Tumgik
#viaje al oeste
zoecolection · 1 month
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Sí es un príncipe azul 😭💖
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Qué tal les va a los gamers? Ya están probando el nuevo juego?
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arteriaemchamas · 10 hours
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viaje al oeste
CAPÍTULO LXIII
LOS DOS MONJES SUMEN EL PALACIO DEL DRAGÓN EN UN DESORDEN TOTAL. LOS SABIOS RECOBRAN LAS CENIZAS Y DESTRUYEN A LOS MALVADOS.
Decíamos que, al ver al Gran Sabio y a Ba-Chie montar a lomos del viento y desaparecer entre las nubes con los dos diablillos, tanto el Señor del Reino del Sacrificio como sus súbditos, de todo rango y condición, se inclinaron ante el cielo y exclamaron, sobrecogidos:
—¡Hasta el día de hoy no habíamos creído de verdad que pudieran existir tales inmortales! ¡Son, en verdad, budas vivientes!
—Hasta mis ojos son mortales y sólo pueden ver lo que tienen delante —confesó el rey a Tripitaka y al Bonzo Sha, tan pronto como hubieron desaparecido Ba-Chie y el Peregrino—. Sabíamos que vuestros discípulos eran capaces de atrapar diablillos, pero jamás sospechamos que pudieran volar por encima de las nubes a lomos del viento.
—Vuestro indigno servidor —confesó Tripitaka con gesto humilde— no posee ningún poder mágico y depende totalmente de las habilidades de sus seguidores. ¿Cómo pensáis, si no, que he logrado llegar hasta aquí?
—A decir verdad, señor —confirmó el Bonzo Sha—, el mayor de mis hermanos no es ni más ni menos que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que sumió en su día en un desorden total el Reino Superior con la sola ayuda de su barra de los extremos de oro. No hubo nadie, entre todos los guerreros celestes, capaz de hacerle frente. Hasta el mismo Emperador de Jade y el propio Lao-Tse se sintieron impotentes ante él, y temblaban de espanto cuando oían mencionar su nombre. Por lo respecta al segundo de mis hermanos, os diré que no es otro que el Mariscal de los Juncales Celestes, que se ha arrepentido de sus antiguos yerros y ha abrazado el sendero de la Verdad. En sus tiempos llegó a tener bajo sus órdenes a un total de ochenta mil marineros, que patrullaban sin cesar el Río Celeste. Comparados con ellos, mis poderes son, realmente, insignificantes. Aun así, considero mi deber informaros que soy el Oficial Encargado-de-levantar-la-cortina y que he abrazado, gustoso, los principios de la religión. Aunque ninguno de nosotros valemos gran cosa, somos unos maestros a la hora de capturar monstruos y atrapar diablillos, detener ladrones y echar mano a los fugitivos, domar tigres y dominar dragones, poner patas arriba los Cielos y poner coto a la fuerza destructora de las aguas. Para nosotros no encierra ningún misterio montar en las nubes, cabalgar a lomos del viento, provocar lluvia, amainar la furia de los vientos, hacer cambiar de lugar a las estrellas, cargar con las montañas a la espalda y perseguir a la luna, entre otras muchas cosas más.
Tan larga relación hizo que aumentara el gran respeto que ya sentía el rey por el monje Tang. Le invitaba siempre a ocupar el puesto de honor y se dirigía a él con el título de «Buda respetable», mientras que al Bonzo Sha y a sus hermanos los llamaba, simplemente, «bodhisattvas». Pero, si grande era el respeto que levantaban entre todos los funcionarios, tanto militares como civiles, no era menor la alegría que todos experimentaban por tener entre ellos a seres tan extraordinarios. Desde el último rincón del país venían gentes a presentarles sus respetos, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio y de Ba-Chie, quienes a lomos de un viento huracanado, no tardaron en llegar, con los dos diablillos, a las inmediaciones del Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas Esparcidas. Deteniéndose en el aire, el Gran Sabio echó una bocanada de aliento sagrado sobre la barra de los extremos de oro y gritó con potente voz:
—¡Transfórmate! —y al instante se convirtió en un cuchillo ritual, con el que cortó las orejas al espíritu del pez de color negro y el labio inferior al espíritu de la anguila. Los dejó caer a continuación en el agua y dijo en tono burlón:
—Id a informar de lo ocurrido al Rey Dragón de Todos los Espíritus. Decidle que acaba de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y que exige la inmediata devolución de las reliquias al Monasterio de la Luz Dorada, en el Reino del Sacrificio. Si se aviene a mis peticiones, salvará su vida y la de toda su familia. Si, por el contrario, se niega a ellas, secaré completamente este lago y pasaré a cuchillo a todos sus moradores.
