahí adentro era… Como dictar su sentencia de muerte. Por eso estaba como un preso, atado al torrente de sus éxitos, desplomados sobre su ego.
 Perdió la seguridad en sí mismo.
 Cuando conoció a DoYoung, ambos estaban en situaciones incómodas. Se conocieron cuando a los dos los metieron en el mismo basurero, en el patio trasero de su instituto. No iba a decir que era un chico popular, y al parecer DoYoung tampoco lo era. Pero en medio de la miseria, el mayor logró hacer las cosas más divertidas, y JaeMin las hizo positivas. Juntos, hacían que las más terribles tormentas cesaran, o mejor dicho, hacían grato el baile bajo la tormenta. Ellos juntos eran el perfecto dúo para destruir la escala social de la que los habían exiliado.
 Pero si JaeMin era un perdedor pagando su condena, DoYoung de seguro en algún lugar, lo acompañaba indirectamente.
  JaeMin estaba seguro de que, al reclutarlo, no se imaginaron a aquel chico de cuerpo menudo como alguien verdaderamente ingenioso, por eso su prueba fue tan básica. Pero JaeMin no era un tonto, su conocimiento y alta atención a los detalles imperceptibles para el resto lo hacían peligroso. Retar al mismo diablo nunca es una decisión muy coherente. ¿Y? Todos los chicos que entraran ahí harían lo mismo, seguir las reglas de un poder mayor, de los tiranos que los obligaban a ser un escuadrón con un mismo patrón repetitivo.
Lo subestimaron, JaeMin no apuntaba al mismo blanco que las personas comunes. Él no era un soldado hecho para obedecer.
 Recordó vagamente a Yuta y Ten, ¿ellos llegarían a esa prueba? ¿De logralo, pasarían? Ten no era precisamente un líder nato, pero Yuta… Quizá Nakamoto podría indagar mejor, pero pensándolo mejor, su razonamiento era tan mediocre como lo puede ser un robot programado para ser perfecto. Chittaphon no estaba hecho para una prueba tan difícil, no pasaría; Nakamoto Yuta era alguien astuto, capaz de pasar la prueba como un agente de alto rango, que triste.
 Na JaeMin quería a sus amigos, tanto a Yuta como a Ten. Pero si tuviese que confiar en ellos para llevar a cabo su método, sin duda lo decepcionarían. Algo curioso de JaeMin es que no se equivocaba en ese tipo de cosas, y su hyung… JaeMin contaba con DoYoung. Su hyung lo escogería a él.
  Inesperadamente una luz se encendió al final de la estancia, se quedó cegado temporalmente; no vio la luz por un largo tiempo, que dejó de pensar que fuese real. Y justo delante de aquel brillo resplandeciente, apareciendo como una figura etérea, estaba alguien conocido, ¿era posible padecer de un fenómeno de iridiscencia representada en forma de chico japonés?
 Ese era Nakamoto Yuta, ¿en verdad Yuta llegó ahí?
El sistema cometió su primer error fatal.
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unrayoam · 5 years
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“El día que la ciudad se quedó sin su esencia”
Sonó el despertador a la hora usual, aun estaba oscuro afuera y me levanté como cualquier otro día, me quede sentado en la cama por algunos minutos contemplando la nada. Cuando tomé mi celular tenia un mensaje de mi hermana recibido la noche anterior, era un mensaje de voz; abrí la aplicación y reproduje el mensaje “hoy estoy muerta, no me hablen y no me busquen porque no me van a encontrar, hoy soy una de esas 10 mujeres que todos los días pierden la vida.
9 de marzo, el día que ninguna se movió.
Salí de mi departamento solo para encontrar una calle extrañamente vacía, como es usual en mi, era muy temprano y supuse que la falta de gente podía deberse a mis horas tan extrañas de salir camino al trabajo. Cuando llegué a la oficina, la recepción del edificio estaba vacía, la joven amable que siempre está ahí desde muy temprano recibiendo a los oficinistas con un muy alegre “buenos días” había sido remplazada por un oficial de seguridad con cara larga y que no paraba de bostezar.
A eso de las 9 am, en un día normal, la oficina ya está repleta de gente saludando y conversando sobre lo acontecido el fin de semana. pero ese día no era normal, solo había hombres, solo 15 hombres en todo el piso (más del 80% de las personas que trabajan en ese piso son mujeres), 15 hombres confundidos, callados y aparentemente sin motivos para emitir ruido alguno. Así pasó la mañana, silenciosa y con una falta de alegría en el ambiente.
La mañana pasó lentamente y me sentí alegre de que por fin la hora de la comida había llegado. Me di cuenta que era la hora de la comida al menos unos 30 minutos después de que diera la 1 pm. Ya sabía que se acercaba la hora de ir a comer pero esa compañera que en poco tiempo se convirtió en una amiga verdaderamente importante para mi no pasó por mi lugar para recordarme que ya era hora de comer y que necesitaba tomarme un tiempo para refrescar la mente. Fue una escena deprimente la comida de ese día; la cafetería que suele estar plagada de grupos de personas comiendo, solo tenía un par de hombres confundidos comiendo en silencio sin dirigirse la palabra.
Al regresar de comer y volver a mi trabajo, me topé con un problema técnico y de manera automática me levante de mi lugar con computadora en mano en dirección a la oficina de mi mentora (una exitosa directora), solo para darme cuenta de que su oficina estaba cerrada y que ella no estaba dentro.
Ya para las 5 pm yo ya estaba desesperado por irme porque la imagen de la oficina sin una solo mujer en ella me parecía tortuosa. De camino a mi departamento incluso añoré el transito tan pesado que normalmente hay y que ese día no estaba ahí porque ninguna mujer había salido a las calles.
Un día completo sin ellas, un día donde no se supo nada de ninguna mujer en toda la ciudad, probablemente en todo el país. Me sentí impotente y triste. ¿Que sería de esta ciudad, de este país, de este mundo si un día despertamos y ya no están? Entonces reflexioné. Todos los días 10 mujeres son asesinadas en este país; todos los días 10 familias se quedan sin la luz de sus ojos, 10 oficinas se quedan sin sus mentoras, 10 edificios se quedan sin su agradable recepcionista, 10 hermanos se quedan sin su mejor amiga, 10 personas se quedan sin el amor de su vida. Durante 24 horas sentí ese dolor, esa ausencia, ese silencio, y apenas pude soportarlo.
Hoy las mujeres hicieron historía, hoy 24 horas de silencio se escucharon tan fuerte como el grito de esas 10 mujeres pidiendo ayuda y de sus seres queridos exigiendo justicia. Hoy México se dio cuenta de la magnitud de la situación. Todos los días las mujeres (los seres más valientes que han pisado esta tierra) se levantan de sus camas, se visten y salen de sus seguros hogares para adentrarse en una selva de acero y concreto que las violenta, las acosa y las mata todos los días.
Hoy entendí que tengo que hacer todo lo que esté en mis manos para ayudar a cambiar esta situación. A partir de hoy sueño con un México en que las mujeres puedan salir de sus casas sintiéndose seguras y con la certeza de que volverán sanas y salvas sin importar la ropa que llevan puesta, la ruta que tomen para llegar a su destino o la compañía o soledad con la que se muevan por la ciudad. Hoy entendí que no se trata de estar ahí para defenderlas cuando algo pasa, se trata de de evitar que pase algo en primer lugar, se trata de condenar y rechazar los piropos, las volteadas para ver a la muchacha guapa que pasa cerca, se trata de crear un ambiente en que las mujeres puedan salir a la calle y sentirse seguras.
El 9 de marzo la ciudad se paralizó porque ninguna se movió, el 9 de marzo entendí que la esencia de todo lo que hay en esta ciudad y en este mundo viene de la mano de las mujeres. Sin mujeres no hay risas, no hay apoyo, no hay desarrollo, sin mujeres no hay nada.
La esencia de la vida está sobre los hombros de las mujeres, hagamos que estén seguras.
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«En el parque», 高行健. Hace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas. —Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos. —Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolearme por la hierba. —Tus padres te traían. —Sobre todo cuando venía con mis compañeros. —Sí, claro. —Sobre todo cuando tú estabas. —Me acuerdo. —Llevabas dos coletitas. —Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido. —Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa. —¿Sí? —Sí, nadie se atrevía a acercarse. —No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma. —¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos. —Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas. —Parecías una princesa. —Eso, una princesa con zapatillas de deporte. —Luego te fuiste a vivir a otra parte. —Sí. —Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos. —Me hice mayor. —Mi madre te adoraba. —Ya lo sé. —Mis padres no tuvieron ninguna hija. —Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor. —No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú. —Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor. —Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa. —¿De qué? Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto. —Sentémonos también un momento. —Bueno. —El sol está por ponerse. —Sí, es muy bello. —No me gusta la belleza de este paisaje artificial. —¿No decías que te gustaba mucho venir al parque? —Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes. —Pudiste aguantarlo. —El bosque es duro. La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas. —Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo. —Como un incendio. —¿Como qué? —Como un incendio en el bosque… —Di, continúa. —Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros… —¿Los leopardos no os atacaban? —Ni caso nos hacían. —¿No les disparabais? —Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla. —¿No podíais hacer nada para salvaros? —El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo. La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo. —Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años. —No hay mucho que contar. —¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante. —Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Habíame tú de lo que has hecho estos años. —¿Yo? —Sí, tú. —Tengo una hija. —¿De cuántos años? —De seis. —¿Se parece a ti? —Sí, todos dicen que se parece mucho. —¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas? —No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares. —Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno? —Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz. —¿No estás contenta con tu trabajo? —Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección. —¿Eres secretaria? —Archivista. —Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza. —Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero? —Sí, todo con mi propio esfuerzo. El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos. —Está esperando a alguien. —Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón. —¿Hay muchas muchachas en la ciudad? —Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido. —Pues esa muchacha está muy bien. —La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada. —¿Vendrá él? —Quién sabe. Es algo que te pone histérica. —Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos? —Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas? —Nunca he faltado a una cita. —¿Tienes una amiga? —Creo que sí. —¿Y por qué no te casas? —Quizá lo haga. —Parece como si ella no te gustara. —Le tengo lástima. —La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así. —Sólo me miento a mí mismo. —Pero también mientes al otro. —No hablemos de eso. —Como quieras. La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas. —¿Crees que vendrá? —No lo sé. —No deberías hacerle esto. —Hay muchas cosas que no deberían hacerse. —¿Es guapa tu amiga? —Es digna de compasión. —¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita. —Una muchacha bonita no puede fijarse en mí. —¿Por qué? —Porque no tengo un padre importante. —No quiero oírte decir esas palabras. —Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya. —¿Vienes a mi casa? —Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti. —No hables así. —¿Qué tiene de malo? —No paras de soltar indirectas. —-No es mi intención. —Deseo que seas feliz. —No quiero oír esa palabra. —¿Es que eres infeliz? —No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes. —Bueno, hablemos de otra cosa. La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida. —Al fin llegó. El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió. —No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver! —Está llorando. —¿Quién? La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban. —¿Aún quedan pájaros? —No sólo hay pájaros en los bosques. —Por aquí aún quedan gorriones. —Te has vuelto arrogante. —Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí. —No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad. —No te culpo de nada. —No tienes derecho a culparme. —Nadie tiene derecho a culpar a nadie. Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda. —Creo que deberíamos irnos. —Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar. —La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad? —No es de esa clase de personas. —Es un buen hombre, entonces. —Podrías pasarte por nuestra casa. —Si él me invita. —¿Si yo te invito no es lo mismo? —Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal. —Deja ya esa actitud. —Dejemos ya de llevarnos la contraria. —Eres tú el que habla con segundas. —Bueno, perdona, no lo he hecho adrede. —Hablemos de otra cosa, pues. —Bien. El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén. —Parece que aún no se ha ido. —No, está apoyada en un árbol. A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona. —¿Qué le pasa? —Llora. —No vale la pena. —¿Por qué? —No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse. —Aún tiene esperanzas. —Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio. —Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles. —Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes? —Bellas palabras. —Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho. —Hay tantas cosas que no hay que hacer. —Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer. —Eso es hablar por hablar. —Así es, no tendría que haber venido a verte. —Esto también es hablar por hablar. —Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio. —No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa? —¿Hablar de qué? —Hablemos de ti. —Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija? —Yo quería tener un hijo. —Una hija es lo mismo. —No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas. —La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos. —Está llorando. El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol. —Tendríamos que consolarla. —Para ese mal no hay consuelo. —Consolarla un poco, al menos. —Ve, pues. —Para estos casos sólo sirve una mujer. —No es ése el consuelo que necesita. —No entiendo. —No entiendes nada de nada. —Mejor no entender nada. —Entender demasiado es una carga. —En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo. —¿Qué quieres decir? —Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada. —Vámonos, pues. —¿A mi casa? —Es inútil. —¿Vamos a despedirnos así? —Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará. —Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices? —Como tú quieras. Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas. —Te escribiré cuando me case. —Mejor no escribas nada. —Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo. —Mejor no vengas más. —Sí, ha sido un error. —¿Qué error? —No tendría que haber venido a verte. —No, no ha sido un error. —Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar. —Para mí es muy difícil olvidar todo. —Quizá con el tiempo… —Vete ya. —¿No quieres que te acompañe hasta el autobús? Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible. —Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya. Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas. Autor:  高行健
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alvarogroppa-blog · 6 years
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breve crónica de la peste
Originalmente publicado 02/04/2018
I
Eran las dos de la mañana un día de semana, y en el canal de noticias terminaba una entrevista llena de nada para dar lugar a la re-emisión de los títulos de las seis de la tarde.
Me alegré, porque supe que con eso podría finalmente irme a dormir. Sabía, por pura repetición, que más o menos a esa hora, después de dos cervezas y el estómago a medio llenar de insípida comida de cartón congelado, con el silencio de la calle, la tenue luz de la lámpara de pie, con el ronronear de la sala de máquinas dos pisos más abajo y con la fatiga acumulada por otro día inacabable en la oficina podría finalmente apagar la pantalla, acostarme en el cuarto de huéspedes sin deshacer la cama y mirar en paz las manchas de humedad del techo otra media hora antes de conciliar el sueño.
Ese era el más importante de los deprimentes rituales de la vida sin Leonor. La historia de la humanidad está referida al nacimiento de Cristo, y yo creo que la historia de un hombre puede sin problemas referirse a lo que vive con la mujer de su vida. El principio, los altos, los bajos, las nadas, el final. Para mí era claro como el agua. Antes de ella había habido un yo, durante ella otro, y ahora, tres semanas y cinco días después de ella, quedaba otro yo, el que hoy apodo el insomne. Un tipo al que toda la ropa la quedaba grande y que se aferraba a las colchas cinco minutos más todas las mañanas no por pereza sino por pavor a enfrentar otra día más al mundo sabiéndose solo.
Leonor se había ido sin dar explicaciones. Ni cartas, ni mensajes, ni notas pegadas en la heladera, ni domicilio ni teléfono, ni nombre de algún machito con quien ir a matarse a trompadas para salvaguardar el honor. Sólo había dejado su abrigo de piel, muy pesado para cargar, supuse, y un silencio de sepulcro que se adueñó de todo el departamento y parecía perseguirme por todas partes. Salía todas las mañanas, caminando por la Santiago rumbo a la oficina, con la horrible sensación que me seguía hasta el edificio de la empresa y se filtraba por el ascensor y se sentaba a mi lado en el escritorio. Lograba sacudirme la inquietud concentrándome en mi trabajo, en hacer llamadas, aguantarme las puteadas de los proveedores, llenar planillas con desgano y fingir interés por las conversaciones de fútbol de mis compañeros. Pero no podía librarme de la certeza de que cuando volviera a casa el silencio ahí estaría, adherido a las paredes y al techo, pegoteado en la grasa de la pila de platos sucios, mezclado con el polvo que juntaban las sábanas de la cama doble en el cuarto que ya no usaba, disuelto en el aire mismo, esperándome como un huésped indeseado.
Cuando sonaban las seis de la tarde y todos en la oficina se iban a casa a ver a sus familias, yo me sentía escupido de nuevo a una realidad que ya no era la misma. Salía del edificio, me paraba en la vereda y sentía mi brújula interna oscilar indecisa, sin saber qué dirección marcar. Pensaba fugazmente en cómo Leonor salía de trabajar un poco antes, y yo me iba a casa con la discreta alegría de saber que ella me esperaba, que la encontraría ahí absorta en una novela criminal, con un tema de moda sonando bajo en el equipo, que la abrazaría y la besaría y tomaríamos unos mates y conversaríamos un rato antes de que yo me fuera al gimnasio y ella a jugar al tenis o a encontrarse con alguna amiga, y que después compartiríamos la cena y el calor de las sábanas. Una certeza que era una pequeña llama en el corazón.
Ahora en cambio bajaba por la Monteagudo y al llegar a la esquina de la Santiago sentía una urgencia de ir a cualquier otra parte. Volver al departamento era volver al tenebroso silencio, a una cocina sin luz, a una pava fría y una radio muda, a una casa que no era la mía aunque yo viviera ahí después de ctanto y que no abandonaba por estar aferrado a memorias consumadas e irrepetibles. De pensar en ello me invadía una sensación que era cruza entre tristeza y pánico, y entonces giraba sobre mis talones y sin saber bien lo que hacía me aventuraba por el cemento hervido por el sol de mitades de enero y me perdía en medio de ese hormiguero que es San Miguel de Tucumán.
Se me hizo así costumbre salir del trabajo e ir directo a Barrio Norte o a la peatonal de la Muñecas e instalarme en un café a leer cualquier cosa que publicaran los diarios del día. Cuidaba siempre de ubicarme en una mesa que tuviera vista a la calle, si no era en la vereda misma, por si ninguna lectura resultase interesante y tuviera que conformarme con ver pasar a la gente y preguntarme sobre sus vidas, hacer fabulaciones y conjeturas, darles y quitarles cualidades según los caprichos de mis fantasías. De vez en cuando pasaba algún viejo conocido, me saludaba, conversábamos un rato, nada importante, y seguían su camino, y me angustiaba pensando que todos se quedaban poco rato porque tenían cosas que hacer y lugares en los que estar; todos seguían siempre, resueltos y seguro de a dónde iban, mientras yo había quedado atrapado en esa existencia circular que empezaba en el insomnio, seguía en las cuatro paredes blancas de la oficina y pasaba al café de las terrazas y todo de nuevo desde hacía semanas.
