Tumgik
Año 1. Capítulo 5 (IX, X)
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IX.
Con el corazón palpitante, Severus atravesó la estación de King Cross. Una densa cortina de vapor anunciaba un septiembre frío; un letrero colgante de un dosel marcaba el número del andén: 9 y ¾  con letras doradas y un rótulo sobre la máquina principal anunciaba: Expreso de Hogwarts. La despedida de Eileen había sido parca. Por un momento le pareció ver cierto aire de alivio en su rostro, cuando esperaba ver algo de tristeza o lágrimas de felicidad, como todos los demás padres que despedían a sus hijos. Ellos se abrazaban y lloraban al despedirse, besando frentes y agitando las manos en el aire, felices y tristes a la vez, pero su madre nada. Ella solo parecía aliviada. Quizá aliviada de deshacerse por fin de él. Como muchas otras veces, Severus sintió un nudo en la boca del estómago, pero no dijo palabra alguna; había contemplado a los Evans, a escasos metros de donde su madre y él estaban parados. Le había costado trabajo no carcajearse cuando Petunia Evans atravesó el muro de ladrillos en King Cross, segura de que se estrellaría contra la pared. La madre de Lily miraba todo, embobada, como niña pequeña. Señalándolo todo, los niños y niñas, las lechuzas, los gatos, las familias que le parecían extrañas. El padre también parecía emocionado. A su lado, una joven mujer les daba lo que parecía ser una indicación y el señor Evans le prestaban su total atención. Un par de adultos cruzaron palabras con ellos y parecían emocionados, no de llevar a sus hijos sino de, Severus comprendió, poder charlar con una familia muggle. Distraídos como estaban, no notaron la pequeña tormenta que se desarrollaba entre sus hijas; Petunia estaba muy enojada y Lily, tomándola del brazo, le susurraba algo de forma insistente con la angustia marcada en el rostro. Un par de chicos sí que se dieron cuenta y se rieron entre ellos, divertidos, mientras las miraban con cierto desprecio.
Por un momento, Lily pareció muy molesta y el rostro de Petunia se volvió rojo escarlata, Lily miró a Severus con aire de culpa y Petunia también, pero esta le lanzó una llameante mirada. “¿Qué rayos está pasando con ellas?”, pensó, cuando el silbato del tren pitó dando la última señal para abordar. Bajó la cabeza y miró la punta de sus zapatos, mientras se daban los últimos abrazos apresurados, los besos en la frente, las lágrimas de algunas madres…
Después, los alumnos abordaron al expreso y Lily con ellos, con las lágrimas corriéndole por el rostro. Severus no entendía por qué demoró hasta el último instante, puesto que no había abrazo, lágrimas, ni último beso que recibir por parte de Eileen. Solo un último gesto, la mano de su madre acariciando su cabello y adiós. ¿No debía estar saltando de alegría por aquello?
—Sé cuidadoso, Severus —dijo Eileen de pronto —. Los amigos que hagas en Hogwarts serán para toda la vida. Y los enemigos también. Debes destacar en tu casa. Y donde sea que vayas.
Severus la escuchó frunciendo el ceño.
—Yo seré Slytherin como tú, mamá.
Esperó a que ella lo mirara directamente, pero no lo hizo. Mantuvo la mirada firme sobre el esmalte de la locomotora.
—No tienes qué —murmuró.
Severus abordó por fin, preocupado y apesadumbrado; solo hasta ese instante lo asaltó el recuerdo de que él se iba, pero Eileen se quedaba sola, Tobías. Miró por la ventana una última vez a su madre, pero ya había desaparecido y Severus avanzó por el pasillo, buscando a Lily.
Caminó entre la ola de estudiantes alborozados, lechuzas ululando y un grupo de chicos haciendo bromas a todo aquel que se atreviera a meter la mano en una urna de madera que llevaban. Intentó pasar de lado pero chocó de frente con un grupo de fornidos alumnos (quizá de séptimo curso) y luego volvió a tropezar con algunas chicas que lo miraron con desagrado. Todos parecían tener mucho que hacer fuera de los compartimientos. Una bengala de humo recorrió el pasillo velozmente y Severus pegó la espalda contra la pared.
—Eres de primer curso, ¿verdad?
La voz cargada de autoridad lo detuvo en seco; Severus dio la vuelta de inmediato.
—Sí, sí, yo…
—Busca lugar en aquel vagón, el del fondo.
El joven que le hablaba ya portaba el uniforme del colegio en color verde. Era muy alto y de cabello muy rubio, casi blanco y arrastraba las palabras al hablar. Severus notó una pequeña placa con una gran P que se adhería a su túnica y Severus se dio cuenta de que era uno de los prefectos.
—Gracias…—murmuró, pero el muchacho se alejó de inmediato.
El último vagón también estaba lleno de movimiento. Algunos chicos como él, no sabían dónde tomar sitio y Severus buscó por todas las ventanillas hasta que encontró lo que buscaba: sentada en un rincón de un asiento, Lily contemplaba el paisaje en movimiento por la ventana. Dentro del compartimiento ya había dos chicos más, charlando amenamente. Sin prestarles mucha atención, pasó por encima de los pies de ambos. El rostro de uno de ellos le pareció familiar, pero siguió de frente hasta poder sentarse frente a Lily, cuyo rostro estaba apretado contra el cristal. La niña lo miró un momento y volvió a la ventana. Parecía profundamente afligida.
—Lily…
—No quiero hablar contigo —susurró.
—¿Por qué no?
—Tuney m—me odia —sollozó —. Por ver la carta que Dumbledore le envió.
—¿Y qué?
Lily lo miró con mucho desprecio.
—¡Qué es mi hermana!
—Ella es solo una…
Se detuvo a tiempo. Pensó que sería muy tonto decir aquello, puesto que a Lily le ofendía tanto como a Petunia la denominación. Lily se secaba las lágrimas que aún salían y Severus pensó que por fin estarían lejos de su entrometida y chismosa hermana, cuya envidia por Lily enervaba a Severus. Ya no estarían ella, con sus celos y sus berrinches, ni Tobías, impidiéndole ser quien era, ni barreras para poder hacer lo que quisiera. Ya no tendría que contenerse. Ni esconderse. Nunca.
—¡Pero nosotros nos vamos! —dijo de pronto, consciente de aquello y hubo un dejo de profunda emoción en su voz —. Es el momento, ¡Nos vamos a Hogwarts, Lily!
Lily se restregó los ojos. Asintió ligeramente y no pudo evitar sonreír. Por fin estaban ahí. Después de casi dos largos años soñando con el momento, ya estaban sentados en un tren, en marcha a la escuela más maravillosa que jamás hubieran imaginado. Severus la miró sonreír y se sintió más relajado. Detestaba verla llorar. Dejó escapar un suspiro de satisfacción y luego, la miró con mucha gravedad.
—Ojalá te pongan en Slytherin… —dijo y Lily sonrió aún más y estaba a punto de decir algo, cuando fueron interrumpidos por uno de los chicos a su lado:
—¿Slytherin?
Ambos niños giraron la cabeza para mirar al chico que había abierto la boca; el niño, de revuelto cabello negro azabache y ojos color avellana les miraba, concretamente a Severus, con una mueca de desdén en el rostro. Soltó una leve risita y miró al chico que estaba desparpajadamente sentado frente a él, junto a Lily.
—¿Quién quiere estar en Slytherin? —prosiguió —. Creo que mejor me voy, ¿te vienes?
El chico, que a Severus le había parecido tremendamente familiar al entrar, giró sus ojos con aire de duda hacia Severus y luego hacia su amigo y no sonrió para nada.
—Toda mi familia ha sido Slytherin —informó.
—¡Rayos! —soltó el primer chico —. Y a mí que me parecías normal…
El chico de ojos grises, de nombre Sirius y apellido Black, alzó un dedo al mirar a Severus y sonrió con malicia. Severus de golpe recordó donde lo había visto: en el corredor de magia, en el Festival de la Luna…
—Quizá rompa la tradición —dijo Sirius —. ¿Adónde te irías si tuvieras que elegir?
El chico de cabello oscuro sonrió y alzó una mano victoriosa, como si sostuviera una espada invisible.
—¡Gryffindor! Donde habitan los valientes de corazón, como mi padre —anunció.
Sirius sonrió, Severus soltó una velada burla y Lily puso cara de sorpresa.
El chico se giró a verlo con desagrado.
—¿Tienes un problema con eso? —espetó.
Severus se encogió de hombros.
—No —dijo, con mucho desprecio —. Si prefieres los músculos sobre el cerebro…
—¿Adónde esperas ir viendo que no tienes ninguna de las dos cosas? —interrumpió Sirius.
El otro niño soltó una carcajada y Lily abrió mucho la boca de indignación. Severus estaba a nada de comenzar una pelea y Lily, enfadada, se puso de pie y tomó la mano de Severus que parecía a punto de saltarles encima.
—Vamos, Severus, busquemos otro compartimiento —dijo Lily, mirándolos con desagrado.
—¿Severus? —escupió el chico y ambos niños se echaron a reír burlonamente, imitando el tono arrogante de Severus. El chico de cabello oscuro intentó empujar a Severus al pasar, mientras Sirius le puso ambos pies y por un instante, Severus estuvo a punto de estrellarse contra el piso.
—¡Déjenlo en paz! —chilló Lily y tiró de Severus con fuerza, mientras ambos chicos se reían aún más. Salieron del compartimiento a tropezones, Lily enojada, Severus ligeramente avergonzado de haber sido maltratado de esa forma tan pronto.
El ojo de Sirius se cerró en dirección a su acompañante y abriendo mucho la boca y cerrando la puerta de un golpe, gritó:
—¡Nos vemos después, Quejicus!
Hubo sendas carcajadas a eso, mientras ambos chicos se sujetaban el estómago, conteniendo la risa. El otro chico se puso serio de golpe.
—No entendí —admitió —. Pero es un buen nombre.
—Lo conocí en el festival de la Luna —respondió Sirius —. Se quejaba todo el tiempo.
Lily negaba con la cabeza y discutía al aire mientras miraba otros compartimientos. Severus la siguió, rabioso y avergonzado, diciéndose así mismo que no podía tener tan mala suerte como para terminar en la misma casa que el odioso de Sirius Black.
°  °  °
Un chico muy delgado y nervioso abrió la puerta de uno de los compartimentos del tren. Ya había un par de chicos ocupando asientos; una niña de cabello corto y color rubio paja, que evidentemente se sentía mal y un chico de muy baja estatura, regordete, rubio y de ojos azules y llorosos. El chico lo miró tímidamente y desapareció detrás de la revista que leía. Una revista muggle. Al menos conocía eso. Miró ansiosamente a ambos niños y esbozó una sonrisa tímida.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó con cautela.
El chico asintió sin decir una palabra, así que el recién llegado tomó asiento frente a él, junto a la niña y sujetó con fuerza su mochila. Ya se había puesto la túnica del colegio, un poco deslavada porque era de segundo uso. Uno de sus primos se la había heredado. Se revolvió el cabello ansiosamente y miró a sus acompañantes, deseoso de entablar una conversación con alguien, pero ninguno de los dos se volvió a verlo en ningún momento. El chico se sentía muy cansado. Había pasado una noche de insomnio terrible pensando en su condición y lo difícil que sería ocultarlo cuando estuviera en el colegio. Ya era bastante difícil en casa, donde la mayoría de la gente que le conocía y conocía su secreto lo trataba con frialdad y al verlo pasar le dedicaban una gélida sonrisa, como si fuese elección suya ser como era. Casi había perdido la esperanza de asistir al colegio. Cuando llegó su carta saltó de alegría, pero la alegría se empañó de inmediato con la sacudida y aterrizaje al mundo real que su padre le dio.
Remus John Lupin era un licántropo. Un infortunado accidente con un licántropo cuando solo tenía cinco años había marcado sus noches para siempre con esa maldición en el cuerpo; cada luna llena, a Remus le salía cola, se cubría de pelaje oscuro, le brotaban colmillos y le aullaba al astro nocturno, clamando por comida. Aquello no le facilitaba, si no es que simplemente le impedía poder asistir al colegio como cualquier otro chico con la fortuna de ser seleccionado. Su padre había ido hasta el colegio mismo para hablar con el director mientras Remus esperaba ansiosamente en casa. Cuando regresó por fin, traía las mejores noticias: el director le había asegurado que ya había tomado cartas en el asunto y le prometió a su padre que la estancia de Remus en Hogwarts sería algo complicada, pero que podría asistir. Podría ser parte de algo. La chica golpeó con la frente la ventanilla del tren y lo sacó de sus pensamientos.
—¿Te sientes bien? —preguntó Remus, pero entonces, la puerta se abrió violentamente y una chica con una larga mata de oscuro pelo rojizo y un par de ojos verdes brillantes apareció tras ella. La seguía un chico bastante desgarbado, de cabello negro como su ropa. Lucía tan molesto como ella. Sus ojos oscuros se posaron en Remus de inmediato.
—¿Qué rayos les pasa? ¡Qué groseros, espero no estar en su misma casa! —exclamó Lily.
Paseó momentáneamente la mirada por los miembros del vagón y pareció decidir que Remus era la autoridad ahí.
—¡Hola! ¿Podemos sentarnos aquí?
Remus miró al chico bajito y este se hizo a un lado para dejar sitio. Sus ojos azules se clavaron en Severus y en Lily y se escondió tras su revista, como ratón asustado.
—Seguro, es su vagón —respondió Remus, señalando al primero.
—Gracias —dijo Lily y se sentó frente a él, mientras Severus tomaba asiento junto a Remus —. Gracias. Nos tocó con un par de tontos y tuvimos que mudarnos —continuó ella, indiganda.
—Oh. Pues espero que realmente no estén en su misma casa —comentó Remus, más animado.
—¡Ellos no estarán con nosotros! ¿No, Lily? —aseguró Severus. Ella asintió. Remus miró a uno y a otro con algarabía; después pensó que quizá parecía perro esperando a su dueño y se rió un poco porque la comparación le pareció, muy, muy adecuada.
—Yo soy Remus —dijo por fin, contento de que alguien le dirigiera la palabra. El chico seguía enfurruñado.
—Cálmate Sev, son unos tontos, no les hagas caso.
—Idiotas…—murmuró muy bajo.
Remus los observó con ánimo de charlar y se aventuró a seguir la conversación:
—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó a Lily.
—¡Ah! Lo siento, Remus, yo soy Lily Evans. Y él es mi amigo Severus Snape.
Severus sonrió vagamente y alzó una mano a modo de saludo.
—¿Y ustedes? —preguntó Lily, volviéndose al chico bajito a su lado. Él niño la miró confundido y sorprendido, al parecer, de que le estuvieran dirigiendo la palabra. Bajó la revista un par de centímetros debajo de su rostro.
—Soy… soy Peter. Peter Pettigrew —contestó. Parecía que Peter iba a agregar algo más, pero se quedó callado. Lily se inclinó hacia adelante para observar a la chica cuya frente aún seguía pegada al cristal.
—Oye, ¿Te sientes bien? —preguntó. Ella volvió el rostro hacia sus compañeros y negó con la cabeza.
—Los trenes me ponen mal —admitió.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Lily.
—Solo si tienes jugo de calabaza.
—¿Jugo de qué? —preguntó confundida. Remus se rió.
—Jugo de calabaza —repitió él —.  Eres nacida de muggles, ¿verdad?
Severus le lanzó una mirada torva de inmediato y Remus brincó, avergonzado.
—Lo siento, no quería ofenderte. Yo soy mestizo, mi padre es mago, pero mi madre es muggle.
—No lo hiciste —aclaró Lily de inmediato —Sí, soy hija de muggles. ¿Por qué no hay otra palabra para nosotros? Apenas estoy conociendo este mundo, pero Sev ya me ha contado algunas cosas. Estaría perdida sin él.
Severus sonrió con orgullo y miró a Lily de tal forma, que Remus no pudo evitar sonreír.
—Yo también soy mestizo —aclaró Severus.
—¡Que alivio! —soltó Remus.
Después se quedaron en silencio un momento, observando el paisaje por la ventana. A pesar del silencio, era cómodo para todos. Había cierto nerviosismo en sus rostros —malestar en el de la niña rubia —, y algo de timidez. Se miraron unos a otros y se sonrieron, algo turbados.
—¿Cómo es que deciden a qué casa te envían? —soltó Peter de pronto.
Hubo un momento de silencio a la pregunta. Incluso la niña enferma puso atención a sus nuevos compañeros.
—Bueno, eso depende —contestó Severus —Te seleccionan para una casa según tus cualidades. Eso me dijo mi madre. Cada casa reconoce cualidades muy específicas, según los criterios de sus creadores y fundadores del colegio: Salazar Slytherin, Godric Gryffindor, Helga Hufflepuff y Rowena Ravenclaw. Salazar Slytherin elegía para su casa a los alumnos de linaje puro y gran astucia. Helena Ravenclaw elegía a los estudiantes sumamente inteligentes, Godric Gryffindor a los “valientes” —dijo, comillando en el aire —. Y Helga Hufflepuff enseñaba a cualquier alumno sin distinción, siempre y cuando fueran leales.
—¿Y si no me eligen en ningún lado? —dijo Peter, con duda.
—Te enviarán a algún lado —aseguró Severus.
—Mi mama también me dijo eso—comentó la otra niña —. Ella es muy buena en transformaciones y me ha dicho que es una materia muy difícil…oh…— murmuró, mientras sujetaba su estómago. Los cuatro chicos la miraron con una mezcla de compasión y horror.
—Oye, Sev, ¿no dijiste que vendían comida a bordo del tren? —preguntó Lily.
—Sí, vi a la señora del carrito de dulces al subir —contestó Severus.
—Quizá podríamos traerle algo a… —Lily giró para ver a la niña.
—Mary —respondió ella —. Mary MacDonald.
Severus recordó que no llevaba ni un knut en los bolsillos. Los ojos de Remus pasaron de un chico a otro y concretamente a Severus y el rubor y la expresión en sus ojos se lo dijo todo.
—Vamos, hay que ir a buscarla —dijo y se levantó del asiento sin darle tiempo a Severus de negarse. Estando fuera, Remus metió la mano en el bolsillo y sacó y contó un par de knuts que llevaba en ellos.
—Espero que alcance para algo con esto, porque no traigo absolutamente nada más —comentó jocosamente.
Severus gruñó, más relajado.
—Al menos tú traes algo.
—Yo tengo dinero —dijo Peter, apareciendo de pronto.
La mujer del carrito estaba estacionada en uno de los vagones, dormitando. Compraron un bote de jugo y después de explicarle para qué lo querían, la mujer les ofreció un extraño polvo azul, que era para atender los mareos. Volvían de regreso cuando una de las puertas de los compartimientos se corrió y dos chicos salieron. Se detuvieron de inmediato al ver a Severus.
—No te enojaste, ¿verdad? —dijo Sirius —. ¡Solo era una broma, Quejicus!
Severus giró de inmediato hacia él.
—¿Cómo me has llamado?
—No te acuerdas de mí, ¿cierto? —preguntó Sirius.
—Se bien quién eres tú.
—Veo que te impresioné. Si, también sé quién eres. Te vi en el Festival de la Luna el mes pasado, eres ese chico Prince, ¿no? El hijo de la señora Prince. Te quejabas todo el tiempo. Mi madre estuvo conversando con la tuya durante toda la función. Y no te dejamos escuchar nada.
—También recuerdo eso —respondió Severus, mirándolo con desagrado.
—Comprenderás que es un mote muy apropiado.
Ambos chicos comenzaron a reírse. Remus comenzó a temer que aquello se volviera pelea.
—¿A todo esto, tú quién eres y que quieres conmigo? Ni siquiera te conozco —le espetó Severus al otro chico..
—Pues puedo ser una piedra en tu zapato —respondió él, con los ojos entrecerrados, pero se distrajo pronto con Remus, pálido y a la expectativa. Levantó una ceja y le extendió la mano.
—Soy James Potter —dijo. Remus le devolvió el saludo de inmediato —. Y este es Sirius Black, como su abuelo y el abuelo de su abuelo y…
—Suficiente —atajó Sirius, poniendo cara de asco. Después miró a Remus con desenfado: — Dos preguntas, uno: ¿Quién eres? Dos: ¿Por qué pierdes tu tiempo con este?
—Soy Remus Lupin —respondió este —Y no considero estar perdiendo el tiempo. Estoy conociendo gente nueva. ¡Bueno! ¡Hago amigos muy rápido! ¿Quién lo diría? —bromeó.
Severus arrugó la frente. James y Sirius lo miraron de forma extraña, pero se rieron con el comentario. Remus era muy bueno rompiendo el hielo.
—Yo soy Peter —intervino este de pronto —. Peter Pettigrew.
La atención de todos se volcó en el que había hablado.
—Ah. Hola —respondió Sirius y como no encontró nada mejor que hacer, regresó a su compartimiento y James lo siguió de inmediato, poniendo cara de intriga. Solo entonces Remus exhaló profundo y tanto él como Severus reanudaron su camino seguidos de Peter, que aun miraba la puerta del compartimiento en donde James y Sirius habían desaparecido.
—¿Ellos…? —señaló Remus.
—Sí, ellos —respondió Severus de inmediato, rechinando los dientes.
La llegada a la estación se produjo en medio de un gran alboroto. Los alumnos antiguos se bajaron apresuradamente de los vagones, riéndose entre ellos y lanzándose cosas, las chicas calzándose las túnicas y sus artículos personales. Nada más poner un pie en el escalón, Severus tropezó con algo y cayó de rodillas. Lily y Remus lo auxiliaron de inmediato y Severus estaba culpando a su túnica y a su torpeza cuando James Potter se acercó sin contener la risa y exclamó:
—¡Caramba! ¡Ese ha sido un fuerte golpe! ¿Estás bien, compañero?
Después se alejó riéndose, con Black haciéndole segunda. “No puede ser”, pensó Severus y reunió todo el ánimo del que fue capaz para seguir andando. A pesar de haber oscurecido era una noche calurosa, o al menos eso le pareció a Severus porque Lily parecía no sentir frío, excitada como estaba. El resto de los nuevos alumnos se encogían en sus túnicas.
—¡Sev! —exclamó Lily de pronto —. ¡Míralo! ¡Mira qué grande es!
—Lily, no lo señales —la riñó Severus.
Un tipo enorme y barbudo comenzó a hacerles señas a los chicos de primer año y Lily no podía estar más sorprendida. Severus supuso que debía ser por lo menos descendiente de gigantes. El gigante portaba una lámpara y guió al grupo de primer año por un camino distinto mientras charlaba con una mujer que Severus pesó, era una profesora. Bajaron por un sendero oscuro entre maleza que amenazaba con apoderare del mismo y Severus decidió no perder de vista a Lily.
—¿Te duele la rodilla? —preguntó Lily de pronto.
—Solo un poco.
—Este lugar es perfecto para ser atacados por un lobo —dijo James Potter.
—O una serpiente gigante —añadió Sirius.
—No permitirían que algo nos pasara, ¿no? —preguntó tímidamente una chica.
—Claro que no —dijo Lily con firmeza. James Potter extendió ambas manos mostrándole la ausencia de más profesores y Lily lo miró con fiereza —. ¡Dije que no!
—No creo que haya criaturas peligrosas aquí en este momento —dijo Remus —. El verdadero problema sería caerte a un pozo…
—¡Remus! —dijo Mary.
James se atacó de risa.
—Tú me caes bien…
—James. Si no te callas, haré que comas hiedra venenosa —dijo otra chica rezagada. Llevaba una coleta rubia y desordenada atada en la nuca —. De nuevo…
—Ojalá no estés en mi casa —dijo James.
—Llegaremos al castillo en los botes —anunció la profesora —. Por favor, no suban más de cuatro en cada uno o se voltearán.
—El kelpie tiene hambre —bromeó el gigante y hubo pequeños gritos de asombro —. Fue una mala broma, lo siento.
—¡Mira, Sev!
Un enorme lago de aguas oscuras se extendía ante ellos, coronado a la distancia por un gran castillo totalmente iluminado. Algunos chicos aplaudieron de alegría, disipando el miedo de inmediato.
—Es lindo, ¿eh? —dijo el gigante con orgullo —. Ahora suban con cuidado.
Pronto hubo una lucha a muerte por subir a los botes. Mary MacDonald de inmediato atrapó uno y los invitó a seguirla. Lily tomó a Severus de la mano y lo ayudó a subir regañándolo con la mirada y tras él, Remus se hizo sitio en la barca. Peter Pettigrew se apartó y prácticamente saltó dentro del bote donde James Potter y Sirius Black ya habían abordado. Severus no lo lamentó.
El trayecto al castillo por el lago fue ligeramente hilarante debido a Lily, que aplaudía emocionada por todo y Severus pudo ver su rostro extasiado conforme rodeaban el peñasco y se acercaban al castillo. Lucía tan impresionante como en las fotografías que Eileen guardaba en sus álbumes. Cuando se internaron en una gruta bajo el peñasco hubo pequeñas exclamaciones de asombro. Una vez que bajaron, a Severus no le quedó más que fingir que el dolor del golpe se había esfumado para poder seguirle el paso a Lily en los escalones de subida. El gigante los guió a través de un jardín, directo a las puertas abiertas del castillo. Un hombre esperaba de pie ante ellas. Guardaba una mano doblada sobre su espalda y con la diestra sostenía un reloj de bolsillo, que miraba mientras canturreaba. La profesora que los acompañaba se acercó de inmediato y lo saludó estrechándole la mano.
—Profesor Slughorn. Perdí el transporte al castillo, tuve que llegar en el tren.
—¡Bienvenida, señorita Hollister! ¡Ha llegado con la carga preciosa de este año! ¡Bienvenidos, nuevos alumnos!
El profesor Slughorn los hizo entrar al vestíbulo de inmediato y las enormes puertas se cerraron tras ellos. El frío fue sustituido por un agradable calorcillo.
—Qué grande es este sitio —dijo Mary.
