La vida inquietante de las honduras del alma contada por la magia fresca de los símbolos orientales japoneses. Mitología y cuentos de Japón para el Autoconocimiento Humano.
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Recientemente, @mitosjpenespanol viajó a Japón. Conoce historias y lugares maravillosos que me encontré durante mi travesía por la tierra del sol naciente.
El santuario de Ushijima
En el borde del gran río Sumida, cerca del puente Kototoi, se yergue un hermoso santuario de tejas verdes y doradas. Sobreviviente de muchos fenómenos naturales, se dice que este templo fue construido en el año 860 por el sacerdote budista Ennin. Nacido en la prefectura de Tochigi, viajó a China como parte de la comitiva diplomática del político Fujiwara no Tsunetsugu. Posteriomente, profundizó allí en las prácticas budistas hasta ser deportado a Japón debido a las políticas antibudistas del emperador Wuzong. Ya en el país, Ennin se dedicó a la expansión del budismo de la escuela Tendai por medio de la ampliación del complejo monástico de Enryakuji.
Sobre el origen de Ushijima, se cuenta que Ennin salió de excursión rumbo a Senso - ji, templo principal de Tokio. De camino a este, un anciano lo abordó y le pidió que construyera ahí un santuario para proteger a las personas que vivían a orillas del río Sumida. En realidad, aquel anciano era la encarnación del dios Susanoo.

Este dios era el hijo de los dioses primordiales Izanami e Izanagi, su nombre significa “macho impetuoso”. Aunque generalmente es asociado a la calamidad, en realidad, encarna la fuerza de la naturaleza, que para los humanos puede ser tan bondadosa como funesta. Cuando nació, sus padres le dieron los dominios del mar, la tierra y el rayo; por lo que su solicitud de un santuario para proteger a los habitantes de las cercanías del río resultó lógica para Ennin.
La particularidad de este santuario es que está dedicado a tres deidades: Susanoo, Amenohohi y Sadatoki Shinno. Amenohohi es, de hecho, sobrino del primero; fue enviado a la tierra por su madre Amateratsu para gobernar Japón. El tercero fue un príncipe que en el año 929 murió en las cercanías del templo y posteriormente fue deidificado. Debido a esto, este santuario cuenta con una puerta torii especial llamada 'mitsutorii' 三鳥居. El torii es la entrada de los dioses, marca el término del espacio mundando y el inicio del espacio sagrado. Como este santuario está consagrado a tres dioses, debe tener una entrada para cada uno.
Esta puerta es una reconstrucción hecha en el 2019 gracias a las donaciones de los vecinos del río Sumida. Un tifón sucedido en el año anterior destruyó la puerta original. Para la nueva, se utilizó la madera de un ciprés de 170 años de antigüedad. Está elaborada con una técnica tradicional japonesa en la que no se usa ni un solo clavo para unir las piezas.

Su nombre, Ushijima incluye los caracteres 牛, buey o vaca, e 嶋, isla. Se le dio ese nombre debido a que está construido justo en el sitio donde los habitantes de la zona mantenían a sus vacas.
En todo el santuario se hallan varias esculturas de bueyes y vacas, entre las que destaca una en la que recae una bella superstición: si de algo se adolece, se puede tocar esa parte del cuerpo de la escultura de bronce y así la dolencia desaparecerá.
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メリークリスマス
2007 Utsukushigahara, Nagano.
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Ebisu odia a los gallos
Ebisu es una de los siete dioses de la fortuna de Japón. Es protector de las actividades marítimas y comerciales, de ahí su relación con la buena fortuna. Es especialmente venerado en la ciudad de Mionoseki, en la prefectura de Shimane, donde hay un santuario dedicado a él.
Se cuenta que Ebisu no tiene buena audición y que detesta los sonidos muy fuertes, por ello no le gustan los gallos. Además, se cuenta que pasaba mucho tiempo en Mionoseki cazando pájaros y pescando. El gallo solía cantar para avisarle la hora de regreso a su hogar, pero en una ocasión no lo hizo. Apurado, el dios perdió sus remos y tuvo que remar con las manos. Los peces lo mordieron en el camino dejándole muchas heridas, lo que lo hizo molestarse con el gallo.
El odio del dios es tal que, en una ocasión, unos marineros trabajaban en su barco en mar abierto en medio de una terrible tormenta provocada por Ebisu que amenazaba con hundirlos. El capitán pensó que tal vez él estaba molesto por algo. A los pocos minutos, halló a un marinero fumando tabaco en una pipa adornada con la figura de un gallo. Tras arrojar la pipa al mar, la tormenta cesó.
