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#Martini con Liria
35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (XIV): Ese narrador llamado cámara
Los medios, a lo largo del tiempo, han ido variando y evolucionando en función de las necesidades de la sociedad y los avances tecnológicos. Pasamos del juglar, a la prensa escrita, que añadió la ventaja de la imperdurabilidad (se podía releer y parar en la noticia tantas veces como se quisiera). El siguiente paso fue la radio, con su característica del sonido. Siempre que se poseyera un dispositivo, era posible sintonizar la antena deseada. Y, antes del gran invento de Internet, llegó la imagen.
Todo implosionó. La gente asistía a una sala de cine y cuando veía a un tren aproximarse hacia ellos en la pantalla, huían despavoridos. No estaban preparados para tal avance porque no habían experimentado la ficción de una manera tan incursiva hasta la fecha.
Los primeros años potenciaron al máximo, dada la falta de equipos de grabación de sonido, la característica del cine: la imagen. Todo lo que se mostraba debía ser entendido por el espectador y como último recurso, sólo se podían usar cartelas con mensajes aclaratorios (como recordamos en las películas mudas de Chaplin).
En los estrenos más recientes parece haberse perdido la cualidad de la imagen. Se difumina en diálogos insulsos, efectos digitales excesivos, interpretaciones exageradas… Una falsa espectacularidad. La cámara ha perdido su lugar. Se sacrifica el poder de la imagen como narrador visual (que es el principal valor del medio imagen) por sólo palabras.
La narración visual es un arte que pocos maestros son capaces de alcanzar con acierto. Requiere un conocimiento absoluto del funcionamiento de la cámara y de montaje. Podemos recordar al Scorsese de los ’70 y su Mean Streets (1973), con aquella secuencia en el bar, donde Harvey Keitel, Robert de Niro y otros se pelean con el dueño del local y sus empleados. Primero, la escena está perfectamente diseñada y es realista: la pelea es patética. Hombres tropezándose, golpes al aire, juego sucio… Ese caos y patetismo que quiere transmitir Scorsese lo potencia con una steady cam agresiva, desorientada, que no para de temblar y poco le importa un plano perfecto. Cuando termina el momento, estamos cansados y magullados. Pareciese como si la paliza la hubiéramos recibido nosotros.
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El anterior es un ejemplo de narración visual que sirve como impulso para una idea preestablecida (la violencia y caos de la pelea en el billar). Pero demos el salto a uno más puro, más profundo. Y déjenme hacer trampa hablando de uno de los grandes maestros: John Ford.
The Searchers (1956) relata la historia de un vaquero (John Wayne) que, junto a su ayudante, cabalgan a través del Oeste americano en busca de su sobrina, que ha sido secuestrada por unos indios comanches. La historia reflexiona sobre la ruptura de la naturaleza (los indios) y la civilización (los vaqueros), la venganza, el sentido de la responsabilidad y, el más importante: la pertenencia a una familia, a un grupo social.
Exactamente en la última escena de la cinta, y sin ningún diálogo en ella, John Wayne llegan con la niña, entregándola a su familia. La cámara se sitúa dentro de la casa. Travelling hacia atrás. La adolescente mira a sus parientes con cara de extrañeza. No los conoce; no conoce esa vida. Entran. Se convierten en sombras. El interior de la cabaña no tiene ninguna iluminación, es absoluta oscuridad. John Wayne sigue fuera, en el porche. De un lateral, aparece su ayudante y su pareja, dos jóvenes enamorados. Entran en la casa. El vaquero se limita a observarles. Sin dudar, da media vuelta, al desierto, y se marcha.
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¿Qué significa esto? La cabaña, la familia, la pareja, simboliza la civilización, la vida estable. Él no entra en la casa porque no es su lugar, no es su mundo: su mundo está ahí fuera, en la luz, en el desierto, en la crudeza, en lo salvaje. John Ford nos lo relata todo con una secuencia de dos minutos en absoluto silencio. Habla a través de las imágenes. Narra con interpretaciones, gestos, colores. No le hace falta más.
  Todos estos valores, inteligencia, conocimientos, de maestría de cámara ya no los vemos con tanta abundancia como solían en las carteleras en su mayoría, aunque siempre podemos añadir una lista infinita de excepciones: la escena del Velociraptor buscando a los niños en el laboratorio en Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), Butch descubriendo a Vincent en su apartamento en Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), cuando David Dunn despierta tras el accidente de tren del que es el único superviviente, mientras no puede separar la vista de la operación fallida enfrente suya en Unbreakable (M. Night Shyamalan, 2000), la violación de Natalia por parte de Sergio que es presenciada por el payaso triste en Balada Triste de Trompeta (Álex de la Iglesia, 2010).
Son pequeñas perlas, pequeñas obras maestras que son capaces de transmitir componiendo el plano. Como Velázquez capturaba el ambiente de la escena, como Stephen King cuando nos produce una descarga en la espina dorsal… Como cuando el cine es consciente de su potencial y lo explota hasta el éxtasis del alma humana.
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35milimetross · 6 years
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‘Sí, quedo’, la nueva webserie donde el vino es el protagonista
Peter Vives, Irene Montalà y José Lamuño son los protagonistas de la comedia romántica de tres capítulos Sí, quedo
Imagen promocional de Sí, quedo
La Organización Interprofesional del Vino de España (OIVE) presenta Sí, quedo, una nueva serie digital que se estrena en plataformas digitales a finales de enero. A través de sus tres capítulos, que se irán desvelando cada semana, el espectador quedará atrapado en esta comedia romántica, con el vino como protagonista.
Un bar de vinos, tres extraños y un mensaje de móvil inesperado, llevará a los protagonistas a quedar en una cita con un final imprevisible y divertido. El reparto está formado por José Lamuño (Servir y proteger), Peter Vives (Mil cosas que haría por ti) e Irene Montalà (El Barco).
La serie consta de tres capítulos que se estrenarán cada jueves a partir del 31 de enero, siendo el 14 de febrero, día de los enamorados, la fecha elegida para conocer el desenlace final.  La historia se podrá seguir en exclusiva a través de redes sociales como en el perfil de Instagram de los tres protagonistas y en las cuentas oficiales de OIVE en Facebook y Twitter. Para los más curiosos, la serie en versión extendida estará disponible en su perfil de Youtube y en la página web de campaña www.maridamejorconvino.com
Con esta iniciativa, el sector del vino consolida su nueva estrategia para llegar a los jóvenes adultos, dentro de la campaña Marida mejor tu vida con vino. Así, a través de una webserie digital, se busca modernizar el vino a través de un lenguaje fresco, innovador, divertido y, sobre todo, cotidiano.
La serie, creada, elaborada y realizada gracias a OIVE, ha sido producida por Yo vi a Yeti Films, bajo la dirección y realización de Víctor López. Cuscu Pérez de Tudela, como productor ejecutivo, destaca la frescura de los capítulos: “Es una serie que atrapa la atención del espectador desde el primer momento”.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (XIII): El terror de no dar miedo
El miedo y el terror son sinónimos, pero no sustitutos. Y en el mundo del cine la confusión y diferencia no es poca entre los dos términos. Usualmente, decimos la frase: “vamos a ver una película de miedo”. Y probablemente acertemos, porque es como conocemos hoy día a la pobre evolución del género de terror.
Exempli gratia: una película de miedo es La Monja o Annabelle. Una película de terror es Psicosis o Halloween. ¿La diferencia es la brecha generacional? Para nada. No tiene que ver. Hoy día hay productos como Mindhunter o Godless que heredan las características del terror moderno y lo traducen en un gran logro. El caso es que se ha reinterpretado la noción del género, simplificándolo para el público masivo.
