Tumgik
#orina negra
sabanerox · 9 months
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¿Por qué los sobrevivientes de La Sociedad de la Nieve estaban orinando negro?
Si ya viste la nueva película de J.A. Bayona para Netflix quizás te haya dejado pensando una frase que dijeron los personajes, unos días después de haber quedado sin comida en medio de la naturaleza mortal de los Andes: “Yo estoy meando negro”, frase secundada por otros sobrevivientes, pero ¿por qué estaban los sobrevivientes de La Sociedad de la Nieve orinando negro? ¿puede el hambre causar que…
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armatofu · 6 months
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MITOS EN AMÉRICA
MITO 6: LAS ENFERMEDADES EUROPEAS EXTERMINARON LA POBLACIÓN INDÍGENA.
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Sin duda alguna la viruela y el sarampión causaron grandes estragos entre los habitantes nativos y siempre se dice en todos los libros de historia que la viruela fue la causante de que la población indígena se viera reducida entre un 60 y un 90% de la población.
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Sin embargo, los síntomas descritos de la enfermedad que sufrían los indígenas no correspondían con la sintomatología provocada por la viruela, por lo que nos lleva a preguntarnos:
¿FUERON REALMENTE LOS ESPAÑOLES LOS QUE CONTAGIARON A LOS HABITANTES AUTÓCTONOS DE AMÉRICA TAL Y COMO SE HA CONTADO POR SIGLOS EN LA HISTORIA?
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Entrado el mes de julio de 1576 y hasta alrededor del mes de marzo del año siguiente, según cuentan las crónicas de la época, una peste desconocida, letal, devastadora, se abatió sobre la población indígena del Virreinato de la Nueva España.
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Esta catástrofe humanitaria que diezmó la población autóctona del territorio novohispano, se le llamó Cocoliztli. Treinta y un años antes, en 1545, una epidemia muy similar, si es que no la misma, había arrasado ya con varios millones de vidas indígenas. Entre 4 y 15 millones de seres humanos fueron las víctimas según la cifra de datos.
De alrededor de 18-20 millones de nativos al momento de la conquista paso a 2 o 3 millones. Y un fenómeno de tal magnitud solo se explica, en este caso, como un efecto directo de las epidemias, específicamente los dos grandes eventos pandémicos debidos, sea el agente causal que sea, al Cocoliztle.
Por suerte para la ciencia y la historia actuales, el fraile franciscano Juan de Torquemada copió la descripción que de la enfermedad hizo el médico del emperador Felipe II, Don Francisco Hernández de Toledo:
“Las fiebres fueron muy contagiosas, quemantes, y se extendieron a todos ellos siendo letales para casi todos. La lengua de los enfermos estaba seca y negra. La sed era enorme. La orina oscilaba entre los colores verde mar, verde vegetal y negra, pasando algunas veces del verdoso al pálido. El pulso era rápido, pequeño y muy débil, y algunas veces era nulo. El blanco de los ojos y todo el cuerpo se ponían amarillos. Este estado iba seguido de delirio y convulsiones. Entonces duros y dolorosos nódulos aparecían detrás de una o ambas orejas acompañados de dolores en el pecho, en la barriga, temblores, ansiedad y una fuerte disentería.”
Otros testigos presenciales describieron otros aspectos d la enfermedadl. El padre misionero Bernardino de Sahagún que hablaba y escribía también en náhuatl, cuenta en sus crónicas Historia General de las Cosas de la Nueva España, de la presencia entre los afectados de pústulas y abundantes sangramientos, primero por la nariz y luego por todos los orificios del cuerpo. Alonso López de Hinojosas, cirujano del Hospital Real de Naturales de la Ciudad de México que se construyó solo para indios a partir de 1553 y duró hasta 1822, en que fue mandado demoler por el Gobierno Mexicano, describió cuatro fases o estadios de la dolencia: «La primera fue pararse los enfermos atiriciados, la segunda fue apostemas tras las orejas, la tercera cámaras de sangre y flujo de sangre por la nariz la cuarta».
tenemos las descripciones de necropsias, llamadas en aquella época «anatomías», llevadas a cabo por el cirujano Juan de la Fuente, que los jóvenes eran más susceptibles de morir que los ancianos, que los ancianos padecían menos la fiebre y las hemorragias, que a los dos días muchos enfermos se «tornaban locos», que el clima cargado de calor y humedad después de varios años de fortísima sequía tenía algo que ver con la epidemia, que los españoles también a veces se enfermaban aunque su padecimiento era más benigno, excepto, y esto es importante, los curas que convivían con los indígenas, que murieron muchos.
Las autopsias realizas por el doctor Don Francisco Hernández de Toledo nos relata en uno de sus folios:
“Tenían los enfermos el hígado acirrado y muy duro, que se les paraba tan deforme que parecía hígado de toro y alzaba las costillas hacia arriba y hacía el pecho muy deforme; porque con su grandeza y tumor hacía monstruosidad. Los bofes o livianos tenían azules y secos, la hiel apostemada y opilada y muy grande, la cólera que dentro estaba se pudría…]
Y más adelante señala, en una oportuna e interesante observación clínica, que:
[…cuánta sangre sacamos por sangrías en setiembre y octubre no tuvo ninguna acuosidad, sino era un témpano de materia».”
Aunque Cocoliztli es la palabra que ha quedado para nombrar definitivamente en la historia médica y convencional esta pandemia, los investigadores mexicanos Elsa Malvido y Carlos Viesca , ambos han dedicado casi cuarenta años al estudio de estas epidemias, han encontrado otros nombres empleados por los indígenas e incluso recogidos documentalmente por los españoles, entre ellos: Hueycocoliztli , Matlazahuatl, Etzahualaque o Ezalahuacque.
Lo cierto es que la epidemia de 1545 fue mucho más mortífera, de la que ya hemos hablado antes de 1576, y hasta el siglo XIX vendrían unas 23-24 más pequeñas, lo cual provocó una devastación apocalíptica para la población autóctona de la ciudad de México y su periferia.
“Los auxilios disminuían por agotamiento, enfermedad o muerte de quienes los presentaban, incluso sangradores y médicos. La desolación fue tal que poblaciones enteras quedaron desiertas. Llegó a suceder que en sitios densamente poblados se descubría que los habitantes de una casa habían enfermado cuando el hedor de sus cuerpos en putrefacción era percibido desde afuera y se hallaron criaturas mamando del pecho de sus madres muertas. Muchos enfermos murieron de hambre al no haber quien los atendiera. En iglesias y cementerios no quedaba un lugar desocupado para dar sepultura a un muerto y no había siquiera quien los amortajase sino que en un hoyo grande los echaban entreverados chicos con grandes. No bastando para sepulcros las iglesias… se bendecían los campos enteros.” Crónicas de la Compañía de Jesús.
SI NO FUE LA VIRUELA NI NINGUNA OTRA ENFERMEDAD EUROPEA ¿QUÉ AGENTE ETIOLÓGICO, TOXINA, VENENO O MICROORGANISMO BACTERIANO, VIRAL, MICÓTICO O PRIÓNICO DESENCADENÓ EL TERRIBLE COCOLIZTLE?
Siempre se ha creído que era la viruela y otras enfermedades europeas traída por los españoles era la causante de las epidemias acaecidas sobre la población indígena, además los españoles no padecían la enfermedad, o la padecían con una letalidad mínima (excepto los curas, recordemos ese detalle), porque según se dice ya estaban inmunizados. Visto así, no hay razón para la polémica. Pero no, no todo en este complicado asunto es tan sencillo.
Lo que hace polémico el tema es que el reconocido epidemiólogo y profesor mexicano Rodolfo Acuña-Soto, formado en la Universidad norteamericana de Harvard y actualmente investigador del Departamento de Microbiología y Parasitología de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ha impugnado la hipótesis del contagio por la vía del contacto hispano-indígena después de más de 20 años de investigación y trabajo dedicado a ello.
Y la ha impugnado afirmando ( que no teorizando) que la noxa, el Cocoliztle, no era una enfermedad europea sino que era en realidad una virosis febril hemorrágica (VFH/FHV) autóctona de México, tal y como las que surgen en África, Asia, el Medio Oriente y algunos países caribeños y sudamericanos hoy en día: algo así como el Ébola, la Fiebre de Lassa, la Fiebre Amarilla, la Fiebre Hemorrágica de Marburg, el Dengue Hemorrágico, la Fiebre del Valle del Rift, la Enfermedad de Kyasanur, la Fiebre Hemorrágica Brasileña y la Fiebre Hemorrágica de Crimea-Congo, entre otras, surgida en algún punto del interior del propio territorio mexicano y probablemente transmitida por roedores o algún otro animal nativo.
Claro está, que el investigador mexicano no se ha librado de los ataques hacia su persona, su profesión e incluso ponen en duda su prestigioso curriculum, pues se comprende que “exonerar” a los conquistadores de esta especie de “genocidio involuntario” y pasar la culpa de las pandemias de Cocoliztle a vehículos etiológicos autóctonos, no es del agrado de muchos en la nación mexicana…
Pero… ¿Qué importancia puede tener hoy, a 500 años de distancia, discutir la causa desencadenante de una enfermedad que ya es historia? O para ser juiciosos, que creemos que ya es historia.
Pues tiene una gran importancia, y la tiene tanto por razones médicas y epidemiológicas como por razones que atañen a la justicia histórica.
1. Si el Cocoliztle hubiera sido una enfermedad conocida en Europa y traída a América por los conquistadores, estos, sobre todo sus médicos (que fueron muchos y buenos para la época), la hubieran reconocido inmediatamente y diagnosticado, tal y como hicieron con el sarampión, las paperas, la varicela y la viruela. Pero no es el caso. De hecho, hubo cronistas que llegaron a plantear la posibilidad de que aquella epidemia fuera «un nuevo castigo divino» (obsérvese: nuevo) a los indígenas por su idolatría. Todo esto habla muy fuertemente a favor de la afirmación del doctor Acuña-Soto.
2. Si el Cocoliztle hubiera sido una enfermedad viral hemorrágica de nueva aparición en los territorios americanos, ¿por qué la mortalidad debiera haber sido igualmente elevada entre los indígenas y entre los españoles y no sólo en los indígenas?:
1º Los sacerdotes españoles sí se enfermaron y murieron en la misma proporción que los indígenas, por la sencilla razón que estuvieron todo el tiempo atendiéndolos y cerca de ellos.
2º Los españoles no cambiaron sus hábitos de vida, trabajo y alimentación. Los indígenas sí, y de una forma brusca.
3º Existen diferencias genéticas de cierta importancia entre la población autóctona y la española que pueden explicar la susceptibilidad de los méxicas al Cocoliztle.
4º Si el virus causante de la enfermedad hubiera sido traído por los españoles, la enfermedad se hubiera expandido desde los puertos costeros hacia el centro de México, tal y como ocurrió con la viruela y otras enfermedades. Pues bien, con el Cocoliztle ocurrió exactamente al revés, es decir, la enfermedad se propagó desde el interior hacia la costa.
Debe señalarse que los nativos, en su enorme mayoría, vivían hacinados en construcciones de madera y piedra levantadas al efecto y muy cerca de las tierras de cultivo, sobre todo de las dedicadas al trigo y el maíz. Los españoles, que en ese tiempo eran bastante menos en cantidad que los indígenas, no vivían así.
Pero entonces, ¿QUÉ AGENTE ETIOLÓGICO DESENCADENÓ EL TERRIBLE COCOLIZTLE?
La verdad es que no se sabe, cada cierto tiempo aparecen enfermedades nuevas (como el covid) y desaparecen, lo que sí se puede afirmar con certeza es que no fue la viruela ni ninguna otra enfermedad europea la causante de la gran mortalidad indígena, la viruela, el sarampión y las varicelas ya no mataban igual a los indígenas cincuenta años después de la llegada de los españoles. Los que no murieron adquirieron inmunidad, tal y como ocurrió en su momento con los europeos. Sin embargo, el Cocoliztle siguió matando despiadadamente, tal y como lo hace el Ébola hoy en día.
A pesar de estas grandes evidencias científicas, la historiografía y los historiadores siguen culpando a la viruela y otras enfermedades traídas desde europa, pero como dice el profesor Acuña-Soto: «Los historiadores son historiadores, no son epidemiólogos».
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«Kunicki», Olga Nawoja Tokarczuk.
Agua I
Es media mañana, no sabe exactamente qué hora es, no ha mirado el reloj, pero no debe de llevar esperando más de un cuarto de hora. Se reclina cómodamente en su asiento y entorna los ojos; el silencio es tan penetrante como un persistente sonido agudo, no puede ordenar sus pensamientos. Todavía no sabe que lo que suena es una alarma. Aparta el asiento del volante y estira las piernas. Le pesa la cabeza, un peso que zambulle su cuerpo en un aire tórrido, blanco. No piensa moverse, esperará.
Seguro que se ha fumado un pitillo, tal vez incluso dos. Al cabo de varios minutos baja del coche y orina en la cuneta. Parece que mientras tanto no ha pasado ningún coche, aunque ahora ya no está tan seguro. Vuelve al coche y bebe agua de una botella de plástico. Finalmente, empieza a impacientarse. Toca con furia el claxon, cuyo ruido ensordecedor desencadena una oleada de ira que, en cierto modo, lo devuelve a la tierra. A partir de este momento lo ve todo mucho más claro: mentalmente ya enfila el mismo sendero por el que ellos se han ido, concibiendo para sus adentros las palabras que en breve va a pronunciar: «¿Por qué tardas tanto? ¿¡Qué diablos crees que estás haciendo!?».
Es un olivar, reseco como un hueso. La hierba cruje bajo los zapatos. Entre los retorcidos olivos crecen zarzamoras silvestres; sus tiernos brotes intentan alcanzar el sendero y agarrarlo de los pies. Hay basura por todas partes: pañuelos desechables, compresas asquerosas, excrementos humanos infestados de moscas… Otras personas también se paran para hacer sus necesidades junto a la carretera. No se toman la molestia de internarse un poco en los matorrales, tienen prisa, incluso aquí.
No hay viento. No hay sol. El cielo blanco e inmóvil recuerda al sobretecho de una tienda de campaña. Hace bochorno. Partículas de agua se expanden en el aire y en todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Ve movimiento, pero no allí, entre los árboles, sino aquí mismo, bajo sus pies. Un enorme escarabajo negro avanza hasta el sendero; durante un rato analiza el aire con sus antenas, se detiene, a todas luces consciente de la presencia humana. El blanco cielo se refleja en su perfecto caparazón formando una mancha lechosa, y a Kunicki, por un instante, le parece que desde la tierra lo observa un ojo extraño que no pertenece a ningún cuerpo, un ojo intempestivo e indiferente. Kunicki escarba con la punta de su sandalia. El escarabajo cruza el sendero haciendo susurrar la hierba seca. Desaparece entre las zarzamoras. Es todo.
Maldiciendo, Kunicki da media vuelta para volver al coche, aún alberga la esperanza de que ella y el crío hayan regresado ya dando un rodeo, sí, está seguro de ello. Les va a decir: «¡Llevo una hora buscándoos! ¿¡Qué diablos creéis que estáis haciendo!?».
Ella dijo: «Para el coche». Cuando lo detuvo, ella bajó y abrió la puerta de atrás. Desató al niño de su sillita, lo tomó de la mano y se alejaron juntos. Kunicki no tenía ganas de salir, se sentía soñoliento y cansado, aunque no habían recorrido más que unos pocos kilómetros. Apenas les echó un vistazo con el rabillo del ojo, sin darles importancia; no sabía que debía prestar atención. Ahora intenta evocar esa imagen borrosa, enfocarla, acercarla y fijarla. Así que los está viendo caminar por el sendero que cruje, de espaldas. Cree recordar que ella lleva unos pantalones claros de lino y una camiseta negra, y el pequeño, una camiseta con un elefante, de eso está seguro porque él mismo se la puso por la mañana. Mientras caminan, se dicen cosas, él no oye qué cosas; no sabía que debía escuchar. Desaparecen entre los olivos. No sabe cuánto rato, pero no mucho. Un cuarto de hora, tal vez un poco más, ha perdido la noción del tiempo, no miró el reloj. No sabía que debía controlar el tiempo. Detestaba que ella le preguntara: «¿En qué piensas?». Le contestaba que en nada, pero ella no le creía. Decía que era imposible no pensar, se ofendía. Pero sí que es capaz —ahora Kunicki experimenta una especie de satisfacción— de no pensar en nada. Sabe hacerlo.
Sin embargo, de repente se detiene en medio de la selva de zarzamoras, se queda quieto, como si su cuerpo, al alcanzar el rizoma de la zarza, encontrase involuntariamente un nuevo punto de equilibrio. El zumbido de las moscas y otro que está solo en su propia cabeza acompañan el silencio reinante. Por un momento se ve a sí mismo desde arriba: un hombre que viste camiseta blanca y un vulgar pantalón safari, con una pequeña calva en la coronilla, en medio de los matorrales, un intruso, un invitado en casa ajena. Un hombre expuesto al bombardeo, caído en el epicentro de un efímero alto el fuego en la batalla que libran el cielo incandescente y la tierra abrasada. Cae presa del pánico; querría ocultarse cuanto antes, esconderse en el coche, pero el cuerpo no obedece: es incapaz de mover el pie, de forzar el ponerse en marcha. Dar un paso: nunca creyó que fuese tan difícil. Se han cortado las conexiones. El pie metido en su sandalia es el ancla que lo ata a la tierra: ha encallado. Conscientemente, con esfuerzo, sorprendiéndose a sí mismo, lo obliga a moverse. No hay otra manera de abandonar este tórrido espacio infinito.
Llegaron el 14 de agosto. El ferry desde Split estaba abarrotado: muchos turistas, aunque el pasaje estaba formado mayoritariamente por gente del país. Llevaban las compras hechas en tierra firme, donde todo es más barato. Las islas no producen muchas cosas. Era fácil distinguir a los turistas porque, cuando el sol empezó a caer irremisiblemente en el mar, se trasladaron a estribor apuntando los objetivos de sus cámaras hacia él. El ferry fue sorteando lentamente los desperdigados islotes y, tras superarlos, pareció salir a mar abierto. Una sensación desagradable, unos instantes de pánico sin importancia.
Encontraron sin dificultad su hostal; se llamaba Poseidón. El propietario, Branko, con barba y una camiseta con una concha estampada, insistió en que lo tutearan y, dando a Kunicki palmaditas cómplices en la espalda, los condujo al primer piso de la angosta casa de piedra construida sobre el mismísimo mar, donde, orgulloso, les mostró el apartamento. Disponían de dos dormitorios y una pequeña cocina rinconera amueblada con los tradicionales armarios de conglomerado de madera laminada. Las ventanas daban directamente a la playa y a mar abierto. Bajo una de ellas acababa de florecer un agave: la flor, en su fuerte tallo, se elevaba triunfalmente sobre el agua.
