Tumgik
#yendo en colectivo de acá para allá desde pequeños
comfortstars · 5 months
Text
cclingy nacidos para ser latinos forzados a ser británicos
22 notes · View notes
lasandanga · 5 years
Text
Los tres magníficos de la amnesia voluntaria
Por @Mandolina39 (A.K.A. Seller Best)
 “Se eu sou algo incompreensível, meu Deus é mais” (Gilberto Gil – Esotérico)
 Macelinho llega hasta la sede de nuestra logia corriendo, transpirado, jadeante, pobre. Viene desde Campinas, Brasil, es nuestro corresponsal allá, en la tierra de los negros que con dos latitas hacen música. Macelinho es negro. Grandote, fibroso, musculoso, es un mix entre Gilberto Gil y Edgar Davis. Con dreadlocks, no “rastas” como dicen los estúpidos. Son dreadlocks. Macelinho nos cuenta una historia que nos deja pasmados, nos estremece, nos hace reír y llorar por igual, nos duele y nos avergüenza.
Tuvo que venir a pie desde Campinas, porque nuestra logia no permite que uno viaje en transporte público cuando tiene alguna anécdota de una felonía monstruosa para contar. El temor es que no aguante y se lo cuenta a otro pasajero y el relato se desperdigue por ahí hasta perderse. No, tienen que venir a pie, si es corriendo mejor. Y Macelinho vino corriendo. Un cuadro.
Nuestra logia es secreta, tiene sede en Villa Urquiza, “Villurca” le dice el canillita, y se dedica a la conservación de ignominias. La que nos contó Macelinho hasta ahora rankea primera cómoda. Es verdad que no hay muchas, pero ésta tiene esa cosa de hit que ya se le ve de entrada.
Voy a contarla tal como me la refirió Macelinho. Tomé nota, no grabé, pero supongo que mi memoria ayudará a que no se escape ningún detalle.
 ********************************* Itamar Franco llegó a ser presidente de Brasil de pedo. Después de que lo voltearon a Fernando Collor, tuvo que asumir, en medio de una brutal acefalía. Pero tenía ambiciones de quedarse a vivir en el Planalto. Entonces, él, que era un viejo choto, se rodeó de pendejos progresistas y de coeficiente intelectual medio. Ni unos capos ni  unos boludos. Grises y un poquito audaces.
Itamar les encargó una tarde: quiero tener un periodista propio en cada diario importante, que escriba cuando haya que escribir y que calle cuando haya que callar.
De las relaciones juveniles de sus asesores, surgió la respuesta. Y se conformó el grupo. Eran tres: Tito Manes, Griselda Moch y el catalán Josep Sonatan. Esos componían lo que se dio en llamar “el núcleo duro”. El más alto, era Josep Sonatan, que además era el más jovencito. El más inteligente era Tito Manes. La más recia Griselda Moch.
Daba gusto verlos cenar (cenas opíparas, suculentas, bien regadas, con música de fondo de Keith Richart). Parecían los Thundercats preparando una misión. Se reían poco. Tiraban “escenarios para adelante”. Siempre acompañados por alguno de los jóvenes asesores de Itamar y, claro, por Keiht Richart.
Tito Manes trabajaba en el diario más importante, el más vendido (en el sentido de la circulación de ejemplares). Griselda Moch en el segundo y Josep Sonatan en el tercero y más progresista, aunque todos jugaban de progresistas, como siempre.
Manes, Moch y Sonatan, tenían acceso reservado, frecuente y garantido al presidente de la nación. Y ni hablar a los papers, planes, rumores, versiones y –digámoslo también- operaciones que desde el Planalto salían como pizzas. Todo era para ellos.
Y escribían, escribían. Ya llegaría el momento de callar. Pero para eso faltaría un buen tiempo. No mucho en realidad. Lo suficiente como para que nuestro trío pudiera saborear las mieles de estar y no estar en el poder.
Tanto habían confundido sus roles, tanta empatía tenían con sus fuentes, que a veces hasta fungían (verbo que le gustaba usar a un columnista de Minas Gerais de apellido Banfield) de voceros. Ellos mismos, si señor, sin más pedido que el de su conciencia.