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La fidelidad de Kagetori salva a Yoritomo de la muerte
En el periodo Heinan (794 - 1185 d.C.), se libraron muchas batallas dentro de las llamadas Guerras Genpei, en las que se enfrentaron los clanes Taira y Minamoto. En uno de los periodos de las guerras, Oba Saburo Kagechika lideraba las tropas de los Taira, mientras que Minamoto no Yoritomo hacía lo propio en el ejército Minamoto.
En una ocasión, ambos samuráis se enfrentaron en una acalorada lucha que obligó a Yoritomo a esconderse en un bosque con seis de sus soldados. En medio de la oscuridad y abrumados por la frondosidad de aquel lugar, no les quedó más remedio que esconderse en un tronco hueco y esperar a que los guerreros de Kagechika desistieran y se fueran. Siendo un hombre muy persistente, este ordenó a su primo Oba Kagetori que se adentrara en el bosque y no regresara hasta dar con Yoritomo, pues estaba seguro de haberlo visto junto con sus hombres internarse en el bosque. Kagetori sentía mucha pena, pues en el pasado había sido buen amigo de Yoritomo y deseaba que este pudiera huir de la cólera de su primo. Sin embargo, siguió su orden y se internó en el bosque.
Al cabo de unas horas, Kagetori se asomó en un enorme hueco que vio en el tronco de un árbol. Para su sorpresa, allí se encontraba Yoritomo junto con sus soldados. Apiadándose de ellos y con la intención de salvarlos, buscó a su primo y negó que alguien pudiera estar en el bosque. Kagechika no lo creyó e increpó a su primo: “Mis soldados tienen este bosque rodeado, yo los vi internarse en él, es imposible que no estén aquí. Vamos a buscarlos, los encontraremos, estoy seguro”.
El ejército completo emprendió la incesante búsqueda a pesar de la oscuridad de aquella noche. Kagetori seguía a su primo en silencio, deseando que su amigo y los demás hombres no fueran atrapados. Pronto, Kagechika notó el tronco con un gran hueco. Se bajó del caballo y se dirigió a inspeccionarlo cuando, de repente, Kagetori gritó: “¡Alto, primo, ten cuidado, una enorme telaraña cubre ese hueco!”. Kagechika lo ignoró y se dispuso a hundir su espada en el agujero, pero dos palomas que surgieron de él lo evitaron y revolotearon violentamente sobre él. El aguerrido samurái concluyó que no había nada allí sospechoso y que definitivamente habían logrado escapar, así que emprendió la retirada. Tanto Yoritomo como Kagetori suspiraron aliviados.
Años más tarde, Yoritomo se convirtió en gobernante de Japón y Kagechika murió decapitado. En el sitio donde estuvo a punto de morir, el shogun erigió dos santuarios en honor al dios de la guerra, y las palomas se convirtieron en mensajeras de los conflictos bélicos.

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霧雨
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Keukegen (毛羽毛現)
El peluso (Keukegen), es un yokai poco conocido y díficil de descubrir. De hecho, keukegen puede significar también “excepcional y rara vez visto”. Su cuerpo se esconde bajo un manto de pelo largo que solo deja ver una nariz y dos grandes ojos redondos. Su aspecto recuerda al de un perro. Vive en zonas adyacentes a las casas donde hay humedad, como jardines y baños, o en lóbregos interiores de viviendas cuyas condiciones de habitabilidad son muy pobres. Su escasa actividad se reduce a la noche para beber. Se dice que encontrar un peluso es anuncio de muerte o enfermedad para los moradores de la casa, aunque no está claro si el peluso funciona como causante de desgracias o simplemente tiende a acercarse a lugares insalubres donde la muerte ya está rondando. Al Keukegen le atrae la suciedad, de manera que para prevenir que se cuele en casa hay que mantenerla airada, dejaer que penetre el sol y evitar humedades o charcos en sótanos, rincones, etc.
Según Toriyama Sekien, en China existe una diosa muy parecida al peluso, llamada “mujer lanuda”. Sekien cuenta que Qin Shi Huang, el legendario primer emperador de toda China, tenía una doncella que se vio obligada a abandonar su servicio cuando la dinastía Qin cayó. La doncella escapó a las montañas y comenzó a vivir en el bosque alimentándose de hojas de pino. Con el tiempo se convirtió en una anarcoreta y su cuerpo se cubrió de pelo hasta que, al alcanzar los 170 años de edad, se esfumó volando hacia el cielo.
El peluso ha servido de inspiración a autores modernos de manga y anime. Mizuki Shigeru lo incluyó en sus viñetas y Hayao Miyazaki lo tomó como basee para una de sus más peculiares creaciones, los susuwatari, o “duendes de polvo” de Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro.
(Texto extraído de Yokai, monstruos y fantasmas en Japón, de Andrés Pérez Riobó y Chiyo Chida. Imagen extraída de aquí.)
