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#vudú sangriento
weirdlookindog · 1 year
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Eva León and Aldo Sambrell in Voodoo Black Exorcist (Vudú sangriento, 1974).
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signorformica · 5 years
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Los fotogramas de arriba corresponden a una de las escenas descartadas y nunca vistas de la película de Alan Parker “El corazón del ángel” —1987, basada en la novela mefistofélica de William Hjortsberg “El ángel caído”—, en la cual el detective privado Harry Angel asesina al viejo guitarrista de blues y devoto del vudú Toots Sweets por el método de cortarle los genitales con una navaja de barbero introduciéndoselos en la boca hasta asfixiarlo. Antes de marcharse, redecora el apartamento de Sweets escribiendo en una pared con la sangre del tipo la palabra “TELOCA”.
¿Qué diablos es “TELOCA”?
En principio la palabra no tiene sentido en ningún idioma y, tras una búsqueda en la red, nadie parece haberla interpretado y relacionado nunca con el film.
Un primer intento por descifrar el misterio es tomarla como un anagrama tal como hizo Rosemary con el mensaje de Hutch en el film de Polanski “La semilla del diablo” (descubriendo con horror, al reorganizar las letras, que estas formaban la frase «todos-ellos-son-brujos»).
Así interpretada, “TELOCA” nos da “ALECTO”. En la mitología griega, Alecto (en griego antiguo Ἀληκτώ, 'implacable') es una de las Erinias (o Furias), hermana de Tisífone (la vengadora del asesinato). Según Hesíodo, era hija de Gea (la Tierra) fertilizada por la sangre derramada por Urano (el Cielo) cuando fue castrado por Crono.
El significado devuelve ecos ominosos pero resulta no obstante algo insatisfactorio, y la respuesta correcta parece encontrarse en un libro bíblico intertestamentario (aquellos no reconocidos por la Iglesia), concretamente en el Libro de Henoc que a tanta gente ha vuelto medio loca. Atribuido por tradición a Enoc, bisabuelo de Noé, en la actualidad se cree que el texto fue redactado por varios autores judíos entre los siglos III y I a.C.
De acuerdo con algunas interpretaciones del Libro de Henoc, existió una vez un antiquísimo lenguaje, anterior a los días de la destrucción de la Torre de Babel y la caída del hombre, con el que Dios se comunicaba con los ángeles y con los hombres: el lenguaje del Edén, una lengua usada y conocida también por los ángeles del Apocalipsis y del Fin de los Tiempos así como por Satanás y los demonios, que la recuerdan bien, pues ellos, alguna vez, también fueron ángeles.
En la novela “Ciudad de cristal”, primera de su Trilogía de Nueva York, el detective creado por Paul Auster nos cuenta:
“Este tipo, Dark, basaba sus conclusiones en la lectura de la historia de la torre de Babel como una obra profética. Inspirándose fuertemente en la interpretación de Milton de la caída en “El Paraíso Perdido”, seguía a su maestro en el hecho de atribuir una desmedida importancia al papel del lenguaje. Pero llevaba las ideas del poeta un paso más lejos. Si la caída del hombre entrañaba también la caída del lenguaje, ¿no era lógico suponer que sería posible deshacer la caída, invertir sus efectos, revirtiendo la caída del lenguaje, esforzándose por recrear el lenguaje que se hablaba en el Edén? Si el hombre podía aprender ese lenguaje original de la inocencia, ¿no se seguía de ello que recobraría un estado de inocencia dentro de sí? Bastaba con mirar el ejemplo de Cristo, argumentaba Dark, para comprender que eso era así. Porque ¿acaso no hablaba Cristo ese lenguaje anterior al pecado original?
“En ‘El paraíso recobrado’ de Milton, Satanás habla con «engaño de doble sentido», mientras que, en el caso de Cristo, sus «acciones con sus palabras concuerdan, sus palabras / a su gran corazón dan la expresión debida, su corazón / contiene de bondad, sabiduría, justicia, la forma perfecta».
“Por lo tanto, argüía Dark, ciertamente sería posible que el hombre hablase de nuevo el lenguaje original de la inocencia y recobrase, completa e intacta, la verdad dentro de sí”. (...)