Ese día había sido exactamente igual. Los mismos bares, las mismas veredas, las mismas sombras en cada calle, la misma rutina, el mismo silencio. Antes de irme a dormir me asomé al balcón, a tomar una bocanada de aire. Me paré ahí, sumergido en la húmeda oscuridad, mirando sin pestañear la calle Maipú, los arcos del edificio de la sirio-libanesa, las luces amarillentas, la calma. Cerré la puerta del balcón para que el ruido del televisor no se vertiera al exterior, y espiré largo y sostenido. Recordé de pronto lo mucho que me había gustado siempre ver la ciudad dormida. Tenía una belleza extraña, poética. Un lugar donde vive tanta gente, donde tantos seres humanos todos los días corren, gritan, tocan bocina, se atropellan, se insultan, se ignoran, se abrazan y se saludan, de pronto totalmente calmo y apaciguado. Era fascinante.
Me encontraba apoyado sobre la baranda cuando un murmullo me sacó de mis pensamientos. Venía directamente del balcón de arriba. Era una voz de mujer, llena de aflicción. Agucé el oído, y en la quietud de las tres de la mañana de a poco empecé a distinguir algunas palabras: su marido no aparecía por ninguna parte. Por el modo de hablar imaginé que se lo estaría contando a una hermana o una amiga. Él no se iría sin avisar, decía, le debe haber pasado algo. Nadie lo había visto ni tenía noticias de él. La denuncia estaba hecha, y había poco más para hacer. No podía dormir, decía.
El murmullo disminuyó súbitamente, y el ruido de la puerta corrediza del balcón al cerrarse resonó crudamente en la noche.
Dos días nada más. Pobre mujer, pensé, lo que le espera.
Sentí un sabor amargo en la boca. Haber sido parte involuntaria de esta escena había vuelto a abrir algunas cicatrices que, no sabía, había logrado cerrar. Me sentí estafado, frustrado, y de pronto tenía tal bronca contra todo que decidí que lo mejor era ir a fumármela en la cama antes de que en un impulso tirara una maceta por el balcón. Fui a apagar la tele, pero la placa que ponía la re-emisión de las notas de las seis de la tarde me hizo detenerme en seco. Lo leí varias veces antes de bajar el control remoto, que había quedado suspendido en el aire.
El título me impactó tanto que puedo recitarlo de memoria: “Alarmante Aumento en las Denuncias por Desapariciones”.  Subí un poco el volumen, y me enteré que las denuncias se habían multiplicado por diez en el último mes, y que ningún especialista podía explicar el fenómeno. Los presentadores hablaban sin mostrar ningún signo de emoción sobre cómo la filtración de este dato había dado nuevo impulso a la búsqueda de unos nenes desaparecidos. Yo en cambio tenía la piel erizada.
Decidí que no necesitaba escuchar más. Apagué la tele y me quedé parado en medio del salón, mirando cómo unas cuantas mariposas grises revoloteaban alrededor de la lámpara de pie.
Me sentía incómodo, como si tuviera un cascarudo apoyado en alguna parte de mi cuerpo. Pensé que el mundo no iba nunca a dejarme tranquilo, que iba siempre a encontrar nuevas formas de recordarme que mi ex novia se había también esfumado de mi departamento como una nube de vapor. Me sentí agobiado. Dejé la lámpara prendida, me dirigí al cuarto y me recosté vestido sobre la cama sin deshacer, dándole vueltas al asunto.
Y de la nada, instantáneamente, llegó el sueño, y fue tan profundo y tan sereno que no escuché la alarma al día siguiente.
II
Desperté cerca del mediodía, envuelto en una maraña viscosa de humedad y rayos solares. Tenía la nuca transpirada, los párpados pesados y las pupilas ardientes. Me sentía desorientado. Quise tragar saliva, pero en mi garganta solo había pegotes resecos, ásperos. Me levanté y me dirigí al baño a paso arrítmico, y entré a la ducha tras desvestirme con dificultad.
Mi cabeza parecía pesar diez kilos de más. Me paré bajo la ducha, dejando que el agua fría operara su magia. Había soñado anoche. De pronto sentí que recordar qué era de una importancia infinita. Por mi memoria recorrían pantallazos fugaces, imágenes borrosas en las que los colores y algunas formas indefinibles se repetían. Una secuencia borrosa se reiniciaba incesantemente. Salí de la ducha, me sequé, y sentado sobre el inodoro me di cuenta que estaba tan cansado como si no hubiera dormido nada. Era imposible ganar en este juego del sueño, pensé.
Llamé al trabajo para avisar que había tenido un inconveniente durante la mañana, que estaría ahí a la tarde. Salí del departamento con rapidez, ahuyentado por el silencio y la sensación de claustrofobia. Me dirigí a un restaurante cercano a hacer tiempo, y mientras caminaba bajo el ardiente sol y las primeras gotas de transpiración se formaban en mi sienes, algo raro flotaba en el aire. Iba tan ensimismado en mis pensamientos, como siempre, que tardé en darme cuenta, y fue más una especie de alerta del instinto que una observación consciente lo que me obligó a detenerme sobre mis pasos y observar qué era lo que pasaba a mi alrededor.
Pocas veces había visto tantos autos abarrotados frente a mi departamento. El ruido de bocinas era insoportable, los ánimos estaban muy caldeados. Dos hombres intercambiaban insultos parados al lado de sus vehículos, separados por una fila de vehículos cuyos conductores soportaban estoicamente el estancamiento del tráfico. Miré más adelante: en la esquina siguiente, Maipú y Santiago, donde se ubica la comisaría, había tal amontonamiento de gente que la calzada estaba reducida, y solo cabía un vehículo a la vez.
Desde esa dirección venía caminando una mujer joven que pasó delante mío. Llevaba una expresión funeraria en su rostro, la que porta una persona que está consumida por una pena que no puede describir. Me inspiró tal compasión que la seguí con la mirada, dando media vuelta sobre mis talones. Mientras la veía alejarse, preguntándome si debía hacer algo, noté que a mi derecha había un hombre mayor apoyado contra una pared, y vi en su cara la misma expresión. Estaba pobremente oculta bajo esa capa de rudeza masculina que a todos nos enseñan de chicos pero que en situaciones límite simplemente no alcanza. Fue tal mi extrañeza que supuse en un primer momento que serían conocidos, él y la mujer joven, y que habrían vivido la misma tragedia.
Avancé hacia la esquina, y en lugar de doblar hacia la izquierda, crucé la calle y me dirigí al tumulto, poseído por la curiosidad, y también por un vago sentimiento de alarma. El abrasador sol de mediodía no había impedido que toda esta gente se mantuviese congregada, los rostros llenos de aflicción, de indignación, de bronca. Permanecí mudo, observando la situación. Las bocinas chillaban, los motores acelerados de los autos que lograban adelantarse al espacio disponible en la calzada rugían detrás de la aglomeración de gente, que se mantenía extrañamente en silencio. Algunos grupos reducidos hablaban entre sí, sus voces ahogadas por la cacofonía del fondo, gesticulaban con las manos de modo exagerado, algunos aguantándose las lágrimas, otros con furia contenida. Estaban esperando una noticia con el corazón en la garganta.
Quise asomarme a preguntar, pero me sentí intimidado. Algo dentro mío se resistía a molestarlos con preguntas. Miré mi reloj; tenía tiempo. La transpiración ya se acumulaba bajo mis brazos, en medio de mis piernas, en el cuello de la camisa, pero me negué a apartarme. Quería esperar y ver qué pasaba.
Un oficial de policía se asomó a la puerta. La visera de su gorra le tapaba la mitad de la cara, pero su figura y su porte sugerían que era muy joven. Todos contuvieron la respiración.
El oficial, visiblemente incómodo, alzó la voz: – Señores, por favor van a tener que esperar. Estamos con… –
Un abucheo, como una explosión largamente contenida, lo interrumpió. Algunos hombres saltaron hacia adelante con vehemencia, comenzaron a gritarle a centímetros de la cara. La congregación se aglutinó en torno al oficial proliferando insultos. Algo salió volando por el aire, y dio de lleno en el marco de la puerta. El agente, desbordado, solo atinaba a sostener sus palmas abiertas delante de su pecho, pidiendo en vano calma a la muchedumbre alterada.
Unas manos se asomaron por detrás de la puerta, y tiraron al joven oficial hacia dentro del edificio. Las puertas se cerraron violentamente en las narices de la masa. La bulla ganó nueva fuerza; en pocos instantes volaban objetos a las ventanas de la comisaría. Los hombres de la primera fila pateaban con ira descontralada la puerta de madera. Hubo de pronto ruido de sirenas, y cuando vi un grupo de uniformados subir desde la esquina siguiente en dirección al tumulto fue que decidí dar un cuarto de giro a mi izquierda y seguir con lo mío. No necesitaba ni quería ver lo que venía a continuación.
Caminé a paso apurado, sin mirar atrás, haciéndome el desentendido. Una hora después estaba en la oficina, y entre planilla y planilla recordaba el acontecimiento con una vaga mezcla de sorpresa e indiferencia. Me gustaría decir que el resto del día seguí la misma rutina de desamor que venía llevando hace semanas, pero eso no sería ser totalmente fiel a la verdad. Porque aunque visité los mismos cafés, leí los mismos diarios, caminé las mismas calles, comí la misma comida y me dormí a la misma hora, había algo a mi alrededor que había cambiado. Una especie de tensión en el aire, una presencia perversa que de algún modo se había liberado con el enfrentamiento de la comisaría. Ahora pasaba que cada persona que mirara detenidamente a la cara tenía algún dejo de esa misma tristeza impronunciable que había visto en los rostros de la mujer joven y el hombre maduro, en la mañana. Era como si una peste silenciosa se hubiera adueñado de todas las calles y locales de la ciudad.
Y todos los días, poco a poco, se hacía más fuerte.
A casi un año de esto pienso que debería haber sido más inteligente, más despierto. Debería haberme dado cuenta antes. Debería haberle dado a las señales la importancia que realmente tenían, y no descartarlas con tanta imprudencia, con tanta soberbia. Debería por un segundo haberme olvidado de mi microcosmos de la auto-compasión y prestarle más atención a lo que se estaba gestando afuera.
Creo con firmeza que el enfrentamiento en la comisaría ese insoportable mediodía de finales de enero del año pasado fue el comienzo del fin, el primer síntoma visible de un monstruoso mal hasta ese entonces invisible. Porque mientras yo vivía mi vida de quimera y el mundo del que me había apartado giraba, indiferente a todo, sobre su eje, algo horrible estaba pasando en todos los continentes y países, en todas las provincias y ciudades, en cada barrio y en cada edificio y en cada casa, rica, pobre, grande o pequeña, sin explicación, sin por qué, sin motivo, sin lógica, sin sentido, y sobre todo, sin dejo de esperanza alguna.
La gente había comenzado, sin más, a desaparecer.
III
No era una enfermedad. La gente no caía con fiebre y vómitos, no transpiraba hielo ni tenía dolores de cabeza, no le salían ronchas en la piel ni les cambiaba el color, tampoco se hinchaban, ni perdían peso, ni pasaban horas en cama en lentas agonías, ni experimentaban dolor ni mostraban síntoma alguno. Simplemente de un día para el siguiente, en el algún momento en el transcurso de la noche, sin advertencia, y sin hacer el más ínfimo sonido, dejaban de estar donde estaban.
Aunque nos referíamos a ella como la peste, la realidad es que no era una enfermedad, y como tal, no tenía cura, no había forma de combatir lo que pasaba. En los meses que siguieron poco a poco todo el mundo empezó a desaparecer, volatilizándose repentinamente en la oscuridad, sin dejar rastro alguno de su existencia. Todas las mañanas la ciudad amanecía con más familias incompletas, más amantes abandonados y más niños huérfanos. Las ausencias se iban acumulando sin remedio, y con cada nuevo espacio vacío en las casas nos acercábamos un paso más hacia una catástrofe que no podíamos remediar, que mirábamos con fatalismo e impotencia y que considerábamos, todavía, ilusamente, lejana.
La irracionalidad de lo que pasaba de a poco fue arrastrando a la sociedad a una vorágine de locura. La rutina de San Miguel de Tucumán fue mutando irreversiblemente de su soso bullicio habitual a un siniestro ritual de rostros desolados y marchas silenciosas, de desesperación muda, de agitación psicológica y de anacrónico fervor espiritual.
El otoño me encontró, a mí y a muchos otros, desviando la mirada ante lo evidente. Todos sabíamos muy bien lo que estaba pasando, pero ante la imposibilidad de actuar decidimos ignorarlo y hacer un inquebrantable pacto de silencio, aunque en las calles no se respirara otra cosa que duelo y tristeza.
Y frente a nosotros estaban los que no podían ignorar nada, los que lloraban y oraban en silencio, los que se preparaban para su momento colgando paños negros en las ventanas de sus casas, congregándose en las plazas a escuchar profetas de última hora, y haciendo largas peregrinaciones en nombre de cuanto santo se les cruzara en el almanaque.
Así es como entramos a vivir en una realidad casi paradójica, en que los bares, los cines y los teatros, todos los días de la semana colmados hasta el último rincón de gente que incineraba sus ahorros a carcajadas, convivían con iglesias abarrotadas de caras largas, de ardientes lágrimas de desconsuelo, de preguntas punzantes al altísimo. Las plazas y las peatonales de a poco empezaron a poblarse de altares improvisados donde cientos de personas iban todos los días a dejar flores, cartas, fotos y otras ofrendas.
La vida que llevaba desde enero había cambiado solo en sus motivos. Ya no era un corazón roto lo que me mandaba a patear calles y frecuentar bares y cafés, sino la fuerza de la costumbre. Aunque ya no tenía insomnio, me ocupaba de mantener el departamento y salía más seguido con gente amiga, no podía superar el silencio de la casa. Desarrollé un cariño extraño por los desconocidos de las mesas contiguas, que me acompañaban aunque no lo supieran, y empecé a llevar la computadora y los libros para que el pasar de las horas se hiciera más ameno.
Un viernes de abril decidí que, por primera vez en meses, saldría con los compañeros de oficina a tomar unas cervezas. Caminamos desde la oficina, esquivando peregrinos y montículos de ofrendas, protegidos por una burbuja de indiferencia que nos valía miradas de desprecio de otros peatones, y fuimos directo a una terraza en plaza Urquiza, desde donde podíamos apreciar el festival de colores que nos ofrecían los árboles de esa fría tarde de otoño. El cielo estaba cubierto en lo alto de nubes grisáceas y uniformes, y entre éstas y la cima del cerro había una franja de cielo despejado donde cabía a la medida el sol descendente de la tarde. Sus rayos caían oblicuamente sobre la ciudad, y teñían de franjas rojo-anaranjadas las nubes vecinas. Un viento soplaba de vez en cuando y traía consigo crujientes hojas otoñales y olor a tierra mojada. Me quedé sumergido en la escena varios minutos, hasta que una compañera me tiró de la manga de la camisa. La miré, y sonrió, sonrojada. Me di cuenta entonces que todo este tiempo yo también había estado sonriendo.
La plaza estaba más concurrida que de costumbre, y los autos circulaban a paso de hombre. Las conversaciones eran más animadas, la música más movida. Un grupo de hombres se destornillaba de risa dos mesas hacia mi izquierda, con el mozo riendo incómodo a su lado. A pesar de que el frío se intensificaba, la plaza bullía de actividad, con corredores y materos, bailarines y payasos, niños y abuelos. La buena vibra podía casi sentirse en la punta de los dedos. En la medida que la cerveza surtía su efecto, poco a poco fui ingresando en la conversación, y me sorprendí al recordar lo simpáticos que podían ser mis compañeros de trabajo fuera de las cuatro paredes blancas del cuarto piso del edificio de la empresa. Me dejé llevar por el ambiente, por el hermoso paisaje, por la ciudad en movimiento danzante, por ese jolgorio en el que todos nos habíamos puesto de acuerdo sin decir una palabra que había que celebrar la vida que teníamos hoy mismo, porque tal vez mañana ya nos habríamos evaporado para siempre.
Hacía rato, mucho rato, que no me había sentido tan contento.
Entonces un murmullo comenzó a sentirse en alguna parte de la plaza, una especie de rumor vago e indistinguible que fue ganando intensidad con cada minuto que pasaba, hasta que quedó claro que se trataba de una letanía. Una procesión venía acercándose por calle 25 de Mayo. El agradable jaleo de los bares se vio invadido por los cánticos de los fieles que, liderados por una figura espigada en sotana blanca, doblaron por Santa Fe, desfilando frente a los que tratábamos de olvidarnos de la peste. Las filas de autos se vieron rodeadas de repente de cientos de personas que llevaban velas y fotografías. Algunas incluso iban vestidas de sotanas negras. El líder de la procesión se ubicó en el centro de la calle, en el medio de dos vehículos cuyos conductores lo miraron sin comprender, luego se paró sobre una tarima que un asistente le facilitó, y erguido sobre la marea de gente y chapa de vehículos que de apoco iban avanzando, hizo una seña con ambas manos.
Las conversaciones de la terraza mutaron en susurros incrédulos y confundidos. Todos los ojos de la plaza se habían vuelto a la procesión. Nadie entendía qué era lo que pasaba.
Un grupo de diez hombres jóvenes de sotana negra salieron disparados en dirección contraria al tráfico, llegaron a la esquina siguiente, calle Muñecas, y se pararon en una hilera, hombro con hombro, bloqueando el acceso a calle Santa Fe. Una marea de bocinas y gritos se sucedió, pero los de negro no se movieron. El tráfico que había quedado atrapado entre los fieles breves minutos abandonó el lugar, y el líder de la procesión tuvo lo que quería: un tramo entero de una de las calles céntricas más concurridas solo para él y sus feligreses.
Lo único que sonaba era la música de los bares y las bocinas indignadas de los conductores de la otra cuadra. Pero a parte de ello nadie, ni en la terraza ni en la plaza ni dentro de los locales, pronunciaba una palabra.
Debía haber unas cuatroscientas personas, como mínimo, todas ellas con caras afligidas. Flanqueaban la columna de fieles varias decenas de hombres jóvenes, todos vestidos con sotanas negras, que exhibían rostros duros y lanzaban miradas desafiantes a todos los espectadores. Sentí de repente un embate de alarma.
El sotana blanca, un hombre cuya larga barba no podía terminar de ocultar lo joven que realmente era, sacó de alguna parte un altavoz. Una ola de suspiros de fastidio sacudió la terraza. En todos lados los clientes chistaron irritados, levantando brazos y manos al aire, golpeando secamente sus vasos contra las mesas.
– Oremos, – comandó el líder a través del altavoz, y un cántico clerical resonó en el aire, interfiriendo con la música pop que emitían los parlantes de los bares, produciendo una espantosa cacofonía.
El canto se detuvo; desde la terraza no podíamos creer lo que estaba pasando. Mirábamos a la procesión incrédulos, estafados. Nos acababan de robar un hermoso momento.