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El joven Yosoji y la dama del Monte Fuji
El joven Yosoji vivía con su madre en una aldea que desde hace algunos años era azotada por una epidemia de viruela. Gracias a su buena salud y resistencia física, Yosoji se había librado de la enfermedad, pero no así su madre. Al igual que muchas personas mayores, la mujer había caído enferma y cada día su estado de salud se agravaba más.
Desesperado por el lamentable estado de su madre, Yosoji consultó al curandero Yamakiko, quien le aconsejó ir al monte Fuji y ubicar el arroyo que corría por la ladera sudeste. Allí, encontraría un templo en el que debía orar. Además, debía recoger un poco del agua milagrosa de aquel arroyo.
A la mañana siguiente, Yosoji se apresuró a llegar al monte Fuji. Mientras se disponía a cumplir con las indicaciones de Yamakiko, una joven mujer de inmaculado kimono se le apareció y con una seña, le pidió que la acompañara. Yosoji la siguió preguntándose si podría cumplir con el mandado del curandero. Para su sorpresa, la muchacha sabía lo que el chico buscaba; lo dirigió al nacimiento del arroyo, le indicó que bebiera él mismo el agua antes de llenar la cantimplora de su madre; además, lo llevó hasta el magnífico santuario donde debía orar por la salud de su madre y todos los aldeanos. Tras acompañar al muchacho en todo ello, la muchacha habló: "Yosoji san, vuelve en tres días a este mismo lugar. Bebe el agua y luego llena la cantimplora. Cuando hayan pasado tres días, regresa. Y así lo harás hasta que tu madre y todos los habitantes de la aldea recuperen su salud".
A esa primera visita le siguieron cinco más. De manera milagrosa, tanto su madre como los demás enfermos mejoraron visiblemente, y para Yosoji no era un problema subir hasta el santuario de la montaña; por el contrario, estaba muy agradecido por la mejoría de los enfermos y disfrutaba conversar con la hermosa dama del arroyo, quien le aconsejaba y lo consolaba cuando más desesperanzado se sentía.
Al cabo de un mes, todos los aldeanos estaban curados. Agradecidos con Yosoji, le atribuyeron a él el milagro de su curación. Pero el muchacho, siempre modesto y diligente, les contó que había sido acción del curandero Yamakiko y una bella mujer que vivía en el sudeste del monte Fuji. Yosoji cargó en su espalda varios regalos que los aldeanos reunieron para entregarlos a la dama y ofrendarlos al santuario.
Lleno de entusiasmo y deseoso de verla una vez más, se dirigió a toda velocidad a la montaña. Para su sorpresa y decepción, el santuario estaba en ruinas, el arroyo se había secado y la mujer no aparecía por ningún lado. Se arrodilló y oró a los dioses porque ella volviera y entregarle los presentes de los aldeanos. Los dioses escucharon su plegaria y la joven salió de entre los arbustos con una camelia en la mano.
Yosoji le rogó porque le dijera su nombre; la chica se negó, pero le sonrió y celebró su bondad, paciencia y modestia. Ante los ojos atónitos de Yosoji, los pies de la hermosa joven se cubrieron de nubes y fue elevada a la cima de la montaña, los presentes se desvanecieron en el aire. Yosoji comprendió que se trataba de la diosa del Monte Fuji y que seguramente no volvería a verla; a sabiendas de esto, la mujer arrojó al Yosoji la camelia que llevaba, como recuerdo de aquellos maravillosos encuentros.
Desde aquel día, la fortuna le sonrió al muchacho; sus cosechas eran abundantes, vendía todos sus productos, gozaba de excelente salud, su madre vivió más de cien años y la camelia que recibió de la mujer permanecía fresca y hermosa. Todas estas bendiciones eran producto del amor que la dama del monte Fuji sintió desde aquel primer encuentro.
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Saitō Sanemori, la plaga de los arrozales
En el Japón feudal, entre los años 1180 y 1185, sucedieron las llamadas guerras Genpei, en las que se enfrentaron los clanes Taira y Minamoto. En ese periodo, se libraron infinidad de luchas a lo largo y ancho de Japón; la conclusión de las guerras fue el dominio de la familia Minamoto y el establecimiento de un gobierno liderado por samurais llamado "shogunato".
El samurai Saitō Sanemori luchó en el bando de los Taira, aunque se cuenta que en algunos momentos cambió de bando. Cuando contaba con 60 años, cubrió la blancura de su cabello con tintura negra para disimular su vejez y poder enfrentarse a los guerreros más jóvenes del clan Minamoto. En la última batalla que libró, cayó del caballo y terminó tirado en un arrozal; sus enemigos aprovecharon el accidente y lo decapitaron allí mismo.
