Tumgik
ghostoriessoc · 3 years
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#013. Efemérides Personales
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No lo niego; no me es fácil soltar y nunca lo ha sido. En estos días en los que no dejo de poner la vista en el retrovisor que apunta hacia tiempos verbales inmutables, me animo a escribirles de nuevo.
Es que ya lo pasado, pesado...
Cuando me involucré en el paro estudiantil de mi universidad hace poco más de un año, mi papá no podía entender el porqué de hacerlo cuando estaba seguro de que nuestra manifestación de inconformidad y búsqueda de respuestas serviría, tal como lo escribo hoy día, de nada. Sostuvimos conversaciones fuertes, empero sensatas, en una que otra mañana o tarde mientras me preparaba para pasar las siguientes 24 horas encerrada en la escuela. Él trataba de demostrar la competencia impenetrable de sus argumentos para ahorrarnos el desgaste mientras que yo intentaba clarificarle los motivos combustibles que seguían alimentando una fe muy personal y, reconozco, muy lejos de existir libre de idealismo.
Las intenciones se cortaron de repente; el tema es sabido. Escribí un texto al respecto por aquellos días –el cual cumplió su aniversario de publicación este fin de semana– y que, siendo sincera, hoy siento más añejo de lo que verdaderamente es. Ser parista estudiantil ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida, lo sostengo con orgullo, y lamento decir que algunos de los cuestionamientos expuestos por mis colegas y por mí en aquellos días permanecen sin respuesta hasta hoy, asunto que debilita mis intenciones de cruzar la línea de meta en la inversión de riesgo llamada estudiar una licenciatura en artes, y concluir el proceso por las valías prácticas que un título suscribe. Trato de ser limpia y clara cuando hablo del paro y sus secuelas cuando surge en conversaciones que ya son casi nulas. Trato de mantenerme dentro del perímetro angosto que me corresponde por la posición que ocupo como graduada, no titulada; aún malabareando para aguantar como alumna online de una escuela que, me gusta pensar, hace absolutamente todo lo que puede como cualquiera de nosotras y nosotros en el momento histórico del que nos ha tocado ser parte. Pongo empeño en no enfurecerme por las frustraciones que no puedo hacerle entender a nadie y por las veces en las que me he sentido una extraña de una institución educativa a la que, se me crea o no, he querido con la pasión que refleja el acto de confiarle buena parte de tu vida a una creencia y al curso que sea que su voluntad dicte. Me pone un poco triste contar que de vez en cuando añoro volver a ver las aulas blancas de mi universidad y volver al abrigo de su cielo abierto, visto desde las bancas exteriores mientras mis amigos y yo fumamos un cigarro en la silenciosa hora dorada.
Acepto que no todo se logra.
Después de la publicación de aquel texto, seguí pensando en planes para no apagar la marcha, ¿qué les puedo decir? Siempre soñé con ser estratega de batalla. Se dieron algunas conversaciones con la familia parista; varias manifestaciones artísticas de compañeras y compañeros que expusieron sus sentires y reflexiones posteriores; varios chistes acá y allá –parte por delirio de encierro y parte por nostalgia residual– sobre insurrecciones desproporcionadas. Pero nada, ¿qué podíamos hacer? Necesitábamos el dínamo, la presencia y, hablando muy personalmente, la cercanía.
Tras nuestra partida de las instalaciones, mi papá mencionó pocas veces el asunto. Volví a casa al inicio de la cuarentena pensando que sólo serían dos meses que incluso podrían servir para reagruparnos, aún defendiendo que nuestros esfuerzos no serían en vano. Lo que mi papá sí mencionó entre líneas fue el respeto que me tenía por ser capaz de mantenerme firme a mis instintos y convicciones, sin importar quiénes estuviesen de acuerdo o no – supongo que mucho de esto se originó porque en eso, como en tantas otras cosas, somos muy similares. Pasamos mucho tiempo juntos al inicio de la cuarentena, él y yo, viendo películas protagonizadas por Jason Statham y riéndonos con series de comedia malísimas en la televisión por cable; platicando de deportes y lamentándonos un poquito la cancelación de las carreras de Fórmula 1, haciendo una que otra predicción arriesgada sobre nuestros pilotos preferidos si acaso la temporada encontraba su reinicio en algún punto del año. Tuvimos un par de discusiones, pero en mi experiencia, los desenfados no son tan tóxicos cuando brotan entre personas que se respetan mutuamente, y es que el último año no ha sido fácil para nadie, yo creo. La convivencia obligada; las adaptaciones de rutina y carácter que han tenido que suceder al vapor y no siempre con los resultados esperados; la mudanza de la experiencia humana presencial a la banda ancha y los problemas tan absurdos que dicha operación monumental supone -- porque no sé ustedes, pero yo ya estoy cansada de no poder interpretar el tono de los mensajes que recibo, nunca sé si alguien me está mentando la madre o no. Además, vaya que desgasta tener que mantenernos tan conscientes de que nos estamos jugando el pellejo cada vez que salimos a la calle. Como artista, cargo el estandarte de mi gremio: ¿qué habría sido de muchas y muchos sin la creación artística global, comprensivamente disponible a unos cuantos gestos táctiles de distancia, para lidiar con las confusiones surgidas en el confinamiento? Afirmo que yo habría perdido la esperanza. Ha sido fantástico ver la obra de amigas y amigos que han encontrado horizontes frescos en las comisuras de sus casas y de sí mismos, teniendo el tiempo para mirarse tan a detalle. Por mi parte, al inicio me comprometí a practicar un horario de escritura en un intento por cambiar la vergonzosa falta de disciplina que empezaba a poseerme, pero el intento se suspendió muy pronto.
Apenas, con unos cuantos párrafos de rodeos precediéndome, llego a lo que en serio me pesa en los dedos.
Tendré que retroceder un poco.
Mi padre enfermó en diciembre de 2019 y todo fue muy rápido, bastante insospechado. Él no le dio mucha importancia, ni siquiera hacia el final, pero todos en casa fuimos testigos de la rapidez de su decaimiento. El 13 de abril del año pasado, ingresó al hospital por un derrame pleural severo y una sospechada falla hepática. La pandemia estaba comenzando; la verdad es que yo jamás había tenido que enfrentarme al sistema de seguridad social de nuestro país –con sus aciertos y deficiencias por igual– en condiciones normales, mucho menos en estado de emergencia nacional, pero tuve que hacerlo.
Cuando apenas estaba tratando de entrar a la escuela de cine, tuve que hacer una entrevista en la que, como parte de la prueba, me pidieron describir un momento significativo de mi vida en unos cuantos planos; extrañamente, estando en el hospital con mi papá, pensé mucho en ese ejercicio. Laura y su cubrebocas mal puesto, su botella de gel antibacterial cualquiera y sus piernas nerviosas en los viajes ida y vuelta en el autobús, de la casa al hospital y viceversa, desinfectándose a sí misma y a todo lo que tocaba tres veces por día. Mi madre forma parte de la población de riesgo y mi hermano acababa de conseguir un empleo para mantener a sus dos hijos como padre soltero, así que en la última semana de vida de mi papá, sólo fuimos él y yo. Laura, con el mentón recargado en la camilla ocupada por su papá, los dos envueltos por el silencio fluorescente y los nada-compasivos muros verdes.
Él ya no hablaba mucho. Los médicos me explicaron que su flujo de oxígeno al cerebro ya no era muy bueno y eso le provocaba largos periodos de sueño y algunos, breves y aletargados, lapsos de delirio. Mi papá fue sobreviviente de cáncer y era muy bueno para hacerse de amistades en todos lados, particularmente en ese ambiente; hizo bromas con la doctora que lo ingresó al hospital y también con el paramédico que lo trasladó, aunque su condición ya no le permitió bromear con nadie más después del primer día. En los ratos de mayor lucidez, hablaba de películas de su idolazo Steve McQueen. Otros días estaba confundido, movía un control remoto imaginario y miraba la pared como si estuviera buscando algo bueno para ver. Me contó algunas cosas pequeñas, también me contó un par de chistes, y reservó algunos gestos para las noches en las que, estoy segura, también tuvo miedo de dejarme sola en ese hospital. En su último día de conciencia plena, me pidió sacarlo de ahí. El 19 de abril de 2020, en compañía de mi madre y mi hermano mayor, escuchando la canción que él mismo había elegido para su partida, falleció en nuestra casa.
Y sí, pinche pandemia. Cuando él dio su último aliento, yo estaba lavándome las manos.
Las despedidas son muy dolorosas y sigo sin saber si la imposibilidad de salir de la casa lo ha hecho más llevadero o lo triple de pesado. Esto aplica para la muerte de mi padre, pero también para la degradación de las esperanzas puestas en llegar al final del ciclo por el que tanto discutimos él y yo, hace ya más de un año. ¿Tuvo razón, acaso?
Todo lo relacionado con la universidad pasó a octavo plano tras lo ocurrido. Pasamos unos cuantos meses críticos y, por exagerado que parezca, despiadados, pero las cosas han mejorado mucho para mi familia y para mí desde entonces. Volví a escribir a unos meses de lo ocurrido y lo hice con una fe renovada en mí misma. Escribí y publiqué mi primer libro de poesía gracias al apoyo del estado y pude comprar un nuevo escritorio, desde el cual escribo en este instante. Aquí me obsequio una especulación indulgente, y es que mi papá habría estado muy orgulloso de mí.
Ahora pienso más claro y, por ende, elijo mejor en dónde situar mi atención.
Entre tanto, se supone que sigo siendo alumna de la universidad.
Pero no sé si pueda continuar. No pretendo tirarme a la exageración y tampoco espero (lamentablemente) que lo que diré a continuación haga eco de algún modo. En términos de mi vida personal, aún soy dueña de mi tiempo y las cosas no me van tan mal; a veces lloro por asuntos del corazón y otras tramas, pero por ahora vivo en paz y sigo teniendo la posibilidad de escribir lo que me nace, lo cual me vuelve alguien con mucha suerte. Sin embargo, la universidad es una herida abierta. El problema es que ya no me inspira y en serio no sé si es mediocre preguntarse: ¿así, para qué? La última clase inspiradora que recibí en esa universidad fue la de cine experimental en el año 2019 (aunque no culparía a mis compañeras y compañeros de generación por no estar de acuerdo conmigo en ese punto); recuerdo ese curso como una invitación –sencilla y muy neta– a trabajar al límite de mis capacidades, tanto creativas como intelectuales. Gracias a lo que vi y escuché en esas sesiones, me atreví a intentar cosas que no habría intentado hacer bajo ningún otro pretexto. Ahora, dos años después, me limito a recibir clases en video que fueron grabadas el año pasado para otro grupo de personas; lecciones totalmente soportadas por textos técnicos que no veo bajados hasta la raíz creativa, entonces el mérito e intento de mis tareas pregrabadas se queda en la mera ejecución práctica –improvisada por la obvia falta de acceso al equipo necesario para su realización óptima– sin importar tanto el por qué detrás de ellas; ¿en dónde queda el lenguaje cinematográfico? ¿Es muy egoísta preguntarse en dónde encaja la perspectiva narrativa? Me piden tomar fotos de cucharas y después me dicen que mi elección de cuchara es El Problema, no el que no sepa cómo iluminar la que elegí. Las diapositivas mostradas en un mismo curso se redactan en dos idiomas diferentes sin explicación alguna por parte del docente y entendido autor de las mismas, ¿por qué no habría cohesión en el material que algún o alguna profesor(a) produce? No afirmo nada ni tampoco apunto dedos, sólo destaco el hecho porque, en un descuido, mis compas también se lo preguntan. Qué irónico todo; qué absurdo todo. Un docente me avisa, desde la primera sesión del semestre, que seguramente ya me sé varios temas de los que veremos porque ya tomé muchas clases con él a lo largo de la licenciatura, ¿en serio? ¿En dónde quedó la lucha contra el conformismo? ¿En dónde están los nuevos horizontes? ¿Las autoridades de mi institución vendrán a decirme que semejante reconocimiento de limitación por parte de mi docente es resultado de mi propia falta de compromiso? Porque no voy a encontrar tal cosa como compromiso en esta clase, ya me lo dejaron claro. Entonces, ¿en dónde pongo mis ganas de innovar? No considero que nuestro convenio sea justo; ¿por qué habría de dedicarle X número de horas a esta clase cuando ni siquiera mi docente está en posición de dedicárselas? No juzgo que existan otras ocupaciones y reconozco mi ignorancia de las vidas personales de quienes me enseñan, pero yo no percibo un salario por cada lista de asistencia que relleno y ya tiene un rato desde que mi papá no puede ayudarme a pagar las cuentas resultantes de una educación que, tanto mis progenitores como yo, en su momento, imaginamos que valdría el arriesgue. Y como alumna de Escuela de Artes, ¿en qué invierto mis ambiciones personales? Pues en otra cosa. Dejé de hacer mis tareas porque ya no encuentro la motivación en hacerlas, prefiero escribir y prefiero pensar en qué escribir mañana. Prefiero leer cosas nuevas y ver cosas lejanas. Prefiero imaginar en vez de mecanizar y conformarme; en vez de terminar con esto y ya, sin hablar ni desahogarme. Soy artista, por dios, y esta institución fue la que me vendió la idea de creérmela, en primer lugar. ¿Y qué, si alguien me dice que la queja es mi culpa porque no me interesa el tema que estoy cursando? Será porque no me conoce; porque entonces sabría que, de recibir palabras con pasión, me interesa cualquier cosa y le doy todo lo que tengo, cada estímulo nervioso que poseo, a lo que se habla desde el corazón. ¿De qué serviría seguir entregándole mi tiempo a una universidad que, al parecer, no creyó en mi talento – o no tangiblemente, al menos? ¿De qué serviría, entonces, un título enmarcado, cuando lo que más recordaré al verlo es el estancamiento que ingenuamente me convencí de pasar en su nombre bendito? Si confieso que, hasta el momento, he obtenido más ganancias económicas escribiendo poemas que con la mención de mi escuela en mi currículum de estudiante de cine, imagínense na’más. ¿Y qué, si alguien me dice que necesito poner más de mi parte porque hay que aprender a bailar con el diablo; que necesito alcanzar un grado casi místico, altamente avanzado de introspección? De verdad que no busco más problemas de los que ya tengo, pero estoy decepcionada. Ya me siento muy lejos del título y, por ende, no estoy en busca de una resolución a lo que expongo. No sé si seguiré intentando reparar mis asuntos con la escuela, ni siquiera sé de dónde sacaré (o sacaría, no sé) el estímulo para concluir mis créditos, pero escribo esto porque no me quedaría tranquila abandonando la trinchera sin, al menos, decir plenamente lo que siento.