—El colegio es mucho más grande —dijo el profesor, guiñándole un ojo. Luego se irguió y los miró con orgullo —. Bienvenidos sean a Hogwarts. ¡Siganme! Yo soy el profesor Horace Slughorn. Profesor de Pociones, Jefe de la maravillosa casa de Slytherin y además, soy su subdirector Tengo mucho trabajo pero soy un buen tipo —mencionó, maliciosamente y consiguió algunas risas. El grupo se detuvo en una habitación un poco más pequeña —. En este momentos ustedes no pertenecen a ninguna de las casas de este colegio, pero eso cambiará cuando crucen esa puerta…—añadió con mucho misterio, señalando una puerta de madera con remaches —. ¿Están listos para esto?
Hubo sendas exclamaciones de alegría y aplausos como respuesta. Las mejillas del profesor se tiñeron de rosa y los hizo callar agitando las manos.
—Dentro de poco, todos y cada uno de ustedes deberá pasar por una gran y definitiva prueba. Así serán seleccionados para sus nuevas casas. Es una ceremonia muy importante; una vez que hayan sido elegidos no hay marcha atrás. Su casa será como su familia. Y los amigos que hagan durante su estancia en Hogwarts serán para toda la vida…
“Y los enemigos también”, dijo de pronto la voz de Eileen en la mente de Severus. “Debes destacar en tu casa…”
—…y donde sea que vayan, así ganarán puntos para su casa —continuó Slughorn —. ¡No sean cabezas duras, que hay una copa que ganar al final del año! Solo la casa que obtenga más puntos acumulados a lo largo del año será premiada con ella, lo cual es un gran honor. Este último año nos quedamos con ella, por supuesto —presumió el profesor.
—¿A la casa que tiene menos puntos que le dan? ¿Alguna placa que diga “Tontos del año”? —preguntó James, alzando la mano.
La mayoría se echó a reír y Slughorn también lo hizo.
—¡Por supuesto que no! Ahora compórtense, que la selección dará inicio en un instante.
James metió ambas manos en su túnica y siguió riendo disimuladamente mientras el profesor se escabullía por la puerta. Severus no lo notó porque de pronto se había puesto un poco tieso al escuchar al profesor repetir casi las mismas palabras que Eileen había pronunciado antes de partir. Sirius aprovechó para acercarse a él con sigilo.
—Oye —lo golpeó en el hombro —. Esa placa dirá tu nombre este año…
—¡Cállense ya! —siseó Lily y hubo nuevas risas. Después de algunos minutos en absoluto silencio, Peter preguntó nerviosamente:
—¿Cómo es la selección?
—Con un sombrero —dijo Remus.
—¿Un sombrero? —repitió un chico, detrás de ambos.
—Sí, un sombrero, eso me dijeron también mis padres —afirmó Mary.
—Mis padres no quisieron decirme nada —dijo una vivaz niña de cabello castaño —. Dijeron que era una sorpresa.
—Lo más importante es la prueba —agregó Sirius.
Hubo una exclamación de desconcierto a esto. James giró dramáticamente, con ambas manos en la espalda.
—Tienen que bailar —afirmó.
El desconcierto se convirtió en caos y pánico general.
—¿Tengo que bailar, Sev? ¿De verdad? —insistió Lily.
—¡Claro que no!
—¡Lo sabrán cuando escuchen la polka! —soltó James
—Si no sabes bailar te devuelven a tu casa —corroboró Sirius. —Yo que ustedes practicaba algunos pasos…
—¡Pero…!
—Te ponen el sombrero en la cabeza —dijo un chico en el fondo del grupo y todos callaron de inmediato —. El sombrero selecciona tu casa de acuerdo a tus valores. Es lógico. No crean todo lo que les diga este payaso.
James lo enfrentó de inmediato, ofendido y envalentonado por el comentario. El chico no se inmutó para nada y le regaló el mejor de sus desprecios.
—Eres la persona más divertida de tu casa, ¿verdad? —dijo James.
Un muchacho grandulón y de mirada castaña se adelantó al primer chico y miró inexpresivamente a James. De pronto, Sirius Black hizo otro tanto. Entonces Lily reconoció al primer chico de la tienda de varitas. El muchacho de ojos azul oscuro puso la mirada sobre ella de inmediato, pero esta vez no intentó sonreírle de ningún modo.
—¿Cómo un sombrero puede decidir eso? —murmuró Peter, muy bajo.
Los cuatro alborotadores lo miraron casi con dolor.
—¿Porque es mágico? —dijo el grandulón y las orejas de Peter enrojecieron. Entonces la puerta se abrió y el profesor Slughorn los invitó a pasar al otro lado.
—¡¿Es cierto que tenemos que bailar?! —chilló una niña.
—¿Bail…? ¿Quién les ha dicho semejante cosa? —replicó Slughorn. Todas las manos apuntaron a James Potter y el señalado sonrió de forma malvada.
Slughorn negó con la cabeza y los hizo entrar en una fila. Tras franquear la puerta, hubo sendas exclamaciones de asombro, Lily incluida entre ellas: el Gran Comedor era un gran salón repleto de alumnos, todos en sus respectivas mesas espléndidamente adornadas. La gran sala estaba completamente iluminada y el techo mostraba un cielo nocturno cuajado de estrellas que los dejó boquiabiertos.
—Qué bonito —susurró Mary.
Sobre los alumnos se deslizaban algunas sombras de color gris y plata, muy parecidos a fantasmas. Al frente del gran salón había un grupo de adultos sentados a una mesa fastuosa, alta y larga y dedujeron que eran los profesores. Justo delante de estos, había un taburete con un gran sombrero negro, deslavado y algo raído. El salón completo estaba en absoluto silencio. Absorto en la contemplación, Severus sintió la mano de Lily apretar la suya de emoción; Lily era inmensamente feliz. El llanto en el tren había sido echado al olvido. Apretó a su vez la delgada mano, mientras miraban el techo.
—Silencio —dijo alguien muy bajo —. Va a cantar…
De pronto, el sombrero abrió una gran boca de una rajadura que antes no habían notado. Sus arrugas parecían ojos. Y comenzó a cantar:
¡Oh! Podrás pensar que no soy bonito,
Pero no juzgues por lo que ves.
Me comeré a mí mismo si puedes encontrar
Un sombrero más inteligente que yo.
Puedes tener bombines negros,
Sombreros altos y elegantes.
Pero yo soy el Sombrero Seleccionador de Hogwarts
Y puedo superar a todos.
No hay nada escondido en tu cabeza
Que el Sombrero Seleccionador no pueda ver.
Así que pruébame y te diré
Dónde debes estar.
Puedes pertenecer a Gryffindor,
Donde habitan los valientes.
Su osadía, temple y caballerosidad
Ponen aparte a los de Gryffindor.
Puedes pertenecer a Hufflepuff
Donde son justos y leales.
Esos perseverantes Hufflepuff
De verdad no temen el trabajo pesado.
O tal vez a la antigua sabiduría de Ravenclaw,
Si tienes una mente dispuesta,
Porque los de inteligencia y erudición
Siempre encontrarán allí a sus semejantes.
O tal vez en Slytherin
Harás tus verdaderos amigos.
Esa gente astuta utiliza cualquier medio
Para lograr sus fines.
¡Así que pruébame! ¡No tengas miedo!
¡Y no recibirás una bofetada!
Estás en buenas manos (aunque yo no las tenga).
Porque soy el Sombrero Pensante.
Hubo aplausos y rechiflas y Lily aplaudió muy fuerte y muy impresionada y Severus contuvo la risa al verla en semejante estado.
—¡¿Has visto, Severus?! ¡¿Lo viste, lo viste?! —exclamó, con los ojos muy abiertos.
—Lily, cálmate…
—Qué retorcido —señaló el chico de ojos azules.
—A ellos no les va a encontrar nada —dijo el grandulón y señalando a James y a Sirius. Ambos se rieron de su broma y Severus lo hizo también; un poco más allá, James Potter parecía estar ansioso por meter la cabeza en el sombrero.
—Creo que voy a vomitar —dijo Mary de pronto.
—¡No, Mary, espera, espera! —saltó Lily, bastante ajena a lo que sucedía con su improvisada amiga y con Severus mismo.
Remus estaba muy pálido y Severus se preguntó porqué; él estaba muy seguro. Sabía exactamente a qué casa iba a ir y algunos, casi todos, parecían terriblemente nerviosos.
Una profesora vestida con una túnica gris oscuro avanzó con un pergamino en las manos. Iba pulcramente peinada y su rostro mantenía un gesto severo.
—Los nombraré por su apellido y pasaran a sentarse en ese taburete —indicó, sacando a Severus de su privado instante de reflexión —. ¡Arlington, David!
La mano de Lily apretó con mucha más fuerza la de Severus. Sus grandes ojos verdes no podían abrirse más por la emoción. El chico tomó asiento y el sombrero cubrió su cabeza casi del todo. Luego, la boca del sombrero gritó:
—¡RAVENCLAW!
Lily dio un pequeño brinco. Hubo un estallido de aplausos, mientras el niño dejaba el sombrero en su sitio e iba muy sonriente a ocupar su lugar en una de las mesas dominada por el azul de las corbatas.
—¡No puede ser, Sev! ¿Viste eso? —exclamó Lily, sacudiéndolo sin piedad.
—¡Avery, Edmund!
El chico de ojos azules subió tranquilamente al taburete y se puso el sombrero.
—¡SLYTHERIN!
Hubo nuevos aplausos y Severus se dijo que era una suerte que a su nuevo compañero de casa no le gustase Sirius Black.
—¡Bertram, Aubrey!
—¡HUFFLEPUFF!
Nuevos aplausos y rechiflas, esta vez en la mesa de los escudos amarillos.
—¡Black, Sirius Orión!
Con aire de condenado a muerte, Sirius Black avanzó hacia el taburete, resopló y sus ojos desaparecieron bajo el sombrero. Se tardó un momento, el momento más largo desde que había iniciado la selección.
—¿Por qué tarda tanto, Severus? —susurró Lily.
—No sé…supongo que no se decide a donde enviarlo —contestó Severus, con cierta burla.
—¡GRYFFINDOR!
Hubo un momento de pausa al grito del sombrero. Después, entre miradas confundidas en las mesas y susurros muy bajos, una ola de aplausos tronó en la mesa de Gryffindor, mientras Sirius Black bajaba del taburete con aire incrédulo. Miró el comedor aun estupefacto, como si no se lo creyera, pero una gran sonrisa afloró en sus labios y fue a sentarse de inmediato en la mesa de Gryffindor.
—Estará con su amigo —dijo Lily, contenta.
—Eso no es seguro, pero espero que sí —comentó Severus, satisfecho porque el chico Black no había ido a Slytherin, como toda su familia.
—¡Evans, Lily!
Lily miró a Severus. Soltó su mano y nerviosa, fue a sentarse en el taburete.
Le regaló una sonrisa y Severus vio la coronilla de su largo cabello rojo y sus ojos verdes desaparecer por un momento debajo del gran sombrero. Cruzó los dedos.
—¡GRYFFINDOR!
Hubo nuevos aplausos, pero Severus no aplaudió; sintió como si un enorme hoyo se abriera bajo sus pies mientras Lily bajaba del taburete, sorprendida y caminaba hacia la mesa de Gryffindor. Se detuvo un instante y lo miró con pesar mientras se alejaba de él y Severus contuvo un suspiro.
“¿Por qué Gryffindor? ¿Por qué?” se dijo.
La miró sentarse al lado de Sirius Black e ignorarlo decididamente. Fenwick, Benjamin, fue enviado a Hufflepuff. Lupin, Remus John, también fue enviado a Gryffindor y Severus sintió un leve pesar, porque el chico parecía agradable; MacDonald, Mary también fue seleccionada como leona y tras un largo momento de indecisión, Peter Pettigrew también. Potter apenas se ponía el sombrero cuando este exclamó: ¡Gryffindor!, y el chico se puso de pie, alzó ambos brazos de forma triunfal en el aire y arrancó risas en todo el comedor mientras se reunía con sus nuevos compañeros.
Rosier, Evan y Rothwell, Joon, fueron enviados a Slytherin, mientras que Shingleton, Gaspard, era enviado a Hufflepuff
—¡Snape, Severus!
Aspiró con fuerza. Buscó a Lily con la mirada y encontró sus ojos verdes, mirándolo fijamente y sus dos pulgares arriba dándole su apoyo. Tomó asiento en el taburete y se probó el sombrero. Solo entonces, se permitió ponerse nervioso.
—¡SLYTHERIN!
Apretó los labios y sonrió enormemente; Severus bajó del taburete y caminó hacia la mesa de Slytherin que lo recibía en medio de aplausos, muy lejos de la mesa de Gryffindor. Miró a Lily a la distancia. Vio su sonrisa ligeramente apenada y la niña lo despidió agitando la mano al aire. Severus se detuvo al llegar a su mesa y buscó sitio cerca de los chicos con los que había llegado mientras Stebbins, John era enviado a Ravenclaw. Una pálida mano apresó su hombro, lo empujó y le ofreció un asiento un par de lugares adelante. Severus le echó un vistazo a su guía y encontró al mismo muchacho que lo había enviado a su vagón al subir al tren. El muchacho le ofreció una minúscula sonrisa mientras lo invitaba a sentarse a su lado. Después de Warbeck, Charity, enviada a Ravenclaw, Wilkes, Gregory fue el último chico en ser seleccionado para Slytherin. La selección terminó con Yvory, Frances, seleccionada también para la casa de color azul. El comedor guardó silencio  poco a poco.
—Bienvenidos sean todos —resonó una voz y Severus estiró el cuello para mirar a quien hablaba: un anciano de larga barba plateada, ataviado con una túnica muy azul, que en ese momento hablaba desde su púlpito. Sus ojos brillaban tras el cristal de sus gafas —. Es un placer recibir a los nuevos alumnos este año. Sé que deben estar hambrientos, pero la profesora McGonagall me ha solicitado encarecidamente que sea mucho más sensato este año —la profesora que leyó los pergaminos se frotó la frente, visiblemente consternada —, así que no me explayaré demasiado; el bosque prohibido justo frente al castillo naturalmente está prohibido, como ya sabe la mayoría, pero el primer curso debe considerar eso. La magia está prohibida en los pasillos. Las pruebas para los equipos de quidditch se han movido para la tercera semana del curso, la profesora Hooch ha tenido algunos imprevistos con las bludgers.  Ahora, ataquen los platos.
La mesa se cubrió de comida olorosa y humeante y Severus, que no había comido nada durante el trayecto sintió como su estómago comenzaba a protestar. Entre risas y charlas la cena comenzó sin pormenores, con todos charlando sobre su vacaciones y sus familias. Severus se limitó a comer en silencio. También tuvo que ladear el cuerpo constantemente porque algunos alumnos intercambiaron asientos para darle la mano a Avery, sentado junto a él. El chico respondió educadamente a cada saludo, pese a que interrumpían constantemente su comida y Severus frunció el ceño. Ambos niños cruzaron miradas, pero Avery se limitó a ignorarlo y mirar su plato. Entonces Severus encontró su primer pasatiempo de la noche: observar. Se dio cuenta que, a diferencia de las otras mesas, donde el primer curso se concentraba en una orilla, sus nuevos compañeros ocupaban asientos a lo largo de la mesa —Severus intentó ocupar una esquina cuando el prefecto lo movió al centro de la misma —.
—Dicen que Elderwood prácticamente huyó el año pasado —comentó una muchacha a tres lugares frente a él.
—Después de lo de Ibbitson, me sorprende que sigan aceptando —se burló alguien. Un joven de cabello oscuro, ojos de hielo y aspecto desgarbado. Sonrió sobre su copa y mostró sus dientes algo disparejos —. Y esta no se ve más valiente. Es patético que tengamos que cambiar de profesor cada año. ¿Alguien sabe cómo se llama?
—Hollister.
Severus miró sorprendido a Avery, que cortaba tranquilamente su carne.
—Emma Hollister —continuó el chico —. Me dio clases hace dos veranos.
—Punto para Emund —dijo alegremente una muchacha. Estaba sentada frente a Severus y su cabello era tan rubio como el del prefecto y sus ojos de un azul tan claro que era extraño. Tenía una expresión de malestar permanente en el rostro, pero miró a Severus y sonrió, y la sonrisa cambió por completo su rostro.
—No lo mires así o se molestará —dijo la muchacha.
—¿Disculpa? —dijo Severus.
—Es el Barón Sanguinario, es el fantasma de la casa de Slytherin —informó esta —. Y no le gusta que lo miren así.
Severus estaba tan absorto en lo que decían que no pudo evitar un dejo de horror al descubrir al fantasma de un hombre vestido elegantemente a la usanza del Medioevo. El espectro miraba al vacio lacónicamente, de pie detrás de la joven.
—A Rosier no le gusta mi mezcla de patatas —exclamó el chico de los dientes torcidos y Rosier comenzó a pelear alegremente con el muchacho. Evan Rosier también era un recién llegado. Había un ambiente muy amigable en la mesa. A pesar de que eran alumnos de cursos superiores, la charla transcurría de tal modo que incluían a todos en ella, incluso a los recién llegados, meditó Severus. Todos, excepto claro, él mismo. Apenas se dio cuenta de este detalle, bajó las manos al regazo y por instinto miró nerviosamente al joven que se sentaba a su derecha. Y tal y como supuso, el prefecto le miraba muy fijamente, con el rostro apoyado perezosamente en el dorso de la mano.
—Pareces muy entretenido.
El muchacho hablaba muy bajo, casi en un susurro y arrastrando las palabras, pero su voz era clara y Severus lo escuchó perfectamente. Se estaba preguntando si había algo malo en aquello, pero el muchacho le sonrió de medio lado.
—¿Qué llama tu atención? —preguntó el prefecto, haciéndose escuchar entre el ruido de copas y cubiertos.
—¿Cómo?
—¿Qué es lo que miras? Solo has pronunciado tres palabras desde que te sentaste: gracias, disculpa y, ¿cómo? —imitó, con aire desconcertado. La muchacha rubia comenzó a reírse.
Severus no respondió de inmediato. Pensó que era una pregunta casual, pero pronto se dio cuenta de que estaban esperando una respuesta. El muchacho y la joven que lo había corregido. También el joven de dientes torcidos parecía estar a la espera. Y a su lado, Severus se dio cuenta de que Avery estaba prestando mucha atención.
—Creo que todos ustedes son muy amables —contestó Severus.
—Nosotros siempre somos amables, Severus —dijo la muchacha.
—Siepre y cuando lo merezcan —añadió el muchacho de dientes torcidos.
La mirada helada del prefecto se movió a lo largo y ancho de la mesa y regresó a Severus con un destello de astucia.
—¿Por qué te parece interesante?
Severus titubeó un instante. Se puso incómodo. Entendió que era una charla.
—Verás, tengo once años.
—Normalmente debes tener once años para poder asistir al colegio —ambas cejas se alzaron en la frente del joven, con expresión interrogante. —Continua.
—No creo que cualquier cosa que alguien de mi edad diga, pueda ser tan interesante —dijo Severus, pero no bajó la mirada porque tenía la impresión de que el prefecto quería intimidarlo. Este giró medio cuerpo hacia él, con interés.
—Además, creo que a él ya todos lo conocen —continuó Severus, señalando a Avery y mucho más seguro.
—Es correcto. Quienes debemos, conocemos a Edmund Avery —dijo el prefecto —. Señor antes que todos nosotros. ¿No es así, Edmund?
El aludido miró a su interlocutor y asintió educadamente con la cabeza. Miró a Severus inexpresivamente y continuó comiendo.
—Entonces eres Snape, ¿cierto?
—Severus Snape —susurró.
—Yo soy Lucius Malfoy.
Pareció desviar la mirada un instante, pero no lo hizo, en lugar de eso le ofreció la mano y Severus la estrechó, algo impresionado. Después, el joven Malfoy retomó su posición original y entabló una conversación con una joven pelirroja a su lado que intentaba por todos los medios llamar su atención, incluso haciendo un pequeño y ridículo berrinche.
—Soy Cissy —dijo la muchacha.
Severus sonrió.
—¿Cissy? —dijo Avery, incrédulo.
—No te metas, chismoso.
 Un tanto perplejo, pero más contento, Severus terminó su cena y se permitió comer un gran trozo de pastel cubierto de mermelada para coronar la noche. El banquete terminó y aunque todos estaban demasiado llenos todavía tenían energía. Se levantaron animadamente para ser conducidos a su nueva casa. La perspectiva de conocer por fin el que sería su nuevo hogar de inmediato inquietó a Severus, que no dudó ponerse a la cabeza del grupo para no perderse de nada mientras abandonaban el comedor en tropel.
—La sala común de Slytherin —inició la chica pelirroja, que llevaba adherida a la túnica la misma placa de prefecto —, está ubicada cerca de las mazmorras. Pero eso es algo que no deben revelar cada vez que puedan.
—Es un hecho que en algún momento algún estudiante tendrá que hacer cualquier cosa poco interesante en las cercanías de la casa de Slytherin, pero nos gusta la privacidad y a ustedes también —sentenció Lucius abriéndose paso entre los estudiantes y todos asintieron con la cabeza como si aquello fuese una verdad absoluta.
Pasaron al lado de las escaleras de mármol del vestíbulo y se internaron en un oscuro y estrecho pasillo que no parecía tener fin. Había en estos muros muy pocas pinturas de adorno debido a la humedad que era más que notoria en algunas paredes. Encontraron varias puertas al paso, detrás de las cuales habían siniestros calabozos que lograron que a más de uno se le erizaran los pelos, excepto al chico grandulón, que parecía más interesado en verlos que en huir de ellos. Al final, ambos prefectos se detuvieron frente a un gran muro con un par de manchas verdosas.
—Colmillo de serpiente —dijo Lucius.
El muro se agrietó, la pared comenzó a moverse y dejó al descubierto una gran puerta de piedra que se abrió de inmediato. Una luz verdosa se esparcía sobre paredes, muebles y demás, dotando a la sala común de la casa de Salazar Slytherin con cierto aire misterioso que a Severus le agradó de inmediato. La sala era alargada y semi—subterránea, con grandes candelabros en el techo de piedra. Una gran chimenea se erguía justo en el centro, labrada sobre la pared y su calor invitaba a sentarse en los sillones que adornaban la sala, de ostentoso cuero negro, de tapices de terciopelo verde esmeralda, olivo y plata. Un medio pasillo repleto de libros la conectaba con una segunda estancia, en cuyo centro había una gran mesa circular con largas y ornamentadas sillas que invitaban al estudio.
—Estamos justo bajo el lago —dijo la prefecta —. Por eso hay tanta humedad en las paredes del pasillo. Pero aquí no pasará nada así, que pueden estar tranquilos. A menos que el calamar golpee sus ventanas, les sacará un buen susto.
Ya había varios alumnos sentados en los sillones, charlando ruidosamente. Todos volvieron la cabeza al ver ingresar a los nuevos alumnos. La mayoría se levantó y se acercó al grupo de recién llegados, dejando espacio para el prefecto. Al ver la actitud marcada de todos ellos, Severus adivinó que venía un discurso. Lucius Malfoy se detuvo en el centro, con ambas manos cruzadas sobre la espalda.
—Sean bienvenidos —comenzó Lucius Malfoy, arrastrando las palabras y de pie a media habitación. Su autoridad se dejó ver rápidamente, puesto que todos guardaron silencio de inmediato —. Hay algunas cosas que deben saber antes de que un nuevo día los sorprenda siendo miembros de esta casa. Nuestro jefe es el profesor Horace Slughorn, que imparte la materia de Pociones. La autoridad inmediata después de él, dentro de la casa de Slytherin, son los prefectos; somos seis, dos por cada curso a partir de quinto. Ella es Freya Selwyn —la muchacha pelirroja asintió graciosamente con la cabeza y sonrió de forma exagerada —. La señorita Selwyn y yo somos los prefectos de séptimo curso, así que este será el último año que estemos con ustedes. Por allá, la señorita Narcissa Black y Toby Greengrass, son los prefectos de sexto curso —Cissy, la joven muy rubia que Severus conoció en la mesa saludó con un ademán y a su lado un muchacho muy delgado y de poderosas cejas hizo lo mismo —, John Dawlish —un chico rubio, alto y con cierto aire insolente —, y Alecto Carrow —una muchacha de cabello amarillo con gesto malhumorado, no se molestó en saludar —, prefectos de quinto. Ellos son la máxima autoridad después de Slughorn, así que deben obedecer y respetarlos. Cualquier asunto, queja o petición que deban o necesiten hacer, que no esté relacionado con la clase de Pociones, es inmediatamente tratada con alguno de nosotros. Nunca, jamás van directo con Slughorn, ¿está claro?
Todos asintieron, pero Severus dejó ver su extrañeza con un gesto en el rostro. Alecto Carrow lo miró directo a los ojos.
—No traerán a nadie que no sea de esta casa —prosiguió Lucius —. No le dirán a nadie dónde está la entrada y no revelarán la contraseña por ningún motivo. Tampoco es necesario que vayan por ahí señalando a sus prefectos y diciendo sus nombres, pero es necesario que conozcan a los prefectos de las demás casas. Si tienen dificultades con algún prefecto que no sea de Slytherin, díganmelo de inmediato. Y si pertenece a esta casa, posiblemente están haciendo algo mal. Todos y cada uno de ustedes serán debidamente observados en el transcurso de los días posteriores. Cualquier infracción que les veamos cometer les será notificada y de reincidir, se les aplicará un correctivo disciplinario, así que compórtense. Buenas noches —terminó y tranquilamente enfiló sus pasos por el medio pasillo, escoltado por dos muchachos como si fuera un príncipe.
—La contraseña se renueva cada semana —continuó Toby Greengrass —. No olviden su contraseña o no podrán ingresar hasta que alguien más llegue y les diga y frecuentemente los dejan afuera  hasta que recuerden, no creo que quieran verse en esa posición. La contraseña esta semana es Colmillo de Serpiente.
—Estos son sus horarios de clase —se adelantó Narcissa Black, cuya voz era suave y delicada, pero firme y comenzó a repartirles los pergaminos indicados —. Todos deberán estar aquí temprano para ir al comedor y poder guiarlos a su nueva clase. Si llegan tarde, tendrán que buscar ustedes solos y el castillo es muy grande y se van a perder. Comienzan con Flitwick.
—No olviden la tradición de esta casa —atajó Dawlish —. “Nadie quiere ser el último en levantarse”.
—Esa tradición es tuya, Dawlish —gruñó Greengrass.
