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#la universidad de los andes
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En Cartagena 87 mujeres se graduaron como Maestras de Obra
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Gracias a Construimos a la Par, una apuesta de Camacol Bolívar y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), a través de su programa Generando Equidad, con el apoyo de diversas instituciones públicas y privadas de la ciudad y el departamento, 87 mujeres de las comunidades de Arroz Barato, Policarpa, Puerta de Hierro, Villa Hermosa, Manzanillo del Mar, Villa Gloria y Tierra Baja se graduaron como Maestras de Obra, luego de culminar un proceso de formación teórico-práctica en el curso de Construcción de Acabados Arquitectónicos, a través de módulos como: Estuco y pintura, Enchapes, Molduras en Yeso, Trabajo en Alturas y Participación en Seguridad y Salud en el Trabajo.
Entre los aliados clave de este proceso encontramos a la Fundación Serena del Mar, Universidad Tecnológica de Bolívar y Termocandelaria, instituciones que han apoyado en la selección, seguimiento y desarrollo formativo de las participantes de sus áreas de influencia, logrando consolidar estos dos grupos de mujeres que obtuvieron la certificación que les abrirá las puertas al mundo laboral, en ceremonias realizadas en la Universidad de los Andes en Serena del Mar, y en el Colegio San Francisco de Asís de Arroz Barato.
“Desde el principio de esta iniciativa nos vinculamos y hoy estamos felices porque ya son 46 mujeres de nuestras comunidades aledañas quienes finalizan este programa y esperamos que posteriormente, con estas capacidades generadas, puedan lograr su vinculación laboral en el sector de la construcción”, afirmó Isabel Mathieu, Directora Ejecutiva de la Fundación Serena del Mar.
Fuente: caracol.com.co
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ulisesbarreiro · 2 years
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La ex-jugadora de fútbol de 1º división de Boca Juniors, presenta su libro en La Boca.
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Invitación al evento cultural, el cuál fue posible realizarlo gracias a los aportes de Fundación Cardano, Chacra Mithrandir, Bodega Estrella de Los Andes, y Leyendas Xeneizes.
El viernes 19, a las 19hs, en la Universidad Popular de La Boca, tendremos un maravillo evento, el cuál estará lleno de historia, el libro realizado por el colectivo de socias y socios del CABJ, autodenominado Leyendas Xeneizes, quienes organizaron el evento e conjunto con la Universidad Popular de La Boca, para darle una alegría a los y las vecinas de La Boca. La Universidad Popular de La Boca, está muy ligada a la historia xeneize, dado que en 1922 y hasta 1926, Manlio Anastasi, fue presidente del CABJ, mientras que en 1917, uno de los fundadores de la Universidades Popular de La Boca fue Leónidas Anastasi, hermano de Manlio, y además también socio del Club Atlético Boca Juniors. Maximiliano Murad miembro de Leyendas Xeneizes nos cuenta "Uno de los motivos por el cuál el evento se hace allí, es por esta razón y para reforzar los vínculos entre la Universidad Popular de La Boca, y la masa de asociados xeneizes, que en los últimos 22 años se vió dejada de lado, al igual que otras instituciones barriales, que eran muy ligadas al club". Sin dudas, la presencia de esta crack del fútbol femenino, será una maravillosa nota para la barriada boquense que este viernes se viste de gala, en el camino de la historia xeneize, y fundamentalmente para construir una perspectiva de género, que tanto hace falta en LA Boca, y en la masa de asociadas y asociados del CABJ.
Por otro lado, una de las editoriales que publicó el libro de la jugadora Liliana Rodríguez, librofutbol.com.ar donó libros para sortear entre el público presente. Están todxs invitados a este evento, este viernes a las 19hs.
Dominique Gromez
Socia del CABJ
Miembro del Colectivo de investigadoras de Leyendas Xeneizes
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bocadosdefilosofia · 4 months
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MAESTRO: Cuando alguien quiere lo que debe porque es coaccionado, y es coaccionado por eso, porque debe querer esto, ¿no quiere él en cierto modo lo que debe, puesto que lo debe?
DISCÍPULO: No lo puedo negar, pero él quiere de un modo y de otro el justo.
MAESTRO: Distingue estos modos.
DISCÍPULO: Pues el justo, cuando quiere lo que debe, [entonces], en la medida en que ha de decirse justo, conserva la rectitud de la voluntad no por causa de otra cosa que por causa de la rectitud misma. Sin embargo, quien, obligado o conducido únicamente por una recompensa extrínseca, quiere lo que debe, si ha de decidirse que conserva la rectitud, entonces no la conserva por causa de ella misma sino por causa de otra cosa.
MAESTRO: Por lo tanto, justa es aquella voluntad que conserva su rectitud por causa de la rectitud misma.
DISCÍPULO: O esta o ninguna voluntad es justa.
MAESTRO: Por tanto, la justicia es la rectitud de la voluntad conservada por causa de sí.
Anselmo de Canterbury: Tratado sobre la verdad. Universidad de los Andes, pág. 113. Bogotá, 2018.
TGO
@bocadosdefilosofia
@dias-de-la-ira-1
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las-microfisuras · 1 year
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Junio de 1869
Para T.W. Higginson
Querido amigo.
Una Carta siempre es para mí como la inmortalidad porque es la mente sola sin el amigo corporal. Endeudados en nuestra conversación a la actitud y al acento, en el pensamiento parece existir un poder espectral que avanza solo—Quisiera agradecerLe Su gran amabilidad pero nunca intento levantar las palabras que no puedo sostener—
Si Viniera usted a Amherst, tal vez podría yo lograrlo, aunque la Gratitud es la tímida riqueza de aquellos que nada tienen. Estoy segura de que Usted dice la verdad, porque los hombres nobles lo hacen, pero sus cartas siempre me sorprenden.—Mi vida ha sido demasiado simple y austera para turbar a nadie—
Si «vista por los Ángeles», ciertamente no es mi responsabilidad—
Es difícil no ser fantasioso en un lugar tan bello, pero las severas enmiendas de la prueba están permitidas a todos.
Cuando era Niña recuerdo haber oído aquel pasaje notable y haber preferido el «Poder», no sabiendo en aquel tiempo que el «Reino» y la «Gloria» estaban incluidos.
Usted se dio cuenta de que yo vivo sola—Para un Emigrante, todo País es estéril a menos que no sea el suyo. Usted es amable al expresar su deseo de verme. Si se ajustara a su conveniencia venir hasta Amherst yo sería muy feliz, pero no cruzo la puerta de mi Padre para ir a ninguna Casa o ciudad—
De nuestros actos más grandes somos ignorantes—
Usted no se dio cuenta de que salvó mi Vida. Agradecerle en persona ha sido desde entonces una de mis pocas peticiones—El niño que pide mi flor, «¿Quisiera Usted?» dice—«Quisiera?» —e igualmente para pedir lo que yo quiero no conozco otra manera.
¿Excusará Usted cada cosa que digo, puesto que nadie más me ha enseñado?
Dickinson
- Tomado de Emily Dickinson. Los sótanos del alma."Tomo II. Ediciones El otro el mismo. Universidad de los Andes. Venezuela.