Saca el mapa de la isla y estudia las posibilidades. Quizá ella se ha desorientado y ha salido en otro lugar de la carretera. Seguramente estará ahí, puede que pare un coche y se dirija… ¿hacia dónde? Advierte en el mapa que la carretera dibuja una línea sinuosa por toda la isla y que se la puede recorrer en circunvalación sin descender en ningún momento hasta el mar. Así es como visitaron Vis hace unos días. Deja el mapa en el asiento de ella, sobre su bolso, y arranca. Conduce despacio, buscándolos con la vista entre los olivos. Pero al cabo de un kilómetro el paisaje cambia: sustituyen al olivar rocosas tierras baldías cubiertas de hierba seca y zarzamoras. Las blancas piedras calizas parecen enormes dientes perdidos por un ser salvaje. Tras recorrer varios kilómetros, da media vuelta. A la derecha, ante sus ojos se extienden viñedos de un verde deslumbrante, salpicados aquí y allá por pequeños cobertizos de piedra para guardar herramientas: vacíos y lóbregos. En el mejor de los casos se ha perdido, pero… ¿y si se ha desmayado, ella o el pequeño? Hace tanto calor, tanto bochorno… A lo mejor necesitan auxilio inmediato, mientras que él, en vez de hacer algo, da vueltas por la carretera. Pues sí, solo un idiota como él puede tardar tanto en darse cuenta. Su corazón empieza a latir con más fuerza. ¿Y si ha sufrido una insolación? ¿O se ha roto una pierna?
Regresa y pega varios bocinazos. A su lado pasan dos coches alemanes. Calcula el tiempo: ha pasado hora y media, lo que significa que el ferry ya ha zarpado. El imponente barco blanco ha engullido los coches, ha cerrado las puertas y se ha echado a la mar. Con cada minuto que pasa, los separan extensiones cada vez más vastas de un mar indiferente. Kunicki tiene un mal presentimiento que le deja la lengua seca, un presentimiento de algo relacionado con la basura junto a la carretera, con las moscas y los excrementos humanos. Ha comprendido. No están. Han desaparecido los dos. Sabe que no los encontrará entre los olivos, pero aun así toma el seco sendero y lo recorre llamándolos a gritos, aunque ya sin esperanza de que le contesten.
Es la hora de la siesta, la pequeña ciudad está casi desierta. En la playa, justo al lado de la carretera, tres mujeres hacen volar una cometa azul. Las distingue perfectamente mientras aparca. Una de ellas lleva pantalones de color crema claro que ciñen sus rollizas nalgas.
Encuentra a Branko sentado en una mesa de un pequeño café. En compañía de dos hombres. Beben pelinkovac con hielo como si fuera whisky. Branko, sorprendido, sonríe al verlo.
—¿Has olvidado algo? —pregunta.
Le acercan una silla, pero no se sienta. Quiere contarlo todo por orden, pasa al inglés al tiempo que en otra parte de la cabeza, como si se tratara de una película, se pregunta qué se hace en tales situaciones. Dice que Jagoda y el pequeño han desaparecido, y precisa dónde y cuándo. Los ha buscado y no los ha encontrado. Branko entonces le pregunta:
—¿Os habéis peleado?
Responde que no, sin faltar a la verdad. Los otros dos hombres apuran sus copas de pelinkovac. A él también le gustaría tomar un trago. Siente en la boca ese sabor agridulce que tiene el licor. Branko, con parsimonia, recoge de la mesa el paquete de tabaco y el mechero. Los otros también se levantan, a regañadientes, como si se concentraran antes de entrar en combate, o tal vez, simplemente, porque preferirían seguir disfrutando de la sombra del toldo. Irán todos con él, pero Kunicki insiste en que primero hay que avisar a la policía. Branko vacila. Vetas canosas entreveran su negra barba. En su camiseta amarilla destaca, en rojo, el dibujo de una concha con la palabra Shell.
—¿Y si ha bajado hasta el mar?
Puede ser. Quedan en lo siguiente: Branko y Kunicki irán a aquel lugar, y los otros dos, al puesto de policía, desde donde telefonearán a Vis. Branko explica que Komiža cuenta con un solo agente, que la verdadera comisaría está en Vis. Sobre la mesa quedan las copas con el hielo derritiéndose.
Kunicki reconoce enseguida la pequeña entrada al borde de la carretera donde ha permanecido aparcado. Le parece que han transcurrido siglos desde entonces, ahora el tiempo corre de otra manera, espeso y acre, compuesto por secuencias. El sol asoma entre las blancas nubes, de pronto hace mucho calor.
—Toca el claxon —dice Branko, y Kunicki obedece.
El sonido es prolongado y lastimero como una voz animal. Al cesar se diluye en vagos ecos de cigarras.
Se internan en la espesura entre los olivos, llamándose de vez en cuando. Se vuelven a encontrar junto al viñedo y, tras intercambiar unas palabras, deciden inspeccionarlo de punta a punta. Avanzan por las sombreadas hileras, llamando a la mujer desaparecida: «¡Jagoda, Jagoda!». Kunicki se percata del significado de este nombre, arándano, ya se le había olvidado, y de pronto cree estar participando en un rito ancestral, borroso y grotesco. De los arbustos penden carnosas bayas violeta oscuro, perversos pezones multiplicados, mientras él deambula por los frondosos laberintos gritando: «Jagoda, Jagoda». ¿A quién se dirige? ¿A quién está buscando?
Tiene que detenerse unos segundos al notar un pinchazo en el costado; se dobla en dos entre las hileras de las plantas. Sumerge la cabeza en la umbría frescura, la voz de Branko, amortiguada por el follaje, ya no le llega, y Kunicki solo oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.
Tras un viñedo empieza otro, separado tan solo por un angosto sendero. Se detienen y Branko habla por el móvil. Repite las palabras žena y dijete, «esposa» e «hijo», las únicas que Kunicki es capaz de entender en croata. El sol, ya de color naranja, enorme e hinchado, se debilita a ojos vistas. Pronto podrán mirarlo a la cara. Los viñedos adquieren a su vez un intenso verde oscuro. Dos figuras humanas están en medio de ese verde mar a rayas, impotentes.
Al anochecer, en la carretera hay ya algunos vehículos y un grupo de hombres. Kunicki, en el coche en que pone Policija, con ayuda de Branko contesta unas preguntas que le resultan caóticas, formuladas por un policía fornido y bañado en sudor. Habla en un inglés básico. «We stopped. She went out with the child. They went right, here», y señala con la mano. «I was waiting, let’s say, fifteen minutes. Then I decided to go and look for them. I couldn’t find them. I didn’t know what had happened». Le ofrecen agua mineral recalentada, la bebe con avidez. «They are lost». Y repite: «lost». El policía marca un número en su móvil. «It is impossible to be lost here, my friend», le dice mientras espera a que le contesten. A Kunicki le llama mucho la atención ese «my friend». Luego se oye un walkie-talkie. Pasará aún una hora antes de que formen filas irregulares para emprender una batida por la isla.
En este lapso de tiempo, el hinchado sol desciende sobre los viñedos; para cuando alcancen la cima, ya tocará el mar. Lo quieran o no, asisten a esa puesta de sol operísticamente prolongada. Finalmente encienden las linternas. Ya a oscuras, bajan hasta el abrupto acantilado desde donde ven muchas pequeñas calas. Inspeccionan dos de ellas; en cada una hay una casita de piedra en la que se alojan esos turistas excéntricos que reniegan de los hoteles y prefieren pagar más por no tener agua corriente ni luz eléctrica. Cocinan en fogones de piedra u hornillos de butano. Pescan peces que del agua pasan directamente a la parrilla. No, nadie ha visto a una mujer con un niño. Se disponen a cenar; aparecen en las mesas pan, quesos, aceitunas y esos pobres pescaditos que esa misma tarde vivían absortos en sus frívolas ocupaciones marinas. De vez en cuando Branko llama al hotel de Komiža; se lo pide Kunicki porque cree que ella, después de perderse, habrá logrado llegar hasta allí por otro camino. Pero después de cada llamada, Branko se limita a darle unas palmaditas en la espalda.
Alrededor de la medianoche resulta que el grupo de hombres ha menguado, pero entre los que quedan están los dos que Kunicki vio en la mesa del café en Komiža. Ahora, al despedirse, hacen las presentaciones: Drago y Roman. Juntos se dirigen al coche. Kunicki les está muy agradecido por la ayuda, pero no sabe cómo se dice «gracias» en croata; debe de parecerse al polaco «dziękuję», algo así como «diákuyu» o «diákuye» o una cosa por el estilo. En realidad, con un poco de buena voluntad, podrían crear una versión eslava de koiné, un conjunto de palabras parecidas y prácticas para comunicarse sin necesidad de la gramática, en vez de recurrir a una versión sosa y simplona del inglés.
En plena noche un bote atraca frente a su casa. Deben evacuar la zona, es una inundación. El agua alcanza ya el primer piso de los edificios. En la cocina se cuela por las juntas entre los azulejos y sale con cálidos chorritos de los enchufes. Los libros se han hinchado por la humedad. Abre uno y constata que las letras se corren como el maquillaje, dejando manchas en las páginas en blanco. Resulta que todo el mundo ha salido ya en el bote anterior; solo queda él.
Entre sueños oye las gotas de agua que caen perezosamente del cielo y que al cabo de un instante se convertirán en un breve y violento aguacero.
Agua II
—Tampoco es que sea tan grande la isla —dice por la mañana Djurdżica, la mujer de Branko, al tiempo que le sirve un café bien cargado.
Se lo repiten todos como un mantra. Kunicki comprende lo que intentan decirle, él mismo sabe que la isla es demasiado pequeña como para perderse en ella. A lo largo de sus poco más de diez kilómetros, tiene solo dos ciudades dignas de tal nombre: Vis y Komiža. Es posible registrarla a conciencia, centímetro a centímetro, como un cajón. Y los habitantes de ambas localidades se conocen bien. Las noches son cálidas, los campos están cubiertos de viñedos y los higos ya casi maduros. Aunque se hubieran perdido, nada malo les podría pasar, no iban a morir de hambre ni de frío, ni tampoco devorados por fieras salvajes. Pasarían la cálida noche tumbados sobre la hierba abrasada por el sol, bajo un olivo, acunados por el soñoliento susurro del mar. No más de tres o cuatro kilómetros separan cualquier lugar de la carretera. En los campos hay casitas de piedra con barriles y prensas de vino, algunas provistas de víveres y velas. Desayunarán un jugoso racimo de uva o compartirán el desayuno habitual de los veraneantes de las calas.
Bajan hasta el hotel, donde los espera un policía, pero no el mismo, uno más joven. Por un momento Kunicki alberga la esperanza de oír buenas noticias, pero este le pide el pasaporte. Copia concienzudamente los datos y anuncia que buscarán también en tierra firme, en Split. Y en las islas vecinas.
—Es posible que caminara hacia el ferry por la orilla —explica.
—No llevaba dinero. No money. Está todo aquí. —Y Kunicki muestra el bolso del que saca un monedero, rojo y bordado con pequeñas cuentas. Lo abre y se lo enseña al policía, que se encoge de hombros y copia la dirección polaca.
—¿Cuántos años tiene el niño?
Kunicki contesta que tres.
Conducen por la serpenteante carretera de vuelta al mismo lugar, el día promete ser despejado y tórrido, sobrexpuesto a la luz como una película sacada del carrete. A mediodía todas las imágenes habrán desaparecido. Kunicki piensa en la posibilidad de escrutarlo todo desde lo alto, desde un helicóptero, al fin y al cabo la isla está casi desnuda. También piensa en los chips, en que se los injertan a los animales, a las aves migratorias, cigüeñas y grullas, y ya no quedan para las personas. Todo el mundo debería llevar uno, por su propia seguridad. Posibilitaría el rastreo en internet de todo movimiento humano: caminos, lugares donde la gente descansa y donde se pierde. ¡Cuántas vidas podrían salvarse! Cree estar viendo la imagen en la pantalla de un ordenador: líneas de colores correspondientes a cada individuo, huellas y señales constantes. Círculos y elipses, laberintos. Quizá también ochos sin acabar, quizá espirales malogradas, abruptamente truncadas.
Hay un perro pastor de color negro; le dan a oler un jersey de ella desde el asiento de atrás. El perro olfatea los alrededores del coche y luego se interna entre los olivos por el sendero. Kunicki siente una súbita inyección de energía, pronto se aclarará todo. Corren tras el perro, que se detiene en el sitio donde habrán hecho sus necesidades, pese a que no se distingue huella alguna. Se le ve muy satisfecho de sí mismo, pero, querido pastor, no has hecho más que empezar. ¿Dónde están, adónde se fueron? El perro no entiende qué más esperan de él, pero retoma la marcha, a regañadientes, en dirección opuesta, alejándose de los viñedos a lo largo de la carretera.
Así que caminó a lo largo de la carretera, piensa Kunicki, seguramente se equivocó. Pudo salir más adelante y haberlo esperado a unos cientos de metros. Pero ¿no oyó el claxon? ¿Y después? Quizá los recogió alguien, pero teniendo en cuenta que no los han encontrado, ¿dónde puede haberlos llevado ese alguien? Alguien. Una figura vaga, difusa, ancha de hombros. Cogote recio. Un secuestro. ¿Los habrá noqueado y metido en el maletero? Después los habrá trasladado a tierra firme en el ferry, podrían estar en Zagreb o en Múnich o en cualquier otra parte. ¿Y cómo pudo cruzar la frontera con dos cuerpos inconscientes?
Sin embargo, el perro no tarda en torcer hacia un barranco que va en diagonal a la carretera, una brecha larga y pedregosa que desciende sorteando las piedras. Al fondo se extiende un pequeño viñedo descuidado donde hay una casa de piedra, parecida a un quiosco, con techo de hojalata ondulada llena de herrumbre. Ante la puerta hay un montoncito de tallos de vid secos, reunidos probablemente para ser quemados. El perro describe círculos concéntricos alrededor de la casa y acaba regresando siempre a la puerta. Sin embargo, constatan con sorpresa que la puerta está cerrada con candado. Habrá sido el viento el que ha acumulado las ramitas en el umbral. Resulta evidente que nadie ha podido entrar por ahí. El policía mira al interior a través de los cristales sucios, después empieza a tirar de la ventana, cada vez más fuerte, hasta que la arranca. Entonces se asoman y les golpea un persistente olor a cerrado y a mar.
El walkie-talkie crepita, el perro bebe agua y recibe nueva orden de oler el jersey. Da tres vueltas a la casa, regresa a la carretera y, tras dudar un rato, la recorre en dirección a unas rocas prácticamente desnudas, apenas cubiertas de hierba seca en muy contados lugares. Desde el acantilado se ve el mar. Todos los del grupo de búsqueda están allí, de cara al agua.
El perro pierde el rastro, da media vuelta, finalmente se tumba en medio del sendero.
—To je zato jer je po noći padala kiša —dice alguien en croata, y Kunicki entiende perfectamente que habla de la lluvia de anoche.
Viene Branko y se lo lleva a comer. La policía se queda allí mientras ellos dos van a Komiža. Casi no hablan. Kunicki intuye que Branko seguramente no sabe qué decirle, y más aún en una lengua extranjera, en inglés. De acuerdo, que no diga nada. Piden pescado frito en un restaurante a orillas del mar; de hecho ni siquiera es un restaurante, sino la cocina de unos amigos de Branko. Todos lo son aquí, incluso tienen un aire de familia, rasgos afilados, caras curtidas por el viento, una tribu de lobos de mar. Branko le sirve una copa de vino e insiste en que se la beba. Apura la suya de un trago. No acepta dinero para pagar la cuenta. Recibe una llamada.
—They manage to get a helicopter, an airplane. Police —dice.
Elaboran un plan de expedición bordeando la costa, con la barca de Branko. Kunicki telefonea a Polonia, a casa de sus padres, oye la familiar voz ronca de su padre, le dice que deben quedarse tres días más. No le cuenta la verdad. Todo va bien, sencillamente deben quedarse. También llama al trabajo, dice que le ha surgido un pequeño problema y pide tres días más de vacaciones. No sabe por qué dice «tres días».
Espera a Branko en el embarcadero. Este aparece otra vez con su camiseta con una concha estampada, pero es una camiseta nueva, limpia, fresca, debe de tener para dar y regalar. Entre las barcas amarradas encuentran un pequeño bote de pesca. Unas letras azules torpemente escritas en el borde pregonan su nombre: Neptuno. En ese momento Kunicki recuerda que el ferry que los trajo se llamaba Poseidón, al igual que muchos bares, tiendas y barcas. Poseidón o Neptuno, nombres que el mar expele como conchas. Sería interesante averiguar cómo se compran los derechos de autor a un dios. ¿Con qué se le paga?
Se acomodan en el bote. Pequeño y estrecho, es más bien una barca a motor con una minúscula cabina de madera, de tablones toscamente armados. Branko guarda en ella botellas de agua, llenas y vacías. Algunas contienen vino de su propio viñedo, blanco, bueno, fuerte. Todos tienen aquí su propio viñedo y hacen su propio vino. Branko saca de allí un motor y lo fija en la popa. Arranca al tercer intento. A partir de entonces hay que gritar para oírse. El ruido es espantoso, pero al cabo de un rato el cerebro se acostumbra a él como a la gruesa ropa de invierno que separa el cuerpo del resto del mundo. Poco a poco el ruido se impone a la vista de la bahía, cada vez más pequeña, y del puerto. Kunicki divisa la casa en la que se alojaban, incluso las ventanas de la cocina y la flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.
Todo disminuye y se funde ante sus ojos: las casas en una oscura línea irregular, el puerto en una caótica mancha blanca entreverada por las rayas de los mástiles; sobre la ciudad, a su vez, emergen las montañas, desnudas, grises, salpicadas aquí y allá por el verdor de los viñedos. No paran de crecer, ya son enormes. Desde su interior, desde la carretera, la isla parecía pequeña, ahora exhibe su poderío: un macizo de rocas formando un cono monumental, un puño que sobresale del agua.
Al virar a babor dejando atrás la bahía y adentrarse en mar abierto, la costa de la isla parece escarpada y amenazadora.
A consecuencia de la maniobra las blancas crestas de las olas golpean las rocas y los pájaros se asustan por la presencia del bote. Cuando vuelven a arrancar el motor, los pájaros desaparecen. Y aún hay más: la línea vertical de un avión que va rumbo al sur y parte el cielo en dos.
Reemprenden la marcha. Branko enciende un par de cigarrillos y ofrece uno a Kunicki. Resulta difícil fumar: gotas minúsculas salpican desde debajo de la proa alcanzándolo todo.
—Mira el agua —grita Branko—, cualquier movimiento.
Al aproximarse a una bahía con una gruta, ven un helicóptero. Vuela en sentido contrario. Branko se pone en pie en medio del bote y hace señales. Kunicki mira el artefacto, casi feliz. La isla no es grande, piensa por centésima vez, nada puede escapar a la mirada de esa libélula mecánica que vuela alto, todo se verá claro y cristalino.
—Pongamos rumbo al Poseidón —grita a Branko, pero este se muestra reticente.
—Por allí no se puede pasar —grita a su vez como respuesta.
Sin embargo, el bote vira y aminora la marcha. Se mete entre las rocas con el motor apagado.
Esta parte de la isla también debe de llamarse Poseidón, como todo lo demás, piensa Kunicki. El bueno del dios se ha construido aquí sus propias catedrales: naves, cuevas, columnas y coros. Las líneas son imprevisibles, el ritmo falso y desacompasado. La humedad da brillo a las negras rocas ígneas, como forradas con un oscuro y raro metal. Ahora, al anochecer, estas construcciones resultan tristísimas, la quintaesencia del abandono, nadie ha rezado nunca aquí. Kunicki tiene de pronto la sensación de encontrarse ante prototipos de los templos creados por el hombre, de que los grupos de turistas deberían ser traídos aquí antes de visitar Reims o Chartres. Quiere compartir con Branko este descubrimiento, pero hay demasiado ruido como para poder hablar. Ven otro bote, más grande, donde pone Policie. Split. Sigue la línea de la escarpada costa. Los botes se aproximan y Branko se pone a hablar con los policías. No hay ni rastro, nada. Al menos eso imagina Kunicki, pues el estruendo del motor ahoga la conversación. Deben de entenderse leyendo los labios e interpretándolo todo por la manera suave e impotente de encogerse de hombros que no casa con sus camisas blancas con chatarreras de uniforme policial. Indican que hay que volver porque pronto se hará de noche. Es lo único que oye Kunicki: «Volved». Branko pisa el acelerador, emitiendo un ruido que suena como una explosión. El agua se contrae levantando olas minúsculas como escalofríos.