¡¡Había periodistas que los llamaban a ellos para chequear información!!  
Y ellos respondían en ese confuso rol. No pasaban info posta. Esa se la guardaban, pero “orientaban” a los colegas menos privilegiados.
Todos los odiaban, hay que decirlo. En la alianza de gobierno que sostenía a Itamar los odiaban. Porque para el trío periodístico hablar con un ministro o un secretario era un embole. Tenían al presi o a su familia cuando quisieran. Para qué llamar a un burócrata cagón, se preguntaban. Y en los diarios donde trabajaban directamente los despreciaban. Un poco porque tenían buena información. Sus notas eran tapa seguro. Pero también por la petulancia que da el roce con la misma familia presidencial. Con el corazón del poder. Con el jefe de los servicios de informaciones. Con su segundo que les pasaba en un walkman escuchas telefónicas a colegas o empresarios. Y los tres sonreían. Una vez les pasaron una escucha protagonizada por el vicepresidente. Tremenda. Se quería levantar una mina y decía cursilerías a metralla. Ese día se puso tenso el aire. Sobre todo porque Tito Manes lo quería al vice. Griselda Moch lo apreciaba. Y Sonatan había aprendido a entenderlo.
Como les decía, estaban convencidísimos ellos. No dudaban. Tito Manes hasta llegó a escribir un libro sobre la metamorfosis de Itamar, queriendo decirle a la genchi que un reverendo idiota, por consejo de gente moderna y copada se había convertido en una mezcla de De Gaulle con Churchill con algunos toques de Köhl, una pizca de JFK y un cacho de Felipe González (su costado más perverso).
Tito se arrepentiría más tarde de esa obra abominable titulada, encima, con un gerundio. Griselda Moch también intentaría olvidar que una vez cada 15 días sacaba una nota en la que decía que el grupo de jóvenes asesores de Itamar era lo mejor que le había pasado a Brasil en todos sus años de historia. Más que el Amazonas, más que Pelé, que Garrincha. El catalán Sonatan era muy joven. Sí, se arrepintió de haber elogiado taaaaanto un spot publicitario en donde Itamar decía “Alguns filhos da puta tao falando por aí que eu sou uma pessoa nefasta. Porra irmao!!, será porque eu nao transo sem camisinha? Será porque no escreví essa merda da teoría da dependencia? Será porque eu acho que Caetano Veloso é viadao?”.
Cuatro notas Josep Sonatan. Cuatro. Para un spot publicitario. Se nota muuucho diría Niembro, en su frase hit.
Pero no nos vayamos por las ramas, dijo el macaco.
Porque el arrepentimiento vino después. Antes, todo era un colectivo yendo a 200 por hora rumbo a las grandes ligas, a los grandes restaurantes de París, Roma, Barcelona y London. “Me saqué una foto con Tony Blair, eso no me lo quita nadie”, diría después, cínica, una de las jóvenes asesoras de Itamar, de la que sólo conocemos su apodo: “La Pérfida Albión”.
Y Tito Manes, Griselda Moch y Josep Sonatan sonreían ante eso. Les daba vergüencita, un poco, les corría un aire por la nuca. Pero en fin. El deber mandaba.  Pero un día llegó el hecho que marcaría a fuego al trío. Un hecho extraordinario, voluptuoso. Inconmensurable.
Estaba Itamar sentado en un sofá individual de su despacho. A su lado, en otro individual “La Pérfida Albión”. Y en un sofá triple, Tito Manes, Griselda Moch y Josep Sonatan. Eran esos sofás de pana, esos que si pasás un dedo a contrapelo, hacés una rayita. Bueno esos. Muy cómodos, amplios. Tanto que en el de los tres periodistas podría entrar uno o dos más si se apretaban.
Era una reunión de rutina, en donde nuestros tres héroes iban a escuchar a Itamar y a alguno de sus jóvenes ayudantes con la intención de volver  a la redacción con algún dato que pudiera marcar, o bien la portada, o bien el “análisis” que también hacían. No el análisis onda lo que hacen acá Morales Solá y esos. Ellos en una nota metían el parrafito de “análisis” y cumplían con todo y con todos. Un datito, una lectura, una frase original, alcanzaba.