A pesar del dolor y de las cadenas que destrozaban sus pies y manos, los dos diablillos se sintieron felices de poder escapar con vida. Al entrar en el agua, se vieron rodeados en seguida por los espíritus de peces, gambas, cangrejos, tortugas marinas, lagartos acuáticos y toda clase de criaturas fluviales, que les preguntaron, sorprendidos:
—¿Cómo venís atados, como si fuerais malhechores?
Ninguno se atrevía a responder. Uno movía la cola con nerviosismo y sacudía, avergonzado, la cabeza, mientras el otro no dejaba de golpearse el pecho con las aletas. Comprendiendo que había ocurrido algo terrible, los curiosos los acompañaron en tropel hasta el palacio del Rey Dragón.
—¡Qué desgracia tan grande! —gritaron, desesperados, al entrar.
En aquel momento el Rey Dragón de Todos los Espíritus estaba tomando unas copas con su yerno Nueve Cabezas. Al oír el alboroto, dejó la botella a un lado y salió a toda prisa a ver qué pasaba.
—Ayer por la noche —informó uno de los diablillos con lágrimas en los ojos—, cuando fuimos de patrulla, tuvimos la mala fortuna de toparnos con el monje Tang y el Peregrino Sun, que estaban barriendo los escalones de la pagoda. Tras arrestarnos, nos cargaron de cadenas y esta misma mañana fuimos conducidos ante el rey, que nos trató aún peor que los monjes. Por si eso fuera poco, el Peregrino y ese tal Ba-Chie nos acaban de cortar las orejas y el labio inferior, aunque estamos contentos de haber podido salvar la vida. Si nos han dejado marchar, ha sido con el único fin de exigiros que devolváis las reliquias al monasterio del que las tomasteis.
Al oír el nombre del Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Rey Dragón sintió tal pánico, que su espíritu le abandonó y tuvo la desagradable sensación de que había ascendido hasta el mismísimo noveno pliegue de los Cielos. Temblando como una hoja de bambú a merced de los vientos, se volvió hacia Nueve Cabezas y dijo:
—¡Ay, yerno, en qué situación más comprometida nos encontramos! No me hubiera importado enfrentarme a un ejército diez veces superior al mío, pero ése es un contrincante demasiado poderoso para nosotros.
—Tranquilizaos, por favor —replicó el yerno, sonriendo—. Desde mi juventud me he dedicado a la práctica de las artes marciales y he llegado a adquirir una cierta maestría en el manejo de las armas. Me he enfrentado, de hecho, con los luchadores más aguerridos de los cuatro mares. ¿Por qué iba a tener miedo de un mono? Os aseguro que después de tres asaltos agachará la cabeza, derrotado, y no se atreverá ni a mirarme a los ojos.
Los criados le ayudaron a ponerse la armadura, mientras él echaba mano del arma que le había hecho famoso: una espada terminada en una media luna. En dos zancadas abandonó el palacio y, abriéndose camino entre las aguas, salió a la superficie con el gesto imponente.
—¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo, que, según dicen, acaba de llegar? —gritó, fanfarrón—. ¡Que venga aquí inmediatamente y le enseñaré a dominar la lengua!