El líder lanzó una plegaria que reverberó en todas las paredes de los edificios circundantes. Otro canto saturó el aire. Los jóvenes de negro se mantenían firmes en sus sitios, sin pronunciar palabra, mirando hacia afuera de las filas, sus caras talladas en piedra.
Algunas conversaciones se reanudaron, y en la plaza algunas personas siguieron con sus actividades. Intentamos hacer lo propio en nuestra mesa, pero no tardé diez segundos en darme cuenta que no era lo mismo. Hace unos instantes celebrábamos la vida, y ahora el recuerdo la peste y la desgracia nos caía sobre la cabeza sin permiso.
De pronto se escuchó un grito desde la terraza. Uno de los hombres de la mesa de la izquierda, los que hacía un rato se ahogaban de la risa, se había parado, el rostro lleno de indignación. Sus amigos no tardaron en seguirlo, y luego la mesa de al lado, y la otra, y la otra, y en pocos instantes toda la terraza abucheaba a los feligreses.
La procesión se mantuvo quieta, sin prestar atención. El aire se había enrarecido, como si se hubiera saturado de electricidad. Los jóvenes de sotana negra dieron un paso al frente, con disciplina cuasi-militar, y los abucheos recrudecieron. Sonó otra letanía, y pude ver que la gente había empezado a retirarse de la plaza con rapidez. Sentí un nudo en la garganta; este episodio no podía terminar sino en inminente violencia.
Y entonces lo vi, con el rabillo del ojo.
Un proyectil salió disparado desde mi izquierda y pasó silbando junto a la oreja del líder justo cuando terminaba el canto clerical. Un gemido de mujer se pudo escuchar antes que el altavoz llamara a oración, y se produjo un tumulto, un rugido, en el seno de las filas de fieles. Antes de que nadie pudiera reaccionar, otro proyectil, esta vez una botella, salió disparado desde la misma dirección. En cámara lenta, vi como la base se estrellaba a toda velocidad contra la ceja derecha de un joven de sotana negra, que cayó inconsciente al piso bajo una lluvia de vidrio picado, la cara repentinamente cubierta en sangre.
El mundo pareció detenerse dos segundos. El golpe del cuerpo al desplomarse contra el suelo sonó como un trueno, por encima de la música y la estupefacción.
Y luego, caos.
Decenas de sotanas negras se abalanzaron a toda velocidad sobre el grupo de hombres, proliferando insultos. Más proyectiles empezaron a volar desde mi derecha, y en el instante siguiente había había otros tantos acólitos franqueando la baranda de madera por todas las secciones de la terraza, como piratas que abordan ferozmente un navío enemigo. Antes de que pudiera terminar de asimilar lo que estaba pasando, de que pudiera pararme de mi silla y correr despavorido, de salir de asombro del botellazo en cámara lenta, uno de los jóvenes había aterrizado de un salto de destreza olímpica justo junto a nuestra mesa. Vi, como un relámpago, un puño frente a mis ojos, y luego escuché un espeluznante grito de mujeres horrorizadas, y lo próximo que supe fue que el golpe me había precipitado al piso como una bolsa de arena. Todo era borroso, y escuchaba los sonidos de la trifulca que acababa de estallar a lo largo de toda la terraza como si vinieran de un lugar muy lejano. Me paré a duras penas, empujado hacia arriba por mi instinto de supervivencia, y entre empujones y cosas que volaban de un lado a otro me apoyé contra una pared, la primera que pude encontrar tentando con la mano izquierda delante de la cabeza, mientras que con la palma de la otra mano me cubría el ojo, hinchado y sanguinolento. Suspiraba agitado, sin darme cuenta que lo más prudente era desaparecer de ahí, rajar, huir y esconderme; sonaban botellas rotas, vasos que estallaban contra las paredes, gritos de mujeres, corridas, muebles que se desplomaban, insultos. Recuperé a duras penas el foco de visión con el ojo que me quedaba, y atiné a ver en todas partes riñas a puño limpio, personas tiradas en el piso, heridos siendo acarreados de los hombros por compañeros, charcos de sangre. Me di vuelta a mi derecha justo para ver a un hombre de camisa romper una silla en la cabeza a un joven de negro, los pedazos de madera elevándose por el aire, el joven gritando, un destello rojo que resplandeció a la extraña luz del atardecer.
El hombre salió disparado por mi lado, madera astillada en mano, dejando atrás al joven que se revolcaba de dolor en el suelo. Atiné a sortearlo, y caminé tambaleándome, con el hombro pegado a la pared, la mano derecha cubriéndome el ojo herido y con la mano izquierda en alto, en una muy mediocre posición de defensa. A pocos metros, en medio de la calle, dos sotanas negras molían a patadas a un bulto que yacía inerte en el piso. Sus rostros estaban saturados de la satisfacción más cruel que se pudiera imaginar, y daban patadas con tanta vehemencia que la sangre salpicaba en todas direcciones con cada golpe. Mis fuerzas me flaquearon, y caí de rodillas al piso, apoyando la mano sobre un pedazo de vidrio roto. Solamente cuando hube terminado de vomitar toda la merienda pude mirarme la mano y constatar que me había hecho un tajo que no paraba de sangrar, desde el centro hasta la primera falange del dedo. Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, me puse de pie, y no pude creer a mis ojos.
Más allá de la pelea, de la lucha, mientras los sotanas negras terminaban de reducir a los pocos que aún querían dar pelea, en medio de la calle, la misa había continuado. La congregación, aunque enflaquecida, se mantenía de pie en medio de la calle, sus velas y pancartas en lo alto, mirando de reojo el combate. El líder aún hablaba por el altavoz, y los fieles entonaban letanías cuando él se los comandaba. Era como si la pelea, la sangre, los heridos, el hombre hecho puré detrás de donde oraban, nada existiese. Todo era parte del espectáculo. El líder lo sabía, los fieles lo sabían, los pendejos de negro lo sabían.
Me sentí abrumado al punto de las lágrimas, diminuto ante tanta maldad. Cuando me disponía salir a toda velocidad que pudiese de ahí, cuando estaba llegando a la esquina para desaparecer de la plaza, sentí una corrida detrás de mí.
Dos sotanas negras se me cruzaron, sendas sonrisas de placer colgadas de sus rostros. No debían tener más de veinticinco, ninguno de los dos. Uno no paraba de escupir sangre, y vi que le faltaban tres dientes inferiores; el otro lucía un horrible moretón en todo el lado izquierdo del cuello.
Comencé a temblar. No estaba en condiciones de defenderme, yo, que solo veía con un ojo, que nunca en la vida había tenido una pelea en serio con nadie, que no sabía lo que era meter una piña, que no sabía aguantarme un tincazo.
Quise darme media vuelta, pero un tercer sotana negra, igual de pendejo, burlón, sonriente y malherido que los otros dos, se me había parado atrás. Vi un par más acercarse, y comprendí, con el peso del universo en los hombros, que conmigo solo venían a divertirse. El plato principal había sido matarse a trompadas con gente que quería distraerse con una cerveza después del trabajo. El postre era yo.
Uno de los pendejos me tomó por el cuello de la camisa y me metió tal golpe en la boca del estómago que quedé retorciéndome en el piso, sin poder dar media bocanada de aire. Quise levantarme, pero una patada en el femoral izquierdo me mantuvo en mi sitio. Estaba de rodillas en el piso, recuperando el aliento, a mi alrededor solo veía telas negras y escuchaba risas burlonas. Intenté mirar hacia arriba, mirar a la cara a mis captores, pero con otra patada me dieron a entender que no lo tenía permitido.
Los que estaban directamente delante de mí abrieron el círculo. Otro sotana negra, más alto y fornido que los otros, se acercaba a paso lento y firme, musitando algo incomprensible. En sus manos llevaba, portándola como si fuere una ofrenda, una palanca de hierro, cuyo extremo útil parecía brillar. Creí al principio que era una alucinación, un producto del estrés o de los golpes, pero al acercarse más, mientras mis captores vitoreaban y aplaudían, mientras el resto de los sotanas negras custodiaban el perímetro enseñándoles los mentones a los transeúntes incrédulos para que la misa continuara como si nada hubiese ocurrido, me di cuenta que la punta de la palanca brillaba porque ardía. Había sido calentada al rojo vivo.
Un impulso me puso súbitamente de pie, y atiné a dar un par de pasos antes de que una maraña de brazos y golpes me pusiera de nuevo de rodillas. El grandote se puso frente a mí sin parar de murmurar, y tomó la parte inferior de la vara con ambas manos. Entonces los que me tenían empezaron a gritar, azuzándolo con vehemencia, incitándolo que me moliese la cara con el fierro ardiente.
Por un instante el tiempo pareció detenerse. El cielo aún brillaba con el atardecer, y me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que estábamos sentados en paz disfrutando un buen momento. Me sentí apabullado ante lo rápido que las situaciones pueden invertirse, pasar de la dicha al miedo en pocos minutos, sin ningún aviso previo, sin forma de prepararse. Recordé el bulto que aún debía yacer en el piso, a escasos metros de distancia, el hombre convertido en un manojo de carne molida y sangre, y tuve la certeza de que no habría ningún tipo de clemencia.
Vi en cámara lenta cómo el grandote levantó la palanca por encima de su cabeza con ambas manos, fulminándome con la vista, una expresión de absoluto desprecio en su rostro. Y entonces escuché un grito, una corrida, un forcejeo. Las manos que me tenían de pronto me soltaron, y sentí como un remolino sobre mi cabeza. Me tumbé al piso en posición fetal, cubriéndome la nuca con las manos, esperando todavía un golpe mortífero que ya no llegaría; sentí un trastabillar de pies, más gritos, cuerpos tumbándose en el suelo, más golpes. De pronto la voz del profeta, amplificada por el altavoz, se volvió más urgente, más violenta.
Abrí el ojo sano, poniéndome de pie súbitamente. Mientras trataba de vencer el mareo, alguien me tomó del brazo y lo colocó alrededor de su hombro. Me quedé quieto un instante, y me di cuenta que era un policía que no paraba de chasquear sus dedos frente a mi cara, preguntándome si estaba bien.
Giré la cabeza: había uniformados en todas partes. Los sotanas negras habían sido casi por completo reducidos, y el profeta yacía con la cara contra el piso, sin dejar de proliferar maldiciones. Se escucharon las sirenas que se aproximaban desde diferentes puntos, órdenes siendo vociferadas a diestra y siniestra, gente que aplaudía más allá del perímetro, sollozos. Vi con el rabillo del ojo al grandulón siendo arrastrado por cuatro efectivos, y a mis pies el hierro todavía brillando.
El oficial que me tenía me empezó a llevar lejos de la escena. Apenas podía caminar, y los golpes me empezaron a doler en todo el cuerpo. De pronto empezó a caer la noche, y me quedé ahí, en el asiento de la patrulla, pensando que me había esperado que todo se fuese a la mierda, aunque no así, nunca así.
IV
Pasé dos días en el hospital antes que los médicos decidieran darme el alta. Me dijeron que el ojo estaba fuera de peligro y que con cuidados adicionales podría quitarme la venda en unos cuantos días. A pesar de la golpiza, no tenía otras lesiones de gravedad.
Me pusieron en un cuarto compartido en el que no funcionaba la tele ni el aire acondicionado; tuve que conformarme con revistas de chimentos y un ventilador de pie. Mi compañero, un hombre canoso y obeso, se pasaba el día entero sedado y sin recibir visitas, por lo que el contacto humano se reducía a la examinación de los médicos y la apatía de las enfermeras. Las paredes estaban recubiertas de baldosas verde pastel, y todo estaba impregnado de un repulsivo olor a gasas, alcohol en gel y sábanas viejas. Lo único agradable era la amplia ventana del cuarto, que tenía una vista bastante decente a la ciudad y permitía que entrara luz de sol la mayor parte del día.
Dormía poco y mal, incómodo en esa cama que no era mía. De a ratos me despertaba sobresaltado y sin aire; entonces me sentaba un rato en el borde, sumergido en la espesa oscuridad, a recobrar el aliento antes de volver a acostarme. Las horas despiertas las pasé reviviendo lo acontecido una y otra vez en mi cabeza, sin acabar de creer lo que había pasado, pensando que cómo era posible que el mundo permitiera que un hermoso momento con amigos se transformase en un parpadeo en un cruento volar de puños y sillas y gotas de sangre.
El lento pasar de las horas me permitía reflexionar. Pensé en los jóvenes de negro que nos dieron una paliza y en su jefe de frondosa barba, en su saña, su malicia, en la forma en que sonreían al apresarme, en cómo les brillaban los ojos cuando el grandote venía a terminar la faena. Tragué saliva. Esos hombres no eran gente triste ni confundida, sino oportunistas, violentos trepados a la zozobra colectiva para liberar a la bestia interior. Qué basura irremediable, me dije con los dientes apretados, el hecho de que el inadaptado siempre busque razones para amargarle la vida a los que intentábamos ser felices. Me sentí un imbécil por haber pensado en algún momento que podíamos continuar con nuestras vidas como si todo estuviera perfecto. No se puede ser feliz, ni intentar la felicidad, cuando se está rodeado de gente que la ha perdido.
Pensé también en toda la gente, en los incontables rostros cohibidos y tristes, en las pancartas por fulano, mengana y sultano, las imágenes de los santos y las velas que ardían como pequeños faros a la altura del pecho; en los que no habían repartido un solo golpe, los que miraban con recelo a los secuaces del profeta, los que se habían apresurado en irse cuando estalló la trifulca. No eran más que almas en busca de consuelo, seres que habían perdido a otros seres sin una mínima explicación y que, me incliné a creer, habían quedado de algún modo atrapadas en todo el asunto. Sentí una enorme compasión por ellos.
No tardé en enterarme que el profeta de blanco no era más que uno entre decenas que habían ganado notoriedad en las últimas semanas. La fuerza que había ganado la iglesia, y por extensión cualquier institución que vendiera certezas espirituales, era descomunal. La afluencia de miles y miles que buscaban respuesta a la crisis de la peste pronto le dio a los hombres del hábito un protagonismo social propio de otras épocas. Las hordas de familiares tristes se mezclaban con aquéllos que pretendían evitar la tragedia redoblando su devoción a última hora y con los puñados de curiosos que iban a ver de qué se trataba tanto lío.
Pero era tal la manera en que la gente acudía a los templos y a las iglesias que pronto varios curas de poca monta y un número importante de oportunistas con ambiciones personales empezaron a desplazarse hacia las veredas y los barrios con sotanas, altavoces, biblias y todas las respuestas que buscaban las miles de almas que pululaban de lado a lado desorientadas. Algunas calles ya se habían convertido en verdaderos campamentos de refugiados donde flotaba el espeso olor a comida de terminal y donde los venidos de lejos podían alquilar un colchón sobre el pavimento a la espera de su turno de cinco minutos frente al altar. En este desorden general prosperaron radicalmente los falsos profetas, charlatanes con un talento infalible para seducir a los desdichados y disfrazar sus impíos proyectos particulares como cruzadas de la fe.
Fui testigo de cómo de a poco la civilización empezó a fundirse, cómo gradualmente la tristeza y la desesperación empezaron a hacer mella en los cimientos de nuestra sociedad. No podía hacer otra cosa más que sentarme y esperar el impacto, esperar a que uno de los cimientos fallara y la estructura completa, construida durante siglos y siglos hacia arriba, se nos viniera encima.
La violencia fue intensificándose. Las misas callejeras crecieron en frecuencia, y sus desenlaces se volvieron cada vez más y más violentos. Se reportó el primer saqueo a un supermercado no mucho después. Las horas de oscuridad se volvieron muy peligrosas fuera de las zonas de campamento, en las que la gente empezó a dormir durante el día y mantenerse despierta por las noches, en vigilias que bullían de música, baile y rezos, en un intento desesperado por burlar a la peste. La primera vez que escuché un tiroteo eran las tres de la mañana, y fue tal el susto que me apresuré a cerrar todas las persianas y mantenerme tirado sobre el piso; empezó a haber tantos que aprendí a no prestarles atención.
De a poco surgieron facciones organizadas que prosperaron en el creciente caos, casi todas de tintes religiosos, integradas por jóvenes fanáticos que hallaron el sentido a lo que les quedaba de vida en el sometimiento, la dominación, el pillaje, el vandalismo y la violencia desmesurada. Los enfrentamientos entre estas facciones se hicieron tan frecuentes y tan tremendos que la policía pronto dejó de dar a basto. No había suficientes hombres, balas ni celdas para frenar la creciente furia con que estos grupos asediaban la vía pública. Empezaron a dejar que se partieran las cabezas un buen rato antes de intervenir, pero pronto incluso ni eso era suficiente. Los policías tenían bajas todos los días, mientras que estos grupos se engrosaban con cada nuevo desaparecido. La calle no tardó en pertenecerles.
Y así fue como San Miguel de Tucumán, a unos pocos meses de haber comenzado la peste, se convirtió en vísperas del invierno en una urbe mítica donde por las calles ya no circulaban autos sino peregrinos; donde cada esquina y cada rincón era un pequeño altar con velas, fotos y pañuelos de colores; donde las plazas y las peatonales y los parques se habían vuelto ferias de carpas y tablas con ollas humeantes y cruces de madera; donde el trazado urbano estaba repartido como una torta agusanada entre los Hijos del Profeta, los Mensajeros, los Salvadores, los Luzbuenas y tantos otros nosecuantos que no pensaban dos veces en llenarse mutuamente de plomo si la vida de pronto les parecía lo bastante aburrida; y donde el último vestigio de Estado era la casa de gobierno, erguida como un esqueleto roído y machacado, vacía de funcionarios, ministros y gobernador, llena de una historia y una suntuosidad que acabarían perdiéndose sin remedio y custodiada por un reducido puñado de gendarmes, policías y ciudadanos comunes que, atrincherados en cada balcón y cada abertura, manifestaban enérgicamente su voluntad de defenderla hasta el último aliento de las hordas fanáticas que querían destruirla disparando a mansalva a cualquiera que se acercara a tiro de cañón.
Tantos estadistas y hombres de ciencia, tantos filósofos, tantos griegos pensantes y tantos franceses revolucionarios, tanta cantidad de ahorcados por sus ideales y tanta sangre derramada en el implacable curso de la historia para que algún día tuviéramos una civilización en donde todos pudiéramos ser iguales y triunfar y ser felices para que un evento inexplicable lo volviera todo a foja cero. Se me dibuja media sonrisa al pensar en la cara que pondrían todos estos hombres a quienes les hemos dedicado monumentos y estatuas si se enteraran que lo su auténtico logro no fue cambiar al hombre sino tapar con capas y capas de cortinas todo lo que realmente es.