Decía que era una reunión de rutina. Itamar estaba contando sus típicas imbecilidades que a ninguno de los tres les importaba.
Hasta que en un momento señores. Créanlo. En un momento de silencio. No va Itamar y se desgracia.
Si señores, se le escapó un pedito.
Más bien sonoro eh? Nada de ese al que se le dice “Luis” porque hace “sssss”. No, no, no, un pedito con todas las de la ley. Tampoco una bomba, pero un pedito bien reconocible.
Ay dios, no haber tenido una cámara para retratar el segundo posterior al pedito.
Tito Manes, Griselda Moch y Josep Sonatan ahí adelante. Mirando hipnotizados.
Sin moverse, sin mirarse, haciendo todo el esfuerzo por no desviar sus ojos de los de Itamar.
Sabían que si alguien se movía, estallaba todo. Se pudría todo.
Todo quieto. Dos segundos de oro.
El sillón, como se dijo, era de pana, no de cuerina, que podría haber generado un ruido similar al del pedo por causa de un movimiento. No, Itamar estaba sentado quietito como una estatua. Con las piernas cruzadas. Y por ese conducto señores, por ese puente de Niteroi, pasó el gas a toda bala, con un pequeño rugidito.
“La Pérfida Albión”, para peor,  miró al sillón de Itamar en el instante del pedo. Y luego se hizo la boluda también olímpicamente. Itamar siguió hablando como si nada.
Pero nuestros héroes estaban ahí, petrificados. Queriendo que mamá les de la teta, o que el abuelo los lleve a la calesita.
Ni pestañearon los turros, ojos bien abiertos, secándose a velocidad crucero, y ellos sin pestañear.
Inmóviles. Griselda Moch, a los tres segundos, sólo atinó a sacarse un mechón de pelo que había caído sobre su ojo.
Los demás, estatuas. Nadie se quería mirar, ni tocar. Ya nadie se escuchaba, obvio. Tras que lo que decía Itamar era una pelotudez, el sonido de GNC hizo que todo lo demás les chupara un huevo.
Pero mis amigos. Eso no fue el final.
A los cinco segundos. A los seis segundos, señores. Cuando la tensión parecía empezar a disiparse. Cuando los músculos comenzaban a aflojarse. Cuando se pudo volver a respirar. Sí a los seis o siete segundos. Pasó lo peor.
Pintó la baranda.
Era un olor que nadie había sentido nunca antes. Apestoso. Nauseabundo. Horrible. Tremebundo.
Tan penetrante que nuestros héroes debieron dejar de respirar otra vez. Y empezaron a pestañar más rápido. Nadie quería hacer una aspiración un poquito fuerte, como cuando te metés un moco para adentro, un snif. Porque implicaría hacer el comentario letal: “Che, qué olor a mierda”.
No entraba aire por la nariz. La boca fungió (otra vez el verbito) de conducto.
“La Pérfida Albión”, imperturbable hasta ese momento, se acomodó suavemente de nuevo en su sofá y clavó sus ojos en el techo, como buscando algo.
Itamar seguía hablando como si nada. En ese momento comentaba algo sobre el incremento de la exportación de “Camarao palito”. A nadie le importaba.
¿Y qué hicieron nuestros tres ídolos? Uno pensará “bueno, alguno dijo voy al baño un segundo salió y vomitó”, otros dirán que no, que le pidieron a “La Pérfida Albión” que abra la ventana un minuto, que hacía calor, en fin. Reacciones normales.
No señores. Tito Manes, Griselda Moch y Josep Sonatan se fumaron el pedo en silencio.
Se lo aspiraron entero señores. Sin decir ni pío.
Sin siquiera ponerse la mano en la nariz, como haciendo que les picaba y de paso intentar sentir el olor a piel.
Nada. Impertérritos los tres. Haciendo que escuchaban, saboreándose el pedo más desagradable de la historia do Brasil.
El pedo de la feijoada más rancia que alguna vez se haya cocinado en el mundo.