Y a todo esto…
Se están cumpliendo primeros años de todo. El paro y la carta. La muerte de mi papá. Año de amistades y año de despedidas. El año de encierro por pandemia; increíble. Todo en la misma semana.
Supongo que trato de moverme hacia adelante, como la ilusión del tiempo. De aprender a seguir mi instinto y de confiar en mis capacidades. Intento no sofocarme bajo las opiniones o las malinterpretaciones. Predico la resiliencia del Yo.
Con profunda empatía y calidez, despido este texto hablándole a mis compañeras y compañeros de universidad, sin importar a qué generación pertenezcan, pero en especial a quienes siguen y seguirán creando en nuestra escuela. Tienen talento, úsenlo. Tienen voz y suena fuerte, no la desperdicien defendiendo a personas que no harían lo mismo por ustedes. No se conformen, no se escondan y tampoco piensen o sientan de menos – no existe tal cosa como el preguntar de más. No permitan que les subestimen y tampoco se permitan la autocomplacencia bajo el pretexto de algún halago, por cualquier cumplido; la escuela es una burbuja, la realidad se encuentra mucho más allá. Sea cual sea el rumbo que decidan tomar, embárquense sin dudarlo y no se desgasten en tratar de dialogar con paredes porque el diálogo depende de la disposición de todas las partes en la ecuación. Hagan arte en serio, hablen de ustedes y de sus pasiones e intereses, no le teman a sentir; no le teman a llevar una idea hasta sus últimas consecuencias porque es ahí, al límite de la creación, en donde se hace la diferencia.
Y para mi padre: gracias por la transfusión de coraje y por los años de confianza implacable.
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ghostoriessoc · 4 years
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#012. La Duda Devorando a su Ficción
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Me complace contarles que mi primer poemario, titulado La Duda Devorando a su Ficción, ya está disponible para su lectura completa en el sitio de la convocatoria Cultura en Casa 2020. Encerrada en mi casa y ansiosa por fundir mis pasiones en un proyecto, escribí doce poemas de corte muy personal que fueron, a su vez, inspirados por obras y artistas prominentes en la historia del arte plástico. A la par del proceso de reescritura, el texto fue editado por el artista multidisciplinario y mi amigo personal Ángel Vallejo. Me siento muy afortunada por haber tenido la oportunidad de escribir estos poemas y espero poder platicarles más sobre la experiencia en el futuro cercano. Estoy increíblemente satisfecha con el resultado y espero, con todo mi corazón, que nos encontremos en algún lugar entre los poemas.
UPDATE 2022: Pueden consultar el archivo de lectura dando click aquí.
Imagen: La Duda Devorando a su Ficción (Portada), hecha por Ángel Vallejo.
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ghostoriessoc · 4 years
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#011. Forjado al Rojo Vivo
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Cuento originalmente publicado en el número 176 de la Revista Crítica (versiones digital e impresa, Junio de 2017), editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
El periódico me solicitó esta nota hace aproximadamente tres semanas. Me encontré a Jimmy (o Señor Chávez, como lo ubican en la redacción) en una famosa cocina económica del centro y, tras ponernos al corriente con sus chismes de editor y mis chismes de novelista, dijo lo siguiente: “Hazme un favor, Emilio, chútate un texto sobre algún escritor para el feature cultural del próximo mes, ándale. Hay buena paga y puedes escribir de quien tú quieras y no te voy a criticar, de veras. Tú escribe de Joyce, de Faulkner o hasta de alguno de los poetas brasileños esos que te gustan”. Al terminar con un bien servido plato de flautas de barbacoa, accedí a su oferta. Pero esta nota no va de Joyce ni de Faulkner, mucho menos de Romano de Sant’Anna o de Meireles. Con perdón de los grandes autores de la literatura universal, mi escritor favorito no hizo ni un solo libro, pero marcó el rumbo de mi existencia de una forma que, hasta antes de escribir este texto, había permanecido inefable.
Tenía trece años cuando leí a Juan Silvestre Farías por primera vez. Como un taciturno lector de ficción desde tierna edad, los múltiples nombres impresos en el periódico me daban igual, pero el nombre de Juan Silvestre se quedó incrustado en mi memoria desde nuestro primer encuentro y fue el primer periodista al que seguí con atención.
Por aquellos tiempos, sus notas de alarma en La Corneta Zacatecana comenzaban a hacer ruido en las redacciones de los circunspectos periódicos nacionales. Pero Juan Silvestre Farías, quien escribía para una publicación que a duras penas podía hacerse llamar periódico, no producía un ruido como el de un trueno, por ejemplo, que despierta al escucha en medio de la noche y lo lleva a doblegarse ante su fuerza natural; para los periodistas de renombre, este ruido era más como el zumbido de un insolente mosquito oculto en la oscuridad o el descomunal ronquido de un vecino: algo incómodo, absurdo y poco digno de la atención inconsciente que reclama.
Mi descubrimiento de Farías fue casual y ocurrió durante uno de mis acostumbrados veranos joviales en casa de los abuelos en Zacatecas. El abuelo Bruno se hizo de varios artículos de barro en el mercado y yo, entre ocio y curiosidad, leí el texto impreso en las hojas de periódico con las que la vendedora envolvió los jarritos para evitar que se quebraran. Eran páginas de La Corneta y, siendo más específico, era la sección policíaca de La Corneta en su totalidad. Tras leer los relatos del hombre arrollado y la riña de amantes que no hacen falta en ninguna edición de nota roja que se precie de serlo, llegué a una pieza más conceptual. En el encabezado de la nota se leía “A la Plancha”, y la fotografía mostraba dos sartenes tirados en lo que parecía ser el piso marmoleado de una cocina. Sin cadáver, sin vísceras, sin lágrimas, tan inusual que captó mi atención de inmediato. Con pesar les digo que me ha sido imposible hallar una copia de aquel artículo para citarlo aquí, pero me arriesgaré a describirlo con los detalles que aún conservo en mi memoria.
La nota iniciaba como un relato de librillo policíaco: el héroe y su compinche en el sereno de la cotidianidad, aguardando pacientemente al peligro. Juan S. Farías, herrero de profesión y reportero emergente de alarma para La Corneta Zacatecana, comía taquitos de cabeza en el puesto de Doña Pelos al lado de su compañero, el fotógrafo emergente Rutilo Arrieta, un hombre que soñaba con ser luchador y quien, hasta antes del día en el que tuvo que buscarse una chamba de lo que fuera para darle de comer a su familia, jamás había tenido una cámara fotográfica en las manos. Es importante mencionar que, al menos en ese entonces, La Corneta Zacatecana no pedía experiencia previa a ninguno de sus reporteros de medio pelo y mucho menos a los de su sección policíaca; la instrucción se limitaba a que describieran los hechos con un lenguaje colocado entre el morbo y la seducción y que acompañaran el texto con una fotografía de la escena, preferentemente de la víctima fatal. Farías comenzó a publicar artículos pocas semanas antes de que yo lo descubriera y Arrieta lo acompañó desde un principio.
Volviendo a la nota, nuestros protagonistas recibieron el pitazo de un asesinato ocurrido en un domicilio de la calle Pedriscal y rápidamente subieron a su destartalado vehículo y se dirigieron al lugar, dejando media orden de tacos atrás con tal de no perderse la acción. Al llegar a la escena, burlaron a los únicos tres elementos judiciales presentes y se colaron dentro de la casa. El cadáver de un hombre yacía boca abajo en la sala y un charco de sangre lo rodeaba. Arrieta, cuyo anhelo de ser luchador había sido coartado en repetidas ocasiones debido a su poca tolerancia ante la sangre, sólo tuvo estómago para fotografiar el arma homicida: un par de sartenes. Tras ser descubiertos y escoltados fuera de la casa por el judicial Muñoz, alcanzaron a ver a dos mujeres dentro de una patrulla: las asesinas. Alicia y Gloria (o quizás era Graciela), despeinadas y con sus camisones puestos, serían llevadas al ministerio público para rendir su declaración.
Dos mujeres de cincuenta-y-tantos años asesinan a un sujeto que irrumpió en su vivienda a medianoche con intenciones de robar, ellas deciden tomar la justicia en sus propias manos y lo golpean con un par de sartenes hasta matarlo. Un vecino escucha el escándalo y llama a las autoridades; ambas mujeres aseguran que fue un acto en defensa propia y se entregan sin oponer resistencia. Tomando en cuenta los estándares de la publicación para la que trabajaba, la nota de Farías habría podido detenerse ahí, pero este era un hombre con demasiada imaginación y eso, aunado a su nula formación en el arte de la nota roja y en el oficio del escritor en general, se convertiría en la fundación y el sello de su trabajo.
A diferencia de la gran mayoría de los escritores de nota roja, Juan Silvestre Farías estaba consciente de que tanto las víctimas como los victimarios tenían una vida que se extendía más allá de los estrechos confines de sus artículos, y a él le gustaba pensar en ello. El crudo relato del crimen fue sucedido por una historia de ficción enteramente salida de la mente del autor, una suerte de cuento en el que Alicia y Gloria (o Graciela), las solteronas de su colonia, eran una pareja que soñaba con irse a vivir cerca del mar. Dos mujeres adultas y enamoradas; dos asesinas latentes que dormían abrazadas cada noche. Ningún escritor con una reputación que perder se habría atrevido a escribir algo así por aquel entonces. Las mujeres dormían cuando Gabriel, un obrero que vivía en la colonia y que siempre pasaba frente a aquella casa cuando volvía del trabajo por las noches, decidió seguir un impulso desesperado. Gabriel, tal como Alicia y Gloria (o Graciela), estaba enamorado. Su esposa, una dulce mujer que lo adoraba y que estaba muriéndose de a poco, lo esperaba rodeada de píldoras e inyecciones. Gabriel decidió irrumpir en esa oscura y silenciosa casa por él y por ella, porque ya no podía soportar que su mujer se despertara gimiendo de dolor noche tras noche; porque el sueldo de albañil pagaba la renta o las medicinas, la comida o las consultas; los días se les iban en vivir a medias sólo para agonizar lentamente. Gabriel reventó esa ventana porque sabía imposible que las personas de aquella casa extrañaran sus pertenencias más de lo que él extrañaba a su mujer. Cuando Alicia lo escuchó, salió a hurtadillas de la habitación para encontrarlo de espaldas, husmeando en una cajonera. Habían recibido sustos antes: amenazas, piedras rompiéndoles las ventanas y gatos muertos en la puerta; eran el rumor de la colonia, recibían las miradas despectivas en el mercado y los cuchicheos al entrar a la iglesia cada domingo. Alicia se imaginó lo que podrían hacerles, lo que podrían hacerle a Gloria Graciela, quien se había despertado y ahora estaba detrás de ella: golpearla, violarla, matarla, quién sabe qué más. Las meras posibilidades, galopando al unísono en sus mentes, eran insoportables. Ya era tiempo de que la gente aprendiera a no meterse con ellas de nuevo, nunca más. Ambas se colaron a la cocina sigilosamente y tomaron dos sartenes grandes, robustos, para después abalanzarse sobre un Gabriel que, al verse descubierto, intentó escapar por la ventana por la que había entrado, pero la historia terminó de la única forma en la que podía terminar, con dos mujeres que nunca verían su casa en el mar y con el cráneo reventado de Gabriel cuya esposa, una dulce mujer que creyó haber sentido todo el dolor que alguien podía sentir, tendría que seguir esperándolo para siempre.
“A la Plancha”. Fotografía por Rutilo Arrieta, texto de Juan S. Farías. Leí esa nota hace veinte años y, al día de hoy, el puro recuerdo me pone la piel de gallina.
Las notas de Juan Silvestre, publicadas de viernes a domingo, rápidamente se convirtieron en las predilectas entre los acérrimos lectores de nota roja en Zacatecas. Poco después, los fanáticos de las historietas policíacas se interesaron por corroborar los rumores que decían que en La Corneta se escondía un narrador con relatos más interesantes que los de sus publicaciones quincenales. El rumor se extendió hasta llegar a los oídos de lectores de novela negra, quienes cayeron enamorados por el estilo filoso y desordenado de Farías (aunque les diera vergüenza admitirlo). Los meses pasaron y La Corneta Zacatecana se volvió uno de los periódicos más vendidos del estado, superando incluso a periódicos de circulación nacional, puesto por puesto. Juan Silvestre Farías fue, sin duda alguna, el responsable de tal acontecimiento.
Juan Silvestre continuó su trabajo como herrero de lunes a jueves y guardaba su traje de periodista para los fines de semana. Junto con Rutilo Arrieta, quien también gozó de reconocimiento por su enfoque abstracto para capturar imágenes de los terribles sucesos, se dedicó a rondar el estado junto a su amigo cada noche. El puesto de tacos que frecuentaba con Arrieta, el de Doña Pelos, comenzó a llenarse de personas que deseaban cruzar algunas palabras con el dúo dinámico del alarma, y la orden de taquitos de cabeza se volvió la más pedida. Personajes como el judicial Méndez y Chacho Urrutia, editor de La Corneta, también tuvieron sus minutos de fama por formar parte del cast habitual en las historias de Juan Silvestre.
Durante todo ese tiempo, los periódicos más importantes del país desdeñaron las constantes menciones de Farías. Los grandes cronistas, licenciados en letras y con maestrías en periodismo certificadas en el extranjero, no daban crédito a aquellos rumores sobre un “escritor decente” que había salido de la nada, que carecía de estudios formales y que, además, había comenzado a escribir sólo porque su compadre, el encargado de la sección policíaca en La Corneta, le había pedido que supliera temporalmente a uno de sus columnistas. Muchos de esos periodistas ya habían leído a Farías y copias de La Corneta yacían escondidas en las gavetas de varios individuos de peso pesado, tanto en periódicos como en casas editoriales.