Solía pensar en la locura como una forma de enfermedad, como una infección de la mente. Ahora en cambio estoy convencido que la locura es parte de cada uno, es una parte inalienable de la persona, tan propia de sí como su identidad y sus pensamientos, y que la vida civilizada no logra sino reducirla a un frágil estado de hibernación. Solo se requieren las condiciones precisas para que el monstruo salga de su letargo a regar el mundo con su infeccioso veneno.
V
Pasé la mayor parte de ese crudo invierno encerrado. En abril casi todos los medios televisivos dejaron de hacer transmisiones en vivo, y poco después se cayeron los principales servidores de red y telefonía. Las pocas radios que todavía sintonizaban pasaban música de sol a sol, sin una sola voz humana. Igualmente no importó, porque la energía se agotó totalmente a fines de ese mismo mes, luego de semanas de agonizar con cortes periódicos de más y más duración. Convencido de que la electricidad era otro lujo que acabábamos de perder para siempre, ese mismo día saqué del freezer dos pedazos de entraña a medio congelar, y las hice sin ningún tipo de prisa con leños en la parrilla del balcón, contemplando la engañosa calma de la ciudad a mis pies. Era un día despejado en que el sol brillaba sin calentar, y yo mantenía las palmas de las manos cerca del fuego, deseando que pudiera hacer lo mismo con los pies y las orejas. Comí el último asado de mi vida solo, mirando hacia el brillante mar de tinglados, contemplando las columnas de humo que se alzaban al cielo desde un punto y el otro, preguntándome a qué siniestro suceso se deberían. Mastiqué cada pedazo con lentitud, gozando despacio cada gota de jugo y cada fibra de carne, sabiendo con abrumadora tristeza que éste era otro lujo que me abandonaba.
Me di cuenta en ese momento que había muchas cosas que había hecho por última vez hacía tiempo, aunque me era imposible precisar hacía cuánto. No podía decir, por mucho que lo intentara, cuál había sido mi último día de oficina, ni en qué fecha había tomado esa última cerveza, ni cuándo había sido la última vez que había visto a mi familia o amigos; supuse que por cómo estaban las cosas, muchos de ellos ya habrían desaparecido. Sabía a la perfección, en cambio, cuántos paquetes de fideo y latas de atún quedaban en la alacena, cuántas eran las cajas de cartuchos de mi rifle de caza en el cajón de la cómoda, cuántas comidas podría preparar con las garrafas de gas que tenía en el balcón, cuántos litros de agua me quedaba en cada uno de los bidones apilados junto a la heladera. Salía de mi departamento solamente cuando la necesidad apremiaba, y casi siempre durante el día, por una puerta trasera oculta de todo y sin nada encima que llamara la atención de los matones que deambulaban a sus anchas, peinando todas las calles en busca de quién asaltar. El truque se volvió nuestra forma de comercio, y era tal el peligro al que uno se exponía estando parado en la calle que todo negocio se hacía en las sombras más oscuras y los rincones más apartados. En todos las cuadras podía encontrarse alguien que tuviera lo que uno buscaba. Muchos eran sobrevivientes aislados como yo, tratando de maximizar cada migaja de pan, y unos cuantos en cambio habían logrado hacer del comercio en tiempos de crisis una muy rentable dedicación a tiempo completo.
Me vi en la necesidad de aprender a tirar. Tuve una vez la mala suerte de encontrarme con dos malandras en una moto cuando ingresaba al edificio. Me detuvieron a punta de pistola, y se llevaron de mis manos un bidón de veinte litros de agua potable y mis zapatos. Mientras se alejaban, el que iba atrás gatilló, y la bala pasó rozándome la cabeza, arrancando la mitad de mi oreja derecha. Luego de curar y vendar lo que quedaba de lóbulo, subí a visitar a uno de mis vecinos que era adepto a la caza. Hacía tiempo que el edificio estaba de más silencioso. Todo ruido que podía asociarse con la presencia de gente había desaparecido junto con los inquilinos. Forcé la puerta y me pasé la próxima hora revolviendo el departamento abandonado. Volví a mi casa con dos carabinas, varias decenas de cajas de municiones y también toda la comida y el agua que mi vecino no había podido disfrutar. No tardé en comprobar que todos los demás departamentos también estaban abandonados y llenos de provisiones intactas. Era la única persona que quedaba en el edificio.
Atravesé un auto en la entrada principal, y regué todas las salientes y medianeras con vidrio molido. Fabriqué trampas para detectar cualquier intruso, e hice en cada escalera y pasillo una barrera invisible de cuchillos de cocina, anzuelos, y químicos de limpieza. En poco tiempo el edificio era una fortaleza a prueba de saqueo, preparada para recibir una ola de atacantes que, al final y contra todo pronóstico, nunca llegó.
Los días se pasaban lentos y silenciosos. Despertaba con el amanecer y me dormía al caer la noche, y en el medio la vigilia se alternaba entra prácticas de tiro en la terraza y lectura durante la tarde. Me hice la costumbre de tomarme un vaso de whisky cuando el cielo se oscurecía y la tristeza parecía una cosa infinita. Me harté de mi propio departamento y empecé a pasar el tiempo en los de mis vecinos, explorando las vidas que habían dejado atrás y que yo jamás me había interesado en conocer. Revisaba sus pertenencias, sus ropas, sus fotos, las cartas que había ocultado astutamente en rincones insólitos, los papeles importantes insertos en sobres de papel cartón. Con eso me alcanzaba para imaginármelos a todos en vida, aparecidos, sólidos como el sillón en el que estaba recostado pensándolos. Comenzaron a aparecérseme como fantasmas, sentados y serenos en las mesas de sus comedores, me miraban agradeciéndome que mi imaginación los hubiera devuelto un instante a sus casas. Les hacía preguntas, ellos contestaban y devolvían con otra pregunta, y charlábamos horas y horas, hasta que el sol se iba y yo me dormía ahí mismo; entonces ellos iban a acostarse a las camas donde habían pasado un tercio de sus vidas corpóreas, a dormir y a soñar que todavía tenían cuerpos y vidas y que podían sentir los rayos del sol o las gotas de lluvia en la cara. Y cada mañana despertaba en un lugar distinto, acompañado de un fantasma distinto que me preguntaba cómo estaba, que qué tal había dormido y en qué como había soñado, y a veces venía otros fantasmas y nos poníamos a hablar todos juntos del edificio y del trabajo, de los amigos y la familia y de la vida y del amor, hablábamos mucho del amor, y ellos me hablaban de sus novios y novias y amantes y yo invariablemente les contaba siempre sobre Leonor, su manía de escuchar la radio y leer en inglés, sobre su sonrisa, sobre el día en que la había conocido, sobre la primera vez que nos habíamos ido de vacaciones juntos, sobre los proyectos que teníamos y las cosas que íbamos a hacer y todo lo que íbamos a lograr, y los fantasmas al verme la cara de desdichado se me acercaban y me abrazaban con sus cuerpos hechos de aire y me daban palabras de aliento, y pronto dejamos de hablar incluso del amor porque nos acostumbramos demasiado a nuestras propias presencias y al final del invierno ya casi no podíamos ni vernos. Se volvieron de a poco así parte del paisaje, deambulaban de acá para allá por todo el edificio, leían, jugaban a las cartas o tomaban mate o veían incluso la televisión, comenzaron a dormirse cada uno en el cuarto en el que los pillase la noche, a veces se acostaban juntos y terminaban haciendo el amor en silencio y yo los espiaba porque me resultaba algo muy extraño y fascinante que dos (o más) fantasmas hicieran cosa semejante.
Y a veces creo cuando recuerdo ese invierno que algunos de todos ellos no fueron fantasmas en absoluto, sino que verdaderamente estaban allí, con carne, hueso y toda su humanidad, aunque no puedo decirlo a ciencia cierta. No puedo decir si de hecho fue así, o si simplemente me gustaría creer que así había sido. A veces tengo ese sueño tan importante y tan esquivo, con su secuencia de imágenes indescifrables, y siento que si pudiera recordar qué es lo que pasa en él podría resolver esta cuestión y muchas otras; pero es en vano, se desvanece tan pronto como abro los ojos.
Un día decidí que no lo soportaba más. Dejé las carabinas en un sitio del sillón, y bajé lento a la calle, a recibir un hermoso sol que ya anunciaba la llegada de la primavera. Había decidido que no podía vivir con tanta soledad, con tanta locura a cuestas, que no podía vivir rodeado de seres imaginarios, y sin prisa me aventuré en las calles de la ciudad a encontrarme con aquello que tenía que pasar a continuación.
En cualquier momento debería ocurrir algo. Me encontraría con algún matón, o algún fanático, o alguna bala perdida. No me importaba. Anhelaba en lo más profundo detectar cualquier signo de humanidad: una voz, una señal, un balazo, lo que fuera, a esta altura del partido saber que había otras personas era más que suficiente. Estaba mortalmente cansado de sentirme solo. Miraba a las ventanas de los edificios en busca de algún par de ojos, de siluetas, de movimiento. Agucé el oído, pero parecía que lo único que quedaba en la ciudad era el ruido de los pájaros, insólito en este ruidoso hormiguero de cemento y motores.
Los ojos se me fueron llenando de lágrimas al adentrarme en el centro y comprobar que seguía sin haber sonido alguno. Me di cuenta que había estado demasiado tiempo aislado de todo, que todo el mundo había ido desapareciendo a lo largo del invierno mientras yo me mantenía atrincherado en mi fortaleza, atrapado en una red de ficciones que yo mismo había tejido con mi cabeza.
Mis pasos hacían eco lúgubremente en las calles olvidadas, desiertas, llenas de polvo y autos desparramados en todas direcciones, con signos de abandono y violencia. Los hierbajos asomaban tímidamente en cada grieta de las veredas, y el único movimiento era el de los papeles de diario y las hojas secas que había dejado el frío, que, arrastradas por el viento, se iban acumulando en distintos rincones. Ingresé a Plaza Independencia y me paré frente a la Casa de Gobierno con los brazos en lo alto, esperando a ser recibido por una salva de plomo, suplicándole al universo que aún hubiera alguien adentro.
Esperé un minuto. Dos. Tres. Diez. Pero nunca pasó. Ahí tampoco había gente. Entonces una ola de desesperación me sacudió todo el cuerpo, y me encontré de rodillas gritando con toda la potencia de mis pulmones hacia la nada, pidiendo auxilio, rogándole a quien quiera que me oyera que por favor, que se lo suplicaba, contestase. Los alaridos terminaron ahogándose en un torrente de lágrimas, y me quedé solo, quién sabe cuánto tiempo sobre el caliente asfalto, llorando a todo pulmón por la tristeza de saberme el último hombre sobre la Tierra.
Las nubes se desplazaban hacia el norte y el sol de a poco se colocaba en la cima de su trayectoria. Me puse de pie, ensopado todavía en mocos y lágrimas, y decidí, con una enorme resignación en el pecho, que no podría vivir así ni un minuto más, ni aunque fuese a desaparecer mañana mismo. Giré sobre mis talones y miré directo hacia la catedral, rodeada de ofrendas, trapos y velas apagadas, que se extendían como lo hace un manto de flores alrededor del tronco de un árbol. Supuse que un salto desde lo alto de la fachada frontal sería suficiente.
Sin terminar de creer lo que estaba por hacer pero comprendiendo que era lo correcto, me puse en marcha, lento, resistiendo fútilmente, a cada paso, lo inevitable. Me sequé los ojos, y antes de cruzar la esquina, me di una última vuelta para observar detenidamente la plaza. No era el lugar que recordaba. Había escombros y restos de fogatas, muebles, carpas derrumbadas por el desuso, luminarias rotas. La Estatua de la Libertad yacía hecha pedazos a los pies de su pedestal. Esta plaza me era un lugar extraño en el que no quería estar, y esta ciudad también. Suspiré, consternado.
Estaba por continuar, cuando la vi. Por su postura supe que me había estado observando durante largo rato.
En uno de los pocos bancos enteros que quedaban, con un libro sobre las rodillas y una mirada suspicaz, se sentaba una mujer joven de cabello ondulado, de un color marrón crema que recordaba al tono que toma la madera de roble cuando le da el sol. Instantes después supe, y ahora me río a carcajadas al pensar en lo perverso que es el sentido del humor que tiene el destino, que su nombre era Soledad.
VI
Llevaba un vestido verde que le descubría los hombros y le llegaba hasta la mitad del muslo. Era menuda, de brazos y piernas delgadas, más bien baja, pálida, con una cara de contornos suaves cubierta de pecas apenas perceptibles y unos ojos color nuez que parecían poder ver a través de las cosas. Quedamos mirándonos unos breves instantes, ella con suspicacia, yo con confusión, hasta que junté el aire para preguntarle si era de verdad o si estaba imaginándomela. Entonces soltó abruptamente una carcajada, y con la cara súbitamente roja me mostró la sonrisa más hermosa que existió jamás de los jamases en este y todos los mundos. Me dijo que ella creía que sí, que era de verdad, hablando como la caricatura de un inspector de alguna mala película mientras se palmaba un cachete con la punta del dedo índice. Entonces yo me reí, y me di cuenta que tampoco podía acordarme cuándo había sido la última vez de eso.
Soledad comenzó a hacerme preguntas, pero por más que lo intentara, yo no podía lograr que la conversación fluyera. Había perdido la capacidad de hablar con otras personas. Tenía miedo de contarle cosas y de mirarla a la cara, y cuando era mi turno de preguntar me quedaba mudo, sin saber qué decir. Me había olvidado lo difícil que era tratar con gente del mundo real. Entonces se levantó del banco, se sacudió el vestido, y sin dejar de inspeccionarme de arriba a abajo, me dijo que la siguiera. La situación me parecía tan insólita que tardé unos segundos en reaccionar mientras ella se alejaba; de un salto me puse a la par, y caminamos los dos en el inquietante silencio de la ciudad en ruinas, sin decir una palabra.
Cruzamos la plaza y salimos por calle Congreso, por lo que había sido el Paseo de la Patria, un agradable trecho peatonal que había servido de homenaje a nuestra historia y ahora estaba completamente irreconocible, arrasado, demolido. Lo único que le quedaba de peatonal era un pequeño sendero que serpenteaba entre escombros y capillitas olvidadas, tan reducido que tuvimos que caminar uno detrás del otro. Entonces, antes de llegar a la esquina, mientras me concentraba en no pisar vidrios rotos, sentí, como caído del mismísimo cielo, un murmullo de gente. Me detuve en seco. Soledad también se detuvo, y sonrió tímidamente al observarme asimilar la posibilidad de que hubiera aún seres humanos sobre la tierra. Mi corazón se aceleró y mi instinto tomó las riendas. Pasé apenas a su lado y apuré la marcha, siguiendo el sendero sin ver dónde pisaba, ciego a todo lo que me rodeaba, como insecto hacia la luz. Salí a la esquina frente al pequeño parque adyacente a la Casa Histórica, y los vi frente a mí, una treintena de personas entre jóvenes, niños y adultos, sentados en los bancos, jugando con una pelota de fútbol, leyendo, tomando mate, conversando, una visión de una época en la que la gente no desaparecía de la noche a la mañana.
Me quedé ahí parado, completamente inadvertido, asimilando lo que me decían mis ojos incrédulos, y entonces el sabroso aroma del caldo de pollo me llegó directo a las narices desde alguna parte del gentío. Soledad se paró al lado mío y me puso la mano en el hombro al verme cómo se enrojecía la vista por esa felicidad inmensa de saber que no estaba solo y que mi historia no tenía que terminar cómo yo había pensado.
Me tomó de la mano y lento, como se hace con los animales asustados para que nos espanten, me llevó hacia el parque a conocerlos a todos.
VII
Lo que siguieron fueron sin duda los días más felices de mi vida.
Aunque siento una ardiente necesidad de describirlos con justicia, me temo que soy incapaz de hacerlo. No sé qué palabras se usan para describir la felicidad, porque a la felicidad nunca le he buscado una explicación. Puedo describir perfectamente lo que es la tristeza, porque me he encontrado a mí mismo tratando siempre de explicarla, de asignarle causas, de diseccionarla, de separarla por sus partes y luego volver a ponerlas de otra forma a ver si el todo que resulta hace más sentido y causa menos dolor. Pero a la felicidad siempre la he absorbido como un todo homogéneo más allá de cualquier cuestionamiento, como un suceso que es mejor disfrutar tal y como llega y sobre el que no amerita pensar demasiado, y es por ello que hoy me faltan las palabras para decir con detalle cuán inmensa y enormemente feliz fui en esa última época del mundo que conocíamos.
El grupo estaba formado por treinta y siete personas, desde niños de diez u once años hasta un puñado de viejitos de ochenta y pico. No supe nunca de dónde venían, ni a qué se habían dedicado antes, ni el más ínfimo detalle de sus vidas pasadas, porque una regla de fuego era que del pasado no se hablaba. Bastaba mirarlos bien parar saber que casi ninguno de ellos estaba emparentado, y que sin embargo todo funcionaba como en una gran familia, solo que esta estaba hecha de padres por elección, de niños huérfanos, hermanos voluntarios y abuelos por oficio; una gran familia que no miraba hacia atrás ni hacia adelante, sino que se apoyaba siempre en el hoy.
Los días transcurrían mansos y apacibles. Los niños correteaban por todas partes simulando ser policías y ladrones, futbolistas, maestros del escondite o grandes superhéroes. Los jóvenes y adultos habían todos encontrado maneras de olvidarse de la peste refugiándose en los deportes improvisados, los libros, las artesanías, la escritura, el dibujo, la escultura, el arte o la simple manía de desarmar y rearmar aparatos electrónicos. La ciudad abandonada era un gran patio de juegos en el que cada uno podía dedicarse a lo que quisiera. La hora de la cena era el momento de encuentro entre todos, y era la única circunstancia en la que podía saberse a ciencia cierta si alguien había desaparecido durante la noche anterior.
La primera vez que presencié tal anuncio fue a los pocos días de llegar. De a poco me estaba familiarizando con el grupo y su filosofía de vida, y aún me sentía del todo integrado. Un hombre corpulento de rostro regordete y bondadoso se puso de pie con expresión solemne y anunció con calma que alguien que yo no había llegado a conocer no había sido visto durante el día, y que “podía presumirse que había partido”. La noche estaba iluminada por el alumbrado público, que de algún modo esta gente se había ingeniado para hacer funcionar, y el silencio subsiguiente pareció de algún modo emerger de las luces mismas de los faroles. Sin darme cuenta, mi mano se cerró sobre la de Soledad, y la palma de su otra mano vino a aterrizar sobre el dorso de la mía para reconfortarla. Esperaba una escena de llantos y preguntas, de negación lastimera y rostros desolados, pero solo hubo un breve silencio, un brindis por el desaparecido, un par de abrazos reconfortantes, y la comida siguió como si nada.