El espíritu de Sanemori, cargado de penas y habiendo perdido su cuerpo abruptamente, se convirtió en una plaga y enfermó los campos de arroz en los que cayó. Desde entonces, los campesinos realizan rituales para apaciguarlo y alejarlo de los campos. Dicho ritual consiste en encender una hoguera para atraer al insecto llamado Sanemori san; se realizan figuras de paja que representan al guerrero montado en su caballo; después, se hace una ceremonia religiosa y las figuras de paja son quemadas o arrojadas al agua. Se cree que, de esta manera, Sanemori san se irá.
La obra de teatro Noh llamada "Sanemori", escrita por Zeami Motokiyo (1363-1443), trata sobre la aparición del espíritu y la forma en que expía sus culpas relatando detalladamente cómo fue su muerte durante el periodo de apogeo y declive del gobierno de los Taira.

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La historia de la princesa Hase y su madrastra Terute: Cuarta y última parte.
El deseo de Toyonari y Murasaki.
Lee la primera parte aquí.
Lee la segunda parte aquí.
Lee la tercera parte aquí.
El pobre príncipe Toyonari solamente encontraba consuelo en la cacería. Mientras su esposa Terute se dedicaba a gastar su fortuna desmedidamente, él prefería alejarse a las montañas a cazar, sólo hacía su mente tenía silencio y su corazón un poco de paz.
En una ocasión, Toyonari salió de cacería al monte Hibari. Mientras perseguía a un venado que corría a toda velocidad, escuchó una voz que cada vez era más clara. Le sorprendió que dicha voz cantará los sutras de Buda, pues si la intérprete fuera una campesina, debía ser una chica muy educada. Conforme se acercaba notaba la perfecta entonación de cada palabra, además le resultaba muy familiar. Se paró justo detrás de una mujer de largo cabello, y cerró los ojos para concentrarse en el canto. Su corazón dio un vuelco y las lágrimas corrieron por sus mejillas, ¡la voz era igual a la de su hija Hase! Cuando la chica sintió la presencia de Toyonari se dio la vuelta, y estando uno frente al otro, padre e hija se reencontraron y se abrazaron emocionados. Toyonari también se emocionó al ver a Katoda, sintió mucha pena cuando supo de la extraña desaparición de su sirviente. El acongojado hombre le contó a su amo todo lo que había sucedido y la verdadera naturaleza de su hermosa pero envidiosa esposa. La red de mentiras de Terute había caído.
Por la ciudad corrió la noticia del regreso de Chujo - hime. Los consejeros que conocían sobre las desgracias de Toyonari se alegraron por el regreso de la chica, y sobre todo porque se había comprobado que lo que se decía de ella no eran más que chismes inventados por alguien con malas intenciones. El emperador también lo supo, la admiraba tanto y esperaba invitarla de nuevo a su palacio, además de que era un miembro honorario de su corte.
Terute también se enteró de su regreso. La mujer se sentía muerta en vida. Cuando la comitiva de Toyonari y Hase llegó a las puertas del palacio Fujiwara, todos se apresuraron a recibirlos entre algarabía, música y deliciosas viandas. Toyonari notó inmediatamente que su esposa no había hecho lo mismo y seguramente se había quedado recluida en su habitación; había obrado mal y por ello tendría que irse.
Transcurrió el día y tanto Hase como Katoda ya estaban instalados en el palacio, pero Terute no salía por ningún lado. Al anochecer, Toyonari supo que su esposa se había suicidado, los sirvientes encontraron su cuerpo flotando en el pozo. Nadie lloró su partida; tanto los sirvientes como el padre y la hija sentían alivio porque todo el dolor que Terute causaba finalmente cesaría.
La paz y tranquilidad volvió a la casa Fujiwara. Tras la muerte de Toyonari, Hase ingresó a un templo. Según algunos, al templo Taima en Kyoto, donde se halla una tela de seda del siglo VIII cuyas delicadas flores bordadas se le atribuyen a Hase. En el templo, la sabia y bella mujer se dedicó a la oración. Conmovido, Buda la llevó a su paraíso junto con su madre Murasaki.
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Hoy hace 8 años que llegué a Tumblr. 🥳
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La historia de la princesa Hase y su madrastra Terute: Tercera parte
El deseo de Toyonari y Murasaki.
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Tras la trágica muerte de su único hijo, Terute se recluyó en sus aposentos y evitó contacto con toda persona, a excepción de su fiel sirviente Katoda, que acompañó a su ama en su dolor a pesar de saber que la muerte del pequeño niño fue una consecuencia de sus malas acciones. Toyonari estaba igual de deprimido, pero él prefería mantenerse lejos de su casa, lo que despertaba los celos de su afligida esposa. Por su parte, Hase escribió hermosas poesías en las que reflexionaba sobre la vida, la muerte y recordaba a su madre, cuya brillante imagen le daba consuelo.