Josep Sonatan, como les decía, el más, joven, algo más osado. Recordó que el día anterior Itamar había hecho una gira por Pernambuco. “¿Qué mierda habrá comido este hijo de puta” pensó muy, pero muy para sus adentros.
Pero nadie dijo nada. El olor tardó en disiparse unos 6 o 7 minutos. Que parecieron eternos, lógico.
Pasaron 10 minutos más y la charla concluyó tan amena como había empezado. Itamar le tuvo que mover el brazo a “La Pérfida Albión” para avisarle que había terminado. Ella seguía con los ojos clavados en el techo.
Ante el aviso murmuró algo respecto de la humedad que se filtraba, una tontería así y acompañó hasta la salida del Planalto a los jóvenes jornalistas.
La caminata fue acompañada por un sacrosanto silencio. Habitualmente dicharacheros, esta vez, iban mudos. Escuchaban sus pasos. El sonido de los tacos de Griselda Moch y el “crich crich” que hacían las suelas de las All Star del catalán al despegarse del suelo.
“Bueno, bien, ¿no?” preguntó de forma “La Pérfida Albión” que quería volver rápido a su oficina. “Bien, bien”, respondieron los tres, bajito. Besos a los tres y adiós.
Tito Manes, Griselda Moch y Josep Sonatan atravesaron la plaza frente al Planalto en silencio. En un momento, Sonatan no pudo más y preguntó: “¿Cómo se cagó el amigo, no?” y a renglón seguido, “qué hijo de puta”.
Terror. Griselda Moch miraba para todos lados, cogoteaba, para ver que no hubiese nadie cerca que pudiera escuchar la herejía. “Y sí, bueno, a veces pasa” minimizó Tito Manes que seguía afectado y sentía que esa baranda nunca más se iría de la napia.
“Pero es un hijo de puta” insistió el catalán para pavor de sus colegas. “Si se caga así nomás adelante nuestro, sin importarle absolutamente nada, imaginate como va a manejar el país”, tiró. Griselda Moch, se enojó: “Bueno boludo, ¿vos no te tirás pedos? ¿O los tuyos tienen olor a rosas?”.
“No flaca”, aceptó Sonatan, “pero entre el olor a rosas y ese olor hay una gama tan grande que….”.
 Ahí quedó todo.
Nunca se contó nada más. El caso fue sepultado en un juramento implícito entre los tres periodistas y –a distancia- “La Pérfida Albión”.
 Ese episodio fue simbólico. Ahí aprendieron a callar.
 Y el Gobierno siguió adelante. Y los tres escribieron muchas pero muchas notas, la mayoría de ellas de tapa. Ganándose tapa a tapa el odio de sus colegas.
El Gobierno terminó mal. Con algunos quilombitos digamos. Un bardo que puso en riesgo la vida y la libertad de terceras personas, como dirían los abogados.
Y ellos, que estuvieron ahí, al lado, callaron.
Ellos, que se fumaron el flato de Itamar, callaron.
Escribieron cuando tuvieron que escribir y callaron cuando tuvieron que callar. Mantuvieron la lealtad a un viejo execrable y a una bandita de forros que creyeron –como Skeletor- que iban a manejar el mundo.
No sabemos si es para felicitarlos o para fusilarlos.
Pero callaron.
No contaron nada. Y mirá que vieron pasar de todo eh? Si, eso también. Plata también vieron pasar.
No sabemos si hacia sus bolsillos. Dejémosle el beneficio de la duda. Suponemos que es gente honorable. Que hicieron lo que hicieron convencidos.
Pero estimados Tito, Griselda y Josep, el pueblo merece más de ustedes, quiere saber qué pasó. Quiere que le cuenten la decadencia, ustedes que fueron testigos privilegiados.
Pero no, callaron.
Y dejaron el periodismo, claro. Ese noble oficio, el mejor del mundo según García Márquez. 
Hoy nos cuentan que Tito Manes se exilió en Canadá, en donde se dedicó a la ficción, si concedemos que todo lo que escribió durante la gestión de Itamar fue “realidad”.