En 1581, a través de visiones y complejas ceremonias esotéricas, esa lengua que por asociación con el Libro de Henoc vino en llamarse lengua enoquiana fue glosada y encriptada en 48 tablillas «sagradas» y 49 tablillas adicionales por John Dee, un notorio matemático, astrónomo, astrólogo, ocultista, navegante y consultor de la reina Isabel I, y por su compañero Edward Kelly, alquimista en la Praga del Renacimiento de siniestra reputación y destino incierto, a quien el rey Rodolfo arrojó a las mazmorras del castillo de Křivoklát.
Actualmente se supone que el lenguaje enoquiano es usado por algunos satanistas y adeptos a la magia negra, aunque Anton LaVey no incluyó sus claves en su Biblia Satánica y desaconseja su uso.
Edward Kelly era, por cierto, el nom de plume de Aleister Crowley al firmar sus artículos en The International, la publicación pangermánica editada en Estados Unidos durante la Gran Guerra por el poeta y espía del Reich G.S. Viereck (en la cual también colaboró el luciferino Hanns Heinz Ewers; Crowley, dicho sea de paso, se desentendería pronto de ella, iniciando un interminable vagabundeo por el país hasta recalar e instalarse en, precisamente, Nueva Orleans, el escenario donde se desarrolla la mayor parte del film de Alan Parker).
Y también es Edward Kelly el nombre usado por uno de los personajes más tenebrosos de "El corazón del ángel": el padre millonario de Margaret Krusemark, Ethan Krusemark, que introduce a su propia hija en la magia negra, la astrología y el vudú, organizando la ceremonia en la cual Johnny Favorite —el hombre a quien Harry Angel persigue— asesina a un soldado recién vuelto de la guerra sacándole el corazón con una daga, y comiéndoselo. Krusemark, en una confusa escena llena de violencia, acabará siendo arrojado vivo por el propio Angel en una gigantesca olla hirviendo de comida cajún.
¿Anda pues Sam Spade bien encaminado?
Al buscar la palabra “TELOCA” en lengua enochiana, según presuntamente los escritos del siglo XVI de John Dee y Edward Kelly, en efecto encontramos:
TELOC = MUERTE
TELOCA = CONDENADO
TELOCAHE = CONDENACIÓN
TELOCVOVIM = DÍCESE DEL ÁNGEL CAÍDO
El fotograma en cuestión es uno de los cuatro inéditos que han trascendido; los otros tres –alguno extremadamente cruento incluso para un film tan sangriento y lúgubre como “El corazón del ángel”– se pueden ver abajo, y corresponden a las siguientes escenas censuradas:
1. Muerte de Herman Winesap («¿Winesap, dices? Murió. Un accidente muy feo. Tranquilo Johnny, no habrá luto por un abogado menos en el mundo»). En otra imagen, no lo vemos degollado, sino completamente decapitado.
2. El cuerpo de la atractiva periodista, novia y colaboradora de Harry Angel aparece quemado entre los escombros de alguna casa.
3. Fotograma de una escena en la que se mostraba a Epiphany Proudfoot quemada viva.
«Qué terrible es la sabiduría que no reporta beneficios al sabio». —Edipo Rey, Sófocles • Bibliothèque Infernale on FB 
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exococina · 6 years
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Mis almuerzos con gente alucinante I: Juan Carlos Olaria: El platillo de alioli perseguido por un hombre.
