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#guardapolvo blanco
dani-r · 10 months
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Reigen es argentino nivel: capaz de venderte un buzón.
Ft: Mob en guardapolvo blanco y jogineta ;-;
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antop50 · 1 month
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La singular y estremecedora historia de Janusz Korczak Por Prof. Daniel Silber Janusz Korczak fue un innovador. Médico, periodista y escritor polaco, dedicó toda su vida a la niñez. Nació en 1878 en Varsovia y fue asesinado por los nazis en el campo de exterminio de Treblinka a comienzos de agosto de 1942. Desde comienzos del siglo XX creó hogares para chicos –católicos y judíos- huérfanos de guerra, donde implementó acciones educativas verdaderamente revolucionarias para la época, tales como códigos de convivencia, campamentos, periódicos, programas radiales, formas de autogobierno, trabajo y autosuficiencia colectiva. Promovió la investigación sobre el desarrollo, la psicología y el diagnóstico educativo de las infancias. Trabajó por la emancipación de niñas y niños, el respeto de sus derechos, alentando su participación en el proceso de sociabilización como manera de prepararse para la vida adulta. Intentaba garantizar una infancia libre de preocupaciones, pero no de responsabilidades y obligaciones. Creía que el niño mismo debía entender y vivir emocionalmente cada situación concreta: experimentarla, sacar sus propias conclusiones y, eventualmente, prevenir las posibles consecuencias. "No hay niños, hay personas" decía. Cuando los nazis confinaron en el Ghetto de Varsovia a casi medio millón de judíos, organizó un Hogar, en medio de esa terrible situación, para dar cobijo a niñas y niños "de la calle". Con esfuerzo inaudito lo sostuvo hasta que, en una de las acciones nazis liquidadoras y de aniquilamiento, junto a doce docentes y doscientos niños de su Asilo de Huérfanos fue llevado en vagones de ganado a las cámaras de gas de Treblinka. Pudo haber evitado su traslado al campo de exterminio, pero rechazó esa posibilidad porque plantó a los oficiales nazis responsables del criminal operativo estas palabras: "Soy preceptor de los niños y debo acompañarlos". El poeta Wladyslaw Szlengel –asesinado poco después en el Ghetto de Varsovia- escribió: "Vi a Janusz Korczak caminando hoy, dirigiendo a los niños a la cabeza de la línea. Algunos dijeron que el clima no era triste; estaba bien. Vestían sus mejores guardapolvos y reían (no muy fuerte). Marcharon como calmados héroes a través de la multitud perseguida, de cinco en cinco, bajo una lluvia que titubeaba. Pálidos, temblorosos, vistos desde las alturas, a través de ventanas rotas, con pavor y miedo. Y de vez en cuando, desde lo alto, un extraño gemido escapó, como el lamento de una gaviota rota. El aire, espeso de tensión, vibra con el olor del vodka y las mentiras. Al llegar a la Plaza de los Desplazamientos, identificaron a Janusz Korczak como médico pediatra y le ofrecieron bajarse del tren, pero él se negó; sabiendo que Treblinka era la muerte, se quedó con sus niños y caminó con ellos hacia el final…" Mary Berg –niña judía norteamericana prisionera en el Ghetto para ser canjeada por prisioneros de guerra alemanes- anotó en su Diario: "(…) Agosto de 1942 – Detrás de las puertas de la prisión, experimentamos todo el terror que se extiende fuera del Ghetto. La Casa de Niños del doctor Janusz Korczak está vacía. Hace unos días todos estábamos en las ventanas y vimos a los alemanes rodeándola. Grupos de niños tomados de la mano, comenzaron a caminar hacia la salida. Había chiquitines de dos o tres años entre ellos, mientras los mayores tendrían tal vez trece. Cada niño llevaba una maletita en la mano. Todos vestían delantales blancos. Caminaban en filas de a dos tranquilos y hasta sonrientes. Al final marchaba el doctor Korczak. Esta triste procesión desapareció en la esquina de las calles Dzielna y Smocza…Así murió uno de los hombres más puros y nobles que hayan vivido. Era el orgullo del Ghetto. Su Casa de Niños nos infundía a todos valor y todos nosotros dábamos alegremente una parte de nuestros escasos medios para sostener ese hogar modelo organizado por ese idealista". El escritor Aarón Zeitlin dijo que, con el asesinato del doctor Korczak y sus niños, Varsovia perdió el alma.
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hala2021 · 6 months
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Solo vanidad
Ayer tuve mi primera clase de coreano en línea. Y la profesora me orientó para usar el libro. La realidad es que yo realizo un curso autoasistido, muy bueno, que se paga una vez y tiene unas veinticuatro unidades. Resulta económico, porque tú manejas tus tiempos para el estudio y no te ves obligado a pagar por hora cátedra. En cambio, las clases de ayer me salen fortunas. Y la verdad, que pagar eso para que me orienten en cómo usar el libro, mmmmmm. ¡Qué quieres que te diga! Y como se había cortado la luz, tuve que usar mi celular y la luz de una vela. La plataforma Zoom se corta cada veinte minutos y hasta que retome, pasa el tiempo. Por eso, por todo lo mencionado y más, lo virtual no sirve, para mí es una estafa. No obstante, le viene cómodo al enemigo que se oculta detrás de una pantalla. Lo virtual es más fácil de controlar, porque no ves rostros y estos pueden ser cambiados por otros. Hoy por hoy, con la IA (inteligencia artificial) te pueden hacer creer que hablas con Juan, cuando Juan vive en las Islas Canarias con su familia. ¿Me explico? 
Después me fui caminando con lluvia a mis clases de canto. ¡Me encantaron! Son clases económicas; el lugar no vive de la apariencia y la profesora no paraba de explicar. Trabaja de forma ardua y me hizo entender muchísimas cosas. 
Es muy difícil limpiarse el cerebro de toda la basura que te introduce esta cultura decadente. ¿Qué te dice? Pues, que el dinero es lo más importante, que lo que se ve es lo que importa, que la vanidad es la reina de tu vida, etc. Esa chica trabajó lo que no trabajó la profesora en idioma coreano. Y para mí eso vale. Me sirvió mucho lo que me enseñó y ahora lo estoy practicando. Me gustaron las clases. Lo repito: ¡me gustaron!
Ahora estoy en casa. Me llevaré el libro de coreano para realizar los ejercicios en el colectivo. Ahora pondré las legumbres a cocinar y desayunaré un café con leche y una banana. Sigo averiguando por cursos presenciales, pero voy a tener que esperar a febrero. Igual tengo mucho para practicar con el curso autoasistido. Todavía me falta automatizar algunas actividades, para mantener una mente despejada, tranquila. Para mí es muy importante mi interior. ¿Y qué es mi interior? Digamos que sería mi estado de ánimo. No quiero terminar con esos profesionales de guardapolvos blancos. Todo mi respeto a ellos. 
Mañana es un día para ir a la mezquita. Me dijeron algunas musulmanas que hubo presos en la Argentina por hablar de lo que está pasando en Palestina. Debo cuidarme, porque el enemigo siempre se mantiene al acecho. 