El terror es una membrana, como una cuerda que vibra. Esa cuerda hay que tocarla con cuidado y tempo, parándose a cada escena para analizar si la tensión está excedida o muy sobria. El terror se conforma por una serie de increscendos y descrecendos que, cada vez más acentuados, conforman finalmente una línea ascendente. En el minuto uno de película estábamos en la planta cero del terror y en el final de la cinta nos han subido a la azotea y nos han arrojado al vacío. Es la sensación que nos queda a flor de piel tras visionar una buena película del género.
El terror es probablemente el género más puro e inherente al ser humano. Podremos sentir amor, tristeza, esperanza en ocasiones, pero lo que siempre, siempre anida en nuestros corazones es el miedo. Es un sentimiento eterno que asoma en mayor o menor medida a lo largo de nuestras vidas, pero que no nos dejará de acompañar nunca. Y es precisamente este amor humano por el terror que el esquema de una película bien narrada y estructurada del género se asemeja a un electrocardiograma:
La gráfica de un corazón sano bombeando sangre es absolutamente paralela al esquema estructural de, por ejemplo, la película Halloween (John Carpenter, 1978). Michael Myers aparece desde el primer instante en pantalla y en intervalos casi periódicos sorprende al espectador con su sola presencia, hasta que por fin alimenta su hambre de asesinatos y ocurre el ataque final al personaje de Jamie Lee Curtis y sus amigos.
Se trata, pues, de provocar un aumento de las pulsaciones del espectador. Que la cuerda quede tensa los primeros minutos y luego hacer vibrar cada vez más hasta que simplemente haya que dejarla rebotar. De provocar una escala de tensión en esa membrana para que quede desgarrada por el final de la cinta.  El asistente se habrá dejado llevar hace muchos minutos por el ritmo y casi es mejor dejarlo navegar solo a la deriva del cuchillo del asesino.
En contraparte, el miedo, el género bastardo del terror, se basa en asustar, y no en la creación de una tensión insoportable, la cualidad de su padre. Nos asusta, se retira, nos asusta, se retira. Pero no crea una atmósfera que, primero, justifique el terror y, segundo, nos absorba en la película. Una película de terror es como fumar en una casa con puertas y ventanas cerradas: se respira el hedor del cigarro; mientras que en la casa del miedo la luz entra por todos los resquicios y huele a AmbiPur. El esquema de una película de miedo es simple, orientado a la efectividad para el público general:
La música sube, scarejump y pasamos a otra escena. Otro tópico generado en los últimos años es la tendencia a que las tramas giren en torno a tres elementos: una investigación policial, niños y la oscuridad de la Iglesia. Los últimos guiones son monjas, niños y muñecos poseídos o un policía que sigue unas pistas sospechosas sobre un viejo asesinato. No consiguen huir del foso de CIUDAD CLICHÉ. Pero si entramos en los topicazos del género sí que el artículo dura cuatro botellas de Martini (y media).
Y hablar de ello, sinceramente, me da un miedo increíble.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (X): Todo era una maldita broma
A principios de este año leí la que para mí es la obra maestra de la literatura contemporánea. Una novela gráfica que relataba cómo encontrar un pin de un smiley ensangrentado acabaría por descubrir toda una trama por frenar la escalada nuclear entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Detrás de todo, además, se encontraba una disección psicológica y antropológica del ser humano y de la figura del superhéroe. Cómo una máscara escondía personalidades sádicas, débiles, manipulables, nihilistas o fascistas. Efectivamente, estoy hablando de Watchmen, escrita por Alan Moore y dibujada por Dave Gibbons.
Una obra catalogada como el cúlmen del cómic y la novela gráfica más influyente y adulta de todos los tiempos, no estaba exenta de la mano de Hollywood. Los derechos del libro pertenecen a DC. A finales de los ’90, Terry Gilliam intentó adaptar Watchmen a un guión. El resultado fue nulo, argumentando que era imposible de adaptar. La negativa y repulsa de Moore ante la idea de ver su historia despedazada por su traslación al cine nunca facilitó las cosas. Pero un día llegó Zack Snyder, con su decente remake de El Amanecer de los Muertos y su asombrosa adaptación de 300. La posibilidad de ver a Rorschach, al Dr. Manhattan y al Comediante en la gran pantalla volvía a estar en el aire. Y un día, simplemente, sucedió. En 2009 se estrenó la adaptación al cine de Watchmen, la mejor novela gráfica jamás escrita, de la mano de Zack Snyder.
Como lector de la novela, lógicamente me entusiasmaba sobremanera ver cómo tomaban forma real los personajes y la historia. Escuchar la voz de Rorschach, el contoneo de Espectro de Seda, ver a Archie volar. Al día siguiente de acabar Watchmen, visioné su adaptación.
La odié. Con ferocidad. Con real inquina. Estuve días, semanas y meses maldiciendo aquella película que parecía perfectamente diseñada para enfadarme. Hablaba más de lo mala que era la adaptación que de lo buena que era la novela. Y no era que me hubiera vuelto loco u obseso: simplemente toda la pasión y adoración que profesaba por la obra original se transformó en ira y decepción contra el film.
Pese a todo, no dejaba de revisionar escenas sueltas de vez en cuando. La emboscada a Rorschach en la casa de Moloch o el origen del Dr. Manhattan (probablemente la mejor escena de la película y del género superhéroe). Me preguntaba a mí mismo cómo era posible que, si odiaba tanto la película, esporádicamente revisitara ciertos momentos de la misma y me gustaran. Como el Comediante, crees entender lo que sucede, asumes un papel y sigues adelante. Mi personaje aquí era el purista que renegaba de Watchmen película porque no era exactamente todo lo que contenía Watchmen novela. Y entonces un día, sucedió.
Mi pasión por la historia de Gibbons y Moore provocó que infectara a mi entorno con el virus de la curiosidad: mi primo y dos amigos míos se embarcaron en el viaje y decidieron leer Watchmen. Con diferencias, podríamos concluir que admitieron la calidad abrumadora de los personajes y trama. Así que decidimos reunirnos para sentarnos a ver aquella terrible adaptación que yo les había vendido como nefasta a niveles casi irrisorios.
Me gustó. Me gustó mucho. Me encantó. Me pareció una obra maestra. Y no hace falta que sea perfecta (que no lo es) para admirarla. Casi todos los defectos ahora, como si el oxígeno se transformara en oro, eran aciertos. Los cambios pequeños, nimios, por los que tanto vociferaba en el pasado se convertían en comprensión. La banda sonora me fascinó (llevo cinco días escuchando Unforgettable, la canción de Nat King Cole que suena durante el intento de asesinato al Comediante) y me pareció adecuada a cada escena, en una unión perfecta, como el tabaco y el papel de fumar.
Acabó la película y resultaba que, al final, me había convertido en el monstruo que siempre batallaba: nunca había sido objetivo. Que en lo que me había basado en el pasado era la mirada de un joven inexperimentado (aún lo soy) que sólo concebía una adaptación como un espejo perfecto e inquebrentable de la obra original. Sabía, pero no quería pensar, que el cine y el cómic son dos artes amigas pero no paralelas y que hay ciertos elementos básicos que hay que traducir en un idioma en el que la cámara comprenda. Zack Snyder, con sus más y sus menos, lo consiguió. Y por ello hay que aplaudirle.