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Sostiene la voz en off en los alucinógenos títulos de crédito de El hombre perseguido por un OVNI (Juan Carlos Olaria, 1976) que «el hombre vive apegado a la tierra y en raras ocasiones alza su vista a los cielos». El director tomó prestada la cita de Giordano Bruno, y no seré yo quien le devuelva a las brasas, pero opino que el astrónomo hereje no tuvo en cuenta a los catalanes. El catalán amb els peus plantats a terra camina mirant al cel: los castellers, la sardana, Montserrat, el porró i la calçotada, todo ello íntegramente elevado, bailado, enaltecido, empinado o engullido en pleno ejercicio de alzar la mirada al espacio y más allá. Y no quiero sacudirme la caspa de la barretina enarbolando los símbolos de la catalanidad más ortodoxa. Es que el símil va al pelo para introducir a un cineasta que, por heterodoxo, le ha tocado lidiar con la etiqueta de “el Ed Wood catalán”. Puede que igual que el director de Plan 9 from Outer Space, Olaria se interesara por el cine cuando le regalaron una cámara de 8mm a los doce años. Como su homólogo americano, escribió, produjo, dirigió y co-protagonizó su primera película. También se asemejan en los trucajes pedestres, el presupuesto escaso y en aquello de incluir en sus montajes los metrajes sobrantes de otras películas (en el caso de Olaria, las filmaciones de la NASA que fue a pedir al consulado estadounidense de Barcelona). Y puede también que, como al director de Glen or Glenda, les una el gusto por vestir alguna prenda femenina (cuando, al despedirnos, le elogie sus zapatillas negras con tachuelas plateadas, Olaria me confesará que son un modelo de señora que compró de oferta). Por mucho que tengan en común ambos directores, el sambenito que le compara con “el peor director de la historia del cine” es injusto: de no haber sido rechazado en la Escuela Oficial de Cinematografía de Madrid, quien sabe si sería conocido como “el Ray Harryhausen español” o estaría al nivel de todo un Gil Parrondo.
El hombre perseguido por un OVNI transpira una profunda sensibilidad artística que se manifiesta ya en los créditos, en sus solarizados y virajes de color, así como en los trucajes y ambientes que consiguen capturar el Zeitgeist de aquella Barcelona. Sirva de ejemplo el platillo sobrevolando un bloque de viviendas de Oriol Bohigas, esos que rompieron con la arquitectura monumentalista de posguerra. También en la sabrosa escena del Simca 1000 que los mutantes roban al protagonista (el actor Richard Kolin, nombre artístico de José Coscolín Martínez) flotando en el hiperespacio. Este coche se lanzó con fuerza al mercado español bajo el eslogan “cinco plazas con nervio”, que la picaresca popular enseguida transformó en “El filete del pobre, porque es para cinco, y con nervio”. Olaria lleva más de cinco décadas en la brecha más orillada de un cine insobornable y periférico en todos los sentidos, cuyas tramas son una excusa para recrearse en los trucajes artesanales.
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Es un viernes de febrero y el cineasta ha elegido los manteles del Café Padilla, en el 387 de la calle del mismo nombre. Pese al apelativo “café”, el Padilla es una de esas casas de comidas, de menú a 9'90 €, que por fortuna resisten en barrios por romanizar como el Baix Guinardó. En la entrada, un letrero escrito a tiza asegura “Hacemos la mejor tortilla del mundo. Supérala si tienes huevos”.
–Crema de mariscos, por favor, y cordero a la brasa. A mí me gusta bastante hecha. O sea, medio cruda no me va. ¡Y vino tinto! Y un poco de pan.
Yo pido calçots de primero y secundo a Olaria con el cordero y el vino, maridaje bíblico que anticipa cierto regusto a herejía en estos altares del ateo que son todos los bares de bien. Le expongo mis intenciones: componer un retrato suyo a través del placer de comer, beber y hablar de la vida extraterrestre en la cultura popular mientras relajamos los esfínteres del espíritu. Siempre ha habido una amistosa relación entre el diálogo más o menos filosófico y la buena mesa.
–La verdad es que he copiado la idea de este libro.
Saco del bolsillo un ejemplar reeditado por Diario Público de Mis almuerzos con gente inquietante, una colección de entrevistas en restaurantes a personajes de la vida pública, casi todos políticos, editado en 1984.
–Vázquez Montalbán... ¡Me encantaban sus artículos en los periódicos! Coincidía con él en todo. Era muy equilibrado, muy prudente y progre. Veo que entrevista a Carmen Romero, al Duque de Alba, a Fraga... me huelo que esto debe de ser entretenido, mejor que su ficción. Y el título, lo de la gente inquietante, es muy agudo: en vez de llamarles “gente importante” va el tío y les dice “inquietantes”. Porque ya veo que todos son bastante franquistas.