Dos años de trabajo en La Corneta habían pasado y Farías no se acostumbraba a las consecuencias de ser el escritor estrella del periódico en el que laboraba. Debido a las constantes interrupciones por parte de desconocidos, tuvo que dejar de frecuentar el puesto de Doña Pelos. Su taller de herrería se volvió tan popular que contrató a un par de muchachos para ayudarlo, pero aquellos chalanes hacían todo el trabajo mientras Farías, ahora escritor de tiempo completo, dividía su tiempo entre el recorrido de las calles zacatecanas y la redacción de lo que acontecía en las mismas. Las mujeres con las que coqueteaba lo identificaban con facilidad y terminaban pidiéndole que les contara “locas historias de reportero”, cosa que mataba su interés. Por si fuera poco, tuvo que lidiar con uno que otro lector ofendido por la temática de sus historias, incluso afrontó amenazas legales por difamación que se resolvieron sin llegar a la corte, entre cervezas y con pequeñas disculpas impresas. Uno pensaría que lo más lógico habría sido renunciar a la labor de periodista, pero eso significaba continuar el camino sin Rutilo y entonces, Juan se habría quedado verdaderamente solo. Rutilo Arrieta era el único capaz de entender lo que Juan Silvestre sentía y viceversa: los dos exiliados en el ojo del huracán.
Continué leyendo las notas de Farías a distancia, les pedí a mis abuelos que me enviaran copias del periódico por correo. Mi madre no estaba del todo de acuerdo con que su hijo fuese tan devoto a la lectura de esas notas rojas, pero mi abuelo insistía en que leer cosas así me quitaría lo sonso. El abuelo Bruno quería que yo fuera un ranchero y nunca sospechó que, en su intento por endurecer mi carácter, alimentó con creces mi deseo de ser escritor. Estaba a punto de cumplir 16 años cuando pasé uno de mis últimos veranos en Zacatecas, lo que coincidió con otro de los eventos trascendentales de mi vida: la salida de Juan Silvestre Farías de La Corneta.
Los rumores sobre los textos de Farías se inflaron hasta convertirse en llamados ensordecedores dentro de las prensas capitalinas. Los redactores de categoría habían hecho todo lo posible por apagar cualquier chispa referente a Farías que pudiese crecer hasta incendiar alguno de los grandes periódicos del país con la contratación de un donnadie. Sin embargo, ocurrió. El periódico Revolución le otorgó el puesto grande a un hombre audaz e inteligente llamado Agustín Cobos, un profesional cuya primera acción en el puesto de editor en jefe de uno de los periódicos más importantes de México fue ofrecerle empleo a Juan Silvestre Farías, el hombre que, en las propias palabras de Cobos, se encontraba a medio paso de consolidar a la nota roja como un género literario serio y vertiginoso.
No fue una decisión sencilla. Juan Silvestre había pasado toda su vida en Zacatecas y, muy a pesar de los recientes y radicales cambios en su entorno, la idea de abandonar su hogar no se le había cruzado por la cabeza jamás. Irónicamente, fue Rutilo quien convenció a Juan de aceptar el ofrecimiento del Revolución. El fotógrafo había tomado la decisión de abandonar su trabajo en La Corneta para continuar persiguiendo el sueño de convertirse en luchador: “ver tanta sangre en la chamba ya me preparó para los porrazos, yo creo”, Arrieta le expresó a su amigo en una cantina de mala muerte allá en Zacatecas y, después de eso, Farías comenzó a pensar en sus buenos años en La Corneta como un trayecto más que como un destino. Tal vez, siguiendo el modelo de su amigo, era momento de poner a prueba la preparación.
Farías llegó al periódico Revolución para el coraje de algunos y el júbilo de cientos – y me incluyo entre esos cientos, fue emocionante pensar que sus artículos ahora estarían disponibles en cualquier puesto callejero de mi ciudad. Desafortunadamente, Farías no llegó a publicar ni una nota en el Revolución. Si bien Juan Silvestre contaba con el apoyo del editor en jefe, el resto del equipo a bordo se encargó de bloquear su trabajo hasta desesperarlo. Varios fotógrafos se negaron a trabajar con él, otros tantos escritores se rehusaron a orientarlo; los correctores de estilo calificaron sus textos como “incoherentes”, “pretenciosos” e “incompatibles con el enfoque del periódico”. Farías se sintió arrinconado dentro de la redacción y, a poco más de un mes de su llegada a la Ciudad de México, decidió que la mejor opción sería continuar el trayecto en La Corneta y en su querido taller de herrería.
Un par de días antes de abordar el camión que lo llevaría de vuelta a Zacatecas, Juan Silvestre recibió una sorpresiva llamada de Chacho, el editor de La Corneta. El mensaje era corto y fue transmitido con pocas palabras, tan distantes e inconcebibles como el hecho mismo:
Rutilo está muerto.
Farías, llevando consigo únicamente la ropa que traía puesta aquel día, abandonó la capital del país esa misma mañana y jamás regresó. Supo la historia en cuanto puso pie en Zacatecas: durante un entrenamiento, Rutilo recibió un golpe que le provocó la muerte fulminante sobre el ring. Juan Silvestre le pidió a Chacho la oportunidad de escribir una última nota en el periódico, un homenaje para su gran amigo, y Chacho le concedió lo que sería la única primera plana de su carrera.
Imagino que todos los autores literarios sueñan o han soñado alguna vez con escribir una obra cumbre, un trabajo que sintetice su visión y sentir en un compilado de palabras claras que posean gracia, fuerza y singularidad; un escrito que pueda sobrevivir e incluso crecerse ante la temible prueba del tiempo. Lo imagino porque reconozco que yo lo he soñado más de una vez. “Rutilo Arrieta: De Dos a Tres Caídas y Sin Límite de Tiempo” es el título de la publicación final hecha por Juan Silvestre Farías; el monstruoso texto ocupó las cinco primeras páginas de La Corneta Zacatecana y estuvo acompañado de una sola fotografía: Juan y Rutilo en el ahora mítico puesto de tacos de Doña Pelos. Las circunstancias de la muerte de Arrieta fungieron como vías para que Farías relatara lo que había significado compartir dicha y tragedia con un hombre que, como es sabido hoy en día, se convirtió en una de las referencias clave para la fotografía periodística del país. Siendo fiel a su particular estilo narrativo, Juan Silvestre plasmó el último capítulo en la serie de aventuras vividas por él y por “el fotógrafo que soñaba con ser luchador”, una denominación errónea para su amigo que fue corregida por el propio autor: un luchador convertido en fotógrafo por la desesperante fuerza de la realidad. Pasando de la risa a la melancolía, de la candidez a la crudeza, del discurso sagaz a las sutilezas entre líneas, el texto se siente tal como se habría sentido vivir en la piel de este dúo: la peculiaridad encapsulada en el interior de una camioneta destartalada que apestaba a tacos de cabeza y que tenía un corazón propio, latiendo a un ritmo que regía el todo a su alrededor. El texto es sencillo, temerario, verdadero y absoluto. Una obra maestra.
Al concluir el artículo y sin anunciarlo, Juan Silvestre Farías decidió no volver a escribir. Se quedó a vivir en Zacatecas, donde continuó trabajando en su taller de herrería. Con el paso de los años, las personas fueron olvidando su estatus de celebridad local y pudo volver a la sencillez de los taquitos de cabeza, las soldaduras y los romances fugaces.
Un profundo hueco se abrió en mis adentros cuando entendí que no volvería a leer nada más de mi mentor distante, pero el golpe ya estaba dado y a los 16 años ya estaba seguro de que quería convertirme en escritor, en gran medida gracias a la presencia impresa de Juan Silvestre en mi vida. La novela negra se convirtió en mi género favorito y mi tesis de licenciatura giró en torno a los escritos de Farías; aquel trabajo incluyó entrevistas con sus conocidos y colaboradores, análisis de sus notas – realizados por mí y por algunos otros escritores – y mis intentos, todos injustos, de dar con una estructura que alcanzara a definir su estilo literario. Cabe mencionar que dicho trabajo fue rechazado por mi alma máter debido, primordialmente, a que no se centró en “un autor de verdad”, aseveración que sigue pareciéndome indignante. La investigación que realicé en ese entonces me llevó a encontrar, entre otras cosas, la dirección del taller de herrería de Farías, pero antes de que surja la duda en sus mentes, diré que no tuve el valor de buscarlo. Era muy joven y me sentí abrumado, se me ocurrían tantas cosas por decirle que temí aparecer en la puerta de Juan Silvestre para ahogarlo en una torpe verborrea que no iba a llevarnos a ningún lado. La pesadilla de hacer el ridículo frente a mi ídolo; el horror.
Hace algunos años, la editorial Ecolalia (fundada por Agustín Cobos, el hombre que intentó llevar a Farías a los círculos del periodismo nacional) logró publicar una compilación de las notas rojas escritas por Juan Silvestre y en cuya labor de búsqueda tuve el honor de colaborar. Doce artículos de Farías fueron editados junto con las fotografías correspondientes, originales de Rutilo Arrieta, bajo el título “El Caza Rojas”. Los artículos seleccionados incluyen joyas como “Tres Duraznos en la Buchaca”, “Un Gato, una Cacatúa y una Bañera”, “Toma Todo” y, por supuesto, “Rutilo Arrieta: De Dos a Tres Caídas y Sin Límite de Tiempo”. El libro recibió críticas divididas y fue nominado a varios premios literarios en Latinoamérica, otorgándole credibilidad tardía a un autor que, en mi opinión, fue llanamente incomprendido en su tiempo.
La realización de este artículo me llevó a desempolvar mi tesis sobre Farías para extraer referencias, fue así como reencontré la dirección de su taller. Las cosas son distintas ahora, pensé, y antes incluso de que surja la duda en sus mentes, decidí enfrentar mi pesadilla de muchacho universitario y encarar a Juan Silvestre. Planeé el viaje durante pocos días para no darle oportunidad al arrepentimiento; desarrollé un sinfín de preguntas y tópicos que ansiaba plantearle a Farías, una gruesa lista de cosas que he pasado la vida entera preguntándome. Ensayé discursos frente al espejo, tratando de encontrar la mejor manera de presentarme y de pedirle una entrevista; discutí conmigo mismo sobre cuáles serían las palabras menos infantiles y chocantes para expresarle mi sincera admiración y gratitud.
Antes de dirigirme con Juan Silvestre, pasé a visitar al abuelo Bruno para hablarle, entre otras cosas, de lo que pretendía hacer en Zacatecas. El abuelo, quien se refiere a mí con un halo de desencanto en la mirada desde que decidí ser escritor y no ranchero, me contó que había conocido a Farías cuando lo contrató para instalar una protección de metal en su entrada principal. “Yo no sé nada de escritura ni me interesa, pero decían que era el mejor del pueblo y sí te puedo decir que, de que es buen herrero, es buen herrero”, dijo, señalando la reja que le encargó a Farías hace aproximadamente 8 años: “no te dejes engañar por los barrotes desoldados; es un buen trabajo, pero el tiempo le pasa factura a todo”. El abuelo se despidió de mí, no sin antes insistir en que al menos debería aprender a andar a caballo; le respondí que lo consideraría y, dándole una última mirada a la reja que Farías había construido, emprendí mi camino hacia el taller.
Ya frente a la puerta del taller, tardé varios minutos en entrar y, una vez adentro, a Juan Silvestre le tomó mucho tiempo aparecer. Estaba muy nervioso, no podía fijar mi atención en los alrededores y consideré la huida cada tantos segundos, pero sabía muy bien que el encuentro que había retrasado por años debía ocurrir en ese momento, en ese lugar, o jamás ocurriría. Finalmente, desde el fondo del taller que daba con la que seguramente es casa de Farías, alcancé a ver que un hombre caminaba en mi dirección, a paso lento. Conforme se acercaba, reconocí al sujeto de las fotografías: un hombre alto y moreno, de complexión delgada y cabellos gruesos, siempre desacomodados. Las gafas colgaban del bolsillo de su camisa y el bigote tupido estaba lleno de canas. Juan Silvestre Farías, ahora un anciano, lucía fuerte y sereno, como forjado en hierro templado. Con toda la calma del mundo, Farías se plantó frente a mí.
— Buenas, ¿qué se le ofrece?
Tuvo que preguntármelo otra vez, pero no parecía sorprendido por ello; imagino que no soy el único que se ha congelado frente a él, pasmado por la impresión.
— Joven, buenas, ¿en qué le puedo ayudar?
Constaté la ineficacia abrasadora de las anotaciones, los ensayos frente al espejo y de las incontables ocasiones en las que había imaginado el momento en cuestión. Me preparé para una situación de verborrea desatada pero no pude predecir que lo que ocurriría sería lo opuesto: el silencio total. Tras unos segundos que me pesaron como años, dije lo más prudente que mi cerebro pudo maquinar.
— Buenas, don. Fíjese que la reja en casa de mi abuelo se desoldó y quiero saber si me la puede arreglar. La casa queda como a 25 minutos de aquí.
Juan lo pensó por un momento, pasándose la mano sobre el bigote gris.
— Sale pues, lo arreglamos de buena vez.
Sacó sus herramientas y me señaló la puerta con un gesto amable, como diciendo “vamos”. Justo antes de salir, vi una fotografía colgada junto al umbral de la puerta: Rutilo y Juan, sonrientes, de pie frente al puesto de Doña Pelos.
Empezamos a caminar hacia la casa. Hablamos sobre cosas simples durante el trayecto: el clima en Zacatecas, lo mal que estaban los caminos por ahí, los vecinos de aquella colonia, etcétera. Yo estaba fascinado y no me atreví a resquebrajar el momento con la mención de este artículo o de la entrevista que había preparado y que lo llevaría a brincar, inevitablemente, del presente al pasado. Decidí seguir escuchándolo para aprender, quizás, una cosa o dos sobre la auténtica magnificencia de la mundanidad.
Llegamos a casa del abuelo y entré para explicarle lo que había pasado. “Es usted un auténtico cagón, mijo”, me respondió, y se fue a echar la siesta. Los movimientos de Juan Silvestre son lentos pero seguros; le tomó alrededor de hora y media soldar los barrotes sueltos. Me senté en el comedor y lo miré trabajar durante todo el rato, aferrado a una cerveza que no llegué a probar y recargando el mentón sobre la mesa como un niño curioso que se ha olvidado de parpadear. Las jacarandas se sacudían la luz dorada de encima y, posado bajo su sombra, estaba mi escritor favorito, sentado en un banco de madera mientras reparaba la reja de mi abuelo. El momento cumbre de mi vida.
