El Flaco
Vamos a jugar, vamos a decir palabras que terminen en “ina”: Camina, morfina, vagina, cocaína, página, codeína, gallina…
Al flaco le gustaba jugar con las palabras y tenía una manera singular de escuchar música, nunca escuchó la mezcla de los instrumentos, tampoco las voces, pero sí sabía exactamente las notas que tocaba cada instrumento, diferenciaba las melodías de las armonías y en su cabeza cada nota fue como un pincelazo de diferente color, el flaco tocaba el bajo de profesión y la guitarra por afición.
El pelo lo llevaba más abajo de los hombros y tenía un copete que permaneció en la década de los ochentas. En su espalda una guitarra que formaba parte de su indumentaria para puntear al atardecer la introducción de Stair Way To Heaven, mientras que en su rostro se dibujaba una plácida sonrisa.
Era un muchacho alegre y viajero.
Las mujeres que se cruzaron en su camino eran todas malgeniadas o tenían un papá que les reclamaba la honra, como le iba mal en el amor permaneció casi siempre soltero hasta una semana antes de su muerte.
Recuerdo que después de hacer su programa radial, en la emisora Ecos del río y de haberse deleitado con las delicias de Deep Purple y Pink Floyd, se iba a bañar a los charcos más panditos del recodo del río, ese que pasaba a ochocientos metros de su casa.
Tenía una vida sencilla: la guitarra, la emisora y el agua, pero cuando las cosas le iban más o menos bien se le enredó la vida. Una llanerita le cautivó el corazón, se enamoró de ella. La vio bañarse en el charco con una camiseta rosada que se le adhirió al cuerpo como una segunda piel, el cabello largo y azabache se trenzaba hasta la cadera, ella se sumergió en lo más profundo y cuando salió del agua no se le ocultó nada, él vio cada curva, le notó la sonrisa. El flaco se puso nervioso ante tan escultural mujer y en su cabeza la letra de una canción que se le presentaba inevitable. Empezó a dejarse llevar por la letra y la melodía de la canción, comenzó a cantar a todo pulmón:
Ay qué frio que tengo
Ay que frio que tengo
Despierto temprano
Me gritan:
apúrate amigo ya es hora de irte
En siete minutos me lavo la cara
Tomo café con algunas tostadas
Ay qué frio que tengo
Ay que frio que tengo…
La llanerita lo miró con esa pinta rockera y con el escándalo que había acabado de presenciar sintió, más que amor a primera vista, pura curiosidad. Esa noche en los llanos sólo se escuchó la guitarra y la voz del flaco que entre cervezas, perico y canciones se iba manteniendo animado y ella se sentía toda una reina.
Lo que el flaco nunca pudo entender fue la huida que le tocó emprender cuando el papá de la muchacha empezó a averiguar quién era el hombre con el que su hija había pasado la noche… ella, todavía sonriente por la marihuana y el amor, le dijo a su padre que se relajara, que no la había tocado, pero para los campesinos llaneros eso era una deshonra… que una muchacha de buena familia pasara la noche por fuera de casa…
¿Quién es ese hombre? Le preguntó el papá.
La llanerita respondió que era el flaco, que era inofensivo, que tenía mirada de vaca. Pues nada, al papá no le valieron las palabras de su hija y le exigió al flaco que se casara con la llanerita, pero ante la negativa del rockero se fue para donde el comandante de la policía, que lo capturaran porque había perjudicado el nombre de la familia.
El flaco salió como alma en pena del pueblo, con el agravante de tener el mismo nombre y el mismo apellido de un guerrillero colombiano instruido por los cubanos.
El guerrillero estaba exiliado en Cuba hacía unos cuantos años, sin embargo las fuerzas armadas del país lo seguían buscando. Además de ser homónimo del flaco eran campesinos, inteligentes y ambos compartían el don de la malicia indígena. Los dos vieron morir a sus familiares a machetazos en la época de la violencia; la diferencia fue que uno empuñó un arma y el otro una guitarra, se vengaron de maneras diferentes, ninguno dio un paso atrás. El flaco y el subversivo a pesar de haber nacido en un país hostil, se protegieron y resistieron, dormían con un ojo cerrado y el otro abierto. Mientras el tocayo estaba en Cuba, el Flaco buscaba refrescarse en las Cristalinas, la quebrada que pasaba cerca de la casa de su infancia.
Luego de ir a las Cristalinas se supo que el ejército hizo una operación cerca del río donde el flaco se estaba bañando, doscientos militares derrotaron a ciento treinta y cinco guerrilleros, pero el del mismo nombre del flaco no cayó. Una monja le ayudó a salir del país para siempre, dijeron que la religiosa era una campesina que se acostó con él o, más bien, que fue acosada por el revolucionario cuando era sólo una niña de diez años y por eso dejó de ser guerrillero: porque lo vencieron los militares y le gustaban las muchachitas… tocarlas, acosarlas. En la guerrilla le perdonaron la vida, pero no lo dejaron estar en Colombia.