––Es que él respondió a su vez a la idea de otro libro: Mis almuerzos con Gente Importante. Ese lo escribió José Mª Peman, que era muy facha.    
–¡Hombre, si era franquista! Además, cuando yo era joven, este tenía la puerta abierta de Televisión Española. Obras de Peman, entrevistas a Peman, todo era Peman.
Decía Peman que «el almuerzo produce la benevolencia» y Olaria es de por sí un hombre bueno, extremadamente afable. Parlanchín y muy cuidadoso en la expresión, tanto en el lenguaje oral como en el no verbal. Unta de misterio cada palabra entornando sus ojillos tras unas gafas futuristas, como talladas a láser. Con frecuencia, alza la vista a los cielos y mueve las manos a lo Bela Lugosi, como intentando atraer o dirigir sus ideas mediante telequinesis. Nos sirven los primeros platos.
–¡Has pedido calçots! Están riquísimos, pero pide guantes de plástico, que se te va a quedar todo negro.
En efecto, me doy cuenta de la incompatibilidad de comer calçots y tomar notas en mi libreta al mismo tiempo. No importa. No traigo preguntas preparadas, tengo buena memoria y mi intención es literaturizar este almuerzo-entrevista sin menoscabo de la veracidad.
–¿Cocinas?
–Intenté cocinar hace ya un tiempo, pero soy un desastre. Ocurre que cuando cocino me entra el hambre. Me pongo nervioso, quiero acabar pronto, empiezo a probar... y para mí es un tormento. Envidio a la gente que tiene paciencia cocinando y se aguantan las ganas de comer. Yo ya me lo comería, ya lo veo acabado. O sea, padezco mucho cocinando. Me pone negro. Ahora tienes que poner sal, ahora el cubito de Avecrem... es todo un trabajo. Así que decidí dejar de cocinar e ir siempre de restaurantes. Me gusta comer lo bueno que cocinan los demás.
–Pues es curioso, porque con los platillos y los trucajes artesanales eres muy paciente.
–Sí, es curioso, porque a mi la cosa manual me va mucho. Pero es que eso no repercute en una sensación como es la del hambre.
Llegan los segundos: dos generosas raciones de cordero a la brasa con su bien de patatas cortadas a mano y alioli. Le comento que me parece que se come muy bien en el Padilla, teniendo en cuenta el precio del menú, que incluye una botella de vino aceptable y café o postre.
–No se come mal, no –contesta.
Me alegra comprobar que, como yo, Olaria es de buen apetito y mejor beber.
–¿Dónde rodaste los exteriores de El hombre perseguido por un OVNI?
–En el Parque del Garraf.
–¿Recuerdas lo que comíais durante el rodaje? ¿Dónde ibais a restauraros?
–Eso es algo que debo agradecer a los Ibáñez, dos hermanos que tenían mucho que ver con el Festival de Sitges. Ayudaban en el festival a su director de aquél entonces, Antonio Ráfales ––que por cierto era franquista– a ir por diferentes países buscando películas de terror para incluirlas en el festival. Ramon Ibáñez, uno de los hermanos, era cocinero además de muy aficionado al cine. Acabábamos un rodaje y Ramon nos decía. «Veníos a Sitges. Al meu restaurant, que menjarem allà!». Se lucía y nos hacía unos platillos fabulosos, tú.
El menú de la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de 1976, además de los foráneos pasteles de sangre en competición, incluyó un Mercado del Filme en el Hotel Calípolis, dirigido a profesionales, donde pudieron verse diferentes películas españolas en busca de algún incauto distribuidor extranjero. Fue el caso de El hombre perseguido por un OVNI, junto a otros títulos como Vudú Sangriento (Manuel Caño, 1974), Kilma Reina de las amazonas (Miguel Iglesias, 1975), La maldición de la bestia (Manuel Iglesias, 1975) o La noche de las gaviotas (Amando de Osorio, 1975). El único producto ibérico que consiguió colarse entre las pantallas oficiales del festival fue El jovencito Drácula, de Carlos Benpar. Sin embargo, para su exhibición comercial, se exigió el corte de una sicalíptica secuencia en la que Verónica Miriel y Susana Estrada jugaban a darse mutuamente chocolate con churros con los ojos vendados. Cabe también señalar que la empresa Santiveri, quizá para compensar tanto sang i fetge, repartió ese año productos dietéticos entre la crítica vegetariana.