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lilavh · 1 year
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hola, bbs !! de este lado cordelia, viniendo a hablarles un poco de mis dudesitosss ( sip, ambos en el mismo post xq pajita ). abajo del read more dejaré la info, pueden darle al corazoncito y yo con gusto les hablaré por discord ♡
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delilah white ( o lilah solo para sus compitas ) , francesa, veintiséis años, heterosexual mentira, matriculada, mansión cinco.
facultad: st. wolfeius. carreras: medicina y psicología. año de curso: tercer año. extracurriculares: violín en la orquesta universitaria, miembro del coro universitario, miembro del club de latín y lenguas bíblicas, miembro del club de tenis femenino & miembro del club de trabajo voluntario. y les dejo el formulario por si gustan saber un poquitín más ♡
viene de una familia muy religiosa y super fiel a la iglesia pero es cero good vibes. puede tener algunas veces una sonrisa pero casi siempre es forzada, la mayoría del tiempo tiene cara de un humor de perros. tiende a ser sarcástica, ser medio rude o a decir verdades pero si llega a estar de buen humor puede ser más sencillito de hablar con ella, sobre todo con sus amigos o quienes les agrada.
lleva una biblia con ella la mayoría del tiempo, también a veces repartiendo folletos de la iglesia y haciendo comentarios como si realmente fuera fiel también a su religión ( cuando nope ) pero es más que nada por la costumbre a lo que siempre estuvo rodeada. puede decir que no toma pero al final de las fiestas, igual estará de ebria como todo mundo :P, también puede jurar que solo le gustan los chicos pero se besuquea con las dudes en las fiestecitas. su mejor hobbie, btw.
es como la típica chica religiosa de las pelis pero versión medio bitch and fake asdfgk, q parece ser aburrida pero nop, xq dejando de lado sus humores, sabe divertirse y socializar. btw, siempre tiene alcohol en su recamara clandestinamente, obvs, so a los compañeros de mansión, ya saben con quien conseguirlo, wu.
suele mostrarse más malhumorada con los hombrecitos pero se junta más con estos ( en parte como para fingir apariencia de que solo le gustan los dudesitos¿? ) aunque con las chicas si es algo más amable, claro que yes.
le gusta vestirse con colores grises / negros y ama las faldas con tablones✨
busco conexiones de amistad, enemistad, etc. ( anything<3 ) pero igual dejo aquí algunas de las lista que nos dejaron las admins. conexiones.
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archibald ' archie ' richards ( le da igual quien le dice archie pero el prefiere que le digan richards, ahr ), británico, veinticuatro años, bisexual, becado, mansión siete.
facultad: st. philip of agira. carreras: ingeniería mecánica e ingeniería eléctrica. año de curso: segundo año. extracurriculares: locutor del podcast universitario, miembro del club de poesía, miembro del club de español, miembro del club de jardinería & miembro del club de boxeo. formulario.
tiene una cicatriz que cruza por su ceja izquierda, que por un golpe que recibió en una de sus clases de boxeo, en la que tuvo una herida abierta e incluso necesitó sutura. además de esa cicatriz, algunas veces traerá algún ojo morado o alguna partecita de su rostro algo hinchado idk, por lo mismo de sus clases de boxeo ( o porque se ande metiendo en peleas, ah ).
tiene pinta de ser un tipo rudo / intimidante ( y le gusta que así lo crean, tbh ) pero no lo es, o al menos no tanto como él realmente quisiera ( xq si es algo fácil de hacerlo enojar, ah) . es muy relajado y amigable aunque le cueste hacer amigos porque no sabe como iniciar una conversación decente. es ese amigo que si te metes en problemas, le puedes llamar para que arregle todo a golpecitos.
además del boxeo, le gusta mucho la jardinería y también leer poesía pero no es algo que le guste divulgar mucho o sacarlo al tema, no porque le de penita pero es para mantener su reputación ( según él ) y porque no le gusten que hagan un comentario en burla porque luego se pone a la defensiva ahr.
es locutor en el podcasts de la universidad, que siempre los suben los jueves por las noches, llamado: life sucks!, donde habla de sobre situaciones en las que pasan los jóvenes adultos / estudiantes pero inclinándose a lo cómico. a veces por experiencias propias o de conocidos. a veces suele tener invitados en ellos.
es fan de los simpsons y puede ser notorio como en un pequeño pin de ellos en su mochila, en alguna playerita q use como pijama o en las venditas adhesivas de bart que usa para las heriditas que se hace en jardinería.
también busco conexiones de amistad, enemistad, etc. ( lo que se les ocurra<3 ) pero igual dejo aquí algunas de las lista que nos dejaron las admins. conexiones.
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Cumpleaños 🎂
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Ethan Hawke cumple 53 años
Ethan Hawke cumple 51 años y se ha pasado 32 trabajando. En tres décadas de profesión ha conseguido el equilibrio perfecto entre lo independiente y las producciones de acción. Guionista, escritor, director,... Ethan Hawke es un hombre con inquietudes. Comenzó en el cine en el año 1985 con la película de ciencia ficción 'Explorers', junto a River Phoenix, otra gran promesa de esa generación.
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Sin embargo, el momento cumbre de Hawke llegaría un poco más tarde: su gran momento llegó cuando se subió a un pupitre y gritaba a Robin Williams ¡Oh, Capitán, mi Capitán!, emprendiendo así una revolución en ese aula.
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Ya en los 90 fue una de los rostros más reconocidos por el público. Fue junto a Winona Rider la cara de la Generación X gracias a ese título de 1994 llamado 'Reality Bites', una película que recogía la esencia de toda una generación.
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Pero Hawke tiene más trabajos, y muy dispares: trabajos más comerciales como 'Día de entrenamiento', película por la que consiguió su primera nominación al Oscar, o el primer capítulo de 'The Purge'. Sin embargo también su carrera está curtida con numeras cintas indies: 'El plan de Maggie', 'Juliet desnuda', 'El reverendo', etc. Lo hemos visto convertido en villano por partida doble: en la cinta de terror 'Black Phone' y también será uno de los nuevos malos del Universo Cinematográfico de Marvel.
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Ethan Green Hawke nace en Austin, Texas, el 6 de noviembre de 1970. De adolescente aspiraba a ser escritor. Actuó en varias ocasiones en producciones teatrales. Eso le impulsó a estudiar interpretación en la Universidad de Pittsburgh, pero no terminó los estudios.
En 1991 tocaba fichar por el mundo Disney: una cinta familiar que con le paso del tiempo se ha convertido en telefilme, 'Colmillo blanco'.
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Pero se veía que a Ethan le iban las producciones pequeñas e intimistas. De ahí que 'El país del agua', con Jeremy Irons de protagonista, le fuera como anillo al dedo.
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También le tocó liderar a los supervivientes de los Andes en 1972 en '¡Viven!'.
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Andrew Niccol le ofreció el papel protagonista de una historia que mezclaba ciencia ficción con espionaje. La sorpresa fue que en el reparto conoció a una tal Uma Thurman....
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... Y con ella el amor
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En 1998 se casó con la actriz, formando así una pareja de cine. Eso sí, alejados de los circuitos hollywoodienses.
El actor ha explotado muy bien la vena romántica en muchas y variadas ocasiones: en 'Mientras nieva sobre los cedros', por ejemplo, le tocó vivir un amor en tiempos de guerra, al estilo best seller o con con Gwyneth Paltrow en la adaptación moderna de la obra de Dickens, 'Grandes esperanzas'. Ethan quedaba perfecto como el eterno amante no correspondido.
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En 2001 dirige su primer película, un drama que transcurre en el hotel Chelsea. Para la cinta contó con su esposa Uma, su colega Robert Sean Leonard, Rosario Dawson, Mark Webber, Vincent D' Onofrio y Natasha Richardson.
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Con su trabajo en 'Training Day' se llevó su primera nominación al Oscar. Durante una jornada entera, Denzel Washington le metía en todo tipo de embrollos fuera de la ley. Pero Ethan aguantó bien el tipo.