Cuando el trabajo estuvo listo, salí de la casa para pagarle a Juan Silvestre. Le ofrecí llevarlo de vuelta a su taller en la camioneta del abuelo pero dijo que prefería caminar y, con elegancia contundente, mencionó que un escolta no es necesario en este pueblo. Sonreí en acuerdo y exclamé un “gracias” que iba por la puerta, por la charla del trayecto y por todos los años en los que, sin saberlo, me había acompañado. Al despedirme, las costuras de mi acto se deshilacharon.
— Que le vaya muy bien, señor Farías.
Él me miró fijamente por unos segundos. Claro, jamás le pregunté su nombre. Sentí la sangre estancándose en mis piernas y entonces él lo supo, sé que lo supo. Sin decir más, sonrió y estrechó mi mano como despedida. Cargó sus herramientas y se fue.
En uno de los párrafos de “Rutilo Arrieta: De Dos A Tres Caídas…” se lee lo siguiente:
“[...] y está bien, yo creo que está bien, porque hay cosas que uno nace para conocer y otras que se crecen y florecen ante nuestra ausencia. Las hechas para no conocerse son incontables, ni siquiera nos caben en la imaginación, y parte de nuestra chamba santa en esta vida es dejarlas pasar, tener los ojos para ver que el ignorar tiene su encanto propio y que es, lo queramos o no, una realidad forjada en un mundo distinto al de nuestros deseos…”
Viendo a Juan Silvestre alejándose por la vereda aquella tarde, entendí sus palabras. Todas las cosas que ignoro sobre él también forman parte de mí y querer disiparlas sería asesinar brutalmente al mito, al encanto mismo. Escribo esto desde mi vieja habitación en casa del abuelo Bruno y tuve que encontrarme aquí, cerca de donde todo comenzó, para comprender que Juan Silvestre Farías seguirá siendo lo que ya es para mí y nada más, nada menos, en la medida justa para mantener vivo el misterio. Y está bien, yo también creo que está bien.
Todos los derechos reservados. Laura C. Rosales, 2017.
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ghostoriessoc · 4 years
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#008. Carta para nadie en particular.
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Las Siluetas de Pompeya (o Carta para Nadie en Particular).
Esta no es una noche especial. Miro por la ventana, ya no puedo dormir. La gotera en el baño, los gatos maullando, la exasperante sed; las distracciones me encuentran y me dejo seducir. Siempre espero que, al presionar el botón de encendido, la luz blanca de la pantalla traiga consigo la inequívoca señal de que nada está perdido. Esperar por cosas que no pasan, lacerantemente usual. Quejas, noticias y fotografías de conocidos o desconocidos que alguna vez fueron conocidos, devastadoramente usual. Tantos datos, tanto letargo, tanta inutilidad... ¿de qué me sirve la noche? Desperté de golpe porque soñé contigo y soñé con antes, pero distinto. Dentro del sueño entendí las cosas y lo hice a tiempo, supe decirlo. Pero el ahora en la vigilia sigue siendo igual, sigue... seguirá siendo...
...no. No quiero decirlo.
¿Entiendes por qué no quiero decirlo?
Decirlo es... sería...
[Aquí es cuando miro al suelo para evadir el flagelo.]
No sé cuál deseo es más fuerte, el de no haber tenido una última mirada o el de no haber aterrizado la inicial. Extremos, lo difícil está en los extremos.
No dejo de rastrearnos en todos los extremos.
Leo. El 99% de un átomo es espacio vacío; un átomo es el inicio de todo y la fisión del núcleo de unos cuantos puede aniquilar el todo a su paso. Leo. La megafauna reinó la Tierra hasta la aparición del humano; como ejemplo contrastante, hoy sólo quedan dos rinocerontes blancos en el planeta y ambas vivirán apenas lo suficiente para convertirse en el símbolo de la extinción de su raza. Leo. El universo comenzó con una breve explosión y se expande a tal velocidad desde entonces que, en algún momento, cada cuerpo que en él existe quedará sumido en la soledad. Estos son procesos reales, comprobables, y así muchos otros que ocurren y han ocurrido en la discreción, pero el nuestro no lo es – ¿o acaso lo sientes? Cierra los ojos y digiere la pregunta, ¿puedes sentirlo ahora? ¿Puedes decir que lo que sientes es un recuerdo real y no un artificio construido para llenar la ausencia de recuerdo? ¿Pudiste sentir los extremos pasar, en aquel entonces? ¿El principio? ¿El final?
[Aquí es donde dejo un espacio para que te mientas.]
Hace unas horas reencontré, por casualidad, una fotografía tuya. Había olvidado que existía. Es de un antes que está muy atrás; en ella apareces haciendo un gesto propio de ese tiempo y al fondo se ven unas terribles decoraciones y unas paredes en las que todavía proyecto mi sombra y de repente parece que el grano reventado de la imagen se mueve y, al hacerlo, reproduce el sonido de nuestras voces que también reconozco como las de antes. En esas voces se identifica el grueso y arcaico trazo de las remotas sensaciones, se distingue el perímetro de las cosas que no se hicieron y que nunca llegamos a saber el uno del otro. Quiero pasar mi dedo sobre las líneas, pero no puedo porque no existen. En la imagen estás tú y me reconozco del otro lado, nos reconozco en los añejos cuerpos calcinados por el mismo polvo incandescente que preservaría su tosca forma: somos los hombres resignados en posición fetal; somos los ignorantes niños durmiendo y las desesperadas madres a sus pies; somos los perros callejeros que parecen seguir retorciéndose de dolor. En tu fotografía, las siluetas de Pompeya y en ellas, a su vez, lo que resta de nosotros: el morboso vestigio de la erupción.
[Hago una pausa y tomo el teléfono, pienso llamarte. Recuerdo que ya no tengo tu número. Aquí es donde pongo el pensamiento, el arrepentimiento.]
He escrito un sinnúmero de fantasías, todas son despedidas porque no tuvimos una en forma y eso, quizás, fue lo mejor. Releo a Frank O’Hara en el insomnio, pero descarto sus descripciones de Nueva York, sus versos sobre pintores, naranjas y las madres de América; por momentos, él se sintió tal como yo respecto a las incurables melancolías pero, a diferencia de mí, supo cómo ponerlo en palabras, por eso me resulta natural memorizar los fragmentos que ansiosamente necesito. Ya no me hace falta releer su ‘Morning Poem’ para citar el final:
Cuando tú seas el único pasajero, si hay un lugar más alejado de mí, ruego que no vayas.
Recuerdo haber rogado que no desviaras la mirada, que no llegaras a otra idea; que no tomaras la resolución que te llevaría, sin remedio, en dirección opuesta a mi existencia. Lo rogué en silencio, en secreto, en el espacio negativo.
He descartado todas las fantasías porque no existe la justicia. Ninguna despedida nos habría hecho justicia.
[Aquí va el incurable remordimiento que me deja el nunca haberte hablado con la verdad.]
Vuelvo a decir que no quiero decirlo. Ya no quiero mentir.
Sería una mentira decir que se acabó lo que fuimos porque lo que fuimos fue sin ser y tampoco quiero decir eso. Lo que quisiera es lavarme ese cliché y, si acaso, rendirle una pizca de respeto a nuestro parecer, a nuestro sospechar... ¿será ese su nombre, ‘nuestro sospechar’? No lo sé, pero sé que no debería serlo. Te imagino en la desaprobación, diciendo que llamarlo así sería tan reduccionista como las etiquetas mismas, pero sé bien que tú lo pondrías en otras palabras, vivas y encendidas, posadas en el extremo opuesto a mi antiséptico vocabulario...
...espera. He vuelto a hacer algo que he dicho y defendido que nadie debería atreverse a intentar: adivinar lo que estás pensando o lo que podrías llegar a pensar. Mi tragedia personal es saber tu elocuencia, tan intensa en lo concreto del sonido y el ingenio, algo irreproducible para el sueño y la imaginación. Injustificables inconsistencias como esa última, una tras otra, torpemente ocultas bajo el ligero manto de las frases que digo sin pensar. Me cubre el velo del recuerdo y en él busco una definición que no he podido hallar en el vasto y complejo tejido de todo este tiempo muerto, de todo este espacio vacío. A esto se reduce mi vida ahora, a buscar la claridad entre las turbias disolvencias de un necrótico pasado. Flashazos punzantes que vienen, sacuden y van...
[Aquí es cuando dejo de teclear y reconozco que no hay excusas para la cobardía.]
Acabo de leer que un volcán está a punto de hacer erupción. Cenizas disparadas a 360 metros de altura y lava desparramándose hasta llegar al mar. Explotará pronto, dicen los expertos. Dicen que podría escupir rocas incandescentes de dos metros de diámetro y diez toneladas de peso; dicen que podría crear columnas de ceniza de 6000 metros de altura; dicen que podría matar a cientos, a miles.
Una cosa es lo que es, otra es lo que podría llegar a ser.
Evité la dicha que era por la tragedia en la que podía convertirse, pero la ceniza terminó por caernos encima de todos modos. Tal vez los cataclismos del alma no se evitan, sólo se retrasan.
Necesito saber. La dicha, la fortuna... ¿la evitaste también?
[Aquí dejo una profunda pausa para que lo niegues y después, a solas y a oscuras, te lo preguntes una vez más.]
Reevalúo las intermitentes imágenes del pasado y me digo que a todo aquello podría llamársele un juego: el incendiario juego de saborear lo que hubiera sido, de haber podido ser. Pienso en los corredores solitarios que nos albergaron y en las salas oscuras que contrastaron con nuestras intenciones; pienso en las horas que pasé esperando por breves instantes de tu presencia y en las horas subsecuentes que sirvieron de combustible para mis anónimas, crecientes, abrasadoras aspiraciones. Se vuelve claro que, en cada imagen y con cada acercamiento, traté de hacernos inmunes a la improbabilidad que suponían nuestras distancias, nuestras diferencias, pero al final los imposibles se quedan imposibles acá a ras de piso, donde la gravedad quiebra los hechizos y no podemos ignorar las verdades que de tal ruptura parten. Distancias incalculables, diferencias abismales; las tajantes desilusiones. El deseo que opaca al de la carne y al de la mente, sé bien, rara vez atraviesa las fronteras entre los concretos y la evocación. No obstante, las palabras son otra cosa: simultáneamente son lo que describen y lo que evocan. Las palabras desafían las posibilidades, es por eso que he tenido que escribir sobre un deseo cuya culminación existe y no existe a la vez y, para hacerlo bien, tuve hacerlo en pasado, lastimosamente en pasado. Espero ahora entiendas porqué te he escrito de nuevo. Te pienso y, de nuevo, pienso: si tan sólo fuera otra persona... si desde un inicio yo hubiese sido otra persona...
[Aquí y en voz baja me reprocho los ridículos anhelos, todos.]
O’Hara se describe en ‘Mayakovsky’ y, al hacerlo, me describe también.
Ahora estoy esperando en silencio a que la catástrofe de mi personalidad vuelva a parecer hermosa y moderna, e interesante.
[Aquí es donde comprendo que hay formas que jamás podremos tomar.]
Entonces sigo escribiendo. Sigo porque no he terminado de sacudirme la improbabilidad.
El problema son los verbos, me digo, y entonces puedo afirmar que sí fuimos, que claro que fuimos: no del verbo «ser» sino del verbo «ir». Fuimos sin rumbo y sin razón, pero fuimos. Y si es que hubo un destino pautado alguna vez, en algún tiempo, debió ser el de la aceptación. Pese a los huecos y a los espejismos, es innegable que estuvimos vivos. Míranos, estamos en las fotografías; nuestros fantasmas acechan los corredores, las salas y la espera; nos quedamos en esta sucesión de letras y en las eternas siluetas que materializan el relato de una erupción. En una minúscula rebanada del universo, tú y yo estuvimos vivos.
Me remito al verso final de ‘Song’ como si hubiese sido el primer átomo descubierto, el primer rinoceronte blanco nacido, el mismísimo Big Bang:
en un mundo donde tú eres posible, mi amor, nada puede salir mal para nosotros.
Vuelvo a mirar por la ventana y el horizonte se ve lejos, quizás ahora pueda volver a dormir. Aún a distancias abismales, frente a crudas resistencias y pese a los áridos suelos de mi ser, tal vez se pueda volver a sentir. Basta saber que allá afuera estás tú, andando y queriendo y soñando, y que todo cuanto eres es posible. Siendo así, nada puede salir mal... ¿cómo podría?
Carta escrita en el periodo de febrero a mayo de 2018. Este texto fue la base para el monólogo cinematográfico “Las Siluetas de Pompeya (o Carta Para Lucía)”, escrito y dirigido por Laura C. Rosales. Click aquí para ver el monólogo en la página de Kukarachov Films. Todos los derechos reservados, 2018.
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ghostoriessoc · 5 years
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WOW, que acabo de leer un texto tuyo y no tengo palabras. Te llevaste todas, me desbordó.
Ufff, qué halago. Es maravilloso que te haya gustado, muchísimas gracias por la lectura y por este mensaje :)
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ghostoriessoc · 5 years
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#006. No tengo tiempo que perder.
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En el año 1957, el piloto de carreras Alfonso Cabeza de Vaca, Marqués de Portago –mejor conocido en el mundo del automovilismo como Fon de Portago– se enfrentaría a la pregunta definitiva, surgida durante una entrevista por demás casual:
¿Por qué compites?
«Porque quiero ser campeón del mundo. Creo que la vida es algo maravilloso y aun si llegase a vivir cien años, no me alcanzarían ni para hacer la quinta parte de todas las cosas que quiero hacer, tampoco llegaría a leer todos los libros que quiero leer. Planeo sacarle el mayor provecho a mi vida, pero no tengo tiempo que perder.»
A los 28 años, Portago ya era perfecto. Español criado en Inglaterra, de familia noble y complexión de tallado griego. Descendiente directo de Álvar Núñez Cabeza de Vaca: el descubridor de la Florida, el primer europeo en las cataratas de Iguazú y un explorador recurrente del río Paraguay. En 1542, Álvar escribió un libro de viajes sobre la expedición de pesadilla que Pánfilo de Narváez comandó en Florida y optó por darle un título pulcro, honesto y sin rodeos: “Naufragios y Comentarios”.
