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#todas sutiles chiquitas cotidianas
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Movimientos mexicanos de los siglos
Padre, no te espantes, pues todavía estamos nepantla. –Un indio a Diego Durán
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Hay una primera imagen: un macehual tlatelolca, a mediados del siglo XVI, se encuentra, indolente, en los restos de lo que antes era una avenida. Roto el tejido comercial de su mundo, distendida su red ritual, los significantes que lo rodeaban se han estropeado, es decir, se han detenido radicalmente: inmovilizadas, las piedras, por ejemplo, han sido vaciadas de sus significados previos, aún latentes sin embargo en los muros del Colegio de Santa Cruz. Interrumpida la circulación de plumas, de joyas de ónix y jade, de molcajetes de piedra volcánica, de petates, de ropa de papel de amate, de chiles secos y de flor de calabaza, de perros y de esclavos, la estasis del imperio es pasmosa. La suma de los rumores, no sólo de los comerciantes sino de sus mercancías entrechocándose ante el silencio atento de los xoloitzcuintles, se ha evaporado. El universo sonoro del tianguis también era una armazón material para orientarse en el mundo: ahora, la intemperie –incluida la de kilómetros a la redonda: a más de cien, hacia el norte, un otomí de Xilotepec se pregunta, aliviado pero intrigado, por qué los tenochcas han dejado de recaudar su tributo. Perdida la red de la vida cotidiana se han distendido igualmente los músculos, la inervación en el cuerpo casi se ausenta: la circulación furiosa de materiales, finalmente, lo configuraba. Los desplazamientos de los signos han debido encontrar refugio y la mente del tlatelolca parece un lugar propicio, aunque precario. Todo está en su cabeza ahora.  
Lo explica, con cifras, Tzvetan Todorov: en 1500, la población de América era de unos 80 millones de personas; a mediados del siglo XVI quedaban 10. En México, en un siglo la población se redujo de 25 millones a uno. «Si alguna vez se ha aplicado con precisión a un caso la palabra genocidio, es a éste», dice el búlgaro, antes de afirmar que el caso americano significa un récord histórico, no sólo en términos relativos sino absolutos: «Ninguna de las grandes matanzas del siglo XX puede compararse con esta hecatombe. Se entiende hasta qué punto son vanos los esfuerzos de ciertos autores para desacreditar lo que se llama la “leyenda negra”, que establece la responsabilidad de España en este genocidio y empaña así su reputación. Lo negro está ahí, aunque no haya leyenda». Pero la estadística (que no es fría, como suele decirse, sino cálida desde otras distancias) se acerca hasta nosotros mediante otras imágenes; hay que leer algunos pasajes de Historia de las Indias, de Bartolomé de las Casas, para que las cifras adquieran una densidad singular: «no se juntaban el marido con la mujer, ni se veían en ocho ni en diez meses, ni en un año; y cuando al cabo deste tiempo se venían a juntar, venían de las hambres y tan deshechos, tan molidos y sin fuerzas, que poco cuidado habían de comunicarse maridalmente; desta manera cesó en ellos la generación». Además «las criaturas nacidas, chiquitas perescían, porque las madres, con el trabajo y el hambre, no tenían leche en las tetas» [sic]. Al vaciarse el entramado teológico-económico-político circundante el cuerpo se asemeja a un cascarón: no hay irrigación de sangre hacia los genitales o de líquido hacia las mamas. No hay movimiento arterial si las calles no rebozan de sujetos y objetos: no hay deseo sin mundo.
Algunos documentos de la Nueva España confirman que el vínculo cuerpo-ciudad estaba lejos de ser una metáfora menor: el historiador dominico Diego Durán ya hablaba a mediados del siglo XVI de que «la ciudad estaba llorosa y toda la tierra alborotada y divisa», para describir la sensibilidad imperante en la población. Pero también podemos enlistar, como recuerda Fernando Benítez, los «seis puntos capitales para la felicidad del pueblo mexicano», en clave político-legal, del obispo Manuel Abad y Queipo, o las Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, de Hipólito de Villarroel, ambos de finales del siglo XVIII. Los indios, sin embargo, ya habían intuido esta relación y generado, desde tiempo atrás, estrategias de sanación. Vaciada la circulación del mundo, desplazada la propia posibilidad del movimiento volitivo, el cuerpo debía endurecer su piel para proteger al menos su memoria. El propio Benítez ha descrito: «El indio que se resistía a dejar su cabaña y abandonar a su familia era llevado a fuerza de latigazos a los campos y a las minas. Por eso se refugiaron en el silencio y en el secreto. No hablaban. Respondían con dubitativos: “no sé, quién sabe, puede ser”». Pero es Bolívar Echeverría, preclaro, el que ha teorizado ese hermetismo y lo ha reivindicado en toda su politicidad: esos dubitativos son una forma casi imperceptible de decir «no» para mantener una tensión rebelde. Cito in extenso, porque nadie lo ha explicado mejor: «La expresión del “no”, de la negación o contraposición a la voluntad del otro, debe seguir un camino rebuscado {…}. Debe hacerse mediante un juego sutil con una trama de “síes” tan complicada, que sea capaz de sobretederminar la significación afirmativa hasta el extremo de invertirle el sentido, de convertirla en una negación. Para decir “no” en un mundo que excluye esta significación es necesario trabajar sobre el orden valorativo que lo sostiene: sacudirlo, cuestionarlo, despertarle la contingencia de sus fundamentos, exigirle que dé más de sí mismo y se transforme».