No tenía sentido seguir sufriendo, me dijo Soledad. Ella, como todos los miembros de la familia, de algún modo había llegado a hacer las paces con lo inevitable de la peste, y cada nueva desaparición no era una razón para mortificarse, sino un recordatorio de lo poco que nos quedaba en esta vida y de cuánto había que aprovecharla. Era una lógica tan llena de valentía que me sobrepasaba completamente. “Me gusta pensar,” me dijo en las sombras la primera en que dormimos juntos, “que todos los que ya se han ido están en otra parte, nos están esperando. Y que el día que lleguemos nos van a recibir riéndose de cómo alguna vez tuvimos tanto miedo.” Iba a decirle que era normal que uno se inventara cualquier cuento para dormir tranquilo, pero antes me plantó un beso en los labios y se dio media vuelta, diciendo hasta mañana. Me quedé mudo en la oscuridad.
Me dejé llevar. No mucho después me encontré sentado en un banco junto a la Casa Histórica, escribiendo cosas a las que nunca dediqué tiempo en un cuaderno en blanco sobre mis piernas cruzadas, a la sombra de la frondosidad de un árbol, rodeado de gente que había llegado a querer de un modo muy especial y que seguía con lo suyo como si la vida no se hubiera jamás detenido. El cielo era tan prístino que podían verse bandadas de pájaros a cientos de kilómetros de altura surcarlo de lado a lado. El aire era fresco y puro, sin ese olor a humo de la ciudad, y el sol brillaba sin abrasar, tibiamente, como si supiera que brillaba para los últimos habitantes esta tierra y no quisiera molestarlos. No sabía qué hora era, ni qué día era, ni cuánto tiempo había pasado desde el encierro, ya tan lejano que yo hubiera dicho un siglo. Y entonces Soledad apareció por una esquina, me miró y sonrió, y sentí cómo la felicidad, la inmensa felicidad, me sacudía todo el cuerpo, y mirando a las ramas del árbol tan hermoso bajo el cual me sentaba agradecí en voz baja estar ahí y en ese momento y en ninguna otra parte, y no pude evitar que me rodara una lágrima por la mejilla al darme cuenta en dónde había estado y dónde me encontraba ahora, y cuando Soledad me tomó de la mano y me llevó a caminar por la ciudad fantasma como hacíamos todas las tardes tuve también miedo, porque sabía que una situación como esta, un momento como este, en que la felicidad ya no cabe en el cuerpo y se desborda por los ojos y las orejas y la boca y las narices y las hendiduras de las uñas e invade todo y se refleja en todas partes como cuando un rayo de sol entra a un cuarto lleno de espejos, un momento así no podía durar para siempre.
Yo y Soledad creamos nuestro pequeño cosmos. Tomamos un cuarto nuevo en el edificio donde dormía la familia, y lo convertimos en nuestro refugio personal, nuestra guarida de confidencias. Las mañanas desayunábamos juntos, y ella se iba a leer a alguna parte y yo me quedaba con la familia ayudando en lo que hiciera falta. Después de la hora del almuerzo me sentaba a escribir y al rato ella venía a buscarme y nos íbamos a patear el asfalto, siempre a un lugar diferente, y nos tirábamos en el medio de alguna calle sombreada y hablábamos de sueños y deseos, de miedos, de ideas. A veces dormíamos, otras simplemente nos sentábamos en silencio a escuchar los pájaros, y hacíamos mucho el amor, ya fuere ahí mismo sobre el polvo del asfalto abandonado, o dentro de algún local, o sobre el capot de un auto si el sol no lo había calentado demasiado, o en medio de la calle como dos exhibicionistas desesperados, o en cualquier otro lugar en donde nos sorprendiera el deseo, acostados, sentados, de pie o como nos pintara el humor y nos diera la flexibilidad del cuerpo, y todo siempre terminaba en risas, chistes, miradas cómplices. Y luego volvíamos despacio hasta el Paseo de la Independencia, jugueteando entre los restos de la civilización, cantando a viva voz para el eco de las calles vacías, fundiéndonos de vez en cuando en abrazos llenos de calor, y pasábamos el resto de la tarde con la familia entre mates y charla, y finalmente nos dormíamos en nuestro pequeño búnker sabiendo que todo volvería a empezar, y nos decíamos con solo mirarnos que ninguno de los dos hubiera querido esperar la evaporación de ninguna otra forma.
Y el tiempo pasó sin que me diera cuenta, en una realidad que era un eterno presente, y llegué incluso a veces a cuestionarme si no habría yo ya desaparecido hacía rato y esto no era sino la especie de paraíso al que llegábamos los evaporados que lo habíamos pasado lo suficientemente mal en vida tangible. Pero cada nueva desaparición era un recordatorio de la verdad – la familia de a poco iba achicándose, reduciéndose, silenciándose. Nuestro pequeño edén iba deteriorándose sin que pudiéramos hacer nada, sumiéndonos en una desesperación muda que se nutría de cada nueva puesta de sol. Y un día, cuando las hojas de los árboles volvían de a poco a tomar color, el tiempo era más fresco y los días se acortaban, nos despertamos yo y Soledad para darnos cuenta que éramos las últimas dos personas que quedaban.
VII
Los primeros días del otoño los anticipé como los últimos de esa aventura. Nos pasábamos todo el día juntos, sabiendo que el afecto que nos guardábamos había quedado irreversiblemente manchado por el miedo a ser los próximos. Hacíamos lo posible para olvidarlo. Inventábamos historias, con más creatividad y avidez que antes, sobre lo que le pasaba a los evaporados, y lográbamos sobrellevar la situación, darnos una endeble sensación de seguridad que se disolvía completamente el caer la noche. Nos decíamos hasta mañana simulando que estaba todo en orden, y dormíamos fuertemente abrazados, en un intento infantil y desesperado de vencer a la tenebrosa fuerza de la peste.
Me levanté, medio dormido, una madrugada, con las piernas congeladas. Había refrescado mucho durante la noche y el calor de nuestra guarida se había fugado por la ventana. La cerré y me froté las piernas, pensando de nuevo en ese sueño tan importante que acababa de escapárseme entre los párpados por enésima vez. Y de pronto me di cuenta, como si me hubieran dado un baldazo de agua fría, que mis brazos dormidos solo habían estado abrazando aire. Me arrodillé junto a la cama, y solo atiné a contemplar el espacio vacío. Afuera el cielo estaba de un gris implacable, y soplaba un viento que auguraba tormenta.
Comí algo, me abrigué debidamente, y salí a la calle. Me fui hasta Plaza Independencia, caminando lento, y me senté en un banco a dejarme seducir por el viento y contemplar el ocaso del mundo. Soledad estaba en un lugar mejor, pensé. Habíamos anticipado tanto este momento que ahora que estaba acá ya no podía sentir otra cosa que no fuera resignación. La profecía se cumplía sin sorpresas ni sobresaltos. Resoplé, desilusionado.
No tardé en darme cuenta que lo que hacía realmente ahí, bajo ese cielo de plomo, era esperar yo también desaparecer. Pensé que lo peor que podía pasarme de ahora en más era que mi permanencia en esta vida palpable se alargara. La sola idea me agotaba. No sabía qué haría con tanto tiempo en mis manos, no sabía cómo pasaría el tiempo sin Soledad. No podía volver a estar solo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me levanté de un salto, y volví a la guarida mientras caían las primeras gotas de lluvia.
Me senté de su borde de la cama, sintiendo la lluvia tronar contra los techos de chapa de la ciudad. La realidad había perdido color. No me sentía una persona, sino más bien un ente que había sido parcialmente vaciado, estaba suspendido en el aire como una partícula de polvo a la deriva. Sin saber por qué me puse a revolver la mesa de luz de Soledad. Había un montón de papeles ilegibles, y pequeñas cosas que ella recogía y guardaba como amuletos. Entré al baño, prendí la luz, y me lavé la cara. Me miré al espejo y era como mirar a un tipo extraño, a un desconocido. Cuando me dispuse a salir, pateé sin querer el papelero, y su contenido salió despedido en dirección a la puerta.
Entonces lo vi. Una pieza de plástico blanco, alargada, que parecía un termómetro. Lo tomé. El signo positivo parecía tener brillo propio. Tardé unos segundos en darme cuenta, y luego, la mano sobre la boca, me senté de su lado de la cama, y rompí en llanto, lloré como nunca había jamás llorado.
Deseé con todas mis fuerzas que hubiéramos estado en otra parte, que las cosas hubieran sido distintas. Quizás, antes, si me la hubiera cruzado en el colectivo, o en el trabajo, o en una fiesta con amigos, o en cualquier otra parte, quizá hoy mi pasado habría sido distinto. Quizá hubiéramos formado una familia, hubiéramos tenido proyectos, hubiéramos hecho algo más que sólo esperar a que la inmunda peste se llevara todo. Supe que había comenzado a extrañarla antes que desapareciera, que había aprendido hacía tiempo que cuando una persona se esfuma para siempre se van consigo también su sonrisa y su mirada, sus gestos y su forma de hablar, sus manías y sus sueños, sus miedos y su coraje, todos sus mundos imaginarios y las lecciones que le quedan por dar, y toda su potencialidad y todo su futuro, se liquida todo lo que puede ser, y sólo quedan un puñado de memorias estancadas en el tiempo, una vida muerta que no puede ser más de lo que ya es y que al cabo de un tiempo será olvidada para siempre, inconclusa. Pero el destino, el curso de las cosas, sigue un capricho que no hace sino burlarse de todos y de todo y hacernos danzar siempre a un ritmo que casi nunca nos queda bien. Me tiré ahí mismo, ahogándome en mi miseria, tomé su almohada, empapada en su perfume, y la abracé como si se tratara de ella hasta que el llanto drenó todas mis fuerzas.
Y de esto han pasado ya varios días.
Voy al banco de la plaza siempre, a ese sitio donde la vi por primera vez. Hace frío, así que me llevo un buzo y una chaqueta, y a veces una bufanda. Me siento y tomo el cuaderno y me pongo a escribir, y cada tanto dejo el cuaderno de lado y simplemente observo esa ciudad que no está vacía de gente solamente porque acá estoy yo. Reflexiono. Pienso en mi vida pasada, en los estragos de la peste, en mi familia y amigos, en Soledad, en Leonor. Pienso en qué hubiera pasado si se hubieran conocido, y esto me hace reír un poco. No se habrían caído bien. Me digo todo lo que podría haber sido distinto, y se me ocurre que las personas no somos sino hojas a la deriva, arrastradas por un viento que rara vez las lleva donde quieren. La vida no es sino una eterna sinusoide en la que se alternan la dicha y el duelo, la paz y la guerra, la salud y la peste. No tenemos otra alternativa que aprender a lidiar sus caprichosas oscilaciones y hacer lo mejor posible con lo que nos toca
Ayer mientras el viento soplaba y me disponía a volver vi entrar por una de las esquinas una gran bestia. Pensé con toda calma en un primer momento que las alucinaciones habían regresado, hasta que el animal se me acercó sin pudor, y comenzó a olfatearme las puntas de los pies. Era un felino enorme, supongo que un puma, con pelaje pardo y dos ojos color ámbar que me paralizaron en mi sitio. Me enseñó los colmillos y siguió su camino, dándome a entender que este nuevo mundo le pertenecía y que no estaba dispuesto a negociar ni una miga. De pronto todo lo que tuve en la cabeza era la imagen de todas las calles, avenidas, bulevares, y plazas del mundo siendo invadidas por la el salvajismo libre y primitivo que habían mantenido alejado durante siglos. Primero fueron las plantas, ahora eran los animales. Comprendí que todo continuaba, aún sin las personas, y se me ocurrió vagamente que quizá algún día todos los desaparecidos se materializarán de nuevo, con la misma espontaneidad y carencia de explicaciones con que se habían evaporado.
Fue entonces que decidí escribir este texto, para que si alguna vez alguien vuelve del vapor, pueda encontrarlas y saber cómo fue todo, y quizá hacer algo para evitar que pase de nuevo. Y para decirle a Soledad que agradezco no haber abierto la boca esa primera noche, no haber pecado de cínico y perverso, porque hoy yo lo creo. Creo en que decirnos lo que hace falta, creernos nuestras propias historias con tal de no bajar los brazos, es una forma de seguir adelante, una forma de valientes, bien a tu estilo. La fachada de la catedral no me seduce ni los fantasmas me persiguen, porque en mi ser solo cabe la esperanza de encontrarte al otro lado del vapor, esperándome con tu sonrisa burlona para ir a caminar y de nuevo tirarnos a matar el tiempo en algún lugar fresco y sombreado.
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allrisingsunset · 7 years
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                   San Francisco, California.                Fragmento recuperado de 1988.                  𝐓𝐡𝐞 𝐉𝐨𝐮𝐫𝐧𝐚𝐥𝐢𝐬𝐭 𝐚𝐧𝐝 𝐭𝐡𝐞 𝐌𝐮𝐫𝐝𝐞𝐫𝐞𝐫           𝐉𝐮𝐬𝐭 𝐚 𝐠𝐥𝐢𝐦𝐩𝐬𝐞   «Jim Moriarty. Hi. {no reaction}. Jim? Jim from the hospital? Huh. Did I really make such a fleeting impression? But then I suppose that was rather the point. Don’t be silly. Someone else is holding the rifle. I don’t like getting my hands dirty. I’ve given you a glimpse, Sherlock—just a teensy glimpse—of what I’ve got going on out there in the big bad world. I’m a specialist, you see. Like you.»                  —Moriarty From Sherlock.        ━━━━━━━◦┊❈┊◦━━━━━━━             La lluvia caía pesadamente, repiqueteando en las tejas del techo de aquel edificio de la universidad de San Francisco. El joven estudiante de medicina caminaba a un lado de su novia, con las manos entrelazadas mientras ella sonreía de manera radiante, sabiéndose ganadora, pues su pareja tenía fama de no ceder tan fácil y quién lo diría: ¡Ella de todo el mundo lo había conseguido! No podía sentirse más plagada de sí misma, bueno tal vez sí, si lograra conseguir el puesto de editora en jefa, su vida sería sencillamente perfecta.    Mientras él abría la puerta para de la oficina para ella, Astrid entraba con todo el orgullo que sus estrechos hombros podían cargar sobre ellos. El moreno no tardó mucho tiempo en seguirla, adentrándose ambos en aquel recinto hasta que llegaron a lo que sería el escritorio de la estudiante de periodismo, se encontraban en las instalaciones proporcionadas para el periódico de la universidad, hacía un mes que habían regresado a clases y la actividad en aquel lugar era ligeramente frenética, el periódico se imprimiría en pocas horas y no estaba listo.    La muchacha se fijó en la distante figura de Lucas Dolan, observando el encapotado cielo, perdido en su mundo, como desde que habían vuelto de las vacaciones de verano… incluso ligeramente antes de esto, desde que Mary había desaparecido. Aquel era pareja de su amiga Michelle y tenía el deber de vigilarlo para ver si se encontraba bien, su amiga se preocupaba bastante por el muchacho, nunca había lucido tan retraído. «Ah, el amor…» pensó con cierta melancolía, observando con anhelo a su pareja quien le sonreía al notar su mirada… Una fabulosa idea se la había ocurrido ¡Astrid era tan genial! Debería darse palmaditas a sí misma en la espalda por lo mismo, pero podrían esperar, antes se pondría manos a la obra.    —Jules, quiero que conozcas a alguien, seguramente podrías ayudarme a animar al novio de Michelle ¿Te acuerdas de ella? —preguntó al alto, sonriendo más amplio al escuchar su afirmación, tenían saliendo desde el comienzo del verano y por supuesto que ella ya le había presentado a cada uno de sus amigos, Julian siendo tan amable y sociable, no había tardado mucho tiempo en llevarse bien con cada uno de ellos, lástima que Astrid no fuera lo suficientemente inteligente para notar la fachada, nadie lo hacía, nunca.    El plan estaba yendo a la perfección, a Murdock no le costó mucho trabajo elegir al conducto, ella sería la coartada perfecta para acercarse a su objeto de estudio, para medir las reacciones de Dolan sin que él sospechara nada de su acercamiento tan inesperado y repentino… no había vínculo alguno que los uniese, aunque él no tardó mucho en remediar aquello. Para conseguir información del periódico, ya hacía tiempo que se habían inmiscuido entre las sabanas de Astrid, comenzar algo más serio con ella fue cosa de mostrar interés, de estudiarla y adecuarse a la clase de chico que ella tanto añoraba ¿Qué acaso las mujeres tenían que ser tan fáciles siempre?    —Julian Murdock, un gusto —saludó al contrario con la máscara perfectamente ensayada de amabilidad, su «novia» lo había introducido como su pareja, incluso había dado datos innecesarios de su vida personal, pero así era aquella. —Espero que podamos ser buenos amigos —prosiguió con fingida sinceridad, a él no le interesaban sus sujetos de estudio más allá de lo necesario, tampoco tenía amigos, sólo colegas, pero ninguno había estado a la altura nunca, ah, aburridos, tan aburridos.    Luego de un intercambio torpe de palabras y una última mirada a Lucas, Julian regresó al encuentro de su pareja, volviendo a su escritorio mientras mentalmente repasaba los signos vitales que había sido capaz de percibir en el mayor, no necesitaba anotarlos, pues gozaba de una memoria fotográfica, armar expedientes y realizar grabaciones era por el simple gusto de hacerlo, le daba placer tener pruebas de su trabajo.    Correspondió al beso que Astrid había presionado sobre sus labios mientras se ponía de puntitas para alcanzarlo, los parpados de la chica estaban cerrados, disfrutando el momento, mientras los suyos estaban abiertos, su mente recopilando los datos obtenidos; el pulso errático, las ojeras pronunciadas, la mirada perdida, los claros síntomas de ansiedad, la manera en la que sus pupilas se dilataban… no había duda, él estaba listo para recibir otro mensaje, estaba reaccionando justamente como necesitaba ¿Lograría descifrar lo siguiente? La prueba de que, si valía la pena o no, apenas estaba comenzando, por fin las cosas se pondrían lo suficientemente interesantes… vaya.