Llegar ahora a la isla resulta muy distinto que hacerlo de día. Primero ven luces centelleantes que por momentos se separan formando hileras. Crecen sumidas en una oscuridad cada vez más profunda, se independizan y diferencian: las luces de los yates amarrados junto al muelle en nada se parecen a las que se filtran por las ventanas de las casas; las que iluminan los rótulos de los comercios en nada se parecen a los movedizos faros de los coches. La imagen segura de un mundo domesticado.
Finalmente Branko apaga el motor y el bote alcanza la orilla. De repente, los bajos rozan terreno pedregoso: han llegado a la pequeña playa municipal, justo enfrente del hotel, lejos del embarcadero. Kunicki adivina el porqué. Al lado de la rampa, en el límite mismo de la playa, ve un coche de policía, dos hombres con camisas blancas que evidentemente los están esperando.
—Me parece que quieren hablar contigo —dice Branko mientras amarra el bote. Kunicki por poco se desmaya, tiene miedo de lo que quizá esté a punto de oír. Que han encontrado sus cuerpos. Eso es lo que le da miedo. Se acerca a ellos, las rodillas le tiemblan.
Gracias a Dios, se trata de un simple interrogatorio. No, no hay ninguna novedad. Pero ha pasado tanto tiempo que el asunto se ha vuelto serio. Lo llevan a la comisaría de Vis por la misma carretera, la única que hay en la isla. Ha oscurecido ya del todo, pero por lo visto conocen bien el camino, pues no aminoran la marcha ni siquiera en las curvas cerradas. No tardan en dejar atrás el lugar fatídico.
En la comisaría lo esperan personas nuevas. Un traductor alto y apuesto que habla un polaco que, seamos sinceros, deja bastante que desear —lo han traído expresamente desde Split—, y un oficial. Indiferentes, le hacen preguntas de rutina. Empieza a darse cuenta de que se ha convertido en sospechoso.
Lo devuelven al hotel. Baja del coche y hace ademán de entrar. Pero solo lo finge. Aguarda en un oscuro pasillo a que se marchen, a que cese el ruido del motor, y luego sale a la calle. Se encamina hacia donde se concentran más luces, al bulevar junto al embarcadero donde están todos los bares y restaurantes. Pero es tarde y a pesar de ser viernes ya no hay aglomeraciones; debe de ser la una o las dos de la madrugada. Entre los escasos clientes en las mesas busca con la vista a Branko, pero no lo ve, no divisa su conocida camiseta con una concha. Hay unos italianos, toda una familia, están acabando de cenar, también ve a dos personas mayores, sorben algo con una pajita mientras observan a la ruidosa familia italiana. Dos mujeres rubias, en actitud de íntima complicidad, los hombros tocándose, absortas en su conversación. Hay algunos lugareños, pescadores, otra pareja. Nadie le presta atención, qué alivio… Camina por el límite de la sombra, casi tocando el agua, percibe el olor a pescado y la cálida y salada brisa del mar. Le entran ganas de dar media vuelta y subir por una de las empinadas callejuelas en dirección a la casa de Branko, pero no se atreve, ya deben de estar dormidos. Así que se sienta en una pequeña mesa al borde de una terraza. El camarero lo ignora.
Observa a los hombres que llegan a la mesa de al lado. Se sientan y acercan otra silla. Son cinco. Antes de que venga el camarero, antes de pedir bebidas, reina entre ellos una intangible complicidad.
De distintas edades, dos lucen una barba tupida, pero toda diferencia pasa inadvertida una vez formado el círculo que, queriéndolo o no, han creado. Hablan, aunque no importa lo que dicen: podría pensarse que se preparan para cantar a coro, que prueban la voz. El círculo se llena de risas: los chistes, aun los más trillados, son pertinentes, incluso deseables. Una risa que susurra, vibrante, conquista el espacio y acalla a las turistas de la mesa vecina, dos mujeres de mediana edad, consternadas. Atrae miradas curiosas.
Preparan al público. La entrada del camarero con una bandeja de bebidas se convierte en una obertura, y el joven camarero en un maestro de ceremonias que, inconsciente de su papel, anuncia un baile o una ópera. Al verlo se animan, una mano le indica dónde ponerlas: aquí. Breves momentos de silencio, y los bordes de cristal alcanzan sus labios. Algunos de ellos, los más impacientes, no consiguen evitar cerrar los ojos, igual que en la iglesia cuando el cura, solemne, deposita en la lengua extendida una oblea blanca. El mundo está listo para dar un vuelco: solo en apariencia el suelo sigue bajo los pies y el techo sobre la cabeza, el cuerpo ya no pertenece exclusivamente a cada uno, sino que forma parte de una cadena viva, el eslabón de un círculo que ha cobrado vida. Ahora igual, vasos viajando hasta los labios, casi no se percibe el instante mismo de vaciarlos, es un momento de máxima concentración, de efímera seriedad. Estarán a partir de ahora aferrados a ellos: a los vasos. Los cuerpos sentados a la mesa empezarán a dibujar sus círculos, las coronillas marcarán en el aire los suyos, al principio pequeños, mayores después. Se superpondrán, dibujando nuevos arcos. Al final se levantarán las manos, primero probarán su fuerza en el aire, gesticulando para ilustrar las palabras, luego caerán sobre los hombros de los compañeros, sobre nucas y espaldas, propinando golpecitos de apoyo. En esencia, gestos de amor. La confraternización de manos y espaldas no resulta inoportuna, es un baile.
Kunicki lo contempla con envidia. Le gustaría salir de la sombra y unirse al grupo. Desconoce esa intensidad. Él pertenece al norte, donde los hombres se comportan con mayor timidez. Pero en el sur, donde el sol y el vino dan al cuerpo espontaneidad sin retraimiento, ese baile cobra absoluta realidad. Solo al cabo de una hora se desploma el primer cuerpo sobre el respaldo de la silla.
La cálida brisa nocturna lo empuja hacia las mesas posándole su pata en la espalda, insistiéndole: «Venga, hombre, ven». Quisiera unirse a ellos, vayan a donde vayan. Quisiera que lo llevaran con ellos.
Regresa a su hotelito por el costado no iluminado del bulevar, cuidándose mucho de no cruzar el límite de la sombra. Antes de entrar en la estrecha y asfixiante escalera, toma una bocanada de aire y se queda quieto un rato. Luego sube la escalera, tanteando los peldaños en la oscuridad, y enseguida cae desplomado en la cama, sin quitarse la ropa, boca abajo, con los brazos extendidos hacia los lados, como si alguien le hubiera pegado un tiro en la espalda y él contemplase esa bala durante unos instantes y luego se muriera.
Se levanta a las pocas horas, dos o tres, pues todavía está oscuro. Y baja a tientas hasta el coche. La alarma chasquea, el coche, lleno de añoranza, parpadea con guiños cómplices. Kunicki descarga el equipaje, todo, sin orden ni concierto. Sube los bártulos escaleras arriba y los arroja al suelo de la cocina y de la habitación. Dos maletas y un sinfín de hatillos, bolsas, cestas, también la de las provisiones para el viaje, un juego de aletas en su saco de plástico, las caretas de buceo, el parasol, las esterillas de playa y la caja de vino que compraron en la isla, así como el ajvar, ese condimento de pimientos rojos que tanto les había gustado, y unos tarros de aceitunas. Enciende las luces y se sienta en medio de todo este desorden. Después coge el bolso de ella y vacía suavemente su contenido sobre la mesa de la cocina. Se sienta y posa la mirada en el patético montoncito de objetos como si se tratase de un complicado juego de palillos chinos y le tocara a él hacer la siguiente jugada: extraer uno sin mover ningún otro. Tras vacilar un instante elige la barra de labios y desenrosca la tapa. De color rojo oscuro, casi nueva, apenas la había usado. Se la lleva a la nariz. Huele bien, es difícil decir a qué. Se arma de valor, va cogiendo uno a uno los demás objetos y los deposita por separado sobre la mesa. El pasaporte: viejo, con tapas azules, en la foto está bastante más joven, lleva una melena larga y suelta, con flequillo. Su firma en la última página aparece borrosa, por eso a menudo la retienen en las fronteras. El pequeño bloc de notas negro, con cierre de goma. Lo abre y lo hojea: unos apuntes, el dibujo de una chaqueta, una columna de cifras, la tarjeta de un bistró del balneario de Polanica, un número de teléfono al dorso, un mechón de pelo, oscuro, ni mechón siquiera, tan solo unas docenas de cabellos sueltos. Lo deja a un lado. Ya lo examinará más adelante. El estuche de maquillaje hecho de tela exótica hindú, en el interior: un perfilador de ojos verde oscuro, una polvera (sin apenas polvos), un rímel verde con cepillo en espiral, un sacapuntas de plástico, brillo de labios, unas pinzas, una cadenita ennegrecida rota. También encuentra una entrada del museo de Trogir con una palabra extranjera escrita al dorso; acerca a los ojos el pedazo de papel y lee con dificultad: καιρóς, debe de leerse K-A-I-R-Ó-S, pero no está seguro, la palabra no le dice nada. Y mucha arena en el fondo.
El móvil, casi descargado. Comprueba el registro de llamadas recientes; se repite su propio número, pero también hay otros, dos o tres, no le dicen nada. «Mensajes recibidos», solo uno, de él, cuando se perdieron en Trogir: Estoy junto a la fuente de la plaza principal. «Mensajes enviados»: vacío. Vuelve al menú principal, en pantalla la iluminada aparece un dibujo, al cabo de unos instantes se apaga.
Un paquete de pañuelos de papel, abierto. Un lápiz, dos bolígrafos, uno es un Bic naranja, el otro lleva escrito «Hotel Mercure». Calderilla, céntimos de zloty y de euro. Un monedero, con billetes croatas, poca cosa, y diez zlotys polacos. La tarjeta Visa. Un paquete de pósits naranja, manchado. Un alfiler de cobre con un grabado antiguo, parece roto. Dos caramelos Kopiko. La cámara de fotos, digital, en su estuche negro. Un clavo. Un clip blanco. Un envoltorio de chicle, dorado. Migas. Arena.
Coloca todo esto cuidadosamente sobre la encimera negra mate, cada cosa equidistante de la siguiente. Se acerca al grifo, bebe agua. Vuelve a la mesa y enciende un cigarrillo. Después saca fotos con la cámara de ella, objeto a objeto. Los fotografía despacio, con solemnidad, el zoom al máximo, el flash puesto. Solo lamenta que esta pequeña cámara no pueda fotografiarse a sí misma. También ella es una prueba en todo este asunto. A continuación va a la entrada, donde están las bolsas y las maletas, y toma una instantánea de cada una de ellas. Sin embargo, no se detiene ahí, deshace las maletas y se pone a fotografiar cada prenda, cada par de zapatos, cada tubo de crema y el libro. Los juguetes del niño. Incluso saca de una bolsa de plástico la ropa sucia y a ese montoncito informe también le hace una foto.
Encuentra una botellita de rakia, se la bebe de un trago, sin soltar la cámara, y toma una instantánea de la botella vacía.
Ya se ha hecho de día cuando conduce en dirección a Vis. Lleva los bocadillos, resecos, que ella había preparado para el camino. Con el calor, la mantequilla se ha derretido, empapando las rebanadas de pan con una fina y reluciente capa de grasa, el queso está duro y medio transparente, parece plástico. Se come un par al abandonar Komiža, se limpia las manos en el pantalón. Conduce despacio, con cuidado, mirando a los lados, a todo lo que ve al pasar, consciente de que lleva alcohol en la sangre. Pero se siente fuerte e infalible como una máquina. No mira hacia atrás, aunque sabe que allí, a sus espaldas, el mar crece metro a metro. La limpidez del aire permitiría seguramente divisar la costa italiana desde lo alto. De momento se para en el arcén y examina con la mirada todo lo que hay a su alrededor, cada pedacito de papel, cada desperdicio. También tiene los prismáticos de Branko, los usa para observar las laderas. Ve los pedregosos declives cubiertos por un fino colchón grisáceo de hierba reseca, ve los inmortales arbustos de zarzamoras oscurecidos por el sol, aferrándose a las piedras con sus largos brotes. Miserables olivos asilvestrados de tronco retorcido, pequeñas tapias de piedra vestigio de viñedos abandonados.
Al cabo de más o menos una hora, despacio, como un coche patrulla de la policía, empieza a adentrarse en Vis. Pasa junto a un supermercado, hace la compra, vino sobre todo, y en un momento se planta en la ciudad.
El ferry ya ha atracado en el muelle. Es inmenso, enorme como un edificio, un bloque flotante. Poseidón. Su portalón ya está abierto, ya hay formada una cola de coches y gente medio dormida para alimentar sus fauces. Enseguida empezará el embarque. Kunicki se detiene junto a la barandilla y observa el grupo de personas que están comprando billetes. Algunas cargan con mochilas, entre ellas una preciosa muchacha tocada con un turbante multicolor; la mira, no puede quitarle los ojos de encima. Junto a esta beldad, un muchacho alto de tipo escandinavo.
Hay mujeres con niños, supone que del lugar, sin equipaje, un hombre trajeado, con un maletín. También una pareja: ella, acurrucada contra el pecho de él, tiene los ojos cerrados, como si quisiera completar el sueño de una noche demasiado corta. Y varios coches, uno cargado hasta los topes, con matrícula alemana, dos italianos… Y unas furgonetas locales que van a buscar pan, verduras, el correo. La isla debe subsistir. Kunicki, con disimulo, echa un vistazo al interior de los coches.
Por fin la cola se mueve, el ferry engulle a personas y vehículos, nadie protesta, avanzan como borregos. Todavía llegan unos moteros franceses, son los cinco últimos, y también desaparecen dócilmente en las fauces del Poseidón.
Kunicki espera a que el portalón se cierre con su chirrido metálico. El taquillero cierra de golpe la ventanilla y sale a fumarse un cigarrillo. Los dos son testigos de cómo el ferry, con un escándalo repentino, se aleja de la orilla.
Le dice que está buscando a una mujer con un niño, saca del bolsillo el pasaporte de ella y se lo planta delante de las narices.
El taquillero se inclina para examinar la foto del pasaporte. Dice en croata algo así como:
—La policía ya ha preguntado por ella. Nadie la ha visto por aquí. —Da una calada y añade—: No es una isla grande, alguien se acordaría.
De pronto le da una palmada en el hombro, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Un café? ¿Te apetece? —Y señala con la cabeza el cafetín del puerto que abre en ese justo momento.
Pues sí, un café, ¿por qué no?
Kunicki toma asiento en una mesita y el otro viene enseguida con sendos expresos dobles. Beben en silencio.
—No te preocupes —dice el taquillero—. Aquí es imposible perderse. Aquí estamos todos siempre a la vista, como expuestos en la palma de una mano abierta —dice, y le muestra la palma de la mano, surcada por varias líneas gruesas. Después le trae un panecillo con carne y lechuga. Finalmente se va, dejando a Kunicki con el café a medio tomar. Cuando desaparece, un breve sollozo lo sacude; es como un bocado de pan, así que se lo traga. No sabe a nada.
No logra evitar la sensación de estar expuesto en la palma de una mano. Para ser visto. ¿Por quién? ¿Quién querrá observar a todo el mundo, esa isla en medio del mar, esos hilos de caminos asfaltados que van de un puerto a otro puerto, a varios miles de personas derretidas por el sol, turistas y lugareños, en constante movimiento? En su cabeza centellean imágenes como captadas por satélite, al parecer se puede leer en ellas lo que pone en una caja de cerillas. ¿Será eso posible? ¿También será visible desde ahí arriba su incipiente calvicie? Un cielo inmenso, templado, poblado por incansables satélites armados con ojos escrutadores.
Regresa al coche atravesando un pequeño cementerio junto a la iglesia. Todas las tumbas miran al mar, como en un anfiteatro, de manera que los muertos observan el ritmo del puerto, lento, repetitivo. Probablemente les alegra el blanco ferry, a lo mejor incluso lo toman por un arcángel que escolta las almas en su aéreo viaje.
Kunicki nota que algunos apellidos se repiten. La gente y los gatos de aquí deben de parecerse: crecen en entornos endogámicos, se mueven en ambientes formados por contadas familias, rara vez salen de ellos. Se detiene una sola vez: al ver una lápida pequeña con apenas dos filas de letras:
Zorka 9-02-21 – 17-02-54
Srečan 29-01-54 – 17-07-54
Durante un rato busca en esas fechas un orden algebraico, parecen una clave. Madre e hijo. Una tragedia encerrada entre dos fechas, desarrollada por etapas. Una carrera de relevos.
Aquí se acaba la ciudad. Está cansado, el calor ha alcanzado su cénit y el sudor le inunda los ojos. Subiendo de nuevo en coche al interior de la isla, constata que el sol pertinaz hace de ella el lugar más inhóspito de la tierra. El calor emite el tictac de una bomba de relojería.
En la comisaría le ofrecen una cerveza bien fresca, como si quisieran ocultar su impotencia bajo la blanca espuma. «No los ha visto nadie», dice un funcionario fornido y, cortésmente, dirige hacia él el ventilador.
—¿Qué hago? —pregunta al policía desde la puerta.
—Debería irse a descansar —responde el policía.
Pero Kunicki se queda en la comisaría y, todo oídos, escucha cada conversación telefónica, cada chasquido de los walkie-talkie, cargado siempre de algún significado oculto, hasta que viene a buscarlo Branko y se lo lleva a comer. Casi no hablan. Después pide que lo dejen en el hotel, se siente débil y se tumba en la cama sin quitarse la ropa. Huele su propio sudor; el repulsivo olor del miedo.
Vestido, permanece tumbado boca arriba entre las cosas que había sacado de las bolsas. Con vista atenta calibra sus constelaciones, sus interrelaciones, las direcciones que señalan y las figuras que forman. Tal vez sea un presagio. Hay en todo ello un mensaje para él, en torno a su mujer y su hijo, pero sobre todo acerca de él mismo. Desconoce esta escritura y estos signos, seguro que no son obra de mano humana. La relación que los une resulta evidente, el mero hecho de que los esté mirando reviste importancia, y el verlos encierra un gran misterio, misterio es que pueda mirar y ver, misterio es que exista.
Tierra
El verano se cerró tras él dando un portazo. Kunicki se va adaptando, cambia las sandalias por unas zapatillas, las bermudas por el pantalón largo, afila los lápices de su escritorio, ordena facturas. El pasado ha dejado de existir, se convierte en retazos de vida: nada que lamentar. Así que eso que siente debe de ser un dolor fantasma, irreal, un dolor de toda forma incompleta, mellada, que por su propia naturaleza tiende a un todo. No hay otra manera de explicarlo.