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Sacudir el vocablo para moverse ahí donde las opciones parecen reducirse a la estasis melancólica o al desplazamiento forzado. Si afuera el único movimiento es el extractivo, adentro, hermetismo mediante, ocurre un movimiento vertiginoso, un contrapunto intelectivo que escapa activamente de los procesos de decodificación simple. ¿No es por eso que el propio Durán exige a sus hermanos dominicos que examinen y acosen también el sueño de los indios? Se trata de detectar cualquier resto de idolatría, porque, en verdad, el indio se ha convertido para el conquistador en una sombra, se ha oscurecido ante su luz hermenéutica al punto de adquirir una consistencia onírica. La aceleración del pensamiento indígena en la época apunta, por otra parte, a crear formas de inervación para su cuerpo.
Una modernidad macabra
A pesar de haber descrito movimientos, desplazamientos, circulaciones o redes, hemos querido evitar el mínimo asomo del concepto de migración (incluso cuando un pueblo, como el mexica, desde su origen chichimeca, parezca migrante por antonomasia; el desplazamiento mexica, en realidad, por su espina mitológica, es peregrinante, no migrante). Y, por supuesto, podría aducirse que bajo estos términos la migración es más bien un concepto moderno y que se aplica inexactamente a la realidad indiana del siglo XVI. Pero quisiéramos traer esa realidad al presente para hacerla funcionar como un espejo de obsidiana: negro, hermético, difuso. Porque además, ¿no es la modernidad mexicana, como la ha descrito Claudio Lomnitz, una modernidad que se asienta en lo macabro, especialmente a partir el siglo XIX, es decir, a partir de que intenta explicarse a sí misma y construirse una narrativa? ¿No ha debido reivindicar lo macabro para sublimar lo miserable? La migración, en este espejo antirreflejante, se revela de pronto como un concepto débil, que pretende ocultar sus condiciones políticas de emergencia. ¡Sucede hoy mismo!: los centroamericanos en su recorrido hacia los Estados Unidos siguen siendo llamados migrantes y no desplazados o refugiados de una guerra civil; lo mismo pasa con los habitantes de las provincias mexicanas en su huida hacia la capital del país, como nos lo recordó, cruelmente, el caso de los cinco de la Narvarte. La migración aparece, en este contexto, como un concepto excesivamente romántico, que no da cuenta de las dinámicas de una economía articulada alrededor de lo macabro, que conmociona incluso al que mantiene inmóvil. Es necesario rodear al concepto mediante nuevas palabras que surjan de estrategias vivas.  
Los papeles campesinos  
Un ejemplo actual nos ayudará a entender las transformaciones de la imaginería del desplazamiento en la psique indiana. Hay una segunda imagen, entonces: un campesino jaramillista, en plena lucha agraria a mediados del siglo XX, tras la represión gubernamental durante las campañas electorales de 1946 y 1952, tanto en Morelos como en la Ciudad de México, con cientos de compañeros muertos a cuestas, se ha levantado en armas por enésima ocasión. Escondido, junto a toda la guardia de Rubén Jaramillo, en la selva baja de Tlaquiltenango, carga, junto a sus alimentos y sus armas, una máquina de escribir. Su estrategia es, en apariencia, paradójica: parte de su armamento son las inconformidades por escrito que recoge a su paso por decenas de pueblos y rancherías morelenses, y que le servirá a su movimiento para realizar gestiones ante los gobiernos locales y federales. Nuestro personaje, esta vez, es real: se llama Cirilo García y en 1999 mantuvo una conversación con Tanalís Padilla para detallar las condiciones en las que se redactó, cincuenta años atrás, el reivindicativo Plan de Cerro Prieto. Su voz seguramente se conserva en los archivos de la investigadora: es un fantasma reciente.