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El actor tiene publicadas cuatro novelas: The hottest state, 'Ash Wednesday: A Novel', 'Rules for a Knight' e 'Indeh: A Story of the Apache Wars'.
Lo confesó años después, cuando le preguntaron sobre su mejor beso en la gran pantalla. Él lo tenía claro: el de 2004 en 'Vidas ajenas' con su compañera de reparto, Angelina Jolie.
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Con Uma tuvo dos hijos, la también actriz Maya (1998) y el también actor Levon (2002). La pareja se separó en 2005.
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En sus cintas de acción casi siempre le ha tocado ser policía. Ha tocado casi todos los rangos. En 'El señor de la guerra' fue un agente de la Interpol que seguía la pista a dos traficantes de armas: Nicolas Cage y Jared Leto.
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En 2008 se casó por segunda vez con Ryan Shawhughes, con la que tiene dos hijas, Clementine Jane (2008) e Indiana (2011).
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Fue el protagonista de la primera de esas fatídicas noches de catarsis. En 'The Purge: La noche de las bestias' defendió a su familia como pudo durante esas tensas doce horas.
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Ha sido nominado en cuatro ocasiones: como actor de reparto en 'Training Day' y 'Boyhood', y por los guiones de 'Antes del atardecer' y 'Antes del anochecer'
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Dispuesta a seguir los pasos de papá y mamá, Maya Hawke ha aparecido en 'Stranger Things' y estuvo en el reparto en 'Érase una vez en...Hollywood'. Levon también se ha sumado a lo de la actuación
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Todos sus últimos trabajos: 'The Northman' junto a Nicole Kidman y Alexander Skarsgaard. También 'Tonight at noon', bajo las órdenes de Michael Almereyda junto a Chiwetel Ejiofor, Connie Nielsen y Rutger Hauer. Además también estará en la secuela de 'Puñales por la espalda', o en 'Raymond and Ray' junto a Ewan McGregor, o la serie 'Moon Night' de Disney + al lado de Oscar Isaac. ¡Ni el MCU se le ha resistido!
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maar89 · 7 months
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Odio Venezuela
Buenas a todos, mi nombre es MAAR. Soy un estudiante de 1 er año de periodismo (carrera anual y no semestral) en la Universidad de Los Andes (ULA).
Me apasiona la escritura, la lectura, las artes marciales y los videojuegos.
Por supuesto, no puedo dar mucha más info sobre mí, pero sí les diré algo: ODIO Venezuela.
Pese a ser mi país de origen, odio este lugar, podré tener una casa donde vivir, amigos y familia, pero detesto estar aquí. Cuando voy en auto por la calle tengo que aguantar un montón de topes en el camino, precios elevados en cada tienda a dónde voy y lo peor es la gente.
No solo hay malandros en casi todas las esquinas de mi ciudad (e imagino que en el resto de este país de porquería), aparte la gente no parece mostrar la más mínima pizca de orgullo por sí mismos.
Lo peor es que tienen los huevos de quejarse de que Maduro arruinó el país y que quisieran que alguien acabara con él, pero nadie tiene las pelotas para hacerlo.
Haber, entiendo que conseguir los medios para acabar con alguien (no diré la palabra con M por obvias razones) no es fácil ni mucho menos barato, pero en comparación a otros países aquí se pueden conseguir esos medios como si de un dulce se tratara. Solo en la ciudad de Cúcuta (Colombia) en el Centro Comercial Alejandría venden esos medios, con todo y “accesorios”, y no necesitas un permiso para comprarlos.
Ahora mi pregunta es: Si no tienes los huevos para levantarte y hacer un cambio, entonces ¿Por qué mierda te quejas?
Estoy harto de este puto país y, sinceramente, si no fuera porque tengo a mi familia y amigos cercanos aquí, ya me hubiera largado hace mucho tiempo
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elgremiomaestro · 1 year
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Una historia magica en Joguarts!
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Recuerdo que en algun lado habia escuchado que la magia existia en este mundo pero, nunca habia visto con mis propios ojos algo parecido. Probablemente sea que no tengo el talento o la habilidad suficiente para notarlo. Hace mucho me paso algo interesante y crei que era mera coincidencia, estaba dormido, era de noche y hacia mucho viento. Tenia un arbol grande que apenas rozaban las ventanas reforzadas, esto porque en una ocasion similar, las ventanas se rompieron con las ramas de los arboles y tuvieron que remplazarlas con ventanas mas gruesas para evitar que se rompieran de nuevo. Esa noche me desperte porque un trueno se escucho en el cielo y al voltear a revisar visualmente la ventana, vi que la luz exterior que iluminaba las calles, desaparecio. Por miedo a que se tratase de algo aterrador no sali de mi cama, pero estoy seguro de que eso no era algo normal. Al final no pude dormir pensando en que hubiese sucedido alla afuera. Pense que solo habia sido un apagon, pero tenia una pequeña luz conectada en la pared emitiendo una luz muy tenue y durante la desaparicion de la luz exterior, mi pequeño rayo de luz no se fue, se quedo conmigo acompañandome mientras los sucesos extraños pasaban fuera de casa. Me preguntaba durante dias que era lo que sucedia afuera, que pudo haber pasado?, acaso fueron OVNIs? es dificil poder saberlo sin tener pistas de ello. Ese fue el unico suceso interesante que me ah sucedido que podria estar vinculado con magia. Por cierto, eso sucedio hace 4 años en 1980, para ese entonces yo tenia 15 años. Yo solia vivir en la calle Privet Drive n.° 10, era un lugar tranquilo y pintorezco. No habia mucho que hacer alli, pero se sentia como un lugar seguro y acogedor. Ahora que ya tengo 19 estoy en la Universidad estudiando para obtener mi doctorado en fisica, aunque apenas voy empezando, suelo ser muy habil en ese campo. Esta mañana tenia clases desde las 8 AM, me habia quedado en la universidad estudiando durante mas de una semana debido a que los primeros examenes estaban cerca. No es que tuviese problemas para pasar los examenes, lo hacia sin esfurezo alguno, casi con honores, pero debia adelantarme para asi tener la oportunidad de saltar al siguiente grado y salir antes de la universidad.
-- Estudiante: Frank! Espera!
Ese es mi compañero de la universidad, Clark. El es un año menos que yo. Nos conocimos durante la busqueda de universidades y el fallo en aplicar para una universidad mas presitigiosa que en la que estamos asistiendo, pero aun asi las carreras son buenas.
-- Frank: Clark, creí que estabas en clase.
-- Clark: El profesor Strauts no dejo salir antes. A donde iras esta noche?
-- Frank: No lo se, debo seguir estudiando si quiero saltar de grado, es una oportunidad para mi para poder obtener la maestria mas rapido y comenzar mi doctorado.
-- Clark: No crees que estas estudiando mucho ultimamente, viejo, si sigues asi te quedaras sin amigos.
-- Frank: Acaso tu dejaras de serlo algun dia?
-- Clark: No lo creo, solo me tienes a mi, viejo. No dejare que andes por alli rondando solo, no me gusta verte asi, viejo.
-- Frank: Tendras que acostumbrarte. No soy un fanatico de socializar, ademas, por el momento mis estudios son mi principal prioridad, y lo sabes.
-- Clark: Cielos, viejo, insisto en que al menos deberias salir un poco y divertirte, es mas, tengo la ocasion perfecta. Los chicos de Football haran una fiesta esta noche en casa de Glen, sus padres no estaran durante el fin de semana y podremos divertirnos un rato, ¿que dices?
-- Frank: No lo se, Clark. No me gustaria interrumpir mis estudios por eso.
