Tumgik
#cheesewheezin
ghostoriessoc · 3 years
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#013. Efemérides Personales
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No lo niego; no me es fácil soltar y nunca lo ha sido. En estos días en los que no dejo de poner la vista en el retrovisor que apunta hacia tiempos verbales inmutables, me animo a escribirles de nuevo.
Es que ya lo pasado, pesado...
Cuando me involucré en el paro estudiantil de mi universidad hace poco más de un año, mi papá no podía entender el porqué de hacerlo cuando estaba seguro de que nuestra manifestación de inconformidad y búsqueda de respuestas serviría, tal como lo escribo hoy día, de nada. Sostuvimos conversaciones fuertes, empero sensatas, en una que otra mañana o tarde mientras me preparaba para pasar las siguientes 24 horas encerrada en la escuela. Él trataba de demostrar la competencia impenetrable de sus argumentos para ahorrarnos el desgaste mientras que yo intentaba clarificarle los motivos combustibles que seguían alimentando una fe muy personal y, reconozco, muy lejos de existir libre de idealismo.
Las intenciones se cortaron de repente; el tema es sabido. Escribí un texto al respecto por aquellos días –el cual cumplió su aniversario de publicación este fin de semana– y que, siendo sincera, hoy siento más añejo de lo que verdaderamente es. Ser parista estudiantil ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida, lo sostengo con orgullo, y lamento decir que algunos de los cuestionamientos expuestos por mis colegas y por mí en aquellos días permanecen sin respuesta hasta hoy, asunto que debilita mis intenciones de cruzar la línea de meta en la inversión de riesgo llamada estudiar una licenciatura en artes, y concluir el proceso por las valías prácticas que un título suscribe. Trato de ser limpia y clara cuando hablo del paro y sus secuelas cuando surge en conversaciones que ya son casi nulas. Trato de mantenerme dentro del perímetro angosto que me corresponde por la posición que ocupo como graduada, no titulada; aún malabareando para aguantar como alumna online de una escuela que, me gusta pensar, hace absolutamente todo lo que puede como cualquiera de nosotras y nosotros en el momento histórico del que nos ha tocado ser parte. Pongo empeño en no enfurecerme por las frustraciones que no puedo hacerle entender a nadie y por las veces en las que me he sentido una extraña de una institución educativa a la que, se me crea o no, he querido con la pasión que refleja el acto de confiarle buena parte de tu vida a una creencia y al curso que sea que su voluntad dicte. Me pone un poco triste contar que de vez en cuando añoro volver a ver las aulas blancas de mi universidad y volver al abrigo de su cielo abierto, visto desde las bancas exteriores mientras mis amigos y yo fumamos un cigarro en la silenciosa hora dorada.
Acepto que no todo se logra.
Después de la publicación de aquel texto, seguí pensando en planes para no apagar la marcha, ¿qué les puedo decir? Siempre soñé con ser estratega de batalla. Se dieron algunas conversaciones con la familia parista; varias manifestaciones artísticas de compañeras y compañeros que expusieron sus sentires y reflexiones posteriores; varios chistes acá y allá –parte por delirio de encierro y parte por nostalgia residual– sobre insurrecciones desproporcionadas. Pero nada, ¿qué podíamos hacer? Necesitábamos el dínamo, la presencia y, hablando muy personalmente, la cercanía.
Tras nuestra partida de las instalaciones, mi papá mencionó pocas veces el asunto. Volví a casa al inicio de la cuarentena pensando que sólo serían dos meses que incluso podrían servir para reagruparnos, aún defendiendo que nuestros esfuerzos no serían en vano. Lo que mi papá sí mencionó entre líneas fue el respeto que me tenía por ser capaz de mantenerme firme a mis instintos y convicciones, sin importar quiénes estuviesen de acuerdo o no – supongo que mucho de esto se originó porque en eso, como en tantas otras cosas, somos muy similares. Pasamos mucho tiempo juntos al inicio de la cuarentena, él y yo, viendo películas protagonizadas por Jason Statham y riéndonos con series de comedia malísimas en la televisión por cable; platicando de deportes y lamentándonos un poquito la cancelación de las carreras de Fórmula 1, haciendo una que otra predicción arriesgada sobre nuestros pilotos preferidos si acaso la temporada encontraba su reinicio en algún punto del año. Tuvimos un par de discusiones, pero en mi experiencia, los desenfados no son tan tóxicos cuando brotan entre personas que se respetan mutuamente, y es que el último año no ha sido fácil para nadie, yo creo. La convivencia obligada; las adaptaciones de rutina y carácter que han tenido que suceder al vapor y no siempre con los resultados esperados; la mudanza de la experiencia humana presencial a la banda ancha y los problemas tan absurdos que dicha operación monumental supone -- porque no sé ustedes, pero yo ya estoy cansada de no poder interpretar el tono de los mensajes que recibo, nunca sé si alguien me está mentando la madre o no. Además, vaya que desgasta tener que mantenernos tan conscientes de que nos estamos jugando el pellejo cada vez que salimos a la calle. Como artista, cargo el estandarte de mi gremio: ¿qué habría sido de muchas y muchos sin la creación artística global, comprensivamente disponible a unos cuantos gestos táctiles de distancia, para lidiar con las confusiones surgidas en el confinamiento? Afirmo que yo habría perdido la esperanza. Ha sido fantástico ver la obra de amigas y amigos que han encontrado horizontes frescos en las comisuras de sus casas y de sí mismos, teniendo el tiempo para mirarse tan a detalle. Por mi parte, al inicio me comprometí a practicar un horario de escritura en un intento por cambiar la vergonzosa falta de disciplina que empezaba a poseerme, pero el intento se suspendió muy pronto.