No sólo la casa Fujiwara pasaba malos momentos; toda la provincia de Nara estaba siendo azotada por las inundaciones a causa del desbordamiento del río Tatsuta. Las casas estaban dañadas y muchos cultivos se habían perdido; incluso el palacio imperial tenía sus jardines sumergidos en el agua. El emperador no había podido conciliar el sueño desde que comenzó el desastre, constantemente sufría de crisis nerviosas y todos sus consejeros y ministros estaban muy preocupados por él, entre los que se encontraba Toyonari, que además estaba de luto.
Una mañana, todos los ministros se reunieron en el palacio para consolar al emperador y entre todos encontrar una manera de evitar más inundaciones. Finalmente, tanto el emperador como sus consejeros concluyeron que no había acción humana que no se haya hecho ya. Por tal motivo, se debía buscar la intervención divina. Alguien debía ser capaz de conmover al dios del río. Inmediatamente, todos miraron a Toyonari, pues recordaron que Hase era una gran poetisa y sus versos habían conmovido hasta las lágrimas a los hombres más crueles y a las mujeres más frías.
Toyonari no perdió más tiempo. Se dirigió a su palacio a toda velocidad y pidió a su hija que escribiera unos versos para el dios del río y lo acompañara a la ribera. Sin demorarse, Hase hizo lo ordenado y salieron juntos a toda velocidad. Con toda la calma y dulzura que la caracterizaba, Hase recitó estos versos:
Escúchame, río Tatsuta.
Tú ruges con tus aguas.
Permite que se calmen; que su sonido se vuelva dulce,
Y se lleven las angustias de mi señor.
Inmediatamente la lluvia cesó. Las aguas que inundaban las calles de la provincia retrocedieron y el sol iluminó los caminos. El emperador estaba tan maravillado y agradecido con Hase que le dio un grado militar. Desde entonces, comenzaron a apodarle chujo - hime, princesa vicealmirante.
Terute se moría de celos. A los sentimientos de dolor y pérdida se le sumaron el odio y la envidia. Estaba desesperada y ansiaba poder deshacerse de una vez por todas de Hase. Ya había fallado en la primera ocasión, pero esta vez tenía una nueva estrategia: asesinarla a sangre fría.
Mientras llegaba el día en el que ejecutaría su venganza, se encargó de envenenar los oídos de Toyonari en contra de su hija. Le contó que salía del palacio cuando todos dormían para encontrarse con hombres, y que golpeaba y ofendía a los sirvientes utilizando irresponsablemente del poder que le había otorgado el emperador. Al principio, Toyonari no lo creyó, pero el evento siguiente le hizo creer las mentiras de su esposa.
Terute ordenó a Katoda que convenciera a Hase de acompañarlo al monte Hibari. Allí, él debía matarla. Katoda asintió y buscó a la muchacha, que no dudó en seguirlo sin imaginar lo que había detrás de tal acción. En la cima del monte, el abnegado sirviente que tanto había amado a su ama Terute no pudo cometer tan terrible acto; de sus manos cayó la espada que utilizaría en el asesinato y se echó a llorar a los pies de Hase. Entre lágrimas, confesó todo lo que había visto; de cómo Terute había envenenado accidentalmente a su propio hijo, y de todas las trampas que le había puesto a Hase para hacerla quedar en mal. Temiendo la ira de la mujer si se enteraba que vivía, Hase decidió quedarse a vivir en la montaña y Katoda quiso también acompañarla y protegerla.
Días después, Toyonari notó la ausencia de su hija. Pensando que estaba ya muerta, Terute aprovechó la oportunidad y contó a su esposo que la chica, de nueva cuenta, se hallaba seduciendo hombres y siendo abusiva con otros. Visiblemente molesto y decepcionado, Toyonari ordenó que no le permitieran la entrada al palacio a Hase en cuanto volviera, pero Terute intervino: "No te preocupes mi señor, ya ordené que la sacaran de aquí. Una mujer así no puede ser parte de la noble casa de Fujiwari".
Pasaron varios años desde aquellas desgracias en el palacio de Toyonari. Terute vivía cómodamente rodeada de todas las riquezas que su esposo era incapaz de negarle, pero su corazón no encontraba el consuelo suficiente, pues era tan envidiosa y ambiciosa que nada de lo que tenía en exceso la hacía realmente feliz. Toyonari sufría en silencio por la muerte de sus hijos; el pequeño que murió en cuerpo, y la amada hija que murió en presencia. La única actividad que le daba un poco de alegría era la caza.
Hase y Katoda se dedicaron a vender leña en la fría montaña. Se apreciaban y se trataban como un padre y una hija. Ambos se dedicaban a las labores domésticas con diligencia; las delicadas manos de la mujer que alguna vez tocó el koto en la corte imperial se volvieron ásperas y toscas, y la juventud de su rostro se tornó sombría y melancólica. A pesar de todo, Hase recordaba los cientos de sutras que había memorizado, y aún los cantaba dulcemente recordando a su madre Murasaki.