Todo esto no quita que ciertos detalles me sigan sin gustar (la innecesaria diferencia en los trajes de Ozymandias y Búho Nocturno II, las interpretaciones de Malin Åkerman o Matthew Goode, el cambio de la catástrofe final o la macrosomía genital del Dr. Manhattan), pero que te pinchen y sangres no es malo: significa que eres humano. Watchmen, en cualquiera de sus formatos es muy humana, por lo que la esencia de la película, en sí misma, es la del cómic. Lo que significa que su objetivo como adaptación ha sido logrado.
Fue ahí, sentado en casa de mi amigo, habiendo acabado la película, cuando tiraron la puerta abajo y la realidad me propinó una paliza de verdad. Me desmantelé a mí mismo y, cuando sangrando tras la pelea, como el Comediante al inicio de Watchmen, comprendí que no sabía nada. Que era una broma. Que todo era una maldita broma.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (IX): Terceras partes siempre fueron infravaloradas
Siempre hemos escuchado aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. Olemos el temor de los fans de una primera película de éxito cuando se anuncia una secuela de la misma. Algunos exigen fidelidad absoluta a la idea original; otros, añadir elementos nuevos y crear sobre la base. Al fin y al cabo, lo que la historia del cine nos ha enseñado, es que el éxito de una trilogía o saga radica en una combinación de estos dos opuestos: crecer desde la misma raíz creando un nuevo producto.
Por lo general, si la idea original ha triunfado sobremanera, el estudio y el público reclamarán una continuación que profundice en esa semilla original que (bien por tiempo, medios o riesgo) no fue posible. Y es que, por lo general, casi todas las secuelas cuentan con patrones comunes: un presupuesto mayor, un reparto más amplio y de mayor calidad, mejoras en efectos especiales, etcétera.
Pese a que pueda existir una mayor vigilancia sobre la producción, si el estudio es astuto, sabrá que el autor del anterior éxito precisamente lo que necesita para repetir su fórmula es libertad y las cadenas un poco más flojas.
Y es tan simple como eso, damas y caballeros: el público decide si esa secuela es digna, si cumple con su antecesora y si, por lo menos, alcanza el mismo nivel en su crecimiento que en su nacimiento.
Fast & Furious es uno de los ejemplos claros de la sobreexplotación de secuelas actualmente.
Pero… ¿qué sucede con las terceras partes? Muy pocas son las sagas que consiguen tres películas con una línea argumental compartida. Menos son las que captan el éxito de las dos primeras.
Bajo mi punto de vista (no se fíen demasiado de lo que digo, recuerden que esto es Martini con Liria, no Vaso de Agua con Liria) la tercera película cuenta con un encanto especial, unos valores imperceptibles en muchos casos y que son fácilmente comparables (siempre para minusvalorarla) con sus predecesoras. El número tres sienta pesado, parece estirar el chicle por encima de sus posibilidades. Normalmente conforma el cierre de una trilogía (y si no, se traduce como la barrera indivisible entre “la buena época” y “la mala época” de una saga).
Hace unas líneas comentábamos las características clásicas de una secuela, pero poco se atienden a las de terceras partes. La historia ha alcanzando su máximo esplendor de madurez (es por ello que no se valora hasta ser adulto en muchas ocasiones), se permite el lujo de corregir los fallos del pasado, de remediarlos e incluso de cometer nuevos y, lo más importante, de dar broche y final a la historia original. Esta última, la tarea más ardua que carga sobre sus hombros nuestra amiga, la película número tres.
Qué menos que ofrecer tres ejemplos sobre tres películas que son las terceras de sus sagas, ¿no?
“Regreso al Futuro 3”, “Chucky 3” y “El Padrino Parte 3” son las películas que analizaremos en este Martini sobre terceras partes.
En Regreso al Futuro 3 y El Padrino Parte 3 casi podemos trazar dos líneas paralelas. Ambas son cierres de trilogía, son las que menos gustan de la saga y, ciertamente, eran innecesarias. Lo que no significa que hoy día no sean imprenscindibles.
Doc Brown y Michael Corleone alcanzan el zénit de madurez (coincide, además, que los propios actores han interpretado a los personajes en las tres entregas). Así, Christopher Lloyd encuentra su lugar y época idóneos (el Hill Valley de 1885) y acaba tomando la decisión de destruir la máquina del tiempo. Por otro lado, Michael Corleone es ese hombre anciano consciente y sufridor de los pecados del pasado y está decidido a legalizar La Famiglia. Son dos hombres ancianos, que han evolucionado con la propia historia, no son personajes estáticos. Los eventos les han transformado, las decisiones tomadas han afectado a su destino y carácter. Este es un valor que, aunque básico, no se aprecia ni aplica hoy día.
Restando este especial y necesario ejercicio de guión, los dos filmes con poco más interés cuentan. En Regreso al Futuro 3 da la sensación de que Robert Zemeckis siempre quiso dirigir un western y aprovechó la oportunidad en esta película (las referencias a John Ford, Howard Hawks o Sergio Leone no son pocas), mientras que en El Padrino Parte 3 parece más factible la idea de que Coppola y Puzo habían acordado dar cierre a la historia de los Corleone con un último film. De elegir una, me quedaría con esta última: la disección psicológica y antropológica del ocaso del personaje de Michael está tremendamente infravalorada.
Otra agua corre bajo el puente de Child’s Play 3. Es una película menos interesante, presionada por la productora Universal y estrenada un año tan solo después de su predecesora. En ella, saltamos de un Andy niño a un adolescente que ingresa en una academia militar. Pero sucede algo catastrófico: el personaje nos la trae floja. Literalmente. Por el niño indefenso sentíamos empatía, pero el joven rebelde da menos sensación de vulnerabilidad. La cruzada de Chucky por encontrar un cuerpo al que transferir su alma comienza a ser repetitiva y cada vez cuenta con más agujeros de guión. Y, pese a que el film comienza de una manera bastante interesante, (el asesinato del jefe de la compañía juguetera es de las mejores muertes de la saga) la gran losa que carga la película es la sinrazón y su notable forzada existencia. Y, con todo ello, nos encontramos el Charles Lee Ray más cínico, sarcástico y despreciable de la saga. Los mejores chistes y diálogos del muñeco muy probablemente estén en esta cinta. La idea de cambiar las balas de pintura por munición real es digna de una mente retorcida única como la de él. Además, la muerte final de Chucky 3 (aquel grito desesperado en una caída a la turbina de ventilación) me parece la mejor de las siete películas.
Con todo ello, recordamos estas terceras partes con mayor o menor afecto y desencanto; pero el mensaje de esta copa que hemos compartido no es otro que analizar con objetividad tanto las películas que nos gustan más como las que nos gustan menos, porque todas ellas son túneles con diamante y carbón esperando a ser buscados.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (VII): Cine con ‘c’ de vida
Hace escasos diez minutos -desde el momento que escribo estas líneas- que he terminado de ver por primera vez Léon el Profesional (Luc Besson, 1994). Y aprovecho un Martini no solo para brindar por ella (Prost!, como dirían los alemanes), sino que me gustaría conversar con ustedes sobre la sensación que inunda mi habitación ahora mismo.
No, no es la primera vez que penetra en mí esta mezcla de satisfacción, nostalgia e inspiración. Pero no es algo asiduo (¿qué aburrido sería que con cada película ocurriera, no?). En ocasiones, olvidamos que el cine no es solo arte o puro entretenimiento. El cine, amigas -y amigos- no deja de ser una línea perfectamente paralela a la vida. Un espejo. Un sueño. Un “y esto es lo que opino”. Y, por contradictorio que suene mi discurso, pocas películas alcanzan este cánon. Léon el Profesional es una de ellas.