Apenas, con unos cuantos párrafos de rodeos precediéndome, llego a lo que en serio me pesa en los dedos.
Tendré que retroceder un poco.
Mi padre enfermó en diciembre de 2019 y todo fue muy rápido, bastante insospechado. Él no le dio mucha importancia, ni siquiera hacia el final, pero todos en casa fuimos testigos de la rapidez de su decaimiento. El 13 de abril del año pasado, ingresó al hospital por un derrame pleural severo y una sospechada falla hepática. La pandemia estaba comenzando; la verdad es que yo jamás había tenido que enfrentarme al sistema de seguridad social de nuestro país –con sus aciertos y deficiencias por igual– en condiciones normales, mucho menos en estado de emergencia nacional, pero tuve que hacerlo.
Cuando apenas estaba tratando de entrar a la escuela de cine, tuve que hacer una entrevista en la que, como parte de la prueba, me pidieron describir un momento significativo de mi vida en unos cuantos planos; extrañamente, estando en el hospital con mi papá, pensé mucho en ese ejercicio. Laura y su cubrebocas mal puesto, su botella de gel antibacterial cualquiera y sus piernas nerviosas en los viajes ida y vuelta en el autobús, de la casa al hospital y viceversa, desinfectándose a sí misma y a todo lo que tocaba tres veces por día. Mi madre forma parte de la población de riesgo y mi hermano acababa de conseguir un empleo para mantener a sus dos hijos como padre soltero, así que en la última semana de vida de mi papá, sólo fuimos él y yo. Laura, con el mentón recargado en la camilla ocupada por su papá, los dos envueltos por el silencio fluorescente y los nada-compasivos muros verdes.
Él ya no hablaba mucho. Los médicos me explicaron que su flujo de oxígeno al cerebro ya no era muy bueno y eso le provocaba largos periodos de sueño y algunos, breves y aletargados, lapsos de delirio. Mi papá fue sobreviviente de cáncer y era muy bueno para hacerse de amistades en todos lados, particularmente en ese ambiente; hizo bromas con la doctora que lo ingresó al hospital y también con el paramédico que lo trasladó, aunque su condición ya no le permitió bromear con nadie más después del primer día. En los ratos de mayor lucidez, hablaba de películas de su idolazo Steve McQueen. Otros días estaba confundido, movía un control remoto imaginario y miraba la pared como si estuviera buscando algo bueno para ver. Me contó algunas cosas pequeñas, también me contó un par de chistes, y reservó algunos gestos para las noches en las que, estoy segura, también tuvo miedo de dejarme sola en ese hospital. En su último día de conciencia plena, me pidió sacarlo de ahí. El 19 de abril de 2020, en compañía de mi madre y mi hermano mayor, escuchando la canción que él mismo había elegido para su partida, falleció en nuestra casa.
Y sí, pinche pandemia. Cuando él dio su último aliento, yo estaba lavándome las manos.
Las despedidas son muy dolorosas y sigo sin saber si la imposibilidad de salir de la casa lo ha hecho más llevadero o lo triple de pesado. Esto aplica para la muerte de mi padre, pero también para la degradación de las esperanzas puestas en llegar al final del ciclo por el que tanto discutimos él y yo, hace ya más de un año. ¿Tuvo razón, acaso?
Todo lo relacionado con la universidad pasó a octavo plano tras lo ocurrido. Pasamos unos cuantos meses críticos y, por exagerado que parezca, despiadados, pero las cosas han mejorado mucho para mi familia y para mí desde entonces. Volví a escribir a unos meses de lo ocurrido y lo hice con una fe renovada en mí misma. Escribí y publiqué mi primer libro de poesía gracias al apoyo del estado y pude comprar un nuevo escritorio, desde el cual escribo en este instante. Aquí me obsequio una especulación indulgente, y es que mi papá habría estado muy orgulloso de mí.
Ahora pienso más claro y, por ende, elijo mejor en dónde situar mi atención.
Entre tanto, se supone que sigo siendo alumna de la universidad.