-- Clark: Vamos, viejo, solo esta vez. prometo que no te arrepentiras.
Me quede pensando por un momento sobre mis objetivos en la vida y como me veria en algunos años mas adelante. realmente no me veia a mi como un chico que esta de fiesta en fiesta, pero crei que no estaria mal sali al menos una vez, quiza sea divertido.
-- Frank: De acuerdo, pero solo esta vez, despues no ire a ningun lado a menos que sea a la biblioteca.
-- Clark: Vaya que si eres un raton de biblioteca, viejo. Pero esta bien, nos vemos a las 8?
-- Frank: De acuerdo, nos vemos a las 8.
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jartitameteneis · 1 year
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También conocida como “Juanita: la niña de los hielos” o la “Dama de Ampato”, Juanita es una momia humana que pertenece a la cultura Inca. Su descubrimiento asombró al mundo por el buen estado de conservación en el que se encontró. Fue hallada en 1995 por el arqueólogo estadounidense Johan Reinhard y el andinista peruano Miguel Zárate en la zona de volcanes nevados de la parte sur de Perú, en el nevado Ampato, Cordillera de los Andes.
La momia Juanita se conservó intacta, con todos sus órganos, ya que no sufrió el proceso de momificación en el que se extraen vísceras y otras partes internas del cuerpo para después ser embalsamadas. El congelamiento glacial hizo una momificación natural.
Como parte de un proyecto de investigación, el 2 de setiembre de 1995 se organizó una expedición al volcán Ampato, liderada por Reinhard y Zárate. Esta expedición fue la que encontró a la momia Juanita enterrada junto con diferentes tipos de joyas, alimentos y objetos de cerámica. Asimismo, en sus alrededores se encontraron varias estatuillas de oro y de nácar spondyllus, 19 tipos de plantas, entre las que sobresalían el maíz y varias leguminosas, así como charqui (carne de llama deshuesada).
Según las investigaciones, la “Dama de Ampato” habría vivido en el Imperio Incaico, y habría sido sacrificada por ser una joven al servicio del Inca y del Dios Sol, es decir, una persona que no era dueña de su vida. Entre los motivos alrededor del porqué de su sacrificio, se tiene la teoría que fue para pedirle a Wiracocha que detuviese la actividad de los volcanes que estaban activos en la región.
Características de la momia Juanita
Científicos de los laboratorios de Johns Hopkins Hospital de Baltimore, en Maryland, Estados Unidos, estudiaron a la momia Juanita realizando tomografías y sometiéndola a rayos X tridimensionales, lo cual les permitió llegar a importantes conclusiones. Entre ellas: Juanita murió alrededor de los 13 y 14 años de edad, aproximadamente entre los años 1,440 y 1,450 d. C., tenía una estatura que bordeaba 1,50 metros, había sido esbelta y bella con una dentadura perfecta y huesos fuertes; asimismo, tuvo una buena alimentación con una dieta equilibrada y no había sufrido de ninguna enfermedad. Su muerte habría sido provocada con un golpe en la cabeza, probablemente con una macana.
Ubicación actual
A la fecha, la “Dama de Ampato” se encuentra en el Museo Santuarios Andinos de la Universidad Católica de Santa Marí­a de Arequipa. Se conserva en un congelador especial, protegida del medio ambiente por una cámara de vidrio cerrada al vací­o. La urna está asegurada con perfiles de acero y tiene en su interior dos capas de plexiglás. El interior de la urna se encuentra a una temperatura de -19ºC, para evitar la deshidratación del cadáver.
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super-cannes · 2 years
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Solo para fumadores (Julio Ramón Ribeyro)
Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.
Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.
No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.
De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los dedos.
Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios.
Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía con amigos la víspera de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella, aparecida no se sabía cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio su contrapeso. Y esos paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos, dábamos libre curso a nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en un perfume de Lucky. El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor. Todos me eran preciosos, pero algunos de ellos se distinguían de los otros por su carácter sacramental, pues su presencia era indispensable para el perfeccionamiento de un acto: el primero del día después del desayuno, el que encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y el descanso luego del combate amoroso.
¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo pensaba que mi relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que en adelante mi vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta entonces inocua compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me esperaba una existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su abundancia, jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.
Mi viaje en barco a Europa fue un verdadero sueño para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en puertos libres o a marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados, sino porque nuevos escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco privilegiado. Verdaderos cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del trasatlántico mirando los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el bar de segunda jugando una encarnizada partida de dados con una banda de pasajeros mafiosos. Era lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas cambiaron. La beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendían en canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. “No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.
Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive sin tabaco, no merece vivir”. Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa época el tabaco se aspiraba La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: “Diga lo que diga por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: “Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar”.
El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno —salvo el dormir— podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.
Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses —y en consecuencia leer mis cartas—, y tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos”, en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. “Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”. Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo.
Días más tarde erraba desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto—stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint—Germain, empezando por el Museo Cluny, en dirección ala Plazadela Concordia. Peroen lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba enla Plazadela Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue Dela Harpe. Meaventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le dije: “¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?”. El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba.
Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.
Este incidente me marcó tan profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico.
Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los “pobres estudiantes”, hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.
Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con trescientos kilos de periódicos en el triciclo.
Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.
Fue en esa época que conocí a Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón gritando “¡Pólice!”. Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso si se arma de un punzón. “¡Soy amigo de Carlos!”, exclamé. A buena hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel. Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que Panchito era menos pequeño de lo que suponía.
A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.
A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba.
Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias.
Uno de los últimos recuerdos que guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l’Odeon. Cerraban el bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino, salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces, esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de Alá, armados posiblemente de corvas navajas?
“Salgamos tranquilamente”, dijo Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos peludos, aceleraban el paso y se acercaban. “Sigan no más ustedes”, dijo Panchito, “yo les doy el alcance después”. Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. “Asunto arreglado”, dijo echándose a reír. “Pero, ¿qué has hecho?”, le preguntó Santiago. “Nada”, dijo Panchito y al poco rato añadió: “Toca”, y se señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.
Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. “Ya lo sabrás por los periódicos”, agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención “Especial Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima”. El télex decía que un delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años porla Interpol, había sido capturado en los pasillos de un gran hotel dela Costa Azulcuando se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.
Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés… Munich, finalmente, donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.
Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como “escribir es un acto complementario al placer de fumar”, me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, puesla Fraucerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Parala Fraudel kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.
Me encontré pues en una situación terrible —sin poder fumar y en consecuencia escribir— y sin solución a la vista, pues en Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.
Yo estaba alojado en casa de este obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.
Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.
Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.
En muchas ocasiones —es tiempo de decirlo— traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente —poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza— que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla —no fumar más— sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.
Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.
Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas dela Agencia France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.
Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa —aparte de medicinas y régimen alimenticio— de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro vacías. M—a—r—l—b—o—r—o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water—closet.
Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba sólo un rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.
¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo rampante de sus caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si entendemos por vicio un acto repetitivo, progresivo y pernicioso que nos produce placer. Pero examinando el asunto de más cerca me daba cuenta de que el placer estaba excluido del fumar. Me refiero a un placer sensorial, ligado a un sentido particular, como el placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis primeros años de fumador sentí un agradable sabor o aroma en el tabaco, pero con el tiempo esta sensación se había mellado y podría decir incluso que fumar me era desagradable, pues me dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y ácido el estómago. Si placer había, me dije, debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso, pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres, sensoriales o espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles, difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los efectos de la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración, sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir en consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para sentirme anímicamente bien. Pero si lo que necesitaba era la nicotina contenida en el cigarrillo, ¿por qué diablos no recurría a los puros o al tabaco de pipa que tenía a mano cuando carecía de cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis peores momentos, pues lo que necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto cuyo envoltorio de papel contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el que me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación, su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas.