Desde la orilla el Peregrino y Ba-Chie le observaron, curiosos, y vieron que llevaba un yelmo tan brillante como la reverberación de la luz en la nieve, una coraza de acero cuyos reflejos recordaban las escarchas otoñales y una túnica de damasco con dibujos de nubes de colores y piezas de jade. Ceñía su cuerpo un cinturón hecho de piel de rinoceronte, que parecía una serpiente pitón moteada de lunares de oro. La espada terminada en una media luna lanzaba rayos de luz, que se reflejaban en sus lustrosas botas de piel de cerdo, de las que se servía para hendir las aguas y caminar por encima de las olas. Desde lejos daba la impresión de que su cabeza era su rostro, cosa que desmentía de cerca su aspecto sorprendentemente humano. De todas formas, sus rasgos aparecían repetidos, como si se reflejaran de continuo en un espejo. Para poder ver cuanto sucedía en los ocho puntos cardinales, tenía ojos por delante y por detrás. Poseía, igualmente, un total de nueve bocas, dos en cada lado, que le permitían hablar con una sonoridad tal, que hasta los planetas se enteraban de lo que decía, como si fuera el lamento de una garza. Por eso precisamente, se extrañó mucho de que nadie respondiera a su pregunta.
—¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo? —repitió, malhumorado.
El Peregrino se ajustó la arandela que, a manera de corona, llevaba en la cabeza y, acariciando su barra de hierro, contestó:
—El mismísimo Rey Mono en persona.
—¿Dónde moras actualmente y en qué lugar naciste? —volvió a preguntar el monstruo—. ¿Cómo es, además, que te erigieras defensor del monasterio del Reino del Sacrificio y de su corrupto rey? ¿Tan fuerte te crees para deshonrar a dos de mis capitanes de la forma como lo has hecho y venir a retarme a la puerta misma de mi palacio?
—¡Monstruo ladrón! —le insultó el Peregrino—. ¿Así que no sabes quién es tu abuelito Sun, eh? Acércate, que te lo voy a decir. Mi primera morada la establecí en la Caverna de la Cortina de Agua, que se halla enclavada en el corazón mismo de la Montaña de las Flores y Frutos. Desde mi juventud me dediqué al perfeccionamiento de mi cuerpo, logrando que el Emperador de Jade me concediera el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo. No contento con eso, sumí el Reino Celeste en una total confusión, sin que ninguno de los guerreros que allí moran pudiera poner freno a mis correrías. Incapaces de castigarme con el rigor del que mis andanzas me habían hecho merecedor, solicitaron la ayuda de Buda, quien, valiéndose de la profundidad de su sabiduría, me hizo dar uno de los saltos a los que debo mi fama y me atrapó con su santa mano, convertida inexplicablemente en una montaña. Bajo ella estuve confinado quinientos años. Aún seguiría allí, de no haber intervenido en mi favor la Bodhisattva Kwang-Ing. El hermano del Gran Emperador de los Tang, el virtuoso Tripitaka, se disponía a partir hacia la Montaña del Espíritu en busca de escrituras sagradas y se me ofreció la posibilidad de obtener la libertad, si me comprometía a protegerle durante el camino. Me he dedicado a ello con tanto ahínco, que no sólo he alcanzado yo mismo la perfección, sino que he acabado con infinidad de diablillos y monstruos, para que otros se animen a seguir mi ejemplo. Al llegar al Reino del Sacrificio, tuvimos noticia de la gran injusticia que se había cometido con nuestros hermanos los monjes, dos tercios de los cuales habían perecido a manos del verdugo. Compadecidos de su suerte, decidimos restituirles el honor que habían perdido. Fue así como nos enteramos de que el monasterio había perdido el aura que hasta entonces había constituido su gloria. Con el fin de aclarar lo sucedido, mi maestro se ofreció a barrer, uno por uno, todos los escalones de la torre. A la hora de la tercera vigilia el silencio era absoluto. Eso me facilitó poder oír la conversación que estaban manteniendo tus dos monstruos, que confesaron que las reliquias sagradas habían sido robadas por el Rey Dragón de Todos los Espíritus y el esposo de la princesa del mismo nombre. Informaron, además, que, mientras ella se hacía con otro valiosísimo tesoro en los Cielos, vuestra banda acababa con la luminosidad del Monasterio, haciendo caer sobre él una lluvia de sangre. Esa misma confesión la repitieron al día siguiente en presencia del rey, que nos encargó que viniéramos a arrestaros a todos. Todo el mundo sabe quién es Sun Wu-Kung. Si devolvéis inmediatamente las reliquias a sus propietarios, perdonaré vuestras vidas y las de todos los que os sirven. Si, por el contrario, cometéis la imprudencia de medir vuestras armas con las mías, sabed que desecaré vuestro lago, arrojaré sobre él esa montaña y pereceréis aplastados bajo su peso.