Contar el argumento o bombardear de spoilers esta copa que tomamos no sirve de nada, así que trazaré líneas generales. Las miradas, las rutinas, el afecto por problemas nimios, la pena, la alegría. No debe por qué rezumar realismo, pero sí reflejar la realidad. Hay un abismo en esta diferencia.
Scarface fue la primera película en mi etapa adulta que me agarró del pecho y a día de hoy, tras más de dos años después del primer visionado, perpetúa mi reflexión sobre ella. En principio, no es un film objetivo para esta opinión, pero lo consiguió: me mantuvo sentado en la silla de mi habitación las casi tres horas que dura. Violenta, caótica por momentos, excesiva, en desgraciadas ocasiones (y consciente de ello), también machista. Me encandiló. Me encantó. Me influyó -cosa que sigue haciendo-.
La siguiente que devolvió esta luz a mi alma fue American Psycho. Revolvió mi moral, lo más profundo de mi ser. Me provocó náuseas. Su obsesión me obsesionó. Aún mi cerebro se reconcome con su final.
Continuó Baby Driver (¿hace falta que hable más aún de ella?) y la última en subirse a este tren emocional es León. Todas con sus motivos particulares y personales, pero con una idea sustancial clave: escarvan en tu corazón y mente. Marcan sus iniciales en tus cuerpos cavernosos. Te infectan con el virus de la maestría. Y bendito seas por caer enfermo con ellas.
Lógicamente existen una serie de factores externos fuera de nuestro alcance: estado de ánimo, situación sentimental, nivel de embriaguez (has leído bien); inclusive la compañía. Quizás si hubiera visto León recién salido de una ruptura y acompañado por cinco personas, mi perspectiva sería bien diferente. El cine no es una ciencia exacta.
Lo que sí sé es que es un arte noble.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (V): Todo en exceso es bueno
“Me encantaría poder decirle, Lloyd, que para hoy tengo un tema de conversación. Pero mi cabeza está demasiado ocupada”. Son las doce de la noche en el bar del hotel Overlook y me siento abatido en la barra. “Tómese un Martini, joven, y todo se andará”. Mi fiel camarero sirve el cóctel, rebosando accidentalmente el vaso. “Perdone, perdóneme”. El recipiente está hasta la bandera. Está excedido. “Déjelo así, Lloyd. Acaba usted de desatar el nudo dentro de mí”.
Si hubo una película en el año 2017 que me obsesionara tanto o más que Baby Driver, fue El Bar, de Álex de la Iglesia. Una verdadera obra maestra del suspense, terror y el humor negro con una denominación de origen clara. Aplaudida enfervorecidomente por el Festival de Málaga, alabada fuera de concurso en la Berlinale y un éxito reconocido por diversos públicos del exterior de España. Devoré los contenidos de su Blu-Ray, revisioné la película más de siete veces en menos de un mes y medio (la vi prácticamente una vez por semana). Realmente la palabra que definía mi amor por la película era obsesión.
Reparto y director de “El Bar” en el Festival de Málaga.
En mi encrucijada por absorber toda la información posible de ella, vi varias entrevistas al equipo y reparto en Youtube, analizaba sus fuentes de inspiración y, como no podía ser menos, leí diversas críticas. En estas fue donde topé con un muro que, pese a ser previsible, torció mi gesto por enésima vez en mi encuentro con las opiniones sobre el genio bilbaíno. Una palabra se repetía sistemáticamente y pretendía ser un argumento en contra de la película (y por lo general, de su filmografía): exceso. “Exceso”, “excesivo”, “excesivamente” y todas las variables gramaticales habidas y por haber. Se tomaba una característica clásica del cine de terror de clase B, grindhouse, que Álex de la Iglesia recoge y manipula con enorme acierto como algo erróneo, desorbitado, innecesario.
¿Hasta qué punto algo es excesivo o insuficiente? ¿Cuál es la vara de medición por la que una persona se guía para especular sobre ello? Y por encima de todo: ¿por qué el exceso o la insuficiencia deben ser tomados como valores negativos?
El exceso, cruzar la línea de tensión o cordura en una historia, ahoga al espectador. Lo aprisiona en la butaca. Incomoda, palidece, marea. Siendo directos: transmite. Cuando observo a Blanca Suárez y a Mario Casas en ropa interior, cubiertos de la basura de las cloacas, sudando, angustiados, mientras un enloquecido Jaime Ordóñez grita cánticos eclesiásticos con una barra de metal en la mano, mi estómago se revuelve. Pero no puedo dejar de mirar la pantalla. Porque esa tensión clásica, herencia de Hitchcock, me obliga a observar el desastroso final de la persecución. El término medio en una escena así engulliría todos los elementos que la hacen especial y única. Rebosar el vaso es justo lo que nos demuestra que hay unos límites y que somos libres de sobrepasarlos.
A eso los críticos españoles lo llaman “excesivo”. Con un pero delante. Cuando en La Cosa de Carpenter, la bestia abre su cabeza y devora salvajemente al personaje de Windows… ¿no podemos hablar de terror, de gore como síntomas de una obra magna?
“¿Cómo que excesivo? ¿Eso es lo único que saben decir los críticos españoles?”
El cine de Álex de la Iglesia me recuerda inevitablemente al humor de Ignatius Farray: se basa en ir creando una bola de nieve y lanzarla cordillera abajo. Y a crecer. Cada metro son dos centímetros más que se añaden a la avalancha. Y cuando menos lo esperas la bola estalla en tu cara, te arrolla y te tira al suelo. De repente caes en la cuenta de tres cosas. Primero: que ha estado jugando contigo desde el principio. Eras su títere y de repente te suelta en la realidad de nuevo. Segundo: sientes la imperiosa necesidad de revisionar el espectáculo, porque existen mil detalles a los que no has atendido como se merecían. Tercero: podrás encontrar símiles mejores o peores, pero nada igual. Nunca, nada, igualará a Acción Mutante, a Muertos de Risa o Crimen Ferpecto.
Y ahora, mientras acabo mi copa y observo cómo los excesos del cine no son excesivamente excesivos, una Balada Triste de Trompeta inunda el bar.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (IV): Los fósiles de Hollywood
Ha transcurrido un mes desde mi último Martini en el bar del hotel Overlook. Una gripe de caballo y unas jaquecas insoportables me han retenido en la cama durante más tiempo del que hubiera deseado. Luego está la historia de cómo mis vaqueros favoritos quedaron inservibles después de una fiesta, pero esa es una historia para otra ocasión. Mi baja temporal me ha permitido rondar incontables ideas para contar a mi camarero Lloyd. La de hoy, polémica cuanto menos. “Uno cargado, Lloyd. Y póngase cómodo”. “Había sentido su ausencia, joven. Cuénteme.” “Hablemos de cómo Spielberg se ha convertido en un dinosaurio en su propia industria”. “Viene usted fuerte, como su bebida.”
Hace unos pocos días me sacudían unas declaraciones del director Steven Spielberg, en las que afirmaba que “un buen telefilme se merece un Emmy, no un Oscar”. A continuación, alertó que “Netflix está haciendo un daño considerable al cine”.
Este Martini con Liria, lejos de ser una especie de carta respuesta al autor de grandes obras maestras como Jaws, E.T o La Lista de Schindler o de parecer un perro rabioso escupiendo espuma por la boca, simboliza una reflexión que desde hace tiempo rondaba mi cabeza pero no se había materializado hasta ciertas palabras similares de James Cameron o estas oficiales de Steven Spielberg.