Pero no sé si pueda continuar. No pretendo tirarme a la exageración y tampoco espero (lamentablemente) que lo que diré a continuación haga eco de algún modo. En términos de mi vida personal, aún soy dueña de mi tiempo y las cosas no me van tan mal; a veces lloro por asuntos del corazón y otras tramas, pero por ahora vivo en paz y sigo teniendo la posibilidad de escribir lo que me nace, lo cual me vuelve alguien con mucha suerte. Sin embargo, la universidad es una herida abierta. El problema es que ya no me inspira y en serio no sé si es mediocre preguntarse: ¿así, para qué? La última clase inspiradora que recibí en esa universidad fue la de cine experimental en el año 2019 (aunque no culparía a mis compañeras y compañeros de generación por no estar de acuerdo conmigo en ese punto); recuerdo ese curso como una invitación –sencilla y muy neta– a trabajar al límite de mis capacidades, tanto creativas como intelectuales. Gracias a lo que vi y escuché en esas sesiones, me atreví a intentar cosas que no habría intentado hacer bajo ningún otro pretexto. Ahora, dos años después, me limito a recibir clases en video que fueron grabadas el año pasado para otro grupo de personas; lecciones totalmente soportadas por textos técnicos que no veo bajados hasta la raíz creativa, entonces el mérito e intento de mis tareas pregrabadas se queda en la mera ejecución práctica –improvisada por la obvia falta de acceso al equipo necesario para su realización óptima– sin importar tanto el por qué detrás de ellas; ¿en dónde queda el lenguaje cinematográfico? ¿Es muy egoísta preguntarse en dónde encaja la perspectiva narrativa? Me piden tomar fotos de cucharas y después me dicen que mi elección de cuchara es El Problema, no el que no sepa cómo iluminar la que elegí. Las diapositivas mostradas en un mismo curso se redactan en dos idiomas diferentes sin explicación alguna por parte del docente y entendido autor de las mismas, ¿por qué no habría cohesión en el material que algún o alguna profesor(a) produce? No afirmo nada ni tampoco apunto dedos, sólo destaco el hecho porque, en un descuido, mis compas también se lo preguntan. Qué irónico todo; qué absurdo todo. Un docente me avisa, desde la primera sesión del semestre, que seguramente ya me sé varios temas de los que veremos porque ya tomé muchas clases con él a lo largo de la licenciatura, ¿en serio? ¿En dónde quedó la lucha contra el conformismo? ¿En dónde están los nuevos horizontes? ¿Las autoridades de mi institución vendrán a decirme que semejante reconocimiento de limitación por parte de mi docente es resultado de mi propia falta de compromiso? Porque no voy a encontrar tal cosa como compromiso en esta clase, ya me lo dejaron claro. Entonces, ¿en dónde pongo mis ganas de innovar? No considero que nuestro convenio sea justo; ¿por qu�� habría de dedicarle X número de horas a esta clase cuando ni siquiera mi docente está en posición de dedicárselas? No juzgo que existan otras ocupaciones y reconozco mi ignorancia de las vidas personales de quienes me enseñan, pero yo no percibo un salario por cada lista de asistencia que relleno y ya tiene un rato desde que mi papá no puede ayudarme a pagar las cuentas resultantes de una educación que, tanto mis progenitores como yo, en su momento, imaginamos que valdría el arriesgue. Y como alumna de Escuela de Artes, ¿en qué invierto mis ambiciones personales? Pues en otra cosa. Dejé de hacer mis tareas porque ya no encuentro la motivación en hacerlas, prefiero escribir y prefiero pensar en qué escribir mañana. Prefiero leer cosas nuevas y ver cosas lejanas. Prefiero imaginar en vez de mecanizar y conformarme; en vez de terminar con esto y ya, sin hablar ni desahogarme. Soy artista, por dios, y esta institución fue la que me vendió la idea de creérmela, en primer lugar. ¿Y qué, si alguien me dice que la queja es mi culpa porque no me interesa el tema que estoy cursando? Será porque no me conoce; porque entonces sabría que, de recibir palabras con pasión, me interesa cualquier cosa y le doy todo lo que tengo, cada estímulo nervioso que poseo, a lo que se habla desde el corazón. ¿De qué serviría seguir entregándole mi tiempo a una universidad que, al parecer, no creyó en mi talento – o no tangiblemente, al menos? ¿De qué serviría, entonces, un título enmarcado, cuando lo que más recordaré al verlo es el estancamiento que ingenuamente me convencí de pasar en su nombre bendito? Si confieso que, hasta el momento, he obtenido más ganancias económicas escribiendo poemas que con la mención de mi escuela en mi currículum de estudiante de cine, imagínense na’más. ¿Y qué, si alguien me dice que necesito poner más de mi parte porque hay que aprender a bailar con el diablo; que necesito alcanzar un grado casi místico, altamente avanzado de introspección? De verdad que no busco más problemas de los que ya tengo, pero estoy decepcionada. Ya me siento muy lejos del título y, por ende, no estoy en busca de una resolución a lo que expongo. No sé si seguiré intentando reparar mis asuntos con la escuela, ni siquiera sé de dónde sacaré (o sacaría, no sé) el estímulo para concluir mis créditos, pero escribo esto porque no me quedaría tranquila abandonando la trinchera sin, al menos, decir plenamente lo que siento.
Y a todo esto…
Se están cumpliendo primeros años de todo. El paro y la carta. La muerte de mi papá. Año de amistades y año de despedidas. El año de encierro por pandemia; increíble. Todo en la misma semana.
Supongo que trato de moverme hacia adelante, como la ilusión del tiempo. De aprender a seguir mi instinto y de confiar en mis capacidades. Intento no sofocarme bajo las opiniones o las malinterpretaciones. Predico la resiliencia del Yo.
Con profunda empatía y calidez, despido este texto hablándole a mis compañeras y compañeros de universidad, sin importar a qué generación pertenezcan, pero en especial a quienes siguen y seguirán creando en nuestra escuela. Tienen talento, úsenlo. Tienen voz y suena fuerte, no la desperdicien defendiendo a personas que no harían lo mismo por ustedes. No se conformen, no se escondan y tampoco piensen o sientan de menos – no existe tal cosa como el preguntar de más. No permitan que les subestimen y tampoco se permitan la autocomplacencia bajo el pretexto de algún halago, por cualquier cumplido; la escuela es una burbuja, la realidad se encuentra mucho más allá. Sea cual sea el rumbo que decidan tomar, embárquense sin dudarlo y no se desgasten en tratar de dialogar con paredes porque el diálogo depende de la disposición de todas las partes en la ecuación. Hagan arte en serio, hablen de ustedes y de sus pasiones e intereses, no le teman a sentir; no le teman a llevar una idea hasta sus últimas consecuencias porque es ahí, al límite de la creación, en donde se hace la diferencia.