Si me preguntas si me cuesta hacer la dieta, no te voy a mentir. No obstante, esas son elecciones en la vida. Nadie te cuestiona nada, pero el placer que siento al verme delgada, no tiene precio. A la noche, cuando me prosterno en mi alfombra, observo mis piernas tan delgadas, tan lindas, la dieta vale. No estoy haciendo todos los rezos, soy un desastre. Ayer le dije a Dios: «hoy no te rezo, Dios, mañana lo hago. ¡Estoy muy cansada!». Y me fui a tomar un café con lecho con tutucas. Y comía tan rápido que casi me atraganté. Y me atoré con unos maíces inflados y comencé a toser. Entonces dije: «ya entendí. Ahora voy a rezarte, Dios, ahora voy». Ja, ja, ja, ja. Esa es mi vida, nada interesante. No sale en las revistas. Y esa es la verdadera vida: la familia, la soledad, el amor verdadero, la amistad sincera, el trabajo, el estudio, el esfuerzo. Todo lo demás es solo vanidad. Tal cual como dice la Biblia: «solo vanidad y un esforzarse tras el viento». 
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tararira2020 · 9 months
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| Tir |
Mi colectivo
Godofredo Suárez
En el año 1993 algo había empezado a cambiar en nuestra forma de viajar. Los colectiveros con superpoderes arácnidos ya habían empezaron a decaer.
Hasta ese momento, los choferes de micro tenían que levantar gente en las esquinas esquivando el tráfico, vender los boletos cortándolos para que quede un número en cada pedazo, dar el cambio exacto a cada pasajero y seguir el recorrido en el cronograma programado. Debían escuchar el timbre, acordarse de que alguien le había pedido por favor que le avisara al llegar al Club Abástense y respondían cualquier consulta de turismo. Iban charlando con los de la primera fila y hasta fumando. Definitivamente siempre fueron superhéroes muy infravalorados.
De un día para otro algo cambió. Ahora, al subir a los micros debíamos ir al primer asiento y pedirle a un chofer oficinista nuestro boleto. Este cambio no fue el más disruptivo de esos tiempos ya que aún podíamos seguir coleccionando los famosos boletos capicúa. Simplemente había un chofer más, un lugar menos para sentarse y eso era todo. Lo raro vino después, en 1994.
Era una época en donde aun siendo muy chicos caminábamos diez cuadras solos en plena madrugada y esperábamos en una parada sin techo ni refugio a que viniera el colectivo.
En el micro en que yo viajaba había gente que no conocía, pero si reconocía. El chofer era siempre el mismo y en el fondo siempre estaban Rodrigo y Javier, mis amigos de la vida.
Siempre nos sentábamos en los mismos asientos. Los reservaba Javier, porque era el que primero subía. Unas paradas después se sumaba Rodrigo, que se sentaba al lado. Y yo, cuando llegaba, me ponía en el asiento de adelante. Solíamos mirar los números de los boletos para ver si alguno era capicúa.
Ese día en particular, el hombre que vendía los boletos en el primer asiento ya no estaba. Desconcertado, le pregunté al chofer.
—Hola, ¿Cómo hago para sacar boleto?
—¿Escolar? —me preguntó, aunque con mi guardapolvo blanco era una obviedad.
Sin esperar respuesta, tocó un botón en una consola donde antes estaban los boletos y me dijo que pusiera las monedas en la máquina.
Ahí, donde me había señalado, se encontraba ahora un calefón digital con ranuras y cositos. Me quedé mirando eso sin saber qué hacer hasta que tuve que agarrarme de un pasamanos porque el colectivo arrancaba otra vez. Atiné a mirar a mis amigos para que me dieran una mano, pero solo reían desde allá atrás disfrutando el espectáculo.
Una señora de verde, que siempre estaba en el primer asiento se apiadó y decidió ayudarme. Tomó mi moneda, la puso en una especie de embudo en la parte de arriba y se escuchó un ruido a licuadora muy raro. El armatoste ese me dio un boleto impreso en un pedacito demasiado simétrico de papel y nada más. La señora se sentó y yo me quedé esperando.
—¿Y mi vuelto? —le estiré la mano a la de verde como pidiéndoselo a ella.
—¿Te tenía que dar vuelto? —me dijo asombrada.
—Sí, era escolar.
La señora, asumiendo su nueva labor de intermediaria, le transfirió mi pregunta al chofer.
—¿Cuánto pusiste, nene? —me dijo sin dejar de mirar la calle.
—10 centavos, me tiene que devolver 5 —le contesté.
—¿Y no te dio nada?
—No.
La señora, aunque ya no tenía nada más que hacer, fiscalizaba todo. Yo, de reojo podía ver a los chicos riéndose sin disimular.
El chofer se orilló en una calle cualquiera, se levantó de su asiento, se acercó a la maquina y la empezó a golpear. Le tiro un jab de derecha, un revés, un cortito y hasta un apercaut como si fuera una mezcla bizarra de boxeador y de técnico electrónico experto, hasta que sentenció:
—Se rompió la máquina, no hacemos más paradas. Tomá, nene, andá a sentarte —.
Me dio el vuelto de su bolsillo y me fui a sentar con los chicos que empezaron a echarme la culpa de haber roto la máquina, que era yeta y cosas así.
Hasta ayer teníamos los boletos más lindos y artísticos del mundo. Eran obras de arte únicas y hoy, un pedazo de chatarra nos da un papel en blanco y negro incoleccionable. Yo atesoraba todos los boletos capicúas o con números que llamaban mi atención; como fechas especiales o progresiones.
Coleccionaba de todo, cajitas de fósforo, almanaques, marquillas de cigarrillos y cosas así, pero esa mañana estaba siendo testigo de que ya no iba a poder coleccionar más boletos.
—Che, esto no tiene número — les dije mirando el ticket nuevo.
Los tres nos pusimos a mirar nuestros boletos, el de Rodrigo ya estaba hecho un bollito y, si bien tenía cosas escritas, lo único que diferenciaba un boleto de otro era la fecha y la hora exacta. El de ellos difería en pocos minutos, pero el mío era raro; se los mostré porque no figuraba ninguna fecha en donde el de ellos la tenía.
—¿A ver? —me dijo Rodri pidiéndomelo —. Acá debería estar, pero esto no es la fecha —me dijo sintiéndose ya un experto boletólogo.
—Dejame ver —me pidió Javier —Acá esta la fecha, es esta, dice claramente 26/03/2074 23:20.
—Ahhh, sacaste un boleto del futuro, Gus —me dijo Rodri, riéndose —. Por eso se rompió la máquina.
—Noventaidós años vamos a tener —se apuró a aclarar Javier habiendo hecho un cálculo muy rápido.
Nos quedamos pensando, seguramente los tres al mismo tiempo, que aún faltaban ochenta años. Era una eternidad. En ese momento me sentí mirando a un precipicio; fue una sensación extraña, como si delante de mí tuviera un abismo infinito y si daba un paso más, caería al vacío. Una frenada brusca nos sacó de nuestra abstracción.
—Yo seguro que llego impecable a los noventa, ustedes dos van a estar hechos mierda o cultivando flores desde abajo —les dije haciéndome el gracioso, pero ellos debieron haber estado haciendo sus propias cuentas también, porque la broma no fue tan festejada.