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Cartel del Festival de Sitges de 1976.
–Platillos...
–Sí. Platillos de comer y platillos volantes.
–Hay quien dice que los platillos volantes son solo una de las formas que podrían elegir las entidades que vienen de fuera o de otras dimensiones para manifestarse. Me parece curioso eso de que se presenten así, como mendigando comida desde el cielo... ¿Quizá es que quieren comernos?
–Muy buena la comparación. Muy buena.
–Tú, de hecho, las maquetas las haces a partir de moldes sacados de platos, ¿verdad?
–Sí, aunque para la última película (Se refiere a El hijo del hombre perseguido por un OVNI, la secuela de su primer largometraje que lleva unos años rodando y de la que ya tiene muchas secuencias montadas) ya me había olvidado de cómo había hecho exactamente los OVNIS. Sabía que eran platos pero no recordaba exactamente cómo los había hecho. Pues bien, me encontré con que ahora hay muchos tipos de platos y no todos te dan la forma, la corbatura que tú quieres. Ya no todos pasan por platillos volantes. Después de mucho buscar, los encontré en “los chinos”.
–¿Y en esta nueva película, se come?
–Hay una escena en la que Toni Junyent (el actor protagonista) está dentro del platillo volante, y los alienígenas le dicen «Terrestre, es nuestro huésped. Pídanos lo que quiera, ¿tiene apetito?» A lo que Toni responde «No puedo ocultarlo, espero que no me alimenten con pastillas» y ellos le dicen «Seguro que no» y le invitan a comer. Y en una mesa le sirven paella, bogavante y champán que han preparado ellos, aprendiendo recetas de la Tierra, para satisfacer al invitado. Yo creo que me podrán decir de todo pero, la película, curiosa será.
Olaria nació un día de 1942 en Zaragoza, pero, como podría decir Javier Pérez Andújar en un pregón, esto no importa porque cuando lo hizo era muy pequeño. De padres catalanes, volvieron a Barcelona al poco de nacer y se crió en el barrio del Guinardó. Explica Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa que «En los grises años de la posguerra, cuando el estómago vacío y el piojo verde exigían cada día algún sueño que hiciera más soportable la realidad, el Monte Carmelo fue predilecto y fabuloso campo de aventuras de los desarrapados niños de Casa Baró, del Guinardó y de La Salud». Las precoces aventuras fílmicas que Olaria rodaba de niño, con la ayuda de sus amigos, tenían lugar en el Monte Carmelo o la Muntanya Pelada, como se le conoce popularmente por su escasa vegetación. Le pregunto por esa Barcelona gris que buscaba el color en los kioscos, de ¡OVNI! de Curtis Garland y demás bolsilibros de Bruguera. El protagonista de El hombre perseguido por un OVNI es un escritor, en horas bajas, de este tipo de novelas. Las ilustraciones en las portadas de estas publicaciones tenían también mucho en común con el cartel de la película.
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¡Ovni! (1976) de Curtis Garland, uno de sus pseudónimos más conocidos de Juan Gallardo Muñoz (Barcelona, 1929-2013).
–¿Cómo recuerdas esos años? ¿Cómo saciabas las hambres, ya fueran de entretenimiento o de ganas de comer?
–Lo que más me inspiraban eran las películas. Cuando vivía mi madre, comíamos siempre en casa. Fue a raíz de su muerte que voy a restaurantes. Recuerdo comidas sencillas y apetitosas. Verdurica con patatas, sopitas... –Nos interrumpen para cantarnos los postres: melón, pudding, flan, macedonia o yogur. Olaria elige la macedonia y yo el flan– ...huevos fritos, costillas con alioli, conejo con alioli. El alioli siempre con mortero, eso nunca lo encontrarás en un restaurante. El alioli hecho a mano es fantástico, no hay color, es una cosa deliciosa.