Y para mi padre: gracias por la transfusión de coraje y por los años de confianza implacable.
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ghostoriessoc · 5 years
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#006. No tengo tiempo que perder.
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En el año 1957, el piloto de carreras Alfonso Cabeza de Vaca, Marqués de Portago –mejor conocido en el mundo del automovilismo como Fon de Portago– se enfrentaría a la pregunta definitiva, surgida durante una entrevista por demás casual:
¿Por qué compites?
«Porque quiero ser campeón del mundo. Creo que la vida es algo maravilloso y aun si llegase a vivir cien años, no me alcanzarían ni para hacer la quinta parte de todas las cosas que quiero hacer, tampoco llegaría a leer todos los libros que quiero leer. Planeo sacarle el mayor provecho a mi vida, pero no tengo tiempo que perder.»
A los 28 años, Portago ya era perfecto. Español criado en Inglaterra, de familia noble y complexión de tallado griego. Descendiente directo de Álvar Núñez Cabeza de Vaca: el descubridor de la Florida, el primer europeo en las cataratas de Iguazú y un explorador recurrente del río Paraguay. En 1542, Álvar escribió un libro de viajes sobre la expedición de pesadilla que Pánfilo de Narváez comandó en Florida y optó por darle un título pulcro, honesto y sin rodeos: “Naufragios y Comentarios”.
Casi puedo escuchar al propio Fon reflexionando sobre aquel título: Naufragios y comentarios. A eso se resume todo, ¿no es cierto?
Cumplí 28 años hace unos meses y, haciendo cuentas, he pasado 16 de esos años escribiendo. No obstante, como es natural en el flujo del trabajo creativo, son varios los momentos en los que mi cabeza se atasca en tramos irregulares de sequía. Pese a los muchos, frustrantes intentos previos a la realización de este ensayo, no había sido capaz de escribir algo durante meses y me he puesto a pensar que la frase de Hemingway en ‘Death in the Afternoon’ que dice: “…la evasión de la muerte es reemplazada por la evasión de la derrota”, también es verdadera viceversa. Después de un par de vueltas; de un par de años, se vuelve lógico que la lucha por la victoria terrenal pasa a segundo plano cuando uno empieza a concentrarse en el inútil propósito de evadir a la muerte.
«Todo piloto cree que no puede pasarle a él. Yo sé que no va a pasarme a mí. En el fondo, yo sé que no va a pasarme a mí.»
Por distintos padecimientos no graves pero sí complejos, mi estado físico no es óptimo. Me acechan los eventos aislados de pánico y de vez en cuando me asaltan dolores a los que denomino “de pisa y corre”; algunas mañanas se ven más pálidas que otras, pero estoy aquí ahora y hago lo que está en mis manos para seguir estando. No hablo ni escribo mucho al respecto porque no quiero hacerlo, pero lo pienso. Es hasta ahora que comprendo con total seriedad que, sin aviso previo, uno se despierta un martes con la conciencia de que es un martes restado al enigmático, indescifrable número de días martes que le quedan por vivir. Imagino que ese pensamiento redundante es, en ocasiones, el que me hace difícil el trabajo; pasa que no quiero sentarme a escribir palabras definitivas que me estallen en la cara porque, como todos sabemos, las verdades estallan de frente sin importar si estás preparado para enfrentarlas o no – aunque, siendo honesta, también sé que no existe preparación alguna para lo que sea que las palabras traigan.
La escritura, alejándonos de la noción exagerada del artista torturado, es un oficio que las cobra con intereses. Encontrar la combinación justa y rítmica de palabras que, por su significado en el idioma manejado por quien escribe, formen un conjunto que describa una idea, imagen, sensación o concepto con la mayor exactitud posible, es el tecnicismo que separa a los buenos escritores de los grandes escritores. El núcleo de dicho tecnicismo recae en la palabra “exactitud”: uno consume más libros que agua con tal de aprender lo que otros saben sobre la exactitud; uno va de viaje a sitios de los cuales no sabe nada, provoca peleas y se besa con quien no debería en lugares que apenas y existen, todo en pro de encontrarse con la exactitud; uno satura o embrutece sus propios sentidos con la misión de acercarse tanto como pueda a la exactitud. Finalmente, quien escribe debe –o debería, en cualquier caso– estar dispuesto a enfrentar sus propias verdades sin tapujos y practicar la exactitud en sí mismo si es que pretende escribir en serio. Es posible que todo aquello se vuelva riesgoso para la integridad, embriagante para el ego y emocionante para el espíritu a medida que uno avanza y se clava más en el oficio. Desde donde estoy parada, escribir se parece mucho a un deporte de alto riesgo en el que la recompensa se vuelve más grande que el miedo a morir; un deporte en el cual uno se vuelve inútil e imprudente cuando empieza a pensar en lo que podría perder si sigue apostándolo todo siempre y que, cruelmente, no soltará sus mejores frutos a menos de que, quien escribe, esté en la disposición de apostar todo lo que es, siempre.