Seguimos en el colectivo sin pararle a nadie más en el trayecto, y llegamos demasiado rápido a la escuela. Al boleto lo guardé en mi billetera.
Ese año fuimos a Córdoba de viaje de egresados. Mis mejores amigos eran Rodri y Javi, pero en general entre todos conformábamos un grupo excelente y muy unido. A ese viaje lo vivimos como si todos los del curso fuéramos una gran banda de rock en su gira de despedida. Nos prometimos juntarnos una vez al año para no perder nunca nuestra amistad. Al final de ese verano me preparaba para empezar una nueva etapa: el secundario.
****
Me puse a guardar todo lo viejo en una caja. Guardapolvos, carpetas, banderines, el trofeo de una carrera que había ganado y algunos recuerdos, entre ellos el cuadrito con la foto del viaje de egresados.
También iba a empezar esta nueva etapa con una billetera de cuero más acorde a mi edad. Dejaría atrás la que tenía, que era muy colorida e infantil. Pero decidí revisarla bien antes de archivarla y ahí estaba: el boleto, el del futuro, en su inmaculado papel blanco simétrico con letras negras. Reflexioné en que ese boleto le pertenecía a alguien del futuro. Uno tan lejano que quizás, allí en ese futuro ya no serían necesarias las carreteras.
Contemplé el papel con cierta melancolía recordando los días de los colectiveros superhéroes y mis viajes al colegio con amigos. Decidí guardar el boleto detrás del cuadrito enganchándolo en una madera, ahí se iba a quedar. No clasificaba para guardarlo entre mi colección de boletos artesanales, aunque me daba cierta pena tirarlo.
El tiempo, como es de esperar, siguió pasando inexorablemente.
Con muchos compañeros del primario seguimos juntos en el secundario.
Nos graduamos casi todos los mismos que ingresamos, pero no todos. Analía, por ejemplo, se había mudado con la familia a Mercedes lo que hizo que nos distanciáramos un poco.
Durante esos cinco hermosos años continuamos haciendo asados y juntadas anualmente. Pero no con todos nos veíamos fuera de la escuela.
***
La facultad fue una hermosa época. Ingresamos juntos con Juliana, pero la perdí de vista al poco tiempo porque ella siguió otro camino. Con Rodrigo y Javier seguimos siendo inseparables y nos juntábamos a cenar todos los viernes.
Las carreras de cada uno, las nuevas amistades, las novias, los novios, las responsabilidades hicieron que en las cenas anuales fuésemos cada vez menos. Recuerdo que a una reunión vino Gisella diciendo que estaba embarazada. En esa época fue cuando empezó la etapa de los bebés, los pañales y los divorcios para algunos. Fueron tiempos en los que trabajábamos incansablemente, perdíamos pelo, hacíamos, rehacíamos o ensamblábamos familias y, de vez en cuando, nos juntábamos todos, o los que podíamos, que éramos cada vez menos.
Yo encontré el amor mucho más tarde que el resto y mi familia empezó a crecer cuando algunos ya eran abuelos. Nos fuimos riendo de nuestras panzas, de las arrugas y de los sueños cumplidos o que aún queríamos cumplir. Parecíamos estar muy distintos a cuando éramos chicos, pero cada vez que nos reuníamos nos dábamos cuenta de que nuestra esencia era la misma.
***
Nuestros hijos empezaron a ir al secundario y la facultad. Ellos tenían novias, novios, trabajos, hijos y responsabilidades.
Nosotros ya éramos jefes en nuestros trabajos y cada vez teníamos menos tiempo libre. Pero de vez en cuando volvíamos a juntarnos para charlar y ponernos al día.
Una noche, sin ser invitado, vino el cáncer a sentarse en nuestra mesa y nunca más dejó de asistir a nuestras reuniones. Nuestras familias se fueron reduciendo, algunos ya estaban solos, otros cuidando de sus nietos y los más suertudos aún acompañados.
A mí siempre me decían que era un afortunado por haber empezado tarde una familia, que mi casa siempre estaba viva y llena de colores. Siempre tuvieron razón, he sido una persona con mucha suerte. Hoy puedo decir que tuve a mi lado a una mujer de fierro, bella en todas sus formas y que fuimos muy felices.
***
Hoy vino a verme mi hijo, el más grande, con su esposa y mis dos nietos. Me trajeron una caja que encontraron en el garaje de casa, que se está por alquilar, y pensaron que, quizás, a esos recuerdos los quería tener acá, en el hogar, conmigo.
Son las 10 y media de la noche y hace días que las pastillas no me están haciendo efecto.
Revolviendo la vieja caja de vetustos recuerdos me encontré con ese cuadrito. El del viaje de egresados, con esa foto hermosa a la que hoy encuentro tan llena de juventud ausente. Cerré los ojos y los vi a todos, llenos de luz y saludándome. Reviví tantos momentos hermosos que no pude hacer más que sonreír. Me sentí en paz.
Una lágrima cayó sobre el cuadrito que aún sostenía entre mis manos y parecía estar iluminado del lado de atrás. Al darle vuelta vi un pedazo de papel, enganchado a una maderita. Era el boleto. El que una vez fue del futuro pero que esta noche sería puntual. Recordé hasta el perfume de la señora de verde que me había ayudado a poner mi moneda en esa máquina nueva. Y entendí que ese había sido siempre mi boleto. Y faltaban quince minutos para que pasara mi colectivo.
Me puse la bata, mis pantuflas más cómodas y me escapé. Caminé hasta la parada, la misma de siempre, en la que subía y me encontraba con mis amigos, los que me acompañaron toda mi vida. Llegué a esa esquina sin saber bien lo que estaba haciendo, pero seguro de que era ahí a donde tenía que estar. No había refugio ni lugar donde sentarse. Eran las 23:19 de un 26 de marzo del 2074, hacía poco que había cumplido mis 92 años. Miré el boleto nuevamente y ya brillaba con intensidad.
Me invadió una paz tan profunda que me hizo acordar al calor maternal justo antes de nacer.
La puerta se abrió y el chofer, sonriéndome, me invitó a subir.