«¿Van a tomar café?» La camarera no da tregua. Yo pido café solo, Olaria «un cortadito».
–En la posguerra, yo había llegado a comer borrajas, sopa de borrajas. Cuando crecí un poco, ya empezó a reponerse la cosa, pero se pasó hambre. Con el dichoso Plan de Desarrollo de López Rodó empezó a mejorar un poco la cosa, pero antes... todo fueron estrecheces. Mi padre era proletario, comunista, pero en ese momento tuvimos que comportarnos como burgueses. Él tenía buena carrera, era ingeniero, así que no sufrimos la miseria que les tocó a otros. Mi padre fue teniente del ejército republicano, pero curiosamente no le vinieron a buscar, ni necesitó exiliarse. Cuando entraron las tropas en Barcelona, vio entrar a los tanques vestido de uniforme desde su piso de la Gran Vía, con una rabia inmensa. Después, por lo que yo noté, aceptó la derrota. Creyó merecerla por haber perdido, lo cual no quiere decir que renunciara a sus ideas. Muchos años después, ya jubilado, seguía leyendo El Capital de Carlos Marx desde su despacho. Y mira que el El Capital es un rollo de mil pares de huevos, muy complicado de leer. Les debía pasar lo mismo a tantos otros.
Juan O. Olaria, que así se llamaba su señor padre, aparece doblemente acreditado en El hombre perseguido por un OVNI: de un lado ejerció de productor asociado, costeando la película. Del otro, dio vida al flemático Comisario Duran, un tipo de investigador a lo Poirot difícil de asociar al vernáculo y franquista Cuerpo General de Policía.
Apuramos la botella de vino, que nos empieza a chispar.
–Si ahora mismo aterrizara una nave espacial, tripulada por ovninautas hambrientos tras el viaje, sobre la Montaña Pelada o el Parc de les Aigües, ¿adónde les llevarías a comer?
–Hmm... al Botafumeiro o al Rosalert. Eso si les gusta el marisco, claro. En caso que no, a Can Culleretes, que me dejó asombrado. Tienen mucha variedad de platos y, personalmente, me parece mejor que el 4Gats o el 7 Portes, ya ves. En cambio, te dan una dorada muy buena por los restaurantes de la Barceloneta.
Desde luego, Olaria es todo un bon vivant capaz de destinar el mismo presupuesto en una comida que a producir una película. Pero, como si a unos seres que han recorrido una distancia sideral les fueran a importar unas paradas en metro, le replico que esos restaurantes están muy lejos. La primera opción está en Gràcia, la segunda en el Eixample Dret y la tercera en el Gòtic. Le hablo de Can Ginés, una propicia marisquería de su barrio a precios populares.
–¡Bueno, leñe, pues a Can Ginés! Pero pasa una cosa, a lo mejor los extraterrestres bajan y lo que dicen es «¡Quiero un brazo de gitano!» y tú se lo vas a comprar a la mejor pastelería y te dicen «no, no, de ese no...». Y claro, no se los vas a reprochar, a lo mejor en su planeta cuando ven a un gitano... ¡se lo comen!
–O imagínate que tienen forma de cefalópodos, como en La guerra de los mundos de Orson Welles y les das un pulpo a la gallega. Te lo tiran por la cabeza.
–Pues claro, hay que ir con cuidado.
–Alomejor ya lo conocen todo y vienen aquí de turismo gastronómico. Si nos llevan millones de años de ventaja evolutiva, tendrán acceso a TripAdvisor.
–Quizá sí, a lo mejor vienen expresamente a conocer a Ferran Adrià. Aunque no sé si deben tener las mismas antenas parabólicas. A mí lo que me deprime es pensar que todo el Universo sea un desierto, que no haya vida y todo sea polvo y gases. Qué asquerosidad. Ya nos podemos conformar con encontrar unas bacterias. O dinosaurios y aun gracias. Oye, te invito a un chupito, los chupitos los pago yo.
–Camarera, dos chupitos de orujo blanco bien frío, por favor.