Griselda Moch se puso a revisar su árbol genealógico en procura de encontrar algún sentido a sus pesadillas. Nos dicen que está casada con un pariente lejano del consultor Jaime Durán Barba, pero no lo sabemos.
Josep Sonatan, anduvo por ahí, fue, vino, la jugó de intelectual, escribió papers, conoció glorias de la politología y por ese mundo debe andar. 
Algunos suponen que en algún momento de sus vidas no podrán seguir con la culpa y hablarán. Otros afirman que ya lo hicieron, pero no en público. Ante sus analistas, o sus parejas, o sus amigos.
O povarao sonámbulo, espera aún novedades. Tarde o temprano van a llegar.
Quizá cuando Keith Richart vuelva a tocar de fondo, en ese casette, en ese walkman.
2 notes · View notes
encafeinada · 3 years
Text
La cita que no apareció
Fui a un bar a esperar a alguien que nunca llegó. Puede sonar dramático, pero a fin de cuentas creo que terminó siendo liberador.
Déjeme explicarme.
Después de todos estos meses atravesados por restricciones y botellas de alcohol en gel, llegó un punto en el que conocía cada grieta de las cuatro paredes de mi habitación. No había ninguna mancha nueva por descubrir. Así que decidí aceptar una cita con alguien con quien previamente solo me había comunicado por mensajes. Le gustaba Oasis, con eso me convenció. Después de todo, ya tenía los ojos colorados de tantas horas mirando películas. Era momento de ver un poco del mundo exterior.
¿Jean o pollera? Pollera, porque voy a ponerle un poco de variedad a mi día. ¿Colectivo o bicicleta? Bicicleta, porque el colectivo grita COVID. ¿Son compatibles mis dos respuestas? Sí, se puede manejar la bicicleta en pollera. Está chequeado.
Llegué temprano a la zona céntrica de la ciudad. Compruebo mis mensajes para encontrarme conque mi aviso anunciando que estoy saliendo no fue ni leído. «Sí, dale, nos encontramos por ahí», fue lo último que él me había dicho. Hmmm…
Ato mi bicicleta en un poste y me pongo a caminar. Desde lejos probablemente me veo muy segura. Como la mayoría de las personas en la calle, parece que camino decidida con un lugar en mente al que llegar. Pero no. No sé adonde estoy yendo. Me acuerdo de una librería que quería conocer; está en la zona, así que me dirijo allá.
Las cinco personas que estaban dentro del local están paradas, mirando los libros desde lejos. Nadie habla mucho entre sí. Parece una sala de espera. No sé si debo sacar turno, si puedo pasar, si no. Yo solo quería explorar un poco. Saludo y nadie me contesta. No tengo mucho más que hacer, por lo que me pongo el alcohol en gel que está en la entrada y me quedo mirando. Esta es la librería más rara a la que entré, pienso.
El señor enfrente de mí saca su celular y envía un audio preguntando a su contacto por el pedido que al parecer venía a retirar. Luce como un cadete. No sabía que también podes contratar a gente que pase a buscar tus libros. Estoy confundida. El lugar es deprimente, me vuelvo a poner alcohol en gel y me voy.
La librería no funcionó, vamos por el café. Una llovizna suave comenzó a pintar el pavimento. Me pongo la capucha y reviso mi celular. Nada. Vuelvo hacia mi bicicleta y me voy caminando con ella hacia un pequeño café que, al igual que la librería, tenía guardado en Maps y quería conocer. Por suerte la gente allí respondió a mi saludo. Entré y pedí una mesa para dos.
«Estoy en Canela Fina. Si querés tomamos algo acá, hasta las 18 hs estoy», le escribí en un mensaje. Un chico me trajo la carta y pedí un cappuccino con tiramisú. A esta altura sabía que aquel no vendría.
El bar fue el refugio perfecto de la lluvia. Música tenue, personas amables. Desde donde estoy sentada veo perfectamente a la gente que va llegando y consulta si hay mesas disponibles. Entra una pareja de oficinistas —o al menos esa es la profesión que imagino yo. Están vestidos sólo de blanco & negro. Incluido el bebé que llevan en brazos, su sillita y su mantita. Parecen salidos de un catálogo. La elegante familia se sienta detrás de mí, en silencio. Ni el bebé dice ajó.