«Cualquiera – sin importar qué tan acaudalado sea – que conduzca un auto, aspira a convertirse en un piloto profesional. Todo lo que debes hacer es respetar el vehículo…»
La juventud de Fon empató con la época dorada de los Gentlemen Drivers. Estos “Pilotos Caballeros”, todos con linaje de abolengo, dinero antiguo y modales de primera, comenzaban a competir en carreras de aficionados con vehículos de lujo comprados por ellos mismos. De tener el talento y las agallas, los acaudalados pilotos podían escalar hasta los circuitos de competencia profesional por conductos mucho más directos que los actuales. En el año 1954, todavía como amateur, Fon condujo su propio Ferrari en el legendario circuito alemán de montaña, el Nürburgring, cuya descripción precisa viene encapsulada en el sobrenombre con el que Sir Jackie Stewart lo rebautizaría unos años después: El Infierno Verde. Portago sufrió un accidente que dejó al coche desperdigado sobre el asfalto pero que, con vasta fortuna, le permitió a su piloto salir del circuito, si no ileso, al menos por su propio pie. Dejando la suerte de lado, el incidente terminaría protagonizando un embarazoso episodio a posteriori.
En 1955, poco menos de un año después de su accidente en el Nürburgring, Portago le escribió a Enzo Ferrari para solicitarle un puesto como piloto oficial de su Scuderia en la recién fundada Fórmula Uno. El mito cuenta que el señor Ferrari, con el tacto tan distintivo que la historia del automovilismo profesional le conoce bien, le respondió a Portago enviándole un sobre en el que puso la fotografía de su Ferrari hecho pedazos en el Nürburgring y una nota en la que se leía: “¿Para esto quieres que te contrate, para que puedas hacer lo mismo con mis autos?”. La humillación hacia Fon se torna caprichosa si contemplamos que, al año siguiente, el señor Ferrari accedió a darle a Portago un asiento en su Scuderia al lado de otros cuatro auténticos gentlemen drivers – los últimos, quizás, de toda la historia.
«Podía hacer cualquier cosa, Portago. Cualquier cosa peligrosa.» (Sheila Montague-Brown)
Algunos historiadores de Fórmula Uno han mencionado que, muy a pesar de las reservas iniciales del señor Ferrari para contratarlo, Portago fue un piloto perfecto para la Scuderia y el modelo a seguir para muchos de los que vendrían después: innegablemente apuesto, ofensivamente bien educado, estúpidamente rico y provocativamente arriesgado; un playboy con hambre de más vida. Su lista de amantes incluyó nombres de mujeres famosas y muy hermosas de la época. Dorian Leigh, una de las primeras modelos de fama internacional en la historia, tuvo un hijo con Portago fuera de los respectivos matrimonios de ambos. Veinte años después, ese hijo saltaría de una ventana.
Naufragios y comentarios. A eso se resume todo, ¿no es cierto?
Es por los intentos fallidos que uno sigue escribiendo. Estás frente al texto tímido y moribundo que vale el arriesgue porque asoma sus ganas de pelear y, para salvarlo del ahogo, hay que recurrir al beso aquel; al recuerdo borroso de ciertas paredes o de ciertos gestos que no supiste interpretar en su momento y que, de letra en letra, van cobrando el sentido del universo entero en sí mismos. La verdad sale a flote entre parpadeos y con las vueltas, los choques, las muertes y los años, vas volviéndote mejor en lo que sea que signifique el decir las cosas; más claro, más intenso, con menos palabras al azar. Le agarras confianza a los neumáticos y las curvas del camino se programan en tu memoria muscular; metes el freno cada vez más tarde y pisas el acelerador mucho más a fondo. En consecuencia física, la intensidad de la rodada va desgastando las llantas. Uno desgasta el presente cuando revive el pasado en repetición con tal de plasmarlo a detalle y ese detalle termina por desgastar, irremediablemente, la memoria misma que describe. La cruel paradoja. De repente parece que todos los tiempos verbales de tu vida se quedaron embarrados en la pista. Sea como sea, con todo lo que implica, uno se juega el balance de lo que siente y lo que es porque, en el fondo, a todos nos encantaría ser el campeón del mundo. Buscamos acortar las distancias con los punteros porque queremos ser grandes escritores, no sólo buenos; nos jugamos la transparencia porque queremos ser escritores brutales; escritores trascendentales. Si nos enfocamos exclusivamente en el lado de la meta y nada más que la meta, este campeonato vale lo que cuesta y puede costar cualquier cosa. El asunto es que nunca se trata de un solo lado. Los navíos naufragan porque hacen agua de muchos, muchos lados.
«Cualquiera – sin importar qué tan acaudalado sea – que conduzca un auto, aspira a convertirse en un piloto profesional. Todo lo que debes hacer es respetar el vehículo. Yo le tengo enorme respeto al Ferrari de Gran Premio y soy consciente de que, si lo trato mal, puede matarme muy fácilmente.»
Hay que tratar a la palabra con respeto porque, a lo largo de la historia, ha probado ser letal si se le dobla más de lo que soporta. La palabra inapropiada mata carreras; la palabra intempestiva mata relaciones y la palabra inconclusa mata credibilidades. La palabra, en el más oscuro de sus sentidos, también mata personas. De ahí que, al abordar las palabras, uno debería hacerlo en plena conciencia de lo que implican y de lo que cuestan, tanto para quien las recibe como para quien las emite. Podrá parecer exagerado para algunos, pero eventos diarios como los accidentes automovilísticos también lo son y, como sea, ocurren.