—No es mía, es de Amycus y no importa, quédense dormidos mañana y lo averiguaran…
Finalmente pudieron pasar a sus dormitorios correspondientes. La habitación de Severus contaba cinco camas con dosel y cortinas de color verde oscuro. Al pie de cada una se encontraban sus respectivos baúles, por lo que ya habían sido designadas. Severus encontró el suyo en el rincón de la habitación, con una mesita propia entre la cama y la pared. Un ojo de cristal justo sobre esta completaba ese mínimo espacio que le pertenecía y lo contempló totalmente satisfecho. A continuación hubo un gran movimiento; todos comenzaron a revisar sus pertenencias y a preparar sus uniformes para el día siguiente sin pronunciar palabra. Después de un rato, un chico de corta estatura y ya sin labores los miró a todos con algo de ansiedad. Como nadie le prestó atención, Severus hizo lo mismo, pero el chico decidió abrir la boca.
—Creo…creo que…deberíamos saber nuestros nombres…si vamos a compartir habitación —dijo tímidamente. Las cuatro cabezas restantes giraron hacia él y el chico sonrió. El grandulón alzó su dedo índice de forma autoritaria. Severus intentó acordarse de su nombre, pero no recordaba haberlo escuchado.
—Rosier, Avery, Snape —contó, señalando a cada uno —. Tu eres Wilkes —terminó y se dejó caer en su colchón, corrió la cortina y no dijo nada más.
Rosier y Avery se rieron muy bajo al ver la cara de Wilkes. Rosier hizo lo mismo: se sentó en su cama y corrió la cortina para no tener que hablar con el chico, que miró a Severus algo confundido y avergonzado a la vez.
—¿Y el tonto quién es? —gruñó Severus.
Wilkes le devolvió un gesto nervioso, como si anticipara que aquello era mala idea.
—Él es Múlciber —dijo Avery —. Y tienes suerte de que ya esté dormido.
Rosier corrió la cortina de inmediato.
—¡No puede estar dormido! —se puso de pie de un brinco y metió la cabeza tras la cortina de la cama de Múlciber —. ¡No puede ser, de verdad está dormido!
X.
Acostado en su cama, Severus se revolvió en ella de un lado a otro mientras los minutos corrían y los ruidos se apagaban. Poco a poco, el resto de sus nuevos compañeros fueron quedándose dormidos y la habitación se sumió en una oscuridad tenebrosa, otorgada por las sombras del lago, que bailaban sobre cortinas y muebles.
Severus estaba demasiado excitado para dormir. Se sentó y miró la habitación; desde muy pequeño había sentido un temor irracional a la oscuridad, aunque aquella no le resultaba del todo desagradable. Tomó su varita de la cómoda y la miró casi con cariño. Todo había pasado tan aprisa que sentía que se había perdido de algo, cualquier cosa.
—Lumos — murmuró.
Al instante, la punta de la varita se encendió, reflejando una cálida y débil luz sobre las cortinas de su cama. Lumos no era nuevo para él; lo había practicado varias veces en casa con la varita de Eileen cuando ella no lo veía y también cuando se lo permitía. Su mirada vagó por las paredes, los baúles, las mesitas y las camas. Le costaba un poco de trabajo creer que ya estaba ahí y deseo intensamente que no fuera solo otro mal sueño. Después de todo un día de viaje, después de tantos años de espera, estaba ahí, en el colegio, en Hogwarts, en una habitación en la casa de Slytherin. Siempre creyó que cuando estuviera ahí, pensaría en su hogar con melancolía, sintiendo el deseo de empacar y regresar, pero no era así. Estaba feliz. Algo ansioso, pero feliz. ¿Estaría Lily pensando lo mismo?, se preguntó. Severus revisó sus horarios en el pergamino y pudo constatar que había clases que Slytherin compartía con Gryffindor, pero no eran muchas. Y siempre estaban los descansos. Todo era posible en ese momento.
Harto de estar acostado, decidió ir a la sala común para mirarla, tranquila y sin alumnos. Salió de la habitación y caminó por el largo y estrecho pasillo a oscuras; una mirada severa y penetrante lo siguió desde uno de los retratos y cerró los párpados apenas la luz quedó fuera de su alcance. La chimenea en la sala común seguía encendida. Y la sala no estaba vacía. Había un joven sentado en uno de los sillones, absorto en la lectura de un libro. Bebía una taza de té, tranquilamente reclinado frente a la chimenea encendida y su melena albina caía sobre uno de sus hombros.
—Es muy tarde para que estés levantado. Si no duermes, mañana llegarás tarde a tus clases.
Severus se detuvo en seco cuando intentaba regresar sin ser descubierto. Lucius se enderezó en su asiento para verlo mejor y echó su cabello a la espalda con un ademán de la mano. Fue un gesto que lo cubrió de soberbia.
—Amycus tiene métodos poco ortodoxos para levantar a los rezagados.
—¿Eso está permitido?
—Deben aprender de alguna forma. Estás haciendo Lumos…—señaló
Severus miró su varita encendida y la bajó de inmediato.
—No puedo dormir y quería estirarme —se excusó.
—¿Sabes hacer más cosas?
—Sí, conozco algunos hechizos y maleficios —contestó —. También sé hacer algunas cuantas pociones.
—¿Maleficios? —rió Lucius —. ¿Esa te parece una buena carta de presentación?
—De alguna forma debo aprender.
Lucius sonrió ampliamente y dejó la taza sobre la mesa.
—¿Cuál es la poción que mejor sabes hacer?
—Veritaserum.
La sonrisa de Lucius se congeló.
—No es cierto.
—Lo es. Mi madre me enseñó. Me dejaba hacer pociones con ella.
Lucius cerró el libro de golpe. Se levantó del sillón y lo botó ahí. Se acercó a Severus con las manos en los bolsillos.
—¿De dónde es tu familia, Severus?
Severus tragó saliva; había esperado que nadie le hiciera esa pregunta esa noche.
—Vivo en Cokeworth. Es un pueblo insignificante y pequeño, nada agradable.
—¿No?
—No, en absoluto.
—Hay muggles cerca, imagino…
—Sí, bastantes —masculló, pensando en Petunia Evans.
El silencio casi aplastó a Severus después de ese comentario. La glacial mirada de Lucius se fijó en él por un largo momento. Severus se movió nerviosamente, intentado descifrar que era lo que pensaba en esos instantes de su persona, pero no logró más que bajar la propia hacia la suela de sus zapatos.
—Eres mestizo, ¿verdad? —dijo Lucius, con un extraño tono de voz —. Mestizo…
—No me hace feliz, si es lo que crees —soltó Severus. Se irguió nuevamente y enfrentó la mirada del prefecto—. Mi madre fue Slytherin. Incluso fue Premio Anual de Pociones.
—Debió conocer a Slughorn.
—Por supuesto. Ella estuvo en su club.
—¿Tu madre fue una eminencia? —preguntó Lucius —. ¿Cómo se llama ella?
—Eileen Prince —contestó Severus.
—¿Prince? —repitió Lucius. Parpadeó pesadamente. La expresión de sus ojos mostró algo que Severus no alcanzó a comprender—. Me suena. Puede que alguna vez haya visto a Amycus pulir una placa con ese nombre. Ahora que lo recuerdo, hubo un Prince que fue compañero de mi padre aquí en Hogwarts. Quizá sea tu abuelo, ¿no?
—Es probable…
—¿No tienes relación con ellos?
—Ellos no aprobaban el matrimonio de mi madre. Querían que se casara con un mago y no un muggle, por lo tanto dejaron de hablarle —contestó muy rápido.
—Yo habría hecho lo mismo —comentó Lucius —. ¿Hay un premio aquí con el nombre de alguien de tu familia, dices?
—Mi madre. Premio Anual de Pociones.
—Qué lástima —dijo Lucius, regresando sus pasos distraídamente hacia el sillón.
Severus se dio cuenta perfectamente por qué lo dijo. Le enervó la idea de que insultara a su madre, pero se reservó cualquier grosería; no iba a terminar la primera noche peleando con un prefecto.
—¿Y tú, Severus? ¿También serás una eminencia? ¿Tienes talento?
Severus se irguió, altivo.
—Sí. Mucho.
—¿De verdad? —el tono burlón de Lucius irritó a Severus —. Que mal que hayas elegido esa palabra. Porque ahora muero de ganas por comprobarlo.
No dijo nada más por un largo momento. Luego levantó su taza y bebió un pequeño sorbo.
—Ve a la cama.
Severus obedeció de inmediato. Regresó por el pasillo oscuro con malestar y los puños apretados. Conocía un poco a la familia Malfoy. Eileen alguna vez le habló sobre ellos, mientras Severus hojeaba un deteriorado libro de genealogía mágica. Tenían fama de ser aristócratas, coleccionistas y pedantes, además de cierta inclinación por las Artes Oscuras. Lucius mismo ofrecía una impresión no muy alejada de su reputación. Llevaban la arrogancia en la sangre. Y Severus no estaba dispuesto a ser juzgado solo por ser el hijo de Tobías Snape. Antes que él, su madre era bruja y también una excelente pocionista. Y si Lucius Malfoy creía morir por conocer sus habilidades, se dijo Severus, moriría del todo cuando supiera de qué era capaz.
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Año 1. Capítulo cuatro (VII, VIII)
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                                   VII.
El penúltimo fin de semana del mes de agosto, Lily se levantó de la cama, se cepilló, se lavó la boca, se vistió. Se sentó en el borde de su cama, encorvada y con las manos cruzadas. Severus y ella no se habían visto en varios días y Lily lo extrañaba. Ese día era el tan ansiado día, el día especial y Lily no estaba contenta. Al menos, no todavía.
Al fin bajó al comedor, sentó con el resto de su familia en la mesa y se sirvió un vaso de leche mirando el reloj de la cocina. Su madre lucía tan nerviosa como ella y ceñuda, Petunia miraba una revista moviendo con desgano la cuchara en su plato de cereales. Pasó el pan tostado, las mermeladas y la jarra de café sin cruzar una sola palabra con su hermana. De pie en la salita, Henry Evans miraba por la ventana con el ceño fruncido.
—Siento que nos toman el pelo… —murmuró.
—Supongo que tendremos que esperar a que toquen el timbre de la puerta para comprobar que tan cierto es todo esto —dijo la madre de Lily, aún nerviosa. Pasó la mano por el cabello, mirando por la ventana de la cocina —. Ella parecía muy amable…
—Eso sería muy divertido —masculló Petunia, con una sonrisita malvada. Lily golpeó una nuez con la punta de los dedos y el proyectil le dio a Petunia en la nariz. Petunia levantó en alto un panquecito.
—Niñas…—advirtió su padre, todavía de espaldas.
El timbre clásico de la puerta sonó y cuatro cabezas giraron hacia ella. Después se miraron entre sí. Lily brincó en su silla, mirándolos atentamente.
—Basta, Lily, no seas tonta —susurró Petunia.
El timbre repiqueteó por segunda vez y el matrimonio Evans avanzó entre los muebles. El padre de Lily se apresuró a abrir la puerta, mientras Lily salía disparada de su silla y esta caía al piso estruendosamente.
—¡Lily! —exclamó su madre, con aire divertido.
La recién llegada no disimuló ni un momento lo divertido que le parecía el timbre empotrado en la pared. Esta vez llevaba un largo abrigo café oscuro con una bonita bufanda blanca alrededor del cuello y un largo y esponjado vestido color azul pálido debajo, combinado con unas botas muy altas y de largas agujetas. Lily las miró con atención y pensó que con toda seguridad sus medias debían ser de rayas negras y púrpuras.
—¡Buenos días! Lo siento si toqué más de la cuenta, es que esto…—dijo y timbró con fuerza de nuevo, haciendo brincar a los Evans en su sitio —Ay, lo lamento, juro que dejaré de hacerlo…
—¡Hola! —respondió Lily, saltando a un tiempo.
—¡Hola, Lily! ¿Estás lista?
—¡Sí!
—Pase por favor —murmuró el señor Evans, mientras la madre de Lily se acercaba a la recién llegada y estiraba una mano afectuosa.
—Muy buenos días, señorita Meadowes.
—Dorcas, por favor, llámeme Dorcas —dijo esta, saludando y mirando la casa con agrado. —Su casa me recuerda al hogar de mis padres, señora Evans. También había plantas por todos lados…
—La casa de la abuela está llena de ellas —comentó Lily —. ¡A la abuela le gustan mucho las plantas!
—Le agradezco que se haya tomado la molestia de…venir a…—Henry Evans se rascó ligeramente la frente. Dorcas sonrió al ver su expresión.
—Sé que aún les cuesta trabajo asimilar esto, pero todo se volverá más fácil, se los aseguro. Es obligación del  ministerio brindar asesoría adecuada a los padres de niños  magos, para que se orienten correctamente en el mundo mágico y sobre todo, para que no sean embaucados.
—¿Embaucados? —repitió la señora Evans, acercándose a la puerta.
—Los llevaré a una calle comercial llamada callejón Diagon; en este sitio podrán adquirir todos los artículos que contempla la lista de útiles del colegio, como pergamino, túnicas, libros. Lo más importante de todo, es adquirir la varita que Lily usará en el colegio.
—¡Iremos a Ollivanders! —brincó Lily.
— ¿Cómo es que sabes de Ollivanders, Lily? —preguntó Dorcas —, déjame adivinar: fue Severus.
—¡Severus me lo dijo!
—El chico vive algo lejos de aquí, pero se han conocido hace dos años —comentó el señor Evans. —Y le ha explicado bastantes cosas a Lily. Al principio creíamos que era un juego, pero…bueno, no es así.
Los ojos de Dorcas recorrieron de nuevo la estancia; miró a la familia y sonrió de nuevo.
—Nos marchamos cuando ustedes lo digan.
El trayecto a Londres nunca le había resultado tan corto y divertido a Lily. Subieron al auto bastante consternados al notar la fascinación de la señorita Meadowes con el vehículo y tal parecía que tanto para ella como para Lily, aquello era una nueva aventura que no pensaban dejar de disfrutar. Petunia no quería sentarse cerca de ella, lo que resultó provechoso para Lily porque de inmediato tomó asiento entre las dos y relegó a Petunia a la ventanilla y durante el trayecto a la ciudad, tanto ella como su madre acribillaron a la mujer con toda clase de preguntas que ella respondía con mucha amabilidad, hasta que el padre de Lily tuvo que regañar a ambas. Dorcas Meadowes había sido la persona designada para visitar a la familia Evans y explicarles todo aquello relacionado con la condición de Lily y su ingreso al colegio. Cuando la respuesta a la carta de Hogwarts había sido afirmativa, Lily no cabía en sí de emoción y alegría. Y como ellos no tenían idea de dónde comprar todo lo que iba a necesitar, la misma Dorcas era la responsable de llevarles a conocer y visitar las tiendas mágicas. Durante el trayecto, Lily entendió que ella también había asistido a Hogwarts, que perteneció a una especie de club llamado Ravenclaw y que se prestaba como voluntaria todos los años para llevar a cabo ese trabajo y había muchos otros magos que también lo hacían. Y además, les hacían un riguroso examen en algo llamado Departamento de Seguridad Mágica, para asegurarse de que fueran personas confiables. De poco le sirvió a Petunia su mal humor y su mala cara durante todo el viaje. Ella no quería ir, no quería ir a pararse a ese callejón Diagon, porque sentía un malestar en el estómago. Sentía que se le retorcía por dentro y además, el aire se le escapaba de a poquito. Miró el espejo retrovisor y encontró los ojos verdes de su padre mirándola fijamente y una sonrisa llena de afecto se formó en sus labios. Petunia le devolvió la misma sonrisa, porque no tenía armas para defenderse contra aquello.
Tras un par de indicaciones, aparcaron en un sitio en el centro de Londres y avanzaron a pie por algunas calles a gran velocidad hasta llegar al Covent Garden. Las calles estaban animadas y la señorita Meadowes era muy rápida. Se percató de ello cuando notó que la madre de Lily andaba más aprisa de lo común y se disculpó varias veces sin detenerse, ya que ni el padre de Lily, ni Lily lo habían notado. Petunia sí que lo resentía; estaba tan cansada como su madre y seguía de pésimo humor, esquivando a la gente que se atravesaba en su camino sin piedad. El Covent Garden estaba poco más que lleno. Lily no lo conocía y se mareó entre tantos aparadores y vitrinas. La señorita Meadowes empujó una puerta que a Lily le pareció brotada de la nada; levantó la cabeza y miró el letrero que pendía sobre la puerta: un dosel con la forma de un gato obeso con una trompeta, sostenía un estandarte impecablemente pintado que anunciaba “Mr. Bagel Bookshop”. Tenía una sola vitrina que exhibía dos libros: It’s a Kel-Pie!, de Agatha Baker*, con una graciosa ilustración de una tarta con ojos y “El  Rastro: Manual de Investigación y Definición de Maleficios y Hechizos de Control” , de Harlan Matteson*, cuya portada mostraba una serie de líneas incomprensibles. Lily casi se estrella contra la pared por estar mirando, pero Petunia la jaló con brusquedad del brazo y la obligó a entrar a la tienda. Los sonidos se apagaron de inmediato. El lugar estaba vacío. Una mujer muy estirada enfundada en una extraña túnica gris acudió a su encuentro.
—¡Dorcas! —exclamó con algo parecido al gusto y procedió a examinar a la familia Evans —: ¿Muggles?
—Buen día, señorita Bretherton. Ellos son los Evans. Usarán esta puerta para ir de compras a menudo.
—Es un placer —saludó la mujer, estrechando la mano de ambos padres. Luego miró a las niñas. Sus ojos ambarinos se clavaron de inmediato en Lily —. Bienvenida, niña.
—¿Acaso hay más puertas? —preguntó Henry Evans.
—La más cercana está en el Caldero Chorreante y no es lugar para estas jovencitas —aclaró la señorita Bretherton.
—Existen más entradas al callejón Diagon, pero generalmente les muestro esta porque es más fácil de recordar y es más accesible —explicó Dorcas —. El año que viene, si necesitan venir y quieren hacerlo ustedes solos, pueden venir aquí  y la señorita Bretherton con mucho gusto les abrirá la puerta. Si creen que puede ser un problema llegar, puedo acompañarlos de nuevo.
Un enorme y gordo gato gris se estiró sobre una encimera. Miró a los recién llegados con indiferencia y se reacomodó para seguir durmiendo.
—Ese es el señor Bagel —anunció la señorita Bretherton, extrañamente orgullosa. Lily le rascó el lomo al felino, pero el obeso animal no abrió los ojos de nuevo —. ¡Oh, pero es un ocioso sin remedio!
Un gran reloj de péndulo comenzó a marcar la hora. Era mediodía. El reloj, más alto que los relojes comunes, también era cuatro veces más ancho de lo normal y tenía dos puertas de cristal. La señorita Bretherton abrió las dos hojas, mientras el péndulo oscilaba de un lado a otro y enseguida, abrió una segunda puerta por el lado izquierdo, de modo que el péndulo se movió con ella. Al hacer aquello, un lejano murmullo se dejó escuchar, como si hubiese un nutrido grupo de gente susurrando del otro lado. Detrás de la segunda puerta se extendía un estrecho túnel, iluminado a los lejos. La mano de Lily fue apresada por la de su madre y pudo ver cómo incluso los ojos de Petunia se abrían enormemente.
—¡Espero que tengan un excelente día de compras! —dijo la señorita Bretherton.
Dorcas se adelantó, entrando a través del reloj. Henry Evans la siguió, luego Lily, su hermana y su madre. El reloj se cerró detrás de ellas y los dejó a oscuras. Avanzaron a través del pasaje abovedado; la luz que apreciaron a la distancia no era más que la salida del túnel a una bulliciosa calle y tal vez fueran figuraciones suyas, pero apenas pusieron pie sobre ella, a Lily le pareció que en ella había aún más sol que en el Covent Garden. Había personas aquí y allá, con sendas túnicas, gorros y atuendos extraños. La madre de Lily dejó escapar una exclamación de asombro, cual niña pequeña. La señorita Meadowes comenzó a darle indicaciones al padre de Lily mientras avanzaban a toda marcha. Lily giró por todos lados tratando de verlo todo: había un hombre con una gran lechuza posada en su hombro y discutía acaloradamente con otro hombre de túnica rojo brillante y a su lado, una mujer de largo gorro puntiagudo acariciaba un gran gato café.
—¡Oh! ¡Pero si ese sombrero pasó de moda hace dos meses! —cuchicheó una mujer, detrás de Lily.
—Pero ella se cree que se ve bien, ¡parece banshee! —contestó su compañera y ambas se rieron estruendosamente y siguieron su camino, seguidas por una pequeña criaturita de grandes orejas que no levantó la mirada. Lily estaba boquiabierta.
—¡Lily! —clamó su madre.
Lily dio la vuelta de inmediato para seguir a su madre, pero se estrelló contra un hombre que cargaba un gran costal cuyo interior se agitaba como si hubiera cientos de insectos dentro.
—¡Muévete, niña! —bramó.
—¡Ya voy!
Caminaron por la calle adoquinada, tan abarrotada como la calle londinense que recién dejaron. A Lily no le costaba trabajo andar pero Petunia, apresando la mano de su padre, no paraba de estrellarse una y otra vez con las personas. Le pareció que recibía miradas de extrañeza. Comenzó a sentirse pequeña.
—Los llevaré primero a Gringotts —dijo Dorcas, en voz alta —. Deben cambiar su dinero muggle por la moneda mágica. Galeones de oro, sickles de plata, knuts de bronce... —explicó sobre la marcha.
—Veintinueve knuts hacen un sickle de plata, diecisiete sickles hacen un galeón —respondió el padre de Lily. Dorcas sonrió efusivamente —. Hice mi tarea.
—¡Habría sido un buen alumno, señor Evans!
Un enorme edificio blanco y un poco torcido exhibía su nombre con letras doradas. Ingresaron no sin levantar algún recelo y varias cejas y hasta llegar al vestíbulo, la familia Evans se dio el lujo de respirar con calma. Un reducido grupo de duendes charlaba tranquilamente frente a la puerta de acceso y posaron sus miradas sobre los recién llegados un par de segundos, para continuar con su conversación. Pequeños, de barba puntiaguda, de grandes manos, dedos y pies. Pulcramente vestidos. Petunia chilló y se echó a correr hacia afuera de inmediato.
—Quizá ella deba esperar afuera —dijo Dorcas, algo consternada.
Lily salió detrás de Petunia. La niña miraba las puertas del banco como si alguna de aquellas criaturas fuera a salir tras de ella. La señora Evans también salió, muerta de risa.
—¡Pero, Tuney! ¡No te han hecho nada!
—¡¿No los viste, mamá?! ¡Son horrendos! ¡No volveré a entrar allá!
—No lo harás, anda, vamos a caminar.
—¡¿Pero cómo puedes estar tan tranquila?!
—¡No lo sé! Debe ser este lugar…
Petunia no parecía muy convencida. Ellas estaban afuera, pero su padre seguía adentro.
—¡Anda, Tuney! ¡Vamos a mirar! —suplicó Lily y la arrastró con ella a mirar tiendas.
Había muchísimos sitios que mirar; pasaron frente al “Emporio de la Lechuza”,  seguida de un gran almacén que anunciaba “la nueva y más eficaz poción para deshacerte de los horklumps de tu jardín”. Un par de establecimientos adelante se encontraba una tienda de artículos llamada “Artículos de Calidad para Quidditch”, seguida de “Scribbulus, Tintas de Recambio”. Petunia, absorta y asombrada, se dejó arrastrar por Lily a mirar escobas y vio estupefacta, a los niños arremolinarse frente a los cristales, impidiéndoles mirar.
—¡Mira allá! —chilló Lily y Petunia fue arrastrada a ver una tienda donde había un sinfín de bolas de cristal, en cuyo interior se apreciaban espirales de humo.
—¿Qué rayos es eso? —dijo Petunia.
—¡Mira, Tuney!
—¡Lily! ¡Déjame mirar!
Lily saltó y corrió y se detuvo frente a un gran anuncio de un helado cremoso y brillante.
—“Florean Forstecue” —leyó su madre. —¡Incluso tienen helados!
Lily abrió enormemente los ojos y giró lentamente hacia su hermana.
—…tienen helado de petunias… —siseó.
—¡No juegues! —exclamó Petunia.
El señor Evans las alcanzó poco después, seguido de la señorita Meadowes. Parecía muy preocupado y aliviado de verlas completas.
—¡Me doy la vuelta y ustedes desaparecen! ¡Deberían tener más cuidado!
—Lily comenzó a correr como una loca —se defendió Petunia. —. ¿Ellos no te han hecho nada, verdad? —preguntó, mirándolo seriamente.
—Tendrían que habérselas visto contigo, claro que no —contestó el hombre y Petunia bufó, mientras su padre acariciaba su cabeza.
—¡Oh, mira, Harry! —exclamó la señora Evans, ignorando las palabras de su esposo —. ¡Mira cuantas lechuzas!
La señorita Meadowes parecía genuinamente divertida. Le cerró un ojo a Lily y esta sonrió ansiosamente.
—Quieres tu varita, ¿cierto? —murmuró Dorcas y Lily asintió vigorosamente —Será mejor que apretemos el paso y puedan mirar todo después con más calma.
Comprar su varita mágica era lo que Lily había estado esperando con ansias durante todo el verano. Cuando por fin llegaron a Ollivanders, la tienda de varitas mágicas, Lily se sorprendió; en su imaginación era un lugar completamente distinto, impecable y lleno de luz. En lugar de eso, la fachada lucía algo deteriorada y oscura. Petunia hizo un ruidito desagradable.
—¿Mil años de existencia o mil años sin limpieza? —se burló. Lily gruñó. Una campanilla sobre la puerta repicó cuando la empujaron. Dentro de la tienda solo había una mujer que miraba el polvo acumulado en los rincones con recelo y un niño agitando varitas, además de un par de chicos de unos dieciséis años que estaban de pie frente al mostrador y uno de ellos le explicaba al dueño, un hombre de edad avanzada y mirada brillante y plateada, como se había roto su varita.
—No me di cuenta hasta muy tarde que había tomado mi varita con la boca —dijo el chico.