Seré directo: el cine, como tal, como la experiencia de asistir a una sala, está muriendo. Se desangra lentamente, muy lentamente, pero lo hace. Y hasta ahora, no he sido capaz de atisbar una luz de esperanza para el arte al que más amor profeso en este mundo. La industria de Hollywood se está convirtiendo en una élite de dinosaurios (al más puro estilo Parque Jurásico), anclados en una época y concepción del cine tan arcaicos que son objeto de recolecta de Indiana Jones. Existe un hándicap instalado casi sistemáticamente en todas las grandes mentes del sector, según el cual la solución al alza y éxito de las plataformas digitales es sentarse en un sillón de cuero con una bata y pipa a rezongar sobre los tiempos dorados y cómo los valores morales de los jóvenes se devalúan. ¿Una estrategia práctica? Ni es planteada. Los estudios de Los Ángeles se asimilan hoy día más a un geriátrico que a aquella maquinaria de fantasía y dólares que era hace treinta años.
El éxito de Netflix irrumpe en Hollywood, Los Ángeles (2017, Imagen coloreada).
Netflix y el resto de plataformas cuentan con un talón de Aquiles, una kryptonita, un punto débil: no es una experiencia excitante ni especial. Sentarse en un sillón con un mando o deslizando una pantalla cuenta con la misma emoción que una carrera de caracoles. A ello hay que añadir que ningún hogar común del planeta cuenta con la infraestructura de imagen y sonido que un cine. Ninguna. Ni el mejor de los proyectores de mercado doméstico se compara con el del cine, el equipo de sonido que provoca que tu butaca retumbe no es ni un 20% de lo que alcanza tu Home Cinema.
Además, un halo especial inunda la experiencia de asistir al cine. Quedar con tus amigas, amigos, familia o pareja. Acordar una película, una hora, un lugar. Prepararse para la velada: esa salida al cine suele ir ligada a una salida de copas después o una comida en cualquier sitio. Elegir tu butaca, sentarte y estar acompañado de cien personas más, dispuestas a vivir durante dos horas una misma historia de la que saldrán con cien conclusiones y sensaciones diferentes. Ustedes dirán: “pero Liria, es que Netflix es más cómodo”. Sin duda, su enorme ventaja es esa, pero dime… ¿es acaso mejor?
Este factor, el del cine como experiencia, como velada agradable, como elemento indispensable de ocio en nuestras vidas, es una ventaja que la industria actual, repleta de fósiles, no contempla como fortaleza a explotar. ¿Que la gente no asiste al cine? ¿Cómo se explica entonces que un día del espectador, un día especial en el que la entrada se rebaja a los 3 euros, las salas estén llenas hasta la bandera? ¿Es un problema de los productos sustitutivos o quizás debamos atraer al espectador de nuevo con precios asequibles y vendiendo la experiencia como única e inigualable? Las plataformas digitales no son más que una china en el zapato. Solo hace falta pararse, retirarla y seguir andando. Pero el inmovilismo instalado en esas viejas glorias del entretenimiento (ayer Cameron, hoy Spielberg, mañana quién sabe) impide que el cine vuelva, de nuevo, a brillar con tiburones, terminators, mafiosos y guerras de las galaxias.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (XI): #YoTampoco (Caso Weinstein)
El gran bombazo internacional de Hollywood de 2017 no fue una película, ni un director, ni una interpretación; ni siquiera un fallecimiento. Se trata de la más que conocida polémica de chantajes sexuales y violaciones por el productor Harvey Weinstein durante más de veinte años a diversas caras conocidas de la industria, que por aquel entonces empezaban su carrera. Si querías un buen papel y asegurar tu futuro en el cine, el cásting no era en un estudio bajo la supervisión del director, sino que la perpetraba un cerdo en la suite de un hotel.
La unión de las víctimas, de grandes caras conocidas de Hollywood y de la sociedad en señal de repudio y defensa de las primeras fue abanderado bajo el nombre (y hashtag) #MeToo (#YoTambién), alentando a las víctimas de Weinstein a no callar su desagradable experiencia con el productor, alzándose y exigir entre todas la justicia merecida al violador.
Recientemente ha saltado la polémica de que Asia Argento, actriz y una de las caras más visibles del movimiento #Metoo junto con Rose McGowan, habría silenciado a un joven actor para que éste no revelara un encuentro sexual entre ambos cuando el chico sólo tenía 17 años (la ley en California dictamina que la edad mínima de sexo consentido son 18 años).
Asia Argento y Rose McGowan en una marcha por la mujer en Roma.
Les seré sincero. Ni soy juez, ni estadounidense, ni actor. No voy a surtir mi opinión en esta reciente polémica (no hay que ser muy listo para darse cuenta de quién chantajea a quién en esta situación, les invito a escarbar en las últimas noticias sobre el caso). No, hoy no vengo a hablar de Argento. Esta noticia ha sido el detonante que me ha despertado de un letargo autimpuesto sobre una opinión formada y razonada que elaboré en su momento; sobre la hipocresía exacerbada del movimiento #MeToo en sí mismo.
Mi problema con el #MeToo radica en su génesis. Vamos a asentar unas bases antes de mi discurso, no vaya a ser que se me malinterprete. Si se me malinterpretara sería mi culpa por no haberme explicado lo suficientemente claro, de hecho. El movimiento #MeToo es necesario. Es sano. Es fundacional. Es inevitable. Era, es y será irreversible. Que a una industria tan falocentrista y machista como es Hollywood irrumpa una ola feminista con un mensaje claro, directo y con una fuerza arrolladora es como un torniquete en una hemorragia. Las víctimas, las actrices, las verdaderas protagonistas (que a más de uno se le olvida) son las más damnificadas en toda esta situación y, sin embargo, las menos alabadas.
Es casi imposible que unos actos como los de Weinstein no ocurran. La borrachera de poder enferma cada cierto tiempo a elementos así; les nubla la vista sobre la realidad, creen estar por encima del bien y el mal, de su propio negocio incluso. Si bien quizás (sólo quizás, dado el sistema patriarcal en el que aún vivimos) no son evitables, sí son del todo censurables y susceptibles de castigo (actos que además, en un futuro, sí podrían frenar una segunda vez). No podemos exigir a una joven de 18 años, que ha sido chantajeada, vejada y utilizada con fines sexuales no consentidos a que desvele todo. Se siente débil, cohibida, amenazada (las agresiones, abusos y violaciones venían acompañadas de pactos de silencio con incluso amenazas de muerte). No, y aquí radica el problema de muchos, la víctima no tiene culpa. Por ello, el movimiento #MeToo como alzamiento de ellas, de las sufridoras, es un derecho intrínseco. Inamovible.
Dicho lo cual, hay un lado oculto en el fenómeno. A él, como es comprensible, se adhieren no sólo las víctimas y la sociedad (que engulle rápido y mal toda la información a través del embudo de los medios de comunicación y redes sociales). También se une la industria: directores, productores, actrices, actores, equipo técnico. Y es aquí donde el embudo rebosa de la hipocresía que ellos mismos producen y consumen.
La premisa es la siguiente: los delitos de Harvey Weinstein, lejos de ser algo oscuro y secreto que nadie absolutamente conocía (este es el mensaje lanzado por Hollywood desde que se supo el caso del productor o Kevin Spacey) es totalmente FALSO. El 90% de la industria, si quizás no conocían los detalles, sí eran sabidas de sobra las deleznables prácticas de Weinstein. Todos sabían que era un baboso que se aprovechaba de su status quo para conseguir lo que se le antojara, usando la extorsión, el chantaje y la amenaza como armas de silencio.