Esta reflexión me llevó a considerar que el cigarrillo, aparte de una droga, era para mí un hábito y un rito. Como todo hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de modo que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo rito estaba sometido a la observación de un protocolo riguroso, sancionado por la ejecución de actos precisos y el empleo de objetos de culto irremplazables. Podía así llegar a la conclusión de que fumar era un vicio que me procuraba, a falta de placer sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto de la nicotina que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi comportamiento social mediante actos rituales. Todo esto está muy bien, me dije, era coherente y hasta bonito, pero no me satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando estaba solo y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que escribir, ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que representar. La tiranía del cigarrillo debía tener en consecuencia causas más profundas, probablemente subconscientes. Lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por él sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov —exagerando, sin duda— se refería a Freud como al “charlatán de Viena”.
No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.
El cuchillo del doctor Dupont fue mi espada de Damocles, con la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió años más tarde, cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras —bar, lar, loma, ralo, rabo, etc.— había sido remplazado por el Dunhill en su lindo estuche burdeos con guardilla dorada. Me encontraba entonces en Cannes siguiendo un nuevo tratamiento para librarme del tabaco, luego de una última estada en el hospital. Dupont había decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi mujer, convertida en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora de mi vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente. Ocupaba mis jornadas en jogging matinal, baños de sol y de mar, larga siesta, remo en bote de goma y bicicleta crepuscular. Ello alternado con comidas sanas y actividades espirituales pero de bajo perfil, como hacer solitarios, leer novelas de espionaje y ver folletones de televisión. Este calendario no dejaba ninguna fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto que mi mujer no me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes estaba tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste. De nada me servía percibir mejor la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el sabor de las comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí insípida.
Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo o esconderlo en casa encontré en la playa un rincón apartado, donde hice un hueco, lo guardé, lo cubrí con arena y dejé encima como seña una piedra ovalada. Es así que muy de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la mirada asombrada de mi mujer que me observaba desde el balcón orgullosa de mis disposiciones atléticas, sin sospechar que el objetivo de esa carrera no era mejorar mi forma ni batir ningún récord sino llegar cuanto antes al hueco en la arena. Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta, concentrada y hasta angustiosamente, pues sabía que serían los únicos del día. Esta estratagema, lo reconozco, pudo servir mis gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante mi propia consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis promesas y traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que mi plan no estuvo exento de imprevistos, como esa mañana que llegué a mi reducto y no encontré la piedra ovalada. El empleado que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había sido remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco en la arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi cajetilla. Decidí entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco huecos y poner cinco señas y dejar cinco probabilidades abiertas a mi pasión.
Si uno quisiera contar prolijamente las cosas no terminaría nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin. Es por ello que me propongo concluir esta confesión.
Aquí entramos a la parte más dramática del asunto, con la reaparición del doctor Dupont, sus sondas y sermones y sobre todo su premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis dolencias y problemas ligados al abuso del tabaco, llegué a convivir con ellos y a tirar para adelante, como se dice, tirando de paso pitada sobre pitada. Hasta que fui víctima de una molestia que nunca había conocido: la comida se me quedaba atracada en la garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan frecuente que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para someterme a nuevos y complicados exámenes y a los pocos días, sin explicaciones claras, rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago.
Prefiero no recordar las semanas que pasé en el hospital alimentado por la vena y luego por la boca con papillas que me daban en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues Dupont se había olvidado al parecer de cortar algo y me abrió nuevamente por la misma vía, aprovechando que el dibujo en mi piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo decir del establecimiento donde me enviaron a convalecer, convertido en un guiñapo humano, luego de tan rudas intervenciones.
Se llamaba “Clínica dietética y de recuperación pos—operatoria” y quedaba en las afueras de París, en medio de un extenso y hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy amplias y disponían de baño propio, terraza, televisión y teléfono. A ella iban a parar los que habían sufrido graves operaciones de las vías digestivas para que reaprendieran a comer, digerir y asimilar, hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos. Las dos primeras semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un fornido terapeuta que me masajeaba las piernas, me hacía levantar con los brazos pequeñas barras y con la respiración cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en el tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos pasos por el cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me anunció que ya estaba en condiciones de someterme al control cotidiano.
De qué control se trataba lo supe al día siguiente, cuando vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera salida de mi habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de la clínica. ¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de seres extenuados, tristes y macilentos, en pijama y zapatillas como yo, que hacían cola ante una balanza romana. Una enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un grueso registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y desaparecían en sus habitaciones por el resto del día.
Al horror siguió la reflexión: ¿a dónde diablos había ido a parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue campestre poblado de espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar la realidad. Ello no podía ser una clínica, sino la antesala de lo irreparable. A ese lugar enviaban a los desechados de la ciencia para que, entre árboles y flores, vivieran sus postrimerías en un decorado de vacaciones. La pesada era solamente el último test que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de un milagro. Enfermo que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o más tenía la esperanza de salir viviente de allí.
Esta sospecha la comprobé cuando dos vecinos de corredor dejaron de asistir a la pesada y luego me enteré, por una conversación entre enfermeras, de que se habían “dulcemente extinguido”. Ello redobló mi zozobra, lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de peso. Los platos que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el W.C. o los envolvía en kleenex que echaba a la papelera. Mi mujer y algunos fieles amigos me visitaban en las tardes y hacían lo indecible, con un temple admirable, para no mostrarse alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron. Mi mujer me trajo un finísimo pijama de seda, lo que interpreté por un razonamiento tortuoso como “Si te tienes que morir que sea al menos en un pijama Pierre Cardin”. Algunos amigos insistieron en tomarme fotos, dándome cuenta entonces de que se trataba de fotos póstumas, las que no alcanzaría a ver pegadas en ningún álbum de familia.
Me estaba pues muriendo o más bien “dulcemente extinguiendo”, como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza. El jefe de la clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me alimentaran a la fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a través de la sonda, con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al estómago. La sonda tenía que conservarla en forma permanente, su extremo visible pegado en la frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los dos días la arranqué y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó para sermonearme y como me resistí a que me la volvieran a poner se retiró despechado, diciéndome antes de salir: “Me importa un bledo. Pero de aquí no sale hasta que no aumente de peso. Usted asume toda la responsabilidad”.
A ese imbécil no lo volví a ver más, pero a quienes vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que fueron surgiendo detrás de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de los amplios ventanales. Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón y como ya habían levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran visibles desde mi cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares cálidos y pobres, Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero me sorprendió fue la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y desaparecían subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua, instrumentos de albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía tropiezos ni improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie de sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras, recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar, los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos de sobremesa.
Esa visión me salvó. Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era imperioso vencer la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en ese lugar y esa comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la pesada, metía en los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco. Progresivamente fui añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y pesadas, que cambiaba al repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos cientos de gramos, lo que no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces a mi mujer que me trajera de casa un juego completo de cubiertos, alegando que con ellos podría tal vez alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la clínica. Eran los sólidos y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en un momento de delirio, a pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su destino, se volvían realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis bolsillos, los fui colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de café hasta llegar a la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y más todavía cuando cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las enfermeras estaban asombradas por esa recuperación que no iba con mi apariencia. Un galeno me visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e interrogó y días más tarde la dirección me extendió la autorización de partida. Horas antes de que mi mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie, vestido, mirando una vez más por la ventana a los albañiles que ágiles, ingrávidos, aéreos y diría angelicales terminaban de levantar el segundo piso de ese nuevo pabellón de los desahuciados.