—¡Lo perseguimos por una hora completa! ¡Se metió en un agujero y tuvimos que darle obsequios para obligarlo a salir!  —contó el segundo muchacho, bastante divertido.
—A estado acechando en el jardín hace tres meses, se roba las tartas de mamá…
—Tendrán que poner una trampa. La varita no tiene un gran desperfecto —dijo el dependiente —. Pero tiene un poco de pelo salido y debe ser reacomodado con cuidado. La tendré lista en una semana. No olvides venir por ella antes de volver al colegio.
—Por supuesto, señor Ollivander —dijo el primer chico.
Ambos muchachos tomaron sus mochilas y salieron del establecimiento, mientras el señor Ollivander metía la varita dañada dentro de un estuche y miraba intensamente al otro niño, cuya varita extendida en el aire, emitía una luz intermitente. El hombre retiró la varita y le ofreció otra. Luego miró a los recién llegados.
—¡Señorita Meadowes, un placer verla de nuevo por aquí! Roble, veinte centímetros, elástica.
—Buenas tardes, señor Ollivander —dijo Dorcas.
—¿Trabajo? —preguntó Ollivander.
—Ellos son los Evans —presentó Dorcas de inmediato —Su hija Lily estudiará este año en el colegio Hogwarts y los estoy guiando por Diagon.
Petunia soltó un suspiro. Miró a Lily, pero Lily no miraba a Ollivander ni a la tienda. Su atención estaba total y absolutamente concentrada en el chico, que agitaba la varita en el aire. Por un momento, el chico giró los ojos azul oscuro hacia ella y la miró directo a los ojos. Lily sonrió y el chico pareció querer sonreírle también, pero desvió la mirada hacia su madre. Lily encontró la primera mirada hostil del otro lado; la mujer, elegantemente ataviada, hacía un mohín con los labios que Lily no supo interpretar, pero que Petunia comprendió a la perfección: desprecio. La niña le obsequió a la mujer una mirada igual de helada y tiró de la manga de Lily para hacerla retroceder. La varita que el niño agitaba dejó tras de sí una suave estela de plata en el aire.
—Parece que encontró la suya, señor Avery —dijo Ollivander —. Hiedra, veintinueve centímetros, flexible. Excelente para encantamientos.
—¡Felicidades, Edmund!—exclamó Dorcas.
El chico le hizo una minúscula y educada reverencia.
—Gracias, señorita Meadowes.
La madre del niño le dirigió a este una gran sonrisa de satisfacción y el chico pareció suspirar aliviado. Pagó por la varita y la mujer se dirigió a la salida con paso resuelto.
—Dorcas —dijo al paso.
—Georgette —respondió Dorcas a su vez. Madre e hijo salieron de la tienda haciendo sonar la campanilla, mientras Dorcas sonreía intentando ocultar su desagrado. La madre de Lily abrió inmensamente los ojos y miró a Petunia, que hizo exactamente lo mismo.
—Entonces, es usted hija de muggles —comentó Ollivander, rompiendo el silencio —. Tiene unos ojos sorprendentes.
Lily sintió que su rostro se ponía rojo.
—Gracias. Son como los de papá.
—Puedo verlo. Ahora comprobemos que tenemos para usted, señorita…
—Lily Evans.
—Lily Evans —repitió el hombre. Miró entre las cajas apiladas al fondo de la tienda y otro pilar más y seleccionó cuatro de ellas. Regresó al mostrador, abrió una y le ofreció a Lily una varita muy corta, de color grisáceo.
—Fresno, diecisiete centímetros, elástica.
Con los dedos temblorosos, Lily la tomó y contuvo la respiración. ¿Qué debía hacer ahora? Miró al hombre con expresión interrogante y este frunció el ceño.
—No, creo que esta no…
Le quitó la varita y Lily miró perpleja a Petunia, que miraba a su vez al hombre con aire escéptico, como si todo aquello fuera una elaborada broma.
—Pruebe con esta. Acebo, veintiséis centímetros, flexible.
Lily tomó la varita y sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Decidió imitar al niño que se había retirado y la agitó en el aire, pero nada sucedió. Ollivander frunció el ceño. Apartó de inmediato las otras dos cajas y regresó al fondo, tomó tres más y regresó con ellas.
—Pruebe esta otra. Roble, veintitrés centímetros y medio, rígida.
Lily tomó la tercera varita y la movió un poco en el aire y pareció desprender chispas. Miró a su madre con expresión radiante, pero Ollivander de inmediato le quitó la varita y le ofreció otra.
—Espino, veinte centímetros, elástica.
Esta no pareció responder a Lily y Ollivander pareció irritarse y le ofreció otra más.
—Sauce, veintiséis centímetros, elástica.
Esta vez sí que hubo reacción y fue más allá de lo que Lily esperaba. La punta de la varita pareció encenderse y el rostro de Ollivander se iluminó.
—¡Ahí la tiene!
La luz de la varita comenzó a intensificarse tanto, que toda la estancia se llenó de una gran luz de color verde agua, pintando paredes, muebles y pisos de este color. Ollivander parecía muy satisfecho y Lily sintió una emoción desconocida llenarle el pecho. Se preguntó de dónde vendría aquella luz. ¿Era la varita? ¿O era ella quien producía aquella luz? Necesitaba saberlo todo, no podía esperar más. Si tan solo Severus estuviera con ella en ese lugar…
Siguió mirando la luz, totalmente extasiada, pero Dorcas se adelantó y bajó su mano. La luz se desvaneció.
—Parece que ya tienes varita, Lily —comentó ella amablemente.
Lily sonrió y después, abrió mucho los ojos, estupefacta. Todo Ollivanders estaba pintado de verde. También las ropas de todos, incluso la piel del dueño estaba teñida de este color. Lily miró al señor Ollivander, con los ojos bajos.
—Lo siento —susurró, mientras Dorcas Meadowes se partía de risa.
Después, Lily decidió que aquél día era uno de los mejores de su vida. El resto del día en el callejón Diagon fue tranquilo y muy interesante. Compraron el uniforme del colegio, túnicas a su medida y los libros en Flourish y Blotts, una librería enorme y atestada de gente; un bonito caldero, tinta, pergaminos, plumas… Pero su varita descansaba dentro de su bolsa y Lily metía cada que podía la mano dentro de ella para poder tocarla. Sauce, veintiséis centímetros, elástica, se repitió a ella misma. Se la mostraría a Severus (¿Tendría él ya su varita?).
La señora Evans no se cansaba de mirarlo todo. Tomaron un helado en Florean Fortescue y a Lily le pareció que nunca había probado un helado tan delicioso como aquél. Después se cruzaron con otro conocido de la señorita Meadowes y supieron que ella solo debía darles indicaciones y no tenía que quedarse todo el tiempo con ellos y el señor Evans parecía algo avergonzado, pero la señorita Meadowes parecía estarlo pasando bien y comieron todos juntos en una tienda de pastas dulces y saladas. Pero, conforme caía la tarde y daban un paseo por el callejón, cargando todo lo que habían comprado, el ánimo de Petunia parecía decaer más y más. Después, le resultaba casi imposible levantar la mirada y ver otro local más, otra cosa maravillosa, algo aún más asombroso. Decidió que estaba harta. Decidió que odiaba todo aquello y que odiaba a Lily, tan radiante y feliz, tocando en secreto aquel estúpido palo de madera una y otra vez, se aseguró a ella misma que odiaba todo aquello, mientras contenía las ganas de llorar. Solo quería que todo aquello terminara ya y marcharse a casa, donde ella conocía todo y tenía una habitación, donde todos la conocían y tenía un sitio suyo y de nadie más. La cálida mano de su padre apretó la suya y solo entonces se atrevió a levantar los ojos y mirarlo, con aire cohibido.
—¿Estás bien, princesa?
Petunia asintió, aunque hubiera querido gritar que no.
—¿Estás cansada?
—Un poco —murmuró Petunia.
—Vamos a casa.
Petunia sonrió; se apretó al costado de su padre, mientras este besaba su cabeza y la estrechaba contra ella. El mal humor se disipó un poco.
                                   VIII.
 Garrick Ollivander consultó la hora en el reloj azul de siete manecillas sobre el mostrador. A un movimiento de su varita, todas las cajas que contenían estos delicados instrumentos de magia se elevaron en el aire y volaron por la habitación, volviendo al sitio exacto donde ya se encontraban antes de ser sustraídas para intentar encontrarle dueño a cada una de ellas. Revisó escrupulosamente el orden asignado a cada caja, consultó una lista en un gran pergamino que cayó al suelo y rodó más allá, hizo un par de líneas con tinta sobre ella y decidió que apenas comenzaran los cursos escolares el siguiente lunes, viajaría a Irlanda y a Noruega para conseguir plumas de fénix en el primero y pelo de unicornio en el último. Afuera había un cielo tormentoso. La campanilla de la puerta sonó. La turba de nuevos alumnos que se dirigían a sus respectivos colegios y necesitaban una varita solía terminar un fin de semana antes, pero siempre había alguien que llegaba de último momento. Ese día había estado particularmente tranquilo. Ningún chiquillo despistado se había acercado al mostrador de último minuto. Ninguno hasta ese momento. Volvió al mostrador y miró a sus clientes con mucha, mucha atención.
—Eileen Prince…espino, veinticinco centímetros y medio. Rígida.
Eileen esbozó una minúscula sonrisa, de pie en el recibidor. A su lado, Severus contempló la tienda, oscura y dispuesta a cerrar sus puertas.
—Lamento llegar tan tarde, señor Ollivander —respondió Eileen. —Espero que aún pueda atendernos.
—Aún no me marchaba —respondió Ollivander, suspicaz —. Acérquense.
Severus avanzó hasta el mostrador; siempre le resultaba extraño que algunas de las personas en aquel mundo se refiriesen a Eileen por su apellido de soltera, Prince, y no por su apellido de casada, Snape. Quizá era porque amaba las conspiraciones, pero Severus suponía que solo ciertas personas lo hacían, con cierto grado de misterio en ello. Quizá solo le gustaba imaginar cosas y Ollivander no tenía idea de que Eileen estaba casada con un muggle.
—Entonces… ¿señor Snape?
Severus alzó la mirada, algo sorprendido.
—¿Si?
—¿Está listo para comenzar sus clases?
—Sí, señor Ollivander.
Ollivander había depositado sobre el mostrador un par de cajitas alargadas; abrió una de ellas y la examinó atentamente.
—Acebo, veinticuatro centímetros, flexible.
Severus tomó la varita ofrecida con emoción. La admiró un momento y la agitó con suavidad en el aire y una ráfaga de aire se desprendió de esta.
—Muy volátil. Avellano, dieciocho centímetros, rígida —ofreció el hombre, retirando la varita anterior.
Severus agitó la nueva varita y solo consiguió que las orejas se le entumieran.
—Serbal, cuarenta centímetros, elástica —indicó Ollivander, ofreciéndole la siguiente varita. Esta tampoco mostró resultados y Severus tuvo que agitar al menos siete varitas más. Miró de reojo a Eileen, que observaba con mucha atención lo que hacía.
—¿Debe tardar tanto? —preguntó Severus.
—Una de ellas tiene que elegirte, muchacho —contestó Ollivander, poniendo la octava varita entre sus dedos. Severus frunció el ceño con aire incrédulo.
—¿No debería ser yo quien la elija? ¿Cómo va a elegirme ella a mí? —dijo Severus. Ollivander lo miró con fijeza.
—La varita elije al mago, nunca a la inversa.
—El mago fabrica la varita, ¿Cómo va a elegir el producto? Un niño no elige a sus padres.
Ollivander alzó una ceja, divertido por el comentario.
—¿Cómo se elige una varita? ¿Por su apariencia física?
Severus frunció el ceño.
—Supongo que eso es algo muy superficial.
—Lo es.
—Tendría que saber de qué está hecha.
—¿Eso de que te serviría?
—Sabría qué clase de poder la compone.
—¿Crees que puedes manejar eso? —Ollivander se irguió y se cruzó de brazos. —Todas las varitas en esta tienda están compuestas por tres núcleos distintos: pelo de crin de unicornio, nervio de corazón de dragón, pluma de cola de ave fénix. Dígame, señor Snape, ¿Cuál es el componente más poderoso de todos?
Severus se mordió un dedo, pensativamente. Ciertamente, era difícil decidir cuál de aquellos núcleos superaba a los otros dos. Cada criatura que cedía una parte de sí para crear una varita, tenía su propio y único y maravilloso poder y un misterioso origen.
—¿Entonces? —insistió Ollivander.
—Creo que, haciendo un análisis rápido, tendría que admitir que el pelo de unicornio es mucho más poderoso.
—¿Por qué?
—Es una criatura escasa y mística en toda su totalidad. Es mucho más factible encontrar un ave fénix que un unicornio.
—¿Entonces, elegiría ese material?
—Elegiría el nervio de dragón —murmuró.
Ollivander alzó ambas cejas en la frente.
—¿El nervio de dragón, está seguro? ¿Podría explicarme por qué?
—Quizá porque viene del corazón…
Los ojos plateados de Ollivander brillaron fugazmente; una sonrisa extraña se dibujó en la comisura de sus labios y Severus se sintió estúpido y depositó la varita que tenía en las manos sobre el mostrador. Miró de reojo a Eileen, que parecía contener una sonrisa en la boca y comenzó a enervarse.
—No todo es abedul y espino o sauce y fresno. Usamos la tabla celta como guía para elaborarlas, pero no usamos únicamente esos materiales, a excepción del núcleo —continuó Ollivander. —Prueba esta varita hecha con cedro, quizá te funcione.
Severus tomó la varita y la agitó brevemente, pero solo exhaló una nube de humo gris. Ollivander casi se la arrebató de la mano y puso entre sus dedos una larga y lustrosa varita de color negro que Severus tomó con agrado. Por supuesto que elegir una varita por su aspecto era algo superficial, pero aquella varita le gustó nada más verla. El tacto le resultó agradable y al ser larga, parecía algo pesada, pero en su mano se sentía ligera y manejable. La admiró con atención antes de recordar que debía al menos intentar hacer algo. Movió la varita en el aire, dejando tras el movimiento, una estela de color plata y el juego le agradó; hizo un par de espirales con ella antes de mirar a Ollivander.
—He sido elegido —declaró.
Ollivander rió de buena gana.
—Pino negro, treinta y ocho centímetros. Rígida. Nervio de corazón de dragón —explicó, cerrándole un ojo.
Salieron de la tienda de varitas y el callejón Diagon ya lucía solo y muy apagado. Eileen se cubrió el pecho con su capa y Severus refundió las manos en los bolsillos de su abrigo. Sonreía levemente, feliz por la adquisición. La varita de Lily era asombrosa y Severus casi desesperó hasta que Eileen decidió por fin, a dos días de marcharse, llevarlo al callejón a buscar la suya. La apresó con fuerza dentro de su bolsillo.
En solo dos días se marchaba al colegio. Severus levantó la mirada de los adoquines y miró a su madre.
—Fue una respuesta inesperada —comentó ella.
—¿Fue una mala respuesta?
—Ya respondí esa pregunta.
—¿Por qué fue inesperada?
Eileen se encogió de hombros y Severus enrojeció.
—¿Sabes por qué contesté eso? —dijo, con aire sabiondo. Eileen negó con la cabeza. —Porque los otros dos elementos están en la parte trasera del cuerpo…
Eileen apretó los dientes. Se talló los labios tratando de no reírse mientras su vástago reía a sus anchas
—Eres un tonto, Severus…
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Año 1. Capítulo 3 (VI).
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Las manos de Petunia Evans alisaron la hoja de papel, deshicieron cualquier mancha de grafito que pudiera haber quedado en ella, releyó la misiva más de seis veces y contempló la carta que pondría en el buzón al día siguiente. Era una noche fresca y la risa alegre de su hermana saltando en el jardín, llegaba a ella a través de la ventana abierta. Se puso de pie y miró el alboroto que su hermana estaba armando allá abajo. Y no necesitó preguntarse a que se debía ni con quien lo estaba haciendo. Ahí abajo, sentados en la franja de escaso césped, su hermana reía a carcajadas mientras ese detestable niño intentaba ganarle en un juego de cartas. Por un momento, Petunia sintió vergüenza de ella misma. No necesitaba estar en ese mismo sitio. ¿Para qué? ¿Qué tenía de especial? A su hermana siempre la rodeaba cierta aura de misterio cuando estaban en el colegio, a pesar de no tener muchas amigas —al contrario de ella, Petunia siempre había sido muy popular—, y movidas por cierta curiosidad, alguna chica se acercaba de vez en cuando y una vez hecho esto, quedaba encantada de forma inmediata con ella, como si esta tuviera algo diferente, distinto, algo mágico, algo sorprendente. Como hechizados.
Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre, mientras lloraba de alegría porque lo que su hija hacía era natural y además, aceptado de alguna forma. Como si alguien la rechazara, solía pensar Petunia, con desdén. Era ella misma quien se alejaba de las personas, cuando no podía hacer “eso” cerca de ellas, cuando no podía hacer su voluntad, su capricho, estar a sus anchas, se dijo así misma. Ella, Petunia, tenía que cuidarla, andar detrás de ella, cuidar que no le fuera a descubrir alguna persona. Cruzó los brazos y recargó la frente en el marco del ventanal, con el ceño fruncido; Petunia ya no tenía que cuidarla. Él lo hacía.
Era una escuela para chicos especiales, había dicho su madre. Pero él también estaba invitado, él también iba a ir. Ese chico odioso tenía un sitio y ella, Petunia Evans, no. Como si lo hubiese invocado con la mente, el chico levantó los oscuros ojos y la miró directo a la cara, casi como si escuchara sus pensamientos. Petunia brincó hacia atrás de inmediato, algo turbada. A veces, le parecía que podía leer la mente. Esperó un momento para volver a estirar el cuello y mirar abajo, pero descubrió que él no había apartado la vista de la ventana de ningún modo, con un gesto de desagrado en el rostro. Torció la boca y se apartó definitivamente de la ventana.
Caminó hacia su tocador, alisó su cabello (la cena no tardaría mucho), y en la oscuridad de su habitación, contempló los objetos sobre el mueble en perfecto orden. La niña estiró la mano y tomó un botón de rosa del diminuto florero. Lo observó con atención.
Carraspeó; cerró la palma de su mano con el adentro y volvió a abrirla. Nada sucedió.
Alzó una ceja; no podía ser tan difícil (¿o sí?). Cerró nuevamente la palma de su mano, justo como veía a su hermana hacer y volvió a abrirla de nuevo, pero el botón seguía intacto. A Lily le bastaba solo hacer eso para que el botón floreciera. “Que estúpido”, pensó. Si iba a aprender magia, aprendería cosas útiles, no cosas como esas, tonterías, juegos de niña pequeña. Arrojó el botón marchito al bote de basura y salió de su habitación. Caminó con paso enérgico por el descanso y se detuvo frente a la habitación de su hermana. Golpeó el suelo repetidas veces con la planta del pie y una vez que decidió que entrar no estaba mal porque era la hermana mayor, abrió la puerta. Observó el panorama con recelo; pasó los dedos por las marcas en el marco de la puerta, figuras y símbolos extraños que Lily Evans solía trazar desde que era más pequeña. Avanzó en la habitación oscura y estuvo a punto de encender la luz, pero pensó que ella la vería desde allá abajo y entonces se darían cuenta. Caminó despacio, mirándolo todo, ligeramente oprimida en el pecho. El colegio era un internado. Y una vez que su hermana se marchara, no la vería hasta las navidades y aquella habitación estaría vacía.
Sujeta con una chinche contra un pizarrón de corcho, la carta de admisión del colegio Hogwarts se mecía con la suave brisa. Tomó la misiva y la releyó de nuevo, como había hecho varias veces a escondidas desde que su hermana la había recibido:
Túnicas.
Un sombrero (se rió burlonamente de esto).
Un caldero.
— Guía de transformación para principiantes, de Emeric Switch —leyó en voz alta.
—Tuney.
Brincó a la voz de su madre, que la miraba con dulzura desde la puerta.
—Es hora de cenar, princesa.
Petunia sonrió de forma parca y los ojos de su madre la miraron agudamente. Devolvió la carta al pizarrón con nerviosismo y esta cayó al suelo una vez antes de poder pincharla en su sitio nuevamente. Se sintió terriblemente estúpida de haber sido descubierta ahí, leyendo aquello.
—¿Estás bien?
—Estoy perfecta.
—Aun no se va y ya la extrañas, ¿no? Yo también. No sé qué haré con una de ustedes tan lejos de mi —susurró Daisy Evans, casi al borde del llanto —. Gracias a Dios estarás aquí conmigo.
Petunia no respondió. No tenía una respuesta porque no sabía si se equivocaba.
—Lávate y baja, anda. Tu padre muere de hambre.
Con mesura, ayudó a su madre a poner la mesa mientras miraba de reojo a la pareja en el jardín, jugando a la luz de la lámpara de la entrada. Depositó la última cuchara junto al último plato y se acercó a la puerta para llamar a su hermana dentro. Pero aguardó un instante antes de pronunciar su nombre.
—¡¿Viste como lo hice, Sev?! ¡Será fantástico tener una varita!
—Será fantástico hacer llover cuando me dé la gana…
—¿Quién quiere hacer llover solo por diversión?
—Yo, yo quiero hacerlo. Cuando tenga mi varita, crearé una nube de lluvia permanente para Tobías. Va a combinar con él.
Lily soltó una carcajada y le dio un empujón al chico.
—Y después te castiga.
—Después le haré tocar el pomo de la puerta del ático y lo olvidará todo, ya lo verás…
—No podrás obligarlo.
—Sí, si se puede.
—¡Juegas!
—No, es cierto, con un malefi…
—Lily —interrumpió Petunia —. Dice mami que es hora de cenar.
Lily Evans se levantó de un brinco. Sus ojos verdes brillaron en la noche.
—¡Quédate a cenar, Sev!
—No —dijo el chico de inmediato. Bajo la escasa luz no se vislumbró el rubor que había teñido su rostro.
—¡Anda!
—No.
—¡No seas amargado!
—¡No!
—Mami no te ha dado permiso —intervino Petunia. Su mirada despectiva recorrió al chico de arriba abajo y recibió la misma respuesta. Si ese chico podía ir, seguro que también ella podría hacerlo, se dijo. Lily resopló; miró a su hermana muy molesta y apenas abrió la boca, el chico se escabulló por la puerta delantera y se echó a correr por la calle oscura y vacía, dejando ambas niñas perplejas. Resignada, Lily entró en su casa, se lavó las manos y se sentó a la mesa.
—No entiendo cómo es que compraremos una varita mágica —murmuró Henry Evans, mientras cortaba un trozo de carne en su plato —. ¿Hay tiendas para eso?
—Sí, se llama Ollivanders —dijo Lily —. Sev dice que ahí venden varitas y que esa tienda está ahí desde hace mil años —susurró con mucho misterio.
—¡Que tonterías! —soltó Petunia.
—¿Mil años? —exclamó la madre de Lily, con cierta emoción —. ¿Tú te crees eso, Harry?
—No irás a creer lo que “ese” dice, ¿verdad mamá? —recriminó Petunia.
—“Ese” tiene nombre —reclamó Lily.
—Yo me creo que si la señora Meadowes no se aparece como prometió, tendremos que secuestrar a ese amigo tuyo para saber a dónde rayos ir —contestó el hombre con seriedad.
Petunia torció la boca y bajó la mirada al plato. ¿Cuánto tiempo tomaría una respuesta? ¿Una semana?, ¿Un mes? No se podía, septiembre se acercaba. Lily recién había puesto en el correo su respuesta para el colegio. Petunia suspiró profundamente y terminó su cena. No podía esperar más. Aguardó a que su madre y su hermana se levantaran de la mesa y su padre tomara asiento en su escritorio a repasar detalles del trabajo y se deslizó fuera de la casa. Con su carta muy apretada en la mano, se detuvo frente al buzón, en la esquina de la calle. Una cortina se levantó en una de las casas, la de la señora Andrews, que nunca dejaba pasar ningún detalle. Estuvo a punto de echarse a correr de regreso pero decidió ignorarla.
“Vi a su hija echar un sobre en el buzón la otra noche. No la aceptaron en ese colegio donde está su otra hija, ¿verdad? ¡Qué pena! Bueno, es que no todos los niños pueden ser especiales…”
Ya se imaginaba a la vieja arpía diciendo cosas como esas.
Pero se equivocaba.
Aun temblorosa, dejó caer el sobre dentro del buzón y volvió presurosa a su casa.
*               *                      *
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Los ojos verdes de Lily se abrieron mucho. Los oscuros ojos de su amigo se abrieron aún más.
—¿Cuándo envió esto? —preguntó él.
—Ni idea, ella no me dijo nada. ¿Cómo supo? No hay una dirección en el sobre de Hogwarts…
—Quizá la echó en el buzón normal. ¡Qué estúpida!
—¡Sev!
—¡No puedes escribir cosas así del colegio y dejarlas por ahí, para que cualquiera las lea! ¡Menos ahora que vas allá!
—¿Entonces cómo llegó al colegio?
—No lo sé. Supongo que deben tener espías en el servicio postal, alguien que se dedique especialmente a esto. Así cualquier carta como esta no cae en las manos de los muggles.
Muy consternados, ambos niños se miraron el uno al otro.
—¿Y ella que te ha dicho?
—Nada —repuso Lily —No me ha dicho nada…
El sonido de las voces de los padres los alertaron; ágiles, devolvieron la carta al sobre y Lily la deslizó dentro del bolsillo de su vestido. Miró nerviosamente la puerta de la entrada de su casa y tras cruzar una mirada con Severus, se levantó de la banqueta y entró en la casa, para depositar la carta de nuevo en su sitio, uno de los cajones del tocador de Petunia. Sentado con las piernas extendidas, Severus contempló la calle medio vacía. ¿Ella quería ir? “Que tonta”, pensó.
Petunia se tomó su tiempo para bajar a cenar esa noche. Tanto, que la pequeña Lily fue enviada a averiguar porque su hermana demoraba tanto en hacer acto de presencia. La encontró sentada frente a la ventana, mirando el cielo nocturno en total y absoluto silencio. Apenas Petunia descubrió a su hermana de pie frente a la puerta, limpió apresuradamente su rostro de las lágrimas que lo manchaban y no la miró a la cara, mientras su afligida hermana daba un par de pasos hacia ella cautelosamente.