—¿Cómo te atreves a meterte en los asuntos de los demás, si, como acabas de decir, no eres más que un monje en busca de escrituras? —replicó el yerno del dragón, sonriendo despectivamente—. ¿Qué te importa a ti que yo robe o deje de robar tesoros? Tú dedícate a lo tuyo. ¿A qué viene eso de querer luchar contra mí?
—¡Qué poco piensan los ladronzuelos como tú! —exclamó el Peregrino—. ¿Acaso crees que yo busco el favor real? No es él quien me da de comer ni me encuentro atado a su trono por ningún voto de lealtad. Al robar las reliquias sagradas, no sólo privaste de su aura al Monasterio de la Luz Dorada, sino que trajiste la desgracia sobre los monjes que lo atienden. ¿No se te ha ocurrido pensar que todos ellos son hermanos nuestros? ¿Cómo voy a quedarme impasible ante el sufrimiento que les ha acarreado tu incalificable conducta?
—Eso quiere decir que estás dispuesto a pelear, ¿no es así? —contestó el yerno del dragón—. Deberías tener presente que, como muy bien afirma el proverbio, «no existe nada más carente de sentimientos que la guerra». En el combate no hay piedad. No pienses que voy a andarme con remilgos a la hora de medir mis armas con las tuyas. Recapacita que, si acabo con tu vida, la misión esa de conseguir las escrituras va a sufrir un severo revés.
—¡Maldito ladrón! —gritó el Peregrino, perdiendo la paciencia—. ¡No tienes derecho a darme lecciones de moralidad! ¡Acércate aquí y te enseñaré a qué sabe la barra de tu abuelito!
El yerno del dragón no rechazó el reto. Al contrario, levantó la espada terminada en una media luna y paró limpiamente el golpe de la barra que se le venía encima. Dio, así, comienzo una extraordinaria batalla en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas Esparcidas. Todo comenzó cuando el monasterio perdió su aura, el Peregrino atrapó a dos de los diablillos que habían participado en el robo de las reliquias sagradas e informó de lo ocurrido al rey. A eso siguió la devolución de los dos ladrones a las aguas, las consultas que el Rey Dragón mantuvo con sus consejeros y el deseo incontrolado de Nueve Cabezas por mostrar su maestría en el dificilísimo arte de la guerra. Ciego de orgullo, tomó sus armas y cometió la imprudencia de despertar las iras del Gran Sabio, Sosia del Cielo, cuya barra de hierro jamás había conocido la derrota. El monstruo se sentía seguro con sus nueve cabezas y sus dieciocho ojos, que brillaban como ascuas encendidas, pero no contaba con que los brazos del Peregrino eran capaces de resistir una presión de más de mil kilos de peso. La razón estaba, además, de su parte. De todas formas, la espada del monstruo, con su forma peculiar de media luna, poseía todo el poderío del yang[1] y hubiera terminado con la barra, de no ser ésta una de las manifestaciones del yin. Ambas estaban, pese a todo, dispuestas a obtener la victoria. Sin embargo, tras más de treinta asaltos y de volver, una y otra vez, a la carga, ninguna de ellas consiguió una ventaja apreciable. Ba-Chie había estado todo ese tiempo con los brazos cruzados, esperando a que la batalla adquiriera su punto más álgido. Cuando consideró que, por fin, éste había llegado, levantó el rastrillo por encima de la cabeza y lo dejó caer con fuerza sobre la espalda del monstruo. Sus ojos de atrás vieron venir el golpe y, haciéndose a un lado, consiguió parar con su magnífica espada tanto el rastrillo como la barra. La lucha adquirió, así, nuevos bríos, pero, tras seis