Continuará...
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La historia de la princesa Hase y su madrastra Terute: Segunda parte
El deseo de Toyonari y Murasaki.
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Tras su penosa participación en el concierto en el palacio imperial, Terute estaba convencida de que la culpable era su hijastra Hase. Además, le molestaba que su esposo la mimara y la llenera de halagos. Aunque ella ya le había dado un hijo, un simpático y perspicaz niño que ya había aprendido a caminar y divertía a todos con sus balbuceos, Terute pensaba que el amor que su esposo sentía por su hijo no era igual al que sentía por su primogénita.
Con el corazón contaminado de ira y envidia, la desdichada mujer planeó vengarse de Hase. Katoda, el sirviente de mayor confianza de Terute, todos los días acudía a los mercados a hacer las compras del palacio. Por orden de su ama, compraba hierbas venenosas que justificaba contando a los demás sirvientes que eran medicinas solicitadas por el mismo Toyonari. Estas compras duraron varios meses, pues Terute pensó que si se compraban todas al mismo tiempo, levantaría la sospecha de que estaba por preparar un potente veneno para matar.
Después de cinco meses, había reunido todos los ingredientes y, con ayuda de Katoda, se las arregló para hervirlos en un caldero que despedía un fétido olor. El abnegado sirviente temía el uso que la iracunda Terute le daría al negruzco líquido, pero amaba tanto a su ama que no se atrevió a contar los mandados secretos, y mucho menos la preparación del brebaje. Después de mezclar con un cucharon incontables veces, el líquido se volvió transparente; así, nadie sospecharía de que se trataba de un veneno.
Esa tarde, Hase se encontraba en una habitación cuidando a su hermanito. Jugaban con unas figurillas que se asemejaban a samuráis; por más que Hase se esforzaba por mantenerlos formados, el travieso niño los desordenaba y reía mientras veía a su hermana mayor formarlos de nuevo. Esta tierna escena no conmovió a Terute en absoluto, quien aguardaba en la puerta sosteniendo una charola con dulces y un vaso especial para té que contenía el brebaje mortal.
Terute dejó la charola cerca de la muchacha, quien agradeció el acto sin sospechar que tras de ello se escondía una horrible trampa. En el instante en que sus dedos tocaron el vaso, el pequeño derribó los soldados. Hase se apresuró a acomodarlos, y el niño aprovecho para tomar el contenido del vaso, que su madre había dicho que era una infusión de hierbas medicinales. A los pocos minutos, en los pasillos del palacio retumbaron los gritos de Hase: "¡Terute san, Terute san, tu hijo, tu hijo!". El instinto materno le hizo darse cuenta a la madre que el líquido venenoso había terminado en el delicado cuerpo de su hijo. Horrorizada, corrió hasta la habitación y encontró a Hase con lágrimas en los ojos y tratando de reanimar el cuerpo inerte del niño, que yacía con espuma que brotó de su boca por la reacción del veneno.
Toyonari estaba desconsolado, la inesperada muerte de su hijo se sumó al dolor que ya sentía por la muerte de Murasaki. Pero el dolor de madre que sintió Terute, se convirtió en un odio irracional hacia Hase: una vez más la culpó de su desgracia, la hizo responsable del fallecimiento de su único hijo y, de nueva cuenta, planearía vengarse definitivamente.
Continuará.
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Tanabata
Las estrellas amantes
El dios del firmamento tenía una hija llamada Tanabata (u Orihime). Ella pasaba el tiempo tejiendo maravillosas prendas para su padre. Un día, mientras trabajaba arduamente en el tejido, vio a un atractivo pastor que cuidaba un buey. Tanabata se enamoró de él y el joven de ella. Sabiendo lo que su hija sentía, el dios del firmamento permitió que se casaran.
De tanto amarse el uno al otro, cada uno descuidó sus labores: Tanabata dejó de tejer y el joven, Hikoboshi, abandonó al buey. El dios del firmamento resolvió separar a los esposos por un río celestial. Solamente una vez al año podrían verse, ayudados por un puente de aves sobre el río.
Desgraciadamente, la espera era a veces en vano, pues si llovía demasiado, el río se volvía muy ancho y las aves no terminaban el puente.
Esta bella leyenda, adoptada por Japón en la era Heian, aún es conmemorada en la actualidad. El séptimo día del séptimo mes se organiza un festival donde miles de colores de papel penden de los árboles con los deseos de los japoneses. Desde la adopción del calendario gregoriano, la fiesta se suele hacer cada siete de julio. Siendo de origen chino, la leyenda se ha extendido a la mitología y cultura de muchas otras naciones del extremo oriental asiático, por lo que hay festivales similares en otros lados, principalmente en regiones con gran influencia china.