Casi puedo escuchar al propio Fon reflexionando sobre aquel título: Naufragios y comentarios. A eso se resume todo, ¿no es cierto?
Cumplí 28 años hace unos meses y, haciendo cuentas, he pasado 16 de esos años escribiendo. No obstante, como es natural en el flujo del trabajo creativo, son varios los momentos en los que mi cabeza se atasca en tramos irregulares de sequía. Pese a los muchos, frustrantes intentos previos a la realización de este ensayo, no había sido capaz de escribir algo durante meses y me he puesto a pensar que la frase de Hemingway en ‘Death in the Afternoon’ que dice: “…la evasión de la muerte es reemplazada por la evasión de la derrota”, también es verdadera viceversa. Después de un par de vueltas; de un par de años, se vuelve lógico que la lucha por la victoria terrenal pasa a segundo plano cuando uno empieza a concentrarse en el inútil propósito de evadir a la muerte.
«Todo piloto cree que no puede pasarle a él. Yo sé que no va a pasarme a mí. En el fondo, yo sé que no va a pasarme a mí.»
Por distintos padecimientos no graves pero sí complejos, mi estado físico no es óptimo. Me acechan los eventos aislados de pánico y de vez en cuando me asaltan dolores a los que denomino “de pisa y corre”; algunas mañanas se ven más pálidas que otras, pero estoy aquí ahora y hago lo que está en mis manos para seguir estando. No hablo ni escribo mucho al respecto porque no quiero hacerlo, pero lo pienso. Es hasta ahora que comprendo con total seriedad que, sin aviso previo, uno se despierta un martes con la conciencia de que es un martes restado al enigmático, indescifrable número de días martes que le quedan por vivir. Imagino que ese pensamiento redundante es, en ocasiones, el que me hace difícil el trabajo; pasa que no quiero sentarme a escribir palabras definitivas que me estallen en la cara porque, como todos sabemos, las verdades estallan de frente sin importar si estás preparado para enfrentarlas o no – aunque, siendo honesta, también sé que no existe preparación alguna para lo que sea que las palabras traigan.
La escritura, alejándonos de la noción exagerada del artista torturado, es un oficio que las cobra con intereses. Encontrar la combinación justa y rítmica de palabras que, por su significado en el idioma manejado por quien escribe, formen un conjunto que describa una idea, imagen, sensación o concepto con la mayor exactitud posible, es el tecnicismo que separa a los buenos escritores de los grandes escritores. El núcleo de dicho tecnicismo recae en la palabra “exactitud”: uno consume más libros que agua con tal de aprender lo que otros saben sobre la exactitud; uno va de viaje a sitios de los cuales no sabe nada, provoca peleas y se besa con quien no debería en lugares que apenas y existen, todo en pro de encontrarse con la exactitud; uno satura o embrutece sus propios sentidos con la misión de acercarse tanto como pueda a la exactitud. Finalmente, quien escribe debe –o debería, en cualquier caso– estar dispuesto a enfrentar sus propias verdades sin tapujos y practicar la exactitud en sí mismo si es que pretende escribir en serio. Es posible que todo aquello se vuelva riesgoso para la integridad, embriagante para el ego y emocionante para el espíritu a medida que uno avanza y se clava más en el oficio. Desde donde estoy parada, escribir se parece mucho a un deporte de alto riesgo en el que la recompensa se vuelve más grande que el miedo a morir; un deporte en el cual uno se vuelve inútil e imprudente cuando empieza a pensar en lo que podría perder si sigue apostándolo todo siempre y que, cruelmente, no soltará sus mejores frutos a menos de que, quien escribe, esté en la disposición de apostar todo lo que es, siempre.
«Cualquiera – sin importar qué tan acaudalado sea – que conduzca un auto, aspira a convertirse en un piloto profesional. Todo lo que debes hacer es respetar el vehículo…»
La juventud de Fon empató con la época dorada de los Gentlemen Drivers. Estos “Pilotos Caballeros”, todos con linaje de abolengo, dinero antiguo y modales de primera, comenzaban a competir en carreras de aficionados con vehículos de lujo comprados por ellos mismos. De tener el talento y las agallas, los acaudalados pilotos podían escalar hasta los circuitos de competencia profesional por conductos mucho más directos que los actuales. En el año 1954, todavía como amateur, Fon condujo su propio Ferrari en el legendario circuito alemán de montaña, el Nürburgring, cuya descripción precisa viene encapsulada en el sobrenombre con el que Sir Jackie Stewart lo rebautizaría unos años después: El Infierno Verde. Portago sufrió un accidente que dejó al coche desperdigado sobre el asfalto pero que, con vasta fortuna, le permitió a su piloto salir del circuito, si no ileso, al menos por su propio pie. Dejando la suerte de lado, el incidente terminaría protagonizando un embarazoso episodio a posteriori.
En 1955, poco menos de un año después de su accidente en el Nürburgring, Portago le escribió a Enzo Ferrari para solicitarle un puesto como piloto oficial de su Scuderia en la recién fundada Fórmula Uno. El mito cuenta que el señor Ferrari, con el tacto tan distintivo que la historia del automovilismo profesional le conoce bien, le respondió a Portago enviándole un sobre en el que puso la fotografía de su Ferrari hecho pedazos en el Nürburgring y una nota en la que se leía: “¿Para esto quieres que te contrate, para que puedas hacer lo mismo con mis autos?”. La humillación hacia Fon se torna caprichosa si contemplamos que, al año siguiente, el señor Ferrari accedió a darle a Portago un asiento en su Scuderia al lado de otros cuatro auténticos gentlemen drivers – los últimos, quizás, de toda la historia.
«Podía hacer cualquier cosa, Portago. Cualquier cosa peligrosa.» (Sheila Montague-Brown)
Algunos historiadores de Fórmula Uno han mencionado que, muy a pesar de las reservas iniciales del señor Ferrari para contratarlo, Portago fue un piloto perfecto para la Scuderia y el modelo a seguir para muchos de los que vendrían después: innegablemente apuesto, ofensivamente bien educado, estúpidamente rico y provocativamente arriesgado; un playboy con hambre de más vida. Su lista de amantes incluyó nombres de mujeres famosas y muy hermosas de la época. Dorian Leigh, una de las primeras modelos de fama internacional en la historia, tuvo un hijo con Portago fuera de los respectivos matrimonios de ambos. Veinte años después, ese hijo saltaría de una ventana.
Naufragios y comentarios. A eso se resume todo, ¿no es cierto?
Es por los intentos fallidos que uno sigue escribiendo. Estás frente al texto tímido y moribundo que vale el arriesgue porque asoma sus ganas de pelear y, para salvarlo del ahogo, hay que recurrir al beso aquel; al recuerdo borroso de ciertas paredes o de ciertos gestos que no supiste interpretar en su momento y que, de letra en letra, van cobrando el sentido del universo entero en sí mismos. La verdad sale a flote entre parpadeos y con las vueltas, los choques, las muertes y los años, vas volviéndote mejor en lo que sea que signifique el decir las cosas; más claro, más intenso, con menos palabras al azar. Le agarras confianza a los neumáticos y las curvas del camino se programan en tu memoria muscular; metes el freno cada vez más tarde y pisas el acelerador mucho más a fondo. En consecuencia física, la intensidad de la rodada va desgastando las llantas. Uno desgasta el presente cuando revive el pasado en repetición con tal de plasmarlo a detalle y ese detalle termina por desgastar, irremediablemente, la memoria misma que describe. La cruel paradoja. De repente parece que todos los tiempos verbales de tu vida se quedaron embarrados en la pista. Sea como sea, con todo lo que implica, uno se juega el balance de lo que siente y lo que es porque, en el fondo, a todos nos encantaría ser el campeón del mundo. Buscamos acortar las distancias con los punteros porque queremos ser grandes escritores, no sólo buenos; nos jugamos la transparencia porque queremos ser escritores brutales; escritores trascendentales. Si nos enfocamos exclusivamente en el lado de la meta y nada más que la meta, este campeonato vale lo que cuesta y puede costar cualquier cosa. El asunto es que nunca se trata de un solo lado. Los navíos naufragan porque hacen agua de muchos, muchos lados.
«Cualquiera – sin importar qué tan acaudalado sea – que conduzca un auto, aspira a convertirse en un piloto profesional. Todo lo que debes hacer es respetar el vehículo. Yo le tengo enorme respeto al Ferrari de Gran Premio y soy consciente de que, si lo trato mal, puede matarme muy fácilmente.»
Hay que tratar a la palabra con respeto porque, a lo largo de la historia, ha probado ser letal si se le dobla más de lo que soporta. La palabra inapropiada mata carreras; la palabra intempestiva mata relaciones y la palabra inconclusa mata credibilidades. La palabra, en el más oscuro de sus sentidos, también mata personas. De ahí que, al abordar las palabras, uno debería hacerlo en plena conciencia de lo que implican y de lo que cuestan, tanto para quien las recibe como para quien las emite. Podrá parecer exagerado para algunos, pero eventos diarios como los accidentes automovilísticos también lo son y, como sea, ocurren.
«La cuestión es que, si bien un piloto debería tener confianza en sus propias habilidades, no tendría por qué ser tan ingenuo como para pensar que no puede pasarle a él. Si tomas la salida de una curva y encuentras aceite regado en el circuito, puedes perder el control del vehículo. Necesitas reconocer que existen factores ajenos a tus capacidades y tenías que aceptarlo o, de lo contrario, no te involucrabas en las carreras de autos.» (Tony Brooks; ex-piloto F1)
El 12 de mayo de 1957, Fon de Portago corrió su propio Ferrari 335 S en la Mille Miglia de Italia junto a un periodista y amigo suyo que fungió como su navegador ese día, un estadounidense de nombre Edmund Nelson. Se dice que Portago tenía sus reservas para correr la carrera por considerarla demasiado peligrosa incluso para alguien tan arrojado como él, pero que el señor Ferrari aplacó tales reservas a base de presión. En efecto, la Mille Miglia era una de las carreras más famosas en aquel entonces y es recordada como una de las más riesgosas de la historia: mil millas por las calles comunes y corrientes de Italia; cientos de espectadores maravillados a centímetros de los autos que pasaban a toda velocidad, dejándoles el rastro de aire y polvo como atmósfera para el recuerdo.
Portago avanzaba en una cómoda tercera posición en la carrera. Por la mitad de esta, se detiene en su garage y su tanque de combustible es recargado. Uno de los mecánicos de Ferrari nota que la parte delantera de su vehículo está dañada, lo que provoca que una pieza de metal descanse peligrosamente cerca del neumático delantero derecho del automóvil. El mecánico sugiere un cambio de neumáticos que Fon rechaza por considerarlo una operación demasiado tardada. Pese a no querer pasar más tiempo detenido, el piloto encontró la oportunidad de hacer una cosa ajena a la carrera en esa misma detención. Por aquel entonces, Fon sostenía un romance con una actriz norteamericana llamada Linda Christian, quien estaba presente en la zona del garage de Ferrari al momento de la parada descrita y, en una escena propia de película, Portago se alejó lentamente del puesto de sus mecánicos para encontrarse con Christian y besarla segundos antes de su reingreso a la carrera. Las cámaras internacionales captaron el instante.
En una de las últimas vueltas de la Mille Miglia, el auto de Portago alcanzó los 240 kilómetros por hora justo antes de salir disparado por los aires debido al súbito estallido del neumático delantero derecho. Ambos pasajeros del vehículo fueron expulsados del mismo y murieron instantáneamente al contacto con el piso. Pedazos del Ferrari 335 S también cobraron víctimas entre los espectadores, matando a cuatro adultos y a cinco niños.
Tras protestas públicas y demandas en cortes judiciales, se levantó una prohibición a la celebración de la Mille Miglia en Italia. El que alguna vez fue el circuito callejero más famoso del mundo, no ha vuelto a ser corrido en competencia oficial desde entonces.
Importando poco la certeza que tuvo de que aquello no le pasaría, el perfecto Fon de Portago murió a los 28 años en la tercera y última ocasión en la que un auto de carreras trató de matarlo.
«Él murió en la búsqueda de una profesión a la cual dio todo su tiempo y energía, y un gran espíritu competitivo que lo hizo ser quien fue. Que muriera en el marco de una magnífica carrera en el automovilismo es una gran pérdida para el deporte y para el mundo de gente que aún retiene una onza de romance en ellos [los pilotos]. Por la naturaleza propia de sus vidas, las personas como Portago no mueren en sus camas; sus banderas seguirán ondeando en los muchos campos competitivos en los que disfrutaron sus mayores triunfos, hasta el final.» (Locutor no identificado, 1957)
Cuando inició la década de los sesentas, Portago y el resto de los gentlemen drivers que formaron parte de la gloriosa Scuderia Ferrari del ‘56, habían muerto en accidentes automovilísticos. Ninguno llegó a cumplir 35 años. Es abrumador pensar en los súbitos finales que la vida puede tener; en lo mucho o poco que uno hace con los minutos disponibles y en las decisiones o renuncias que se cristalizan conforme esos minutos transcurren, pero me queda un consuelo. Portago no logró conseguir un campeonato y estoy segura de que no llegó a leer gran parte de los libros en su estante, pero yo sé quién fue. Estoy aquí, respirando a 63 años de su fallecimiento y a más de 10,000 kilómetros de distancia del lugar donde él respiró por última vez y lo recuerdo; lo conozco. Por mucho que me pese decirlo, puede que Enzo Ferrari tuviese razón cuando dijo, en más de una forma, que el verdadero premio por correr la incansable carrera por la victoria es la inmortalidad. 
Este texto es el resultado de la mezcla entre la pasión y la desesperación. Me obligué a escribirlo en más de un sentido porque sé que el miedo y la incertidumbre son factores paralizantes que detonan en el instante crucial de la carrera y este es, sin lugar a dudas, tanto para mí como para la historia, un instante crucial. Es cierto que estoy pensando en el miedo; que tengo que enfrentar situaciones que escapan por completo de mis manos y que necesito soltar cosas que no quiero soltar, pero también es cierto que no quiero abandonar la carrera por la trascendencia. No puedo, sencillamente no puedo. Inexplicablemente, no soy capaz. Reconozco que me duele correrla, pero también acepto que no soy capaz de dejarla. La escritura, la competencia, la vida. Escribo porque quiero ser campeón del mundo. Encuentro placer en la vida diaria y trabajo desde la misma, poniendo el sufrimiento y buscando la sanación en el impulso de dejar que, a partir de mi poca experiencia en el área de la existencia, me broten las palabras. Dicho eso, Fon, quiero que sepas que me quedé muy lejos de alcanzar la perfección a los 28, pero te entiendo. Te entiendo porque, de haber estado en tu lugar y pese a todo lo que temo, también habría elegido dar el beso antes que cambiar los neumáticos. No Tengo Tiempo Que Perder, de Laura C. Rosales. Ensayo redactado el 18 de junio de 2019. A propósito de ‘Race to Immortality’, de Daryl Goodrich.