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colaherrerar · 1 year
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Igual es mucho trabajo porque osea eso de armar las señales que arma en cada separación para tirarme para que volvamos y la vestimenta porque hasta me las hace con vestimenta
Ustedes vieron como estaba vestido este hijo de su pinche puta madre
No mames wey
Como hize 🤣🤌
Jajajajajajajajajajajajajakakakaka no lo sé 🤣
Me moría por decirle algo aunque sea BAUTI HERRERA TE VES ASQUEROSO
Pero sácate esa polera te queda horrible payaso 🤣
Como 🤣 como 🤣 el tambler del sombrero del Tomi Rotella 🤣
JUAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
Celepito Coreo en babita ese día de la señal del laboratorio no te pases
Esos zapatitos bien lustraditos bien brillantitos 🤣
AAAAAJAJAJAJA JAAAAAAAAA
Todo elegante hay
Todo de negro el cabron
Esa polera por dios 🤩
Dios como me encantan los tipos con poleras
La finidad de individuo
Y a mí que me FASCINAN los tipos elegantes
Los tipos elegantes en formales son fundamentales
No puede faltar la elegancia decente
Yo miraba novelas turcas en la pandemia y de hay de mi sangreárabe ver a los árabes vestidos con poleras ME FASCINABA y verlo ahora a MI esposo el Bauti Herrera en la señal que me tiró con lo del laboratorio con una polera
No bueno
Si lo veo vestido de doctor con el guardapolvo blanco listo
Me cumplió mi fantasía sexual encima
🤣
No hay otra cosa más excitante que el Bauti Herrera
Enserio
Ya está
Me dejo de joder
Tenía que decirlo
Esa señal ME FASCINÓ
Me baboseé mucho
🤣
PE RO☝️aún así no lo perdoné gente
No le di la reconciliación
Tiene que seguir trabajando en otras cosas
No en las señales
Eso+ con lo que trabaje con lo otro que YA le dije que es
Listo
Otra vez Victoria Herrera la esposa activa del Bauti Herrera
Reconciliación concedida
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melissauriarte · 1 year
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“Útero vacío” - Cecilia Solá
Por esa época yo trabajaba en el Juzgado, y era un abogadito recién recibido, imbuído de mi propia importancia.
Lamentaba profundamente que mis ingresos todavía no me permitieran acceder al ansiado 128, que me ahorraría esas cuadras hasta la estación de Tribunales, donde tomaba el subte que me dejaba sano, salvo y algo desarreglado en mi departamento, al borde mismo de Once.
Ella subió en la estación de la Facultad de Medicina. Flaca, alta, con el pelo oscuro tapándole media cara y un montón de libros en las manos de dedos largos y huesudos. Manos de artista, diría mi abuela; manos de cirujana, pensé yo.
Se sentó a mi lado, arremangándose el guardapolvo blanco que llevaba abierto y flotante, como alas, sobre los jeans, que entonces llamábamos vaqueros, y una camisa a cuadritos, muy poco femenina.
Casi sin querer eché un vistazo a los libros que se puso sobre la falda. El título y el nombre del autor me saltaron a la cara, y no pude evitar el respingo: La Náusea, de Sartre. Era poco sabio, por no decir totalmente estúpido, andar circulando en un transporte público con un libro prohibido.
Alcé la vista y me encontré con sus ojos, grandes y pardos, como los de un cachorro, que habían sorprendido mi mirada de horror y me la devolvían, divertidos.
- No nos podemos quedar solo con lo que dicen los comunicados, no te parece?- cuchicheó, y reconocí la cadencia musical de Córdoba en su voz.
Tal vez debería haberme callado, quizás hubiera sido mejor mirar para otro lado, o cambiarme de asiento, pero esos ojos lo enganchaban a uno , y me di cuenta de que quería seguir mirándolos.
-¿No es peligroso?- pregunté, y ella me sonrió con una boca ancha y generosa, en un relámpago de dientes blancos.
- ¿Sartre? Hay cosas más peligrosas, y mucho menos bellas- sentenció, y a continuación disparó su nombre, como una declaración.
- Victoria.
- Aníbal - me las arreglé para responder, sin tartamudear.
- Ah, como el Cartaginés- sonrió.
- Como Troilo, mi viejo era fanático - reconocí, y ella se rió, con tintinear de cucharitas de plata.
Se bajó igual que como había subido, un remolino de pelo suelto y piernas largas, apoderándose de la plataforma como una conquistadora.
Dos días después volvió a subir en la misma estación. Me identificó de inmediato, y abriéndose paso entre la gente, fue a pararse a mi lado.
- ¿Cómo te va, Cartaginés? - saludó, y yo sonreí, feliz, ante ese chiste que sentí privado.
Una tapa colorida asomaba, insolente, entre los apuntes. Elsa Bonnerman y "Un elefante ocupa mucho espacio".
Esta vez me animé a hacerle la pregunta con los ojos.
- Para los pibes de la villa - explicó - Doy una mano en un comedor comunitario, ya sabés, higiene, alfabetización, esas cosas.
Asentí, imaginándomela leyendo, con esa sonrisa blanca y abierta, y la voz cantarina.
Desde entonces nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, en ese tubo rugiente y veloz, demasiado veloz para mi gusto, que terminó transformándose en mi universo paralelo, un lugar mágico que me desesperaba por alcanzar, caminando deprisa hasta la boca del subte, bajando las escaleras de dos en dos, hasta zambullirme en ese útero mecánico que me llevaría hasta ella.
Hablábamos y reíamos; a veces había incluso pequeños conatos de pelea por lo que ella llamaba mi "burguesa miopía", y yo su "exaltada hipersensibilidad".
Terminaba noviembre cuando le dije que deberíamos tomar algo, animarnos a salir del útero a la vida real.
Sonrió, apartándose el pelo de la cara, en un gesto que yo ya había aprendido a identificar como previo a una de sus lapidarias declaraciones.
- Esto debería ser la vida real, Cartaginés. Ojalá lo fuera. No me gusta mucho lo que hay ahí afuera.
Insistí, debatí, arguyendo, en esa esgrima verbal que tanto disfrutábamos, hasta arrancarle un casi sí.
- Me voy a Córdoba unos días, pero en dos semanas vuelvo. Entonces capaz que exploramos ese "afuera" que vos querés - me sonrió. antes de plantarme un beso en la boca y bajar, casi de un salto.
La vi alejarse, hacerse más chiquita en el andén, muerta de risa ante mi cara de desesperado asombro por no haber bajado a tiempo para seguirla.
Pelo suelto y piernas largas, sonrisa plena, a medida que el subte se alejaba, aprisionándome lejos de ella.
Pasaron los quince días prometidos, y treinta mas. Terminó Diciembre. Aún durante la Feria, me iba hasta Tribunales y tomaba el subte de vuelta, la cara pegada a la puerta, buscándola, esperando el reencuentro que no llegaba, y dándome cuenta de que solo sabía su nombre, sin dirección, ni apellido, ni teléfono.
Pasaron meses, después años; empecé a no pensarla durante un par de horas al día, luego un par de días al mes, y así, hasta llegar a ese estadío de sonrisa melancólica, muy de vez en cuando.
En febrero del 2005, atravesando la Plaza de Mayo, me crucé con la Marcha de las Abuelas.
No presté mucha atención, pensando en el regalo que le iba a comprar a mi nieta al salir de mi despacho, inmerso en mi vida, tan lejos de su lucha, porque yo nunca había tenido problemas.
Pasaba de largo, indiferente, inmune,hasta que los ojos de cachorro y el largo pelo lacio me golpearon desde la imagen congelada de una fotografía en blanco y negro: Victoria Armendáriz, 22 años, secuestrada por un grupo armado paramilitar el 26 de noviembre de 1979 en las escaleras del subte, estación Facultad de Medicina.
Y de golpe dejé de ser indiferente, dejé de ser inmune, y me quedé mirando la foto hasta que me picaron los ojos.
Y después corrí. Crucé la Plaza, corriendo, olvidado del auto que me esperaba en el estacionamiento pago, olvidado de mis 52 años, corrí hasta llegar a la boca de Catedral y me sumergí en el vagón, casi sin ver.