Luc Dolan
  Contar las horas que había logrado dormir en los últimos días sería una labor deprimente. Era de admitirse que la condición mental de Lucas estaba deteriorándose ante la mirada de todos, sin embargo, aquel detalle pasaba desapercibido fácilmente por el usual carácter taciturno del joven periodista. La única que parecía percibir un cambio notorio en Lucas era Michelle, quien había mencionado en varias ocasiones lo distraído que parecía su novio y la poca atención que le prestaba ahora.. Lucas la amaba, estaba claro, pero algo más carcomía su mente para el momento. Algo mucho más oscuro, algo que lo hacía volverse hacia el buzón del periódico de forma casi compulsiva un día tras otro, sin encontrar respuesta alguna de su mensaje. Estudió la posibilidad de haberlo imaginado todo, de haber sacado conjeturas erróneas, basadas en delirios y alucinaciones. Las actividades del asesino habían cesado y la columna no recibió respuesta alguna. Frustrante como podía ser, no lograba desprenderse de la idea; una vez incrustada en su psique, no parecía querer abandonarlo. Ese día en particular, se encontraba reducido a su escritorio en la oficina del periódico universitario, el clima era propicio para centrarse en su escritura. Golpeaba con su lápiz el papel en blanco donde debía terminar para ese mismo día una columna que no lograba completar. Quería seguir escribiéndole a esa figura que tanto lo atormentaba, pero sabía que debía aguardar si no quería ahuyentarlo. Una presencia externa le abstrajo de sus pensamientos, obligándolo a retirarse los audífonos y detener la reproducción del cassette en su reproductor. Una figura familiar apareció en su campo de visión, junto a un chico alto y moreno. —¿Julian Murdock? ¿No fuimos a la escuela secundaria juntos? Matemática avanzada. —cuestionó con vago reconocimiento del chico, intentando ser amable con el novio de Astrid, sin ofrecerle su mano ni levantarse de su asiento, ciertamente Lucas no era muy hábil para interactuar con otros. —Claro, podríamos salir algún día en... ese tipo de citas dobles, Michelle ha estado algo intensa con ello. La chica, por lo que había podido conversar con Michelle, se encontraba más que orgullosa de su nueva relación y cómo culparla. Julian era la antítesis de Lucas por donde pudiera verse la situación. El alto chico gozaba de reconocimiento social desde la secundaria, además de un historial académico intachable y una facilidad casi innata de relacionarse con los demás. Sería extraño para Lucas andar con un chico así, sin duda la cita sería tremendamente aburrida pero suponía que estaba en deuda con su novia por su actitud dispersa. En cuanto los dos jóvenes se alejaron, Lucas los observó de reojo por última vez. Lucían tan despreocupados y a gusto con la compañía del otro. Al volver al papel en blanco, el canadiense se preguntó cuándo fue la última vez que pudo sentirse así con su propia pareja.
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El Mundial que Nunca Fue...
Bajé con paso cansino las escaleras que me traían del despacho del presidente de la AFA. La entrevista con Joaquín Garrido no me había dejado nada. Ni siquiera las novedosas propuestas de la FIFA de dividir los partidos en tres tiempos de treinta minutos o que los empates fueran definidos mediante duelos de pugilato entre los arqueros de ambas escuadras lo habían sacado de sus habituales y poco expresivos monosílabos. Cansado, desanimado y agobiado por los cuarenta grados de temperatura, decidí ir al bar de la Asociación.
El café del lugar era malo, caro y me provocaba acidez pero al menos me haría olvidar lo frustrante del encuentro. Cabreado, colgué el saco en el respaldo de una silla y me saqué la corbata. Mi camisa estaba empapada. Me pregunté por vigésima vez en el día por qué continuaba usando traje para esas entrevistas. Hice una seña al mozo y me senté frente a una de las vitrinas de trofeos ganados por la selección. Me gustaba sentarme allí, en medio de los galardones y polvorientos retratos de los antiguos héroes deportivos a inspirarme, a organizar mis apuntes y a redactar bocetos, mientras añoraba épocas de gloria futbolera. Esa mañana los trofeos yacían sobre una larga mesa y un hombre les pasaba, sin mucho interés, el lustre con un trapo ennegrecido. Me acerqué y pedí permiso para husmear un poco. Frente a mí estaba la réplica de la Copa del Mundo, la Copa América y muchas otras distinciones. Cuando me disponía a volver a mi mesa, mis ojos se detuvieron en una pequeña copa, que reconocí de inmediato. Era una copia de la Jules Rimet, el trofeo que antiguamente se otorgaba al ganador del mundial, que tan cerca estuvimos de ganar en 1930 y Brasil se llevara para siempre en 1970. La levanté y la miré en detalle. Era una verdadera joya de la reproducción que hacía dudar de su autenticidad. Observé que en el frente figuraban cuatro inscripciones. La última, totalmente inverosímil:
 “1930 – Uruguay
1934 – Italia
1938 – Italia
1942 – Argentina”
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  -¿Le gusta? -preguntó una voz a mis espaldas. El lustrador se había acercado al notar mi interés en el trofeo. Transpiraba como un maratonista y me la señalaba con un pucho a medio fumar y una colilla de cinco centímetros aún pegada al cigarrillo- La levantó Mateo Nino en Madrid, en un estadio silencioso y colmado.
-¿De qué me habla? -pregunté tratando de no ser tragado por una nube de humo- En 1942 ni siquiera se jugó el mundial…
-¿Está seguro? Ahí está el trofeo, lo tiene usted en las manos -el hombre me respondió con una carcajada casi diabólica. Después agregó-. Si quiere saber su historia, pregunte por el gallego Carrizo en Maestranza, se va a divertir un rato.
Como tenía tiempo me terminé de un trago el venenoso café y fui a buscar al tipo. Enero es un mes complicado para los cronistas: no hay fútbol, no hay pases, no hay nada que escribir. Decidí prenderle una vela al Carriso ese. A veces las notas surgen en los lugares más inesperados. Me mandaron a la utilería, donde encontré a un hombre de unos setenta años largos, inflando pelotas y ordenando botines y colchonetas. Era muy flaco, estaba completamente pelado y llevaba una barba rala canosa. Dos ojos achinados se movían vivamente en su arrugado rostro.
-Buen día, estoy buscando al Sr. Carrizo -dije.
El hombre levantó la vista y me miró de arriba abajo, desconfiado.
-¿De parte de quien?
-Soy Juan Santibañez, de “Puro Gol” -le dije estrechando su mano dura y cuajada por el trabajo manual-. Estuve mirando los trofeos de la AFA y encontré uno que no conocía. Me dijeron que probablemente el señor Carrizo me pudiera contar su historia.
-¿Y qué trofeo es ese? -preguntó con la voz cascada.
-Una réplica de la Copa Jules Rimmet.
-Mire, yo a usted no lo conozco, pero sí a Carrizo. Es medio desconfiado, ¿sabe? Más que nada porque todo el mundo lo toma de boludo. Y de boludo tiene poco…
-No tengo ninguna intención de burlarme de nadie. Le explico: me mandaron a hacer una entrevista con Joaquín Garrido que, como siempre, me tomó de boludo a mí. Pero el espacio en la revista lo tengo que llenar igual. Si pudiera hablar con Carrizo y me explicara la historia del trofeo, a lo mejor puedo hacer un buen artículo.
-Véngase a eso de las tres de la tarde, que lo va a encontrar. El cuento es largo pero vale la pena así que traiga puchos.
-Pero yo no fumo…
-Tráigalos igual.
Por suerte no tenía reuniones en la redacción ni nada que no pudiera esperar unas horas. Busqué un teléfono público, avisé a la revista y me quedé a comer algo liviano en el centro. Sentía que el café del bar había agravado notablemente mi úlcera. A la hora establecida, volví con un paquete de Jockey. El hombre me esperaba en la puerta.
-¿Trajo lo que le pedí? -me preguntó con un cigarrillo negro en la mano.
Asentí y contesté.
-¿Habló con Carrizo?
-¿Rubios? -rezongó- Algo es algo. Venga conmigo.
Me llevó hasta una pequeña oficina en la planta baja. Se trataba de un cuarto siniestro, no apto para claustrofóbicos, que debió pensarse para depósito porque no tenía ventanas ni ventilación y la luz de la única lámpara del techo era amarilla y deprimente. Había un viejo escritorio, un par de sillas y una cocinita con una pava con agua caliente.
-Venga, mi amigo. Siéntese y alcánceme el paquete -dijo mientras ponía yerba en un mate de lata-. Le advierto que acá el mate se toma amargo…
                                                        ***
 Era un lluvioso día de mediados de junio de 1942 cuando el vapor “Aurora” comenzó las maniobras para atracar en el puerto de Barcelona, luego de casi treinta días de ajetreado viaje desde Buenos Aires. Desde la baranda de un pasillo a metros de su camarote, Mateo Nino, mediocampista defensivo y capitán de la selección argentina, respiró aliviado. Su voluminoso cuerpo de un metro ochenta, algo pasado de peso, se aferraba al balcón de madera expectante. Nunca le había gustado el mar. Su fobia a cualquier cosa que flotara se remitía a su adolescencia en Apóstoles, Misiones, cuando en su afán por espiar a una polaca de sinuosas curvas de la colonia cercana mientras se bañaba a orillas del lago Rosamonte, cayó pesadamente y casi se ahoga. Desde allí, evitaba cualquier medio de transporte que se desplazara sobre las aguas. El viaje transatlántico, rico en tormentas y alertas por submarinos alemanes, no había ayudado en nada a que cambiara de opinión al respecto. Y la caída de uno de los marineros al oscuro océano, tampoco…
Nino admiró la rambla de la ciudad y reflexionó. Hacía casi dos meses que el Presidente de la Nación Roberto Ortiz le había mandado llamar a la Quinta de Olivos. ¿Qué podía querer el primer mandatario de un simple futbolista? Contra todas las expectativas -la guerra mundial se devoraba a Europa desde Francia hasta Rusia- se estaba organizado la copa del mundo de 1942. El mundial se jugaría en España ya que el Generalísimo Franco quería levantarle la moral a su país, arrasado por la guerra civil pero con buenos estadios en pié. Sólo participarían en el mismo los países neutrales al conflicto. Sin embargo, la Asociación de Football Argentino había decidido no asistir alegando que la FIFA se había negado a que el mundial del ’38 se jugara en el país.
-Eso a mí, sinceramente, me importa un pomo-había afirmado el Presidente, enfermo de diabetes y malhumorado-. Ni el mundial, ni el football me interesan. Son deportes para la gilada. Yo soy burrero de alma. Me gustan el polo y las carreras. River y Boca me dan igual. Para mí el único club es el Jockey… Pero yo necesito que la Argentina participe. Y lo hará, con o sin el apoyo de la AFA…
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El presidente Ortiz estaba convencido que era preciso declarar la guerra a Alemania pero las fuertes presiones de los militares y de ciertos sectores sociales y políticos, le obligaban a mantenerse de brazos cruzados. Eso cambiaría si se desatara un escándalo lo suficientemente espeso como para hacer insostenible la neutralidad. Sacar a la luz la intensa actividad de espionaje del Eje en Argentina podría ser la excusa perfecta pero necesitaba información fiable relativa a contactos, actividades y centros de reunión. Estando en España, un agente podría contactarle y pasarle la preciada información, que Nino traería a la Argentina. En el plan del presidente, Nino sería el capitán de una selección de jugadores semiprofesionales y del ascenso dirigida por José Pastori, un italiano que dirigía a Tigre.
-¿Quién desconfiaría de un pobre tipo como usted? Si es casi un analfabeto, con todo respeto se lo digo, señor Nino -remató Ortiz, casi comprensivo.
Su nombre había surgido por recomendación de un buen amigo de Ortiz, que era miembro de la Comisión Directiva de Platense, donde jugaba Nino. Había dos razones para que él fuera el mejor candidato. Por un lado, era virgen en materia política: nadie lo conocía y era ajeno al gobierno. Por el otro, era un hombre valiente: luego de perder por goleada un partido con Atlanta, algunos simpatizantes del calamar se habían acercado hasta el vestuario para darle al arquero una paliza ejemplificadora. Cuando media docena de malvivientes se abalanzó sobre el guardametas, el misionero intervino y, haciendo valer sus puños frente a palos y cuchillos, noqueó uno a uno a los agresores e hizo huir a los demás. A partir de allí, se acabaron las bravuconadas en el club y le dieron la cinta de capitán.
Nino encendió un nuevo cigarrillo mientras seguía con la vista el vuelo de una gaviota. La política no le interesaba. No solo no había votado a Ortiz sino que ni siquiera sabía a quien lo había hecho: cada vez que había elecciones, el presidente del club levantaba los documentos de todos y se los devolvía al día siguiente a cambio de una prima. Pero no podía desairar al Presidente. Además, era realista: tanto él como sus compañeros eran jugadores de segundo nivel y no tendrían otra oportunidad de jugar en la selección, y menos todavía, en un mundial. Una voz interrumpió sus pensamientos.
-¡Nino! -llamó Vicente Malavolta, uno de sus compañeros, con quien compartía el camarote. Jugaba de puntero izquierdo en Tigre y a pesar de tener una pierna más corta que la otra (tal vez gracias a ello), se las había ingeniado para meter veinte goles en el campeonato anterior-. Dice el DT que tenemos un rato, antes de desembarcar, para hacer ejercicios en cubierta. Asíque, largá el pucho y vamos…
  Los diez países participantes estaban divididos en dos grupos y se estableció que los dos primeros de cada zona clasificarían a semifinales. Los partidos se jugarían en distintos estadios de toda España, pero la final se haría en Madrid. En el Grupo “A” estaban Argentina, Brasil, Francia (de Vichy), Perú y Portugal. En el otro grupo, Chile, España, Suecia, Suiza y Uruguay. El 25 de junio, empezó el mundial con el partido entre la selección local y Suecia en el abarrotado estadio Chamartín de Madrid. El generalísimo Franco estuvo presente con su figura regordeta enfundada en su traje de gala y encabezó el desfile que, según las crónicas, empezó en el Museo del Jamón en la Plaza Mayor y culminó en el centro del campo de juego del Chamartín. Allí después de lanzar miradas amenazantes a su edecán, entonó a todo pulmón “Cara al Sol” con toda la afición. El seleccionado español utilizó una camisa azul falangista (la tradicional casaca roja había sido prohibida, sospechosa de republicana y comunista) y sorprendió al vapulear a los escandinavos por un contundente 5-0, con tres goles de un jovencísimo Telmo Zarra. Mientras tanto, Uruguay venció a Chile en Bilbao en lo que la prensa denominó “la Batalla de San Mamés”. El encuentro terminó con cinco jugadores hospitalizados por quebraduras más o menos graves, entre ellas, la fractura de tibia y peroné del arquero uruguayo, a quien un delantero chileno le saltó encima.
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En el otro grupo, Brasil, liderado por el experimentado Leônidas da Silva -el Diamante Negro-, le ganó a Perú por tres a uno en el Estadio del Velódromo de Huelva. Leônidas, buscaba revancha luego de que Brasil perdiera en semifinales el mundial de Francia porque el entrenador (Ademar Pimienta) lo había dejado en el banco para “preservarlo” para la final. El morocho estuvo imparable y marcó los tres tantos de su equipo.
En cuanto a la Argentina, debutó contra la Francia de Vichy en el Camp Le Corts del Club Barcelona, ciudad donde jugaría todos sus partidos. En el palco estuvo presente un representante del Mariscal Pétain y en lugar de la Marsellesa se entonó “Maréchal, nous voila”, el himno de Vichy, mientras el equipo -y buena parte del público- saludaba a los galos con la mano derecha en alto.
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El seleccionado francés -debido a las deserciones a causa de la guerra y a las depuraciones del régimen- estaba compuesto por jugadores amateurs y la Argentina se impuso por un rotundo 8 a 1, con tres goles del Tano Malavolta. El equipo de Vichy se despidió del campo abucheado e insultado por su propia tribuna. Pocos días después, durante el viaje de regreso a Francia, fueron emboscados por partisanos franceses a la salida de los pirineos y el ómnibus en el que viajaban fue acribillado. El mundo leyó horrorizado la noticia de que el Mariscal Petain había exhumado con honores los cuerpos de todos los integrantes del seleccionado… con sus partes viriles brutalmente seccionadas. A pesar de los esfuerzos realizados, nunca recobraron los testículos faltantes.
El segundo partido de la Argentina fue contra los portugueses, a quienes vencieron por cuatro goles. Malavolta volvió a gritar y quedó tercero en la tabla de goleadores, por detrás de Zarra y del Diamante Negro, que había marcado tres goles en la victoria sobre Francia. Mientras tanto, España había goleado a Suiza y el país entero había vuelto a vestirse de azul. El Generalísimo felicitó a los paladines nacionales y prometió que la copa se quedaría en casa. Los medios de prensa españoles catalogaron como favorita, por supuesto, a la selección local pero Argentina, Brasil y Uruguay habían ganado todos sus partidos y se perfilaban como los grandes rivales del equipo europeo.
  Los jugadores argentinos se alojaron en un viejo hotel que a duras penas se mantenía de pie y que había sido un cuartel republicano durante la guerra. El conserje les había dicho como dato anecdótico que en su frente habíanse fusilado, primero a varias decenas de oficiales nacionales y luego, a milicianos comunistas y anarquistas. Para finalizar, había comentado con cierta morbosa complicidad, que Nino tendría el dudoso privilegio de dormir en el cuarto que donde se había castigado y torturado a los prisioneros de ambos bandos.
Nino entró con paso cansino al hotel y clavó su mirada en un reloj de pared que colgaba en el corredor. Tenía la cara del generalísimo y las manecillas que marcaban la hora eran sus bigotes. Eran casi de las ocho de la noche y se escuchaba la música de un oscuro burdel cercano, frecuentado por prostitutas, borrachos y marineros de paso. Los jugadores argentinos habían tenido la tarde libre luego de haber vencido esa mañana a Perú por dos goles y Nino había salido a caminar. Las huellas del reciente conflicto eran visibles por todos lados, a pesar de los esfuerzos del gobierno de Franco por reconstruir las ciudades. Las calles estaban inundadas por ex combatientes y civiles mutilados, muchos de ellos sin ninguna ocupación, que vagaban sin destino, mendigando por una peseta o un pitillo. La pesadumbre general por la guerra, sin embargo, estaba oculta debajo de los colores de España y el azul de la falange que, junto con los retratos de Franco y José Antonio, se dejaban ver hasta el ridículo, en todas las ventanas y vidrieras de los negocios. La ilusión con el equipo nacional era grande y nadie pensaba en un resultado que no fuera campeonar. Cuando Nino se encaminaba a la escalera, el conserje se le acercó con pasos cortos y rápidos.
-Señor, señor. Tiene un mensaje.