—¿Tuney?
—¿Qué quieres? —increpó, de forma hosca.
—Mamá y papá te esperan para cenar —murmuró Lily.
Petunia se encogió de hombros. No dijo otra palabra y Lily la miró impaciente.
—¿Qué tienes?
—Nada.
—Tuney…
La niña la ignoró de nuevo garabateando con furia sobre su cuaderno. En algunos días, su hermana se iba al colegio. La respuesta la había decepcionado mucho. ¿Qué tenía de especial? ¿Por qué era más especial ella?
—Tuney…
Los ojos de Petunia Evans buscaron a su hermana. Había tal expresión en ellos que Lily dio un paso atrás algo confundida. Miró sus manos nerviosamente y volvió a su hermana.
—Quisiera que estuvieras allá conmigo —murmuró muy bajo Lily —Quisiera que pudiésemos ir las dos juntas…
—No soy como tú —espetó Petunia.
Lily parpadeó confundida.
—Pero…
—No soy como tú, Lily. A ese lugar van solo los chicos como tú, ¿no? Solo los que son iguales, los que hacen esas cosas que tú haces, diferentes y extrañas de los demás, ¿no?
—Si…bueno…
—¿Por qué nadie puede saber dónde van? ¿Por qué tienen que ocultarlo? —demandó.
Lily pensó un momento antes de responder nerviosamente:
—Sev ha dicho que…podría ser peligroso…
Petunia la miró de forma helada. Intentó no sonreír demasiado.
—¿Peligroso?
—Sev dice que…
—¡Sev, Sev, Sev, Sev, Sev! ¡Estoy harta de ese andrajoso! ¿Peligroso para quién?
—Para…supongo que…para nosotros… —balbuceó Lily.
—¿Para ustedes? ¿Y nosotros?
—¿Ustedes? —preguntó la niña.
Petunia se levantó abruptamente y avanzó hacia ella.
—Ustedes flotan en el aire. Ustedes hacen que las cosas se muevan —la señaló acusadoramente —. Ustedes encienden luces en otras habitaciones, desaparecen objetos, hacen estallar cosas, controlan animales y dejan caer ramas sobre las personas. ¿Por qué es peligroso para ti y no para mí?
Lily la miró perpleja. Aun sin saber exactamente de que hablaba su hermana, avanzó hacia ella y trató de abrazarla.
—Tuney…
Petunia retrocedió de inmediato. Pasó una mano por su cabello y lo echó a su espalda en un gesto soberbio.
—Yo entiendo perfectamente por qué es que vas allá, Lily. Y por qué yo no. Porque tú y Snape tienen que ir allá y estar encerrados sin que nadie sepa dónde están.
—Pero, Tuney… —susurró Lily, algo confundida.
—No soy como tú. Y por nada del mundo querría estar en ese lugar.
Con paso decidido y orgulloso, Petunia Evans pasó al lado de su hermana y salió de la habitación, extrañamente más calmada.
Anormales, pensó. Todos ellos.
Y ella, Petunia Evans, no era anormal y no necesitaba estar en un sitio como ese —no debía estar encerrada—, tan lleno de…fenómenos.
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Año 1. Capítulo 2 (III, IV, V).
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III. 1961.
A menudo, las cosas de Lily desaparecían y no las volvía a ver en un buen tiempo. Y no solo sus cosas; el periódico de papá, las agujas de tejer de mamá, algunas muñecas de Petunia corrieron la  misma suerte y Petunia todavía no perdonaba perder la jarra de su juego de té que la abuela le obsequió una Navidad. “¡Eres un tormento!”, había gritado Petunia. Su hermana le gritaba muy a menudo palabras como esas. Un par de años atrás, que las cosas se perdieran era la cosa más desconcertante del mundo. Después de Severus, Lily comprendió que probablemente la culpa era toda de ella. Aquella mañana, sus zapatos desaparecieron misteriosamente de su lugar. Y estaba muy segura que los había dejado sobre la cómoda la noche anterior. El asunto era de gran importancia, ya que aquellos zapatos eran nuevos y Petunia se encargaría de decirle a su padre lo descuidada e imprudente que era. No era que su padre se enojara demasiado, pero no le gustaba hacer el papel de tonta con él, así que miró debajo de la cama, tras la cómoda, en el armario, salió de la habitación y miró en el baño, pero no había señales de ellos en ningún lado. Resoplaba dándose por vencida cuando escuchó a Petunia gritar en el jardín. Regresó aprisa a su habitación y miró por la ventana: Petunia había salido de la casa y se distraía discutiendo con Severus, que no se atrevía a cruzar la acera de entrada a la casa. Lily se calzó unas sandalias atropelladamente y bajó rauda por las escaleras hasta el jardín. Petunia había desatado una pequeña batalla de miradas críticas en contra del niño y Severus estaba exasperándose. Lily quería evitar eso, porque sabía que Severus era capaz de…
—¡Nadie te quiere aquí!, ¡No vengas a vernos! —exclamó Petunia furiosa.
—Eres una tonta, no vengo a verte a ti, vengo a ver a Lily —replicó Severus, muy alterado.
—¡Odioso!
—Muggle.
—¡Tuney, basta! —reclamó Lily, deteniéndose junto a su amigo. Petunia se cruzó de brazos, irritada.
—Dile a tu sucio y desagradable amigo que no puede estar aquí —murmuró, altiva.
—Déjalo en paz —dijo Lily, sonrojada por el comentario.
—Los vecinos podrían verlo, y entonces pensarían que cualquier clase de persona vive aquí —continuó, mostrando los dientes.
—No digas que no te lo advertí…—murmuró Severus, furioso.
—No harás nada —advirtió Lily, tomando su mano —, mejor vámonos.
A Severus le hubiera gustado mucho darle una lección a aquella chica odiosa, pero no pensaba perder ni  un solo minuto de su tiempo con Lily. Ignoró a Petunia y anduvo tras la niña de inmediato, sorprendido por lo rápido que había cedido. Petunia se quedó pasmada momentáneamente, pero enseguida reanudó su ataque, más molesta que nunca.
—¡Fenómeno! —chilló.
—¡Ordinaria! —gritó Severus.
—¿Adónde vas, Lily? ¡Le voy a decir a mami!
—¡Le voy a decir a mami! —remedó Severus. Lily no se molestó en responder, cerca del cruce de la privada. Petunia los miró alejarse con gesto enfurruñado. Todavía se escabullía de vez en cuando tras ellos, pero esa tarde tenía planes y no pensaba ir a cuidar a su hermana. Así que regresó de nuevo a su casa, segura de que por mucho que se quejara, sus padres no regañarían a su hija consentida.
Severus y Lily corrieron y llegaron a los columpios del parque, donde Lily se apoderó de uno de ellos, vacíos a aquella hora del día.
—¡Pero qué mal corres, Severus! —dijo Lily jadeando.
—Lo sé —respondió Severus, jadeando ­—. No vuelvas a hacerme esto por favor, o te juro que voy a morir.
—Creo que papá me regañará.
—Ella inventará cualquier cosa de todos modos —dijo Severus, sentándose en otro columpio.
—Es cierto —reflexionó Lily, esta vez sentándose. Se quedó muy callada y pensativa un largo momento, enrollando la cadena del columpio para soltarle después y girar vertiginosamente.
—¿Qué te sucede? —preguntó Severus.
—¿Por qué te portas tan mal? —preguntó Lily sonriendo y girando.
—Si no hiciera la mitad de las cosas que suelo hacer y que no debería, estaría en mi cuarto sentado, sin moverme ni hacer nada. Además tengo que practicar.
Lily no contuvo la risa esta vez. De pronto pareció mucho más alegre. Se echó a correr de nuevo cuando él se distrajo, dando brincos y Severus reanudó su carrera loca tras ella hasta internarse en el bosque, a su lugar predilecto. Una vez ahí, se tumbaron sobre la hierba, miraron la forma de las nubes y jugaron a adivinar que criaturas fantásticas eran. Severus le había compartido a Lily un libro fantástico, gastado y roto. “Animales fantásticos y dónde encontrarlos”, llevaba por título. Lo había leído más de quince veces, absorta y fascinada con su contenido. En los cielos, Lily encontró una esfinge y Severus un basilisco. Después, Lily halló un unicornio y Severus aseguró haber visto un torposoplo. Cuando Lily lo miró con los ojos muy abiertos, Severus se echó a reír al ver su cara. Luego se cansaron de aquél juego y se quedaron en silencio, tendidos el uno al lado del otro. Aun mirando las nubes, Lily se preguntaba todo lo que podría hacer con magia. Desde que Severus le había explicado que era bruja, no podía imaginar el mundo caminando de otra forma. Severus era totalmente distinto de cualquier otro chico que ella hubiera conocido antes. Hacia cosas que la aturdían, como robar y mentir. Y lastimar a Petunia tampoco había sido de su agrado. Una vez hizo que una rata la persiguiera haciéndola saltar de su escondite, donde Petunia se mantenía, necia, escuchando sin atreverse a llegar. A Severus todo le causaba mucha gracia. Cuando notaba que Lily lo desaprobaba se ponía tenso y enrojecía. Lily había descubierto que era simplemente imposible que él le mintiera a ella. Tartamudeaba y se ponía nervioso y comenzaba a decir una tontería tras otra hasta que soltaba la verdad a bocajarro. Después salía huyendo. Pero era muy agradable y emocionante hablar con él. Petunia se había encargado de hablar cosas terribles a sus padres y aunque su padre le había visto con recelo, la dejó seguir frecuentándolo luego de conocerlo. Había intentado que Severus fuera a su casa un par de veces, pero él siempre se miraba los zapatos y se quedaba en el jardín. ¿Qué pensarían sus padres si todo aquello de la escuela era cierto?, pensó.  ¿La dejarían ir a estudiar a ese lugar, ella sola? La sola idea la emocionaba mucho. Echado a su lado, Severus miraba el cielo, pero no observaba las nubes. Pensaba en la carta de Hogwarts. Estaba seguro que no tardaría en llegar y el pensamiento lo mantenía perturbado día y noche. No le preocupaba no ser admitido, él sabía que tenía un lugar asegurado. A sus once años, ya había realizado hechizos que muy pocos niños habrían intentado. Eileen tenía docenas de libros en el ático y también tenía cierta cantidad de objetos extraños, casi todo heredado. Le había insinuado que aquellos libros viejos también serían suyos y tuvo que comenzar a hacerse a la idea de que llevaría todo de segundo o tercer y cuarto uso al colegio, pero aquello era poco: se iba al colegio. Por fin. Con Lily.
Sonrió involuntariamente; estarían los dos en el colegio, lejos de Tobías y Petunia Evans. Quizá incluso podrían estar en la misma casa: Slytherin. Giró la cabeza para ver a Lily echada a su lado y descubrió que ella lo estaba mirando. Y un agradable cosquilleo le recorrió el estómago.
—Sev…— dijo Lily.
—¿Qué?
Una lluvia de hojas cayó sobre Severus y tuvo que sentarse, mientras Lily lo atacaba a diestra y siniestra, riéndose a sus anchas. Escupieron algunas que tragaron por descuido y permanecieron sentados, cruzando ambas manos sobre las rodillas. Miraron de nuevo el cielo.
—¿Por qué estás tan serio? —dijo Lily —. ¿Qué me ocultas, Severus Snape?
Severus la miró de reojo. Jugueteó un momento con la hierba, indeciso.
—Lily, te voy a contar un secreto —comenzó nerviosamente —. Tobías no sabe que Eileen es bruja.
Lily lo miró incrédula. Abrió mucho la boca.
—¿Qué?
—Si, lo sé…
—¿Pero en todos estos años no se ha dado cuenta?
—No
—¿Nunca le dijeron?
Severus negó con la cabeza
—Eileen no está segura de que pasará cuando llegue la carta de Hogwarts. Incluso está considerando no decirle…
—¡Pero Severus, eso será imposible! —interrumpió Lily.
—Tal vez, pero…
—¡Sería muy difícil para tu mamá ocultarlo!
—Sí, pero Eileen cree que…
—¿Cómo van a…?
—¡Lily, no me interrumpas!
—Lo siento —dijo ella apenada, pero sonriendo.
—Ella…le ha dicho que quiere que estudie en un internado para poder trabajar. Él no le pone mucha atención, pero le interesó la escuela. Solo que no quiere que sea muy cara. No quiere tenerme en casa —terminó Severus, algo avergonzado.
La niña hizo una mueca. Nuevamente esa punzada de temor se hizo presente.
—Sev… ¿Y si no llega la carta de Hogwarts?
—Llegará Lily, va a llegar.
—¿Pero y si no llega?
—Va a llegar —afirmó, con fuerza —.  Eileen quiere evitar que Tobías lea la carta, necesito interceptarla antes de que sea tarde. O no sé lo que pasara.
—¿Pero cómo atraparás a una lechuza, Sev? Puedo meterle una zancadilla a un cartero, ¿pero a una lechuza?
Severus abrió los ojos como platos. Le mostró una enorme sonrisa.
—¿Golpearías a un empleado del servicio postal?
—Golpearía a ese empleado del servicio postal por ti —afirmó enérgicamente. Luego los dos comenzaron a reír —. Supongo que estaremos aquí todas las tardes, Severus. Si es que no llega por la mañana, claro. Te ayudare a atrapar esa carta.
—Gracias, Lily —dijo Severus sonriendo. Después la observó por un momento —Eres la mejor amiga del mundo, ¿sabes?
Lily comenzó a reírse muy fuerte.
—¡Pero si soy tu única amiga, Severus!
—¡Lily! —gritó una voz detrás de ellos.
Parada a por lo menos diez metros de distancia, estaba Petunia, con su mejor cara de irritación y los brazos cruzados.
—Mami dice que vuelvas —le informó a Lily y le echó una mirada torva a Severus, que ni siquiera se molestó en verla. Lily se puso de pie y se sacudió la hierba del vestido. Severus la imitó.
—¿Te veré mañana?
—No creo. Iremos a Hogsmeade el fin de semana y de ahí, al Corredor de Magia. Tobías llegará el domingo por la noche, para entonces, ya habremos llegado. No hay correo los domingos, así que no creo que deba preocuparme. Ni tú.
—¡Hogsmeade! —se quejó Lily.
 —¡Lily! —gritó Petunia de nuevo.
Severus apretó los ojos, mucho más irritado que Petunia.
—Tal vez un día te pueda llevar —dijo —, aún no puedo, porque eres muggle.
Lily hizo un puchero con los labios.
—Está bien. Me voy porque si no, me castigaran. Te veré el lunes.
—Te estaré esperando —dijo él, ansiosamente. Lily lo observó un instante, con ambas manos cruzadas en la espalda.
—¿Qué? —preguntó Severus.
—¿Por qué les llamas así?
—¿Así, cómo?
—¿Por qué no les llamas mamá y papá?
Severus se quedó pasmado momentáneamente, sin atinar a darle una respuesta. Se encogió de brazos con indiferencia. Lily sonrió y luego, le besó la mejilla rápidamente. Después salió corriendo.
—¡Adiós Severus!, ¡Pórtate bien! —le gritó.
Severus quiso responderle, pero no salió ningún sonido de su boca. Levantó la mano y la agitó al viento, mientras sonreía como tonto y sentía un agradable calor en el estómago. Después, pasó sus dedos por la mejilla besada y regresó a su casa con la mano todavía apoyada en ella.
Eileen tenía planeado acudir a varios lugares. Uno de ellos era el Festival de la Luna en el Corredor de Magia, que se llevaba a cabo cada año, desde hacía más de trescientos años. No era tan antiguo como la Feria de Skataborg, pero había quienes asistían cada año como si fuera una obligación y siempre rebosaba de asistentes. Eileen y Severus usaron el tren para llegar al sitio. Lo hacían a menudo y Severus siempre se preguntaba por qué Eileen no podía hacer uso de métodos más sofisticados y mágicos, como un traslador, cuya función era transportarte de forma automática a tu destino deseado. A veces, a Severus le parecía que Eileen se resistía a usar la magia. Anduvieron por la torcida callejuela hasta que Eileen encontró el sitio que buscaba. O la criatura: una pequeña y escuálida figura de aspecto deprimente y grandes orejas esperaba sentado sobre un barril, al lado de una carpa. Un elfo doméstico. Cuando el elfo vio a Eileen bajó del barril de inmediato.
—Severus, quédate aquí y no te vayas a ningún lado —advirtió ella.
Severus quiso replicar, pero Eileen siguió su camino y fue al encuentro del elfo. Eileen también solía imponer una serie de reglas que Severus tenía que seguir si quería seguir acompañándola en sus salidas:
No apartarse de su vista.
No moverse del sitio donde ella le dejase.
No llamar la atención.
No hacer magia.
Además, tenía que referirse a ella siempre como “mamá”, aunque no le molestaba que le llamara por su nombre en Cokeworth. Era todo muy extraño. La carpa era de color verde y estaba abierta al público. Severus decidió ir a meter la cabeza cuando notó que ya había dos niños adentro. El interior era más espacioso —seguramente gracias a un hechizo de ampliación — y el centro estaba ocupado por una mesa repleta de chucherías con etiquetas de precio, velas encendidas y una gran bola de cristal que contenía un ojo que lucía bastante asqueroso. Una adivina. Las víctimas eran dos chiquillos, uno mayor que el otro, Severus calculó que debía tener su misma edad.
—Veo a una mujer en tu vida —dijo la adivina. Parpadeó confusa cuando vio a Severus entrar —, roja como la sangre.
—Ah, pensé que diría que mi madre —dijo el mayor.
La adivina tensó los dedos sobre la frente, intentando ver más allá, cuando en teoría debía ver la bola de cristal.
—Tendrás una vida trágica…corta…
La mujer abrió los ojos para ver el efecto provocado. El chico mayor la miró escéptico y el más pequeño a su lado soltó una risita.
—¿En serio? —dijo el chico.
La bruja resopló.
—Será más larga que la tuya—gruñó. La sonrisa del pequeño se esfumó —. Si me das un sickle, te daré buenas noticias.
—¡Embustera!
—No creo que sepas lo suficiente de la lectura de manos como para hacer esa acusación, jovencito —replicó la mujer, muy indignada.
—¿Cómo va a darme buenas noticias si ya ha dicho que tendré una vida corta y trágica? —rebatió el mayor.
—¡El amor siempre es una buena noticia! —exclamó ella.
—¿Puede decirme a qué casa me enviará el sombrero seleccionador? —preguntó el chico.
—Me fastidian, márchense —espetó la mujer, tomando los dos knuts que costaban sus interpretaciones, de la mesa —Y no los quiero merodeando por aquí.
—Espere —dijo el pequeño —, dijo que había una chica…
—¡Siempre hay una chica! Es una tontería, Reg —dijo el mayor —. No sabe nada de adivinación.
Intentaron salir de la pequeña tienda dando tropezones con Severus. El chico mayor le miró con desgano.
—¿No te cansas de estorbar? —le increpó.
—¿Te molestaría pedir permiso para pasar? —replicó Severus.
No recibió respuesta porque el chico se abrió paso seguido del pequeño. Afuera se alborotó el cabello oscuro y miró en derredor con fastidio.
—¡Kreacher! —soltó muy alto —. ¡Desaparece!
El mismo elfo que Severus vio al llegar apareció de pronto. Esta vez parecía molesto.
—Mi señora me ordenó que los vigilara; debo obedecer a mi señora —replicó el elfo.
—Y yo te ordené que desaparecieras —dijo el niño, mirándolo con frialdad —. Bien podrías desaparecer y aparecer de nuevo.
El elfo gruñó. Chasqueó los dedos en el aire y desapareció y luego apareció de nuevo.
—¿Ves? —espetó el niño —. ¿Tengo que decirte como hacer tu trabajo?
—Déjalo en paz —intervino el pequeño —. Mamá hará que se castigue de nuevo.
—Sólo es un elfo, Regulus… ¿Por qué nos estás viendo? —increpó de pronto a Severus. Y Severus estaba a punto de responder cuando vio a una mujer alta y de semblante agrio, vestida de púrpura y haciendo aspavientos. La mujer les hizo una seña a ambos niños mientras miraba de arriba abajo a la gente que caminaba a su lado y los chicos obedecieron a regañadientes. Envuelta en su raído abrigo negro, Eileen apareció a su lado de pronto y lo hizo brincar del susto. Sondeaba con la mirada entre la gente, algo ansiosa y Severus se preguntó si estaba cuidándose de alguien.
—Allá —dijo ella de pronto y casi lo arrastró del cuello hacia la entrada del teatro de vapor, donde la mujer de púrpura esperaba.
—Cada vez se corrompe más este sitio. A este paso, pronto estaremos infestados de sucios mestizos —se quejó, cuando llegaron a ella. El chico mayor la miró con desesperación.
—¡Mamá, no!
—¡Cállate!
Derrotados, siguieron a su madre dentro del teatro y Severus y Eileen entraron tras ellos.
La función presentaba la historia del Corazón Peludo, ya conocida para Severus. Avanzaron entre las filas no muy llenas y Eileen lo empujó para que tomara asiento al lado de los chicos del elfo. Luego Eileen fue a sentarse detrás de él dos filas atrás, con la mujer de púrpura, que no disimulaba su aversión por las personas. Suspirando, Severus cruzó ambos brazos mientras veía la representación en el escenario. Nubes de vapor de colores subían y bajaban y tomaban forma mientras la historia era relatada por una voz oculta. El teatro de vapor no era precisamente de su agrado porque los olores le provocaban algo de mareo, pero concentró su atención lo más que pudo en la historia. La voz susurrante de Eileen detrás de él y el demandante tono de su interlocutora lo distraían en todo momento. Cuando la mujer soltó una risita de evidente indignación, Severus estuvo a punto de volver la cabeza con mirada acusadora, cuando reparó en el par de chicos que estaban a un asiento de él. El pequeño parecía poner su total y absoluta atención en lo que se contaba, pero el segundo, con los pies sobre el asiento de adelante, dejó caer la cabeza sobre el respaldo como si estuviera siendo torturado. Gimió de pesar y volvió sus ojos grises hacia Severus.
—¿Qué? —ladró.
—¿Qué quieres? —respondió Severus.
—¿Qué me ves?
—¿Por qué crees que te miro?
—¿No estás mirándome ahora? ¿No estabas mirando allá afuera?
—Sirius… —advirtió la mujer detrás de Severus.
Sirius entornó los ojos y Severus hizo lo mismo. Después miró con desaprobación los pies del chico sobre el asiento y este le devolvió una mirada insolente que Severus decidió ignorar. Sirius comenzó a reírse por lo bajo mientras escuchaba la historia y le susurró a su hermano un par de cosas que hicieron que ambos comenzaran a reírse. Severus los miró enfadado.
—No me dejan escuchar —se quejó.
—No te pierdes de gran cosa —repuso Sirius.
—Eso no te importa, déjame escuchar.
—¿Te estoy jalando las orejas?
—Sirius…
—¡Ya te oí, madre, todo el teatro te escucha! ¡Deberías ser la narradora!
Como respuesta recibió un azote en la cabeza del abanico anormalmente largo de su madre, que hizo que tanto Regulus como Severus se echaran a reír. Una par de personas chistaron más adelante y los tres chicos recuperaron la compostura.
—Severus —susurró Eileen.
—Pero él…
—Compórtate, Severus.
—¡Pero él está hablando!
—¡Cierra la boca!
—Qué gran consejo, Severus. Deberías seguirlo, Severus —susurró Sirius.
Severus se cruzó de brazos nuevamente. Segundos después, Sirius comenzó a imitar los sonidos de la caldera de una locomotora cada vez que había una expulsión de vapor en el escenario.
—¡No me dejas escuchar! —se quejó Severus.
—¡No me dejas escuchar! —remedó Sirius.
Alguien volvió a chistar y se quedaron en silencio de nuevo. Sirius se irguió en su asiento con aire festivo y Severus lo miró fúrico.
—¡¿Qué?! ¡¿Todo te molesta verdad?! —dijo Sirius, segundos antes de ser aporreado de nuevo por el abanico de Walburga Black —. ¡Ay!
—Vámonos, Severus —ordenó Eileen.
Se puso de pie más aliviado y miró de reojo al chico. Sirius le ofreció una risita socarrona.
—¿Severus? —preguntó.
—¿Tienes algún problema con mi nombre?
—Es un gran nombre para una mascota.
—Qué curioso que piense de esa forma alguien cuyo nombre significa “perro”…
Sirius brincó de su asiento, pero las manos rápidas y sensatas de su hermano lo devolvieron de inmediato a su lugar. A Severus ya lo estaban arrastrando fuera del teatro; Eileen lo prensó de la oreja y tiró de él hasta que estuvieron libres del sonido y sus vapores. Severus se frotó la oreja y la miró con recelo, aunque Eileen no usó demasiada fuerza en aquél castigo.
—¿No te dije que  no llamarás la atención?
—Lo siento —gruñó—, pero él…
—¡No llames la atención, Severus! —riñó ella en un susurro. El niño la miró perplejo por algunos segundos, deseoso de cuestionar por qué todo aquel secretismo. Eileen cortó la riña visual revolviendo nerviosamente en su bolso y Severus desistió, porque no quería perder sus pocos privilegios.
—¿Y quiénes son ellos? —preguntó.
—Ellos… —pareció pensarlo un poco, mientras revolvía en su bolso —. Ellos son los Black.
—¿Los Black? —repitió Severus —. ¿Pero son Los Black? ¿Porque hay muchos, no?
—Solo hay tres ramas con el apellido Black, Severus. Esta es Walburga, esposa de Orión Black, la actual cabeza de la familia. Así que sí, ellos son Los Black. Es probable que estés en el colegio con ese chico, tiene tu edad.
Severus no reprimió un gesto de desagrado.
—Siempre y cuando no estemos en la misma casa.
—Solo que el sombrero seleccionador te envíe a otro lado porque si algo es seguro es que todos ellos son siempre Slytherin.
—¿Le vendiste algo?
Eileen apretó los labios y elevó el rostro al cielo. Severus notó que la pregunta la había contrariado de una forma extraña.
—Sí. Pero no le digas a nadie —admitió, resignándose a no encontrar lo que buscaba afanosamente en su bolso.