Demás está decir que a la semana de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes bebía una copa de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron otros y otros y otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras me esfuerzo por concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita de vía Tragara, contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida por el escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto estableció aquí su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó diez palacios. Es cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que ver con el tema, pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su humo y cenizas cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un largo período de decadencia.
Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha costado tantas horas de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar de él conclusión ni moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba contra el tabaco, me da igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador, como a Flaubert le gustaba llamarse. Y ahora que recuerdo, Flaubert fue un fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo. Como lo fue Gorki, quien vivió además en esta isla. Y como lo fue Hemingway, que si bien no estuvo aquí residió en una isla del Caribe. Entre escritores y fumadores hay un estrecho vínculo, como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá otro entre fumadores e islas? Renuncio a esta nueva digresión, por virgen que sea la isla a la que me lleve. Veo además con aprensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco.
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rodfuentes · 1 year
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Hipnosis, PNL y los 8 Códigos de la Vida (Psicocuántica)
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(Dr. Ron Dalrymple en una conferencia sobre psicocuántica, San José California, año 2019)
Lo que nadie, en el mundo de la psicología o  medicina, había señalado, o siquiera pensado,  es que el pensamiento podía afectar los átomos, los electrones y las partículas subatómicas mismas.
Nadie había aventurado una unión entre la psicología y  la física. La física subatómica. La física cuántica.
Hasta que el Dr Ron  Dalrymple de la Universidad de Maryland, a quien conocí en las Bahamas a inicios de los años 90,  tuvo la inspiraciónen en la NASA  -al estudiar la física cuántica-  que la psicología -pensamientos y emociones-    estaban relacionadas íntimamente a la física y la matemática.  En su tesis postuló 12 axiomas, uno de los cuales era que el pensamiento humano tenía comportamiento de onda (energía). Y desarrolló su teoría de la “Partícula Thot-Emot”.
La psicología, y las disciplinas vinculadas a ellas como la PNL, e Hipnoterapia  han buscado liberar  las personas de sus disfunciones mentales y emocionales.   Pero nadie  en esa área había imaginado  pensar  que tales  pensamientos  afectaban  la materia misma -  a nivel subatómico-   del cuerpo y de los objetos físicos.
Así como estuvimos  viviendo bajo un paradigma erróneo pensando que la actividad mental no afectaba la química corporal, hasta la época del Dr. Walter Cannon,  hemos estado igualmente  viviendo bajo un paradigma erróneo al  pensar que mente y pensamiento no tenían  nada que ver con la física y la materia.
Con estos planteamientos científicos,   avanzamos hacia un punto donde podemos decir con certeza, que tus pensamientos y emociones bien dirigidos  te conducirán -no solo a un bienestar personal emocional-  sino  hacia un nuevo destino material.
Te conducirá al éxito, en la salud, el amor, la prosperidad y todo lo puedas  desear, de una forma  no planteada hasta ahora.
De acuerdo a los postulados de la “Psicología del Campo Cuántico”, o  "psico-cuántica":   creamos nuestra realidad cuánticamente, día a día ,  porque nuestros pensamientos -conscientes e inconscientes-   alteran  los campos cuánticos subatómicos,  generando  en ellos un impacto positivo  o  negativo,  que se materializará  de acuerdo a la calidad de esos pensamientos y emociones.
De acuerdo a la Psicología del Campo Cuántico  somos verdaderas máquinas de enorme poder que creamos  y materializamos nuestra  “realidad personal”,  todo el tiempo,  a cada instante. Incluso mientras  dormimos
Y esto concuerda  plenamente con la tradición milenaria de los "8 Códigos de la Vida",  en la cual me formé a edad muy temprana en mi vida,   y que pude percatar al conocer al Dr. Ron Dalrymple. Por primera vez se comenzaron a unir ambas cosas, ciencia occidental con la tradición milenaria de  la zona de la cordillera de los Andes.
Que tu jardín florezca
Rod Fuentes
¿Hacia adonde se dirige tu vida?
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ojosnche · 1 year
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𝐛𝐢𝐞𝐧𝐯𝐞𝐧𝐢𝐝𝐚, 𝗩𝗘𝗥𝗔 𝗔𝗟𝗖𝗔́𝗭𝗔𝗥-𝗛𝗔𝗦𝗧𝗜𝗡𝗚𝗦... tablero de pinterest. playlist. conexiones. # veintiséis — # abogada — # esqueleto q4 ( 𝐟𝐢𝐧𝐧𝐞𝐠𝐚𝐧 & 𝐚𝐬𝐬𝐨𝐜𝐢𝐚𝐭𝐞𝐬 )
if a man talks shit, then i owe him nothing...
aka america’s sweetheart, o taylor swift castaña. viene de nueva york y sus apellidos son bastante respetados en el país. es conocida por ser hija de un senador y una investigadora muy respetada, proviene de una familia conservadora, lo que significa que todo el tiempo vive bajo presión y tratando de ser perfecta. la mayoría de las cosas que hace, las hace por imposición de su familia y por portar correctamente sus apellidos.
¿recuerdan cuando todos odiaban a taylor swift y la estigmatizaban cañón por tener varios ex novios? bueno, ese es el concepto de vera. está altamente basada en canciones de taylor— blank space, especialmente, pero por ahí tiene algo de the man, shake it off y the archer.
rich, smart & sweet af, pero un poquito bossy, así que no la hagan perder los estribos porque se pone loquita :/ ubican a cassandra pressman? bueno, más o menos eso.
 tiene un montón de diarios como taylor swift. eso no es relevante pero quería que lo supieran
tengo que decir que es gay? es medio closetera. bueno, ahora que vive en los ángeles es un poco más suelta porque ya es mayor y sus papás no le están encima como solían hacerlo en otros rps donde era más joven. sin embargo es difícil dejar los malos hábitos así que está trabajando en eso. pienso darle una evolución como la de leighton murray en sex lives of college girls, solo que no tan bitchy y sin que le de clamidia de preferencia...
está en los ángeles desde hace unos... 4 años y cachito, que se graduó de la universidad en nueva york. es muy buena en su trabajo, a pesar de que aparenta fragilidad, se defiende bastante y es competitiva. lo cual es irónico, porque estudió esa carrera por presión. ella en realidad quería ser maestra de kinder y enseñarle a los niños a colorear :(
¿qué conexiones funcionarían? pues cualquier lyric de taylor ah. un i can make the bad guys good for a weekend, algún ex con el que terminara mal y ande por la vida diciendo que está loquita (solo porque decidió poner límites ok), alguien a quien le haya quitado su puesto en un trabajo anterior :$ si sus personajes son de nueva york, pudieron estudiar juntxs, ser del mismo círculo o tener amistades en común. spoiler de su biografía: durante la universidad le filtraron un s*x tape con dos personas jsdhsjgh anyways there's that. one night stands le vienen bien, si anda medio borracha no le hace el feo a nada ah. quiero que tenga unx mejor amigx, quizás alguien que conoció llegando a los ángeles. algo tipo becky's so hot de bowie albertine fletcher, pero en este caso la que se lo queda pierde y en lugar de pelear por la persona en cuestión, terminaron hooking up entre ellas. rivales, enemigos, lo que sea negativo; vera can and will fight. en fin, toy abiertx a propuestas, especialmente si le destruyen la psiquis porque no puede ser perfecta por siempre !! gracias.