Lloré todo el recorrido. Lloré como un chico y como un hombre, lloré porque ella siempre había tenido razón, y hay cosas mucho más peligrosas y menos bellas que Sartre.
Y porque ahora yo también deseaba que el mundo real fuera ese, nuestro útero mecánico, ahora vacío, que ya no me llevaría a su encuentro.
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Estaba en Puán, nos tomabamos un recreo sorpresivo y me atreví a copiarme el instinto general de salir por la ventana ni bien sonó el timbre.
De repente, empecé a rabiarme. Estaba esperando un ascensor que venía mas rápido de lo normal y se iba cargado constantemente, pero jamás había lugar para que yo pueda entrar.
Desistí. Baje por las escaleras.
Como fiel sueño de alguien quien no sirve para los angulos y las proporciones, la arquitectura del lugar, digamos, no era la mas recta y armónica. El techo de las escaleras ni bien bajaba me empezaba a golpear la frente y tenia que encogerme para poder pasar. Lo mismo con las puertas y ventanas siguientes que atravesé, era imposible no encogerse para lograr salir exitosamente ilesa. Cuando me quise dar cuenta ya estaba haciendo una escena “Quien mierda diseño este lugar del orto” “che lo diseño un enano esto” balbuceaba, sola, como de costumbre, carburando el odio que me representaba la muchedumbre pretenciosa del derredor, mi sensación de asfixia colateral.
Quise salir por la puerta principal,Puán era Puán, pero no se parecía tanto a Puán, con excepción del interior donde priorizaba el color verde en sus pasillos generales.
Al salir, me topo con unas vallitas en forma de pseudo gota negra. Esas que hay por recoleta, retiro. Si, esas, que parecen peones de ajedrez inflados. Esas que están para entorpecer el paso a personas que estacionan como se les canta el culo, justamente, para que no lo hagan. Había un auto alta gama no identificado estacionado muy como el culo, restringiendome todo movimiento posible. El camino se hacía cada vez mas estrecho y mi paciencia, agua. La asfixia volvía insistente.
Ya para ese momento yo estaba muy pasada de rabia, asique me ofusque contra el capot gris de ese auto inoportuno, caro y maleducado. Comencé a patearlo todo, como quien quiere la cosa, terminar de alguna vez ese cólera de frustración, o explotarlo de lleno para que deje de insistir intermitentemente.
Entre el colera y su crisis, a lo lejos, pude distinguir algunas personas, todas con guardapolvo blanco y sentadas como para dar una conferencia de prensa. Me daban todas las vibras de ser algún tipo de autoridad, profesionales de la salud, divisé.
Estaba en el Moyano. Todo lo que pasó arriba saliendo de acá, no era más que una historia que me conté a mi misma. En mis alucinaciones era una académica.
Con el permiso de todos los domingos salí desesperada como todas en la sala por busca de aire, exterioridad y lo más parecido a libertad que podía vivenciar. Los médicos se acercaron a mí, desquiciada, me tomaron por los brazos y me ingresaron al edificio. Después de ese domingo no pude salir más a la calle.
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vivimosnovela · 2 years
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2004 / 3
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            - ¡La concha de tu madre!
            - Perdoná loco. No te vi. Pasaste a fondo. –Contestó–  ¿Estás muy dolorido? ¿Te podés levantar?
            -  ¡Pasaste en rojo pelotudo! –Por la conmoción, Pepe no había notado que su pie derecho estaba fuera de lugar. Poco a poco la adrenalina dio paso al dolor.
            - Esperá que llamo a una ambulancia. Que verga.
            - Ya llamé. No lo mueva –Dijo una señora que se acercó. Miraba con lástima la escena. Ella lo vio todo y después le contó a los de tránsito como fue. Pepe había cruzado el semáforo en verde y el de la camioneta en rojo, efectivamente. El estruendo fue tremendo. La señora pensó que el chico de la moto se había matado. A la señora la acompañaba su hijo de no más de diez años, estaba vestido de guardapolvo blanco, ya era hora de entrar a clases.
            Ese niño no entendía nada como yo cuando escuché que llamaron a casa, mamá atendió y con una voz entrecortada y aguda dijo:
       ��    - ¿Lo chocaron? ¿A dónde lo llevan? Voy para allá.
            Parecía grave porque mamá se largó sin avisarme nada. Yo estaba vistiéndome para la escuela. El Flaco iba a la mañana, todavía no había llegado a casa. No sabía si esperar a mamá para que me lleve o ir solo. Me daba miedo ir solo. Mi experiencia con los perros del trayecto había sido fatal –el segundo día de clases fui solo, dos perros me corrieron hasta la avenida. Caí sobre la tierra y me arrancaron un pedazo de guardapolvo. Tenía dos alternativas: 1. Volver a casa y que mamá me rete. 2. Ir a la escuela y que se burlen de mí. Opté por la segunda opción. Pero no me fue muy bien. En la escuela, mis compañeros, se burlaron de mí y la directora me hizo volver a casa, donde me esperaba mamá, quien no le tembló la voz para retarme. No sería la primera vez que el portero de la escuela me acompañaría a casa.
            Apagué la radio. El silencio me incomodó. Volví a encender la radio. No sabía qué hacer. Me quedé mirando por la ventana esperando que aparezca alguien, mamá, el Flaco, quien sea. Papá llegaba de vieja a la noche.
            No apareció nadie. Sonó el teléfono y me asusté como nunca. No me animaba a atender. Esperé hasta el tercer tono.
            - Nico ¿Marcelo no vino todavía?
            Marcelo era el Flaco. Solo mamá lo llamaba por su nombre.
            - No.
            - Cuando llegue decile que venga a la Clínica. Lo chocaron a Pepe. Yo ya voy ¿sabés? Si querés no vayas a la escuela.
            Pepe se llamaba Andrés. Pero nadie lo llamaba por su nombre. Incluso mamá usaba su apodo.
            La voz de mamá era apenas entendible, era obvio que estaba llorando. La voz metálica que salía del tubo me hacía pensar que quizás esa no era mamá. Mamá nunca llamaba a casa ¿Por qué debería hacerlo si ella siempre estaba en casa? Por un momento, pensé que alguien había llamado por error. Pero no. Era mamá.
            Cuando llegó el Flaco le conté mientras me quitaba el guardapolvo. Tenía un sentimiento agridulce. Por un lado, era positivo faltar a la escuela. Por el otro, el motivo de la falta era horroroso. Volví a apagar la radio. No podía escuchar la voz de Marisa Baldini.
            Mamá, antes de salir, había apagado las hornallas. El fideo flotaba sobre agua tibia. Pasaron alrededor de dos horas hasta que volvieron. Pepe entró. Lo llevaron hasta su pieza y lo acostaron. En su cara no había ningún sentimiento concreto, mezcla de rabia, dolor, tristeza y hasta una pizca de trágico humor.
            - El de la camioneta dijo que se iba a encargar de todo. –Dijo el Flaco.
            - Ojalá porque no tengo un peso. –Contestó mamá.
            Mamá, desde la pieza de Pepe, me indicó que encienda la cocina y ponga la olla con fideos para que se terminen de cocinar. Después de eso me acerqué a Pepe.
            - Voy a estar bien –Me dijo.