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ghostoriessoc · 6 years
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#005. Antofagasta.
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Este cuento fue publicado en el número 25 de ÁGORA (versiones digital e impresa), la revista literaria del CEI del Colegio de México y en LIBÉLULA (versiones digital e impresa), el suplemento cultural del periódico El Popular. Click aquí para consultar el número completo de ÁGORA. Click aquí para leer el texto en el sitio del periódico El Popular.
Y aquí, frente al agua, pienso en Antofagasta.
Hace tiempo me hice de un libro de recetas: “La Cocina de Valeska”, 1957. Hallé una postal oculta entre las páginas.
Anaís:
Me encuentro bien. El derrumbe me ha tocado lejos, pero no hay nuevas de Pascal. Te escribo más cuando tenga noticias. Por ahora has de saber que te extraño y que abajo, en la mina, tu recuerdo cae como brisa fresca. Anaís acá en mi frente, Anaís acá en mi espalda. Cuando vuelva a la costa desnuda, quiero que me quites el sabor a sal y a fierro de los labios con los tuyos. Escríbeme y promételo.
Tuyo, Santiago.
Sellos de Antofagasta, Chile. 1964. No sé por qué pienso en eso y por qué lo hago en este momento, en este lugar.
Memorias robadas. Si lo pienso a rastras, hasta llegar a lo más profundo de la honestidad, todas mis memorias son robadas. Pero no importará mientras flote; la no-importancia es el propósito de flotar.
Entro al agua y de inmediato pienso en mineros picando piedras que, al igual que los hombres, sudan sal y sangran hierro. Brazada y golpe, brazada y golpe, hierro y sal. Ni una mina a mil kilómetros a la redonda y, sin embargo, estoy abajo. Contengo el aire, se ahoga el ruido, sé que estoy abajo. Sin esperarlo y sin haber posado piel ni vista en ella nunca, extraño tanto la desnuda costa de Antofagasta.
Es sólo un momento abajo, adentro, que mi voluntad no hace durar. Ahora soy un cuerpo reposando sobre agua artificial, bajo luz artificial y que, a ojos cerrados, flota en la mar. Otra vez, aquí de nuevo, siempre así. No sé si los otros que vienen cada noche también jueguen a estar en otro sitio, a ser algo más. Un nadador olímpico en el carril número tres, tal vez. Un salvavidas en el cinco, siempre practicando en la zona fuera de mi profundidad. Esta noche se parece a las anteriores y las anteriores se parecen a las que vendrán.
Desde el carril seis, alguien pregunta si estoy bien. Alzo la mirada y veo a un hombre; me toma un segundo asimilar que no es un habitual. Estoy bien, pero no lo digo. Pregunta si sólo vengo a la piscina a flotar y respondo que sí, pero sin decir nada. Él sonríe, digo nada. Nada de ida y de regreso, él nada bien. Yo no nado, sólo me abandono.
El vaivén de los otros produce ondas en el agua que me ubican, poco a poco, a la mitad del carril. Pienso en el minero Santiago, en que me gustaría saber si Anaís respondió a su postal y si lo hizo con una promesa. Nunca sabré si ella lo esperó para arrancarle, beso a beso, los vestigios que la mina le sembró en el cuerpo. No lo creo. Aquí flotando, no lo creo. De haberlo esperado, habría conservado la postal, pero Santiago fue abandonado junto con sus letras en aquel libro de recetas. Su derrumbe me ha tocado lejos y aquí, tan lejos y a la deriva, sollozo por la lejana Antofagasta.
El hombre vuelve a acercarse y, de nuevo, pregunta si estoy bien. No lo digo, pero no. Esta tristeza también es robada, pero el no saber y el no entender siempre me han pertenecido. Traicionada por el impulso, lo abrazo. Sé que los otros nos miran, puedo sentir que las ondas en el agua cesan de golpe. Lo abrazo y me abraza como si fuese la única cosa natural por hacer en este mundo, en esta vida. Es cierto que la mar hace íntimos a los extraños, le digo al salir de la piscina. Él sonríe y luego, nada. Nos encontramos en el estacionamiento y nada más se dice mientras las luces del camino se diluyen a kilómetros por parpadeo, arrastrándonos al sur del descubrimiento y adentro. Con cada silencio, más adentro.
El propósito de flotar es la no-importancia, le explico, y el hombre besa mis párpados. Quebrados están el tiempo y su pelo, la mar en la que ahora me sumerjo. Su boca me sabe a sal y a hierro: el sabor a mina es ahora, también, sabor a deseo. Imagino que es posible flotar sobre las sábanas y es así como esto no importa, tal como no importa si Anaís respondió o esperó o amó siquiera. El tiempo brota y sobre el tiempo se flota. Salgo de la cama para sentarme en el suelo y junto a la ventana, espero por Antofagasta.
El hombre se sienta a mi lado, soy yo quien habla esta vez. Me acerco a su oído, lo descubro de entre su cabello y pregunto su nombre en voz baja. Él dice nada, él sólo nada. Tomo su rostro, sereno y transparente, entre mis manos.
Bajo estas ruinas, tu presencia me cae como brisa fresca. Antofagasta acá en mi frente, Antofagasta acá en mi espalda. Si es que vuelves a mi costa desnuda, te quitaré el sabor a sal y a fierro de los labios con los míos. Te lo prometo.
Lo sentido sobrevive al silencio porque, si se ama bajo tierra y a contracorriente, no hacen falta las respuestas. Me levanto del suelo y del sueño y, apenas vestida, salgo de la habitación. Puedo escucharlo suspirar al cerrar la puerta y el suspiro suena, por momentos, a los picos y las palas, a los ecos de las piedras fragmentadas. El hombre quebrado al que sólo veré de nuevo en una memoria que hoy se siente fresca y que después, quizás, se sentirá robada.
Dormito en el bus por la mañana. Estoy en Antofagasta.
Laura C. Rosales, 2018. Todos los derechos reservados.
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ghostoriessoc · 7 years
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#003. El Nuevo Pasado
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Cuento corto publicado por Editorial Rojo Siena en diciembre de 2016.
Aquella mañana, la que precedería al nuevo pasado, Jacobo se cubrió las cicatrices por última vez. Él apreciaba que los cosméticos aminoraran el color violáceo de sus pómulos y disimularan la falta de todo tipo de vello facial. Cuando había tiempo suficiente para esmerarse, incluso podían dar forma a unos labios, pero cubrir no es desvanecer y justo eso deseaba Jacobo.
Fue Greta quien le enseñó a maquillarse años atrás, así se volvieron confidentes. Se conocieron durante un campamento de sanación espiritual en el que la anciana, una bruja y espiritista, fue la única persona que nunca mostró lástima por el hombre desfigurado. Greta se interesó por la vida de Jacobo con una curiosidad que se mostraba pura y sensible en la mirada. Pasaron las mañanas de su estadía en las cabañas del volcán ingiriendo brebajes de purificación y, por las noches, Jacobo le habló sobre su vida en ráfagas de confesión que llegaban en desorden, impacientes por brotar.
Jacobo desnudó los pensamientos que lo mantenían en perpetua ansiedad y puso un énfasis incisivo en los episodios mundanos que su condición acarreaba: el recuerdo de los complicados días de escuela; las miradas de asco que las prostitutas trataban de disimular cuando era momento de posar sus manos sobre el cuerpo colmado de marcas; el caminar de vuelta a casa y notar cómo las personas cruzaban la calle de inmediato al verlo acercándose sobre la acera; las ocasionales burlas de críos que lo llamaban monstruo. Cuando Greta lo cuestionó sobre el accidente que lo desató todo, Jacobo reveló haber respondido con historias diferentes y cautelosamente elaboradas cada vez que la pregunta surgía: choque en motocicleta, trágico incidente en una metalúrgica, intento de asesinato con ácido, entre otras. La verdad no se hizo presente hasta la última noche del campamento, cuando dijo que para él era imprescindible morir al extremo opuesto de las llamas y confesó que había intentado ahogarse en el mar, alguna vez, pero que Ariel salió de la nada para frustrarlo. Su atento, preocupado, reformado hermano Ariel. Llegó un punto en el que Jacobo ya no distinguía por qué odiaba más a su hermano mayor, si era por no haberle permitido cerrar el ciclo y morir como él quería, o por haber causado el incendio que lo tenía atrapado en una situación donde la muerte se vislumbraba como la única salida.
El incidente ocurrió cuando Jacobo tenía 13 años. Ariel, perdido en resentimiento y en el licor más añejo del gabinete, retó a su hermano menor a quemar la ropa de la amante de su padre. La negación de Jacobo desató la furia de Ariel, quien comenzó a reprocharle que su cobardía sólo probaba la falta de amor y respeto que le tenía a la memoria de su madre, cuyas cosas habían terminado arrumbadas en la bodega de la casa para abrirle camino a las pertenencias de otra mujer. El reproche llegó a los golpes y Jacobo, con las mejillas hinchadas por los puñetazos y humedecidas por las lágrimas, corrió a ocultarse en el armario de su habitación. Tambaleándose, Ariel se dirigió a la recámara de su padre y extendió los vestidos de la amante sobre la cama para luego prenderles fuego. No tomó mucho tiempo para que la casa entera quedara envuelta en llamas. Ariel intentaba romper la puerta del armario donde se ocultaba su angustiado hermano cuando su padre llegó y lo arrastró fuera de la casa. El padre volvió adentro de inmediato para intentar sacar a Jacobo de ahí, pero el niño se había paralizado por el miedo y el incendio ya estaba fuera de control. Al llegar, los bomberos ahogaron las llamas y lograron sacar a ambos de la casa en ruinas. Padre e hijo llegaron al hospital con el cuerpo cubierto en graves quemaduras, pero el padre nunca recobró la conciencia y falleció un par de días después.
Durante los meses que Jacobo pasó en hospitales, Ariel desapareció. Sin una familia que pudiera acogerlo, Jacobo pasó el resto de su niñez en un orfanato para después tratar de estudiar distintas carreras sin llegar a terminar ninguna. Finalmente decidió que lo mejor para su condición sería vivir de empleos eventuales que, por su naturaleza solitaria e impersonal, podían protegerlo bajo el anonimato.
Ariel reapareció en la vida de Jacobo por sorpresa 15 años después del incendio; le rogó perdón por lo que había pasado y prometió no alejarse de nuevo, incluso le pidió que se mudara con él y con su esposa para poder vivir más tranquilo. Jacobo se rehusó y le pidió a Ariel que no volviera a contactarlo, cosa que no cumplió. Ariel se volvió la sombra de su hermano menor: dejaba cajas con despensa y ropa nueva junto a su puerta, a veces pasaba sobres con dinero debajo de la misma y solía dejar largos y desolados mensajes de voz en su celular. Jacobo descubrió que Ariel también lo seguía cuando intentó suicidarse y fue su hermano quien se lanzó al mar para salvarlo. Esta nueva actitud de Ariel sólo contribuyó a despertar el resentimiento latente que Jacobo había logrado apaciguar con los años para, entonces, transformarlo en odio: Ariel había encontrado la felicidad después del incendio que condenó a Jacobo a una vida en la estridente penumbra de la desfiguración y ahora, con las cicatrices de la piel sellándolo todo al interior, la rabia lo quemaba desde adentro.
Años después de sus primeras charlas, parecía inevitable que Greta y Jacobo siguieran repasando esos recuerdos. Jacobo viajaba hasta un pueblo montañoso varias veces al año para visitar a la anciana y Greta, habiendo vivido en su propia cápsula de prejuicio, se encariñó con él y trató de ayudarlo a encontrar la paz que tanto necesitaba mediante las formas que conocía: le hacía limpias, le preparaba curaciones herbales y, encarnando a varios espíritus, le hablaba sobre los niveles de transformación del alma, pero se dio cuenta de que el apetito de aquel hombre por un cambio radical no podría saciarse con una renovación del adentro; el afuera también ansiaba cambiar.
Durante una de aquellas visitas, pese a haberlo evitado por largo tiempo, la anciana decidió hablarle a Jacobo sobre el “renacimiento”. En su niñez, Greta escuchó la historia de cómo un espiritista de la comunidad había logrado transferir el alma de una mujer paralizada a otro cuerpo; años después, convertida en aprendiz de aquel hombre, estudió y memorizó el ritual con la esperanza de poder salvar el espíritu de su maestro. El ritual falló y el espíritu del brujo desapareció, pero Greta aún recordaba con claridad cada paso. Al escuchar la historia, Jacobo apenas y pudo contener su exaltación: una nueva salida del infierno se le presentaba súbita y fascinante, pero Greta le advirtió que el ritual implicaba dos sacrificios vitales, el propio y el de alguien más, porque “para renacer, —dijo la anciana— es necesario morir primero, matar primero”. El cuerpo de Jacobo debía desaparecer y su esencia se alojaría en otro cuerpo, el de alguien cuyo espíritu debía ser sacrificado. Sin dudarlo y mucho antes de que Greta terminara de explicar las condiciones del ritual, Jacobo cerró la charla con la helada y terminante exhalación de cinco letras que ambos sabían que vendría.