o siete asaltos más, el monstruo comprendió que no podía seguir resistiendo un ataque tan brutal. De pronto, dio un salto magnífico y se manifestó tal cual era: un insecto de nueve cabezas, increíblemente repulsivo y feroz. Cualquier mortal hubiera perecido de miedo, al verle. Poseía una extraña cresta, que recordaba las plumas erizadas de un ave, y un cuerpo, fuerte como el acero, cubierto de unos pelos ensortijados. Medía cerca de tres metros y medio y su apariencia general era la de una tortuga alargada o la de un lagarto rechoncho. Por contraste, sus patas, que terminaban en una especie de garra acerada, recordaban las de un águila. Sus nueve cabezas estaban unidas como si fueran un ramo de flores. A juzgar por la fortaleza de sus alas, era capaz de remontarse por los aires con más majestuosidad que un halcón. Emitía, además, un sonido estridente, similar por su potencia al canto de una grulla, que llegaba hasta los mismos límites del Cielo. Sus ojos lanzaban rayos de una luz dorada, que hablaban a las claras del orgullo de aquella criatura alada, única en todo el universo. Horrorizado por su visión, Ba-Chie exclamó:
—¡Jamás había visto nada tan repelente! ¿Qué clase de animal puede formar en su seno una cosa tan asquerosa como ésa?
—Es, en verdad, repugnante —reconoció el Peregrino—, pero eso no le va a librar de los golpes de mi barra.
Dando un salto espectacular, el Gran Sabio se elevó hacia las nubes y lanzó un golpe terrible contra las cabezas de la criatura, que extendió, majestuosa, las alas y se hizo a un lado. Se deslizó a continuación por la ladera de la montaña y, dando un grito terrible, le salió del centro del pecho una cabeza más con una boca tan grande como los calderos que usan los carniceros. Con ella agarró al desprevenido Ba-Chie de las cerdas y se perdió con él en las aguas del Lago de la Ola Verdosa. En cuanto hubo entrado en el palacio del dragón, recobró la forma anterior y, arrojando a Ba-Chie a un rincón, gritó con voz potente:
—¿Se puede saber dónde os habéis metido todos?
Al punto apareció un auténtico enjambre de caballas, carpas y percas, acompañadas de una tortuga, un lagarto marino y otras bestias acuáticas, que respondieron a pleno pulmón:
—¡Aquí estamos, señor!
—Coged a este monje y atadle allí —ordenó el yerno del dragón—. Voy a vengar en él los ultrajes padecidos por los dos capitanes que envié de patrulla.
Los espíritus acuáticos agarraron a Ba-Chie y le metieron en el palacio, como si se tratara de un trofeo. En ese mismo instante apareció el Rey Dragón, que exclamó, complacido:
—Lo que acabas de hacer es digno de la mayor de las recompensas. ¿Cómo has conseguido capturarle?
El monstruo no se ahorró ningún detalle. Con su lengua de bestia le informó de cuanto había sucedido. Satisfecho, el Rey Dragón ordenó preparar un banquete para celebrar tan sonada victoria, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, al ver la facilidad con la que Ba-Chie caía en las garras del monstruo, no pudo por menos de pensar:
—Esa bestia es, realmente, extraordinaria. Debería poner al maestro al tanto de cuanto ha ocurrido, pero me temo que el rey se burle de mí. Lo mejor será que me enfrente de nuevo a ese monstruo. Desgraciadamente en el agua no me defiendo tan bien como aquí fuera. Tendré que transformarme en alguna bestia acuática y tratar de averiguar qué ha sido del Idiota. Tengo que liberarle para poder seguir adelante con este enojoso asunto.