            Yo no pude contestar porque sabía que iba a llorar a la primera palabra. Quedamos en silencio. Yo miraba la pierna y después su cara con los ojos cerrados. Daba la sensación de que así, en esa pose, aguantaba mejor el dolor. O eso quería imaginarme. Noté una ligera mueca en su labio, parecía pensar en algo.
            - La cagada es que perdí los cien pesos.
            Era tan trágica la escena que empezamos a reír los dos.
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elcorreografico · 4 years
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🌎 #Política | #Berisso | #TerceraSección | #UCR 📬 #JorgeNedela: "Adelante radicales, por más libertades y mayor igualdad" 💻 La Unión Cívica Radical cumple 129 años de historia en la vida política de nuestro país, Leandro Alem y los desposeídos, Hipólito Yrigoyen y la república, luchando contra el "régimen falaz y descreído" lograron la ley del voto universal, secreto y obligatorio.
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infomedicos · 3 years
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NUESTROS PACIENTES NO NECESITAN MAGIA
El psiquiatra Thomas Szasz reflexiona: "Antes, cuando la religión era fuerte y la ciencia débil, el hombre confundía la magia con la medicina; ahora que la religión es débil y la ciencia fuerte, el hombre confunde a la medicina con la magia".
Nuestros pacientes no necesitan magia. Nuestros pacientes necesitan de parte del médico conocimiento, compromiso y dedicación, porque la relación entre un médico y su paciente es tan simple y tan profunda como un diálogo entre dos seres humanos.
Cabe preguntarse en qué medida el guardapolvo blanco del médico es un indicador de una supuesta uniformidad de acciones para pacientes que son esencialmente diferentes.
A veces un paciente que sufre, necesita más sentir una mano sobre el hombro y ser mirado a los ojos, que una larga e inútil explicación.
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neptunoyyo · 3 years
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UN HOMBRE SIN SUERTE
EL DÍA QUE CUMPLÍ OCHO AÑOS, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo— se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, tal vez por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi, se puso tan blanca como ella.
—Abi-mi-dios —eso fue todo lo que dijo mamá— Abi-mi-dios —y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento. La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó enseguida, y todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar. Mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. La puerta de entrada, la reja y las puertas del coche quedaron abiertas. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el coche, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar. Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba «¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital!». Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato, milagrosamente conseguían dejarnos pasar y un par de coches más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo había visto hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
—Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas, aunque eso era algo en lo que yo no estaba pensando y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y ella gritó:
—¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y seguía tocando, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó. Papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital. Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin esperarnos, mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba desde afuera su puerta.
—Vamos, vamos —dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos en el hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
—Quedate acá —dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró en el consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir. Una vez que me estiré un poquito llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que, al menos ese día, no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
—¿Qué tal? —preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
—Bien —dije.
—¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. No estaba esperando a nadie o, al menos, no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
—¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
Entendí que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
—Acá está, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
—Vale por un helado, yo te invito —dijo.
Le dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
—Pero es gratis, me lo gané.
—No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
—Como quieras —dijo él, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir «no voy a acceder a semejante estupidez». Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlo.
—Es mi cumpleaños —dije.
«Es mi cumpleaños —repetí para mí misma—, ¿qué debería hacer?». Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
—Pero… —dijo y cerró la revista—, es que a veces me cuesta entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera? Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
—No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y entendí que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
—Pero es tu cumpleaños —dijo él.
Asentí.
—No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
—Ya sé —dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado. Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
—Yo sé dónde conseguir una bombacha —dijo.
—¿Dónde?
—Problema solucionado. —Guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
—Ya mismo volvemos —dijo, y me señaló—. Es su cumpleaños. —Y yo pensé «por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha», pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él. Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas le pasaba de la cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió, acampanando mi jumper; tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas. Él se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme.
—Mejor vamos pegados a la pared.
—Quiero saber a dónde vamos.
—No te pongas quisquillosa, darling.
Cruzamos la avenida y entramos en un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo «no te pierdas» y me dio la mano, que era fría y muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que les había hecho a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras, había ropa de trabajo: cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa ahí y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
—Es acá —dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes que las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
—Esas no —dijo él—, acá. —Y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas—. Mirá todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida, my lady? Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
—Esta —dije—. Pero no tengo para pagar. Se acercó un poco y me dijo al oído:
—Eso no hace falta.
—¿Sos el dueño?
—No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
—Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
—Ok, darling —dije.
—No digas «Ok, darling» —dijo él—, que me pongo quisquilloso. —Y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento. Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió: estaba vacío.
—Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
—Hay que probarla —dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar porque esos eran solo para mujeres. Que tendría que hacerlo sola. Era lógico porque, a menos que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
—¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Eso no puedo decírtelo.
—¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, o por ahí yo unos centímetros más alta.
—Porque estoy ojeado.
—¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
—Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
—Podrías escribírmelo.
—¿Escribirlo?
—Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
—Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
—¿Y cómo se enteraría?
—La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
—Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
—Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
—Pero es mi cumpleaños —dije.
Y quizá lo hice a propósito, así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos sobre mi espalda y me apretó tan fuerte que la cara me quedó hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
—No lo leas —dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los
cambiadores. Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo y, antes de juntar valor y meterme en el quinto, guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos. Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan, pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso, si llegara a hacerlo, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí. Salí del probador y él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomó de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería mi papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Fue cuando vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia las esquinas. Papá también venía hacia nosotros desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora nos señalaba. Pasó todo muy rápido. Papá nos vio, gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó, pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, tanteándome, notó que llevaba otra bombacha. Me levantó el jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó «hijo de puta, hijo de puta», y papá se tiró sobre él y trató de pegarle. Los guardias intentaron separarlos. Yo busqué el papel en mi jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.
-Samanta Schweblin.
Relato extraído del libro Siete casas vacías.
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horaciogennari · 3 years
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SOBRE RESPETOS Y MISERIAS
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Cuando los Códigos de una Sociedad debieran estar por encima de las Mezquindades de unos Pocos
Si los pueblos no están estructurados en base a leyes que establezcan órdenes y pautas de comportamiento, es cuando los miserables aparecen. Es en los resquicios y en las marginalidades de las leyes no cumplidas, donde los viles, los peseteros y los perversos encuentran sus áreas de expansión y el campo fértil abonado previamente por millones de humildes y serios trabajadores, que hasta con su gota de transpiración han regado esa tierra. Envalentonados como pavos reales con plásticas credenciales, sin bronce ni honores, hacen suyas esas comarcas y echan mano a botines de todo tipo, desde el furtivo negocio de ocasión, pasando por sistemáticas apropiaciones de lo no debido, hasta la miseria aberrante de recibir inoculaciones rusas o chinas, generándose así, más anticuerpos aún para estar bien plenos para sus robos, por fuera de las defensas ya obtenidas en venales tribunales.
Los miserables no son los más. Son lobos esteparios de carroña, pero que a cobarde guarecer acuden al momento en que son descubiertos. Es allí cuando despliegan todas las armas de condonaciones, amnistías y complejas alquimias leguleyas que solo Dios o el Diablo podrían entender. El primero, el Señor, los condenaría; el segundo, el Demonio, los cobijaría.