No logra conciliar el sueño últimamente. Es decir, sí se duerme por la noche, agotado, pero se despierta hacia las tres o cuatro de la madrugada, como tras la gran inundación de hace años. Solo que entonces sabía el porqué de su insomnio: le había asustado el cataclismo. Ahora es distinto, no se ha producido ningún desastre. Sin embargo, se ha abierto un agujero, una interrupción. Kunicki sabe que las palabras podrían recomponerlo; si encontrase un número razonable de palabras sensatas, adecuadas para explicar lo sucedido, del agujero no quedaría ni rastro y él dormiría hasta las ocho. Algunas veces, pocas, le parece oír dentro de su cabeza una o dos palabras pronunciadas en voz alta, lacerantes. Palabras arrancadas tanto de la noche de insomnio como del frenesí del día. Algo chispea en las neuronas, impulsos saltando de un lugar a otro. ¿No es eso lo propio del proceso de pensar?
Se trata de espectros prêt-à-porter apostados a las puertas de la razón, fabricación en serie. No resultan nada aterradores, no son comparables con ningún diluvio bíblico, no encierran escenas dantescas. Se trata simplemente de la terrible inevitabilidad del agua, de su omnipresencia. Impregna las paredes del piso. Kunicki examina con el dedo el enfermo revoque empapado, la pintura húmeda deja huella en su piel. Las manchas trazan en la pared mapas de países que no conoce, que no sabe nombrar. Las gotas se filtran por el marco de las ventanas, se cuelan bajo la alfombra. Clava una alcayata en la pared y verás salir un reguerito, abre un cajón y oirás un chapoteo. Levanta una piedra y me descubrirás a mí, susurra el agua. Chorros incontrolables inundan los teclados, se apaga la pantalla bajo el agua. Kunicki sale corriendo de su bloque de pisos y constata que han desaparecido los cajones de arena para niños y los parterres, el bajo seto vivo ha dejado de existir. Con el agua hasta los tobillos, va hacia su coche, con él intentará salir del barrio y alcanzar un terreno más elevado, pero no le dará tiempo. Resultará que están sitiados, es una ratonera.
Alégrate de que todo haya acabado bien, se dice al levantarse en la oscuridad para ir al cuarto de baño. Claro que me alegro, se contesta. Pero no se alegra. En absoluto. Vuelve a acostarse entre las sábanas aún calientes y permanece tumbado con los ojos abiertos, hasta la mañana. Sus pies, inquietos, se dirigen a alguna parte en un paseo irreal e impedido por los pliegues del edredón, escuecen por dentro. A ratos descabeza un sueñecito del que lo despierta su propio ronquido. Ve clarear el día al otro lado de la ventana, oye el ruido de los basureros y los primeros autobuses; los tranvías salen de sus cocheras. A primera hora de la mañana se pone en movimiento el ascensor, se oyen sus chirridos desesperados, chillidos de una existencia encerrada en un espacio bidimensional, arriba y abajo, nunca en diagonal o a los lados. El mundo sigue adelante, con ese agujero irreparable, lisiado. Cojea.
Kunicki cojea junto con él hacia el cuarto de baño, después, de pie, toma un café junto a la encimera de la cocina. Despierta a su mujer. Medio dormida, desaparece en el baño.
Le ha encontrado una ventaja a su insomnio: escuchar lo que ella pueda decir mientras duerme. Así se desvelan los mayores secretos. Escapándose involuntariamente cual diminutos haces de humo para enseguida desaparecer; hay que atraparlos justo al asomar por la boca. Así que piensa y aguza el oído. Ella duerme boca abajo, silenciosamente, su aliento es apenas perceptible, suspira a veces, pero esos suspiros no contienen palabras. Cuando se da la vuelta para cambiar de lado, su mano busca instintivamente otro cuerpo, intenta abrazarlo, su pierna aterriza en las caderas de él. Por un instante se queda petrificado, pues ¿qué querrá decir? Finalmente concluye que se trata de un movimiento mecánico y se lo consiente.
Aparentemente nada ha cambiado salvo que el sol le ha aclarado el pelo y salpicado con unas cuantas pecas su nariz. Pero al tocarla, al pasar la mano por su espalda desnuda, le parece haber descubierto algo. No acierta a saber qué. Esa piel le opone resistencia, se ha vuelto más dura, más compacta, como una lona.
No puede permitirse nuevas búsquedas, tiene miedo, retira la mano. En un duermevela imagina que su mano da con un terreno ignoto, algo que pasó por alto en los siete años de su matrimonio, algo vergonzoso, un estigma, una tira de piel peluda, una escama de pez, un plumón de pollo, una estructura atípica, una anomalía.
Por eso se aparta hasta el borde de la cama y mira desde ahí esa forma que es su mujer. A la tenue luz del barrio que penetra por la ventana, su cara no es más que un pálido contorno. Se queda dormido con los ojos clavados en esa mancha y ya clarea en el dormitorio cuando despierta. La luz del amanecer, metálica, cubre de ceniza los colores. Por un instante le asalta la estremecedora sensación de que está muerta: ve su cadáver, un cuerpo vacío y reseco del que el alma ha volado tiempo atrás. No le da miedo, solo le sorprende, y acto seguido, a fin de ahuyentar esta imagen, le toca la mejilla. Ella suspira y se vuelve hacia él poniéndole una mano sobre el pecho, el alma regresa. Su respiración recupera el ritmo acompasado, pero él no osa moverse. Espera a que el despertador lo libre de tan incómoda situación.
Le preocupa su propia inacción. ¿No debería apuntar todos estos cambios para no pasar nada por alto? Levantarse en silencio, escurrirse de la cama y en la mesa de la cocina dividir una hoja de papel en dos columnas y escribir: antes y ahora. ¿Qué escribiría? La piel, más áspera: a lo mejor envejece, sin más, o a causa del sol. ¿Camiseta en vez de pijama? A lo mejor los radiadores están regulados a mayor potencia que antes. ¿Su olor? Ha cambiado de crema.
Recuerda el pintalabios que tenía en la isla. ¡Ahora usa otro! El anterior era claro, beis, suave, del color de los labios. Este es rojo intenso, carmesí, no sabe cómo definirlo, nunca ha sido bueno en esto, nunca ha sabido cuál es la diferencia entre rojo y carmesí y ya no digamos púrpura.
Abandona con cuidado las sábanas, toca el suelo con los pies desnudos y, a oscuras, para no despertarla, va al cuarto de baño. Solo en él se deja deslumbrar por su cegadora luz. En el estante de debajo del espejo está su estuche de maquillaje bordado con cuentas. Lo abre con delicadeza para cerciorarse de sus suposiciones. El pintalabios es diferente.
Por la mañana consigue llevar a cabo una actuación perfecta, eso cree: perfecta. Que ha olvidado algo y tiene que quedarse en casa, cinco minutos más.
—Ve sola, no me esperes.
Finge tener prisa por encontrar unos papeles. Ella, mientras tanto, se pone la chaqueta frente al espejo, se envuelve el cuello con una bufanda roja y coge al niño de la mano. La puerta se cierra de golpe. Los oye bajar corriendo la escalera. Se queda inclinado encima de los papeles mientras el eco del portazo resuena repetidas veces en su cabeza como si rebotase un balón, bum, bum, bum, hasta que vuelve el silencio. Respira hondo y se yergue. Silencio. Nota cómo lo envuelve, a partir de este momento se mueve despacio y con precisión. Se dirige al armario, descorre su puerta acristalada y se sitúa frente a los vestidos de ella. Alarga el brazo hacia una blusa blanca, nunca se la ha puesto, es demasiado elegante. La roza con la punta de los dedos, después la toca con toda la mano, que desaparece en sus pliegues de seda. Pero como la blusa no le dice nada, continúa; reconoce un traje chaqueta de cachemira, también casi sin usar, y unos vestidos de verano, así como unas cuantas camisas, una encima de otra; un jersey de invierno, envuelto aún en la bolsa de plástico de la tintorería, y el largo abrigo negro. Tampoco la ha visto a menudo con él puesto. Se le ocurre que esta ropa colgada está ahí para confundirlo, despistarlo, llamarlo a engaño.
Están en la cocina hombro con hombro. Kunicki corta el perejil. No quiere volver a empezar, pero no consigue contenerse. Siente cómo las palabras se le agolpan en la garganta, no se ve capaz de tragarlas. Así que vuelta a empezar:
—Venga, ¿qué pasó?
Ella responde con voz cansada, su tono es de quien repite lo mismo por enésima vez, que él es un pelma y un aburrido:
—Otra vez: me mareé, debí de intoxicarme, ya te lo dije.
Pero él no se rendirá tan fácilmente:
—No te encontrabas mal al salir del coche.
—Es verdad, pero luego me sentí mal, muy mal —repite con sorna—. Creo que por un momento perdí el conocimiento, el pequeño se puso a chillar y sus gritos me hicieron volver en mí. Se asustó y yo también me asusté. Quisimos ir hacia el coche, pero con la confusión tomamos otra dirección.
—¿Qué dirección? ¿Hacia Vis?
—Sí, hacia Vis. No, no sé si hacia Vis, ¿cómo iba a saberlo?, de haberlo sabido habría regresado al coche, te lo dije mil veces —levanta la voz—. Cuando comprendí que me había perdido, nos sentamos en una floresta, el pequeño se durmió y yo seguía mareada…
Kunicki sabe que miente. Sigue cortando el perejil sin levantar la vista de la tabla y dice con voz de ultratumba:
—Por allí no había ninguna floresta.
Y ella casi gritando:
—¡Claro que sí!
—No, había olivos solitarios y viñedos. ¿Qué floresta?
Se hace un silencio. Ella lo interrumpe diciendo en tono mortalmente grave:
—Pues bien. Lo has descubierto todo. Bravo. Se nos llevó un platillo volante, experimentaron con nosotros, nos insertaron chips, mira, aquí. —Y levanta la cabellera enseñando la nuca; su mirada es fría.
Kunicki ignora su sarcasmo.
—De acuerdo, sigue.
Y ella sigue:
—Encontré una casita de piedra. Nos dormimos, se hizo de noche…
—¿Así, de repente? ¿Y en qué se os fue el día? ¿Qué hicisteis?
Ella no hace caso, continúa su relato:
—… Por la mañana nos gustó. Pensé que te preocuparías un poco y te acordarías de nuestra existencia. Una especie de terapia de choque. Comíamos uva y salíamos a nadar…
—¿Tres días sin comer?
—Comíamos uva, te lo acabo de decir.
—¿Y qué bebíais?
Ella tuerce el gesto.
—El agua del mar.
—¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
—Esta es la verdad.
Kunicki se esmera en cortar los carnosos tallos.
—Vale, ¿qué pasó después?
—Nada. Finalmente volvimos a la carretera y paramos un coche que nos llevó hasta…
—¡Tres días más tarde!
—¿Y qué?
Él lanza el cuchillo contra el perejil. La tabla cae al suelo.
—¿Te das cuenta del lío que armaste? Te buscaron con un helicóptero. ¡Movilizaste toda la isla!
—Innecesariamente. Que las personas desaparezcan por un tiempo es algo que sucede, ¿no es cierto? No hacía falta desatar el pánico. Digamos que me encontré mal y luego mejoré.
—¿Dónde está mi mujer de siempre? ¿Qué demonios te ocurre? ¿Cómo piensas explicarlo?
—No hay nada que explicar. Te he dicho la verdad, pero tú no quieres escucharla.
Le grita y enseguida, bajando la voz:
—Dime lo que piensas, cómo te imaginas que pasó todo.
Pero él no contesta. Semejante conversación se ha repetido ya varias veces. Y no parece que ninguno de los dos tenga el ánimo para mantener otra.
En ocasiones, ella se apoya en la pared, entorna los ojos y se burla de él:
—Se acercó un autobús lleno de proxenetas y me llevaron a un burdel. Mantenían al pequeño en el balcón a pan y agua. Tuve sesenta clientes en aquellos tres días.
Entonces él se aferra con las manos a la mesa para no golpearla.
Nunca se lo había planteado ni se ha preocupado por no recordar el transcurso de los días uno tras otro. No sabe qué hizo tal o cual lunes, no solo tal o cual, sino el último o el penúltimo. No sabe qué hizo anteayer. Intenta evocar el jueves anterior a que salieran de Vis y… no ve nada. Pero cuando se concentra, los ve caminar por el sendero, oye el crujido de arbustos y hierbajos secos al ser pisados, que la hierba estaba tan reseca que quedaba reducida a polvo bajo sus pies. También recuerda la pequeña tapia baja, pero seguramente tan solo porque allí vieron una serpiente que escapó al verlos. Ella le mandó coger al niño en brazos. Y mientras él lo llevaba cuesta arriba, arrancó algunas hojas de una planta y las restregó entre los dedos. «Ruda», dijo. Entonces es cuando recuerda que toda la isla olía así, precisamente a esa hierba, incluso el rakia, metían en las botellas ramitas enteras. Pero ya no sabe decir cómo volvían ni lo que sucedió aquella tarde. Tampoco recuerda otras tardes. No recuerda nada, lo pasó todo por alto. Y lo que no se recuerda, es que nunca existió.
Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio. Ahora está seguro de que, si logra organizarlos en una cadena coherente de causa efecto, todo se aclarará. Debería sentarse tranquilamente en su despacho, desplegar un papel, a poder ser de gran tamaño, el más grande que encuentre, tiene uno así, en paquetes de libros, y anotarlo todo punto por punto. Al fin y al cabo, la verdad existe.
Pues bien. Corta las cintas de plástico de un paquete de libros, los apila sin siquiera mirarlos. Es uno de esos superventas recientes, al cuerno con él. Saca la hoja de papel gris y la extiende sobre la mesa. La vasta superficie gris, un poco arrugada, lo intimida. Con un rotulador negro escribe: frontera. Allí se pelearon. ¿Debería remontarse a los días anteriores al viaje? No, se quedará en la frontera. Habrá enseñado el pasaporte sacando la mano por la ventanilla del coche. Fue entre Eslovenia y Croacia. Recuerda que después circularon por una carretera entre aldeas abandonadas. Casas de piedra sin tejado, con huellas de incendios o bombardeos. Inconfundibles vestigios de la guerra. Campos de cultivo cubiertos de malas hierbas, una tierra seca y yerma, desamparada. Sus propietarios, desterrados. Senderos muertos. Mandíbulas apretadas. Nada, no pasa absolutamente nada, están en el purgatorio. Circulan contemplando en silencio estos desolados paisajes. Pero no se acuerda de ella, estaba sentada a su lado, demasiado cerca. Tampoco recuerda si se detuvieron por allí o no. Sí, repostan en una gasolinera pequeña. Le parece que compran helados. Y el tiempo: bochorno bajo un cielo lechoso.
Kunicki tiene un buen empleo. Le permite ser un hombre libre. Trabaja como representante comercial de una gran editorial capitalina; representante, que quiere decir que vende libros. Tiene asignados varios puntos en la ciudad que debe visitar de vez en cuando, promocionando ofertas, recomendando novedades, tentando con descuentos.
Detiene su coche delante de una pequeña librería de los suburbios y saca del maletero el pedido realizado. La librería se llama «Librería. Papelería», es demasiado pequeña para permitirse un nombre propio, de todos modos la mayor parte de su facturación la constituye la venta de cuadernos y libros de texto. El pedido cabe en una caja de plástico: manuales, dos ejemplares del sexto tomo de una enciclopedia, las memorias de un actor famoso y el último superventas de un título que no dice nada: Constelaciones, la friolera de tres ejemplares. Kunicki se promete a sí mismo leerlo más adelante. Le sirven un café y bizcocho casero, les cae bien. Da cuenta de los bocados de bizcocho con unos sorbos de café, muestra el nuevo catálogo de la editorial. Esto se vende bien, dice, y se lleva un nuevo pedido. En esto consiste su trabajo. Antes de salir, compra un calendario rebajado.
Por la tarde, en su minúscula oficina, anota los datos del pedido en formularios corporativos; los envía por correo electrónico. Al día siguiente recibirá los libros.
Qué alivio, disfruta de una calada, ha terminado su jornada laboral. Ha estado esperando este momento desde la mañana para poder mirar tranquilamente las fotos. Conecta la cámara al ordenador.
Son sesenta y cuatro. No elimina ninguna. Aparecen en modo presentación, unos segundos cada una. Las fotos son aburridas. Su único mérito radica en que inmortalizan instantes que de otro modo se perderían para siempre. Pero ¿vale la pena copiarlas? Pues sí. Kunicki las copia en un CD, apaga el ordenador y se va a casa.
Todos sus movimientos obedecen a actos reflejos: girar la llave de contacto, desactivar la alarma, abrocharse el cinturón de seguridad, encender la radio con el toque de un dedo, meter la primera. El coche rueda despacio desde el aparcamiento hacia la concurrida calle, en segunda. La radio da el pronóstico del tiempo: va a llover. Y precisamente en este momento empieza a llover, como si las gotas de la lluvia, preparada de antemano, estuvieran a la espera del conjuro de la radio. Arrancan los limpiaparabrisas.
Y de repente algo cambia. No se trata del tiempo ni de la lluvia ni de lo que ve desde el coche, sino de él, todo se le aparece de manera diferente. Es como si se acabara de quitar las gafas de sol o como si los limpiaparabrisas hubieran quitado algo más que el polvo de la ciudad. Sufre un acceso de calor y por un reflejo quita el pie del acelerador. Le pitan. Se obliga a recuperar el autocontrol y acelera hasta alcanzar a un Volkswagen negro. Empiezan a sudarle las manos. De buena gana se apartaría a un lado, pero no hay donde meterse, tiene que seguir.
Constata con estremecedora clarividencia que todo el camino, tan de sobra conocido, está lleno de señales chillonas. Una información destinada tan solo a él. Círculos sobre una pata, triángulos amarillos, cuadrados azules, paneles verdes y blancos, flechas, indicadores. Rojo, verde, naranja. Líneas pintadas sobre el asfalto, letreros informativos, advertencias, recordatorios. La sonrisa de una valla publicitaria, también importante. Las ha visto por la mañana, pero entonces no le decían nada, podía ignorarlas, ahora ya no podrá. Le hablan en tono bajo y categórico, son más numerosas que nunca, en realidad no dejan espacio para nada más. Rótulos de comercios, anuncios, logos de Correos, de farmacias, de bancos, la paleta STOP de una maestra de infantil que vigila a los niños en el paso cebra, una señal superponiéndose a otra, cruzando una segunda, indicando la de más allá; un poco más adelante, una señal tomando el relevo de otra y esta última relevando la siguiente, un contubernio de señales, una red de señales, una connivencia de señales a sus espaldas. Nada es inocente ni carente de significado, es un gran rompecabezas sin fin.
Presa del pánico, busca sitio para aparcar, tiene que cerrar los ojos, si no, se volverá loco. ¿Qué le pasa? Empieza a temblar. Divisa una parada de autobús y, aliviado, allí se detiene. Intenta controlarse. Piensa que tal vez haya tenido un derrame. Teme mirar a su alrededor. A lo mejor ha encontrado otra forma de ver, otro Punto de Vista, con mayúsculas, todo con mayúsculas.
La respiración no tarda en normalizarse, pero las manos le siguen temblando. Enciende un pitillo, sí, se envenenará un poco con nicotina, se aturdirá con el humo, fumigará los demonios. Ya sabe que no va a seguir conduciendo, no podría con ese nuevo conocimiento que lo abruma. Jadea con la cabeza apoyada en el volante.
Aparca el coche en la acera —seguro que le pondrán una multa— y sale con cuidado. La calzada de asfalto le parece viscosa.
—Señor Intocable —dice ella.