Tras casi cuatro horas de agradable sobremesa, nos despediremos al caer la tarde sobre el cruce de las calles Sardenya y Camèlies, entre abrazos y promesas de ir pronto a comer una caldereta de llamàntol a Can Ginés. Como regalo de despedida, Olaria me entregará un DVD con su cortometraje de 1995 Encuentro inesperado. A llegar a casa y reproducirlo, veré lo siguiente: una niña (Ángela Ulloa) se encuentra, in fraganti en la cocina, con un luminoso y pequeño objeto volador que al ser descubierto emprende la huida. Intenta atraparlo sin éxito y al volver a la nevera descubre, entre el tarro de anchoas y un sobre de beicon, un diminuto mensaje: SENTIGK MOLESTAGK, NESEZCITAGK BIANDAS. Lo cual, entre los efluvios de orujo y el poco marciano que yo sé, tardaré en descifrar: Sentimos molestar, necesitábamos viandas.
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#olaria #ovni #padilla #cordero #alioli
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speok · 2 years
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La serpiente y el arco iris
La serpiente y el arco iris
Un antropólogo de Harvard es enviado a Haití para investigar una extraña sustancia relacionada con la magia negra y el vudú, que podría servir para salvar vidas humanas. Mientras él busca la milagrosa droga, ciertos científicos escépticos se niegan a aceptar la existencia de zombies y ritos sangrientos.
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«Entre la piscina y las gardenias», Edwidge Danticat.
Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar.
Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano.
Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla.
En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses.
La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito.
Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar. Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él.
Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor.
He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Pòtoprens (Puerto Príncipe) nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora.
Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído.
La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía.
Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto. Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas a colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho.
Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina. Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños.
Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama.
–Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive. Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña. Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía. En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada. En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba. Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa.
–Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros. Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida.
–Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir. Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos raros con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí.
El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé. La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor. Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano.
–Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad?
La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más.
Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo.
Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera. Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días.
La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal.
La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas. Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hace ya más de tres meses.
Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso. Noté que me cogían del hombro mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso.
Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme. –¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano.
Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla.
–¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí... Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas. –¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo. No me dio oportunidad de responderle. –Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad. –Actuaste demasiado pronto –dije. –Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación. –Me conoces –dije–, hemos estado juntos. –No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma. Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara.
Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal.
Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo.
Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley.
Autor: Edwidge Danticat
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pablouriadiez · 4 years
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Ilustración Mirando a las Estrellas (A.F. Black) - Grupo AJEC
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Ilustración Mirando a las Estrellas.En esta ocasión os dejamos el diseño de cubierta e ilustración que hemos realizado para la editorial Grupo AJEC. Sinopsis: Charlie Manley vive en Winter Palms, Florida. Inmigrante jamaicano y buena persona, sólo busca una existencia pacífica, lejos de las complicaciones del mundo moderno. Pero, aunque sus ambiciones son sencillas, el pasado sale a su encuentro, convirtiéndole en el principal sospechoso de un crimen que le relaciona con las raíces del vudú más oscuro y sangriento. “Mirando a las Estrellas” es una fábula moderna en la que nada es lo que parece. Y Charlie todavía menos. Autor: Los inicios del elusivo autor escocés conocido como A. F. Black tuvieron lugar a mediados de los años 90 en el mundo del guión televisivo bajo diversos pseudónimos. Considerado "el hombre tras la cortina" en numerosos proyectos de éxito, dio su salto literario con la publicación de "Con los Pies en la Tierra", su primera novela. En "Mirando a las Estrellas", retoma los ambientes y situaciones con las que cosechó magníficas críticas. En esta ocasión, traslada la acción del sur de California al de Florida sin abandonar la temática central de su obra: la inmigración. Traductor: David Prieto Esperamos que os guste. Si queréis una ilustración de portada para vuestra novela, siempre podéis poneros en contacto. Read the full article
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commissario-tanzi · 5 years
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Vudú sangriento (1974)
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movieposters · 7 years
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Vudú sangriento / Bloody Voudou (1974), Manuel Caño
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«Entre la piscina y las gardenias», Edwidge Danticat. Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar. Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano. Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla. En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses. La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito. Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar. Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él. Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor. He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Pòtoprens (Puerto Príncipe) nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora. Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído. La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía. Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto. Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas a colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho. Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina. Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños. Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama. –Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive. Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña. Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía. En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada. En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba. Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa. –Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros. Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida. –Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir. Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos raros con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí. El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé. La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor. Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano. –Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad? La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más. Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo. Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera. Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días. La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal. La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas. Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hace ya más de tres meses. Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso. Noté que me cogían del hombro mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso. Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme. –¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano. Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla. –¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí… Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas. –¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo. No me dio oportunidad de responderle. –Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad. –Actuaste demasiado pronto –dije. –Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación. –Me conoces –dije–, hemos estado juntos. –No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma. Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara. Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal. Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo. Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley. Autor: Edwidge Danticat
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35milimetross · 7 years
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‘Cult of Chucky’, el regreso del muñeco diabólico
“Puede que sienta un ligero pinchazo” es la frase de cualquier enfermera antes de una inyección y con la que Chucky nos invita a su nueva película. Algo nos dice que será más sangriento y doloroso que todo eso.