El 9 de agosto de 1945 el Sr. Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Harry Truman, toma la decisión de lanzar la bomba atómica “Fat Man”, sobre la ciudad de Nagasaki, solo tres días después de haber lanzado “Little Boy” sobre Hiroshima. Entre ambas ciudades morirían un total de un cuarto de millón de personas. Semanas luego, el 2 de septiembre, Japón capitularía en la Nave USS Missouri. La historia del “Niño de Nagasaki” es una historia de deberes, de lealtades y de códigos de pobladores llanos que aún derrotados en guerra no perdían su espíritu y jamás se podrían mostrar humillados. El fotógrafo Joe O’Donnell (enviado por el ejército americano) retrata a este niño de solo diez años, cargando a su hermano ya muerto y a punto de entregarlo a un crematorio, que no era otra cosa que una alta pira funeraria con olientes cadáveres ardiendo. Dice la historia que soldados americanos ayudaron al niño a desatar a su hermano y depositarlo entre los demás muertos. El niño se quedó frente a los fuegos por unos minutos, erguido, firme, diría casi hidalgo, mientras se mordía su labio inferior al punto de provocar un fuerte sangrado. Pero aún así, en su más íngrimo momento, no se permitió derramar una sola lágrima. A los minutos, el anónimo pequeño dio media vuelta y se perdió nuevamente entre escombros y ruinas. Había cumplido su objetivo. Entregó a su hermano y volvía con la mayor de las soledades a su orfandad más oscura. Nunca la historia supo su nombre o su ventura. Como testimonio quedó el valor de haber cumplido con el designio dado seguramente por algunos mayores, no precisamente por sus padres, a los que ya se los consideraba muertos.
Siempre me ha sensibilizado analizar detalles de esa foto. El indeterminado niño estaba descalzo. Me lo imagino caminando kilómetros entre ruinas y piedras acompañado solo con la dignidad de la enseñanza recibida. Infante solitario caminante llevando en sus espaldas a un bebé ya muerto. Su mirada fija, plena de orgullo pero de dolor contenido a la vez. Su semblanza pareciera no querer perturbar el sueño del pequeño. Su rostro está sereno, pero con la tristeza aglomerada que le está apuñalando el alma. La vida lo devolverá a enfrentar más dolor aún, ya sin familia. Lleva a su hermano a la sepultura, a la hoguera, lugar donde las autoridades habían decidido que debían quemarse los muertos. Su hermano cargado por horas era eso, un muerto. Cumplía con un objetivo y solo él mismo sabría que había logrado cumplir el mandato. Ante nadie debería rendir cuentas por nunca jamás. Solo ante él mismo y ya eso era suficiente, tener su conciencia tranquila.
Al entrar la maestra debíamos pararnos al costado de nuestros asientos y darle el saludo del “Buenos Días….”, dicho casi a manera de canto entonado. Jugando o no, entre nuestros compañeros de aula, buscábamos el decir unísono de manera cómplice, nunca mejor dicho de “manera colegiada”. Una vez entrada la “seño”, nos volvíamos a sentar de manera uniforme, pero ruidosa. Tomar “distancia”, era ese acto por el cual nuestro brazo derecho debíamos levantar y que levemente apoyaríamos sobre nuestro compañero parado delante, era otra pequeña ceremonia dentro de una multiplicidad de aconteceres que nos iban marcando una educación bajo el paraguas soberano del respeto. Izar y arriar nuestra bandera requería de un silencio sepulcral, por más que siempre alguna sonrisa del fondo se escapara. Aunque quizás lo más memorable, estaba en el canto de algunas marchas o himnos donde siempre los alumnos encontrábamos un verso preferido al que arremetíamos acentuando en exceso alguna sílaba final. Los guardapolvos blancos y bien almidonados nos igualaban a todos y el “distinto”, con alguna prenda mejor y más cara, debería postergar para otro momento su lucimiento y su momento de fama. Mínimas delicias de una infancia signada por la enseñanza.
No podría precisar cuando “ciertos modernos” hicieron su entrada y comenzaron a desparramar y tirar por ventanas, todos esos diminutos gestos, pero que sumados nos conferían una integridad sin límites y nos transformaban en gigantes de las lealtades. Ora dijeron que esas prácticas eran militares, ora argumentaron que se nos cercenaban las libertades, ora farfullaron que eran formas discriminatorias. Pero la realidad es que todo eso por nada fue reemplazado. Si por lo menos hubiéramos recibido nuevas formas de aprendizaje y con ella los mínimos respetos que una sociedad ordenada exige, así tal vez, podríamos haber ahuyentado nuestras sordideces más profundas.
Los bandidos comenzaron a tener campo de acción, allanadas que fueron las normas básicas de convivencia. Las partes más ruines y oscuras de unos pocos comenzaron a carcomer las buenas maderas de los muchos. Fue y es, un proceso lento, pero sin descanso. Dejo fuera los mega grandes negociados, sin que esto signifique avalarlos. Aquí vengo a levantar bandera y a marcar a esos miserables de toda pobreza ética e intelectual, desde el que dice vivir en un médano, pasando por ese pequeño intendente de un pequeño pueblo pero con gran chófer y vacunas aseguradas, siguiendo a los chiquitos de mente y alma que se vacunan en excusados V.I.P y cerrando, luego de mil escalas sin flores, en ese desalmado que no permitió al padre pasar por una ruta, cargando, casi como el Niño de Nagasaki, a su hija enferma.
Ya en el estribo, le quiero pedir un favor. Si tiene un segundo le ruego que lo haga. Al terminar de leer mi nota, entrecierre los ojos y recuerde desde la profundidad de su memoria todos esos pequeños buenos gestos que acompañaron su vida. Trate de recordar los asientos dados a nuestros mayores en colectivos, trenes o subtes. Vuele bajo y obsérvese las veces que concedió pasos o ayudó a abuelos o discapacitados a cruzar calles o a sortear obstáculos. Recuerde los tiempos donde con un sonoro “buen día, buenas tardes” ingresaba a un comercio, a un ascensor, a cualquier espacio sin tiempo ni lugar. Y luego de ese viaje por su pasado, respóndase ante quién usted respondía y por qué usted actuaba de esa manera. Creo que coincidirá conmigo que lo hacía por usted mismo y por respeto directo hacia nuestros mayores y educadores.
Los miserables nos están ganando la batalla. Al que le quepa el sayo que se lo ponga, no sea cosa que no solo sea un mísero, si no que también sea un cobarde.
Tributo al Niño de Nagasaki (1945)
22 de febrero de 2021.
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tararira2020 · 2 years
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| ART |
Nariz
Andrea Buscaldi
A Luis le acaban de diagnosticar un cáncer de próstata. Fue detectado a tiempo y tiene dos opciones: operación o radioterapia. Es como si le hubieran tirado una papa caliente que gira a su alrededor suspendida en el aire contra la ley de gravedad. De camino a su casa, entra en un bar. El sol ilumina las mesas vacías. Se sienta en la barra y pide una cerveza. Tiene la espalda y los hombros cargados. Se mira en el fondo espejado de la vitrina y se endereza. Se ve la cara llena de arrugas y bolsas debajo de los ojos. Siempre le gustó el contraste entre su nariz afilada y los ojos color miel achinados. Se seca la transpiración de la cabeza con una servilleta de papel. Hace un tiempo se empezó a quedar pelado y se rapó.