—Pero no hablo con nadie…—murmuró.
—Mejor. Vamos a casa. Quiero estar ahí antes que esa lechuza —dijo, apretando el paso.
IV.
Somnolienta y con mucha sed, Lily se sentó en la cama. Miró el reloj: eran las ocho y veinte de la mañana. Se levantó de la cama, se puso sus pantuflas y bajó a la sala bostezando. La casa estaba muy silenciosa. Su madre adoraba dormir hasta tarde y su padre había trabajado ese fin de semana. Fue directo a la cocina decidida a tomar un bocadillo, pasó frente a la puerta y se dio cuenta de que la correspondencia estaba tirada frente a la puerta. La levantó con pereza y la llevó con ella a la cocina, donde la depositó sobre la mesa. La miró con muy poco interés: casi siempre eran cuentas, nada que a ella le interesara y la abuela había escrito hacia muy poco, como hacía cada mes o dos. Se dirigió al refrigerador y sacó el cartón de leche, tomó un vaso de la repisa y volvió a la mesa. Había una gran ata con galletas sobre, así que sirvió un enorme vaso de leche, sacó dos galletas y ruñó una de ellas, bebió un poco y medio durmió con el vaso en la mano. Luego se acordó que seguía en la mesa, abrió los ojos y bajó de la silla. Pensaba regresar a su habitación con el botín cuando, ya de espaldas, algo acabó con su somnolencia. Giró despacio el cuerpo y miró la correspondencia sobre la mesa: un sobre muy grande y amarillento destacaba entre los demás sobres. Lo levantó con curiosidad, lo miró por todos lados y su corazón dio un vuelco: detrás, llevaba un sello rojo, lacrado con una H mayúscula. Una H mayúscula.
Lily bajó la carta con los ojos muy abiertos. Sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Con los dedos temblorosos, giró el sobre y leyó el destinatario:
Señorita Lily Evans. Little Garden No. 37, Cokeworth.
El sueño había desaparecido. Lily abrió el sobre lentamente, como si temiera que fuese a desaparecer de pronto, y sacó un par de hojas. Leyó el contenido, terminó, abrió mucho la boca, la cerró y volvió a leer todo de nuevo, intentando convencerse así misma que no estaba soñando:
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Por favor, observe la lista del equipo y los libros necesarios.
Cordialmente, Horace Slughorn.
Director adjunto
Lily soltó tal grito que levantó a las durmientes de casa y casi hizo temblar los cristales de la salita de estar. Comenzó a correr por toda la cocina con la carta en alto, mientras Petunia aparecía por la escalera atropelladamente.
—¡Dios, Lily! —soltó Daisy Evans, adelantándose a Petunia. La niña estiró el cuello para ver aquello que su hermana sujetaba fuertemente entre las manos y Lily corrió hasta ella, la abrazó con fuerza y le plantó varios besos en ambas mejillas.
—¿Qué te pasa, Lily? ¿Qué es eso? —gruñó Petunia, limpiándose la cara.
—¡Soy una bruja! ¡Soy una bruja! —gritó Lily con emoción.
Petunia pestañeó, confundida, pero pronto comprendió; le arrebató la carta de las manos e intentó leerla, pero fue sustraída de entre sus dedos por su madre, intentando detener aquella eufórica escena.
—¡La carta, mamá! ¡La carta de Hogwarts! ¡Llegó, llegó! —chilló Lily.
Petunia esperó ansiosamente la reacción de su madre, que leía la misiva con cierto estupor en el rostro.
—Pero esto…. —murmuró la mujer y una mueca apareció en sus labios. Miró a su hija con comprensión, segura que aquello no era más que una broma —, Lily…
—¡Severus me lo había dicho, mamá, me dijo que llegaría!
—Lily, cálmate por favor…
—¡Que tonta eres! —brincó Petunia —. ¡Es una broma! ¿Cómo puedes creerte esto?
—¡No es una broma!
—¡Si lo es!
—¡Mamá!
—¡Cálmense ambas! —exclamó la mujer, mareada con aquella discusión —. Tuney, no tienes que ser tan cruel con tu hermana.
—¡Pero…!
—Lily —dijo la mujer con severidad. Luego suavizó el tono de su voz —, Lily, esto debe ser una broma…
—¡No lo es! —chilló Lily —, ¡Sev me lo había dicho!
—Severus ha llegado muy lejos con esta broma —dijo la mujer, con el ceño fruncido —. Tendrá que escuchar lo que le voy a decir.
Detrás de ella, Petunia sonrió, segura de que por fin habría consecuencias para el detestable chico. Tres golpes en la puerta consiguieron que mujer y niñas guardaran absoluto silencio. Estáticas, contemplaron la puerta sin atinar a hacer algo.
—Alguien toca a la puerta, mamá —susurró Petunia.
—Ya lo sé, Tuney —repuso esta y anudando el frente de su bata, avanzó alisándose el cabello y abrió la puerta. Una mujer se encontraba del otro lado, mirando fijamente el tapete de la entrada. Era una franja de césped falso de color verde claro y con la leyenda “Bienvenidos” en grandes letras blancas. Algunas flores adornaban las esquinas, rodeadas de abejas con caras felices. La mujer levantó la mirada hacia la madre de Lily y esbozó una hermosa y amigable sonrisa.
—¡Muy buenos días! ¿Aquí viven los Evans?
Daisy Evans observó el atuendo de la visitante con cierto estupor en el rostro. Quizá era actriz de teatro, pensó. La mujer llevaba un vestido antiguo, casi blanco y muy largo, con botones de perla cerrando al cuello y adornado con un gran prendedor ovalado de color negro y azul oscuro, con la efigie de un águila. Se protegía del frío con una larga y gruesa capa tan azul como el prendedor y un par de guantes de piel que contrastaban notablemente con su imagen. La puntiaguda cresta de su calzado asomaba ligeramente debajo del borde de su indumentaria y llevaba el oscuro cabello suelto sobre los hombros, coronado por una fina capa de copos de nieve. Pero aún no estaba nevando. Petunia sacó la cabeza por debajo del brazo de su madre, apoyado en el marco de la puerta y Lily hizo lo mismo bajo el izquierdo.
—Somos los Evans, ¿En qué puedo ayudarle?
—¡Es un placer, señora Evans! Mi nombre es Dorcas Meadowes y he sido enviada para ayudarles.
Daisy Evans alzó una ceja.
—¿Disculpe?
—¡Oh, no, usted no ha hecho nada!
—No me refería a eso, yo…
—Perdóneme si se han confundido, pero han enviado la carta antes y yo debía entregarla personalmente. Tenemos una parvada de lechuzas novatas con mucho ánimo para trabajar y yo debí haber llegado temprano esta mañana, pero usted sabe, uno no puede ganarle a una lechuza con brío como no sea desapareciéndose y aun corre uno el riesgo de escindirse…
—¿Carta? —preguntó Daisy Evans.
—¿Escindirse? —señaló Petunia.
—¿Lechuza? —repitió Lily y entonces, Lily comprendió de golpe quien era o qué era aquella mujer y dio tal brinco que casi tira a su madre —. ¡Eres una bruja!
—¡Lily! —regañó su madre y la mujer soltó una carcajada.
—¡Eso justamente! —celebró la desconocida —. ¡Tú debes ser Lily!
—Lo siento, pero no tengo idea de quién puede ser usted y por qué conoce a mi hija —soltó Daisy Evans, empujando a ambas niñas a sus espaldas —. Y tampoco me interesa lo que vende…
—Señora Evans, he sido enviada del colegio Hogwarts de Magia y Hechicería del que supongo, ya ha leído la carta. Usualmente estas entrevistas comienzan de esta manera, entonces, acostumbro aligerarlas desde el inicio, si me permiten…
Dorcas Meadowes metió la mano en el bolsillo de su abrigo con mucho misterio y las Evans se inclinaron hacia atrás preventivamente. Lo que sustrajo fue una larga y bonita vara de madera, cuidadosamente trabajada y pulida. Las tres mujeres abrieron mucho los ojos.
—¿Qué es eso? —preguntó Petunia.
—¡Es una varita! —gritó Lily —, ¡Es una varita mágica!
La mujer agitó la varita al aire y de pronto, el recibidor de los Evans se estiró hacia atrás tan rápido, que Lily, Petunia y su madre se fueron de frente, mientras en su hogar se materializaba un pasillo tan largo y tan lejos de la entrada, que Dorcas Meadowes solo era una diminuta sombra recortada contra la puerta abierta.
—¿Está bien esta distancia? —gritó y su voz resonó poderosamente —, ¿o quiere que hablemos dentro de su casa?
El pasillo regresó intempestivamente a su tamaño original, mientras las tres mujeres daban gritos de susto. Petunia se aferró a su madre y Lily cayó de espaldas y en unos segundos, estaban de nuevo frente a la profesora. Daisy Evans se levantó del piso y cerró la puerta de golpe con tal mirada de susto en el rostro que se diría que había visto al mismo demonio. Petunia, que había huido, soltó un grito agudo y Lily brincó tras ella seguida de su madre. Encontraron a Dorcas Meadowes dentro, mirándose apaciblemente una uña.
—¿Ve? Pude haber perdido un dedo, solo atisbé en su salita, uno siempre debe conocer el sitio a donde va, por lo menos en fotografías.
—¿Cómo entró…? —jadeó Daisy Evans —, ¿cómo entró a la casa?
—Con esto —levantó la vara de madera —. Es una varita mágica, señora Evans. Yo soy una bruja. Su hija también lo es. Por eso ha recibido la carta.
—Mi hija no es eso que usted dice —Daisy miró a Lily con temor en el rostro —. Mi hija es una niña normal.
—No, no lo es —aseguró Dorcas, dando lentos pasos hacia ella —. Ella es excepcional. Hace cosas excepcionales, ¿verdad, Lily? Quizá cambies el color de las cosas solo con desearlo…o brinques tan alto que casi vuelas. Los objetos se mueven de su sitio o cambian de lugar o desaparecen y no los vuelves a ver en un buen tiempo. Y te suceden todo el tiempo, ¿cierto?
Lily miró a su madre con la duda pintada en el rostro y esta se interpuso entre la mujer y ella. Dorcas giró los ojos por la habitación. Alzó nuevamente la varita y una intensa luz blanca se desprendió de la punta de esta. La figura de un lince tomó forma y corrió por la habitación atravesando muebles y puertas hasta desvanecerse en la puerta de la cocina, dejando tras de sí una suave estela de color plata.
—No he venido a lastimar a Lily de ninguna forma, señora Evans. Como ve, yo también puedo hacer cosas como las que su hija hace y es debido a que somos personas mágicas. Antaño, también asistí al mismo colegio, aprendiendo a manejar y controlar la magia. Lily tiene un lugar para ella. Es decisión de ustedes si le permiten asistir o no, pero he de advertirle que en caso de negarse, puede ser que Lily pierda su magia con el tiempo, porque no aprenderá a manejarla. Si usted me permite, podemos tomar asiento y le contaré exactamente en qué consiste el colegio —dicho esto, la mujer depositó la varita sobre la mesa de centro y cruzó ambos brazos sobre su falda —Contestaré cualquier pregunta que tenga, cualquier duda. Y entonces, podrán tomar una decisión. Porque sé que no necesito convencerla de la magia que Lily lleva dentro.
La mano de Daisy Evans apresó el hombro de Lily y la niña miró a su madre con ansiedad. Exhaló un profundo suspiro.
—Quizá debamos hablar con mi esposo presente —sugirió.
                                   V.
La luz de la luna rebotaba sobre el pavimento húmedo en Cokeworth. En la oscuridad de la calle resonaban los pasos apresurados de Eileen Prince, mientras Severus caminaba tras ella, esquivando las líneas horizontales de la banqueta. Levantó la mirada y la dirigió hacia el fondo de la calle que estaban cruzando. Era una calle muy larga y al final se encontraba el parque al que iban a jugar cada vez que podían.
¿Estaría dormida? Apenas eran las nueve. Se rascó la cabeza y después hundió las manos en las bolsas de su abrigo, porque el aire frio comenzaba a calarle los huesos. Entraron en La Hilandera, que era la calle en donde estaba su casa y que en general era un punto de referencia en aquel lugar. No muy lejos de ahí, corría un rio caudaloso y oscuro, poblado de ranas. A veces iba a aquel lugar a esconderse cuando sus padres peleaban. Después de un rato, vio aparecer la puerta de su casa y bajó de nuevo la mirada al piso, mientras escuchaba el sonido que hacían las llaves en la mano de su madre al rozarse una con otra, cuando chocó de frente con ella. Se había detenido abruptamente. Estiró el brazo izquierdo hacia atrás de inmediato, de forma protectora y Severus adivinó que algo andaba mal.
La casa estaba a oscuras, pero Tobías tenía la puerta abierta. Estaba sentado en el escalón de la entrada, fumando un cigarrillo, cosa que Eileen detestaba. La escuchó suspirar profundamente. Esta avanzó de nuevo hacia la entrada y Severus la siguió sigilosamente.
—Hace frio —observó ella.
—Que perspicaz eres —contestó él. Eileen apretó los labios.
—He traído la cena.
—Ere una madre ejemplar —respondió con indiferencia, mientras le daba otra calada a su cigarro. Eileen reprimió un gesto de asco y lo rodeó para ingresar en la vivienda. Severus la siguió y Tobías estiró repentinamente el brazo para imperdirle la entrada. Severus se detuvo abruptamente.
—Siéntate —le ordenó. Severus obedeció y tomó asiento a su lado, mientras Tobías le daba otra calada a su cigarro. Lo miró, mejor dicho, le examinó el rostro cuidadosamente, antes de exhalar el humo en su cara. Severus contuvo las ganas de toser.
—¿Qué grosería es esa? —exclamó Eileen desde el pasillo, bastante enfadada. Tobías soltó una risotada seca y macabra.
—Quizá tú puedas explicarme qué clase de grosería es esta otra —respondió, levantando en alto el sobre de Hogwarts.
Severus palideció; se levantó de inmediato de su lugar, pero Tobías hizo lo mismo, lo sujetó con fuerza del cuello y lo estampó contra la pared. Eileen regresó apresuradamente hacia ellos y extendió los brazos hacia Severus.
—¡QUÉDATE DONDE ESTAS! —bramó Tobías, mientras azotaba la puerta. Severus se atrevió a moverse de su sitio y Tobías le dio tal bofetada que lo tiró al suelo. Eileen se paralizó a medio pasillo.
—Tobías… —murmuró ahogadamente.
—Cállate.
—Por favor…
Tobías extendió una hoja de pergamino amarillento; la sacudió y se la mostró a su esposa
—¿Qué significa esto? —espetó —. ¿Magia? Pensé que ustedes dos, par de idiotas, querían jugarme una broma —Severus se levantó del piso con el labio hinchado y sangrando —. Pero entonces, vino a buscarte esa chiquilla sucia que juega contigo en el parque. Traía un sobre exactamente igual que este, así que hice mi tarea: fui directamente con sus padres a preguntarles de esto. Había una mujer con ellos, explicándoles exactamente lo que este sobre quería decir. ¡Tenemos una bruja en la familia! ¡Qué idiotez!
Tobías caminaba de un lado a otro del pasillo, bufando con furia. Severus retrocedió de inmediato, temiendo que le dieran ganas de soltar un par de puntapiés. Su mente viajó de inmediato hacia Lily. ¿La habría lastimado? No, no era tan estúpido. Además, había hablado con sus padres…
—Déjame explicarte —suplicó Eileen.
—¿Explicarme? ¿Hace cuánto sabias de esto?
—Siempre.
—¡¿Siempre?! —gritó furioso —. ¡¿Es que fue anormal desde que nació y no me lo dijiste?!
—¡No es anormal! ¡Es como yo! —espetó ella furiosa.
—Entonces, es anormal…
—¡No me insultes!
—¡HAGO LA QUE ME DA LA GANA! ¡ES MI CASA!
—Y él no ocupará ya mucho espacio en ella. Es un internado, no vendrá a casa más que en vacaciones…
—¡Algo bueno tenía que resultar de eso! ¿Pretendes que pague para que vaya a un colegio a que le enseñen a sacar conejos de un sombrero?
—No seas idiota —murmuró Eileen.
—¿Idiota? —repitió el por lo bajo y se lanzó hacia ella dispuesto a maltratarla. Entonces sucedió lo que Severus veía venir: Eileen sacó la mano de su bolso, empuñando con fuerza una varita de color negro y apuntó directo a su cabeza. Tobías se quedó pasmado, más de sorpresa que de miedo. Miró la punta de la varita y luego la miró a ella, totalmente sorprendido; después, esgrimió una enorme sonrisa y comenzó a carcajearse de ella.
—¿Qué crees que haces? ¿Vas a golpearme en la cabeza con eso? —preguntó, burlón.
—No me obligues a usarla —contestó ella.
— ¿Y qué se supone que harás con eso?
—¿Con esto? ¿Quieres saber qué puedo hacer con esto? ¿En serio? —ahora era Eileen quien se burlaba. Por primera vez en mucho tiempo, Severus pudo ver esa sonrisa que su madre pocas veces exhibía; una sonrisa macabra que la hacía lucir desquiciada —. ¡Esto! —gritó Eileen, haciendo un giro en el aire.
Un potente chorro de luz azul salió de la punta y se impactó contra la puerta, volándola en mil pedazos.
—¡¿Quieres ver que más hace?! —exclamó
Acto seguido, comenzó a lanzar chorros de luz por toda la casa, golpeando mesas, sillas, estantes y rompiendo todo a su paso. Tobías tenía los ojos desorbitados y las manos temblorosas. En un momento, se tiró al piso, justo a tiempo para evitar que uno de aquellos siniestros rayos le diera en la cabeza. A Severus no le preocupaba en absoluto el terror que se había apoderado de su progenitor. Sin embargo, le pareció que su madre comenzaba a perder el control, así que se acercó a ella con cautela y la tomó del brazo.
—Mamá…mamá… —susurró.
Eileen pareció recuperar la cordura al toque de su hijo: bajó la varita y giró hacia Tobías, que se había vuelto a poner de pie y la miraba, totalmente serio y disimulando a la perfección el terror que sentía por dentro. En su cara, una mueca de desprecio se hacía presente. Eileen estaba sofocada. Parecía enferma con el cabello alborotado.
—¿Quieres ver que más hace? —preguntó Eileen calmadamente. Levantó nuevamente la mano y aspiró profundo:
—Reparo.
 Algo crujió detrás de Tobías. Los trozos de la puerta de entrada, que había estallado minutos antes, se elevaron en el aire y vinieron a reconstruirse rápidamente hasta dejar la puerta en su sitio de nuevo, como si nada le hubiese pasado. Lo mismo comenzó a ocurrir con todo aquello que Eileen había destrozado momentos antes; todos los objetos esparcidos en el suelo se levantaron de su caída final y recuperaron el sitio y la forma anterior. Aquello sí que sorprendió a Tobías. Eileen se serenó. Ambos se miraron desafiantes durante un instante que a Severus le pareció eterno.
—Entonces —comenzó prudentemente Tobías —. Se supone que el chico irá a una escuela a que le enseñen a hacer exactamente lo mismo que acabas de hacer tu… ¿Y esperas que pague por eso?
—No. Lo único que espero es que lo entiendas —contestó Eileen con firmeza.
Severus pensó que le estaba pidiendo demasiado. Tobías caminó hacia ellos. Frunció los labios pensativamente mientras movía su índice en el aire:
—¿Qué eres tú?
El labio de Eileen tembló. Tobías sonrió de forma desagradable mientras se rascaba la nariz. Tobías Snape era un hombre descaradamente calculador.
—Una bruja —contestó Eileen.
—Una bruja…— repitió Tobías pensativamente. Los miró de arriba abajo a ambos, mientras se sobaba el hombro, magullado por la caída anterior. De pronto, su rostro se crispó —. ¿Tuviste que ver algo en mi decisión de casarme contigo?
Eileen soltó una risita burlona.
—No te des tanta importancia, Tobías. Esa fue estupidez tuya y mía.
—Oh —repuso él, algo ofendido. Metió las manos en sus bolsillos y miró al piso. Después, levantó la mirada y le sonrió. Y fue una sonrisa victoriosa.
—Si no me lo dijiste, tuviste tus motivos. Muy personales, me supongo — Eileen apretó instantáneamente los nudillos, gesto que a Tobías y a Severus no se les escapó —.  ¿Quieres que lo comprenda? Alguien como…tú, ¿Quiere que yo la comprenda? Me parece que te traes algo entre manos, Eileen. Yo no necesitaría mucho de los demás con un trozo de palo como ese.
Severus sintió como su estómago se apretaba. Aún con la escena de violencia, Tobías seguía teniendo la ventaja sobre ambos. De pronto, el hombre extendió la mano hacia ella amenazadoramente. Eileen lo miró confundida.
—Dámela
—¿Qué?
—Esa cosa. “Tu varita”. Dámela.
Eileen lo miró con rabia. Severus abrió mucho los ojos.
“No lo hagas”, pensó.
—¿Por qué la quieres? —cuestionó Eileen.
—Por seguridad mía.
—Si quisiera hacerte explotar, ¿no crees que lo hubiera hecho hace tiempo?
—Si pudieras hacerme explotar lo harías, pero no puedes. Me necesitas, ¿verdad?
Los hombros de Eileen reflejaron su derrota.
—Supongo…—siseó.
—Te aseguro que me volveré mucho más comprensivo si la mantengo conmigo, bastante alejada de ti—argumentó Tobías, sin menguar su sonrisa —. ¿O es que puedes lanzar hechizos con tus manos?
—No.
—¡Mejor aún! —exclamó burlonamente, sin bajar la mano —Dámela.
En un movimiento que a Severus le pareció eterno, Eileen levantó su mano derecha y le entregó la varita a Tobías. Contuvo un suspiro. Eileen tomó a Severus de la mano, miró a su  marido con absoluto desprecio y lo arrastró a la salida.
—¿Adónde vas? —bramó Tobías.
—Por esta noche, lejos de aquí —respondió Eileen.
El aire frio de la noche golpeó a Severus cuando salieron. No llevaba chaqueta o abrigo y tiritó de inmediato. Sentía el labio dormido y la cabeza le dolía mucho, pero no se atrevió a decirle a su madre nada. Miró hacia atrás y vio la figura de Tobías de pie en la puerta. Eileen caminaba apresuradamente y sujetaba su mano con fuerza. Severus apretó los dientes conteniendo el dolor que aquello le provocaba y Eileen pareció percibirlo, porque de inmediato aflojó la presión que hacía con el brazo. También aminoró la marcha.
Caminaron por un rato en la oscuridad, hasta que Severus observó que ella se sonreía; minutos después, soltó una vibrante carcajada. Lo miró divertida. Severus sonrió con ella.
—¿Tu qué crees? —preguntó Eileen.
—Que debe estar agitando la varita para ver si puede hacer algo con ella—rio Severus.
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En la calle de La Hilandera, en la penúltima casa cerca del viejo molino vivía aquel niño de conducta reprobable, tal y como había dicho la mujer del mercado. Era una zona bastante pobre —probablemente la más pobre —, de la pequeña y mecánica ciudad de Cokeworth. Su carta de presentación era su nombre: Severus Snape. Un nombre bastante peculiar en su reducido mundo. Claro que peculiar no era la palabra que algunas personas usarían  para describirle, porque Severus estaba muy lejos de ser igual o remotamente parecido a los demás chicos. Odioso, sería más apropiado según algunos vecinos. Sabelotodo, solían soltarle sus compañeros de clase. Asocial, suspiraban sus profesores. Desagradable, habría gritado el conserje, que sentía cierto malestar en el estomago cuando lo veía cruzar los patios del colegio esquivando alumnos, como araña asustada. Arisco. Hosco. Gruñón. Codicioso. Su pueblo natal parecía repelerle y él también lo repelía. En un momento de pesimismo, Severus había hecho una lista de “asuntos”, que no eran otra cosa que todo aquello por lo que consideraba, resultaba desagradable en general. El primer punto en su lista era su apariencia física: tenía dos manos, dos piernas y podía hablar como casi todos los demás, pero la gente consideraba que era poco atractivo. A nadie le gustaba una pizca suya: era demasiado delgado y le vendría bien engordar, decían. Su ropa siempre era demasiado grande o era demasiado pequeña, nunca de su talla. Tampoco era nueva y eso parecía resultarle muy divertido a sus compañeros de clase. Su nariz parecía torcerse un poco más cada día y el cabello le caía siempre sobre el rostro porque pocas veces hacía un intento por peinarlo. La piel cetrina de su rostro, aunada a dos profundos y penetrantes ojos negros, hacían imaginar a más de un niño que lucía siniestro. ¡Murciélago!, le gritaban, y se apartaban al verle llegar. El segundo punto se seguía de frente con toda la pedantería que solía y le gustaba exhibir: había aprendido rápido y de mala forma que no le gustaba al mundo. Su mejor defensa era su personalidad cínica y sarcástica que siempre era mal recibida por todo aquél que se acercara con ánimo de ofenderlo. El tercer punto, escrito con mucho orgullo, se trataba de su inteligencia: Severus tenía demasiado cerebro. Solía saber la respuesta a una pregunta inconclusa. Resolvía los problemas la mitad del tiempo que los demás chicos solían usar, a veces menos. Sabía los libros de la clase casi de memoria, corregía a los maestros, de modo que también se había ganado la enemistad de la mayoría de estos. Ninguno de aquellos profesores se creía —y mucho menos toleraba —, que un desadaptado y descuidado muchacho sin dinero para comprar un libro supiese más que ellos. El cuarto y último era que no tenía con quién compartir aquella lista y sin duda, era el peor de todos, porque cualquiera sabía que Severus no tenía amigos. Y  no era que Severus se imaginase corriendo y brincando al lado de una gran pandilla. Era que Severus tenía secretos y tarde o temprano necesitaría un compinche para charlar sobre el mayor de ellos y en aquél mundo ordinario, también era el mayor defecto. Y era que, al igual que su madre, y que los padres de su madre y los padres de estos, Severus Snape era un mago. ¡Y qué ganas de tener ya su propia varita y utilizar la magia a su antojo!