Llega mi cappuccino a manos del chico, que parece muy apresurado y con la mente en mil cosas. Le agradezco y desaparece. El bar llegó a su límite de capacidad según el protocolo y las personas que están afuera miran fijamente a quienes estamos dentro, ocupando las preciadas mesas. Me siento un poco intimidada. Como si me devoraran el tiramisú con la mente. Bajo la vista a mi café y escucho a la pareja de modelos hablar eufóricamente. Me sorprendo y volteo disimuladamente. Resulta que conversaban por teléfono, no entre ellos. Qué desilusión. El hombre corta antes que ella, y tan pronto como la mujer termina de sonreír y saludar a su interlocutor, vuelven a estar en silencio, mirando la pantalla del celular. Hasta la criaturita está callada, la durmió el aburrimiento.
No quisiera llegar a su edad y estar así en compañía de alguien más. El problema no es el silencio, es el estar mentalmente en espacios diferentes. Parecen forzosamente juntos. Una cuestión logística.
Tomé lo último del café y volví a mirar el celular. Ningún mensaje. Aún faltaban 40 minutos para las 18 hs. No terminé mi tiramisú que llamé al mozo para pagar la cuenta. Antes de salir volví a pispear a la pareja. Seguían con sus respectivos celulares, pero ahora el bebé estaba despierto mirando la nada. Sentí un escalofrío y me fui.
Volví a casa sin mojarme, las densas nubes se habían disipado. No fue hasta la medianoche que recibo un mensaje:
«Estuve todo el día sin batería y me olvidé el cargador».
Su justificación tenía más vacíos legales que Caso Cerrado, pero no me molesté en contestar. Tampoco volví a hablar con él.
Después de todo, el día no estuvo tan mal. El encuentro con él fue solo la excusa. A veces es bueno no tener muchas expectativas. Así te dejas sorprender y disfrutas de lo que sucede, sin esperar nada de nadie, ni siquiera un saludo del personal de la librería. Aunque… la verdad, no creo que la pareja de modelos llegue a casa ansiando lo mismo, mas bien todo lo contrario.
0 notes
Text
Last Patagonian Standing
Suena el teléfono. Vibra más bien, sobre libros que descansan entre bandejas y cosas que están ahí desde hace días esperando algún milagro mariekondiano. Mensaje de la fiscalía: "Estamos saturados, Nahuel está en la calle desde las 7, hay un patrullero que sale para la zona del puerto que te va a pasar a buscar". "Que te va a pasar a buscar...", una bien al menos, pensé. "Ok", respondí, mientras estremecía los ojos aún dormidos, no tenía otra alternativa tampoco. Me desperecé como pude y comencé la rutina de cada mañana previa a la cuarentena: Baño, ducha, ropa, café, tostadas, tiempo cronometrado por la falta de ritmo que había impuesto el encierro. Entre paso y paso me asomaba por la ventana para ver si mi diligencia aguardaba afuera. Por fin se oyó el sonido de un motor en marcha y bajé con una mezcla de entusiasmo por volver a sentir el aire fresco, y decepción por la tarea anodina que me deparaba el día.
En el patrullero se presentaron Menéndez y Carrasco, ambos con barbijos y guantes, los cuales yo no traía, no por despiste sino por desidia. Teníamos que pasar por la casa de la enfermera que nos iba a acompañar en el procedimiento, ella era la que me iba a poder proveer los elementos necesarios para obrar “como dicta la ley”.
Pasamos locales cerrados, plazas desiertas, y colectivos fantasmas. El panorama era el de un domingo temprano cualquiera, sólo que se extendía a lo largo del día, y se repetía durante toda la semana. Llegamos y la susodicha nos esperaba en su auto, también cubierta por guantes y barbijo. Carrasco que iba en el asiento del acompañante le explicó que íbamos para la ruta, que nos siguiera. "Para la ruta", la situación comenzaba a volverse un tanto extraña, pero dada mi falta de experiencia en el tema me limité a observar por el enrejado de mi ventana el paisaje costero. Carrasco me ofreció mate pero gentilmente lo rechacé alegando mi reciente desayuno. "Igual no te iba a dar, mirá si me contagias y nos morimos todos", y se echaron a reír con Menéndez que hasta el momento había permanecido en silencio. Humor patagónico, seco y frío.