La hija del cielo y el pastor son representaciones simbólicas de las estrellas Altair y Vega, respectivamente, las más brillantes de entre las estrellas más cercanas a la tierra. La belleza del mito radica en la romántica y sensible manera que el ser humano encontró para explicar un fenómeno natural; el ser humano siempre ha visto reflejadas en la naturaleza las pasiones violentas de su espíritu…
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Notas: Esta versión de la leyenda ha sido extraida de los escritos de Frederick Hadland Davis. La historia presente variaciones dependiendo del mitógrafo.
- “Noche de Tanabata” por Oda Mayumi.
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La historia de la princesa Hase y su madrastra Terute: Primera parte
El deseo de Toyonari y Murasaki.
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Gracias a la intervención de Kannon, el príncipe Toyonari y la princesa Murasaki concibieron a una hija a la que llamaron Hase, pues en aquella población se encontraba el templo en el que oraron todos los días solicitando el milagro de convertirse en padres.
Durante el embarazo, los futuros padres se encargaron de conseguir a los mejores maestros para su hija. Cuando la niña pudo ponerse en pie y balbucear, comenzó con sus clases de música, poesía y declamación. Con el tiempo, la niña creció y se convirtió en una mujer muy talentosa para el koto y la escritura de poesía, además de ser bondadosa y alegre.
Hase era famosa en todo Japón. Siempre que Toyonari y Murasaki tenían invitados en su palacio, la princesa era la encargada de deleitarlos con sus exquisitas interpretaciones de koto. Así, poco a poco se fue dando a conocer, y las historias sobre ella no tardaron en llegar al palacio imperial.
Una tarde soleada, Murasaki murió. Mientras Toyonari y Hase lloraban desconsolados por la muerte de la amorosa esposa y madre, recibieron una misiva imperial: Hase era invitada a tocar el koto frente a los nobles miembros de la corte del emperador y la emperatriz. Padre e hija depusieron su dolor para prepararse, pues aquel no sería un acontecimiento cualquiera.
Entre ensayo y ensayo, Hase dedicaba su tiempo libre a transcribir sutras, con la esperanza de que su madre Murasaki alcanzara el paraíso de Buda. Por su parte, cansado de la soledad de su lecho, Toyonari se volvió a casar con una mujer de nombre Terute.
Aunque era hermosa, la mujer era superficial y su único deseo era desposarse con un hombre rico como Toyonari. El único defecto que tenía él era ser padre de una educada dama como Hase, que le significaba un obstáculo. Siempre que Terute ambicionaba algo, su hijastra intervenía en favor de preservar la templanza y austeridad de su padre. Además, ella era un recordatorio de que Toyonari ya había tenido una esposa a la que amó en demasía, y ello la hacía sentirse celosa. En un intento por hacer que su esposo olvidara a su antigua mujer, Terute no tardó en quedar embarazada.
Todos los sirvientes del palacio de Toyonari y la propia Hase pensaron que el carácter de Terute se templaría con la llegada de su primogénito, pero no fue así; se volvió aún más celosa y su desdén hacia Hase creció desmedidamente. Siempre estaba pendiente de cualquier oportunidad que le permitiera opacar y molestar a la muchacha; en una de esas, Terute se incluyó en el concierto de koto que se daría en el palacio imperial. Ante el escptisismo de su esposo y su hijastra, la mujer se defendió insistiendo en que podía acompañar la melodía del koto con la flauta. Aunque no sabía tocarla, en el mes que quedaba antes del concierto, se esforzó por superar la maestría de Hase, que había dedicado toda su niñez y juventud en dominar el koto y la declamación.
El día del concierto había llegado. Toda la familia de Toyonari se dirigió al palacio imperial , donde se tenía preparada una magnífica velada para los aristócratas del país. En los jardínes se dispusieron hermosas telas bordadas para que los nobles comieran bocadillos, bebieran sake y jugaran kemari mientras se deleitaban con la música. El emperador y la emperatriz aguardaban expectantes detrás de un biombo decorado con los emblemas del imperio.
Hase y Terute aguardaban nerviosas la señal del maestro de ceremonias: tras el gesto que anunciaba el inicio, Hase acarició suavemente la primera cuerda de su koto. Pronto, Terute se le unió con la flauta. Al cabo de unos minutos, se hizo evidente que la mujer no era buena con el instrumento: constantemente se equivocaba de notas, se quedaba sin aliento e intervenía cuando no debía. Hase se esforzó por guardar la calma y continuó con su interpretación dando lo mejor de sí. Los aristócratas, todos ellos educados en la música, desaprobaron a Terute, pero halagaron a Hase, que demostró tener experiencia y, sobre todo, sensibilidad para tocar piezas clásicas con elegancia y maestría.