El mozo le trae la cerveza. Usa un guardapolvo blanco tipo chaqueta y pantalones de vestir.  Cuenta el dinero de la caja y se pone a secar las copas. Silva, carraspea, tiene ganas de hablar.
-A esta hora esto parece un cementerio.
-Menos por el silencio, Luis lo dice de un modo que el mozo no sabe si es un chiste o lo está cargando.
A Luis le gustaría hablar con alguien y a su vez no quiere hablar con nadie. Hoy no fue a trabajar, se tomó el día por razones personales. Desde los 21 tiene el mismo trabajo. Siempre el turno tarde porque no sirve para madrugar. Además, le viene bien para recuperarse de la resaca y las pocas horas de sueño. Es bueno en lo suyo y sus compañeros lo respetan. Los nuevos, lo idolatran, y los viejos, le tienen lástima por su vida personal.  
-Acá empiezan a caer después de las seis. Son todos oficinistas. Se emborrachan o vienen   de trampa.
-¿Por qué no las dos cosas?
Luis perdió la cuenta de los años que está divorciado. Su mujer se fue de la casa con la hija de ambos. Aunque dormían separados y apenas se dirigían la palabra, para él fue como un balde de agua fría. Entró en rehabilitación y volvió a ver a su hija. Al poco tiempo, empezó a tomar cuando estaba solo, y finalmente, todos los días.  
Desde que su  hija es adolescente, la ve poco. Tomó conciencia del alcoholismo del padre y está enojada. Le dice que la trata como si fuera una nena o tonta y que es un negador. En el fondo, siente vergüenza por tener un padre alcohólico, y angustia por no ser un motivo suficiente para su padre.
El mozo se sirve un café. Una mueca le deja la boca entreabierta por donde asoma el dorado de una corona.
-Igual ahora, las minas enseguida agarran viaje.
-Entonces, hay que tener la Sube cargada.
Desde que Luis se separó, no volvió a formar pareja. Sólo relaciones ocasionales. Ahora, ni eso. Establecer una relación pondría al descubierto que no es un alcohólico social. Él es alcohólico y antisocial. Vive metido en su departamento. Lee, escucha música, fuma y toma.  Su único contacto con el mundo exterior son las redes sociales, donde se inventa el personaje que le gustaría ser y se lo termina creyendo.
Luis está entre pagar o pedir otra cerveza. Le empieza a salir sangre de la nariz. Hace unas semanas que le viene pasando. No le dijo nada al médico porque sabe que el alcohol es vasodilatador, entonces, es la causa o no ayuda. Todos los días va a la farmacia a controlarse la presión. Cuando le sube, se toma un alplax. 
El mozo le alcanza un repasador. Luis se limpia la nariz, la boca y el mentón. Hace un torniquete y se lo mete en el orificio nasal. Se queda sentado, con una mano en el repasador y la otra en el bolsillo.
-¿Le pasa seguido?
-Son gajes del oficio.
-¿Cuál?
-Soy boxeador profesional, pero estoy retirado.
Luis lo dice serio y el repasador le cuelga de la nariz.
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sanls · 3 years
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🥼 Guardapolvos blancos 🏫 (en Tres Lomas) https://www.instagram.com/p/CTuocqvL8kz/?utm_medium=tumblr
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gojorgeworld · 3 years
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“DISCRIMINAR” (Segunda Parte)
(LA CONDICIÓN HUMANA III LOCUS DIFFICILIS)
El verbo "discriminar", es nuevo. La academia lo incorpora a su diccionario de 1925 como regionalismo de la Argentina y Colombia, y recién después se integra al caudal de la  lengua  general. En  su  sentido  más  directo significa separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra. Vale decir que la discriminación es la facultad de la inteligencia humana. El que piensa discrimina. Discriminar es propio de inteligentes. En cambio “discrimen” es término arcaico, proviene del latín y significa riesgo, peligro inmediato. Pero pareciera que el viejo “discrimen” le ha pasado su sentido malo, amenazador y expuesto, a la tan límpida, necesaria y útil discriminación. De tal modo que si se habla de discriminar, muchos entienden que es un pecado espantoso, una aberración una afrenta a los derechos humanos. Si en un grupo de alumnos fueran unos ciegos y otros sordos, seria excelente discriminarlos, enseñándoles a unos música y a otros pintura. Lo contrario, empeñarse en que todos aprendan lo mismo - o que ninguno aprenda nada  -, no sería nada discriminatorio pero bastante estúpido. Se condena la enseñanza de la religión con el simplísimo argumento de ser discriminatoria. Es claro que discrimina. Eso es lo que tiene de bueno. Discrimina porque da enseñanza a quienes la aceptan y a los chicos cuyos padres la rechazan no se les enseña. En esto cabe perfectamente la frase, “Dios los cría y ellos se juntan", ocurre con nosotros en varias cosas. La pena es que quién más la utiliza es quién se supone debiera combatirla, el hombre; pues sabe el daño que causa. El de piel blanca se cree mejor que el de piel oscura y si comparamos a hitler con Mandela establecemos el primer error. Cree que el perro de raza es mejor que uno de la calle y la simpleza no cambia el afecto que sienten por quiénes los crían. El faisán alimenta al igual que una paloma torcaza, y no importa el brillo de sus plumas. Piensan que el obeso ocupa mucho lugar en vano y muchas veces son genios cuya inteligencia salva millones de vidas de delgados ignorantes desde una pequeña vacuna. Creen que sin un título universitario no se llega a ningún lado y sin embargo para llegar a él  se iniciaron en un aula con una maestra de guardapolvo blanco. Lamentablemente también lo hicieron los malos políticos, esos que ahora le niegan a una Maestra un sueldo más digno porque es más barato aportar conocimientos, que mover dinero. Discriminan a la mujer y se olvidan que les deben la existencia a sus madres. Los ladrones discriminan a los policías, los ricos que pagan en negro a sus empleados, los políticos discriminan al pueblo con promesas que saben jamás cumplirá y hasta los niños discriminan a sus compañeros por la marca de una zapatilla, o los jóvenes por un celular. Y sin importar el sexo o el dolor que causan se olvidan que todos somos iguales ante Dios Y ante nosotros mismos porque la vida tiene el mismo precio para todos. Además ¿quién puede discriminar?, ¿existe acaso el perfecto? O cómo decía la  madre “Teresa”. Primero quiérete a ti mismo.  Debiéramos  discriminarnos a nosotros mismos. Es un tema largo y complejo, el campesino que siembra la semilla del alimento de mañana es el único que no discrimina, la siembra para toda la humanidad, la lluvia que mantiene el alimento en los ríos y en el mar, tampoco, el aire que nos permite respirar no se fija en que pulmón ayudar y la muerte amigo mío llega para todos,  nos trae en una mano las sombras y en la otra el silencio. El único necio que discrimina, es aquél que como todos, se convertirá en nada.
Dr. Jorge Bernabé Lobo Aragón
María Isabel Clausen (MIC) Escritora
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