Detrás nuestro venía Mónica, también con mate en mano, atenta a la dirección que tomáramos, como si un giro brusco la fuese a dejar perdida en una ruta tan llana como recta. Cruzamos un arroyo y Menéndez dijo entonces, "Es por acá... ", lo cual me sonó a que no sabía muy bien hacia dónde estábamos yendo. Pronto confirmaría mis sospechas. Tomamos el siguiente camino de tierra en dirección al mar y anduvimos 3 o 4 kilómetros, hasta dar con un desvío de vuelta al sur. Nos detuvimos y Carrasco sacó su teléfono para corroborar las indicaciones recibidas. "No... hay que seguir", dijo, mientras interpretaba el mensaje cifrado. Nos pusimos de vuelta en marcha y llegamos a un cruce, un desafío mayor que ameritó un debate más extenso. Luego de algunos minutos, en los que permanecí en silencio ante el desconocimiento de las órdenes recibidas, ganó la postura de Menéndez y fuimos hacia el norte por un sendero de pasto poco transitado, hasta dar con la tranquera de una estancia, "Santa Lucía". Menéndez detuvo el auto y permaneció en silencio, los hombros se le contrajeron y el temple antes solemne había descendido consumido por la derrota.
Carrasco, que seguía con la mirada fija en el teléfono, remató, "había que seguir derecho no más". Se acercó Mónica ya lista con valijita en mano y la pusimos al tanto de la situación. Dimos media vuelta y retomamos el camino de tierra que se volvió ripio, y algunos kilómetros más adelante, arena, hasta dar con la playa. Finalmente nos detuvimos y pude estirar las piernas, los brazos, y la cara. El viento del mar me despabiló rápidamente y pude ver con claridad en dónde nos hallábamos: En el medio de la nada. Kilómetros de playa y escolleras hacia el norte, kilómetros de playa y escolleras hacia el sur, ni una sóla pista de presencia humana a la vista, aparte de los cuatro expeditivos que estupefactos permanecíamos callados.
"¿Es acá?", pregunté risueño, sin entender del todo si seguíamos perdidos. Menéndez lo miró a Carrasco y éste leyó de su teléfono, "Es una denuncia por incumplimiento de cuarentena... y... hombre adulto que se vio yendo en dirección a la playa...", hice algunos pasos hacia el mar y desde allí giré en 360 grados para localizar a nuestro fugitivo, pero sólo di con unos lobos marinos que correteaban a lo lejos sobre la orilla. Las miradas de desconcierto eran absolutas, golpee mis palmas para traerlos de nuevo a tierra y continué, "¿Qué hacemos?". Menéndez, en un esfuerzo sobrehumano por no desmoronarse, infló el pecho y sentenció, "No podemos volver sin encontrarlo, ya llegamos hasta acá". Había en esa declaración, y en toda su persona, una mezcla de servicio por el cumplimiento del deber, y vergüenza por no volver con las manos vacías luego de semejante travesía. Pero más que envalentonarnos su respuesta nos dejó con el ánimo por el suelo. Mónica se predisponía a guardar su valijita y Carrasco, con ambas manos en los bolsillos del pantalón, ya no miraba su teléfono.
Una vez más desafié a Menéndez, "Bueno, ¿Para dónde?", lo cual quizás fue un exceso de mi parte, pero visto que me habían sacado de la cama para arrastrarme hasta allí merecía una satisfacción. Su respuesta no tardó en llegar, me clavó la mirada y apretó los labios sabiendo que tenía razón, y que él nos debía guiar hacia el NN en cuestión, volteó hacia el norte y señaló las escolleras, "Para allá".