Kunicki no cae en la provocación: no contesta. Ella abre ruidosamente la puerta de un armario de cocina, saca un paquete de té y espera el lapso de tiempo que le ha concedido para que reaccione.
—¿Qué te ocurre? —pregunta agresivamente esta vez. Kunicki sabe que si tampoco contesta a esta pregunta, ella le lanzará un ataque en toda regla, de manera que, con calma, dice:
—No ocurre nada. ¿Qué quieres que ocurra?
Ella pega un bufido y enumera con voz monótona:
—No me hablas, no permites que te toque, te apartas a la otra punta de la cama, no duermes por las noches, no ves la tele, vuelves tarde de no se sabe dónde oliendo a alcohol…
Kunicki sopesa cómo comportarse. Sabe que haga lo que haga, estará mal. Así que se queda quieto. Se incorpora sobre la silla, clava los ojos en la mesa. Está tan incómodo como si hubiera algo negándose a pasar por su garganta. Detecta un movimiento amenazador en la cocina. Intenta una vez más:
—Hay que llamar a las cosas por su nombre… —Arranca, pero ella le interrumpe:
—Vaya, pues ojalá supiéramos ese nombre.
—De acuerdo. No me contaste lo que de verdad…
Pero no termina, porque ella tira el té al suelo y sale corriendo de la cocina. Un segundo después se oye el portazo de la entrada.
Kunicki piensa que es una actriz consumada. Podría hacer carrera.
Siempre ha sabido qué quería. Ahora no lo sabe. No sabe nada, ni siquiera sabe qué debería saber. Va abriendo secciones del catálogo general y, sin prestar demasiada atención, ojea las fichas atravesadas por una varilla. No sabe ni cómo ni qué buscar.
Pasó la última noche en internet. ¿Y qué encontró? Un mapa no muy exacto de Vis, una página del departamento de turismo croata, un horario de ferrys. Cuando tecleó el nombre de Vis, aparecieron decenas de páginas. Solo un par sobre la isla. Precios de hoteles y atracciones turísticas. Asimismo, Visible Imaging System, con fotografías de satélite, le pareció entender. Y Vaccine Information Statements. Victorian Institute of Sport. Y una más: System for Verification and Synthesis.
Internet lo conducía de una palabra a otra, ofrecía enlaces, señalaba con el dedo. Cuando no sabía algo, callaba discretamente o mostraba las mismas páginas hasta aburrir. Fue cuando Kunicki tuvo la impresión de haber alcanzado los límites del mundo conocido, el muro, la membrana de la bóveda celeste. Imposible romperlo a cabezazos y asomarse al exterior.
Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance. Los senderos se bifurcan, se multiplican a gran velocidad, los enfilas persiguiendo un objetivo que no tarda en desdibujarse y sufrir una serie de metamorfosis. Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas y tarjetas de visita que siempre prometen más de lo que pueden dar, fingen descaradamente que detrás de la superficie de la pantalla existe un cosmos. Nada más ilusorio, querido Kunicki. ¿Qué estás buscando, Kunicki? ¿Hacia dónde crees que vas? Tienes ganas de extender los brazos y lanzarte a él, a ese abismo, pero no existe nada más ilusorio: el paisaje resulta ser el fondo de la pantalla, no puedes dar un solo paso más.
Su pequeño despacho ocupa una sola habitación que alquila por cuatro perras en la cuarta planta de un desconchado edificio de oficinas. Al lado hay una agencia inmobiliaria y un poco más allá un salón de tatuajes. Tiene un escritorio y un ordenador. Paquetes de libros por el suelo. En el alféizar de la ventana hay una tetera eléctrica y un bote de café.
Arranca el ordenador y espera a que la máquina se recupere del susto. Mientras tanto enciende su primer pitillo. Vuelve a mirar las fotos, y esta vez las examina prestando mucha atención y dedicando tiempo a cada una, hasta que llega a las últimas que hizo: el contenido de su bolso desparramado por encima de la mesa y esa entrada con la palabra kairós, sí, incluso la aprendió de memoria: καιρóς. Sí, esta palabra se lo explicará todo.
De modo que ha encontrado algo que antes pasó por alto. Necesita fumar otro cigarrillo, hasta tal punto está excitado. Observa la palabra misteriosa que a partir de ahora lo guiará, la soltará al viento como una cometa y la seguirá. «Kairós», lee Kunicki, «kairós», repite sin estar seguro de cómo se pronuncia. Debe de ser griego clásico, piensa contento, ¡griego!, y se lanza hacia las estanterías de su biblioteca, donde no hay ningún diccionario griego, solo uno titulado Proverbios útiles en latín, al que apenas ha dado uso. Ya sabe que sigue la pista correcta. No podrá parar. Coloca las fotografías del contenido de su bolso, qué bien que las haya hecho. Las dispone una al lado de otra en filas iguales, como en un solitario. Enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de la mesa como si fuera un detective. Se detiene, da una calada, clava los ojos en el pintalabios y el bolígrafo fotografiados.
De repente percibe que hay diferentes maneras de mirar. Con una solo se ven objetos, cosas útiles para la persona, concretas e inofensivas, y enseguida se sabe para qué sirven y cómo utilizarlas. Pero también existe una manera de mirar panorámica, generalizadora, gracias a la cual se descubren vínculos entre los objetos, su red de reflejos. Las cosas dejan de ser cosas, el hecho de que sirvan para algo es irrelevante, mera apariencia. Se convierten en señales, indican algo que no aparece en la fotografía, remiten más allá del marco de la instantánea. Hay que concentrarse mucho para mantener esa mirada, que en esencia es un don, un estado de gracia. El corazón de Kunicki late cada vez más fuerte. El bolígrafo rojo con la palabra «Septolete» aparece profundamente enraizado en un significado oscuro, inescrutable.
Reconoce ese lugar, estuvo en él por última vez cuando bajaban las aguas, justo después de la inundación. La biblioteca, la honorable Ossolineum, está situada junto al río, frente a él, y es un error. Los libros deberían guardarse en terreno elevado.
Recuerda aquella imagen, el momento en que salió el sol y bajaron las aguas. La inundación había dejado cieno y fango, pero ya habían limpiado algunos lugares y los trabajadores de la biblioteca ponían allí los libros a secar. Los colocaban medio abiertos en el suelo; eran cientos, miles. En esa posición tan poco natural para ellos, recordaban a seres vivos, un cruce entre pájaro y anémona. Manos enfundadas en finos guantes de látex despegaban pacientemente las páginas unas de otras para que frases y palabras se secaran por separado. Lamentablemente, las páginas se habían marchitado, oscurecido por el cieno y el agua, retorcido. La gente se movía entre ellas con sumo cuidado, mujeres con bata blanca, como en un hospital, dejaban los volúmenes abiertos hacia el sol, que fuera el sol quien leyese. Pero en el fondo era un panorama desolador, algo así como un encontronazo entre dos elementos. Kunicki lo contempló con horror hasta que, animado por el ejemplo de un transeúnte, se unió al grupo de voluntarios entusiastas.
Hoy se siente incómodo en esa biblioteca del centro de la ciudad, espléndidamente reconstruida tras el desastre de la inundación y oculta en una serie de edificios que circundan un claustro. Al entrar en la espaciosa sala de lectura ve mesas dispuestas en filas regulares y distancia discreta entre una y otra. Ante casi todas ellas hay sentada una espalda: inclinada, jorobada. Árboles sobre tumbas. Un cementerio.
Los libros colocados en los estantes solo muestran el lomo, es como si, piensa Kunicki, se pudiera mirar a la gente solo de perfil. No seducen con abigarradas cubiertas, no presumen de fajas que invariablemente rezan «el mayor», «la más grande»; disciplinados cual reclutas, solo presentan sus insignias básicas: autor y título, nada más.
Catálogos en lugar de reclamos publicitarios, carteles y bolsas con su logo. La igualdad de las fichas embutidas en cajones estrechos infunde respeto. Información básica, número, breve descripción, ningún alarde.
Nunca había estado allí. Durante la carrera frecuentaba únicamente la moderna biblioteca de la universidad. Entregaba una hoja con el título y el autor y al cabo de un cuarto de hora le traían el libro. Tampoco es que la frecuentara muy a menudo, en situaciones excepcionales más bien, porque la gente fotocopiaba la mayoría de los textos. Una nueva generación de la literatura: texto sin lomo, una fotocopia fugaz, una especie de kleenex que se hizo con el poder tras la abdicación del pañuelo de algodón tradicional. Los pañuelos de papel hicieron una modesta revolución: abolieron las diferencias de clase. Un solo uso y a la basura.
Tiene delante tres diccionarios. Diccionario griego-polaco. Autor: Zygmunt Węclewski, Lvov, 1929. Librería Samuela Bodeka, calle Batorego 20. Pequeño diccionario griego-polaco. Teresa Kambureli, Thanasis Kambureli, Wiedza Powszechna, Varsovia, 1999. Y los cuatro volúmenes del Gran diccionario griego-polaco, Zofia Abramowiczówna (ed.), 1962, Editorial PWN. En él descifra no sin dificultad la palabra καιρóς, ayudándose con un cuadro comparativo de alfabetos.
Lee solo lo que está escrito en polaco, en alfabeto latino: «1. “De la medida”, medida correcta, adecuación, moderación; diferencia; importancia. 2. “Del lugar”, lugar vital, sensible del cuerpo. 3. “Del tiempo”, tiempo crítico, adecuado, oportunidad, ocasión, momento favorable, el momento propicio es fugaz; los que han aparecido inesperadamente; perder la ocasión; cuando llega el momento adecuado, ayudar a tiempo en caso de tormenta, cuando se presenta la ocasión, prematuramente, períodos críticos, estados periódicos, orden cronológico de los hechos, situación, estado de cosas, posición, peligro definitivo, provecho, utilidad, ¿con qué fin?, ¿qué te ayudaría?, ¿dónde sería conveniente?».
Esto pone en el primer diccionario. En el segundo, más antiguo, Kunicki echa un vistazo somero a las diminutas entradas saltándose los términos griegos y tropezando con maneras de expresión anticuadas: «buena medida, moderación, relación correcta, alcanzar un objetivo, desmesura, instante correcto, tiempo adecuado, momento oportuno, maestría, asimismo, solamente, tiempo, hora, y en pl.: circunstancias, relaciones, tiempos, casos, incidentes, momentos revolucionarios decisivos, peligros; buena es la ocasión, la ocasión se brinda, a tiempo se presenta». El diccionario más reciente ofrece la pronunciación entre paréntesis cuadrados: [keirós]. Además: «tiempo atmosférico, tiempo cronológico, temporada, ¿qué tiempo hace?, temporada de uva, pérdida de tiempo, de cuando en cuando, una vez, ¿cuánto tiempo?, hace mucho que se debía hacer».
Desesperado, Kunicki pasea la vista por la sala de lectura. Ve las coronillas de cabezas inclinadas sobre libros. Vuelve a los diccionarios, lee la entrada anterior, que se parece mucho, en realidad solo difiere en una letra: καιριος. También difiere la explicación: «ejecutado a tiempo, certero, eficaz, mortal, fatal, pregunta decisiva» y: «sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser».
Kunicki recoge sus cosas y regresa a casa. Por la noche encuentra en la Wikipedia una página dedicada a Kairós por la que se entera de que se trata de un dios, de poca importancia, olvidado, helénico. Y de que fue descubierto en Trogir. Su efigie estaba en aquel museo, por eso su mujer apuntó esta palabra. Nada más.
Cuando su hijo era pequeño, cuando era un lactante, Kunicki no pensaba en él como persona. Y eso estaba bien porque se encontraban muy cerca el uno del otro. La persona siempre está lejos. Aprendió a cambiarle los pañales con mucha destreza, lo hacía con un par de movimientos de manos, casi imperceptibles, solo se oía el débil sonido de los pañales. Sumergía su pequeño cuerpo en la bañera, le enjabonaba la barriga, después, envuelto en una toalla, lo llevaba a la habitación y le ponía el buzo. Aquello era fácil. Cuando se tiene un niño pequeño, no hace falta preguntarse nada, todo resulta obvio y natural. El niño abrazándose a tu pecho, su peso y su olor, tan familiar y enternecedor. Pero el niño no es una persona. Lo es a partir del momento en que se libra del abrazo y dice no.
Ahora le preocupa el silencio. ¿Qué hará el pequeño? Kunicki se planta en la puerta y ve a su retoño en el suelo entre juguetes Lego. Se sienta a su lado y toma entre las manos uno de los cochecitos de plástico. Lo conduce por una carretera pintada. Tal vez debería empezar por el cuento de érase una vez un cochecito que se perdió. Está a punto de abrir la boca cuando el niño le arrebata el juguete para entregarle otro: un camión de madera cargado de bloques.
—Vamos a construir —dice.
—¿Qué quieres construir? —Kunicki entra en el juego.
—Una casa.
Muy bien, una casa pues. Forman un cuadrado con los bloques. El camión va trayendo materiales.
—¿Y si construyéramos una isla? —pregunta Kunicki.
—No, una casa —contesta el pequeño y coloca más bloques sin orden ni concierto, uno encima de otro. Kunicki los arregla con delicadeza para que la construcción no se derrumbe.
—Esto…, ¿recuerdas el mar?
El niño asiente, el camión descarga una nueva remesa de suministros. Kunicki ya no sabe qué decir ni por qué preguntar. Señalando la alfombra, dirá que es una isla, que ellos se encuentran en esa isla, que papá está muy preocupado porque no sabe dónde puede estar su hijito. Pensado y hecho, pero no resulta convincente.
—No —se obstina el niño—. Construyamos la casa.
—¿Recuerdas cómo os perdisteis mamá y tú?
—¡No! —espeta el pequeño y, alegremente, descarga más bloques para la construcción.
—¿Te perdiste alguna vez? —insiste Kunicki.
—No —responde el pequeño, momento en que el camión se empotra con ímpetu en la casa recién levantada, las paredes se derrumban—. Bum, bum. —El niño se ríe.
Kunicki, con paciencia, se pone a reconstruirla.
Cuando ella vuelve a casa, Kunicki la ve desde la alfombra, como el niño. Es grande, está sospechosamente excitada. Tiene la cara encendida por el frío y la boca roja. Arroja al respaldo de la silla su chal rojo (¿no será carmesí o púrpura?) y abraza el niño. «¿Tenéis hambre?», pregunta. Kunicki tiene la impresión de que con ella ha irrumpido el viento en la habitación, un viento marino racheado. Le gustaría preguntarle «¿Dónde has estado?», pero no puede permitírselo.
Por la mañana tiene una erección y se ve obligado a darle la espalda, a ocultar esas vergonzantes ideas del cuerpo, para que no las lea como una invitación, un intento de reconciliación, un gesto de intimidad. Se vuelve hacia la pared y celebra esa erección, esa disposición inútil, ese estado de alerta, esa extremidad glutinosa dura; la tiene para sí mismo.
La punta del pene, como un vector, apunta a lo alto, a la ventana, al mundo.
Piernas. Pies. Incluso cuando se sienta, ellos siguen caminando, se mueven virtualmente, no pueden parar, salvan cada distancia con precipitados pasitos. Cuando intenta detenerlos, se rebelan. Kunicki teme que sus piernas estallen y echen a correr, llevándolo por derroteros que él no elegiría, que en contra de su voluntad peguen saltos como si bailasen una cracoviana o se internen en lúgubres patios de bloques mohosos, suban escaleras ajenas, lo arrastren por una escotilla a tejados empinados y resbaladizos, obligándole a pasear como un sonámbulo por las escamas de sus tejas.
Kunicki no puede dormir, probablemente a causa de esas piernas tan inquietas; de cintura para arriba está tranquilo, relajado y soñoliento; de cintura para abajo, imparable. A todas luces se compone de dos personas. Arriba anhela paz y justicia; abajo se muestra transgresor y quebranta todos los principios. Arriba tiene nombre, apellido, dirección y número de carnet de identidad; abajo no tiene nada que decir sobre su persona, en realidad está harto de sí mismo.
Quisiera sosegar las piernas, untarlas con una pomada calmante; en realidad el cosquilleo interno resulta doloroso. Acaba tomando un somnífero. Llama al orden a sus piernas.
Kunicki intenta dominar sus extremidades. Inventa un método: les permite moverse ininterrumpidamente, incluso a los dedos de los pies dentro del zapato cuando el resto del cuerpo está quieto. Y cuando se sienta, también los libera, que se debatan solitos. Mira las puntas de los zapatos y ve el suave movimiento del cuero, señal de que sus pies siguen su obsesiva marcha sin moverse del sitio. Aunque también da largos paseos por la ciudad. Le parece que esta vez ha cruzado todos los puentes sobre el Odra y sus canales. Que no se ha dejado ni uno.
La tercera semana de septiembre trae lluvia y viento. Habrá que bajar del altillo la ropa de otoño, chaquetas y botas de goma del niño. Lo recoge de la guardería y se dirigen deprisa hacia el coche. El niño salta en medio de un charco y el agua lo salpica todo a su alrededor. Kunicki no se da cuenta, piensa en lo que va a decir, barrunta frases. Por ejemplo: «Temo que el niño haya podido ser víctima de un shock» o, más seguro de sí mismo: «Me parece que nuestro hijo sufrió un shock». Se acuerda de la palabra «trauma»: «sufrir un trauma».
Atraviesan la ciudad mojada, los limpiaparabrisas funcionan a cien por hora para quitar el agua, por unos instantes muestran un mundo sumido en la lluvia, desdibujado.
Es su día: el jueves. Los jueves recoge a su hijo de la guardería. Ella está ocupada, trabaja por la tarde, frecuenta sus cenáculos, regresa tarde, así que Kunicki tiene al pequeño para él solo.
Se acercan a un edificio recién renovado sito en el corazón de la ciudad y pasan un rato buscando sitio para aparcar.
—¿Adónde vamos? —pregunta el niño, y ya que Kunicki no contesta, se pone a repetir la pregunta machaconamente—: ¿Adónde vamos, adónde vamos?
—Cállate —dice el padre, pero poco después le explica—: Vamos a ver a una señora.
El niño no protesta, debe de picarle la curiosidad.
No hay nadie en la sala de espera; enseguida aparece ante ellos una mujer alta que ronda la cincuentena y los invita a pasar a su consulta. La estancia es luminosa y agradable, una mullida alfombra multicolor en el centro exhibe juguetes y bloques Lego. Un poco más allá hay un tresillo, un escritorio y una silla. El niño, prudente, se sienta en la punta de un sillón, pero sus ojos viajan hacia los juguetes. La mujer sonríe y estrecha la mano de Kunicki, y también saluda al niño. Habla precisamente con él, como si ignorara por completo al padre. Así que Kunicki es el primero en tomar la palabra, adelantándose a sus posibles preguntas:
—Mi hijo lleva un tiempo con problemas de insomnio, se ha vuelto nervioso y… —Miente, pero la mujer no le deja terminar.
—Primero vamos a jugar —dice.
Suena absurdo, Kunicki no sabe si también piensa jugar con él. Atónito, se queda de una pieza.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta la mujer al niño, que enseña tres dedos.
—Cumplió tres en abril —dice Kunicki.
Se sienta sobre la alfombra junto al niño, le pasa unos bloques y dice:
—Papá se quedará un rato leyendo en el pasillo mientras tú y yo jugamos. ¿Te parece?
—No —contesta el pequeño, se levanta y corre hacia su padre. Kunicki ha entendido. Convence al niño para que se quede.
—La puerta estará abierta —asegura la mujer.