«La cuestión es que, si bien un piloto debería tener confianza en sus propias habilidades, no tendría por qué ser tan ingenuo como para pensar que no puede pasarle a él. Si tomas la salida de una curva y encuentras aceite regado en el circuito, puedes perder el control del vehículo. Necesitas reconocer que existen factores ajenos a tus capacidades y tenías que aceptarlo o, de lo contrario, no te involucrabas en las carreras de autos.» (Tony Brooks; ex-piloto F1)
El 12 de mayo de 1957, Fon de Portago corrió su propio Ferrari 335 S en la Mille Miglia de Italia junto a un periodista y amigo suyo que fungió como su navegador ese día, un estadounidense de nombre Edmund Nelson. Se dice que Portago tenía sus reservas para correr la carrera por considerarla demasiado peligrosa incluso para alguien tan arrojado como él, pero que el señor Ferrari aplacó tales reservas a base de presión. En efecto, la Mille Miglia era una de las carreras más famosas en aquel entonces y es recordada como una de las más riesgosas de la historia: mil millas por las calles comunes y corrientes de Italia; cientos de espectadores maravillados a centímetros de los autos que pasaban a toda velocidad, dejándoles el rastro de aire y polvo como atmósfera para el recuerdo.
Portago avanzaba en una cómoda tercera posición en la carrera. Por la mitad de esta, se detiene en su garage y su tanque de combustible es recargado. Uno de los mecánicos de Ferrari nota que la parte delantera de su vehículo está dañada, lo que provoca que una pieza de metal descanse peligrosamente cerca del neumático delantero derecho del automóvil. El mecánico sugiere un cambio de neumáticos que Fon rechaza por considerarlo una operación demasiado tardada. Pese a no querer pasar más tiempo detenido, el piloto encontró la oportunidad de hacer una cosa ajena a la carrera en esa misma detención. Por aquel entonces, Fon sostenía un romance con una actriz norteamericana llamada Linda Christian, quien estaba presente en la zona del garage de Ferrari al momento de la parada descrita y, en una escena propia de película, Portago se alejó lentamente del puesto de sus mecánicos para encontrarse con Christian y besarla segundos antes de su reingreso a la carrera. Las cámaras internacionales captaron el instante.
En una de las últimas vueltas de la Mille Miglia, el auto de Portago alcanzó los 240 kilómetros por hora justo antes de salir disparado por los aires debido al súbito estallido del neumático delantero derecho. Ambos pasajeros del vehículo fueron expulsados del mismo y murieron instantáneamente al contacto con el piso. Pedazos del Ferrari 335 S también cobraron víctimas entre los espectadores, matando a cuatro adultos y a cinco niños.
Tras protestas públicas y demandas en cortes judiciales, se levantó una prohibición a la celebración de la Mille Miglia en Italia. El que alguna vez fue el circuito callejero más famoso del mundo, no ha vuelto a ser corrido en competencia oficial desde entonces.
Importando poco la certeza que tuvo de que aquello no le pasaría, el perfecto Fon de Portago murió a los 28 años en la tercera y última ocasión en la que un auto de carreras trató de matarlo.
«Él murió en la búsqueda de una profesión a la cual dio todo su tiempo y energía, y un gran espíritu competitivo que lo hizo ser quien fue. Que muriera en el marco de una magnífica carrera en el automovilismo es una gran pérdida para el deporte y para el mundo de gente que aún retiene una onza de romance en ellos [los pilotos]. Por la naturaleza propia de sus vidas, las personas como Portago no mueren en sus camas; sus banderas seguirán ondeando en los muchos campos competitivos en los que disfrutaron sus mayores triunfos, hasta el final.» (Locutor no identificado, 1957)
Cuando inició la década de los sesentas, Portago y el resto de los gentlemen drivers que formaron parte de la gloriosa Scuderia Ferrari del ‘56, habían muerto en accidentes automovilísticos. Ninguno llegó a cumplir 35 años. Es abrumador pensar en los súbitos finales que la vida puede tener; en lo mucho o poco que uno hace con los minutos disponibles y en las decisiones o renuncias que se cristalizan conforme esos minutos transcurren, pero me queda un consuelo. Portago no logró conseguir un campeonato y estoy segura de que no llegó a leer gran parte de los libros en su estante, pero yo sé quién fue. Estoy aquí, respirando a 63 años de su fallecimiento y a más de 10,000 kilómetros de distancia del lugar donde él respiró por última vez y lo recuerdo; lo conozco. Por mucho que me pese decirlo, puede que Enzo Ferrari tuviese razón cuando dijo, en más de una forma, que el verdadero premio por correr la incansable carrera por la victoria es la inmortalidad. 
Este texto es el resultado de la mezcla entre la pasión y la desesperación. Me obligué a escribirlo en más de un sentido porque sé que el miedo y la incertidumbre son factores paralizantes que detonan en el instante crucial de la carrera y este es, sin lugar a dudas, tanto para mí como para la historia, un instante crucial. Es cierto que estoy pensando en el miedo; que tengo que enfrentar situaciones que escapan por completo de mis manos y que necesito soltar cosas que no quiero soltar, pero también es cierto que no quiero abandonar la carrera por la trascendencia. No puedo, sencillamente no puedo. Inexplicablemente, no soy capaz. Reconozco que me duele correrla, pero también acepto que no soy capaz de dejarla. La escritura, la competencia, la vida. Escribo porque quiero ser campeón del mundo. Encuentro placer en la vida diaria y trabajo desde la misma, poniendo el sufrimiento y buscando la sanación en el impulso de dejar que, a partir de mi poca experiencia en el área de la existencia, me broten las palabras. Dicho eso, Fon, quiero que sepas que me quedé muy lejos de alcanzar la perfección a los 28, pero te entiendo. Te entiendo porque, de haber estado en tu lugar y pese a todo lo que temo, también habría elegido dar el beso antes que cambiar los neumáticos. No Tengo Tiempo Que Perder, de Laura C. Rosales. Ensayo redactado el 18 de junio de 2019. A propósito de ‘Race to Immortality’, de Daryl Goodrich.