El flaco tenía la habilidad ancestral de ver tal como eran las nalgas de las personas, de viejos, de mujeres, de niños, de monjas… la nalga de Gloria se la imaginó y la vio desnuda tal cual la palpó la noche en que se acostaron, la única noche que pasaron juntos, la noche en que Gloria quedó embarazada. Gloria, la estúpida, desapareció de su vida esa misma noche, pero volvió una semana antes de que el flaco se muriera y le diera el sí.
Estaba en casa un viernes en la noche y le dio por coger un bus para irse al campo, no importaba el destino, importaba alejarse de la ciudad, era urgente que sintiera con las palmas y las yemas la corteza de los árboles, necesitó pisar el pasto con los pies descalzos. Preguntó en la terminal de transportes cuál era el primer bus en salir y en ese se subió.
Llegó a su destino, no se sorprendió al ver el pueblo, caminó unos cuarenta minutos y llegó a la casa donde se crió. Recordó el viejo camino que lo llevaba a la Cristalina. Se remangó el pantalón y metió los pies en la quebrada hasta la rodilla, no más hondo, le temía al agua en la misma medida que le gustaba. Pasó la noche en una hamaca que colgó entre dos árboles.
Al amanecer el color naranja del sol recién nacido le encandiló los ojos, se despertó, cogió la mochila, la guitarra y se devolvió a casa. Un retén del ejército a pocos metros del pueblo hizo que se bajaran del bus, hacía poco la guerrilla había tenido un enfrentamiento con los militares, volaron el comando de policía y el ejército, victorioso esta vez, tomó muchas vidas.
El bus en el que iba el flaco ardió en llamas, nunca se supo quién lo incineró si los policías, los militares o los “guerrillos” y al pedirle los documentos al flaco se lo llevaron para el batallón porque era un guerrillero, tenía el mismo nombre del guerrillero.
Pasó doce meses y veintitrés días en el batallón, odió a muerte a la monja, esa zorra dijo que era el guerrillero, que era campesino, que tenían el mismo nombre… Al flaco no le importó la vergüenza, el oprobio del encierro. La calle que conducía a su celda estaba llena de gente, algunos de pie, otros sentados o en cuclillas. Un soldado le entregó una colchoneta y un kit de aseo personal: papel higiénico, crema de dientes y jabón. Le prohibieron tocar la guitarra, él tomó la decisión de cocinar, le gustaba servirle a las personas y que se sintieran bien atendidas.
Entre los conteos de los recluidos se hacía evidente el hacinamiento. Hombres de escasos recursos estaban ahí porque querían ser Pablo Escobar, otros por revolucionarios y el flaco porque tenía el mismo nombre del guerrillero. Todos, soldados y reclusos, tenían la misma mirada: tensa y cansada.
El flaco disfrutaba cantar en el patio y no se desanimó con los gritos de quienes ejercían el cargo de ordenanzas, no le molestaba el olor a humedad y cañería. Le gustaba ver cómo se secaba la ropa colgada en los cables o extendida en las ventanas del pabellón. El olor a la comida le agradaba, él preparaba los alimentos, de este modo, la incontenible necesidad de salir y respirar aire libre se disminuía.
Antes de que se ocultara el sol, como a eso de las cinco de la tarde, se angustiaba, la razón no era su inocencia, sino porque los días eran iguales, eran eternos. El cachetón le contaba siempre la misma historia: que había sido encerrado por primera vez por estafador, la segunda vez por homicidio. Después de eso se quedaba dormido y el flaco pensaba que la vida se le había derrumbado por dormilón, tuvo mucho tiempo para perder, sintió la vida aburrida, no se diferenció un día de otro, nada pasó… rutina… desespero…
El chiqui fue su amigo, le contó que probó la marihuana a los doce años y a los catorce ya se había ido de la casa, a los veinte traficaba droga y pertenecía a una cuadrilla de ladrones, hizo paseos millonarios y estafó a más de uno con tarjetas robadas. Llegó a la cárcel y duró sólo treinta meses, salió por buena conducta, pero volvió al batallón para venderles droga a sus compañeros y a algunos guardas, la traía camuflada, cayó de nuevo y ahora tenía que pasar nueve años en ese lugar.
Gloria no lo visitó. Sus hermanas, de alta alcurnia, fueron en navidad, el 24, cantaron villancicos, comieron natilla y buñuelos, le prometieron que al salir de ese encierro injusto iban al mar, a las cabañas donde se veía el agua azul oscura y la arena blanca. El flaco quiso que ya se acabara el encierro.
Amaneció el día en que fue libre, lo primero que hizo fue montarse al metro e ir a su casa por la guitarra, quedó con un par de amigos de ir al centro, tomaron cerveza, fumaron marihuana y se dio dos pases. La felicidad y la música lo llenaron de vida otra vez. Descubrió las aves que bailaban en el cielo, el ruido de las busetas y los pasos de la gente fueron suficientes para sentir de nuevo las vibraciones de la ciudad, de él mismo.
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