Ese fue el punto de partida de nuestro trayecto a pie por la playa. No sé qué fue que lo inspiró a Menéndez a señalar en aquella dirección, pero luego de 20 minutos de caminata logré divisar una persona diminuta a lo lejos, parecía ser que nos habíamos topado con nuestro hombre. Dada mi ansiedad, y mis ganas de terminar con aquella odisea, me adelanté a la caravana y les saqué un tranco largo. Miré hacia atrás y las tres figuras se encontraban casi tan lejos como la del sujeto en dirección contraria. "Esto va a llevar un buen rato", pensé, y les hice señas para informarles de mi hallazgo. Carrasco, que era una cabeza más bajo que Menéndez, alzó un brazo en alto, en signo de aprobación, o eso es al menos lo que interpreté. De todas formas no iba a esperarlos, por lo que continué mi recorrido. Ya era casi mediodía, las nubes tempraneras se habían disipado y el sol estaba en su punto más alto, sus rayos no azotaban con violencia sino que más bien brindaban una luz cálida, propia del otoño iniciado días antes.
Crucé la primera escollera y pude contemplar mejor a aquel misterioso personaje: un hombre mayor parado bajo la sombra del acantilado, delante de él una caña de pescar incrustada entre las rocas, y dos perros que corrían libres refrescándose con el vaivén de las olas. Mi marcha, a pesar de presurosa, no era la más óptima, llevaba zapatos en mi plan de cubrir la presencia del Fiscal, ocupado seguramente en asuntos más glamorosos. Ya más cerca los perros salieron a mi encuentro; traté de no darles señales de juego pero fue en vano, el más pequeño saltó detrás de mí y limpió su patas delanteras en el pantalón. No me importó, primero porque no podía ver el daño, y segundo porque a esa altura era el último de mis problemas. Trepé con cuidado las resbaladizas piedras de la escollera y me detuve a unos siete metros de distancia del furtivo, no por recomendación epidemiológica sino por respeto al ermitaño, gente de personalidad arisca y desconfiada. 
Había estado observando todas mis peripecias hasta allí con una serenidad envidiable, de vez en cuando volteaba para custodiar su caña, y volvía sus ojos cristalinos hacia mí. De tez oscura teñida por el sol, y arrugas marcadas que corrían por su cara como los arroyos que nos separaban entre las rocas, parecía ser uno de esos guardias de antaño que habitaban solitarios en los faros. Levanté mi brazo y agaché con levedad mi cabeza, en señal de saludo, o reverencia, la cual fue correspondida de la misma manera. Detrás mío aparecían ya los rezagados, a paso lento pero constante, sufrido, según el color de sus rostros. 
"¿Pescando?", pregunté. Giró su cabeza, examinó sobre mi hombro a la enfermera junto a los dos policías, y de vuelta hacia mí asintió con la cabeza una vez, y volvió a lo suyo. No creyó necesario gastar palabras en una pregunta tan obvia como innecesaria, y estaba de acuerdo con él en eso. Las olas que rompían con vehemencia contra las rocas llenaban el silencio de una escena más que absurda. Asentí, comprendiendo que mi trabajo allí estaba terminado, no tenía más que hacer. El mar no entiende de burocracias.
Bajé en cuclillas y fui al encuentro de la tropa.
-¿Qué pasó?
-Ya está todo.
-Pero hay que llevarlo.
-Ya le tomé los datos, tiene permiso de suministro alimenticio, cuando termine vuelve a su casa.
-¿Y los síntomas?
-Cumplió las dos semanas de aislamiento.
Mis respuestas parecían haberlos dejado sin aliento, o quizás eran los kilómetros de arena recorridos; de todas formas, ya no me importaba, así que retomé las huellas para iniciar el regreso. El resto quedó dubitativo unos instantes, quizás juntando fuerzas para el retorno, y se unió a mi marcha.
Una vez en el patrullero acordamos una historia que dejara bien parados a los oficiales: el hombre fue esposado y llevado a su residencia, allí la enfermera le dio el parte médico, y éste aceptó las condiciones. Todos contentos.
En la ruta recordé aquellas historias sobre El Dorado, cuyas puertas quedaron selladas por sus habitantes para evitar una invasión devastadora. Hay lugares y personas a los que el mundo no debe llegar.
0 notes