El ala de la puerta se cierra suavemente, pero no del todo. Kunicki se queda en la sala de espera, desde donde oye sus voces, si bien muy amortiguadas; no sabe lo que dicen. Esperaba muchas preguntas, incluso lleva encima el historial médico del chico; ahora lee que nació dentro del plazo, de parto natural, diez puntos en la escala Apgar, vacunas, peso 3,750 kg, longitud 57 centímetros. Las personas adultas son «altas», los niños «largos». Coge de la mesa una revista, la abre mecánicamente y enseguida encuentra anuncios de novedades editoriales. Reconoce títulos, compara precios. Le embarga una agradable oleada de adrenalina: él las vende más baratas.
—Dígame, por favor, qué ha pasado. ¿Qué espera de mí? —le pregunta la mujer.
Kunicki se siente avergonzado. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Que su mujer y su hijo desaparecieron durante tres días? Cuarenta y nueve horas, las ha contabilizado desde la primera hasta la última. Y que no sabe dónde estuvieron. Siempre lo había sabido todo de ellos y ahora no sabe lo más importante. En una fracción de segundo se imagina diciendo:
—Ayúdeme, por favor. Hipnotícelo y reconstruya minuto a minutos aquellas cuarenta y nueve horas. Tengo que saber.
Ella, esa mujer alta y erguida como un mástil, se le acerca tanto que Kunicki percibe el olor a antiséptico de su jersey —así olían las enfermeras cuando era niño— y tomándole la cabeza entre sus grandes y cálidas manos la estrecha contra su pecho.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Kunicki miente:
—Últimamente está muy inquieto, se despierta en plena noche, llora. En agosto estuvimos de vacaciones, he pensado que tal vez haya vivido algo que no alcanzamos a comprender, que se haya llevado un susto…
Está convencido de que no le creerá. La mujer toma un bolígrafo entre los dedos y juega con él. Esboza una sonrisa cálida y encantadora, y dice:
—Tiene usted un hijo más que espabilado, inteligente y sociable. Efectos como estos los puede causar una simple película de dibujos animados. Que no abuse del consumo de televisión. A mi juicio no le ocurre nada, nada en absoluto.
Y lo mira con preocupación, así se lo parece.
Cuando salen, mientras el pequeño acaba de despedirse de la doctora agitando el brazo, empieza a llamarla «puta» para sus adentros. Su sonrisa se le antoja falsa. También ella oculta algo. No se lo ha dicho todo. Ahora sabe que no debería haberla visitado. ¿Acaso no hay en la ciudad psicólogos infantiles hombres? ¿Acaso las mujeres ostentan el monopolio de los niños? Nunca resultan inequívocas, nunca se sabe a primera vista si son débiles o fuertes, ni cómo reaccionarán, ni qué quieren; hay que permanecer alerta. Recuerda el bolígrafo en su mano. Bic naranja, idéntico al de la foto del bolso.
Hoy es martes, el día libre de ella. Agitado desde primera hora, no duerme, finge no mirarla en su deambular matutino entre el dormitorio y el cuarto de baño, entre la cocina y la entrada, y otra vez el cuarto de baño. Un breve e impaciente grito del niño: debe de atarle los zapatos. El silbido del desodorante. El pitido de la tetera.
Cuando por fin se van, se planta junto a la puerta, aguzando el oído, atento a si ya ha llegado el ascensor. Cuenta hasta sesenta, el tiempo que les llevará bajar. Después se calza deprisa y saca de una bolsa de plástico la chaqueta que ha comprado en una tienda de segunda mano. Servirá de camuflaje. Cierra la puerta silenciosamente tras de sí. Ojalá no tenga que esperar el ascensor demasiado rato.
De momento todo sale a pedir de boca. La sigue a una distancia prudencial, con la chaqueta de otro. No quita la vista de su espalda, se pregunta si sentirá alguna incomodidad, lo más probable es que no, pues camina deprisa, con garbo, él podría decir: con alegría. Madre e hijo saltan por encima de los charcos, no los bordean, sino que saltan por encima de ellos, ¿por qué? ¿De dónde sacará tanta energía en una lluviosa mañana de otoño? ¿O ya habrá surtido efecto el café? Los demás le parecen lentos y soñolientos, ella destaca, su chal rosa rabioso constituye una mancha llamativa sobre el fondo del día. Kunicki se agarra a él como a un clavo ardiendo.
Finalmente llegan a la guardería. La ve despedirse del pequeño, pero el adiós no lo conmueve. A lo mejor mientras lo envuelve con sus tiernos mimos y abrazos deja caer un susurro en el oído del niño, quién sabe si precisamente esa palabra que Kunicki busca con tanta desesperación. Si la conociera, podría teclearla en el buscador cósmico, el cual le proporcionaría en una fracción de segundo una respuesta sencilla y concreta.
Ahora la está viendo esperar el semáforo verde en un paso de peatones, sacar el móvil y marcar un número. Por un momento Kunicki abriga la esperanza de que el móvil empiece a sonar en su bolsillo; el sonido asignado a ella es el canto de la cigarra, un insecto tropical. Pero su bolsillo permanece en silencio. Ella cruza la calle, manteniendo una breve conversación con alguien. Ahora es él quien tiene que esperar a que cambie el semáforo, cosa peligrosa porque ella dobla la esquina y desaparece, así que él, en cuanto puede, aprieta el paso, temiendo haberla perdido, furioso consigo mismo y con los semáforos. Vaya, perderla a doscientos metros de casa. Pero no, ahí está, el chal entra en la puerta giratoria de una gran tienda. Más que tienda, es un centro comercial, lo acaban de inaugurar, está casi desierto, de modo que Kunicki duda de si debe entrar tras ella, si logrará ocultarse entre las diferentes secciones. Pero no tiene más remedio, porque hay una segunda salida que da a otra calle, así que se cala la capucha —gesto justificado, al fin y al cabo está lloviendo— y entra. La ve caminar entre los puestos, despacio, como si la retuviese algo; mira cosméticos y perfumes, se detiene ante una estantería y alarga el brazo en busca de algo. Sostiene un frasco en la mano. Kunicki rebusca entre calcetines rebajados.
Mientras, absorta en sus pensamientos, avanza hacia la sección de bolsos, Kunicki coge el frasco. Carolina Herrera, lee. ¿Grabar este nombre en la memoria o desecharlo? Algo le dice que grabar. Todo significa algo, solo que no sabemos el qué, repite para sus adentros.
La ve desde lejos, plantada ante un espejo con un bolso rojo en la mano, contemplando su imagen ya de un lado, ya del otro. Después se dirige hacia la caja, precisamente hacia donde se encuentra Kunicki, que, presa del pánico, se oculta tras el aparador de los calcetines, agacha la cabeza. Ella pasa a su lado. Como un fantasma. Pero no tarda en volverse, como si se hubiera olvidado de algo, y su mirada cae directamente sobre él, encorvado y con la capucha tapándole la frente. Kunicki ve sus pupilas dilatadas por el asombro, siente su mirada tocándolo, escrutándolo, palpándolo.
—¿Qué haces aquí? ¿Sabes qué pinta tienes?
Pero enseguida sus ojos pierden dureza, los envuelve una neblina, parpadean.
—¡Dios! ¿Qué te ocurre? ¿Ha sucedido algo malo?
Qué extraño, no es eso lo que se esperaba Kunicki. Sí una bronca. Ella, en cambio, lo abraza y se acurruca contra él, hunde la cara en su estrafalaria chaqueta de segunda mano. Él deja escapar un suspiro, un pequeño «oh» redondo, no sabe si de sorpresa ante tan inesperada reacción o de verse llorando con ganas en su fragante parka de plumón.
Llama un taxi, lo esperan en silencio. Solo en el ascensor ella le pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Kunicki contesta que bien, pero sabe que van hacia el enfrentamiento definitivo.
El campo de batalla será la cocina; ocuparán sendas posiciones de ataque: él probablemente ante la mesa, ella de espaldas a la ventana, como de costumbre. Y sabe que no debe tomar a la ligera ese momento crucial, tal vez el último posible para enterarse de lo que pasó. Conocer la verdad. Pero también sabe que se halla en un campo minado. Cada pregunta será una bomba. No es ningún cobarde y no cejará en su empeño de intentar establecer los hechos. Según el ascensor va subiendo, se siente un poco como un terrorista portador de una bomba bajo la ropa, bomba que estallará en cuanto abran la puerta del piso y lo reducirá todo a escombros.
Sujeta la puerta con el pie para primero meter las bolsas con la compra, después, entra. En realidad no nota nada raro, enciende la luz y vacía las bolsas sobre la encimera de la cocina. Pone agua en un vaso en el que mete un manojo de perejil, un tanto marchito. Es lo que lo espabila: el perejil.
Deambula como un fantasma por su propio piso, le parece atravesar las paredes. Las habitaciones están vacías. Kunicki es el ojo que juega al pasatiempo «Encuentra las X diferencias». Y las busca. No le cabe duda de que los dibujos, el piso antes y el piso después, difieren en detalles. Es un juego para los poco observadores. Al fin y al cabo en el colgador no está el abrigo de ella, ni su chal, ni la cazadora del pequeño, ni el desfile de zapatos (solo quedan las solitarias chancletas de él), tampoco el paraguas. La habitación del niño parece totalmente abandonada, de hecho solo quedan los muebles. Sobre la alfombra yace un cochecito de juguete cual vestigio de una colisión cósmica inimaginable. Pero Kunicki debe saber a ciencia cierta, así que avanza hacia el dormitorio con el brazo extendido, hacia el armario acristalado que, al descorrer Kunicki su pesada puerta, emite un triste gemido de disgusto. Tan solo queda la blusa de seda, demasiado elegante para llevarla. Cuelga solitaria en el armario. El movimiento de la puerta mueve suavemente la manga: parece alegrarse de que por fin la han encontrado, abandonada. Kunicki observa los estantes vacíos del cuarto de baño. Solo quedan sus accesorios de afeitado, arrinconados. Y el cepillo de dientes a pilas.
Necesitará mucho tiempo para comprender lo que ve. Toda la tarde, toda la noche y, además, la mañana siguiente.
Hacia las nueve se prepara un café muy cargado y luego mete en la bolsa de viaje unas cuantas cosas del cuarto de baño, unas camisetas y unos pares de pantalones del armario. Antes de salir, en realidad cuando ya está ante la puerta, comprueba el contenido del billetero: los documentos y las tarjetas de crédito. Después baja corriendo al coche. Como durante la noche ha nevado, tiene que quitar la nieve del parabrisas. Lo hace de cualquier manera, con la mano. Espera poder llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el mar.
Emprende camino por una carretera recta como una aguja rumbo al sur, en dirección a la frontera checa. Autor: Olga Tokarczuck
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davidsoto666 · 2 years
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LOS OLORES TIENEN SU SIGNIFICADO...
1- Sentir olor a podrido, representa la presencia de entidades oscuras conocidas como descarnados o muertos, enviados o que se nos pegaron, Síntoma de trabajo negro.
2- Sentir olor a excremento eso representa la presencia de demonios a lado nuestro o magia negra en el lugar.
3-Sentir olor a flores presencia de muertos o descarnados cerca pueden ser enviados o parientes.
4-Sentir olor a ajos quiere decir que nos están haciendo trabajo con alguna persona.
5- Sentir olor a orina, eso es que nos están haciendo un congelamiento para que nos vaya mal o un cierre de caminos.
6- Sentir olor a cera quemada, significa que nos están haciendo un trabajo a través de velaciones.
7- Sentir olor a perfumes, eso significa que nos están haciendo trabajos de amarres.
8- Sentir olor a sahumerio o incienso representa que nos están trabajando o que alguien va a morir.
9-.Sentir olor a remedios, representa pronta enfermedad.
10- Sentir olor a pan representa muchos gastos.
11- Sentir olor a comida... Son gastos inesperados.
12- Sentir olor a tierra eso representa que nos están trabajando para que nos enfermemos.
13- Sentir olor a agua de azahar representa protección.
14- Sentir olor a rosas eso representa la presencia de un ser benévolo,(Santo, Ángel,o Deidad)
15- Olor a aromas dulces: como vainilla, naranjas, representa la presencia de seres de luz cerca.
16- Olor a tabaco o a cigarro si no tenemos familiares fallecidos que les gustaban fumar entonces representa trabajos de santería.
17- Olor a alcohol significa depuración de los males y que hay seres que están ayudando a depurar.
18- Olor a vino, representa la presencia de seres sagrados (Dios, Santos, Etc.)
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the1stranger · 3 days
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Ojos, poema de Roberto Bolaño.
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Nunca te enamores de una jodida drogadicta:
Las primeras luces del día te sorprenderán
Con sangre en los nudillos y empapado de orines.
Ese meado cada vez más oscuro, cada vez
Más preocupante. Como cuando en una isla griega
Ella se escondía entre las rocas o en un cuarto
De pensión en Barcelona, recitando a Ferrater
En catalán y de memoria mientras calentaba
La heroína en una cuchara que se doblaba
Como si el cabrón de Uri Geller estuviera
En la habitación vecina. Nunca, nunca te encoñes
De una jodida puta suicida: al alba tu rostro
Se dividirá en figuras geométricas semejantes
A la muerte. Inútil y con los bolsillos vacíos
Vagarás entre la luz cenicienta de la mañana
Y entonces el deseo, extinguido, te parecerá
Una broma que nadie se tomó la molestia
De explicarte, una frase vacía, una clave
Grabada en el aire. Y luego el azur. El jodido
Azur. Y el recuerdo de sus piernas sobre tus
Hombros. Su olor penetrante y extraño. Su mano
Extendida esperando el dinero. Ajena a las confesiones
Y a los gestos establecidos del amor. Ajena al dictado
De la tribu. Un brazo y unos pies pinchados
Una y otra vez: espejeantes en la raya que separaba
O que unía lo esperado de lo inesperado, el sueño
Y la pesadilla que se deslizaba por las baldosas
Como la orina cada vez más negra: whisky, coca-cola
Y finalmente un grito de miedo o de sorpresa, pero no
Una llamada de auxilio, no un gesto de amor,
Un jodido gesto de amor a la manera de Hollywood
O del Vaticano. ¿Y sus ojos, recuerdas sus ojos detrás
De aquella cabellera rubia? ¿Recuerdas sus dedos sucios restregando
Esos ojos limpios, esos ojos que parecían mirarte desde otro
Tiempo? ¿Recuerdas esos ojos que te hacían llorar
De amor, retorcerte de amor en la cama sin hacer
O en el suelo, como si el mono lo tuvieras tú y no ella?
Ni siquiera deberías recordar esos ojos. Ni un segundo.
Esos ojos como borrados que parecían seguir con interés
Los movimientos de una pasión que no era de este jodido planeta:
La verdadera belleza de los fuertes brillaba allí,
En sus pupilas dilatadas, en las palpitaciones de su
Corazón mientras la tarde se retiraba como en cámara rápida,
Y en nuestra pensión de mierda se oían de nuevo los ruidos,
Los vagidos de la noche, y sus ojos se cerraban.
De: Mi vida en los tubos de la supervivencia
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bluemirroslove · 5 months
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LOCURA
Abajo de la cama, sin moverse, de alto hacia arriba, unos 80 pies a lo mucho de techo a piso, de color blanco acolchonado y él ahí acostado en el piso debajo de la cama sin poder moverse, con la mirada fija y perdida en un punto fijo.
El silencio espectral que cuesta tragar saliva o respirar para no hacer ningún sonido, ni el más pequeño sonido. En la silla como a unos 20 metros de la cama esos hermosos zapatos negros de charol brillante, impalpables, inamovibles de dirección hacia donde él estaba. A penas y podía verlos con el rabillo del ojo, unas pulgadas más arriba el pantalón negro mate que dejaba ver los calcetines rojo purpura.
-Diablos ¿Quien puede vestir así?
El sabia perfectamente quien era, venía a cobrarle, venía a atender sus suplicas, sus peticiones escuchadas años atras, pero era demasiado tarde para pactos, estaba fundido en la plancha fría del piso, no podía moverse, sabia perfectamente el precio a su traición. En aquel momento, el sudor le corría por el cuello deslizándose desde su frente hasta sus ojos que parpadeaban llorosos y salinos.
Ni estando ebrio había tenido esa sensación de peligro y miedo como la tenía en ese preciso momento de locura...
-Si eso debe ser estoy loco... loco... inmensamente loco-
Cerraba los ojos con fuerza para evitar que la sal de su propio sudor entrara en el lagrimal, entre la vista borrosa y su tratar de controlar su respiración observo con espanto como aquellos zapatos comenzaron a moverse de un lado al otro del cuarto lentamente y ese sonido, ese peculiar sonido de la punta de una zapatilla que te hace crujir el cerebro.
Era el bastón de aquel hombre de aspecto elegante que aguardaba con tanta paciencia como solo los chacales o fieras pueden hacerlo.
Así estuvo esperando, jugando con su victima hasta dejar que ella misma saliera de su escondite, después de todo ese ser ya sabia en que iba a terminar todo.
Yemil no pudo más, no podía más había estado debajo de la cama un día completo y ya para las 2:44 empapado en sudor y orina no pudo más y soltó pequeño gemido. Delatando su estancia en ese pequeño espacio reducido por cajas amontonadas y suciedad.
Una mano larga y envuelta en telas negras desgarradas se extendió para sacarlo debajo de la cama. Ya era noche, muy muy noche, y ahí a esa hora comienzo su tormento, su verdadero tormento, la sobra aquella envolvió todo el cuarto. Colocado en la silla amarrado con las manos hacia atrás, gritaba, se levantaba, flotaba y luego al piso de nuevo, hasta quedar agazapado por unos instantes en el techo, para ser aventado con fuerza hacia la pared.
Agotado callo al piso, para presenciar como su cuerpo estaba roto por los golpes de las piernas y los brazos. La luz iba y venia, tintineaba, pero no podía gritar, no podía correr. Entonces escucho ese chirrido, como cuando pasan una tiza en una pizarra hasta hacerla crujir. Los ojos enrojecidos y parpadeantes, mientras comenzó a escucharlos, escucharlos venir.
Miles, millones de patitas, crujientes, y con sus antenas en la cabeza, pronatum , tórax y alas. Cucarachas, que se trepaban en sus entrepiernas, deslizando se por el pantalón de piyama blanco delgado, entraban por la camiseta, subían entre su boca, por sus fosas nasales, en su cabeza, se columpiaban entre sus velludas piernas, y por sus muslos, llegando le hasta el ombligo y los brazos, entrando por todas partes, husmeaban sus orejas.
El grito de espanto no se hizo esperar mientras el corazón se paralizaba en un bombeo estrepitoso que se sentía entre sus entrañas y las costillas de su pecho, mientras esos pequeculiares animales los mordían por todas partes. Los médicos del psiquiátrico corrieron a abrir el cuarto de separación psiquiátrica, y lo encontraron ahí tendido en el piso.
Con los ojos abiertos, muy muy abiertos el pulso descendía mientras su respiración se volvia un soplo impalpable y casi inexistente en sus pulmones que lentamente dejaban de funcionar. Mientras el medico sacaba una jeringa de su maletín para suministrarle Fenitoína y hacer que su corazón volviera a latir.
Su cuerpo en espasmos se levanto y retorciendo se mientras la Fenitoína hacia efecto en su torrente sanguíneo haciendo reaccionar a su sistema nervioso central y un grito desgarrador se escucho desde el corredor hasta el pasillo del primer piso del manicomio.