Toda la industria calló. Toda. Nadie, ni por un momento, se llegó a plantear alzar la voz, sacrificar su silencio por, quién sabe si, salvar del trauma y la amarga experiencia a una mujer más. Unirse en contra de la hidra cuando esta era aún un secreto a voces. No, fueron ellas, las víctimas, las guerreras, las que alzaron la voz y asestaron un cachetón sin mano a los fósiles hipócritas de la industria. Y cuando hablo de la industria, entran también mujeres como Meryl Streep, una de las visibles caras que taparon y negaron conocer nada sobre el escándalo de su buen amigo Weinstein.
Harvey Weinstein y Meryl Streep en una gala.
Hollywood se atribuyó el evento, hizo suyo el movimiento que era de ellas. Salieron adelante como si todos hubieran sido las víctimas. Usaron el sufrimiento y traumas de las víctimas como marketing barato y chapucero, escondiendo su propia sin razón y laissez-faire partidista y servil. Es por eso que, cada vez que leo o escucho a la industria que habla con orgullo de cómo han salido victoriosos de esta guerra, me revuelvo en mí mismo y maldigo la falta de moral, ética y crítica con la que tapan la máquina de dinero. ¿Qué tal si dejamos el lema #YoTambién a las víctimas y comienzan ustedes a usar el de #YoTampoco (yo tampoco hablé cuando podía y debía?
Porque, como le dijo Rorschach al Dr. Manhattan: “Un cadáver más entre los cimientos es irrelevante, ¿no?”
  Epílogo:
Te aconsejo que veas este vídeo que adjunto. En él, Seth McFarlane bromea sobre que, la actriz que gane el Óscar, no deberá pretender más que es atractiva a Harvey Weinstein. Lejos de la conocida satírica del creador de Padre de Familia, atiende bien a las risas nerviosas culpables de los asistentes y a la cara de estupefacción de su compañera presentadora, Emma Stone.
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35milimetross · 6 years
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Martini con Liria (VI): Por un chasquido de dólares
Esta copa que me sirve Lloyd no necesita una introducción. Hoy bebemos a morro. Y sobra decir que esta bebida contiene trazas de SPOILERS.
Espétame que me subo al carro marvelita, que soy un veinteañero con la opinión de un cincuentón o que Thanos es de color verde y no lila. Pero dejemos algo claro desde el primer sorbo: Avengers Infinity War es la más reciente obra maestra de la ciencia ficción. Muy por encima de ser una película de superhéroes convencional. Ya hablamos en nuestro primer Martini cómo Marvel superó a DC en el cine hace bastante, por lo que no vamos a servirnos de nuevo de esa botella.
Cuando nos sentamos en la sala sabemos de sobra a qué espectáculo nos enfrentamos: esta película no te va a explicar quién es Tony Stark, por qué Star Lord escucha música funky o qué le sucedió a Thor con su ojo derecho. Esta es la primera particularidad: es el comienzo de un desenlace. Ya han habido 18 cintas que nos han conducido a este abismo. Pocas sagas pueden atribuirse el mérito de reunir a todo su universo de una forma autoconclusiva en dos partes y… que funcione. Ya no solo que funcione, sino que exista una cohesión, un hilo narrativo entre una veintena de películas.
Las franquicias cinematográficas acostumbran a, como clímax dramático, malherir o matar a un personaje de cabecera cada X tiempo o en el final de la saga. Y como Poncio Pilatos, se lavan las manos. Los guionistas han hecho un sobreesfuerzo al tachar un nombre de la lista; hay que reconocérselo. *Cof, cof* IRONÍA *Cof, cof*. En Infinity War, la diferencia en este tratamiento es abismal por dos factores esenciales: la aleatoriedad de las muertes (la mitad de la población del universo desaparece, incluyendo a los superhéroes) y lo inesperado en cuanto al momento se refiere. Mientras que en otro cine mainstream es visible a kilómetros el fallecimiento (el héroe se sacrifica por el conjunto o el villano retorna a la bondad), en esta película un simple chasquido de dedos es suficiente para provocarnos el lloro.
Si adivinas cuántos personajes de esta foto mueren, entras en el sorteo de un Guantelete del Infinito real.
Dicho lo cual… ¿por qué el público reacciona tan ingenuamente ante la tragedia en el cine? ¿Por qué un evento cinematográfico como Avengers: Infinity War pilla tan por sorpresa a los asistentes? ¿Están las salas saturadas con superproducciones disneializadas? Obviemos por un momento el hecho de que son personajes que llevan acompañando años a muchos… Cuando asistíamos a ver la película, casi la entrada venía acompañada de una advertencia que rezaba “Vamos a impresionar matando a personajes importantes“.
Esta conclusión es una idea que lleva barruntando mi cabeza desde hace tiempo: lo irreal que resulta la constante victoria del bien sobre el mal. O de la existencia de la moral en la ficción. Un film sorprender por su guión pero no por su estructura. Hasta que un día llegan los hermanos Russo, plantean una tragedia clásica con Infinity War y el público reacciona como si fuera la primera vez que acuden a la incertidumbre, a lo inesperado, al orden lógico de las consecuencias. Porque, seamos sinceros: ¿de verdad los Vengadores y los Guardianes de la Galaxia tenían una mínima posibilidad contra Thanos?
Thanos es ese señor de mediana edad que se pasa mucho tiempo en el gimnasio.
Hace aproximadamente un par de años, me disponía a visionar un spaghetti western clásico, de manual: una producción franco-italiana de serie B llamada Il Grande Silenzio (Sergio Corbucci, 1968). Sergio Corbucci, su director y parcial guionista, se caracteriza por sus crudas y realistas historias. Yo, ajeno a toda esta información, y acostumbrado al otro Sergio (Leone), con sus finales convencionales en las que Clint Eastwood siempre ganaba el duelo final, me vi sobrepasado por su amargo retrato de un paraje del Oeste que atraviesa una ventisca. Ésta, pese a ser mucho más antigua que Infinity War, no pienso spoilearla. Compruébenla, descubran el final por ustedes mismas (y mismos).
Ahora, una pequeña apuesta: me juego la cabeza a que no conocían El Gran Silencio, pero sí El Bueno, el Feo y el Malo. ¿Por qué, si desde luego la película de Corbucci es exponencialmente más destacable dada su historia y rotura de los moldes clásicos del cine (ya clásicos por aquellos sesenta)?
Quizás porque somos unos de infelices que buscan desesperadamente el éxito de la vida en personajes de ficción con los que empatizar y sentirnos identificados.
O no.
Yo que sé.
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35milimetross · 7 years
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Martini con Liria (III): Oda a “Los Increíbles”
A punto he estado de no venir hoy al bar del hotel Overlook. Esta vez, sinceramente lo expreso, no contaba con ninguna maldita idea. Ninguna. El espíritu de la esperanza me ha impulsado a coger una chaqueta y conducir hasta ese Martini que Lloyd, el camarero, me servirá.