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htca2 · 1 year
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CASA EN TOLÓ
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•ARQUITECTO:  Alvaro Siza
•UBICACIÓN: Cerva, Vila Real
•CRONOLOGÍA: 1999
•BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Arquitecto portugués nacido en Matosinhos (próximo a Oporto) en 1933.
Aunque de adolescente se interesó por la pintura y la escultura, con 15 años decidió su vocación de arquitecto al descubrir a Gaudí. Comenzó sus estudios de arquitectura en 1949, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Oporto, que finalizó en 1955. Durante sus años de estudiante realizó su primer proyecto construido en 1954. Entre 1955 y 1958 colaboró en el estudio del arquitecto Fernando Távora.
Impartió clases en la universidad de Oporto, desde 1966 hasta 1969, y se convirtió en catedrático de construcción en 1976. Trabajó como profesor invitado y conferenciante en las Universidades de Pennsylvania, Los Andes de Bogotá, la Escuela Politécnica de Lausana, y en la Escuela Graduada de diseño de la Universidad de Harvard.
Álvaro Siza es uno de los arquitectos más conocidos del panorama arquitectónico portugués en la actualidad. Entre su amplia producción caben destacar: el proyecto para 1.200 viviendas en la calle de Malagueira, en Évora (1977); la casa Avelino Duarte en Ovar (1981-85); el Centro Cultural de Sienes (1982-85); la Escuela Superior de Educación de Setúbal (1986-92); la nueva Escuela de Arquitectura de Oporto (1986-93); la Biblioteca de la Universidad de Aveiro (1988); el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela (1988-93); o el Centro Meteorológico de la Villa Olímpica de Barcelona (1989-92), entre otros.
Entre sus proyectos urbanísticos destacan: el plan urbanístico para Macao (1983-84); el plan de recuperación de Schilderswijk, La Haya (1985); el proyecto de renovación urbana de Giudecca, Venecia (1985); la reconstrucción de la zona incendiada de Chiado (1988); o el plan urbanístico de la Praça de Espanha (1989), ambos en Lisboa.
Ha participado en diversos concursos internacionales, y ha ganado el concurso de viviendas Schlesisches Tor, Berlín (1980); el concurso para la recuperación del Campo di Marte, Venecia (1985); el concurso para la renovación del Casino y Restaurante Winkler de Salzburgo (1986); o el concurso para el Centro Cultural de la Defensa (1988-89).
Obtuvo el Premio de Arquitectura de la Asociación de Críticos de Arte de Portugal en 1982, y fue galardonado por la Asociación de Arquitectos Portugueses en 1987. En 1988 consiguió la medalla de oro de Arquitectura del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España; la medalla de oro de la Fundación Alvar Aalto; el premio de Diseño Urbano Príncipe de Gales de la Universidad de Harvard; y el Premio Europeo de Arquitectura de la Comunidad Económica Europea. En 1992 gana el Premio Pritzker, y un año más tarde fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Escuela de Lausana. En 2002 recibió el León de Oro de la Bienal de Venecia al mejor proyecto arquitectónico por su Fundación Ibere Camago, en Porto Alegre, y ese mismo año fue condecorado con la Medalla Internacional de las Artes de la Comunidad de Madrid.
Su obra es conocida en todo el mundo, gracias a las numerosas y variadas exposiciones -tanto individuales como colectivas- que realiza: en el Museo de Arquitectura de Helsinki (1982); en el Museo de Alvar Aalto en Finlandia (1992); en la Bienal de París (1985); en el Centro Georges Pompidou de París (1990); o en el MOPU de Madrid (1993), entre otras.
•DESCRIPCIÓN DE LA OBRA Y CONTEXTO CULTURAL
En 1999 Siza nos deleita con este proyecto de vivienda unifamiliar convertida ya en un clásico de su obra.
Ubicada en Portugal, esta casa se distingue por su radical adaptación al problema de la pendiente en un terreno abruptamente inclinado y con una configuración particular: muy largo y angosto. Hecho que, por otro lado, no hace perder la simplicidad del proyecto.
La inestabilidad del terreno junto con un presupuesto reducido origina la necesidad de enterrar parcialmente la vivienda, consiguiendo un comportamiento termal positivo. La casa se une naturalmente al terreno mediante una posición lineal al centro de la parcela, se intentó salvar todos los árboles preexistentes, ya que mantienen una fuerte presencia en el área, así como para preservar la continuidad con los entornos inmediatos y para asegurar sus características originales. La abrupta topografía condiciona el espacio interior de la vivienda, con un acusado desarrollo longitudinal y una acusada pendiente.
Al enterrarse la vivienda los espacios exteriores adquieren mucho protagonismo: se organizan patios exteriores en las cubiertas de los diferentes niveles conformando un jardín, así como plataformas de descanso en su recorrido lineal, convirtiendo la casa en sí en un sendero.
La escalera externa que vincula los patios refleja la escalera interior que tiene la misma función de unir los compartimientos, los que también están desarrollados a través de niveles. De esta manera, las escaleras externas corresponden a los techos interiores. La elección del hormigón visto crea una idea similar a la de rocas masivas apareciendo naturalmente del sitio. De esta manera, la expresión se adquiere a partir de una estructura continua de hormigón, la más eficiente en un sitio de estas características, y una vez más se estaría haciendo uso de los modestos recursos económicos disponibles, motivo por el cual se creó la necesidad de enterrar parcialmente la casa
•BIBLIOGRAFÍA
https://arquitecturaviva.com/obras/casa-tolo
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bocadosdefilosofia · 9 months
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«Y así como el tiempo, considerado de por sí, no se dice “tiempo de algo”, sino que cuando consideramos las cosas que están en él, decimos “el tiempo de ésta o aquella cosa”, así también la suma verdad de por sí subsistente no es de ninguna cosa, sino que cuando algo es según aquella, entonces se dice “verdad o rectitud de esto”.»