Yemil había regresado de la muerte, aun que para un loco esquizofrénico como el cualquier cosa era una maldita bendición, menos tener esas alucinaciones que siempre lo perseguía, que siempre lo llevaban a cometer suicidio contra el mismo. Después de 3 horas de estabilizarlo para llevarlo a la sala del hospital del mismo manicomio y se recuperara ahí completamente Yemil saco del maletín del medico un escarpelo y sin que los médicos pudieran hacer algo, se corto el cuello enfrente de los médicos de guardia quienes impactados solo miraron aterrados la escena, la sangre brotaba de su cuello y se derramaba por la camisa blanca de aquel paciente de alucinaciones demoníacas, al cual ya no pudieron salvarlo de sus más ocultos deseos.
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khianari · 1 year
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No sé qué pasaría si mi cabeza estalla, si tirarían del carro o tirarían la toalla, pero tengo un mosquito que me pica todas horas es un verdugo que para que no llore me desguella, una piel tan fina que algodones me deshuellan, una lista negra donde mis sesos se cuelan; zona por donde paloma blanca nunca vuela, chernobyl y su pata de elefante se me quedan cortas.
¿A quién voy a engañar? si me sacas de la pena y no se escribir ni un compás, quizás este es el precio y no pasar por el altar; estoy llena de vacío pero al menos tengo métrica.
Y no sabes lo que duele hacer negocios con la muerte, dejándote el aliento suplicando que te lleve como un completo egoísta que no sabe lo que tiene.
He abierto la corteza y hoy el aire está en mi mente Y aunque esté al descubierto nunca verás un "se vende" no tengo reseñas porque a nadie se le ocurre visitar mí legumbre avenida del desastre.
Llámame insensible.
llámame cobarde.
Soy abeja libre, Dios me libre del enjambre ¿no ves que en esta jaula ya no queda casi nadie? para comer de ti prefiero morir de hambre.
Es como intervenir un suicida; que no le cabe otra salida, nadie le cose la herida, se come las tripas, se bebe la orina, un pie en el andén y otro en la adrenalina, dile a tu prima, vecina o amiga que nadie por llamar la atención se tira. Roma no quiso acabar en la ruina, le pudo el complejo, le pudo la ira, me pudo el despecho y se me fue la vida. tú eres la corriente, yo un barco a deriva.
Ya lo dije anteriormente, no sabes lo que duele hacer negocios con la muerte dejándote el aliento suplicando que te lleve como un completo egoísta que no sabe lo que tiene.
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natb00 · 1 year
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QUEMADURAS: CuraciÓn diaria por 3 dÍas. Vigilar signos de infección: rubor, calor local y secreción. En estos casos asista al servicio de atención prioritaria para manejo o cambio de antibiótico. Evitar el rascado. Aplicar la crema ordenada con cada curación. Posterior a la cicatriz, aplicar diariamente bloqueador solar dos veces al día durante 3 meses.
ANTICOAGULADOS: El único medicamento para aliviar el dolor o la fiebre es el acetaminofen. No se automedique pues el uso de algunos medicamentos (incluso naturales) modifica de forma peligrosa el efecto del anticoagulante. Si sospecha embarazo asista donde su médico de Familia. Recuerde utilizar un método de planificación y ante deseo de quedar en embarazo, notificar al médico para el cambio de anticoagulación. No siga recomendaciones de amigos, vecinos o personas que no tengan conocimiento médico del problema. Evite deportes extremos o ejercicios bruscos o peligrosos. Evite utilizar herramientas cortantes o máquinas peligrosas. En caso de heridas, comprima con una toalla limpia el sitio y asista urgente a su IPS. Informe siempre al personal de salud que esta anticoagulado en especial ante: biopsias, extracciones dentarias, cirugías pequeñas o grandes, inyecciones o infiltraciones. Tome el medicamento exactamente como lo recomendó su médico de familia. Si presenta sangrado nasal, vaginal, orina oscura, sangre en materia fecal o heces negras, vomito oscuro o con sangre, esputos con sangre o morados espontáneos consulte inmediatamente a su IPS o consulte con su médico de familia.
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epg1212 · 1 year
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CÁNCER DE RIÑÓN
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Etiología:
Tabaquismo: El hábito de fumar aumenta el riesgo de carcinoma de células renales.
Obesidad: Tener sobrepeso tiene mayor riesgo de padecer el cáncer ya que la obesidad podría causar algunos cambios en ciertas hormonas.
Hipertensión arterial: El riesgo de cáncer también es mayor en las personas con hipertensión arterial, este riesgo no parece que se reduzca incluso si la persona está tomando medicamentos.
Antecedentes familiares de cáncer del riñón: Las personas con fuertes antecedentes familiares de cáncer tiene una probabilidad más alta de padecerlo. Este riego es mayor en personas que tienen un hermano o hermana ya que tienen genes en común.
Género: Este cáncer es aproximadamente dos veces más frecuentes en los hombres que en las mujeres.
Raza: Los estadounidenses de raza negra presentan un índice levemente mayor en comparación con los de raza blanca.
Ciertos medicamentos: Algunos estudios han sugerido que el acetaminofeno es un medicamento contra el dolor común, podría estar vinculado a un aumento en el riesgo de carcinoma de células renales.
Síntoma y signos:
- Sangre en la orina.
- Dolor en un lado de la espalda baja.
- Una masa o protuberancia en el costado o espalda baja.
- Cansancio.
- Pérdida del apetito.
- Pérdida de peso sin hacer dieta.
- Fiebre que no es causada por alguna infección y que no desaparece.
Diagnóstico: El diagnóstico de cáncer de riñón se realiza examinando una muestra de células renales en el laboratorio o, a veces, por la forma en el que el riñón se ve en un estudio por imágenes.
Tratamiento: El cáncer de riñón se trata más frecuentemente con cirugía, terapia dirigida, inmunoterapia o una combinación de estos tratamientos. La radioterapia y la quimioterapia se utiliza ocasionalmente.
Hábitos saludables: Mantener un peso saludable mediante el ejercicio y una alimentación con un alto contenido de frutas, ensaladas y verduras
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doctorespecialistas · 2 years
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lyrics724 · 2 years
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Testigos Oculares
Tierra a la vista No falta el homo sapiens que se toma el tiempo Pa′ correr la cortina y ver a través de su cortina Borrachos metafísicos en una esquina Si alguno de estos en su jardín deposita su orina, no tema Si en vez de rosa crecen flores negras repletas de espinasTodo es ficticio, real Depende de cómo esté su retina Su lengua, su alma, y por supuesto el oído de sus vecinas Que llaman a la…
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davidsoto666 · 1 year
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LOS OLORES NOS AVISAN O ADVIERTEN
1- Sentir olor a podrido sin que haya cosas podridas a nuestro alrededores, representa de la presencia de entidades oscuras conocidas como descarnados o muertos, enviados o que se nos pegaron, Síntoma de trabajo negro.
2- Sentir olor a excremento eso representa la presencia de demonios a lado nuestro o magia negra en el lugar.
3-Sentir olor a flores presencia de muertos o descarnados cerca pueden ser enviados o parientes.
4-Sentir olor a ajos quiere decir que nos están haciendo trabajo con alguna persona.
5- Sentir olor a orina sin que haya nada sucio a nuestro alrededor, eso representa que nos están haciendo un congelamiento para que nos vaya mal o un cierre de caminos.
6- Sentir olor a cera quemada o a quemado, significa que nos están haciendo un trabajo a través de velaciones.
7- Sentir olor a perfumes de hombre o de mujer, eso significa que nos están haciendo trabajos de amarres.
8- Sentir olor a sahumerio o incienso representa que nos están trabajando o que alguien va a morir.
9-.Sentir olor a remedios sin que tengamos alguno o a vendajes o sudor sin que estemos sudando, representa pronta enfermedad.
10- Sentir olor a pan sin que hayamos horneado pan representa muchos gastos.
11- Sentir olor a comida representa gastos inesperados.
12- Sentir olor a tierra eso representa que nos están trabajando para que nos enfermemos.
13- Sentir olor a agua de azahar representa protección.
14- Sentir olor a rosas eso representa la presencia de un ser benévolo, o Deidad.
15- Olor a aromas dulces: como vainilla, naranjas dulces sin que hayan cosas cercas o a caramelos, representa la presencia de seres de luz cerca.
16- Olor a tabaco o a cigarro si no tenemos familiares fallecidos que les gustaban fumar entonces representa trabajos de santería.
17- Olor a alcohol significa depuración de los males y que hay seres que están ayudando a depurar.
18- Olor a vino sin tener esta bebida cerca de uno representa la presencia de seres sagrados.
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etarrago · 3 years
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Síntomas del cáncer de páncreas: causas y tratamiento
29 enero 2022
- Hay quien dice que preocuparse mucho por la propia salud es cuestión de hipocondríacos y otros creen que por falta de no acudir al médico pronto, enfermamos de patologías que podrían ser menos lesivas si se hubieran podido detectar a tiempo. - Nunca nos pondremos de acuerdo, unos y otros, bien, mientras tanto, hoy dejaré aquí un artículo que nos habla de un tipo de cáncer que, hoy por hoy, es de los más mortales, el cáncer de páncreas, de sus causas y su tratamiento: ________________________________________________________________
Síntomas del cáncer de páncreas: causas y tratamiento
20minutos  NOTICIA 28.01.2022 - 11:33H
Los síntomas no suelen manifestarse al inicio de la enfermedad, solo cuando el cáncer se ha extendido a otras zonas. Puerta abierta para atajar el cáncer de páncreas: un equipo halla un 'chivato' que lo detecta en fase temprana.
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Imagen del microscopio de un cáncer de páncreas. FLICKR ED UTHMAN
El cáncer de páncreas es la afección que comienza en este órgano, situado en la parte inferior del estómago y que se encarga de liberar enzimas, que ayudan a digestión, y hormonas, que ayudan a controlar los niveles de glucosa en sangre.
Este tipo de cáncer no se suele detectar de forma precoz, ya que en el principio de la enfermedad no causa síntomas, algo que sí sucede cuando el cáncer se ha diseminado a otros órganos, como indican desde Mayo Clinic.
Síntomas y signos del cáncer de páncreas
Tal y como recogen desde la Clínica Universidad de Navarra, desde la American Cancer Society y desde Mayo Clinic, los síntomas que suele provocar el cáncer de páncreas son los siguientes:
Pérdida de pesoIctericia (coloración amarilla de la piel y en la parte blanca de los ojos)
Dolor de espaldaPicores generalizados
Dolor abdominal que se irradia hacia la espalda
Pérdida de apetito
Heces de color claro
Náuseas y vómitos
Orina de color oscuro
Diagnóstico reciente de diabetes o diabetes existente que se vuelve más difícil de controlar
Coágulos sanguíneos
Fatiga
Agrandamiento de la vesícula biliar o del hígado
Coágulos sanguíneos
Hay que saber que muchos de estos síntomas pueden estar relacionados con otro tipo de afecciones, por lo que tener uno o más de los síntomas no significa específicamente que se padece cáncer de páncreas. De todos modos, si se tiene alguno de ellos, es importante acudir a un especialista para descartar esta u otras patologías.
Causas del cáncer de páncreas
El cáncer de páncreas es una enfermedad que no tiene una causa concreta, aunque sí que hay algunos factores que pueden influir en un mayor riesgo de padecer la afección, como pueden ser los factores hereditarios o fumar, así como el consumo de alcohol, en menor medida. Por otro lado, los expertos explican que el cáncer de páncreas puede ser causado por cambios en el ADN, lo que produce la activación de los oncogenes o desactivan a los genes supresores de tumores. Igualmente, la edad avanzada (a partir de los 50 años de edad), así como la raza (las personas de raza negra tienen una mayor probabilidad) o los antecedentes familiares son otros factores que aumentan el riesgo. También lo son la obesidad y la pancreatitis crónica.
Tratamiento del cáncer de páncreas
Los tratamientos del cáncer de páncreas, al igual que otros tipos de cáncer, depende de la fase de la enfermedad en la que se encuentre, así como de la ubicación del cáncer o del estado de la salud del paciente. Cuando no es posible erradicarlo de ninguna manera, "el enfoque puede ser mejorar la calidad de vida y limitar que el cáncer crezca o cause más daño", explican desde la American Cancer Society.
De este modo, los posibles tratamientos pasan por:
Cirugía
Radiación
Quimioterapia
De estos tipos de tratamientos, el único que consigue eliminar el cáncer completamente es la cirugía, mediante la extirpación de la cabeza pancreática junto con la vía biliar, el duodeno y, en ocasiones, parte del estómago. La radioterapia y la quimioterapia pueden ser complementarias a la cirugía, antes y después de la operación, mientras que existen también los tratamientos paliativos en caso de no poder extirpar el cáncer, que intentan disminuir los síntomas para mejorar la calidad de vida.
Fuente: https://www.20minutos.es/salud/medicina/sintomas-cancer-pancreas-causas-tratamiento-4948142/?autoref=true
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darkrarin-lucarina · 3 years
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Tryon chiquito
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El bebé como un bebé :3
Nmms si esta adorable. Hasta provoca comerselo a besitos.
Es curiosa la forma en que se me ocurrió dibujarlo de bebé. Ya que pienso que no es el momento. No todavía...
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Bueno, el otro día estaba buscando agua como burro en pueblo. El calor estaba como la pinga (picaba el pinche sol). Cuando llegué al chorrito público, pasé por una casa que tiene una especie de mini-rancho.
El olor era horrible. Y el sol intensificaba la esencia del olor a excremento y orina de animal.
Simplemente eché el ojo y vi que tenían puercos, gallinas, morrocoyes (tortuguitas, para los que no sepan), pollitos y un par de conejos. No me llamo mucho la atención.
Pero, cuando vi a los conejos noté que tenían una especie de balde roto, pero dentro de el habían varios conejitos recién nacidos.
Eran muy lindos. Pero ninguno salia a excepción de uno. El cual tenía las orejitas abajo (me imagino que por el peso), y cuando metia el dedo por la rejilla le acariciaba un tanto la cabeza (aunque con miedo de que me mordiera xd).
Parecía un peluche. Y yo jamás había visto un conejo recién nacido (rara vez veo animales pequeños por donde vivo).
Llamé a la dueña del rancho y le pregunté en cuantos dolarés me dejaría uno. (En mi país los manejamos más que nuestra propia moneda xd).
La "señora" (por no ofenderla), me dijo amablemente:
"Mami, no los regalo".
(Le pregunté si los vendía, no regalaba.)
De igual manera volví a pasar 2 días después (mi familia bebe demasiada agua), y resulta que habían "desaparecido". No le culpo. No pregunté lo que les había pasado para no ser entrometida en lo que no me corresponde.
De igual manera, me pregunté como se vería mi nene en 2 colores (blanco con manchitas negras), pero no me llamó la idea. Pero luego se me ocurrió la de bebé.
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elegiaalasestrellas · 3 years
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Tripas
    Coge aire.     Coge todo el aire que puedas.     Este relato tendría que durar tanto tiempo como puedas contener la respiración, y luego un poquito más. Así que escucha todo lo deprisa que puedas.