Aquella mañana, la que precedería al nuevo pasado, Jacobo se cubrió las cicatrices por última vez. Ariel lo esperaba en la estación de autobuses, maravillado por la sorpresiva invitación de su hermano a pasar unos días en las montañas. El viaje pasó en silencio; Ariel, optimista, pensó en las posibilidades de reconciliación que estos días representarían. Por su parte, Jacobo repasó los detalles del plan: llegar a la cabaña de Greta por la tarde, convencerlo de ingerir el brebaje purificador – Jacobo sabía que su hermano, desesperado por perdón, haría lo que fuese sin cuestionarlo – y esperar a que las toxinas paralizantes del líquido surtieran efecto sobre el cuerpo para poder extraerle una onza de sangre sin tener que herirlo de gravedad. Ese era el plan y justo así ocurrió. Jacobo ingirió la tibia sangre de Ariel y, mientras sostenía el tembloroso cuerpo de su ausente hermano entre los brazos, Greta los rodeó a ambos en el humo producido por un ramo de flores ardiendo y recitó una serie de conjuros. El último paso del ritual era el más arriesgado y el más necesario: el cuerpo de Jacobo debía dejar de existir. Greta no se sentía capaz de hacerlo, pero Jacobo, con una especie de sonrisa torcida, formada en el liso rostro sin labios y sin cejas, le recordó que él no tenía nada que perder, entonces tomó una cuchilla y se rebanó el cuello. La anciana sacó las fuerzas restantes en su interior para arrastrar el cuerpo de Jacobo hasta un claro en el bosque y terminar las cosas tal como habían comenzado: entre las llamas. El cuerpo se consumió hasta el amanecer. Con el ritual terminado, Greta volvió a la cabaña donde encontró a Ariel de pie frente al lago, pasándose las manos por el cuerpo desnudo mientras clavaba la mirada en su propio reflejo. 
— Él y yo solíamos parecernos tanto...
La venganza estaba concretada: Jacobo le había robado la vida a Ariel, tal como él le había arrebatado la suya años atrás. Pero, con el tiempo, Jacobo se dio cuenta de que el sacrificio más grande del ritual superaba con creces a sus privilegios. El nuevo cuerpo trajo consigo un nuevo pasado con sus propias condenas, cicatrices internas que superaban a las antiguas cicatrices de la piel, y Jacobo comenzó a perderse en los recuerdos de Ariel.
Jacobo, quien vivió creyendo que el peso del odio no podía ser rebasado, tuvo que estar en la mente de su hermano para comprender por qué Ariel se había obsesionado a tal grado con obtener, al menos, su conmiseración. La certeza de saberse el único culpable de la muerte de su padre y el tormento de su hermano, engendró en Ariel un arrepentimiento que estaba a punto de enloquecerlo. En los meses previos a su desvanecimiento –aquel que Greta había advertido en las palabras que él ignoró ante la tentación de un nuevo comienzo—, Jacobo deseó nunca haber cedido ante la ilusoria promesa, pero nada podía ser cambiado. Su cuerpo se había consumido en el fuego, cerrando así el ciclo que se inició en aquel brutal incendio, y ahora tendría que pasar por la lenta y enloquecedora agonía de vivir su propia desaparición bajo la sombra de una penitencia por la cual jamás obtendría el perdón.
Todos los derechos reservados.
Laura C. Rosales, 2016.
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ghostoriessoc · 8 years
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#002. El Imperio Galeano
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Cuento originalmente publicado en el número 171 de la Revista Crítica (versiones digital e impresa), editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Vine, vi y jamás caí; ese fue el epitafio que mi padre escogió para su tumba.
Durante el funeral, uno de sus colegas –no sabría decir cuál; todos los intelectuales de mediana edad se parecen entre sí– dijo que la frase “compendia, con elocuencia emblemática, la sabiduría y tenacidad del gran hombre que siempre fue el doctor Galeano”. Ese mismo sujeto –que bien pudo ser otro porque, como dije antes, todos hablan y huelen igual– se acercó a mí al final del servicio y dijo que mi padre fue el hombre más cabal que había conocido en su vida, luego me abrazó y pude escuchar el inconfundible sonido del moco siendo aspirado de vuelta a la nariz. Lo miré alejándose a paso lento, acomodándose las gafas de pasta y sacando un habano del bolsillo oculto en su saco, y no pude contener la risa; por suerte soy uno de esos sujetos que parecen estar sufriendo cuando ríen, sólo eso me salvó de ser etiquetado como el heredero diabólico de Franco Aurelio Galeano III, a quien todos esos hombrecillos de trajes caros y doctorados extranjeros deben estar planeando postular como el nuevo santo de las humanidades. No me malinterpreten, no debato la tremenda inteligencia de mi padre, pero «cabal» es la peor palabra para definirlo. Lo pongo de esta manera: si yo hubiese podido elegir su epitafio, habría sido algo como lo siguiente: “Aquí yace el doctor Franco Aurelio Galeano III, un hombre que nació asquerosamente millonario, vivió completamente loco y murió embarazosamente cuerdo”. También habría considerado añadir un pie de nota aclarando que se reprodujo de forma milagrosa, tanto así que su único hijo aún sospecha de la veracidad de la historia en la que una mujer accedió a procrear con semejante desequilibrado.
Debo sonar como uno de esos hijos de hombres importantes y huérfanos de madre que duermen en almohadas rellenas de billetes y se van a la cama deseando que su padre estuviera arropándolos en vez de estar quién sabe dónde haciendo más billetes, niños que luego crecen para resentir la ausencia y rebelarse contra el viejo –sin cancelar las tarjetas de crédito ni las vacaciones trimestrales patrocinadas por el mismo– o que, peor aún, se empeñan en imitar a un hombre al que apenas y conocen y terminan haciéndolo mal porque, en efecto, no lo conocen. Quiero defender que mi caso no encaja en el cliché; lo digo no porque esta sea mi historia, sino porque también es la historia de mi padre y mi padre, insensible como fue y ocupado como estaba, siempre se mantuvo cerca: comíamos juntos todos los días, leía historias para mí, me llevaba de viaje, etcéteras. Peculiaridades aparte, él y yo hicimos todo lo que la gente en sus treintas dice que hubiera deseado hacer con sus padres durante la infancia pero que nunca hicieron porque faltó el tiempo, se acabaron las ganas o nunca hubo dinero. Nada de aquello faltó con mi padre – incluso podría decirse que hubo demasiado de todo, pero ya volveré a eso.
Sentada la introducción pertinente, es momento de hablar sobre la vida de Franco Aurelio Galeano III. Siendo el único hijo de una diseñadora de vestuario y un ingeniero mecánico que estaban demasiado ocupados para quedarse a jugar, el nene Franco pasó gran parte de su infancia en la fastuosa residencia de su abuelo, un magnate petrolero, allá en los 50’s. Según él (o según lo que declaró en una entrevista), su interés por los libros de historia nació porque eran los más gruesos y pronto descubrió que podía apilarlos para alcanzar los estantes donde su abuela guardaba los chocolates rellenos de licor. Alcanzado el tesoro, no quedaba más que sentarse a comer y, por qué no, darle una hojeada a los peldaños que habían hecho posible tan dulce victoria. En esas páginas encontró historias de amor, guerra y muerte que lo embriagarían aún más que el licor de cereza: Rómulo, Remo y la leyenda del monte Palatino; la fundación de la República y la guerra civil; las guerras Macedónicas y el Imperio; los gladiadores, las conquistas, los dioses, la caída. A partir de esos determinantes días, todos sus caminos conducirían a Roma.
Los siguientes once años en la vida del joven Galeano fueron solitarios y obsesivos por decisión propia puesto que nada podía competirle al destino y, para cuando se graduó de la preparatoria, ya era capaz de hacer trizas a cualquier experto en historia antigua que se atreviera a debatirlo. A eso le sigue un extenso currículo que enlistaré porque, siendo honestos, ¿de qué sirven tantos títulos si no es para hacerle eco a tu nombre cuando estás muerto? Graduado con honores de la licenciatura en Historia por parte de la UNAM; graduado Summa Cum Laude de la maestría en Historia y Arqueología de la Antigua Roma en la Universidad de Cardiff; graduado Magna Cum Laude del doctorado en Estudios Clásicos en la Universidad de Princeton y, por el placer de estudiar la materia en el corazón de Italia, se convirtió en el único hombre en la historia de la Sapienza en Roma en graduarse con el honor Egregia Cum Laude del doctorado en Estudios del Mundo Antiguo. A los 33 años, Franco Aurelio Galeano ya era docente invitado en tres programas de doctorado en Europa y había publicado un par de libros e innumerables artículos que desmenuzaban los secretos mejor guardados de la civilización Romana con un detalle sorprendente. Entre tanto, también había encontrado el tiempo para perfeccionar sus técnicas culinarias, convertirse en luchador grecorromano amateur y nunca descuidar a sus jerbos mascota, una tradición que cultivó desde sus años de adolescencia. El solo recuento me provoca malestar gastrointestinal. Sobra decir que a los 40 ya había superado a todos los maestros que había tenido para ser considerado el experto de la Roma Antigua a nivel mundial.
La razón por la que mi padre decidió volver a México es –y será siempre– un misterio. Muchos creen que la muerte de mis abuelos le inyectó la dosis de nostalgia nacional que necesitaba para volver a pisar su país, pero creo que ni siquiera recordaba el segundo apellido de su madre, así que lo dudo. Yo diría que fue una mera cuestión de ego: así como Augusto conquistó la península Ibérica y Claudio conquistó Britania, Franco Aurelio ansiaba una expansión y su mejor carta era la de volver e imponerse en tierras jamás tocadas por el ejército Romano  – ¡suena la campana, victoria para el Imperio Galeano! Pero hay que decirlo, hay misterios irrelevantes como ese y misterios verdaderamente importantes como lo es el de mi existencia.
A la edad de 42 años, el doctor Galeano se convirtió en padre por primera y única vez con una mujer de la que no se sabe mucho y que murió dando a luz a su vástago. Lo único que sé de mi madre es que fue una actriz medianamente conocida entre la comunidad teatral de la ciudad de México y que, en apariencia, fue seducida por la inteligencia y el perfil relevante de un hombre que ni siquiera estaba enamorado de ella – me refiero a que la única fotografía suya que mi padre conservó es una imagen de ambos en una gala del Museo Metropolitano de Arte; ella luce preciosa en un vestido negro con incrustaciones de cristal y mi padre, quien aparece a su derecha, prácticamente le está dando la espalda por atender a un grupo de sujetos que lo miran como si fuese el mismísimo Júpiter. Es obvio que algo anda mal con tus prioridades cuando una mujer con el rostro de una Venus y el cuerpo de Sophia Loren está a tu lado y prefieres concentrarte en un montón de fanáticos en frac, esto mismo debería ser el indicador principal de que hablo en serio cuando digo que mi padre carecía de cordura. Él no hablaba sobre mi madre y nunca le conocí a otra mujer; con el tiempo comprendí que la única dama que le importó de verdad fue Roma y que el único propósito de estar con una mujer había sido el de procrear un legítimo sucesor aunque, si soy honesto, tampoco sería imposible de creer que soy un bebé al que encontró siendo criado por una manada de perros en un basurero y al que habría decidido adoptar por el prospecto de uno que otro paralelismo familiar. Desafortunadamente para la historia alterna, me parezco demasiado a él como para negar que llevo su sangre.
Sin una madre con voto en la decisión final, la primera desilusión de mi vida llegó con mi nombre. Era obvio que un erudito como él no podía otorgarle a su hijo otro nombre que no fuese el de una figura poderosa del mundo antiguo, pero existían dos problemas: el primero era la cronología Romana; el segundo eran los jerbos. Verán, mi padre comenzó a adoptar jerbos como mascotas a los 17 años y desde un inicio se propuso bautizarlos con estricto apego a la cronología de los gobernantes Romanos; comenzó con Rómulo, le siguió Numa Pompilio y así en adelante. Al momento de mi nacimiento, la línea de sucesión había llegado a Los Emperadores con los jerbos Tiberio Claudio César Augusto Germánico y Nerón Claudio César Augusto Germánico (R.I.P.). Lo más sencillo habría sido continuar con la cronología y nombrarme Selvio Sulpicio Galbia (nunca descarté que pudo ser peor), pero eso lo forzaría a quebrantar con flagrancia el riguroso esquema que mi padre había procurado por tantos años porque, bueno, no soy un jerbo, y dado que repetir un nombre tampoco le parecía una opción viable, decidió sacar el “factor común” entre los nombres de sus jerbos en turno y me bautizó como César Augusto Germánico Galeano que, si bien es preferible a otras de sus opciones, me recuerda a diario que el nacimiento de su único hijo no fue razón suficiente para que el Doctor Galeano hiciera a un lado su obsesión y que, en su momento, el nombre que llevaré por el resto de mis días no representó más que un puente entre jerbos.
El doctor Galeano ahora podía añadir «papá soltero» a su currículo y el mundo entero le aplaudía su excelso trabajo. Recapitulemos: no mentí cuando dije que mi padre y yo hicimos todas las cosas que se supone que los padres y los hijos hacen en la vida de ensueño pero, como ahora saben, Franco Aurelio Galeano no fue un hombre ordinario. Comíamos juntos a diario y, sin importar qué tan ocupado estuviera, encontraba el tiempo para poner en práctica sus habilidades culinarias y cocinar platos inspirados en lo que sabía de la gastronomía Romana – no hablo de pizza y pasta; hablo de caracoles en salsa de pescado, estofado Juliano con carne de faisán, paté de ostras con breva y cocido de carne de lirón al que mataba él mismo con navajas que parecían espadas de combate y que luego cocinaba en su réplica casi exacta de un horno de la Villa de los Misterios. Admito que tenía talento culinario y que la mayoría de sus platos tenía un sabor decente, pero una sopa de fideos de vez en cuando no me habría caído nada mal. También es cierto que me contaba historias para dormir...en latín. Mientras leía, montaba eufóricas representaciones de lo que parecían ser cruentas batallas y largas disertaciones del Senado, pero sus relatos nocturnos surtieron efectos contraproducentes y tan perturbadores en mí que, al día de hoy, recuerdo las pesadillas. También recuerdo que una vez me encontró jugando guerritas con las figuras de plástico que usaba como material didáctico y, al contrario de un enfado, se puso a jugar conmigo; todo iba bien y yo estaba emocionado, entonces se le ocurrió que ese sería un buen momento para enseñarme estrategias romanas de combate cuerpo a cuerpo y terminó rompiéndome un brazo. La vida siempre tuvo proporciones épicas con mi padre y las cosas más cotidianas escalaban a ritmos acelerados hasta tornarse absurdas y predominantemente insatisfactorias para mí.