Por ese motivo fue que aquella mañana, cuando vio a aquella niña mover la flor a voluntad, sus ojos verdes brillando con luz propia, decidió que tenía que acercarse a ella. Nunca antes vio a otra bruja de su edad en su ciudad. No tenía idea quien era, no sabía dónde vivía, ni a qué escuela asistía, ¡No sabía cómo se llamaba! Severus se enfrentaba a un desafío muy grande, pero no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad. Urdió el plan más sencillo que pudo imaginar: comenzó a pasearse por el mercado a hurtadillas todos los días, armado con toda su paciencia y la esperanza de encontrarla de casualidad. También se le ocurrió que podía hacer un hechizo con la varita de su madre, un hechizo para encontrarla. Pero Severus aún no sabía cómo hacerlo.
Varias veces estuvo a punto de rendirse y marcharse del sitio, hasta que un día su paciencia dio resultado: Severus encontró a Petunia Evans paseando nuevamente con su madre. El chico saltó de su guarida y las siguió con cautela por todo el mercado, esperando que la niña que buscaba apareciera de pronto junto a ellas. Pero la madre terminó las compras y pronto se marcharon para tomar el autobús, sin que ella apareciera. Desalentado, Severus miró el autobús desgastado y rojo partir y con él, parte de su esperanza de encontrarla. Estuvo varios días sin hacer excursión y llegó a la conclusión de que nunca iba a encontrarla y desistió de su empresa. Al menos por un par de semanas. Durante ese tiempo, imaginó que sorpresivamente se encontraban. Era un sueño habitual que cada vez se tornaba más y más idílico y llegó a molestarlo. Incluso la dibujó en algunos de sus cuadernos. Una mañana, masticando su desabrido desayuno, se le ocurrió que el autobús rojo pasaba cerca de la Hilandera. Por lo tanto, era probable que ella viviera mucho más cerca de la Hilandera que del mercado. Si caminaba desde su parada, reflexionó, podía buscar poco a poco.
Animado, la mañana siguiente enfiló sus pasos en la misma dirección del autobús, con ambas manos en los bolsillos. La distancia no era un gran problema porque recorría ese camino todo el tiempo, cada vez que se escabullía de casa. Tardó casi veinte minutos en llegar a la parada de la carretera, donde esa ruta se detenía en su primera parada, lo más cerca de la Hilandera que estaría. Observó una de las largas calles bordeadas por hileras de verdes arbustos perfectamente podados y casitas refinadas. Desde ahí no podía verlo, pero la calle descendía en una curva pronunciada hasta llegar a un pequeño parque infantil que conocía, pero casi no frecuentaba. Olvidó su misión para pasarse un rato ahí hasta la cena. Mientras bajaba, contempló cada casa de fachada semejante, como si fueran juguetes alineados, todos del mismo color y no le gustó el vecindario. Era una clase de orden que le desagradaba. Severus se detuvo de pronto: un afortunado golpe de suerte del destino quiso que aquella niña estirada cruzara a un par de metros de él, calle abajo, con un collar de cuentas entre las manos. Caminaba aprisa, con aire enfadado. Sin poder creer su suerte y con los ojos muy abiertos, Severus corrió detrás de ella, escondiéndose en el camino de arbustos y vio como la chica llegó hasta el pequeño parque y avanzó a la hilera de columpios.
—¡Lily!
Severus casi brincó de alegría.
—¡Lily, dice mami que vuelvas a casa!
—¡Nooo!
—¡Lily Evans, vuelve ahora!
—¡No quiero! ¡Déjame un rato más! ¡Por favor!
—Niña tonta…— murmuró la chica — ¡Vuelve ahora o te acusaré!
Caminando con desgano, aquella niña de largo cabello rojo salió de entre los arbustos y se acercó a su hermana. Llevaba el cabello enmarañado en una trenza, un pantalón corto y las rodillas llenas de mugre. Apretaba algo en la mano y Severus notó una sonrisa traviesa dibujándose en su rostro.
—¡Qué asco, Lily! ¡Estás muy sucia! —chilló Petunia.
La niña se acercó toda sonrisas y le ofreció la mano a su hermana. Petunia gritó agudamente, un bicho voló al aire y la niña salió corriendo.
—¡Solo es un escarabajo! ¡Y está muerto! —exclamó la niña, muerta de risa —. ¡Tuney, lo sientooo! —gritó y se echó a correr detrás de ella, sin notar al extraño que seguía su alegre carrera desde su escondite, con una sonrisa en los labios y que grabó su nombre en la memoria, para no perderlo:
Lily.
Lily Evans.
II.
La Navidad pasó y recibieron un año nuevo. Llegaron las frías mañanas de febrero, la nieve se derritió, el sol comenzó a brillar mucho más fuerte y pronto estuvieron en marzo. La primavera sopló sobre los arbustos y árboles y pronto el pequeño parque infantil estaba de color verde. Y Severus seguía escondiéndose sin poder reunir el valor para hablar con ella. Cada que podía se escabullía de su casa, iba al parque y se ocultaba detrás de los arbustos para observarla. Al igual que cualquier otro niño, tenía el derecho de entrar al parque infantil y ocupar alguno de sus juegos, pero detestaba que los demás niños le miraran de reojo y se apartaran, viéndolo de arriba a abajo como si su desaliño fuera contagioso. Secretamente, Severus temía que Lily reaccionara de esa manera porque eso no podría soportarlo. Algunas veces ella iba, otras no. Algunas veces iba él, algunas otras no. Desde su puesto de vigía, comprobó las capacidades que Lily poseía y hacía alarde; la miró, traviesa, hacer algunos hechizos frente a su hermana, que se ponía pálida de terror y de inmediato la corregía y solo él desde su escondite era testigo de cómo la palidez y el terror en el rostro de Petunia cedía su sitio a un genuino gesto de envidia cada vez que Lily ejecutaba algo increíble de ver. Después de un tiempo se cansó; se cansó de ser mero espectador. Comenzó a orquestar la forma de acercarse a ella y hablarle, pero saltaba antes que él su poco agraciada apariencia y su entrometida hermana que no la dejaba ni a sol ni a sombra y terminaba desistiendo. Lo único que realmente sabía, era que mientras más tiempo pasaba, más la quería para él.
La oportunidad llegó inesperadamente, como todas las oportunidades. Desde su habitual puesto detrás de los arbustos la observó, deleitándose con la rebeldía de la niña sentada en los columpios, haciendo trucos a hurtadillas. Los colores en el rostro de su hermana subían cada vez que la pillaba haciendo algo. Pero aquella vez fue distinto. Trepada en el columpio, Lily se balanceaba cada vez más alto, a mayor velocidad, tanta, que por segundos creyó que saldría despedida de este en pleno vuelo. A Petunia le preocupaba que se cayera y se rompiera la cara porque la reñirían por no cuidar de ella.
—¡Lily, no hagas eso! —suplicó por cuarta vez su hermana.
Por supuesto, Lily la ignoró; súbitamente, la pelirroja niña se soltó del columpio en lo alto, saltó y prácticamente voló en el aire al hacer esto y Severus se irguió en su sitio: jamás le había visto hacer algo como aquello. Hizo un esfuerzo sobrehumano para cerrar la boca, que había abierto por la sorpresa.
—¡Mamá te dijo que no lo hicieras!
Ella flotó uno segundos más y cayó al piso con suavidad, riéndose a carcajadas, divertida y satisfecha. Petunia abandonó su columpio para reñirla, manos en la cintura y gesto de severidad en el rostro.
—¡Mami dijo que no tenías permiso para hacerlo, Lily!
—¡Pero estoy bien! —repuso ella muy animada —. Mira Tuney, mira lo que puedo hacer.
Y caminó directo al arbusto donde Severus se ocultaba. El corazón de Severus se aceleró de emoción; la niña se inclinó tan cerca de él, que por primera vez pudo apreciar el rojo oscuro de su cabello y sus ojos, de un verde sorprendente. La niña levantó una flor del suelo mientras su hermana se acercaba a ella, cuidándose las espaldas y cuando Lily extendió la mano, vio como la flor abría y cerraba sus pétalos, justo como lo había hecho aquella vez en el mercado. Su hermana mayor chilló.
—¡Detenlo!
—No te hace daño —contestó Lily sonriendo y tiró la flor al piso algo decepcionada.
—Pero no está bien —agregó su hermana de inmediato, sin disimular su curiosidad al ver la flor en el suelo —. ¿Cómo lo haces?
—Es obvio, ¿no? —dijo Severus, saltando de improviso. Petunia, que pareció reconocerlo, soltó un pequeño grito y se echó a correr hacia los columpios. Lily no lo hizo; se quedó muy quieta, mirándolo con fijeza y Severus sintió la vergüenza recorrerle el cuerpo. Ella lo estaba mirando justo como no quería que lo mirara.
—¿Qué es obvio? —preguntó ella de pronto.
Él movió los brazos nerviosamente. Había más curiosidad que recelo en ella, podía verlo.
—Yo sé lo que eres —murmuró.
—¿Qué quieres decir? —susurró ella.
—Eres…eres una bruja —terminó él.
Lily lo miró como si hubiera enloquecido; cruzó los brazos indignada:
—¿Te parece agradable decirle eso a una chica?
Y agitando la melena, dio la vuelta y regresó hacia su hermana, que ya se había subido a un columpio.
—¡No! —gritó Severus y corrió detrás de ella. Lily trepó de pie a otro columpio y lo ignoró decididamente —, ¡Lo eres! —siguió Severus, dando brincos a su alrededor —. ¡Eres una bruja, te he estado observando desde hace tiempo! ¡Pero no tiene nada de malo, mi madre también lo es y yo soy un mago!
—¡Un mago! —se burló Petunia. —. ¡Yo sé quién eres! ¡Eres el hijo de los Snape y vives en la Hilandera, cerca del río!
Su tono de voz dejó caer que no era un sitio que le gustara y mucho menos que respetara y el niño la miró con odio.
—¿Por qué nos has estado espiando? —demandó la niña.
—No he estado espiando; no te espiaría a ti de todas formas, eres una muggle.
Petunia se bajó del columpio claramente ofendida: no sabía que era un muggle, pero era obvio que no se trataba de algo bueno. Lo miró de arriba abajo en su forma preferida: como un insulto.
—¡Ven, Lily, vámonos!
Lily se bajó a su vez del columpio y contra lo que regularmente solía hacer (poner a su hermana en aprietos por no obedecerle), caminó detrás de ella dócilmente, pero sin dejar de mirar a Severus con cierto aire de duda y desprecio a la vez. Ambas niñas se alejaron por el parque mientras Lily miraba una y otra vez detrás de ella, hasta marcharse definitivamente. Severus las vio alejarse, derrotado: había esperado demasiado, demasiado tiempo. Y le había salido terrible. Frustrado, golpeó los postes de los columpios y se torció un dedo. Dio un par de brincos de dolor y regresó a casa pateando la basura de la calle.
Aun decepcionado, decidió esperar a que ella estuviera sola para acercarse de nuevo. Estaba seguro de que su hermana echaría a perder cualquier intento de hablar con ella y no se equivocaba: Petunia parecía haber adivinado sus intenciones y estaba con ella en todo momento, siempre vigilando. Resolvió un día plantarse frente a ella y saludarla, pero Lily lo esquivó algo asustada e ignoró su saludo. Después de eso, dejaron de ir al parque. Severus se sintió muy abatido. Estaba seguro de que su hermana tenía la culpa. Lo más probable era que le hubiese dicho a sus padres y naturalmente, quisieran protegerla. “Es el fin. Olvídalo”, se dijo. Quizá algún día se encontraran de verdad. En poco más de un año, si sus padres aceptaban que era una bruja y la enviaban al colegio. Su amado colegio de hechicería. Severus tenía la certeza de que Lily recibiría la tan ansiada carta que Severus esperaba desde que supo de su existencia. Luego, orgulloso, decidió dejar de perder su tiempo y alejarse definitivamente de aquellas niñas. Regresó a los caminos que más le gustaba recorrer, en un bosquecillo cerca del rio de la Hilandera. Este bosquecillo realmente no era tan pequeño: en la parte alta el río era claro y limpio y estaba en medio de un hermoso paraje verde y lleno de árboles. El río se contaminaba cuando entraba a la ciudad y pasaba cerca de la zona industrial y todo aquel derrame era arrastrado por su corriente y pasaba cerca de su calle y de su casa. Parecían dos ríos distintos. En el bosque, los caminillos serpenteaban y subían y descendían, pero todos terminaban por sesgarse en la parte profunda del bosque. Solo uno de ellos terminaba en una empinada colina donde se erguía un gran árbol de raíces torcidas y tronco medio hueco. Con frecuencia, aquél árbol se volvía guarida del chico cuando los ánimos en su hogar se desbordaban. Guardaba libros y cuadernos dentro y tenía planes para ese hueco cuando supiera usar la magia en forma. El bosque en toda su extensión comenzaba del otro lado, donde el camino ya no existía y era fácil perderse. Cuando iba, subía hasta aquel árbol y miraba el horizonte verde y arbolado e imaginaba cosas, como que el mundo detrás de él desaparecía, o como que Cokeworth era más limpia y agradable. Después se sentaba entre las raíces del árbol y se sumía en sus pensamientos, mirando las copas de los arboles a lo lejos.
Un día, en una de esas excursiones, algo sucedió. Sentado en el árbol hueco, releía un viejo libro escolar de su madre y comía un pedazo de manzana. Entonces escuchó con claridad una acalorada discusión. Su primer impulso fue levantarse y huir; una pandilla de muchachos mayores solía recorrer esos parajes de vez en cuando. Todos eran más grandes que él y tampoco les agradaba, así que se mantenía alejado de su camino. Mientras más se acercaban, Severus pudo distinguir que se trataba de niñas discutiendo y se calmó. Estaba a punto de ignorarlas, cuando escuchó esa voz que tanto le desagradaba:
—¡Eso has conseguido! —chilló Petunia Evans —. ¡Y papá y mamá no quieren que te alejes de casa!
—¡Yo nunca te acuso de nada, Tuney!
—¡Porque yo no me porto mal!
—¡Pero no pasa nada, no dirá nada!
—¡No puedes saberlo!
—¡Dijo que él también puede hacerlo!
—¿Cómo vas a creerle eso? ¡Solo es un ladrón y les dirá a todos las cosas malas que haces!
Severus se levantó de inmediato. ¿Hablaba de él? ¿Lily Evans quería verlo? Severus no tuvo que mirarse al espejo para saber que sus mejillas habían enrojecido. Salió de entre las raíces del árbol y buscó la dirección de dónde venían los gritos. Las niñas se enfrentaban y el labio inferior de Lily se curvaba hacia abajo, producto de la tristeza. Severus estaba seguro que se echaría a llorar.
— Yo no hago cosas malas, Tuney —dijo Lily.
Petunia cruzó los brazos y no articuló otra palabra. Lily se inclinó y levantó un capullo marchito del suelo. Lo giró entre sus dedos con expresión desafiante. Luego extendió la mano hacia su hermana, mostrando el capullo que de pronto reverdecía nuevamente y se hinchaba y abría en su mano, esplendoroso, despertando al mundo. Los ojos de Petunia se abrieron enormemente y hubo tal expresión de impotencia en ella, que lejos de maravillarse, golpeó la mano de su hermana con fuerza.
— ¡Eres un monstruo, Lily!
El golpe contra la piel resonó en los oídos de Severus y el chico apretó los dientes. Esta vez, Lily no ocultó su turbación. Con el corazón encogido, se alejó de su hermana pendiente arriba, mirándola de soslayo y Petunia caminó tras ella enérgicamente, muy irritada.
— ¡Debemos volver a casa! ¡Me regañarán si no vuelvo contigo! —chilló la niña, pero se detuvo de pronto. Lily giró la cabeza para ver que perturbaba a su hermana y descubrió, saliendo de entre las raíces torcidas de aquel árbol, a ese chico pálido y desastroso que la llamaba bruja. Era obvio que había escuchado todo y el rostro de Lily se puso rojo de vergüenza. Petunia, que recibió todo el desprecio que Severus era capaz de regalar con la mirada, retrocedió con temor y salió huyendo a toda prisa. Y eso era lo que Severus esperaba. Levantó una hoja de árbol del suelo y la observó atentamente. La sostuvo entre sus dedos, la dejó flotar al aire y la hoja revoloteó como si fuera una mariposa y se posó con suavidad en la mano elegida. Los verdes ojos de la niña se abrieron de asombro. Esta vez sonrió complacida.
—Hola —dijo Lily.
Severus sonrió satisfecho.
—Hola.
Lily recordó que su hermana huía despavorida. Se volvió para marcharse, pero se detuvo y se volvió hacia Severus de nuevo, con la mirada radiante.
—¿Cómo hiciste eso? Solo yo puedo hacer eso.
—Es que eres una bruja.
—¿Otra vez? ¿Sabes que es muy poco amable eso?
—Mi madre también lo es, ya te lo había dicho. Y yo también lo soy —contestó acaloradamente. Dio un paso al frente, pero se detuvo. Lily cruzó ambas manos detrás de su espalda con mirada escéptica.
—Es grosero que me llames de ese modo.
—No es cierto. Tú lo consideras una ofensa, pero no lo es. Es lo que somos…tú y yo. Brujos, brujas, magos, hechiceras. Eso somos.
Lily comenzó a caminar rodeando el árbol lentamente y Severus hizo lo mismo, siguiéndola con ansiedad.
—Entonces, tú también eres un brujo —reafirmó, con sus reservas.
—Sí, tú y yo lo somos. Pero nadie debe descubrirnos. Si tú y yo fuéramos amigos, podríamos cuidarnos el uno al otro.
Severus pronunció aquello tan rápido y tan abruptamente, que sintió que los colores se le subían al rostro. Esperó a que ella comenzara a reírse, como hacían casi todos aquellos que le conocían, pero Lily no lo hizo: lo miró muy fijamente, con la boca entreabierta.
—¿Tú me cuidarías?
—¡Por supuesto! ¡Además tienes que saber todo de Hogwarts o llegarás al colegio sin saber nada de nuestro mundo!
Lily detuvo su lento andar. Bajó ambas manos a los costados, con un gesto de extrañeza en el rostro.
—¿Hobarts?
—Hogwarts. H-o-g-w-a-r-t-s, Hogwarts —respondió Severus de inmediato.
—¿Qué es Hogwarts? ¿Por qué tengo que ir allá? —preguntó Lily con el ceño fruncido.
—¡Es una escuela, es un colegio de magia, el mejor del mundo! ¡Y tú tienes un lugar ahí!
Lily abrió la boca muy asombrada.
—¿Una escuela de magia? ¿Eso existe? ¿Cómo puedo tener un lugar en un sitio que no conozco?
—Es que ellos ya saben de ti.
—Estas asustándome, ¿Saben de mí, saben que existo?
—Desde que naciste.
Lily retrocedió, algo asustada.
—¿Vendrán por mí? —preguntó y había temor en su voz. Severus bajó un par de pasos y Lily retrocedió a su vez —. ¡No quiero que me lleven! ¡Por eso papá y mamá no me dejan hacer estas cosas fuera de casa!
—¡No seas tonta, nadie va a llevarte! Irás si quieres hacerlo, pero tienes que querer, porque es genial. Mi madre estudió ahí y mis abuelos también. Hay muchos chicos y chicas como tú y yo, que hacen magia. ¡Y te comprarán una varita! ¡Y aprenderás a hacer hechizos y pociones de toda clase!
—¿Con calderos? —dijo Lily burlonamente.
—Por supuesto, las ollas no son tan buenas para eso. Hay calderos de diferente numeración y tamaño. De peltre, de oro y cobre y cientos de ingredientes distintos. Aprenderás todo eso en la clase de pociones.
Severus se entusiasmó tanto que comenzó a soltar toda clase de información sobre el colegio de magia. Habló de las clases, los maestros, de unicornios, escobas que volaban, fantasmas, gigantes, selección de casas, lechuzas mensajeras y Lily lo escuchó todo tan pasmada y sorprendida que tuvo que agitar ambas manos en el aire para hacerlo callar y poder procesar todo lo que le estaba diciendo, porque sonaba demasiado bueno para ser verdad.
—¡Basta! ¡Basta, basta! —exclamó muy alto. Severus cerró la boca, algo cortado. Por un momento, solo el silbar del viento entre los árboles se hizo presente. Lily exhaló con pesadez: —¿Estas burlándote de mí?
Severus parpadeó confundido.
—No.
Lily miró en derredor con los ojos muy abiertos. Después, soltó una fresca carcajada.
Pasó la mano por su cabello y lo echó atrás para, segundos después, jugar con un grueso mechón de él.
—¿Es en serio? —murmuró.
—¡Sí!
Lily sonrió enormemente.
—Me estás tomando el pelo.
Ella aun parecía algo escéptica. Severus suspiró, como si aquello fuera una labor pesada, se inclinó, levantó un puñado de hojarasca y la arrojó en el aire. La hojarasca no cayó al suelo: flotó un momento y comenzó a estallar en el aire en muchos pedacitos. Lily comenzó a reír. Se adelantó a su vez y tomando otro puño de hojarasca, hizo lo mismo que Severus no solo una, sino dos, tres, cuatro, seis veces, haciéndola flotar. El aire se llenó de hojas deshaciéndose en el aire, revoloteando al viento como mariposas volando, reventando y multiplicándose, elevándose al cielo mientras ambos chicos se reían y Lily brincó y saltó en medio de aquella lluvia de hojas con vida propia hasta que Petunia rompió el encanto.
—¡Lily!
La niña venía a paso firme por la pradera. Miró a Severus con recelo.
—¡Dice mami que vuelvas!
Esta vez no llegó hasta ellos. Se detuvo a una distancia prudente, como si ellos dos fueran a atacarla de alguna forma. Lily suspiró hondo. Miró a Severus muy contenta.
—¿Vendrás mañana? —preguntó con entusiasmo.
Severus asintió vigorosamente. Lily se dio la vuelta y caminó hacia su hermana. Lo vio una última vez.
—¿Entonces eres Snape? —preguntó a la distancia.
—Soy Severus, Severus Snape —contestó de inmediato.
Lily sonrió.
—Soy Lily.
—Ya lo sé.
—¿En serio?
—Tu hermana lo ha gritado muchas veces —respondió y Lily soltó una risita.
—Adiós, Severus.
Ella rio de nuevo. El miedo se había ido. Dio un par de alegres brincos hacia su hermana, le arrojó un poco de hojarasca encantada y Petunia gritó y manoteó en el aire asustada, mientras Lily se reía y corría lejos de ella.
—Adiós, Lily —murmuró Severus.
A Severus le faltaron pies para llegar más rápido a casa esa tarde. Entró como bólido en la casa, saltó por la cocina y casi tira una silla en su excitación. Brincó alrededor de la mesa, repleta de cachivaches, frascos y varios saquitos con algo parecido a las especias. Severus se calmó cuando vio la balanza. Una olla sobre la estufa arrojaba un vapor espeso y la cocina olía un poco a huevo podrido. Severus apretó su nariz y jaló una silla para sentarse. A su madre no le gustaba que la interrumpiera cuando estaba trabajando porque decía que perdía la cuenta de los ingredientes. La mujer, con el cabello oscuro recogido bajo un pañuelo, se inclinaba sobre la olla y miraba tan intensamente su contenido que parecía hervirlo de aquél modo. Permaneció encorvada un largo momento hasta que se irguió e introdujo un largo cucharón de madera en la olla. Soltó un suspiro y tomó un paño para secar trastos, mientras miraba a su hijo.
—Dilo —dijo, cansinamente.
—Conocí a una bruja.
Eileen Prince abrió mucho los ojos. Una cacerola de metal se le resbaló de las manos y cayó al piso estrepitosamente.
—¿Bruja? —susurró y miró a todos lados, como si alguien más pudiera haberlos escuchado —¿Aquí, en Cokeworth? ¿Estás seguro?
—¡Sí! La estuve mirando. La vi en el mercado, moviendo las flores. Después la vi en el parque ¡Ella flotó en el aire! Y después estaba con la pesada de su hermana y movió una flor y luego hablamos y volamos hojas y…
—Severus…En orden.
Severus respiró profundo y procedió a contarle a su madre todo desde el inicio. La mujer resopló, levantó la cacerola, la limpió y lo escuchó sin interrumpir sus labores. Después de ordenar el fregadero, puso en la mesa un plato con dos tostadas cubiertas con mermelada de naranja y una taza de té caliente y Severus les hincó el diente de inmediato.
—¿Sus padres lo saben? —preguntó Eileen.
—Sí. Ellos no la dejan hacer cosas afuera, pero en su casa puede hacer todo lo que quiera.
La mujer se quitó el delantal y tomó asiento del otro lado de la mesa. Su rostro tenía ese gesto de preocupación, propio de una persona  que escucha algo que no le resulta adecuado o conveniente. Observó a su hijo por encima de la montaña de utensilios y verduras frescas.
—Ten cuidado —siseó con aire cansado.
—Sí.
—No dejes que Tobías lo sepa —masculló.
Severus la miró confundido.
—¿Qué sepa que es mi amiga? —susurró a su vez.
—Que sepa que es bruja —corrigió ella, en voz baja. Ambos miraron hacia la salita por precaución, a pesar de que estaba vacía.
—Ah, tengo cuidado siempre —murmuró Severus.
—Como sea. No te emociones demasiado, no quiero que alguien les vaya a ver haciendo cosas. Sé prudente, Severus.
El chico negó con energía.
—No hacemos nada en el parque, no podemos.
—Bien…
La mujer se sumió en el silencio mientras Severus sonreía, porque el bosque era el lugar perfecto para poder hacer magia sin que nadie les descubriera. Miró de reojo la puerta de la alacena. Detrás de ella, la varita de su madre descansaba en un frasco, como si fuera un utensilio de cocina más. Al menos esa era la intención, era eso lo que quería que pareciera. Después, meditó sus propias palabras. “¿Qué sepa que es mi amiga?”, pensó. Quizá estaba apresurándose. Nada le aseguraba que Lily quisiera ser su amiga, y pasar tiempo juntos. Sacudió la cabeza: la convencería. Lily iba a ser su mejor amiga.