Cuando llego, observo a mi gentil amigo exprimiendo su cerebro en una ardua tarea. Me saluda, me sirve mi Martini sin expresar ninguna indicación y, como si viera en mí la solución a todos sus males, me pregunta. “¿Sabe usted de matemáticas, caballero?”. “Algo conozco, ¿por qué lo pregunta?”. “Le leo el enunciado: la integral de sec y dy de cero a la sexta parte del número Pi es el logaritmo con base e de la raíz cuadrada de tres veces la sexuagésima-cuarta parte de… No sé qué va ahí. Es de los ejercicios de física de mi sobrino.” “¿Sabe, Lloyd? Creo que, contra todo pronóstico, sé la respuesta. La solución es i”.
El camarero, entusiasmado, apunta mi respuesta y la redondea. Me da las gracias y llama a su sobrino. Una i redondeada… Los recuerdos de mi infancia se atoran en mi cabeza…
El primer recuerdo que tengo de haber visto Los Increíbles fue en casa de mi primo, hará trece años aproximadamente. Y me encantó. Me encantó sobremanera. No estoy hablando de la facilidad con la que cuentan los niños para que cualquier película, serie o canción les penetre las pupilas y les guste: Los Increíbles fue un antes y después para mí, tanto para espectador como para el creador no nato que por entonces era.
Los superhéroes ya existían. En ese aspecto, la película de Pixar no innova o renueva en el género. La superfuerza, elasticidad, súpervelocidad o la capacidad de tornarse invisible son capacidades inspiradas en mitos del cómic como Superman, Los Cuatro Fantásticos o Flash. Pero sí aúna una conexión con el público infantil: los protagonistas, superhéroes todos, forman una familia. Esto facilita la identificación del niño con el argumento. Tu madre, por arte de magia, es Elastigirl y tu padre de repente es Mr. Increíble. Tu hermano pequeño, el pesado, se convierte en Dash. Tu familia entera, en tu imaginación, está viviendo la aventura.
En ese recuerdo de mi memoria, del primer visionado, hubo algo que me chocó sobremanera. Un evento que no había sucedido nunca: mi tío y mi padre no solo estaban viendo con nosotros la película, sino que rieron a carcajadas con una escena (cuando el niño del chicle se queda flipando con Mr. Increíble cuando este levanta su coche en un momento de rabia). Pidieron que repetiéramos la escena y las risas sonaron más fuertes aún. Era… increíble. ¡Un gag de una película infantil donde nuestros padres se reían! Lo que demuestra mi siguiente punto: Los Increíbles es una película tan dirigida a los pequeños de la casa como a los adultos. Y la trama, diálogos y música lo demuestran.
No requieren presentación: son las heroínas y héroes de nuestra infancia.
La historia original, de hecho, su creador Brad Bird pretendía que fuera un largometraje de animación adulto, hasta que este lo envió a Pixar, que respetó gran parte de la obra. No es de extrañar, pues la propia historia es disfrutable desde todos los puntos de vista. Las pistas del plan de Síndrome (me permiten el placer de decir que es mi villano favorito del estudio), las sospechas de Helen sobre la infidelidad de Bob o simplemente ese anhelo de Mr. Increíble por volver a los tiempos de gloria, del éxito, de los súper. El diálogo entre Bob y Fronzono (en su versión original le pone voz Samuel L. Jackson) en el coche en su noche de amigos es probablemente el extracto más valioso de la película. Juzga por ti mismo.
La música es alucinante y Michael Giacchino tuvo clara su inspiración: la banda sonora del James Bond de Sean Connery. Trompetas, cajas de resonancia y unas notas deslizándose por el pentagrama como una imposible montaña rusa. Podríamos decir que John Barry es el abuelo de temas como “Kronos Unveiled” (pieza musical de mi escena favorita) o “The Incredits”.
Los Increíbles no solo es una película infantil, un largometraje de animación o un entretenimiento Pixar como otros. Es una obra maestra que marcó una época, efecto que empezamos a vislumbrar ahora que su secuela está próxima a estrenarse catorce años después; un reloj suizo perfactamente cronometrado en guión, interpretaciones, banda sonora y gran conciencia de ritmo, que es visionable tanto a los seis años como a los cincuenta.
Ahora solo falta esperar hasta el 27 de junio para que el niño interior que escondemos quiera salir de nuestras entrañas y disfrutar con nosotros de la película.
Alargo la mano con un billete de cinco euros para pagarle a Lloyd. Reniega del dinero y me dice que de ninguna manera, que gracias a mí pudo ayudar a su sobrino. Acepto la invitación; sería poco caballeroso no hacerlo.
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35milimetross · 7 years
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Martini con Liria (II): Yippee ki yay, motherf*cker
Otra noche más pasa. He decidido que una vez cada dos semanas me tomaré un respiro (y un Martini) en el bar del hotel Overlook, servido y acompañado por su camarero Lloyd. Es la segunda vez que vengo, así que no sé si me recordará. Aunque no parece que el lugar sea asiduamente visitado.
Nada más cruzar el umbral de la entrada, su rasgada voz me sorprende. “Buenas noches, caballero. ¿Otro Martini?”. “Si no es molestia”, respondo mientras me siento en la barra. Me sirve la copa y mientras maldigo mi falta de creatividad, él limpia unos vasos. A Lloyd se le resbala uno de ellos de las manos y al apretarlo con fuerza para atraparlo en el aire, éste estalla y se le clava en las palmas. Me sobresalto e intento ayudarlo, mientras sangra con los cristales incrustados. “Me retiro a curarme. No se preocupe, disfrute de la copa”.
¿Cristales incrustados en la piel? ¿Sangre a borbotones? Me recuerda a una escena de Jungla de Cristal.
Con el título original Die Hard (Duro de matar) y con una historia basada en la novela “Nothing Lasts Forever” de Roderick Thorp, Jungla de Cristal nacía en 1988 como la secuela fallida de Comando. Con un actor desconocido en la pantalla grande como héroe americano (Bruce Willis) y con un Alan Rickman absolutamente impresionante en su primera gran película (como lo lees, primera gran película a los 42 años), Die Hard fue un hito en las películas de acción de la ya moribunda década de los ’80. Revitalizó la estructuración y situación de la trama, introdujo una inyección de realidad al género y lanzó al estrellato a gran parte del reparto de la película.
“¿Eso de ahí es una araña?”
En Jungla de Cristal los enemigos no son de cartón-pluma, sino que muy probablemente son más fuertes que tú. Por eso los doce terroristas del edificio suponen doce escalones de interminable escalera hasta Hans Gruber. No es sencillo acabar con ellos: van armados, son profesionales y tienen un plan perfectamente elaborado. No son hordas interminables de vietnamitas como en Rambo o no se arregla todo con un misil Stinger como en Comando. John McClane se queda constantemente sin munición, es sorprendido cuando cree tenerlo todo bajo control y lo más importante: el plan maestro de Gruber le engaña como al resto de policías y rehenes.
Die Hard es la clásica película que si estás haciendo zapping en la televisión, paras de buscar algo más que ver: te quedas enganchado a ella. Esté en el minuto en el que esté. Y no solo eso, sino que te aprendes los diálogos de memoria y esperas a que los segundos caigan para los grandes momentos: la llegada de Hans al Nakatomi Plaza, el salto desde el helipuerto mientras estalla la azotea o el duelo final.
El trasfondo de la historia es engañoso por el efecto de los clichés de su género. Crees que Bruce Willis es un héroe que pretende salvar el día y nada más lejos de la realidad: él está ahí para salvar a Holly (su esposa) y decirle lo muy tozudo que es y lo mucho que la quiere. Punto. No hay más. McClane cree en la justicia como policía que es, pero no deja de nombrar a Al Powell el enorme error que cometió.