    Un amigo mío tenía trece años cuando oyó hablar del pegging. Que es como se llama cuando a un tío lo follan por el culo con un consolador. Estimulas la próstata lo bastante fuerte y se rumorea que puedes tener orgasmos explosivos sin manos. A aquella edad, mi amigo era un pequeño maníaco sexual. Siempre andaba loco detrás de la forma más excitante de correrse. Así que fue a comprarse una zanahoria y un bote de vaselina. Para llevar a cabo un pequeño experimento privado. Luego se imaginó la impresión que iban a causar en la caja del supermercado la zanahoria solitaria y la vaselina, rodando por la cinta transportadora hasta la cajera de la sección de comestibles. Con todos los compradores haciendo cola y mirando. Con todo el mundo viendo la gran velada que estaba planeando.     Así que mi amigo compró leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahoria. Y vaselina.     Como si fuera a casa a meterse una tarta de zanahoria por el culo.     Ya en casa, se dedicó a tallar la zanahoria hasta convertirla en un instrumento romo. La untó de grasa e hizo bajar su culo sobre ella. Y luego… nada. Nada de orgasmo. No pasó nada salvo que le dolió.     Y luego la madre de aquel chaval le gritó que fuera a cenar. Le dijo que bajara ya mismo.     Así que él se sacó la zanahoria y la metió toda mugrienta y resbaladiza entre la ropa sucia que tenía debajo de la cama.     Después de la cena fue a buscar la zanahoria y se encontró con que ya no estaba. Resulta que mientras estaba cenando su madre se había llevado toda su ropa sucia para lavarla. Era imposible que su madre no encontrara la zanahoria, cuidadosamente esculpida con el cuchillo de mondar de cocina, todavía pringada de lubricante y apestosa.     Aquel amigo mío se pasó meses bajo una nube negra, esperando a que sus padres se encararan con él. Pero nunca lo hicieron. Nunca. Incluso ahora que es adulto, aquella zanahoria invisible sigue suspendida sobre todas las cenas de Navidad y todas las fiestas de cumpleaños. Cada vez que va a cazar huevos de Pascua con sus hijos, con los nietos de sus padres, aquella zanahoria fantasma flota sobre todos ellos.     Aquella cosa demasiado horrible para ponerle un nombre.     Los franceses tienen una expresión: «Espíritu de la escalera». En francés: Esprit d’Escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta pero ya es demasiado tarde. Digamos que estás en una fiesta y alguien te insulta. Tienes que decir algo. Así que bajo presión y con todo el mundo mirando, dices algo cutre. Pero en cuanto te marchas de la fiesta…     Mientras empiezas a bajar la escalera… magia. Se te ocurre exactamente lo que tendrías que haber dicho. La perfecta réplica despectiva que habría desarmado al otro.     Ese es el Espíritu de la Escalera.     El problema es que ni siquiera los franceses tienen una expresión para denominar las estupideces que dices bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que son las que realmente piensas o haces.     Algunos actos son demasiado bajos hasta para tener nombre. Demasiado bajos para hablar de ellos.     Mirando hacia atrás, los expertos en psicología infantil y los psicólogos escolares dicen ahora que la oleada más reciente de suicidios adolescentes fueron en su mayoría chavales que intentaban asfixiarse mientras se la cascaban. Sus padres los encontraban con una toalla enrollada en torno al cuello, la toalla atada a la barra del armario de su habitación y el chaval muerto. Y esperma muerto por todas partes. Por supuesto, los padres arreglaban la escena. Le ponían pantalones al chaval. Hacían que todo tuviera… mejor aspecto. O por lo menos, que pareciera deliberado. Un triste suicidio adolescente normal y corriente.     Otro amigo mío, un compañero de escuela, tenía un hermano mayor en la marina que una vez le dijo que los tíos en Oriente Medio se la cascaban de forma distinta a como lo hacemos aquí. Aquel hermano estaba destinado en un país desértico donde en los mercados públicos se vendían unas cosas que parecían abrecartas elegantes. Cada una de aquellas elegantes herramientas era una varilla fina de metal pulido o de plata, tal vez tan larga como la mano de uno, con un remate en un extremo, ya fuera una bola de metal o bien uno de esos elegantes mangos labrados que tienen las espadas. Aquel hermano que estaba en la marina decía que los árabes se la ponían dura y luego se introducían aquella varilla de metal dentro y a lo largo de toda su polla tiesa. Se la cascaban con la varilla dentro y aquello hacía que correrse fuera mucho mejor. Más intenso.     Y es que aquel hermano mayor se dedicaba a viajar por el mundo y a enviar expresiones en francés. Expresiones en ruso. Consejos útiles para cascársela.     Después de aquello, un día el hermano pequeño no apareció en la escuela. Por la noche me llamó para preguntarme si le podía recoger los deberes durante las dos semanas siguientes. Porque estaba en el hospital.     Tenía que compartir habitación con viejos a los que les estaban operando de las tripas. Me dijo que todos tenían que compartir el mismo televisor. Que lo único que tenía que le daba un poco de intimidad era una cortina. Que sus padres no lo iban a visitar. Me dijo por teléfono que ahora mismo sus padres eran capaces de matar a su hermano mayor, el que estaba en la marina.     El chaval me contó por teléfono que —el día antes— estaba un poco colocado. Despatarrado en la cama del dormitorio de su casa. Encendiendo una vela y hojeando unas revistas porno viejas, preparándose para pelársela. Justo después de oír la historia de su hermano mayor. La historia de cómo se la cascan los árabes. Así que se puso a buscar algo que le sirviera. Un bolígrafo era demasiado grande. Pero en un costado de la vela había un reguero fijo y liso de cera que podía funcionar. Usando la punta de un dedo, el chaval separó el largo reguero de cera de la vela. Lo alisó más con las palmas de las manos. Hasta dejarlo largo y liso y fino.     Colocado y salido, se lo metió dentro, más y más adentro en la rajita del pis de su polla tiesa. Y con un buen cacho de la cera todavía sobresaliendo de la punta, se puso manos a la obra.     Todavía hoy va diciendo que esos árabes no tienen un pelo de tontos. Que han reinventado por completo el cascársela. Tumbado de espaldas en su cama, las cosas empezaron a ir tan bien que el chaval se olvidó totalmente de la cera. Le faltaba una sola sacudida para correrse cuando se dio cuenta de que la cera ya no le sobresalía.     La fina varilla de cera se le había escurrido adentro. Adentro del todo. Tan adentro que ni siquiera notaba el bulto de la misma dentro de su conducto urinario.     Desde el piso de abajo, su madre le gritó que bajara a cenar. Le dijo que bajara ya mismo. Este chaval de la cera y el chaval de la zanahoria eran personas distintas, pero todos venimos a vivir de la misma manera.     Después de la cena, al chaval le empezaron a doler las tripas. Como no era más que cera, supuso que se derretiría y que acabaría por mearla. Pero ahora le dolía la espalda. Los riñones. No se podía incorporar del todo.     Mientras el chaval me hablaba por teléfono desde el hospital, de fondo se oían campanilleos y gente gritando. Concursos televisivos.     Las radiografías mostraron la verdad, algo largo y delgado, doblado por la mitad dentro de su vejiga. Aquella V larga y fina que tenía dentro estaba aglutinando todos los minerales de su orina. Estaba creciendo y se estaba volviendo más áspera, recubriéndose de cristales de calcio, y se movía de un lado a otro, rasgando el blando revestimiento de su vejiga y bloqueando la salida de su orina. Tenía los riñones taponados. Lo poco que le salía de la polla era rojo de la sangre que llevaba.     Aquel chaval, delante de sus padres, de toda su familia, todos mirando la radiografía negra en presencia del médico y de las enfermeras, todos mirando la enorme V de cera de color blanco brillante que tenían frente a las narices, tuvo que decir la verdad. Cómo se la cascaban los árabes. Lo que le había escrito su hermano desde la marina.     Por teléfono, llegado aquel punto, se echó a llorar.     Le pagaron la operación de la vejiga con sus ahorros para la universidad. Una sola equivocación estúpida y ahora nunca llegaría a ser abogado.     Meterte cosas dentro. Meterte dentro de cosas. Ya fuera meterte una vela en la polla o meter el cuello en un nudo, sabíamos que iba a traer problemas.     Lo que me trajo problemas a mí es algo que yo llamaba Pescar Perlas. En otras palabras, cascármela debajo del agua, sentado en el fondo de la parte más profunda de la piscina de mis padres. Tragaba aire y pataleaba hasta el fondo y me quitaba el bañador. Y allí me quedaba sentado durante dos, tres o cuatro minutos.     Solamente de hacerme pajas, yo tenía una capacidad pulmonar enorme. Si estaba solo en casa, me pasaba la tarde haciendo aquello. Después de escupir mi chorro, mi esperma, se quedaba suspendido en el agua en forma de pegotes grandes, gordos y lechosos.     Y al final de todo, me sumergía una vez más para recogerlo todo. Para recogerlo y luego limpiarme la mano con una toalla. Es por eso que se llamaba Pescar Perlas. Aun con el cloro, tenía que preocuparme de mi hermana. O, Dios bendito, de mi madre.     Aquel era mi miedo más grande en el mundo: pensar que mi hermana virgen adolescente pudiera empezar a ponerse gorda y luego dar a luz a un niño retrasado mental con dos cabezas. Y que las dos cabezas serían igualitas a mí. A mí, el padre. Y el tío.     Al final, la que te cae encima nunca es la que te temías.     La mejor parte de Pescar Perlas era la entrada de aire del filtro de la piscina y de la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse encima de ella.     Como dirían los franceses: ¿a quién no le gusta que le succionen el culo?     Con todo, uno puede ser un chaval que se la está cascando y al cabo de un momento ya nunca podrá ser abogado.     Yo bajaba a sentarme al fondo de la piscina y el cielo era un cielo surcado de olas y de color azul claro, visto a través de los dos metros y medio de agua que me cubrían la cabeza. El mundo estaba en silencio salvo por el latido de la sangre en mis oídos. Llevaba el bañador a rayas amarillas anudado alrededor del cuello para tenerlo a mano, solamente en caso de que apareciera un amigo, un vecino o alguien para preguntar por qué me había saltado el entrenamiento de fútbol americano. La succión continua de la entrada de aire de la piscina me iba lamiendo y yo frotaba mi escuálido culo blanco sobre aquella sensación.     En aquel momento yo tenía el suficiente aire y la polla en la mano. Mis padres se habían ido al trabajo y mi hermana tenía ballet. Se suponía que nadie tenía que venir a casa durante horas.     Mi mano me llevó al borde mismo de correrme y luego me detuve. Subí a coger aire otra vez. Me sumergí y me volví a sentar en el fondo.     Y seguí haciendo aquello una y otra vez.     Aquella debía de ser la razón de que las chicas quisieran sentarse en tu cara. La succión era como pegar una cagada que nunca terminaba. Con la polla dura y algo comiéndome el culo, yo no necesitaba aire. Con la sangre latiéndome en los oídos, me quedaba allí abajo hasta que me empezaban a revolotear estrellitas luminosas frente a los ojos. Con las piernas extendidas y la parte de atrás de las rodillas llena de arañazos causados por el cemento del fondo. Los dedos de los pies se me estaban poniendo azules y tenía los dedos de las manos y pies arrugados de pasar tanto tiempo debajo del agua.     Y entonces dejé que pasara. Que empezaran a brotar los enormes pegotes blancos. Las perlas.     Fue entonces cuando necesité tomar aire. Pero cuando intenté patalear contra el fondo, me encontré con que no podía. No podía poner los pies debajo de mí. Tenía el culo atascado.     Los enfermeros de los servicios de urgencias cuentan que cada año hay unas ciento cincuenta personas que se quedan atascadas así, succionadas por una bomba de circulación. Se te engancha el pelo largo, o bien el culo, y te ahogas seguro. Todos los años se ahogan así montones de personas. La mayoría en Florida.     La gente simplemente no habla de ello. Ni siquiera los franceses hablan de TODO.     Levantando una rodilla, y metiendo un pie a presión debajo de mí, yo había conseguido ponerme medio de pie cuando noté el tirón en el culo. Pasé el otro pie por debajo de mí y me impulsé con el pie contra el fondo. Ya estaba pataleando libre, sin tocar el cemento pero sin llegar tampoco al aire.     Todavía pataleando en el agua, agitando los dos brazos, noté que estaba tal vez a medio camino de la superficie pero que no podía subir más. Los latidos que oía dentro de mi cabeza eran cada vez más rápidos y más fuertes.     Mientras los chispazos de luz pasaban una y otra vez por delante de mis ojos, me giré y miré atrás… pero lo que vi no tenía sentido. Una soga gruesa, una especie de serpiente, de color blanco azulado y llena de venas trenzadas, había salido de la piscina y me estaba agarrando el culo. Algunas de sus venas estaban soltando sangre, una sangre roja que parecía negra debajo del agua y que se alejaba flotando de los pequeños desgarrones en la pálida piel de la serpiente. El rastro de sangre iba desapareciendo en el agua, y dentro de la fina piel blanca azulada de la serpiente se veían bultos de comida a medio digerir.     Aquella era la única explicación posible. Un horrible monstruo marino, una serpiente de mar, algo que nunca había visto la luz del día, había permanecido escondido en el fondo oscuro del desagüe de la piscina, esperando para comerme.     Así pues… le di una patada, a aquel montón de piel y venas resbaladizo, con textura de goma y lleno de nudos, y más de aquello pareció salir del desagüe de la piscina. Ahora ya era tal vez tan largo como mi pierna, pero me seguía agarrando el agujero del culo con todas sus fuerzas. Le di otra patada y me acerqué unos centímetros más a dar una bocanada de aire. Aunque todavía sentía que la serpiente me tiraba del culo, me situé unos centímetros más cerca de mi escapatoria.     Apelotonados dentro de la serpiente, se veían restos de maíz y cacahuetes. Se veía una pelota de color naranja brillante. Era uno de aquellos complejos de vitaminas en forma de pastillas para caballos que mi padre me hacía tomar para ayudarme a ganar peso. Para que me dieran una beca para jugadores de fútbol americano. Con hierro extra y ácidos grasos omega-3.     Fue ver las vitaminas lo que me salvó la vida.     No era una serpiente. Era mi intestino grueso, el colon que se me había salido. Lo que los médicos llaman un «prolapso». Eran mis tripas succionadas por el desagüe.     Los enfermeros cuentan que la bomba de una piscina absorbe trescientos litros de agua por minuto. Lo que significa una presión de casi doscientos kilos. El problema es que por dentro lo tenemos todo interconectado. El culo no es más que el otro extremo de la boca. Si yo no me agarraba las tripas, la bomba seguiría succionando —sacándome las entrañas— hasta cogerme la lengua. Imaginad pegar una cagada de doscientos kilos y veréis que es algo que puede daros la vuelta de dentro afuera.     Lo que sí puedo deciros es que las tripas no sienten mucho dolor. No de la misma forma en que la piel siente dolor. A la materia que estás digiriendo los médicos la llaman materia fecal. Más arriba es el quimo, grumos de una porquería semilíquida y tachonada de maíz y cacahuetes y guisantes redondos.     A mi alrededor flotaba una sopa de sangre y maíz, de mierda y esperma y cacahuetes. Hasta con las tripas colgándome del culo, y yo agarrando lo que quedaba, mi primer impulso fue volver a ponerme el bañador.     No fuera que mis padres me vieran la polla.     Sin dejar de agarrar bien fuerte lo que me salía del culo, con la otra mano cogí el bañador a rayas amarillas y me lo solté del cuello. Aun así, ponérmelo resultó imposible.     Si quieres saber qué tacto tiene tu intestino, cómprate un paquete de esos condones hechos de membrana intestinal de cordero. Saca uno y desenróllalo. Llénalo de mantequilla de cacahuete. Úntalo de vaselina y sostenlo bajo el agua. Luego intenta rasgarlo. Intenta romperlo por la mitad. Es demasiado resistente y gomoso. Es tan viscoso que se te escapa de las manos.     Esos condones de membrana de cordero que no son más que intestinos.     Ahora entendéis con qué me las estaba viendo.     Como lo soltara un segundo, me quedaba sin tripas.     Si nadaba hasta la superficie para coger aire, me quedaría sin tripas.     Y si no nadaba, me ahogaría.     Podía elegir entre morirme en ese instante o morirme al cabo de un minuto.     Lo que mis padres encontrarían al volver del trabajo sería un enorme feto desnudo y encogido sobre sí mismo. Flotando en el agua turbia de la piscina de su jardín. Amarrado al fondo por una gruesa soga de venas y tripas retorcidas. Lo contrario de un chaval que se ha ahorcado accidentalmente mientras se la cascaba. El mismo bebé que habían traído a casa trece años atrás. El chaval que ellos confiaban que consiguiera una beca gracias al fútbol americano y se sacara un máster. Que los tenía que cuidar cuando fueran ancianos. Ahí estaban todas sus esperanzas y sus sueños. Aquel chaval que flotaba, desnudo y muerto. Rodeado de enormes perlas lechosas de esperma desperdiciado.     O bien eso o mis padres me encontrarían envuelto en una toalla ensangrentada, desplomado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, con un cacho partido y maltrecho de mis tripas todavía colgando de la pernera de mi bañador a rayas amarillas.     El tipo de cosas de las que ni los franceses quieren hablar.     Aquel hermano mayor que estaba en la marina nos enseñó otra buena expresión. Una expresión rusa. Igual que nosotros decimos en inglés: «Me hace tanta falta como un agujero en la cabeza», los rusos dicen: «Me hace tanta falta como tener dientes en el agujero del culo».     Mnye etoh nadoh kahk zoobee v zadnetze.     ¿Sabes esas historias que se cuentan sobre animales atrapados en una trampa que se arrancan su propia pata a dentelladas? Pues bueno, cualquier coyote te dirá que un par de mordiscos son preferibles a estar muerto.     Joder… aunque no seas ruso, algún día esos dientes te pueden hacer falta.     Porque si no los tienes, lo que has de hacer es lo siguiente: has de forcejear hasta darte la vuelta. Te pasas un codo por detrás de la rodilla y te levantas esa pierna hasta la cara. Luego te pones a darte dentelladas en el culo. En cuanto se te acaba el aire, eres capaz de morder cualquier cosa con tal de volver a respirar.     No es algo que quieras contarle a una chica en vuestra primera cita. No si esperas un beso al final de la velada.     Si te contara cómo sabía, nunca más volverías a comer calamares.     Es difícil saber qué asqueó más a mis padres: cómo me había metido en aquel lío o cómo me había salvado. Después de salir del hospital, mi madre me dijo: «No sabías lo que estabas haciendo, cariño. Estabas en estado de shock». Y aprendió a hacer huevos escalfados.     Todo el mundo estaba muerto de asco o de lástima por mí…     Me hacía tanta falta como tener dientes en el agujero del culo.     Últimamente la gente siempre me dice que estoy demasiado flaco. Cuando nos invitan a cenar la gente se queda callada y se cabrea porque no me como el estofado que me han preparado. El estofado me mata. También el jamón al horno. Todo lo que se pasa más de un par de horas en mis tripas sale exactamente igual. Si he comido judías blancas o atún en pedacitos, cuando me levanto del retrete los veo ahí exactamente iguales.     Después de sufrir una resección intestinal radical, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro sesenta de intestino grueso. Yo soy afortunado de tener veinte centímetros. Así que nunca conseguí una beca para jugadores de fútbol americano. Y nunca me saqué un máster. Mis amigos, el chaval de la cera y el chaval de la zanahoria, crecieron y se hicieron grandes, pero yo nunca he pesado un kilo más del que pesaba aquel día a mis trece años.     Otro grave problema fue que mis padres habían pagado un montón de dinero por aquella piscina. Al final, mi padre simplemente le dijo al tipo de la piscina que había sido un perro. Que el perro de la familia se había caído dentro y se había ahogado. Y que el cadáver había sido succionado por la bomba. Incluso cuando el tipo de la piscina rompió el armazón del filtro para abrirlo y sacó un tubo como de goma, una madeja acuosa de intestino con una pastilla enorme de vitaminas dentro, incluso entonces, mi padre se limitó a decir:     —Ese perro de las narices estaba chiflado.     Incluso desde la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba, se oía decir a mi viejo:     —A ese perro es que no lo podíamos dejar solo ni un segundo…     Entonces a mi hermana no le vino la regla.     Ni siquiera después de que cambiaran el agua de la piscina, ni siquiera después de que vendieran la casa y nos mudáramos a otro estado, ni después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron nunca a mencionar aquello.     Nunca.     Esa es la zanahoria invisible de mi familia.     Ahora ya puedes respirar hondo otra vez.     Porque yo todavía no he podido.
    Tripas: Un relato de San Destripado, por Chuck Palahniuk. Extraído de Fantasmas.
Chuck Palahniuk (2005). Fantasmas (Trad. Javier Calvo Perales).
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Babi
No sé qué pasaría Si mi cabeza estalla Si tirarían del carro O tirarían la toalla
Pero tengo un mosquito que me pica a todas horas Un verdugo que pa' que no llore me degüella Una piel tan fina que algodones me desuellan Una lista negra donde mis sesos se cuelan Zona por donde paloma blanca nunca vuela Chernóbil y su pata de elefante se me quedan cortas
Y, ¿a quién voy a engañar? Si me sacas de la pena y no sé escribir ni un compás Quizás este es el precio y no pasar por el altar Estoy llena de vacío, pero al menos tengo métrica
Ya lo dije anteriormente (Lo dije anteriormente) No sabes lo que duele hacer negocios con la muerte Dejándote el aliento y suplicando que te lleve Como un completo egoísta que no sabe lo que tiene
Devuélvemelo, devuélveme Devuélvete, vuélvemelo Devuélveme, devuélveme Devuélvemelo, mi tiempo, mi tiempo (No, no, no, no)
Devuélvemelo, devuélveme Devuélvete, vuélvemelo Devuélveme, devuélveme Devuélvemelo, mi tiempo, mi tiempo (No, no, no, no)
Devuélvemelo, devuélveme Devuélvete, vuélvemelo Devuélveme, devuélveme Devuélvemelo, mi tiempo, mi tiempo (No, no, no, no)
He abierto la corteza y hoy al aire está mi mente Y aunque esté al descubierto nunca verás un "se vende" No tengo reseñas porque a nadie se le ocurre Visitar mi lúgubre avenida del desastre
Tú llámame insensible, tú llámame cobarde Soy abeja libre, Dios me libre del enjambre ¿No ves que en esta jaula ya no queda casi nadie? Para comer tu alpiste, prefiero morir de hambre
Es como intervenir a un suicida Que no le cabe otra salida Nadie le cose la herida, se come las tripas, se bebe la orina
Un pie en el andén y otro en la adrenalina Dile a tu prima, vecina o amiga Que nadie por llamar la atención se tira
Roma no quiso acabar en la ruina Le pudo el complejo, le pudo la ira Me pudo el despecho, se me fue la pinza Tú eres la corriente, yo barco a deriva
Prefiero palmarla de día, prefiero palmarla de día La noche es mi fiel compañera de esgrima La única mujer por la que mataría Aunque a la interperie sea gélida y fría
Me hace sentirme tan mía Me hace sentirme tan mía Se vuelve pecado tener melanina Que vivo a mi modo sin hipocresía
Ya lo dije anteriormente (Lo dije anteriormente) No sabes lo que duele hacer negocios con la muerte Dejándote el aliento y suplicando que te lleve Como un completo egoísta que no sabe lo que tiene
Devuélvemelo, devuélveme Devuélvete, vuélvemelo Devuélveme, devuélveme Devuélvemelo, mi tiempo, mi tiempo (No, no, no, no)
Devuélvemelo, devuélveme Devuélvete, vuélvemelo Devuélveme, devuélveme Devuélvemelo, mi tiempo, mi tiempo (No, no, no, no)
Canción : babi - devuélvemelo
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