No había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico y al punto se convirtió en un cangrejo. De esa forma, no tuvo reparo en lanzarse a las aguas. No tardó en llegar a la puerta de los tejadillos. Conocía bien el camino, porque había sido allí donde había robado al Rey Toro su cabalgadura de los ojos dorados. Andando siempre de lado, el Peregrino traspuso un espléndido arco y vio al Rey Dragón bebiendo despreocupadamente con el insecto de las nueve cabezas y otros miembros de su familia. El Peregrino no se atrevió a acercarse a ellos. Enfiló uno de los pasillos y no tardó en encontrarse con un grupo de gambas y cangrejos, que también estaban celebrando la victoria. Uniéndose al jolgorio, preguntó, como quien no quiere la cosa:
—¿Ha muerto ya ese monje con el morro alargado que ha capturado el yerno de nuestro señor?
—No, no. Aún no —respondió uno de los espíritus—. Está atado en el pasillo que mira al oeste. ¿No oyes sus gritos?
El Peregrino se arrastró hasta el lugar que le habían indicado, donde, en efecto, vio al Idiota atado a una columna y lamentándose, como si acabaran de arrancarle la piel del cuerpo. Acercándose a él, le preguntó, muy bajito:
—¿Sabes quién soy, Ba-Chie?
—¿Qué podemos hacer? —contestó el Idiota, reconociendo en seguida la voz del Peregrino—. En vez de capturar a esa bestia, me ha atrapado ella a mí.
El Peregrino miró a su alrededor y, al no ver a nadie, le desató a toda prisa con sus pinzas. En cuanto se sintió libre, Ba-Chie volvió a preguntar:
—¿Qué vamos a hacer? Ese monstruo se ha quedado con mi arma.
—¿Sabes dónde la ha guardado? —inquirió el Peregrino.
—Debe de haberla llevado al salón principal del palacio —respondió Ba-Chie.
—Vete a la puerta de los tejadillos y espérame allí —le ordenó el Peregrino.
Temiendo aún por su vida, Ba-Chie se deslizó, sin hacer ruido, hacia el exterior del palacio. El Peregrino, por su parte, se arrastró, una vez más, hasta el salón principal, donde no tardó en descubrir, brillante como una gema, el arma de Ba-Chie. Valiéndose de la magia de la invisibilidad, no le costó trabajo hacerse con ella y corrió, alborozado, hacia la puerta de los tejadillos.
—Toma tu arma y no vuelvas a perderla —dijo a Ba-Chie.
—Creo que lo mejor será que vuelva ahí dentro y mida mis fuerzas con las de ese insecto. Si consigo ganar, capturaré a toda la familia del dragón. Si, por el contrario, mi brazo no despliega toda la potencia de la que es capaz, huiré hacia la orilla del lago, donde tú me estarás esperando con tu barra. No te preocupes por mí —añadió, cuando el Peregrino le aconsejó que no se expusiera demasiado—. Sé defenderme bien en el agua.
Más tranquilo, el Peregrino abandonó el palacio y se dirigió nadando hacia la orilla.
Tras estirarse la túnica de algodón negro y agarrar con las dos manos su preciado rastrillo, Ba-Chie dio un grito y se metió en el palacio, dando mandobles a diestro y siniestro. Los seres acuáticos que hacían la guardia entraron en tropel en el salón principal e informaron a su señor de lo ocurrido, diciendo:
—¡Qué gran desgracia se ha abatido sobre nosotros! Ese monje del morro estirado se ha librado de las cuerdas que le ataban y se ha vuelto contra nosotros.
El dragón, el insecto de las nueve cabezas y los demás miembros de la familia real no se esperaban una noticia como ésa. Abandonaron sin ningún orden la mesa y corrieron a esconderse donde podían. El Idiota no se detenía a mirar si sus víctimas eran jóvenes o entradas ya en años. Golpeaba sin piedad y seguía hacia delante. Así entró en el salón principal, derribando mesas y sillas, haciendo añicos los biombos y convirtiendo en polvo los vasos y platos, Sobre tan espectacular momento disponemos de un poema, que afirma:
La Madera Madre fue capturada por un monstruo acuático, pero el Mono de la Mente no la abandonó a su suerte. Valiéndose de un inteligentísimo truco, la liberó de sus cadenas y le permitió que desatara toda la furia que el cautiverio había ido acumulando en su espíritu. Al verla, el Rey Dragón se quedó mudo de espanto y la princesa y su esposo corrieron a esconderse.