Su secuela directa (La Jungla: Alerta Roja) es una divertida pero insuficiente continuación. Toma los elementos principales de la primera entrega (McClane atrapado en un lugar, Holly en apuros y un plot twist inesperado) se repiten, pero sin demasiada gloria. Es como cuando tu madre te da una receta: por mucho que la sigas paso a paso meticulosamente, el potaje nunca te va a salir como el de ella. Asúmelo.
“¿Cómo puede pasarle la misma cosa al mismo tío dos veces?”
Cuando la saga parecía avocada al olvido, como tantas otras coetáneas, John McTiernan, director de la primera película, vuelve en 1995 con Die Hard With a Vengeance (Jungla de Cristal: La Venganza), que, desde mi humilde opinión, está a la altura de la primera, ni más ni menos. El difícil desafío era alcanzar a Die Hard, no superarla, y  McTiernan sobrevuela por encima del límite de forma entretenida, cómica y natural. Razones como el McClane más humano de la saga (la trama comienza presentándonos a un policía retirado del cuerpo, depresivo y con una resaca de caballo), un Samuel L. Jackson al más puro estilo sidekick, una historia original alucinante (un hombre que juega al “Simón dice” por las cabinas telefónicas de Nueva York, explotando bombas a lo largo de la ciudad) y un ritmo que es superior a su original. Sí, lo que has leído. El ritmo ponderado, frenético, infartado e ininterrumpido la alza como la mejor estructurada de la saga. Jeremy Irons, un actor británico clásico de teatro, interpretando al villano más macabro, retorcido y perfeccionista de la serie, en su aventura por vengarse de McClane por un evento del pasado… aunque ese no es su único objetivo en la ciudad en la que se encuentra la mayor reserva federal de oro de EEUU. Recordemos que en Jungla de Cristal nada es lo que parece.
¿Qué? ¿La 4 y la 5? Si esas nunca se hicieron, hombre, ja ja ja. ¿No se hicieron, verdad? ¿Fue una pesadilla, no?
Lloyd no ha vuelto todavía. Debe estar entretenido arrancando esquirlas de la palma de sus manos. Le dejo el billete de cinco euros sobre la barra. Ya me despediré como es debido dentro de dos semanas, cuando vuelva. Yippee ki yay.
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35milimetross · 7 years
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Martini con Liria (I): La kryptonita de DC
Es la una y media de la mañana en el bar del hotel Overlook. Lloyd, el gentil camarero, me pregunta qué quiero tomar. “Un martini, por favor”, respondo. Con una mueca inexpresiva en la boca, me lo sirve. “Tengo la sensación de que será el primero de muchos”, dice sonriendo. Le devuelvo la alegre expresión, sin saber muy bien a qué se refiere.
Aún no sé de qué escribir en mi primera visita a la barra del bar. En mi copa, un líquido transparente, en el que flota un palillo. Tiene forma de lanza. En su punta, una aceituna, el fruto del… Un momento. Una lanza en cuya punta hay un objeto verde. ¿Dónde he visto eso antes? Ah, sí, en la lanza con kryptonita que usa Ben Affleck en Batman v Superman. ¡Martha! ¿Martha?
¿Sabrá a menta?, piensa Ben Affleck, mirando de forma intensa.
El Universo Cinematográfico de DC es como un jugador de póquer con escalera real que no conoce las reglas: tiene todo el potencial y recursos, pero no la conciencia. Contaba con un material de partida (cómics) que se diferenciaban de gran manera de su eterna rival, Marvel: una psicología de personajes mucho más elaborada y profunda, historias y tramas más oscuras y adultas, así como iconos enormemente reconocidos como el logo de Superman o el de Batman, señas de identidad muy por encima de los superhéroes de su competidora.
Y, aunque pocos lo recuerden, DC fue la primera editorial de cómics que lanzó a uno de sus personajes a las rotatorias; hablamos de Superman (1978), la primera gran película de superhéroes de la historia, todo un éxito de taquilla y crítica, tras la que habría tres secuelas más. Hubo que esperar un poco más de diez años para visionar la primera adaptación fílmica del hombre murciélago, bajo la dirección de Tim Burton: Batman (1989).
¿Por qué la enorme ventaja de Marvel hoy día entonces? Existen dos factores determinantes: concepto y paciencia. Concepto, porque los hermanos Russo (Anthony y Joe), las dos grandes mentes de la noción del universo MCU como lo conocemos hoy día, tenían muy claro desde el principio el funcionamiento de su creación. Primero, debían testar al público con Iron Man (2008). Apuntando errores y aciertos, fueron estrenados otros títulos como Hulk (con menos gloria), Iron Man 2, Thor, Capitán América y Los Vengadores, que cerraba la denominada Fase 1 del Universo Cinematográfico de Marvel. En cuatro años existía una presentación bastante acertada de prácticamente todos los personajes principales de la editorial, con un reparto de actrices y actores minuciosamente escogidos y una trama global que, si bien tomaba elementos de su cuna, los cómics, funcionaba por sí misma como ente independiente.
¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No! Es el DCU cayendo.
Paciencia, porque proyectar un universo gráfico-literario a uno fílmico requería de un esfuerzo titánico y pulso de cirujano; como componer una partitura nota a nota. Concebir subtramas, aparición de personajes en otros títulos y designar determinados escritores y directores a cada superhéroe no es moco de pavo. Y Marvel, guste más o menos, ha acertado de manera espectacular en ambos sentidos.
El gran error de DC, irónica y precisamente, reside en estos dos elementos. Construir un universo cinematográfico con una cinta en solitario de El Hombre de Acero (2013) es un buen comienzo, pero no en la forma y estilo en las que se realizó. Excesivos clichés del género, innecesaria oscuridad del personaje, subtramas absurdas y prescindibles o un ritmo soporífero.
El DCU continuaría con Batman v Superman (2016), que ya nos indicaba la excesiva (e inexplicable) prisa de la editorial por alcanzar a Marvel. ¿Cómo tras solo un evento del universo de películas me planteas un enfrentamiento tan épico y titánico de las dos grandes bazas de los cómics? ¡No he conocido al Batman de Affleck en una película en solitario! ¡Está claro que no voy a empatizar con él! Y mucho menos si comparte película con otro personaje que también debe desarrollar su trama personal. El cómic de El Regreso del Caballero Oscuro de Frank Miller era un planteamiento infinitamente superior al extrapolado por Zack Snyder en el film: ¿por qué alejarse en tal demasía del material original?
Y, lejos de odiar el Universo DC, sucede más bien lo contrario: prefiero los cómics de DC a los de Marvel. ¡Qué me gustaría sentarme a mí en una sala para disfrutar de una lucha entre Batman y Superman! Pero, por desgracia, no sucede. Y sí ocurre que me divierto con Civil War, de Marvel.
Wonder Woman es la única película que alza al DCU con carisma y acierto.
Ni siquiera la decente Wonder Woman (2017) de Gal Gadot salvaría al DCU de Liga de la Justicia, un fracaso absoluto y previsible a kilómetros de distancia. Por si fuera poco, ya la productora está trabajando en Flashpoint, una historia que supondría el reseteo del corto y decepcionante trayecto llevado por DC. ¿Una última esperanza?
Me he acabado la copa y no tengo dinero para otra, pero Lloyd ha escuchado mis delirios esta noche. Dice que le hago compañía y me pregunta por mi opinión sobre Zack Snyder, el género western, cierta escena de El Padrino II o el cine cutre como cine de culto. Le respondo que en otra ocasión hablaremos de ello. Hoy, ya se ha hecho muy tarde.
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