Al día siguiente, Severus casi voló rumbo al bosquecillo, al pie del árbol. Lily no apareció enseguida y merodeó nervioso entre los arboles tupidos y verdes en la frescura del bosque. Después se sentó en la orilla del riachuelo, mirando para todos lados. Ya estaba algo decepcionado y seguro de que no llegaría, cuando la vio caminar a la orilla del río, jugando con una ramita. Ansioso, se levantó de un brinco y caminó hacia ella intentando que no se diera cuenta del gusto que le daba verla ahí. Lily llegó brincando hasta él, se sentó entre el pasto y lo miró fijamente. Severus la imitó frente a ella, con los pies cruzados.
—Entonces, eres Severus.
—Sí. Es un nombre feo.
—Es peculiar. Me gusta.
Severus no supo que decir y ella sonrió con alegría.
—¡Pero puedo llamarte de otra manera si no te gusta! A Petunia tampoco le gusta su nombre y la llamo Tuney. ¡Puedo llamarte Sev!
El alzó una ceja. Lily sonrió.
—Mi hermana dice que no debo juntarme contigo.
—Tu hermana está loca.
—No la llames así —gruñó —. También dice que robas en el mercado.
Severus se sonrojó por primera vez en la tarde. Pero Lily sonrió de inmediato y tomó una gran hoja y la sostuvo cuidadosamente.
—Si quieres, yo te puedo dar dulces.
—No lo haré más. Y no necesito que me des dulces.
—Qué gruñón. Mira esto.
La hoja se dobló por la mitad lentamente hasta parecerse a una mariposa. Comenzó a batir las improvisadas alas y se echó a volar alto, lejos de los niños. Lily estaba muy contenta.
—Mira esto —dijo Severus.
El estiró la mano a su vez, con una piedra mediana en ella; la piedra vibró en su palma y por segundos, levitó en el aire para estallar de pronto. Satisfecho, la miró los ojos. Lily estaba perpleja y Severus secretamente se sintió complacido.
—¡¿Cómo has hecho eso?! —exclamó.
A ese día le siguió otro y a ese, otro más. Difícilmente dejaron de verse más de un día desde que comenzaron a hablarse. Todo lo que salía de la boca de Severus fascinaba a Lily. Sabía que podía hacer cosas extraordinarias, pero nunca imaginó cuales, qué clase y mucho menos que podía asistir a un colegio para aprender todo aquello. A cada anécdota, Lily tenía una pregunta y a esa respuesta surgía otra y fue así, poco a poco, como Lily Evans fue conociendo más y más de aquél mundo extraño y maravilloso al que Severus Snape pertenecía y aseguraba él, también ella. Ansiosa, Lily deseaba poder ver el máximo instrumento: Severus le había asegurado que su madre tenía una varita.
—Tú también tendrás una —decía él, con toda seguridad —Cuando vayamos juntos al colegio, tendrás una. Iremos a comprarla a Ollivanders, que es una tienda de varitas mágicas. Pero solo puedes usarla en el colegio, nunca acá afuera, hasta que seas mayor de edad…
—¿De verdad? ¿Por qué? —preguntó Lily.
 —Cuando cumples once años y te marchas al colegio, se activa un detector de magia y el ministerio te castiga si haces magia fuera del colegio. Te envían una carta.
—¡Pero yo he hecho magia fuera del colegio!
—Bueno, no pasa nada, porque nosotros todavía no tenemos varita mágica. Mientras eres pequeño, si no puedes controlarte, no dicen nada. Pero cuando cumples once años y empiezan a instruirte, debes tener mucho cuidado.
Lily lo miró, perpleja y pensativa a la vez, desvió los ojos al agua que corría muy cerca de ellos y levantó una ramita de entre la hierba. La agitó en el aire con gracia y luego la arrojó al suelo nuevamente. Se acercó aún más a Severus, sus ojos mirando con seriedad al niño.
—Es en serio ¿verdad? ¿No es ninguna broma? Petunia dice que mientes, porque Hogwarts no existe. Pero es real, ¿verdad?
—Es real para nosotros —respondió Severus de inmediato. —Para ella no. Pero tú y yo recibiremos la carta.
—¿Seguro?
—Segurísimo —sentenció el, con toda la seguridad del mundo. Lily esbozó media sonrisa.
—¿Y nos la traerá una lechuza?
—Normalmente llega así, pero tú eres hija de muggles, así que tendrán que enviar a alguien para explicárselo a tus padres.
Lily lo miró fijo un instante. Se mordió los labios y parecía algo ansiosa.
—¿Tiene mucha importancia que seas hijo de muggles?
Severus enmudeció de pronto ante esta pregunta. Recorrió con la mirada el rostro de Lily, cada detalle en él, mientras ella esperaba su respuesta. Él sabía cosas. Cosas que pasaban en ese mundo, pero no del todo, puesto que su madre nunca ahondaba en esos temas, siempre lo mantenía al margen. Pero cuando le acompañaba, escuchaba. Se enteraba. Mirándola, razonó que, si de algo estaba seguro, era que difícilmente alguien como ella tendría problemas.
—No —respondió, con certeza —No tiene ninguna importancia.
—¡Ah, bueno! —suspiró Lily, bastante aliviada. Se tumbó sobre la hierba, bastante más tranquila y relajada, como si aquello en verdad la hubiera estado preocupando.
—Tú tienes mucha magia dentro —afirmó Severus. —Me di cuenta observándote…
Dijo esto último casi en un susurro, mientras veía a Lily, quien a su vez miraba con aire arrobado las copas de los árboles. Tomando en cuenta lo distraída que estaba, Severus se regodeó observándola a sus anchas, el vestido revuelto en las rodillas y el rojo cabello desparramado sobre la hojarasca en el pasto. A pesar de la fresca sombra, sus ojos aun brillaban, como si el sol los iluminara con un haz de luz. Pero ningún rayo de sol caía sobre ella…
—¿Cómo van las cosas en tu casa? —dijo ella de pronto.
—Bien —contestó Severus y arrugó la frente, porque el tema no era de su agrado.
—¿Ya no se pelean?
—Sí, claro que lo hacen —dijo él y tomó un puñado de hojas y comenzó a romperlas en el aire, algo incómodo —. Pero pronto me marcharé —siseó.
—¿A tu padre no le gusta la magia?
Severus titubeó.
—No hay nada que le guste.
La niña lo miró de soslayo.
—Severus…
Una tibia sonrisa se dibujó en los labios del niño al escucharla pronunciar su nombre. Sabía que lo que seguía era otra pregunta.
—¿Qué quieres?
—Háblame otra vez de los dementores.
—¿Para qué quieres que te hable de ellos?
—Si utilizo la magia fuera del colegio…
—¡No van a entregarte a los dementores por eso! Los utilizan contra la gente que comete delitos graves y vigilan la prisión de los magos, en Azkaban. A ti no te llevarían ahí, eres demasiado…
Cerró la boca de inmediato, porque de pronto, se dio cuenta de que hablaba de más o no estaba usando mucho la cabeza. Sintió como el rostro le enrojecía de vergüenza y redobló esfuerzos en su noble tarea: rompiendo hojas de árbol. Casi consideró levantarse y huir, pero un rumor detrás de ellos llamó su atención; no le tomó mucho descubrir que aquello no había sido más que Petunia, que estaba escondida detrás de un árbol y había resbalado. Rabioso, se puso de pie de un brinco.
—¡Tuney! —exclamó Lily, feliz.
—¡¿Quién nos espía ahora?! —exclamó Severus —. ¡¿Qué quieres?!
Petunia parecía muy compungida por haber sido descubierta. Miró a Severus con vergüenza y aire ofendido a la vez y lo recorrió despectivamente con la mirada de arriba abajo.
—Qué es eso que llevas, ¿eh? —preguntó, señalando el pecho de Severus. — ¿La blusa de tu madre?
Los dientes de Severus tronaron de rabia. Entonces se oyó un ruido extraño sobre ellos, como algo que se partía, las cabezas se alzaron y una rama se desprendió del árbol donde Petunia se ocultaba. Lily chilló asustada, pero fue tarde; la rama cayó sobre el hombro de su hermana y esta dio un traspié, se sujetó el hombro y se echó a llorar por el dolor inflingido.
—¡Tuney! —gritó Lily.
Petunia se echó a correr y no le hizo caso. Perpleja, Lily encaró a Severus.
—¿Has sido tú?
Severus guardó silencio un momento. La miró a los ojos algo nervioso.
—No —respondió desafiante, pero temeroso a la vez. No quería que ella se enojara y se marchara, pero no pudo ser convincente en su mentira.
—¡Si, has sido tú! ¡Has sido tú! ¡Le has hecho daño!
—¡No! —rebatió Severus, algo confundido —¡Yo no he hecho nada!
Pero Lily no le creyó. Se echó a correr tras de su hermana, mirándolo con odio.
—¡Espera! —gritó Severus y extendió una mano hacia ella —¡Yo no…!
La figura de Lily se alejó y se perdió muy rápido. Su mano estuvo un momento más en el aire, como si aquél gesto tuviera el poder de hacerla regresar, pero no fue así. Bajó el brazo, desconcertado. El estómago se le contrajo y una súbita pena se apoderó de él.
La había perdido. Seguro la había perdido.
Se retorció los dedos con ansiedad, mirando aún el camino por donde Lily se había ido y abatido, se dejó caer de nuevo al pasto y se tiró de lado, en absoluto silencio. Estuvo así un largo rato, hasta que el sol comenzó a meterse. Escondida detrás de otro árbol, Petunia Evans, limpiándose el rostro mojado en lágrimas, miró al chico tendido sobre el pasto. Había escuchado cada palabra que ambos niños se decían. Se cuidó mucho que no la descubriesen. En realidad lo hacía muy seguido y no sabía el por qué. Cada vez que Lily salía de casa y se encaminaba al encuentro de aquel niño, Petunia aguardaba a que ella se alejara lo suficiente y andaba tras ella, sin ser notada, repitiéndose la vieja excusa de que se metería en problemas y tenía que cuidarla. Se sentaba detrás de un árbol, escuchando lo que él le contaba sobre magos y brujas y horarios de clases y sobre un gran y hermoso castillo con un lago y un calamar gigante, donde brujas y magos daban clases y las monedas no existían y en su lugar, se compraban cosas con oro y plata, como en épocas antiguas, como en los libros de cuentos que su padre solía leerles.
Y a veces, hablaba de criaturas aún más extrañas que ella nunca había escuchado y se preguntó si las hadas de las que ese niño hablaba serian iguales a las que decoraban su habitación, si brillarían y volarían como ella imaginaba. Después de escucharlo tantas veces, Petunia comenzó a notar cierta tristeza en su pecho. La magia que su hermana y ese niño hacían era real, no podía negarlo. Y era algo fuera de su alcance.
Nunca en su vida se había sentido tan poco especial.
Era como si un nuevo mundo se estuviera abriendo justo frente a sus ojos, un mundo maravilloso y fantástico al que todo niño querría entrar y conocer, incluso sus amigas de colegio y ella, Petunia Evans, solo tendría que estirar la mano para tocarlo, pero jamás sería suyo, porque le pertenecía a su hermana.
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Desde que tenía memoria, Petunia Evans detestaba el frío. No le gustaba sentir los dedos ateridos ni la piel estirada y seca y aquella mañana, la ciudad de Cokeworth amaneció cubierta por un espeso manto de niebla helada y gris. Envuelta con una acogedora manta, se hizo ovillo sobre uno de los sillones de la minúscula salita de su casa, esperando a que su matutina taza de chocolate caliente viniera como por arte de magia a convencerla de salir al mundo. Ese día no fue la excepción y mientras daba pequeños sorbos a su bebida favorita, la niña se dedicó a mirar la calle con interés. Un riguroso itinerario y una larga lista de mandados ocuparían gran parte de su mañana; iría con su madre a comprar víveres y con un poco de suerte agregaría a la lista alguna golosina deliciosa. Sus ojos saltones recorrieron la avenida de un lado a otro: afuera había muy poca gente, todas con sendos abrigos de invierno. No le agradaba el frío pero la nieve sí, sobretodo la Navidad, que ya estaba muy cerca. Petunia adoraba recibir regalos, ¿Quién no? A Petunia tampoco le gustaban los días de lluvia, pero si algo le molestaba mucho más que todo aquello, eran los días de insufrible calor. Sus pensamientos fueron interrumpidos por los agudos chillidos del huracán que llamaba hermana y Petunia hizo una mueca. ¿Por qué tenía que ser tan escandalosa? Era una suerte que ella fuese tan educada, se dijo con orgullo y miró con desdén el remolino de cabellos rojos y despeinados que atravesó la salita y la cocina a toda velocidad. Cuando por fin fue atajado y debidamente peinado, madre e hijas salieron de la casa tranquilamente y tomaron el autobús que las llevaría al mercado. Petunia también detestaba caminar, pero le gustaba mirar y escuchar hablar a las personas porque no podía evitar ser curiosa. Cuando contaban historias graciosas y ridículas, Petunia se reía. Cuando hablaban de cosas tristes y penosas se acongojaba y las anécdotas sobre las injusticias la hacían rabiar y mover la cabeza con desdén, como si ella hubiese sido la víctima. Escuchaba con atención cuando iban en el autobús, mientras su madre charlaba con alguna conocida. Y luego, en los pasillos del mercado, mientras caminaban entre frutas y verduras, comercios de carne y pescados gigantes colgados en las aceras. A veces se encontraba con alguna chica de la escuela y Petunia podía charlar y contarle lo que había escuchado y su amiga le contaba otras historias a su vez. Hablar era lo que más le gustaba hacer. Petunia no podía hacer eso con su hermana. Para Petunia, ella era como un pequeño niño, trepando árboles, leyendo historietas y armando escándalo en el parque.
Además, estaba eso otro.
 Muy pronto, la madre de Petunia encontró a alguien con quien hablar y se detuvo para saludar a la señora Tremblay, la madre de Poppy Tremblay, la mejor amiga de Petunia. La niña sonrió satisfecha porque quería mucho a su amiga. Se conocían desde muy pequeñas. Poppy Tremblay era una niña muy, muy rubia, mucho más que Petunia, llena de pecas, con tirabuzones en el cabello que adornaba con listones de color rosa pálido, como una enorme muñeca. A veces Poppy iba a casa de Petunia y leían revistas. Otras veces, Petunia iba a casa de los Tremblay y miraban programas en la televisión y se quedaba a cenar y a dormir. A Poppy no le gustaba la hermana de Petunia. Siempre decía que era muy rara y a Petunia le angustiaba que alguna vez Poppy descubriera eso que su hermana hacía y ya no quisiera verla más. Las niñas se saludaron con un beso en la mejilla, igual que sus madres y sus compañeras más grandes del colegio y charlaron animadamente, admiraron puestos de flores y se rieron al recordar a una chiquilla que asistía a la misma escuela y que les desagradaba particularmente. La mañana transcurría relativamente tranquila y cotidiana, hasta que Poppy lanzó un suspiro de sorpresa. Miró justo detrás de Petunia, con curiosidad mal disimulada y de inmediato, Petunia giró porque no quería perderse lo que Poppy veía: una mujer inmensamente rechoncha regateaba a boca de jarro en un comercio que vendía granos y semillas, pero no era eso lo que Poppy veía. Justo al lado de esta mujer, había una gran repisa: estaba repleta de pequeños juguetes, dulces y golosinas de colores brillantes, caramelos y chocolates, pero eso tampoco era lo que Poppy veía. Lo que Poppy miraba y Petunia descubrió un segundo después, fue una pálida mano estirarse silenciosamente y sustraer un caramelo de uno de los potes una, dos, tres veces más con una rapidez increíble. Las dos niñas se miraron con la boca muy abierta. Aquella mano pertenecía a un niño, no había duda y Petunia decidió que haría algo al respecto; se armó de valor y caminó hacia allá con toda la intención de increpar al ladrón lo equivocado de su conducta. Altiva, se plantó del otro lado de la repisa decidida a sorprenderlo en el más reprobable de los actos, pero el chico parecía estarla esperando, asunto que Petunia no esperaba para nada. El chico le echó un vistazo con rapidez y arrugó la nariz como si hubiese percibido el más repugnante de los aromas. Petunia estudió al niño a su vez, desde la punta de sus zapatos negros y gastados hasta la coronilla de sus cabellos muy negros. Luego decidió que aquél niño era, por mucho, la persona más desagradable que pudiera haberse cruzado con ella en toda su vida.
—Te vi —declaró ella.
El niño puso los ojos en blanco y luego los abrió excesivamente.
—¿Me viste? ¿De verdad? ¡Vaya! Para eso es que tienes ojos, no es ninguna novedad —respondió secamente.
Furiosa, Petunia golpeó el suelo con el pie. Siempre se le ocurrían montones de palabras con las que insultar a los chicos de la escuela que no le agradaban, pero el enojo la dejó corta.
—¡Vi lo que hiciste! —soltó por fin, muy afectada —¡Robaste! ¡Eres un ladrón!
—No soy un ladrón. Y de todos modos, a ti que te importa —espetó él.
—¡Eres un grosero y te voy a acusar!
—Si yo fuera tú, lo pensaría dos veces —dijo, amenazante.
—No te tengo miedo. Le diré a mami y ella te acusará con la policía.
—¿Mami? —repitió el niño y sonrió de forma desagradable —¿Cuántos años tienes? ¿Cinco?
Esa vez se rio a carcajadas y entornando los ojos, le dio la espalda y se metió el caramelo en la boca. Eso era más de lo que Petunia podía soportar.
—¡Devuelve eso! —exigió.
Poppy, que miraba y admiraba la valentía de su amiga en silencio, miró al niño con la misma actitud agria.
—Déjalo, Petunia. A los niños malos se los lleva el hombre del saco —murmuró.
El chico giró hacia ellas mostrando todo su fastidio. Sonrió de tal forma que sus ojos oscuros y profundos lograron amedrentar a ambas niñas y estas retrocedieron un paso, esperando el ataque.
—Están molestando al chico equivocado —soltó. De pronto dio un brinco inesperado y ambas niñas chillaron y retrocedieron aún más, mientras el detestable chiquillo se reía a sus anchas de ellas. Luego sacó el caramelo de su boca y se lo ofreció a Petunia. Las niñas soltaron un chillido de horror.
—¡Qué asco! —exclamó Petunia.
—Querías que lo devolviera, ¿no?
—¡Tuney! ¡Es papá!
Una chiquilla más pequeña que aquél par de niñas se acercó brincando, con la espesa y roja melena flotando al viento. Llegó hasta Petunia sonriendo felizmente y sus ojos verdes, que sondearon la situación con interés, parecieron brillar por un momento con luz propia.
—¡Papá por fin llegó, Tuney! —exclamó, sacudiendo a Petunia de la manga de su vestido y Petunia puso cara de enfado —. ¡Nos comprará helado!
—¿Cómo puedes comer helado con todo esto frío? —preguntó Poppy, incrédula.
—No tires de mi vestido o lo romperás —advirtió Petunia.
—¿Qué hacen?
Aquello desvió de inmediato la atención de Petunia Evans y su amiga. ¡Habían olvidado al ladrón! Pero este ya se había escapado. O al menos eso fue lo que pensaron, soltando un chillido de indignación. Porque el chico se había ocultado detrás del armazón de la tienda y veía con atención al trío de niñas. Decir que miraba a las tres no era exactamente lo que sucedía, porque en realidad, el niño miraba a la recién llegada. La más pequeña de ellas, que fue ignorada de inmediato por su hermana y derrotada,  regresó al lado de los adultos mirándolo todo, donde su mano se deslizó de nuevo entre la de su padre y lo miró con adoración mientras el hombre le hablaba a su esposa. Fue solo un momento, porque parecía incapaz de centrar su atención en un solo sitio. Se distrajo de inmediato con el puesto de flores que estaba a su lado y una enorme sonrisa afloró en su rostro al admirar las flores de invierno. Espió con el rabillo del ojo a sus padres, levantó el dedo, lo puso con suavidad sobre el centro de una de ellas y bajo la mirada estupefacta del chico, la flor comenzó mover sus pétalos en todas direcciones, como si pudiera hacerlo a voluntad, como si fueran las patas de un bicho estirándose a recibir la luz del sol. Por un instante, al chico le pareció que aquella niña era toda luz, brillando. Se irguió un poco más, totalmente sorprendido, puso la mano sobre una repisa llena de chucherías y la venció, tirando los enseres al piso. Brincó cual liebre asustada y sin pensarlo, se echó a correr por el pasillo del mercado sin mirar atrás, antes de que lo pescaran y tuviera que pagar el daño que había ocasionado.
—¡Muchacho odioso! —gritó la tendera, resbalando al salir de su negocio y le arrojó un jabón que nunca alcanzó a tocarlo —¡Tendrás que pagar lo que rompiste!
Varias personas se acercaron inmediatamente para ayudar a levantar los destrozos, mientras la furiosa mujer seguía gritando colérica. Entre ellas, Petunia Evans. La niña miró con el ceño fruncido la carrera del muchacho hacia la salida.
—Como sepa quién es y donde vive le garantizo una paliza —gruñó la mujer, muy enojada.
—Se llama Snape —dijo una de las tenderas que la ayudaba. —Vive en La Hilandera…
—Tenía que ser —rumió la afectada
—Conozco a su padre. Es un demonio. Si le dices, azotará al muchacho hasta medio matarlo, esto no lo vale —suspiró la segunda —. Habla con su madre. Pagará lo que rompió.
—Esa es tu opinión, no la mía —espetó la mujer. —Unos buenos azotes en la espalda se los tendría bien merecido...
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Al fin, después de años de espera, Severus va a Hogwarts.
Al fin, después de años de vagar sin rumbo, va a casa.
Al fin, después de tanto tiempo solo, tiene una amiga.
Una fría mañana, Severus conoce a Lily, una niña que vive en las cercanías de su casa y que comparte con él un maravilloso don: la magia.
Severus es un mago y Lily es una bruja. Juntos, abordarán un tren que los llevará a recorrer el fantástico camino para aprender a hacer hechizos, recitar conjuros, elaborar poderosas pociones y domesticar criaturas mágicas.
En el verano de 1971, el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería les recibe con los brazos extendidos y un ojo bien abierto. Y mientras Lily, Corazón de León, es enviada a la casa de Gryffindor y descubre un nuevo mundo, repleto de cosas fantásticas y maravillosas y conoce a los compañeros más increíbles que haya tenido en su vida, Severus, sigiloso como serpiente, se desliza en las profundidades de la casa de Slytherin, llena de intrigas, misterios y alianzas extrañas.
Y solo entonces, Severus descubre que en realidad, él no sabe nada de ese mundo.
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𝔄𝔠𝔢𝔯𝔠𝔞 𝔡𝔢 𝔢𝔰𝔱𝔢 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔢𝔫𝔦𝔡𝔬.
𝔈𝔰𝔱𝔢 𝔣𝔞𝔫𝔣𝔦𝔠 𝔡𝔞𝔱𝔞 𝔡𝔢𝔩 2011 𝔶 𝔣𝔲𝔢 𝔭𝔲𝔟𝔩𝔦𝔠𝔞𝔡𝔬 𝔬𝔯𝔦𝔤𝔦𝔫𝔞𝔩𝔪𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔢𝔫 𝔓𝔬𝔱𝔱𝔢𝔯𝔣𝔦𝔠𝔰 𝔟𝔞𝔧𝔬 𝔢𝔩 𝔪𝔦𝔰𝔪𝔬 𝔫𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢. 𝔈𝔰𝔱𝔞́ 𝔯𝔢𝔞𝔩𝔦𝔷𝔞𝔡𝔬 𝔡𝔢𝔫𝔱𝔯𝔬 𝔡𝔢𝔩 𝔠𝔞𝔫𝔬𝔫 𝔢𝔰𝔱𝔞𝔟𝔩𝔢𝔠𝔦𝔡𝔬 𝔢𝔫 𝔩𝔞 𝔥𝔦𝔰𝔱𝔬𝔯𝔦𝔞 𝔡𝔢 ℌ𝔞𝔯𝔯𝔶 𝔓𝔬𝔱𝔱𝔢𝔯. 𝔏𝔞 𝔥𝔦𝔰𝔱𝔬𝔯𝔦𝔞 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔦𝔢𝔫𝔢 𝔰𝔦𝔱𝔦𝔬𝔰, 𝔞𝔲𝔱𝔬𝔯𝔢𝔰, 𝔩𝔦𝔟𝔯𝔬𝔰 𝔶 𝔥𝔢𝔠𝔥𝔦𝔷𝔬𝔰 𝔮𝔲𝔢 𝔑𝔒 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞𝔫 𝔭𝔞𝔯𝔱𝔢 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔬𝔟𝔯𝔞 𝔬𝔯𝔦𝔤𝔦𝔫𝔞𝔩 𝔶 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔱𝔞𝔩, 𝔰𝔢𝔯𝔞́𝔫 𝔰𝔢𝔫̃𝔞𝔩𝔞𝔡𝔞𝔰 𝔭𝔬𝔯 𝔲𝔫 𝔞𝔰𝔱𝔢𝔯𝔦𝔰𝔠𝔬 (*). 𝔇𝔢 𝔦𝔤𝔲𝔞𝔩 𝔣𝔬𝔯𝔪𝔞, 𝔠𝔬𝔫𝔱𝔦𝔢𝔫𝔢 𝔣𝔯𝔞𝔤𝔪𝔢𝔫𝔱𝔬𝔰 𝔠𝔬𝔫𝔳𝔢𝔫𝔦𝔢𝔫𝔱𝔢𝔪𝔢𝔫𝔱𝔢 𝔞𝔡𝔞𝔭𝔱𝔞𝔡𝔬𝔰 𝔱𝔞𝔫𝔱𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔰𝔞𝔤𝔞 𝔩𝔦𝔱𝔢𝔯𝔞𝔯𝔦𝔞 𝔠𝔬𝔪𝔬 𝔡𝔢 𝔩𝔞 𝔰𝔞𝔤𝔞 𝔣𝔦́𝔩𝔪𝔦𝔠𝔞, 𝔭𝔞𝔯𝔞 𝔡𝔞𝔯𝔩𝔢 𝔣𝔩𝔲𝔦𝔡𝔢𝔷 𝔞 𝔩𝔞 𝔥𝔦𝔰𝔱𝔬𝔯𝔦𝔞.
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