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ghostoriessoc · 4 years
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#008. Carta para nadie en particular.
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Las Siluetas de Pompeya (o Carta para Nadie en Particular).
Esta no es una noche especial. Miro por la ventana, ya no puedo dormir. La gotera en el baño, los gatos maullando, la exasperante sed; las distracciones me encuentran y me dejo seducir. Siempre espero que, al presionar el botón de encendido, la luz blanca de la pantalla traiga consigo la inequívoca señal de que nada está perdido. Esperar por cosas que no pasan, lacerantemente usual. Quejas, noticias y fotografías de conocidos o desconocidos que alguna vez fueron conocidos, devastadoramente usual. Tantos datos, tanto letargo, tanta inutilidad... ¿de qué me sirve la noche? Desperté de golpe porque soñé contigo y soñé con antes, pero distinto. Dentro del sueño entendí las cosas y lo hice a tiempo, supe decirlo. Pero el ahora en la vigilia sigue siendo igual, sigue... seguirá siendo...
...no. No quiero decirlo.
¿Entiendes por qué no quiero decirlo?
Decirlo es... sería...
[Aquí es cuando miro al suelo para evadir el flagelo.]
No sé cuál deseo es más fuerte, el de no haber tenido una última mirada o el de no haber aterrizado la inicial. Extremos, lo difícil está en los extremos.
No dejo de rastrearnos en todos los extremos.
Leo. El 99% de un átomo es espacio vacío; un átomo es el inicio de todo y la fisión del núcleo de unos cuantos puede aniquilar el todo a su paso. Leo. La megafauna reinó la Tierra hasta la aparición del humano; como ejemplo contrastante, hoy sólo quedan dos rinocerontes blancos en el planeta y ambas vivirán apenas lo suficiente para convertirse en el símbolo de la extinción de su raza. Leo. El universo comenzó con una breve explosión y se expande a tal velocidad desde entonces que, en algún momento, cada cuerpo que en él existe quedará sumido en la soledad. Estos son procesos reales, comprobables, y así muchos otros que ocurren y han ocurrido en la discreción, pero el nuestro no lo es – ¿o acaso lo sientes? Cierra los ojos y digiere la pregunta, ¿puedes sentirlo ahora? ¿Puedes decir que lo que sientes es un recuerdo real y no un artificio construido para llenar la ausencia de recuerdo? ¿Pudiste sentir los extremos pasar, en aquel entonces? ¿El principio? ¿El final?
[Aquí es donde dejo un espacio para que te mientas.]
Hace unas horas reencontré, por casualidad, una fotografía tuya. Había olvidado que existía. Es de un antes que está muy atrás; en ella apareces haciendo un gesto propio de ese tiempo y al fondo se ven unas terribles decoraciones y unas paredes en las que todavía proyecto mi sombra y de repente parece que el grano reventado de la imagen se mueve y, al hacerlo, reproduce el sonido de nuestras voces que también reconozco como las de antes. En esas voces se identifica el grueso y arcaico trazo de las remotas sensaciones, se distingue el perímetro de las cosas que no se hicieron y que nunca llegamos a saber el uno del otro. Quiero pasar mi dedo sobre las líneas, pero no puedo porque no existen. En la imagen estás tú y me reconozco del otro lado, nos reconozco en los añejos cuerpos calcinados por el mismo polvo incandescente que preservaría su tosca forma: somos los hombres resignados en posición fetal; somos los ignorantes niños durmiendo y las desesperadas madres a sus pies; somos los perros callejeros que parecen seguir retorciéndose de dolor. En tu fotografía, las siluetas de Pompeya y en ellas, a su vez, lo que resta de nosotros: el morboso vestigio de la erupción.
[Hago una pausa y tomo el teléfono, pienso llamarte. Recuerdo que ya no tengo tu número. Aquí es donde pongo el pensamiento, el arrepentimiento.]
He escrito un sinnúmero de fantasías, todas son despedidas porque no tuvimos una en forma y eso, quizás, fue lo mejor. Releo a Frank O’Hara en el insomnio, pero descarto sus descripciones de Nueva York, sus versos sobre pintores, naranjas y las madres de América; por momentos, él se sintió tal como yo respecto a las incurables melancolías pero, a diferencia de mí, supo cómo ponerlo en palabras, por eso me resulta natural memorizar los fragmentos que ansiosamente necesito. Ya no me hace falta releer su ‘Morning Poem’ para citar el final:
Cuando tú seas el único pasajero, si hay un lugar más alejado de mí, ruego que no vayas.
Recuerdo haber rogado que no desviaras la mirada, que no llegaras a otra idea; que no tomaras la resolución que te llevaría, sin remedio, en dirección opuesta a mi existencia. Lo rogué en silencio, en secreto, en el espacio negativo.
He descartado todas las fantasías porque no existe la justicia. Ninguna despedida nos habría hecho justicia.
[Aquí va el incurable remordimiento que me deja el nunca haberte hablado con la verdad.]
Vuelvo a decir que no quiero decirlo. Ya no quiero mentir.
Sería una mentira decir que se acabó lo que fuimos porque lo que fuimos fue sin ser y tampoco quiero decir eso. Lo que quisiera es lavarme ese cliché y, si acaso, rendirle una pizca de respeto a nuestro parecer, a nuestro sospechar... ¿será ese su nombre, ‘nuestro sospechar’? No lo sé, pero sé que no debería serlo. Te imagino en la desaprobación, diciendo que llamarlo así sería tan reduccionista como las etiquetas mismas, pero sé bien que tú lo pondrías en otras palabras, vivas y encendidas, posadas en el extremo opuesto a mi antiséptico vocabulario...