Nino tomó el pequeño sobre que el conserje le tendió y se lo guardó en el bolsillo con movimientos torpes y nerviosos, mirando a un lado y a otro. Sintió en el estómago el mismo vacío que lo había perforado dos años antes, al haber metido de cabeza el gol en contra que había condenado a Platense al descenso. Corrió al primer piso y abrió la puerta de su habitación para toparse con el Tano Malavolta que preparaba un mate. Sin decir una palabra, dejó su boina a un costado de la cama y se encerró en el baño. Allí, en silencio, abrió el sobrecito y extrajo un papel doblado y escrito con letra manuscrita torpe y difícil de entender.
 Esta noche en el burdel. Maribel.
 Hizo un bollito con la escueta misiva y se la guardó silenciosamente en un bolsillo. Salió del baño y tomó el amargo que le tendió Malavolta. Sería difícil escabullirse sin que su compañero lo supiera.
-Tanito, vámonos de juerga.
-¿Qué te agarró, Nino? -preguntó el delantero. Se había puesto a jugar con una navaja, con la que se cortaba las uñas de la mano.
-No sé. Tenemos el bulín ese, ahí al lado y no nos escapamos ni una noche… Vamos a dar una vuelta
La cara de Malavolta se iluminó.
-Es la primera vez que te oigo decir algo así. ¿Y Pastori? ¿Y los muchachos? Si se enteran que fuimos sólos, se va a armar quilombo…
-No. No hay que decir nada. Después les contamos y, en todo caso, que se sumen a la próxima. A Pastori, lo esquivamos y chau.
-Va bene -asintió Malavolta entusiasmado-. ¿A qué hora salimos?
-Cuando todo el mundo apolille.
Pocas horas más tarde, los dos jugadores vestidos con ropa oscura y poco llamativa se escurrieron por la ventana del cuarto que daba a un costado del edificio. Cayeron a una terraza y de ahí a un baldío que daba a la calle de atrás. Allí esperaron un rato, ya que les pareció que el DT Pastori los espiaba desde la ventana de la habitación contigua. Cuando estuvieron seguros de que no había nadie, se deslizaron por las sombras, esquivando faroles y ojos indiscretos hasta rodear la manzana y llegar a la esquina del burdel. Esperaron que los guardias civiles salieran a dar la ronda y se lanzaron a la puerta. El lugar era oscuro, iluminado por algunas velas y la atmósfera era muy espesa debido al humo de los cigarrillos y a los gritos de los borrachos.
-Nos vemos después. Por mí, no te apures, je, je… -anunció el Tano, saludando con la mano, antes de perderse entre la multitud.
Las mujeres daban vueltas sirviendo tragos y hablando con la clientela. En un costado, tres hombres extremadamente flacos tocaban una guitarra y cantaban canciones alegres. Una mujer de unos cincuenta años se le acercó.
-Estoy buscando a Maribel… -dijo Nino un tanto intimidado.
Sin prestarle demasiada atención, la gruesa mujer hizo una seña para que la siguiera. Nino acompañó a la mujer hasta otro salón, abarrotado de parroquianos y tomó por un brazo a una chica que se encontraba de espaldas.
-Te buscan, niña.
Maribel giró y miró detenidamente a Nino. El futbolista sintió un súbito calor al ver el colorido vestido escotado y los sensuales hombros descubiertos de la muchacha. Sus labios estaban pintados de rojo furioso y tenía los dientes delanteros algo separados. Sus ojos eran oscuros y el cabello, desordenado y negro como la noche. La madama se retiró y Maribel tomó a Nino de la mano.
-Vamos, guapo -su voz era suave pero firme.
Nino se dejó conducir por la muchacha hasta una escalera. Subieron al primer piso y los sonidos de la multitud quedaron atrás. Entraron a un cuarto a oscuras. La chica sentó a Nino sobre la cama.
-Antes que… -empezó a decir Nino.
La muchacha hizo un gesto de silencio y cerró las cortinas de la habitación. Encendió una vela y la colocó en un rincón, lejos de Nino. Luego se sentó a su lado y nuevamente clavó en él su profunda mirada. El jugador le entregó la notita.
-Me dijeron que preguntara por usted -dijo tropezando con sus propias palabras.
-Entonces debe estar buscándome a mí -completó una voz gruesa que venía desde el cambiador. Su acento no era español sino criollo. Un hombre de unos cincuenta años se acercó desde las penumbras-. ¿Ha venido solo?
-Con un compañero del equipo -contestó Nino.
El hombre hizo una seña a Maribel, que ágil como un felino, se lanzó a la puerta del dormitorio y espió hacia fuera.
-¿Está usted loco? ¿No termina de entender la importancia de todo esto y el peligro que corre, verdad?
-Es un amigo. Lo conozco bien…
-¿Amigo? Mi mejor amigo intentó apuñalarme con un punzón en la primaria luego de perder contra mí un “pan y queso” por las semifinales de un torneo infantil. No se puede confiar en nadie. De hecho, usted tampoco puede confiar en mí… Ni yo en usted. ¿Cómo puedo saber que no es una trampa para descubrirme? Es demasiado inocente para este trabajo -le dijo el desconocido. Luego encendió un cigarrillo y miró a Maribel, que negó con la cabeza-… Tengo información para darle. Me pondré en contacto con usted en los próximos días. Hasta entonces, cuídese. Le están vigilando…
El misterioso desconocido se acercó y le tendió la mano. Al hacerlo, un halo de luz se filtró por la puerta y le iluminó parcialmente el rostro. Era moreno, con un fino bigote negro. Sus ojos eran oscuros y estaba peinado hacia atrás con fijador. Nino creyó reconocer a alguien. En ese instante, se escuchó un estruendo y gritos que provenían de la planta baja. Maribel se asomó nuevamente a la puerta.
-¡Fuera todos, que estamos de inspección! -sonó la imperativa voz de un capitán de la Guardia Civil.
-Le están buscando a usted -dijo el desconocido. Luego señaló el vestidor-. Alguien le denunció. Maribel los entretendrá. Salga por allí.
Nino se levantó rápidamente y entró al cuartito mientras sentía los pesados pasos de los guardias subiendo las escaleras para revisar los cuartos. Encontró una ventana disimulada y se deslizó fuera, justo cuando se abría la puerta de la habitación. Nino cayó sobre algo suave que, evidentemente estaba preparado para esas ocasiones y escapó a la vacía calle. Dio algunas vueltas para esquivar la redada y luego entró al hotel ayudado por el Tano, que ya estaba dentro.
  Nino y sus compañeros salieron del hotel rumbo al Camp le Corts. El equipo argentino venía cosechando elogios por parte de la prensa española a raíz de su sorpresiva campaña, ya que nadie contaba con que, abandonado por su propia Asociación y sin sus mejores jugadores, pudiera lograr la clasificación a la ronda final. Sin embargo, los argentinos habían compensado la falta de buen fútbol con temple y coraje, y estaban a punto de lograr el pase a las instancias definitivas. Pero aún les restaba jugar nada más y nada menos que ante el temido Brasil de Leônidas.
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Habiendo desarrollado un demoledor juego en los partidos anteriores y con la clasificación en el bolsillo, Brasil salió a jugar con actitud condescendiente. Pero la selección criolla, conociendo sus grandes limitaciones, jugó el partido con el cuchillo entre los dientes, dispuesta a impedir que Leônidas y sus muchachos les hicieran la fiestita. Bastó que el Diamante Negro tocara el balón a los pocos minutos de empezado el encuentro, para que Nino lo ajusticiara con un violento rodillazo a la altura de los riñones. La batahola que siguió duró varios minutos hasta que el árbitro suizo logró que Leônidas se levantara y estrechara la mano que Nino le tendía con sonrisa bonachona y mirada amenazante. Al hacerlo, el argentino le susurró:
-Ché, vocé, tocá la pelota de nuevo y te piso las pelotas.
Acababa de comenzar la pesadilla de Leônidas. A partir de allí, el Diamante Negro fue sistemáticamente pulido a patadas por todo el mediocampo y la defensa albiceleste en cada intervención y no volvió a pisar el área hasta el minuto veinticinco de la parte final cuando, ya con el partido dos a cero a favor de la Argentina el Leônidas hizo una fantasía en el área. Recibió la pelota de espaldas al arco desde un lateral, amagó hacia un lado y se volvió hacia el otro, para dejar atrás a su marcador. Cuando le salió el siguiente defensor argentino, le hizo un sorpresivo sombrero y se perfiló para disparar al arco. En ese momento, una violenta patada le sacudió el espinazo.
El árbitro sancionó penal pero, aunque Leônidas se negó a patear, y los brasileños convirtieron, no les alcanzó. Al día siguiente, España con tres goles de Zarra, goleó a Uruguay y definió las semifinales: España-Brasil y Argentina-Uruguay.
  Eran las dos de la mañana cuando Nino escuchó unos golpes en la ventana de su habitación. Tardó unos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Para su sorpresa, el Tano no estaba en su catre. Antes de que comenzara con sus elucubraciones, volvió a sentir un “tic” en el vidrio. Abrió la ventana y se asomó. Debajo de él en la terraza, un hombre le hacía señas y le susurraba:
-Venga, baje. ¡Debemos hablar urgente!
Nino reconoció la voz de su contacto. Se calzó las alpargatas y se deslizó fuera. El hombre lo llevó a un costado y se sentaron. Jadeaba como un zaguero central después de marcar a Pedernera.
-Escuche, me están siguiendo. Encuéntreme la noche siguiente al partido de semifinales en lo de Maribel. No intente contactarme antes. Para ese momento estará listo lo que preparo. No puedo darle la información antes. No podemos arriesgarnos a que la encuentren en su poder. Deberá llevarla de vuelta a su país escondida… No cuente esto absolutamente a nadie y ganen el partido contra Uruguay -alcanzó a decir. Luego se incorporó, se bajó la boina sobre la frente y, cuando estaba por partir, Nino lo tomó de un brazo.
-Antes dígame quién es usted y como sé que no me engañará.
-Mi nombre es Américo Giuliano -ese nombre hizo ruido en la memoria de Nino- soy argentino y tercer arquero de la selección que perdió la final con Uruguay en el ’30. Después del mundial, ahogado entre la deshonra y el permanente peligro de morir linchado junto con el resto del plantel, abandoné Buenos Aires… Me fui a Italia con Luis Monti a jugar a la Juventus. Allí nos nacionalizamos para jugar el mundial de 1934. Fue una vergüenza. Jugamos amenazados por el propio Duce y recurrimos a todo tipo de trampas para ganarlo. Me tocó ser el arquero suplente pero ganamos gracias a mi puntería. Fui fundamental en el segundo gol a los checos…
-¿No dijo que era el arquero suplente? -le interrumpió Nino.
-Exacto. Justo antes de que Schiavo rematara al gol, sacudí de un violento piedrazo a Planicka, el portero checo. Pero eso no fue lo peor. El Duce nos había amenazado de muerte, sí, pero también nos prometió 20000 liras a cada uno si ganábamos. ¡No sólo no vi una puta lira sino que además, amenazaron con deportarme! Odio al Duce y estoy dispuesto a hacer lo que sea por hundirlo. Mi actual trabajo con Jules Rimmet en la FIFA sirve de coartada a mis actividades de espionaje. Lo espero en cuatro días…
Giuliano desapareció entre las sombras. Nino levantó la vista y volvió a descubrir que, aunque todo estaba oscuro, la ventana de Pastori estaba abierta y, a pesar de que eso se explicaba por el agobiante calor, las cortinas estaban cerradas y se movían ligeramente. Minutos más tarde de regresar a su cuarto, apareció el Tano, que entró a la habitación en el más profundo sigilo.
  El partido contra Uruguay no sólo definía la clasificación a la final, sino que, para la Argentina, también significaba la oportunidad de vengar la derrota en la reciente final del Campeonato Sudamericano que se había jugado en febrero de ese año en Montevideo. Sabiendo que los campeones sudamericanos, a diferencia de los habilidosos brasileños, tenían su fuerte en el juego físico, Pastori planteó el encuentro de igual a igual, con un esquema cerrado, confiando en la potencia de sus propios volantes (acostumbrados a luchar por la permanencia en primera) y en la velocidad de Malavolta para sorprender a los charrúas en algún contraataque. Los campeones orientales se sorprendieron y no esperaron que una segunda selección del equipo argentino saliera a hacerles frente. Olvidaron que una patada no distingue entre primera y segunda división. Hubo pocas situaciones de gol, que provinieron de tiros libres cercanos al área. A quince minutos del final, Nino recuperó (con plancha alevosa) la pelota de las piernas de Obdulio Varela, joven y áspero mediocampista que hacía su debut en un mundial. A continuación, encaró en dirección al arco rival y logró avanzar cinco metros antes de recibir una dura entrada de Varela, que lo había corrido para devolverle la atención. A pesar del golpe, Nino logró conectar un pase largo en dirección al Tano Malavolta que, rápido como una gacela, rompió la última línea de la defensa oriental. El delantero encaró el arco con decisión y velocidad. El portero charrúa no había visto nada igual: Malavolta, a causa de su pierna corta, parecía caer en cada gambeta. Sin embargo, por alguna extraña razón, se recuperaba y el balón continuaba entre sus pies. Ramón Sosa le salió al cruce a la altura del punto del penal sin saber qué haría el Tano con su gambeta indescifrable. Malavolta aprovechó el desconcierto del portero y, lo fulminó de un violento disparo alto que entró y traspasó la red para perderse en la platea baja del Camp Le Corts. Los argentinos se fundieron en un eterno abrazo, mientras los uruguayos se miraban sin creerlo. El partido continuó pero los ataques uruguayos chocaron contra un muro humano y, salvo un tiro de Varela desde lejos que se fue junto al palo derecho del arquero, no hubo más oportunidades para modificar el score. Al finalizar el encuentro, Obdulio Varela cambió su ensangrentada camiseta con Nino.
-¿Sabe qué pasó? Los dirigentes nos aseguraron que ya estábamos en la final. Hicimos mal en escucharlos… -dijo Obdulio mientras le estrechaba la mano.
-Tranquilo pibe, usted es joven. Va a tener revancha -le aseguró el argentino.
  A la noche siguiente, después del toque de queda, Nino esquivó la vigilancia de la Guardia Civil, y se encaminó al prostíbulo. Sintió un agudo dolor en las entrañas, más precisamente sobre la cicatriz que marcaba el lugar donde solía estar su apéndice. Éste había sido extirpado sin anestesia por el preparador físico de Platense con un peine de alambre durante un partido con Ferro, luego de que un violento disparo de un rival le reventara las tripas y estuviera a punto de provocarle peritonitis. Desde aquel día, cada vez que olfateaba el peligro, la cicatriz comenzaba a arderle con intensidad. Una multitud de curiosos franqueaba la entrada, la Guardia Civil había puesto un cordón de vigilancia.
-¿Qué sucede? -preguntó Nino a uno de los presentes.
-Parece que un hombre se ahorcó. La Guardia Civil está investigando…
Le tomaron del brazo. Maribel, envuelta en una mantilla negra, le hizo señas de guardar silencio y lo llevó hasta un baldío cercano. Se escondieron detrás de unos trastos.
-Le han matao -dijo Maribel con los ojos desorbitadamente abiertos y rojos-… Le han matao aquí mismo…
-Despacio, Maribel, no te entiendo…
-Que se han cargao a Américo, hombre -dijo antes de largarse a llorar.
-La Guardia Civil dice que hay un ahorcado -dudó Nino.
-¡Gilipollas! ¿Que no entiendes? ¡No han ahorcao a nadie, le han acuchillao!
Nino maldijo para sus adentros. Llevó a Maribel al lugar más oscuro del callejón y le dio un cigarrillo. La chica sin dejar de temblar, contó el resto de la historia.
-Américo me iba a llevar con él a Zurich -dijo la chica. Luego agregó entre sollozos-… Él me advirtió que esto podía ocurrir. Que le estaban siguiendo. Me pidió que me comunicara con usted y le diera un mensaje si algo le sucedía…
La chica hizo silencio y comprobó que nadie les escuchaba. Bajó la voz y agregó:
-La información que tenía que entregarle está escondida dentro de la copa. Debéis ganarla…
Nino tragó saliva, sorprendido. Ya era un milagro haber llegado a las finales. Ganar la copa no estaba en los planes de nadie.
-¿Estás segura, Maribel?
-Me lo dijo esta tarde antes de que le mataran como a un perro…
-Escondete. No regreses a tu cuarto. Mañana por la mañana andá al consulado argentino. Allí te darán refugio -aseguró Nino.
La chica se perdió en la oscuridad, dejando a Nino en el más profundo de los silencios. Emprendió la caminata en dirección al hotel pero un ruido de pasos irregulares lo alertó. Primero fueron cortos y rápidos pero, a medida que se acercaron a él, se hicieron más lentos y sigilosos. Nino se apoyó contra una fría pared y se agazapó como cuando esperaba un centro desde el córner. Los pasos se interrumpieron. Entonces, retomó su camino pero los pasos se reanudaron. Cruzó una calle, dobló en la oscura esquina y comenzó a correr a toda prisa. Los pasos de su perseguidor sonaban constantes a sus espaldas. Apretó el paso y se sumergió en otra callejuela que hacía eses y bajaba rumbo al puerto. Los pasos se aceleraron. Nino se detuvo y se escondió abruptamente en el zaguán de una puerta. Las pisadas se acercaron velozmente, mientras el argentino se hacía pequeño en su escondite procurando no hacer ningún ruido. Esos pasos eran inconfundibles. Una figura pasó corriendo a toda prisa por delante de él. Era delgado, vestía una camisa y pantalón largo y llevaba una gorra inclinada sobre la frente. Se detuvo en la esquina y un dejo de luz le iluminó la cara y confirmó sus sospechas.
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-¡Tano! -lo llamó en un susurro. El goleador giró, hacia la oscuridad, intentando ver quién lo llamaba. Nino insistió, levantando la voz- ¡Tano!
Entonces el delantero lo vio y se acercó al zaguán.
-¿Qué hacés acá? -preguntó Nino preocupado.
-Quise ir al boliche pero la Guardia Civil lo había cerrado. Te ví entre la multitud y cuando saliste corriendo, fui atrás tuyo…-dijo, todavía agitado por la corrida
Nino no contestó y se acercó sigilosamente a la esquina.
-Has estado actuando raro, tanito…
Los pasos ya no se escuchaban. El mediocampista se asomó a la esquina. La calle estaba desierta.
-¿Raro? -preguntó el tano levantando una ceja.
Nino volvió a asegurarse que no hubiera nadie cerca y lo increpó.