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El movimiento jaramillista fue peculiar, como lo explica la propia Padilla: aunque era el heredero natural del agrarismo de Zapata, se distanciaba de él al haber surgido en el México posrevolucionario que, al menos durante el periodo del presidente Cárdenas (1934-1940), institucionalizó algunas de sus demandas, incluidas las del reparto agrario. Tras el desvanecimiento del populismo cardenista, la retórica del jaramillismo «se asemejó cada vez más a la de los grupos guerrilleros que aparecerían en la última parte del siglo XX». Es decir, funcionó como un cauce natural de los grupos que hicieron la Revolución, y aunque en un primer momento se mostró reformista y apegado a las leyes (Jaramillo mismo se presentó a elecciones varias veces), la brutal represión gubernamental lo orilló a la clandestinidad, en la que también deberían refugiarse los movimientos posteriores de Lucio Cabañas o Genaro Vázquez. Su estela también alcanzaría al EZLN (tal vez no sea coincidencia que los neozapatistas, junto al Congreso Nacional Indígena, estén por presentar a una candidata a la presidencia de México en 2018). Visto en retrospectiva, entonces, los jaramillistas representan una zona estratégica intermedia de las insurrecciones sociales del siglo XX mexicano: el agrarista estaba dispuesto a abandonar el parapeto de los canales legales tan pronto como fuera necesario; entraba y salía de la letra, la usaba como un centro gravitacional. La letra a su vez estaba representada, y en cierta forma lo sigue estando, por los poderes centrales, es decir, por la Ciudad de México (para un campesino pauperizado de hace setenta años, un viaje de unos 130 kilómetros a la metrópoli significaba una travesía también anímica). La capital era, entonces, un viaje por el papel –arrugado, rayado, hasta el punto de lo laberíntico.  
Es interesante advertir, sin embargo, que esa nueva relación con el papel y con el signo ya había sido sembrada por los primeros zapatistas desde finales del siglo XIX. «Yo he de morir algún día, pero los papeles de mi pueblo se quedan», aseguró alguna vez Emiliano Zapata, una frase enigmática para el revolucionario que hizo de la «tierra» el significante principal de su lucha. La investigación pionera de Jesús Sotelo Inclán, Raíz y razón de Zapata (1943), mostraría la profundidad de semejante idea: el pueblo de Anenecuilco llevaba décadas exigiendo la propiedad de sus tierras a través de lo que llamaban el «testimonio de los títulos primordiales». La operación zapatista era osada: demostraba la existencia del pueblo desde la época colonial, a través de una Cédula Real y dos Mandamientos Virreinales, pero incluso la extendía hasta épocas prehispánicas, a través del Códice Mendocino y la Matrícula de Tributos de Moctezuma, donde ya aparecía, discreto, el nombre de Anenecuilco. Sotelo Inclán cree que el pueblo «bien pudo haber sido fundada en la segunda mitad del siglo XIII», por lo que su profundidad histórica se abismaba a través de casi siete siglos y, por tanto, Zapata, más que un simple revolucionario moderno, era un calpuleque, el representante y defensor del calpulli, las tierras comunales prehispánicas –anteriores, evidentemente, al sistema de haciendas y a la propiedad individual. Como resume bellamente Sotelo Inclán: «la biografía de Emiliano Zapata empieza muchos siglos antes de que él naciera».    
En este laberinto, hay un eco macabro que llega a nosotros desde el siglo XVI a través de una carta de Vasco de Quiroga dirigida al Consejo de Indias, para denunciar las condiciones de opresión en las que sobreviven los indígenas: «Los hierran en la cara por tales esclavos, y se las aran y escriben con letreros de los nombres de cuantos los van comprando, y algunos hay que tienen tres y cuatro letreros, […] de manera que la cara del hombre que fue criado a imagen de Dios, se ha tornado en esta tierra, por nuestros pecados, papel». Nos encontramos nuevamente con el arbitrio del signo, que aquí representa, además de la apropiación del otro, ¡el concepto mismo de propiedad moderna!, tan distinto al de la cosmovisión indígena. La operación zapatista también es, entonces –para seguir usando los términos de Bolívar Echeverría–, codigofágica: usa los signos del enemigo para sus propias batallas. Y, como intuyó brillantemente el indio anónimo que alguna vez le habló a Durán, está nepantla: se encuentra en medio de los mundos, tensándolos, como un arco. Los mandamientos virreinales por los que anenecuilquenses fueron forzados a producir bajo la economía hacendaria o la matrícula tributaria por la que debían otorgar una altísima cantidad de bienes a los mexicas, se convierten, así, en la garantía de su personalidad jurídica y en el estandarte de su lucha autonómica. Una lección de dignísima praxis política: para moverse, dicen sin decir, también es urgente sacudir los papeles. Pero para llegar a ella, como se afirma en el Chilam Balam, hay que amar esas palabras [así sean brutales] como se aman las piedras preciosas.
–Guillermo García Pérez
Una versión más breve de este ensayo apareció en la edición 17 de Incorrecta, suplemento literario de La Diaria de Uruguay. 
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