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El tronco que me eligió a mi.

Me encontraba caminando en el bosque, con la cámara en la mano y el alma en los bolsillos, como quien busca algo que no sabe nombrar. La humedad del suelo se colaba entre los pasos y el murmullo de los árboles acompañaba mis pensamientos, pero fue en un claro olvidado donde me detuve sin querer. Ahí estaba él. Un tronco solitario, firme en su muerte, callado en su vida.
Lo vi. Y al verlo, algo en mí también se vio.
Ese tronco lleva años ahí. No puedo saber cuántos. Pero el tiempo ha dejado de importarle, y en su abandono parece haber encontrado otra forma de ser. Fue un árbol algún día, tal vez frondoso, acaso nido, sombra o fruto. Hoy es solo la columna de lo que fue, partida, expuesta, irreconocible para quienes no saben mirar. Sin embargo, en su solitud no hay tragedia. Hay algo que se parece demasiado a la dignidad.
Pensé entonces: ¿cuántas personas habrán pasado por aquí sin verlo? Caminantes, enamorados, niños, ancianos, corredores y perros, todos transcurriendo junto a él como si fuera parte del ruido de fondo del mundo. ¿Cuántos ojos se posaron en su dirección sin notarlo? Y, más aún: ¿por qué fui yo quien lo vi?
Quizá, porque algo en mí también ha dejado de florecer. Porque yo también me he sentido parte de un paisaje que nadie observa. Porque la soledad del tronco es la soledad de quien ha vivido, ha dado, ha sido parte de algo y ahora solo permanece. No espera, no exige, no implora. Solo está.
En esa presencia muda hay una filosofía profunda: la de la solitud como estado ontológico, no circunstancial. La soledad que no es consecuencia de un abandono, sino una forma pura de existencia. Como el ermitaño que elige el monte, como el sabio que calla en vez de hablar. El tronco no se lamenta. No tiene hojas que perder ni ramas que ofrecer. No tiene pájaros ni brisa. Solo él consigo mismo. Y esa es su eternidad.
Y sin embargo, no puedo evitar pensar en su pasado. ¿Cuántas estaciones vivió ese tronco como árbol? ¿Cuántos otoños lo desnudaron con lentitud? ¿Cuántos inviernos lo endurecieron hasta la médula? ¿Fue acaso testigo del amor de dos aves, o del juego de unos niños al pie de su sombra? ¿Cuántas vidas se sostuvieron de su savia, de su presencia, sin que él mismo tuviera conciencia de ello?
Ahora yace, como un testigo dormido. No muerto, sino transformado. No olvidado, sino velado. Y en ese estado de solitud absoluta, me habló.
Porque hay soledades que nos rozan, y hay otras que nos atraviesan. La del tronco era de las últimas. Una soledad que no era amarga, sino sagrada. No se trata del aislamiento, sino de una presencia tan plena, tan radicalmente entera en sí misma, que se vuelve invisible para la mirada superficial. Solo se revela cuando uno está listo para verla.
Y yo estaba listo.
Me conmoví. Le tomé una foto, sabiendo que no era solo imagen. Era un testimonio. Quizás un espejo. Al hacerlo, sentí que él también me veía. Que había estado allí esperándome, como si supiera que yo, en este punto de mi vida, necesitaba encontrar algo que nadie más habría notado.
El bosque es inmenso. Lleno de vida. Lleno de verde. Pero fue en esa madera quieta donde encontré lo que había salido a buscar.
Porque hay presencias que se vuelven visibles solo cuando nuestra alma está dispuesta a reconocerlas. Y hay soledades tan absolutas, tan puras, que nos devuelven la mirada con una paz que no se puede explicar, solo fotografiar.
El tronco no necesitaba ser visto.
Pero yo necesitaba verlo.
Y esa fue la epifanía.
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