Los arcos y las ventanas del palacio caían, hechos añicos, sobre los comensales, sumiendo a los hijos y a los nietos del dragón en un temor como jamás habían sentido en su vida. Ni los biombos de caparazón de tortuga ni las espléndidas plantas de coral escaparon al afán destructor de Ba-Chie. Su rastrillo arrasaba cuanto encontraba, como si fuera un ciclón. Hasta el mismo insecto de nueve cabezas corrió a refugiarse al interior del palacio. Pero, en cuanto hubo dejado a su esposa en un lugar seguro, recobró la calma y, echando mano de su terrible espada terminada en una media luna, volvió al salón, gritando:
—¿Cómo te atreves a avasallar de esta forma a los míos, cerdo irrespetuoso?
—¿Eres tú el que me lo preguntas, monstruo ladrón? —replicó Ba-Chie con desprecio—. La culpa de esto es exclusivamente tuya. Si no me hubieras capturado, jamás habría levantado la mano contra los tuyos. Entrégame inmediatamente las reliquias sagradas, para que se las lleve al rey, y te prometo que pondré fin a toda esta destrucción. De lo contrario, continuaré dando mandobles, hasta que haya acabado con toda tu familia.
Como era de esperarse, el monstruo no cedió a sus pretensiones. Rechinándole los dientes de rabia, se lanzó contra Ba-Chie. Sólo entonces se atrevió el Rey Dragón a iniciar el contraataque, al frente de sus hijos y nietos, blandiendo su terrible arsenal de cimitarras y lanzas. Al ver que la suerte se volvía en su contra, Ba-Chie se dio media vuelta y huyó a toda prisa, perseguido por los soldados acuáticos. Todos ellos eran excelentes nadadores y no tardaron en alcanzar la superficie del lago, precedidos por un aluvión de burbujas, que alertaron inmediatamente al Peregrino. Al ver aparecer a Ba-Chie, seguido tan de cerca por sus perseguidores, montó en una nube y empezó a golpear las aguas, al tiempo que gritaba, enardecido:
—¡No huyáis, cobardes!
Uno de los golpes alcanzó de lleno la cabeza del dragón, que quedó reducida a una masa informe de carne y huesos rotos. La sangre salpicó hasta el último rincón del lago, tiñéndolo completamente de rojo. Su cuerpo quedó flotando patas arriba en las olas, como si fuera un tronco con escamas. Sus hijos y nietos sintieron cómo las fuerzas los abandonaban y huyeron, despavoridos. Únicamente su yerno, Nueve Cabezas, tuvo la suficiente prestancia de ánimo para recoger el cadáver y regresar con él al palacio. El Peregrino y Ba-Chie no creyeron oportuno correr tras ellos. Se sentaron en la orilla y empezaron a calibrar lo que había ocurrido.
—Estoy convencido de que ese monstruo no querrá seguir peleando —dijo Ba-Chie—. Les he causado un tremendo número de bajas con mi rastrillo. Al principio cada cual se escondió donde pudo pero el insecto recobró en seguida la serenidad y el dragón trató de capturarme. Por eso hube de huir a toda prisa. Ha sido una suerte que hayas acabado con él, porque los funerales y el duelo los tendrán ocupados durante mucho tiempo y no pensarán en volver a coger las armas. ¿Qué podemos hacer mientras tanto? Se está haciendo un poco tarde.
—¿A quién le importa la hora que pueda ser? —replicó el Peregrino—. Deberíamos aprovechar la ocasión y seguir acosándolos. Así recuperaríamos cuanto antes las reliquias sagradas y podríamos regresar a la corte.