A falta de un año para su trigésimo aniversario, el muñeco diabólico que nos provocó miles de pesadillas de niños, Chucky, vuelve a la carga con una nueva entrega que reavivará nuestro peor recuerdo de la infancia.
El Culto de Chucky se estrenará en multiplataforma casera (DVD y Blu-Ray) el 3 de octubre en Estados Unidos y el 1 de noviembre en España. No es ninguna novedad este lanzamiento tan especial (que no pasará por las salas de cine) pues ya se produjo con su última entrega, La Maldición de Chucky, que tan buenas críticas cosechó entre la crítica y los fanáticos de la saga.
Para el recuerdo de los fans que desconectaron de esta saga, o para los que desconocen su trama, la heptalogía Child’s Play comienza cuando el criminal Charles Lee Ray se esconde, herido, en una juguetería y al filo de la muerte transfiere su alma mediante magia vudú a un muñeco Good Guy, la sensación de la época para los más pequeños de la casa. La única manera de volver a una forma humana es rehacer el ritual oscuro con la primera persona a la que revele su condición de juguete poseído.
Cult of Chucky, parte casi inmediatamente después del turbio final de su antecesora, donde la mujer asediada por el maníaco muñeco es ingresada en un manicomio acusada del asesinato de su familia. En él, Nica Pierce (Fiona Dourif) comienza a creer que Chucky (Brad Dourif) fue una ilusión de su trastornada cabeza, hasta que la inclusión de un modelo del muñeco en una sesión de terapia coincide con la aparición de nuevas víctimas, dignas del juguete poseído por el alma de “El Estrangulador de Lakeshore”.  Nica, postrada en una silla de ruedas, no sólo deberá escapar del sadismo del asesino, sino que intentará ejecutar una venganza por su familia y ella misma junto a la primera víctima de Chucky, el antes niño y ahora adulto Andy Barclay (Alex Vincent).
La serie Child’s Play decayó con la entrega de La Semilla de Chucky, una bizarra y pésima combinación de lo que una vez fue la saga y el humor absurdo de sus nuevos e insuficientes productores. Por suerte para todos, Don Mancini, su creador original, revitalizó el alma de los fans con su penúltimo film, La Maldición de Chucky, y ahora con el adelanto de la nueva entrega nos permite soñar con una película que nos retrotrae a aquellas escenas en el sanatorio de la primera historia. Sobre estas líneas les dejamos el Red Band tráiler subtitulado al español.
Ade Due Damballa, lectores.
  La entrada ‘Cult of Chucky’, el regreso del muñeco diabólico aparece primero en 35milimetros.
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weirdlookindog · 2 years
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Voodoo Black Exorcist aka Vudú sangriento (1974)
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shiningwizard · 10 years
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Voodoo Black Exorcist (Manuel Caño, 1974)
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weirdlookindog · 2 years
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Vudú sangriento (1974)
AKA Voodoo Black Exorcist 
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weirdlookindog · 2 years
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Voodoo Black Exorcist aka Vudú sangriento (1974)
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