Anselmo de Canterbury: Tratado sobre la verdad. Universidad de los Andes, pág. 125. Bogotá, 2018
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jgmail · 1 year
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Bancos Centrales de la Misión Kemmerer
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Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda
En los EE.UU. la fundación de un banco centralizado, primero en 1791 y después en 1836, resultó temporal. A inicios del siglo XX y en plena expansión imperialista, un grupo de políticos y economistas reunidos en secreto y aislamiento en la remota isla de Jekyll, diseñaron el moderno sistema bancario que luego se aprobó en el Congreso, dando origen a la Federal Reserve System (FR o Banco Central, https://bit.ly/3gnUlVB) en diciembre de 1913, bajo el gobierno de Woodrow Wilson (1913-1921). Era un consorcio entre los bancos privados y el gobierno, con autonomía y teóricamente “lejos” de las influencias políticas del Ejecutivo. Cuando la I Guerra Mundial (1914-1918) afectó seriamente el comercio exterior latinoamericano con Europa, los EEUU aprovecharon la oportunidad para consolidar su presencia en todo el continente. En mayo de 1915, por convocatoria del presidente Wilson, se realizó en Washington el Primer Congreso Financiero Panamericano, al que asistieron 18 países. El Secretario de Hacienda, que presidió ese congreso, informó al presidente que los créditos europeos “deben ser reemplazados por créditos de los Estados Unidos”; y, además, consideró que la primera medida a adoptar debía ser el establecimiento de sucursales o agencias bancarias, pues ellas podrían “hacer un gran servicio a los hombres de negocios y banqueros norteamericanos, dándoles informes sobre el crédito y los datos generales acerca del comercio y las condiciones financieras de los distintos países en donde trabajen.” El Congreso acordó una “legislación uniforme” para adoptar el “patrón oro” y regular los documentos mercantiles, aduanas, aranceles y derechos de propiedad (https://bit.ly/3AQU7xB). Pero las ideas y propuestas no se concretaron. Si bien desde 1911 existía en Bolivia el Banco de la Nación, el ejemplo de modernidad y adelanto que ofrecían los EEUU condujeron a la fundación del “Banco de la Nación Boliviana” en 1914, que adoptó el monopolio de la emisión monetaria, tratando de seguir los lineamientos de la FR. Fue un hecho excepcional y pionero en América Latina, porque en otros países actuó una misión de expertos liderada por Edwin Walter Kemmerer, un prestigioso economista y profesor de la Universidad de Princeton, experto en finanzas internacionales, defensor y promotor del sistema de la FR, a quien se le conoció como “money doctor”. Sus asesorías no tuvieron un carácter oficial ni dependencia con el gobierno norteamericano, pero, en los hechos, realizaban la labor expansionista, llegando con sus propuestas a Filipinas (1904/1906), México (1917), Guatemala (1919) y a los países andinos de Sudamérica: Colombia (1923), Chile (1925), Ecuador (1926), Bolivia (1927) y Perú (1931). El historiador Paul Drake ha estudiado ampliamente esa trayectoria de Kemmerer en los Andes. Llamado por los gobernantes de los distintos países, se tenía a Kemmerer como técnico, sabio y ajeno a la política. De hecho, en los países sudamericanos, no había profesionales con la experiencia ni los conocimientos comparables a los que tenían los expertos norteamericanos. Tampoco existían facultades de Economía. En todos se confió que la aureola de extranjeros expertos servía para apuntalar la creación de bancos centrales como proyectos económicos modernizantes. La Misión Kemmerer procuró acoplar el sistema de la FR a los países visitados, mediante la implantación del monopolio en la emisión de moneda, el patrón oro (50% de la emisión debía respaldarse en oro), créditos, garantías a los bancos asociados, topes en los préstamos al gobierno (fluctuó entre el 20 y el 45%), control del flujo monetario, la tasa de cambio y el interés. Ante el cierre del mercado europeo, los gobiernos andinos querían atraer créditos bancarios e inversiones de los EEUU. De manera que la era de expansión del imperialismo norteamericano coincidió con las necesidades económicas latinoamericanas para el despegue de su vía hacia el desarrollo capitalista, bajo condiciones de dependencia externa. En Colombia hubo recelos entre los bancos y temor ante la posible preeminencia del gobierno, algo que se repitió en los otros países. Pero Kemmerer introdujo directorios con la participación no solo del gobierno, sino de los banqueros nacionales, de los extranjeros (Ecuador no los tenía) y, además, de representantes de los gremios de comerciantes, agricultores (también otro de los cafetaleros en Colombia) e industriales e incluso uno por los trabajadores sindicalizados en Ecuador, Perú y Chile (además de otro por los productores del salitre). En Bolivia quedó apuntalado el banco central aprovechando del existente y dándole el formato nuevo, que incluyó en el directorio a un representante de los bancos acreedores de la enorme deuda externa. En todos los casos, se trató de evitar tanto la hegemonía del gobierno como de los banqueros, con directorios “pluriclasistas”. El caso ecuatoriano merece particular atención porque la creación del Banco Central (BCE, 1927), seriamente resistida por la plutocracia, a pesar de que los bancos privados participaban obligatoriamente en esta naciente sociedad anónima, paradójicamente resultó un instrumento de la Revolución Juliana (1925-1931), que inició el largo camino de la superación del régimen oligárquico tradicional (https://bit.ly/3UPNiEp). La crisis iniciada en 1929 en los EEUU, que tan alarmantes consecuencias trajo a la economía mundial, alteró el panorama de los bancos centrales latinoamericanos. Desde 1931 comenzó a abandonarse el patrón oro, se forzó a tales bancos a otorgar mayores créditos a los gobiernos para arreglar tanto el déficit fiscal como la financiación de obras, se restringieron otros créditos, así como la emisión monetaria para aplacar la inflación y, finalmente, durante esa década, los Estados pasaron a gobernar a los bancos centrales, acabando con la “autonomía” soñada por Kemmerer. El intervencionismo sobre los bancos centrales también se debió a las especiales condiciones vividas por el conflicto de Leticia entre Colombia y Perú (1932/1933) y en Bolivia por la “guerra del Chaco” contra Paraguay (1932/1935). El supuesto carácter “técnico” de los bancos centrales quedó sujeto, en adelante, a la vorágine de la vida política de América Latina. Ecuador nuevamente es un caso particular para ilustrar el drama de las economías latinoamericanas. El efímero Encargado del poder, Alfredo Baquerizo Moreno (1931-1932), miembro de la oligarquía guayaquileña y presidente del país durante la “época plutocrática” entre 1916-1920, suspendió el patrón oro y, además, conminó al BCE a que le otorgara un préstamo por 15 millones de sucres, que también serviría para crear una “Caja de Crédito Agrícola” (https://bit.ly/3VbDJ2k). Comenzaba la disputa por los fondos de la mayor institución bancaria del país entre las distintas fracciones de las elites económicas, de modo que se impuso la política sobre las “racionalidades” de la economía. Sin que ningún sector alcanzara la hegemonía del poder, entre 1931 y 1948 Ecuador vivió la época de mayor inestabilidad en su historia, con la sucesión de una veintena de gobiernos, en medio de la prolongada crisis económica. Décadas más tarde, durante los 90, fueron recursos del BCE los que sirvieron para cubrir los “salvatajes” bancarios; y luego del feriado bancario (1999) el gobierno de Jamil Mahuad conminó a la institución para adoptar la dolarización (2000). En 2021el gobierno de Lenín Moreno aprobó la “Ley de Defensa de la Dolarización”, que se ha considerado como una verdadera “privatización” del BCE (https://bit.ly/3hrfFba) La historia de la Misión Kemmerer demostró que la economía latinoamericana no dependía de decisiones técnicas ni de las estabilidades institucionales que podían encontrarse en los EEUU. Sobre las economías nacionales se han impuesto los vaivenes de las economías capitalistas centrales. Pero, además, en forma recurrente, se impone la política, porque se movilizan tras ella los diversos sectores de la sociedad interesados en inclinar los recursos a su favor. Es una experiencia del pasado, continuada hasta el presente.
Historia y Presente – blog: www.historiaypresente.com  
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wikkart · 2 years
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Buenas noches ^^
Hacía un buen que no me pasaba a saludarla, la universidad me tiene super ocupada :s
Y veo que a usted también, espero se encuentre bien, extraño mucho sus dibujos y conocer más sobre sus personajes :')
Sin más que decir, le deseo linda noche (son las 2am), que le vaya bien, espero pronto saber más de usted, se le extraña de todo corazón 💕💕
HOLAAA 💗💗💗 Disculpa la demora! Apenas ahorita pude darme un momento para responder. Y si, tal cual la uni también me ha traído como loco últimamente, pero ya pronto podré estar en paz con las vacaciones , v , Me alegra saber que me tienes muy presente aún, igual aunque no lo parezca también pienso muy constantemente en la gente como tu que me ha seguido hasta ahora <3
En este instante ando trabajando en varios proyectos de la facultad, pero quiero destacar uno en especial donde ando desarrollando una nueva mini historia con nuevos OC's 👀 Los dibujos los publicaré hasta que acabe mi semestre, así que hasta entonces pido que me esperen un poquito más para mostrar lo que tengo en manos 💝💝💝 Y bueno también te deseo mucha suerte con la escuela! Espero ante todo te ande yendo bien en tus estudios y sigas prosperando mucho en ello, se te aprecia bastante 💖✨💖✨💖
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