Los sonidos incoherentes de la flauta eran tantos que Hase se detuvo unos instantes y cesó la vibración de su cuerda. En ese momento que no se escuchó la melodía, Terute tocó una nota falsa que se notó demasiado. Enfadada y avergonzada, la mujer no tuvo más remedio que pararse y retirarse. El concierto finalmente terminó con un estruendo de aplaudos y halagos para Hase.
Terute estaba furiosa, pues consideró que Hase lo había hecho a propósito para humillarla; no se daba cuenta que en realidad toda la culpa era suya, por entrometerse en el concierto sin saber tocar apropiadamente un instrumento musical. Decidida, planeó vengarse de su hijastra y deshacerse de ella de una vez por todas.
Continuará...
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El deseo de Toyonari y Murasaki
El príncipe Toyonari y su esposa Murasaki estaban desesperados porque no habían podido concebir un hijo. Habían pasado infinidad de noches lamentándose por su infortunio y orando por pronto ser capaces de convertirse en padres de un hermoso hijo o una hermosa hija.
Un día, Toyonari se enteró de una peculiar historia sucedida hace más de un siglo en los bosques de Nara: un monje budista de nombre Tokudo había presenciado cómo dos seres divinos tallaban dos estatuas de la diosa Kannon con un tronco alcanforero dorado. Una de las tallas se colocó en un templo en el pueblo de Hase, y diariamente miles de personas acudían a él para solicitarle favores a la figura milagrosa. Toyonari y Murasaki se prepararon y viajaron hasta Hase, donde un monje les mostró el camino rumbo al templo.
Un vez que llegaron a Hasedera, el monje los condujo a la cámara donde se encontraba la estatua; ceremoniosamente se inclinaron ante ella y cada uno, en silencio, le contó el deseo más profundo de su corazón: un hijo o una hija. Allí, cubierta de oro y sosteniendo flores de loto entre sus manos, Kannon escuchó su plegaria.
Toyonari y Murasaki permanecieron un tiempo en Hase. Todos los días visitaban el templo haciéndole saber a la diosa que en verdad deseaban concebir. Cuando regresaron a la capital del país, Murasaki se dio cuenta que estaba encinta. Los esposos estaban inmensamente felices, y se prepararon para recibir a su hijo o hija y brindarle la mejor educación. Al cabo de los meses, nació una niña a la que llamaron Hase.
La princesa Hase se convirtió en una mujer muy educada, tal cual lo planearon sus padres; tocaba el koto, escribía poesía y hablaba con soltura y elocuencia. La historia de su concepción, así como su talento para la música, se extendieron por todo el país, y se convirtió en una de las mujeres más famosas de Japón.
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Kawase Hasui: Pagoda at Honmon Temple (1954)
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El origen mítico de las estatuas de Kannon de Nara y Kamakura
Hace cientos de años, un monje budista de nombre Tokudo caminaba por los bosques de Nara de vuelta a su templo. Dado que era un hombre mayor, al cabo de un rato comenzó a sentir el cancancio: las piernas le temblaban y andaba con dificultad; la oscuridad cubrió el cielo de la provincia anunciando la noche, así que decidió buscar un lugar para descansar y recuperar un poco de fuerza.
De manera extraña, comenzó a respirarse un aroma especiado, el viento que soplaba lo hacía con unas notas de alcanfor que inmediatamente capturaron la atención de Tokudo. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquel aroma que cada vez se volvía más intenso. Cuando notó que aquella emanación había inundado por completo el ambiente, abrió los ojos y se encontró frente a un enorme tronco caído, que se diferenciaba de los demás por emitir un resplandor dorado.
Asombrado, supo que aquello era un acontecimiento divino; pensó que tal vez lo que tenía que hacer era tallar una estatua con aquel precioso alcanforero, pero como no estaba seguro, prefirió ponerse a orar por una respuesta. A los pocos segundos, dos monjes aparecieron e inmediatamente partieron el alcanfor en dos, y cada uno se puso a tallar una estatua de la benévola diosa Kannon.
Antes de desaparecer envueltos en una misteriora nube, los monjes le revelaron a Tokudo su origen divino. El anciano hombre comprendió que eran dioses los que habían tallado las magníficas estatuas de Kannon. La historia se conoció rápidamente en toda la provincia. Miles de peregrinos acudían diariamente a conocer las magníficas estatuas. Cuando esto llegó a oídos del emperador y la emperatriz, se decidió construir un templo en la población de Hase, conocido como Hasedera (長谷寺).
La segunda fue lleveda en procesión al mar, se entregó a las olas y se oró porque la misma diosa decidiera dónde debía reposar. Al cabo de quince años, la estatua apareción flotando cerca de Kamakura; tras recogerla, fue llevada a un sitio donde más tarde se construyó otro Hasedera.

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