-¿Te pensás que soy boludo? Desde hace varios días te ausentás por la noche sin aviso y me seguís…
-¿…al burdel? ¿Desde cuándo tengo que pedirte permiso para ir a un puterío? -el tano, muy temperamental, le hizo frente a Nino, que lo doblaba en tamaño, mientras le daba pequeños empujoncitos con su mano izquierda- ¿Quién te pensás que sos? Figlio di…
En ese momento, se oyó una detonación seca y Nino percibió un fogonazo desde las penumbras a su izquierda. Malavolta se sacudió, puso los ojos en blanco y cayó, inerte, sobre el mediocampista. Nino se incorporó y se sorprendió al reconocer al técnico Pastori, que se acercaba corriendo. Su voluminosa figura agitada, su mirada decidida, su inesperada aparición, no indicaban nada bueno. Volvió a sentir una punzada en su lado derecho.
-Nino, carajo, de buena te salvé. Ese tano taimado te podría haber ensartado como a un pollo -dijo Pastori mientras revisaba los bolsillos del delantero. De uno de ellos extrajo su filosa navaja-. Estos napolitanos traidores…
El misionero, inmóvil lo miraba extrañado mientras el técnico del seleccionado continuaba inspeccionando el cuerpo de Malavolta. Cuando se incorporó, creyó ver un movimiento a las espaldas de Pastori.
-Tranquilo, estoy al tanto de tu misión. Me la comentó personalmente el presidente. Yo iba de incógnito para custodiarte. Hace poco descubrí que Malavolta no era de los nuestros y comencé a seguirlo -el tono del técnico era amistoso pero seguía empuñando la pistola-. Creo que ya es momento de que me entregues lo que sea que te haya dado Giuliano antes de que lo apuñalaran…
-¿Cómo sabe que lo apuñalaron? -preguntó Nino- Se comentaba que lo habían ahorcado.
-Apuñalado, ahorcado, da igual. No se pase de vivo, Nino. La cosa es que está bien muerto -el tono del técnico ya no era tan amistoso- Deme los papeles.
-¿Cuáles papeles?
-No se haga el boludo. Los que le dio la otra noche -ahora Pastori corrió hacia atrás el percutor.
Fue lo último que hizo. Un violentísimo garrotazo le rompió la cabeza en dos y cayó pesadamente al suelo. Detrás, temblando de odio y de miedo, estaba Maribel con un palo de amasar manchado de sangre y roto a la mitad.
-No veía un golpe semejante desde que Godoy, el arquero de Juventud Antoniana se reventara el occipital contra el poste derecho de su propio arco -Nino revoleó el palo lejos y miró a los ojos a la chica.
-Cabrón, ya no joderás a nadie…
Un trueno interrumpió el silencio de muerte y un rayo razgó el cielo. Nino abrazó a la muchacha justo cuando se desencadenaba un violento chaparrón. Segundos más tarde, caminando como borrachos, ambos se perdieron en la oscuridad bajo una cortina de agua.
  Al día siguiente, hubo gran revuelo por las misteriosas muertes de uno de los goleadores del mundial y del técnico de la selección argentina, que fueron atribuidas a sendos atentados de los separatistas de la región. Pero ese no fue el único golpe para el seleccionado criollo. Dos días después, 18 de julio, el día de la final, el equipo nacional recibió la triste noticia del fallecimiento del Presidente Roberto Ortiz a raíz de su enfermedad. En el estadio Chamartin de Madrid a punto de reventar, forrado de banderas azules y rojas y amarillas, se hizo un minuto de silencio por el mandatario argentino. Luego, quince mil almas rugieron con gritos de “¡Arriba España!” y hurras al Generalísimo Francisco Franco, presente en el Palco Real con su uniforme de gala.
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En el vestuario argentino, el capitán tomó la palabra. Sabía de sobra que a Ortiz le importaba un bledo el fútbol pero necesitaba ganar la copa para conseguir la información que debía llevar a la Argentina. Esa sí era la voluntad del Presidente. Suspiró y dijo con solemnidad:
-Muchachos, no hace falta que les recuerde la trascendencia de este partido. Éramos el equipo fácil y ahora somos la revelación. Hasta los cretinos mercachifles de la AFA, señores de culo gordo que viven de nosotros, tienen que aceptar que hemos llegado más lejos de lo que creían. Pero todavía nos falta un paso para entrar en la historia. Y lo tenemos que hacer por dos personas: el tano y nuestro Presidente -a Nino no se le movió un músculo mientras obviaba el recuerdo del DT-. A ellos les debemos estar aquí. Uno nos trajo con su obstinación a no aceptar los mandatos de la Asociación. El otro nos trajo con sus goles. No será fácil. Jugamos contra los candidatos y dueños de casa, que llegaron a la final demoliendo rivales y que esperan su turno para comernos crudos. Nosotros venimos con humildad, sin que nos sobre nada. Ni siquiera tenemos a nuestro goleador. Pero vamos a demostrar lo que nos importan las amenazas y las camisas azules que nos muestran desde la tribuna. ¡Nosotros tenemos una camisa celeste y blanca! Le prometí al Presidente que íbamos a traernos esta copa y vamos a cumplir -mintió descaradamente-. ¡Por el Tano! ¡Por el Presidente! ¡Vamos Argentina, carajo!
El resto de los compañeros estalló en gritos de victoria y entusiasmo.
Nino, levantó sus brazos y pidió calma.
-Acá no gana el mejor sino el menos boludo. Estos gallegos no saben lo que es jugarse el ascenso en potreros olvidados de Dios. Jugar un regional intoxicados por la comida que te da el cocinero del hotel cuando vas de visitante. O soportar que tu propia hinchada te incendie la casa para motivarte. ¡Ustedes sí! Los quiero concentrados y listos para hundirle los tapones en la cara al Zarra ése, que tiene como diez goles. Vamos a ganar a puro huevo. ¡Quiero llevarme esa copa a Buenos Aires y para regalárselas a los de la Asociación!
Nino abrió la puerta del vestuario y el equipo salió como una tromba rumbo a la cancha, insultando al público y echando espuma por la boca. El campo de juego estaba verde y liso como una alfombra. Las tribunas rugían y coreaban al grito de ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Nino levantó su vista hacia el palco oficial, donde Franco, acompañado por su canciller, Serrano Suñer, aplaudía y sonreía levantando su bigotín, haciendo gala de un tranquilo optimismo. Los jugadores españoles, con el gesto adusto y confiado, fueron recibidos como héroes. Sus flamantes camisetas azules con el escudo de la falange cosido junto al de España, contrastaban con las casacas gastadas por el uso (eran las mismas que se habían utilizado durante la Copa América de ese año), desgarradas y vueltas a coser del equipo argentino. Incluso el buzo del arquero lucía unos pitucones de cuerina casi desprendidos. Sin afeitar, con los cordones del cuello sin atar y los botines sucios de barro parecían más un grupo de presidiarios que un equipo a punto de disputar la final del mundo.
“Hay que ensuciar la cancha de entrada, provocarlos para que pierdan el control y se olviden de jugar. Quiero que se planten como si se jugaran la permanencia en primera B. Mostrémosles a estos payasos como se juega en el ascenso…”, les había dicho Nino a sus compañeros en el túnel. Para romper el hielo, después de entonar el himno argentino y “Cara al Sol”, mientras sus compañeros trotaban por el campo de juego, le pidió la pelota al referee. Nino la tomó y miró a su alrededor, mientras pasaba sus dedos por los gajos de cuero y la dura costura. Luego la dejó caer sobre su pié derecho y la hizo rebotar varias veces antes de dar un violento zapatazo que le pegó en la nuca a un pibe flacucho que hacía de alcanza pelotas. Las gradas estallaron y los once jugadores españoles se le vinieron al humo. Nino, en tanto, los miraba en silencio y una sonrisa socarrona esculpida en el rostro, mientras se acomodaba los testículos. Luego de un amague de linchamiento, los jugadores volvieron a sus lugares y comenzó el partido.
Movieron los españoles. No iban dos segundos de juego, cuando Nino se lanzó con los tapones hacia arriba y derribó al jugador ibérico que había recibido el primer pase del partido. Era una jugada peligrosa e innecesaria que nuevamente generó empujones, roces y alguna que otra trompada. En tiempos en los que las tarjetas amarillas o rojas no existían, sólo se salía de la cancha muerto o muy malherido.
Los argentinos, siguiendo la ejemplar conducta de Nino se lanzaron a demoler sus rivales, sin dejar que se llevaran la pelota sin una patada al paso. La “Masacre del Chamartín” superó en violencia, saña y brutalidad a la “Batalla de San Mamés”. Los fieros españoles, dueños de un fútbol exquisito que había asombrado a los periodistas especializados, se hundieron en la locura propuesta por Nino y sus huestes. Más preocupados por devolver golpe por golpe, se olvidaron de atacar y de jugar en equipo, cegados por las continuas provocaciones de los argentinos.
Finalmente, pocos minutos antes del entretiempo, la Argentina tuvo en sus pies un peligroso tiro libre a pocos metros del área grande española. Ocasión clara de gol en los pies de Nino. El fiero mediocampista tocó la pelota para la entrada de Barrosa, el delantero suplente de Malavolta, que hacía su debut en el mundial. El forward de Almirante Brown penetró al área solo a la carrera listo para darle un latigazo al balón pero, en su lugar, ensayó una violenta patada sobre el número tres español que se acercaba para impedirle el remate.
-¿Qué os pasa, cabrones? ¿No sabéis jugar balompié? -preguntó Zarra al finalizar los primeros cuarenta y cinco minutos.
-Dejáte de mariconadas y jugá a la pelota, mamarracho, hijo de la gran puta -contestó Nino, acompañando el gesto con un sonoro cachetazo. Nuevamente los equipos se tomaron a golpes de puño y el segundo tiempo estuvo a punto de suspenderse. Mientras tanto, el Caudillo, desde su palco oficial observaba todo, atento y en silencio. El gesto de optimismo había desaparecido y en su lugar, un profundo surco de preocupación cruzaba su frente.
Los jugadores argentinos se habían atrincherado en el vestuario, huyendo de los simpatizantes locales que arrojaban todo tipo de objetos desde las gradas. Mientras desde fuera del vestuario se escuchaban corridas, insultos y golpes contra la puerta, Nino felicitó a sus dirigidos por el partido y pidió “profundizar el esquema de juego”. No sólo habían mantenido el cero en el arco propio después de los primeros cuarenta y cinco minutos (algo que ningún rival de los españoles había conseguido), sino que habían logrado que se olvidaran de jugar. Telmo Zarra no había tenido ni una sola oportunidad clara para anotar y cuando la pelota había llegado a sus pies, lo había hecho siempre acompañada por la dura marca de los defensores argentinos. Las consecuencias, sin embargo, estaban a la vista. Los futbolistas tenían su vestimenta hecha jirones, embarrada y ensangrentada. Había llegado el momento de golpear: aprovechando la desconcentración de los españoles, había que marcar un gol y aguantar. Vinieron a buscarlos.
Nino salió primero y recibió todos los insultos desde las tribunas con los brazos en alto. Incluso le cayó encima un gato que algún espectador había revoleado desde su asiento. El capitán de la selección se paró frente al palco oficial, se puso firme y saludó al Generalísimo con el saludo socialista: puño cerrado y brazo izquierdo en alto. Asombrado y con algo de temor, Nino sintió la desencajada vocecita del Mismísimo:
-¡Freíd a esos soplapollas!
Los españoles se tomaron esas palabras en serio, y salieron a comerse la cancha. Los primeros diez minutos fueron de constante asedio al área argentina, sin que el equipo albiceleste pudiera hacer pie y cruzar la mitad del campo. Nuevamente Nino fue el encargado de poner las cosas en su lugar al acomodar de una patada en la cadera a Luis Castillo, el volante más habilidoso de los españoles. La batahola volvió a tragarse el partido y el juego se sumió en una violenta sucesión de golpes en los que la pelota pasó a un segundo plano. Pero al minuto treinta y tres, el defensor central español tropezó y perdió la pelota en la mitad de la cancha. Barrosa se la llevó a gran velocidad, eludió al arquero y definió con el arco vacío ante un enmudecido estadio.
Durante el resto del partido -que incluyó casi veinte minutos adicionados por el árbitro portugués- los españoles intentaron seguir las indicaciones de su desesperado entrenador pero fue en vano: el muro de contención inspirado y construido por Nino fue indestructible. Barrosa retrocedió unos metros y se sumó a la primera línea de defensa, consistente en tres hombres que corrían y marcaban en todas las direcciones con expresas intrucciones de no cruzar la mitad de la cancha. Si la pelota o algún rival lograba atravesar el primer cerco, lo esperaba una segunda línea de cinco mediocampistas que no tenían ningún miramiento en revolear balones y rivales a las plateas. Detrás de ellos, tres hombres hacían guardia delante del arquero en una celda mortal. Allí se había ubicado Nino, para poder dirigir a sus compañeros. Una sorpresiva y espesa lluvia embarró el campo, facilitando la tarea de los defensores. El resultado no se modificó.
Franco, enfurecido, se retiró de su palco vomitando amenazas y prometiendo juicios sumarios a los jugadores y toda la plana mayor de su gobierno. En su lugar, quedó su pálido y tembloroso su canciller -el Cuñadísimo- para entregar los premios. El silbato del árbitro desató una catarata de amargura que deprimió a España entera. Nino, antes de saludarse con sus compañeros, fue a buscar al chico que había golpeado de un pelotazo antes de empezar el partido. Lo encontró en un costado, llorando abrazado a un balón. Nino lo levantó y fue a buscar el premio.
Serrano Suñer le entregó, con mirada glacial y sin decir una palabra, la copa Jules Rimmet, que el volante recibió con curiosidad.
-Así que todo fue por esto… -dijo antes de dársela al chico-¿Cómo te llamás?
El alcanzapelotas levantó la vista y dijo:
-Vete a tomar por culo.
Lo levantó en andas y dieron la vuelta olímpica bajo un aguacero frente al silencioso e incrédulo público.
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                                                        ***
 -…en ese momento yo tenía diez años y vivía en el Chamartín. Dormía al lado de la utilería y me daban un plato de caldo y pan. Mis padres murieron durante la guerra y Nino dijo que me adoptaría. Yo viajé con el plantel a Barcelona y me quedé con Maribel hasta que se aprobó la adopción. La copa se guardó en el Consulado y yo la llevé escondida entre mi ropa y la entregué a la AFA al llegar con Maribel a Buenos Aires. En cuanto a la información, no se qué sucedió: Ortiz murió y Argentina no rompió relaciones con Alemania hasta tres años después.
-¿Y qué pasó con Nino y la selección?
-Regresaron a la Argentina como seis meses después que nosotros. Lo hicieron de incógnito debido al hostigamiento de mis enfurecidos compatriotas, que no los dejaban salir del consulado argentino. El barco que los llevaba fue hundido por submarinos alemanes en medio del atlántico y no hubo supervivientes. Nunca más lo volví a ver. Me quedé con Maribel, que me cuidó como si fuera su hijo.
-No entiendo cómo no hubo repercusiones en la prensa, crónicas…
-Nadie quiso este mundial. La AFA se opuso desde el principio y España, que había preparado todo para ganar, perdió la final. Encima lo organizó Franco y ya se sabe que ahora nadie quiere saber nada con él. Todo el mundo estuvo de acuerdo en silenciar el tema y, sencillamente, se borró toda alusión. La desaparición del equipo argentino facilitó todo. Lo único que quedó es esa vieja copa en el estante, que nadie conoce ni recuerda. Como pensaron que la Rimmet se había perdido con el hundimiento del barco, hicieron una copia para el mundial del 50, es decir que la original está acá.
-¿No comentó nunca esto?
-No me mire así. En la AFA me dieron laburo, me cuidaron, me ayudaron. Esta es mi casa. No podía traicionarlos. Mucho después, empecé a contar la historia a mis amigos y me di cuenta de la terrible verdad: nadie me creía y me trataban de loco. Tienen razón. La historia es increíble. Ahora no hay nada que hacer…
Me despedí de Carrizo. La historia era buena pero inverosímil: nadie en la redacción me iba a dejar publicar algo así. Volví a verlo varias veces. La historia siempre me había parecido muy divertida y coherente -aceptando, claro, el hecho de que se basaba en la falacia de un mundial que nunca se hizo- y, aunque nunca creí del todo en sus palabras, continué visitándolo con el genuino interés de un chico a quien le relatan una linda historia. Lo raro fue que las veces que pedí permiso a la AFA para que me dejen ver los trofeos, en particular el de la Jules Rimmet, nunca accedieron.
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Algunos años después, volví a coincidir con la limpieza de los trofeos en la AFA. La hacía un muchacho nuevo, que no me conocía y aproveché para acercarme, fumar un pucho y darle charla. Al rato, me permitió echarle un vistazo a la copa. A pesar de saber que no podía ser cierto, la tomé en mis manos y me conmoví recordando la histórica gesta deportiva que Carrizo me había relatado. La sostuve en mis manos e imaginé el momento de la premiación, con Serrano Suñer puteando por lo bajo por tener que entregarla a Nino. Luego, aprovechando que el muchacho estaba distraído, metí los dedos por debajo de la base de madera. Sentí la presencia de una astilla y dí la vuelta al trofeo para mirar bien. Era un desnivel en la madera, viejo pero aún sensible al tacto. Con el corazón en la boca, metí la uña y empujé hacia fuera.
Se abrió un pequeño compartimento y una bolita de papel, prolijamente doblada y amarillenta, se deslizó en la palma de mi mano. Desplegué la hoja. A pesar de los años pasados, aún se podía leer un listado de nombres alemanes, con sus direcciones de contacto y algunos teléfonos en Buenos Aires. ¡La lista de Giuliano! Todo era verdad. El mundial, la historia de espionaje, la selección fantasma, la charla con Ortiz, todo. Pensé en ir al Congreso o a la Presidencia con la copa y el papel, pero después de pensarlo de nuevo, lo dejé tal cual lo había hecho Carrizo cincuenta años antes. Mejor respetar su voluntad pero tomé una decisión. La copa estaba en casa y ya llegaría el momento adecuado para descubrir la verdad. Ese papelito era la prueba irrefutable de que la Copa era original y de la hazaña de Nino y los suyos.
Luego de devolver la copa, fui hasta la oficina de maestranza, donde encontré a todos los empleados mateando, incluso a aquel que me había dirigido con sorna a Carrizo un par de años antes. Abrí la puerta con decisión:
-Al próximo que diga que Carrizo es un loco o un boludo, le reviento la cara a trompadas y lo hago rajar de la AFA -dije y cerré la puerta de un golpe.
Por lo menos, ya nadie se burlaría del gallego Carrizo…
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