Ya había estado en todos los monumentos importantes del mundo antiguo para cuando cumplí cuatro años y me aseguré de dejar rastros en forma de baba, juguetes olvidados y pañales sucios en vasta extensión del viejo continente. Tras varios años de ofertas, mi padre aceptó distintos cargos educativos y administrativos en la capital mexicana y el pequeño clan Galeano se asentó en este país para el gran orgullo de una comunidad que esperaba grandes cosas del sucesor de Franco Aurelio, de ahí que siempre asistí a las mejores escuelas – y me enorgullece decir que mis calificaciones eran bastante buenas pese a mi categórico desinterés por prácticamente todo. Mi «apropiado» desempeño académico justificaba ser el agregado de mi padre en sus regresos a Europa – los cuales, remarco, fueron más una obligación que una recompensa. Pasé semanas enteras en simposios de historia antigua, laboratorios antropológicos y bibliotecas especializadas con tomos y tomos de textos que el internet desconoce en lo absoluto. Vi las sillas increíbles de un sinnúmero de aulas en universidades que me postularon como su alumno desde el día de mi nacimiento y, por un tiempo, la magnitud de las cosas conforme pasaban no fue fácil de manejar, pero un hecho siempre fue claro para mi padre y para mí: yo era el sucesor de un imperio; todo lo vivido era mi entrenamiento.
Crecí. Mucho de mí cambió, pero la rutina de extrañeza fue constante. Un episodio que (por varias razones) me parece importante relatar es el de mi primera novia, Helena. Nos conocimos en clase de cálculo; yo le escribí poemas sobre lo mucho que deseaba ser la integral de su derivada y ella lo encontró vulgar hasta que llegamos al curso de integrales y entendió que soy un romántico, no un pervertido. Ella expresó su deseo de conocer a mi padre poco después de que empezamos a vernos y, lo admito, hice lo que todos los hombres hacemos cuando la situación se torna crítica y aún no hemos terminado de escribir poemas: mentir. Le dije que yo ansiaba lo mismo pero que, debido a sus múltiples compromisos como el representante oficial de los antiguos Romanos entre los hombres contemporáneos, tomaría tiempo arreglar el encuentro. Fue una salida floja, pero dio resultado; yo seguí escribiéndole y ella me dejaba entrar por la ventana de su habitación de vez en cuando para ver televisión. Las cosas pudieron continuar así pero, ya saben, las mentiras caen por su propio peso y, en este caso, la fantasía cayó gracias al peso de mis genes. Una tarde, saliendo de una función de Hamlet en teatro guiñol, nos topamos con mi padre, quien salía del museo que quedaba justo frente al teatro. Él no me vio y yo, como solía hacer cuando esto pasaba, pretendí tampoco haberlo visto, pero Helena sospechó al ver que la exposición del museo giraba en torno a la escultura Romana y terminó por convencerse al notarnos el parecido hasta de lejos. Lo llamó por su nombre y mi padre le respondió cordialmente; ella se presentó como “la novia de César” y, si no mal recuerdo, mi padre preguntó “¿Cuál de todos?”, después me encontró a lo lejos, enterrado bajo toneladas de incomodidad, y exclamó “Ah, ese César...”. Como sea, su conversación debió durar cinco minutos y, al terminar, ella había recibido una invitación a la cena que mi padre tendría en nuestra casa para conmemorar la publicación de un libro. Se acercó a mí muy emocionada y dijo que él se había despedido diciéndole “Ojalá puedas asistir, joven Cleopatra”. Fue fácil deducir que, en su dulce ignorancia de las circunstancias, ella lo había catalogado como un elogio a su belleza, pero yo sabía lo que aquello significaba en verdad y por eso le rogué que no asistiera, una petición que resultó ser infructuosa. Tres días después, Helena llegó a mi casa luciendo como una emperatriz y mi padre, ya poseído por el espíritu de Baco, la recibió con una botella de vino en mano y un efusivo “¡Cleopatra, has llegado envuelta en tu alfombra!” seguido de una considerable lista de insultos como “embustera”, “detonadora de muerte y destrucción” y “derrocadora de ejércitos”, entre otros más específicos. Helena salió huyendo de ahí y a la semana siguiente me vi obligado a explicarle que mi padre era un misógino sólo a nivel histórico y tuve que ponerle fin a nuestra relación utilizando la frase “No eres tú, es mi padre”.
Hasta este punto del relato no he sido más que el personaje secundario en la vida de Franco Aurelio Galeano porque así se sintió en la realidad y, por mediocre que parezca, nunca me cayó mal serlo. No fue sencillo; tardé muchos años en comprender que el mundo en el que vivía mi padre era un mundo muy lejano al mío y necesité muchas horas de reflexión, lecturas filosóficas y experimentación con algunas drogas psicotrópicas para aceptarlo (aunque nunca por completo). Durante mi último año de preparatoria llegué a buenos términos con el destino que me aguardaba como un heredero moderadamente inteligente que no tiene talento para nada, pero sospechaba que el más grande historiador de la Antigua Roma tendría su opinión al respecto.
Un domingo, tras volver de mi visita semanal al templo cristiano (me entretiene sacar de quicio a los fanáticos locales), mi padre dijo que era hora de tener una charla de hombre a hombre, cosa que jamás le había escuchado decir. Subimos la enorme escalera de construcción inspirada en las gradas del Coliseo, llegamos a su estudio y supe de qué quería hablar en cuanto cruzamos la puerta y divisé la enorme pila de folletos universitarios sobre su escritorio. Apenas me había posado en la silla cuando comenzó a hablarme no como Franco Aurelio, mi padre, sino como El Doctor Galeano, quien se mostraba visiblemente emocionado por desmenuzar y discutir conmigo los 16 mejores planes curriculares de licenciaturas en Historia a nivel mundial hasta hallar el que mejor se ajustara a mi perfil intelectual y de convivencia. Lo escuché con suma atención mientras daba vueltas dentro de los 20 metros cuadrados de su estudio, enmarcado por columnas de orden toscano y retacado de libros; ambientado por tapetes de lucha, réplicas de arte romano certificadas por él mismo y una fotografía del Papa cargándome de bebé que se encontraba colgada entre los retratos oficiales de todos sus jerbos. Tras cuatro horas y media de brillante propaganda académica, me bastaron unos segundos para pronunciar mi réplica económica:
“Todo eso fue muy amable de tu parte, papá, pero no tengo interés particular por la historia. Gracias.”
Jamás lo había visto ni volví a verlo tan enfurecido. Mi oración, tajante como fue, significaba que su campaña parental de 17 años había fallado. Comenzó a insultarme en latín –fui yo quien le pidió clases de latín a los 10 años para poder entenderlo– y después en español; continuó lanzando estatuillas y reconocimientos por la ventana mientras, rabioso, repetía de una y mil maneras que yo no podía hacerle eso a Su apellido. Tomó los folletos y marchó por el pasillo, gritando que absolutamente todo había sido una pérdida de tiempo y que ya nada importaba, que fuera a desperdiciar mi vida siendo médico o astronauta si se me daba la gana, entonces lanzó los papeles por la escalera con toda su furia. Yo me quedé sentado frente a su escritorio mientras la rabieta se desenvolvía, petrificado por entender que, al decir “absolutamente todo”, Franco Aurelio no nada más se refería a las cuatro horas y media de análisis curriculares; estaba hablando de mi crianza, de mi vida, y sentí algo que no sabría si catalogar como principios de enojo, leve tristeza o mera confirmación de sospechas. Les aseguro que, de haber estado de pie, hubiese evitado que cayera por las escaleras junto con los folletos, pero mi padre rodó los cuatro metros que separan al escalón más alto del suelo sólo porque no dije lo que él quería escuchar. Un episodio de semejante magnitud sería suficiente para atormentar a alguien por el resto de sus días, me imagino. Afortunadamente para la integridad de mi karma, el doctor Galeano sobrevivió a la caída.
Ya en el hospital, el médico me informó de la situación de mi padre: tres costillas rotas y un pulmón perforado, luxación de cadera, fractura de la tibia izquierda y una contusión cerebral. “Aparte de eso, –dijo el mismo médico (u otro, porque los médicos también son de aspecto genérico)– el hombre es fuerte como un gladiador, saldrá de aquí sintiéndose mejor que nunca”, aseveración que no cuestioné en lo absoluto tras averiguar que, con las prótesis de titanio de uso espacial y el nuevo pulmón biomecánico instalado en su cuerpo, mi padre ya era prácticamente un cyborg. Volvió a casa después de pasar un mes sedado en el hospital y fue hasta entonces que, incrédulo, noté el cambio más radical de todos: Franco Aurelio Galeano III ya no estaba loco. Exceptuando la suma de un bastón a su vida, parecía ser la misma eminencia de la historia antigua que todos adoraban, pero las cosas que siempre me perturbaron sobre él habían desaparecido: dejó de cocinar platos Romanos y aprendió a hacer enchiladas y consomé de pollo; dejó de hablarle a los jerbos con el respeto debido a los líderes militares que representaban y adoptó un golden retriever al que nombró Buster; no volvió a practicar lucha grecorromana en su estudio y, en cambio, comenzó a comportarse como los intelectuales promedio lo hacen en sus lugares de trabajo, haciendo cosas como fumar habanos y leer en silencio. Lo más insólito fue que, por primera vez en toda mi vida, supe el verdadero significado de la frase ‘interés paternal’: quería que le contara cosas sobre mis clases, sobre las chicas con las que salía y lo que hacía los fines de semana. Además, cuando sugería que hiciéramos algo juntos, me preguntaba qué era lo que yo quería hacer en vez de imponer alguna actividad relacionada con su trabajo y su obsesión.
Pocos días antes de mi graduación de preparatoria me llamó a su estudio para sostener otra conversación de hombre a hombre. Reconozco que al verlo con una copia de “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano” entre las manos, imaginé que ese sería su nuevo intento por convencerme de perseguir la historia como carrera y entonces, con la nariz alzada en perspicacia, entré al estudio convencido de que su actitud de padre atento sólo había sido una farsa teatral, una fría estrategia intelectual para suavizarme y así, finalmente, ganar la guerra, pero de una vez diré que estaba equivocado. Cuando preguntó si ya había tomado una decisión con respecto al futuro, le dije que quería estudiar algo poco pretencioso como contaduría u odontología – en parte porque es cierto, el bajo perfil me sienta bien, pero también porque quería poner su acto a prueba. Él respondió que me apoyaría sin importar el fallo final, pero que deseaba que lo pensara bien y recalcó que jamás tendría que preocuparme por el dinero, lo cual me dejaba con la valiosísima oportunidad de ser y hacer cualquier cosa: “¿Quieres ser astronauta? Hazlo. ¿Quieres ser médico o bombero? ¿Por qué no? ¿Artista? ¡Adelante, estoy de tu lado!”. Lo miré a los ojos y, sin duda alguna, supe dos cosas: ese sujeto hablaba en serio y ese sujeto no podía ser mi padre.
Lo lógico sería que me hubiese alegrado por tener un progenitor respetuoso y comprensivo tras 18 años de continua confusión, pero no es fácil enfrentarse a la demolición total de tu pasado. Mi padre y yo jamás peleamos porque desde muy joven aprendí que él siempre hallaría la forma de ganar un argumento, lo que me llevó a desarrollar una paciencia equiparable a la de un monje tibetano. Otra cosa que me mantuvo a raya todo ese tiempo fue que, aún con sus formas poco ortodoxas y bajo sus peculiares términos, él nunca me dejó atrás; siendo quien era, lo más cómodo habría sido dejarme en casa con cinco nanas o mandarme a algún internado en Suiza, pero él se encargó casi por completo de mi crianza (digo “casi” porque yo le ayudé bastante) y eso debía significar que muy en el fondo, tal vez, pero se preocupaba por mí. De pronto llega este sujeto que luce y habla y huele justo como Franco Aurelio pero que de verdad se preocupa por mí y, sin querer, me demuestra que todos los momentos que atesoraba como señales del “cariño singular” de mi padre fueron una mentira porque quien verdaderamente le importó desde el primer día no fui yo, César Augusto Germánico Galeano, sino El Sucesor, y ese habría podido ser cualquiera. Pasé la vida disfrazando de amor paternal a los métodos de preservación de un linaje y, de no ser por el amable sujeto que había sustituido a mi padre, jamás me hubiese dado cuenta de ello. La cuestión es que yo habría podido vivir en el engaño, lo acepto, pero era demasiado tarde para volver atrás y pretender que Franco Aurelio Galeano III, el obsesivo que me hizo ser quien soy, me había querido.
Recuerdo que cerró la conversación con una sonrisa, me dio un fuerte abrazo y después sugirió que fuéramos al cine. Lo seguí por el pasillo, ahora sabiendo que el malestar que había sentido en los intestinos por meses no se debía a la nueva dieta sino, tal vez, a la irremediable sensación de extrañar al desquiciado que me crio y que había desaparecido el día en el que aquella vanidosa escalera se cruzó en el camino de su decepción. Lo único que pude pensar en ese instante fue que sólo la escalera era capaz de de traerlo de vuelta, así que esperé a que diera el primer paso de bajada y, por razones cuya lógica comprendo a la perfección pero que serían imposibles de justificar frente a un tribunal, pateé su bastón.
Vine, vi y jamás caí; tal vez ahora entiendan por qué me resulta tan irónico. Honestamente creí que sobreviviría a la segunda caída – después de todo, Roma lo hizo, y el médico me aseguró que el hombre era fuerte como un gladiador, obviamente no habría hecho lo que hice si hubiese sabido que eso no era cierto...pero en fin. Creo que, ahora que está muerto, debería hacerme cargo de los jerbos; a él le hubiese gustado ver que la línea de sucesión se completara hasta llegar a Rómulo Augústulo, el último Emperador. También he decidido estudiar Historia – no por honrar su memoria ni cursilerías por el estilo, sino porque al fin acepté que, para su eterna fortuna y mi mezquina desgracia, todos mis caminos conducen, irremediablemente, a su Imperio.
Todos los derechos reservados. Laura C. Rosales, 2015.
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ghostoriessoc · 8 years
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#001. Spaceball Ricochets
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“El tiempo, que siempre parece avanzar a ritmos distintos, está desapareciendo…”
Un cuento escrito hace ya un par de años; una especie de homenaje al místico Marc Bolan y a las cosas que, tras la colisión, siempre nos unirán como amigos. Publicado por El Divague, click aquí para leerlo.
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