...espera. He vuelto a hacer algo que he dicho y defendido que nadie debería atreverse a intentar: adivinar lo que estás pensando o lo que podrías llegar a pensar. Mi tragedia personal es saber tu elocuencia, tan intensa en lo concreto del sonido y el ingenio, algo irreproducible para el sueño y la imaginación. Injustificables inconsistencias como esa última, una tras otra, torpemente ocultas bajo el ligero manto de las frases que digo sin pensar. Me cubre el velo del recuerdo y en él busco una definición que no he podido hallar en el vasto y complejo tejido de todo este tiempo muerto, de todo este espacio vacío. A esto se reduce mi vida ahora, a buscar la claridad entre las turbias disolvencias de un necrótico pasado. Flashazos punzantes que vienen, sacuden y van...
[Aquí es cuando dejo de teclear y reconozco que no hay excusas para la cobardía.]
Acabo de leer que un volcán está a punto de hacer erupción. Cenizas disparadas a 360 metros de altura y lava desparramándose hasta llegar al mar. Explotará pronto, dicen los expertos. Dicen que podría escupir rocas incandescentes de dos metros de diámetro y diez toneladas de peso; dicen que podría crear columnas de ceniza de 6000 metros de altura; dicen que podría matar a cientos, a miles.
Una cosa es lo que es, otra es lo que podría llegar a ser.
Evité la dicha que era por la tragedia en la que podía convertirse, pero la ceniza terminó por caernos encima de todos modos. Tal vez los cataclismos del alma no se evitan, sólo se retrasan.
Necesito saber. La dicha, la fortuna... ¿la evitaste también?
[Aquí dejo una profunda pausa para que lo niegues y después, a solas y a oscuras, te lo preguntes una vez más.]
Reevalúo las intermitentes imágenes del pasado y me digo que a todo aquello podría llamársele un juego: el incendiario juego de saborear lo que hubiera sido, de haber podido ser. Pienso en los corredores solitarios que nos albergaron y en las salas oscuras que contrastaron con nuestras intenciones; pienso en las horas que pasé esperando por breves instantes de tu presencia y en las horas subsecuentes que sirvieron de combustible para mis anónimas, crecientes, abrasadoras aspiraciones. Se vuelve claro que, en cada imagen y con cada acercamiento, traté de hacernos inmunes a la improbabilidad que suponían nuestras distancias, nuestras diferencias, pero al final los imposibles se quedan imposibles acá a ras de piso, donde la gravedad quiebra los hechizos y no podemos ignorar las verdades que de tal ruptura parten. Distancias incalculables, diferencias abismales; las tajantes desilusiones. El deseo que opaca al de la carne y al de la mente, sé bien, rara vez atraviesa las fronteras entre los concretos y la evocación. No obstante, las palabras son otra cosa: simultáneamente son lo que describen y lo que evocan. Las palabras desafían las posibilidades, es por eso que he tenido que escribir sobre un deseo cuya culminación existe y no existe a la vez y, para hacerlo bien, tuve hacerlo en pasado, lastimosamente en pasado. Espero ahora entiendas porqué te he escrito de nuevo. Te pienso y, de nuevo, pienso: si tan sólo fuera otra persona... si desde un inicio yo hubiese sido otra persona...
[Aquí y en voz baja me reprocho los ridículos anhelos, todos.]
O’Hara se describe en ‘Mayakovsky’ y, al hacerlo, me describe también.
Ahora estoy esperando en silencio a que la catástrofe de mi personalidad vuelva a parecer hermosa y moderna, e interesante.
[Aquí es donde comprendo que hay formas que jamás podremos tomar.]
Entonces sigo escribiendo. Sigo porque no he terminado de sacudirme la improbabilidad.
El problema son los verbos, me digo, y entonces puedo afirmar que sí fuimos, que claro que fuimos: no del verbo «ser» sino del verbo «ir». Fuimos sin rumbo y sin razón, pero fuimos. Y si es que hubo un destino pautado alguna vez, en algún tiempo, debió ser el de la aceptación. Pese a los huecos y a los espejismos, es innegable que estuvimos vivos. Míranos, estamos en las fotografías; nuestros fantasmas acechan los corredores, las salas y la espera; nos quedamos en esta sucesión de letras y en las eternas siluetas que materializan el relato de una erupción. En una minúscula rebanada del universo, tú y yo estuvimos vivos.
Me remito al verso final de ‘Song’ como si hubiese sido el primer átomo descubierto, el primer rinoceronte blanco nacido, el mismísimo Big Bang:
en un mundo donde tú eres posible, mi amor, nada puede salir mal para nosotros.
Vuelvo a mirar por la ventana y el horizonte se ve lejos, quizás ahora pueda volver a dormir. Aún a distancias abismales, frente a crudas resistencias y pese a los áridos suelos de mi ser, tal vez se pueda volver a sentir. Basta saber que allá afuera estás tú, andando y queriendo y soñando, y que todo cuanto eres es posible. Siendo así, nada puede salir mal... ¿cómo podría?
Carta escrita en el periodo de febrero a mayo de 2018. Este texto fue la base para el monólogo cinematográfico “Las Siluetas de Pompeya (o Carta Para Lucía)”, escrito y dirigido por Laura C. Rosales. Click aquí para ver el monólogo en la página de Kukarachov Films. Todos los derechos reservados, 2018.
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