Pero el Idiota se sentía un poco cansado y, cediendo a la holgazanería, empezó a dar toda clase de excusas para no seguir adelante con el plan del Peregrino, que terminó diciendo:
—Está bien. Si no quieres seguir luchando, no lo hagas. Sólo te pido que los hagas salir del agua. Ya me encargaré yo de acabar con ellos.
No había terminado de decirlo, cuando vieron una extensa masa de nubes negras desplazarse a lomos de un viento fortísimo en dirección este-sur. Sorprendido, el Peregrino aguzó cuanto pudo la vista y vio que se trataba del Honorable Sabio Er-Lang y los otros seis miembros de la Hermandad de la Montaña de los Ciruelos. Con ellos viajaba una jauría de mastines y una bandada de halcones, así como un nutrido grupo de criados portando en larguísimas pértigas los cuerpos muertos de zorros, ciervos, antílopes y otras piezas de caza. Todos ellos llevaban un arco colgando de la cintura y una espada de afiladísima hoja en la mano.
—Aunque no lo creas —dijo el Peregrino, señalando las cinéticas figuras que se movían a la velocidad del viento—, también yo estoy unido a ellos por un pacto de hermandad. Creo que deberíamos pedirles que nos ayuden a acabar con los monstruos de ahí abajo. No podremos disponer después de una oportunidad como ésta.
—No veo razón alguna para no hacerlo, si de verdad son tus hermanos —contestó Ba-Chie.
—El problema es que el mayor de ellos, el Honorable Sabio Er-Lang, me derrotó en cierta ocasión y no me gustaría mostrarme grosero con él —confesó el Peregrino—. Creo que deberías arrodillarte en el centro del camino de nubes y decir: «¡Deteneos, inmortal! El Gran Sabio, Sosia del Cielo, desea presentaros sus respetos». Estoy seguro de que no se atreverá a seguir adelante. No me será, entonces, difícil convencerle, para que una sus fuerzas a las nuestras.
El Idiota montó a toda prisa en una nube y gritó con voz potente desde la cumbre de la montaña:
—¡Aminorad, por favor, la marcha de vuestros corceles y vuestros carros! El Gran Sabio, Sosia del Cielo, desea veros.
—¿Dónde se encuentra nuestro querido hermano? —preguntó el inmortal, haciendo un gesto a sus acompañantes, para que se detuvieran.
—Os espera en la ladera de esta montaña —respondió Ba-Chie, respetuoso.
—Invitadle a venir aquí —ordenó el inmortal, volviéndose hacia sus seis acompañantes, que respondían a los nombres de Kang, Chang, Yao, Li, Kuo y Chien.
—¡Sun Wu-Kung —gritaron, descendiendo por la montaña—, nuestro hermano mayor desea verte!
El Peregrino corrió hacia ellos y, tras saludarlos con el respeto debido, se dirigió a la cumbre, donde fue acogido por el Honorable Er-Lang con los brazos abiertos.
—He oído decir —añadió tras las consabidas frases de saludo— que se os había levantado el castigo y que habíais aceptado la disciplina budista en la misma Puerta de la Ceniza. Os felicito por vuestra decisión, ya que no me cabe la menor duda de que acabaréis sentándoos sobre un loto.
—Eso espero —contestó el Peregrino—. Son muchas las pruebas de amistad que de vos he recibido y es mi deseo corresponderos de la misma forma en el futuro. Aunque, como acabáis de decir, se me ha levantado el castigo y me encuentro ahora de camino hacia el Oeste, no sé si algún día alcanzaré la perfección suficiente para sentarme sobre un loto. Las dificultades son muchas y constantes los peligros. Si, de hecho, me encuentro ahora aquí, es con el fin de capturar a unos monstruos, que han robado unas reliquias sagradas a los monjes del Reino del Sacrificio. Por pura casualidad os hemos visto pasar y se me ha ocurrido que, quizás, podríais echarnos una mano. Eso si, claro está, no tenéis nada mejor que hacer y os lo permiten vuestras obligaciones.
—Por supuesto que sí —respondió Er-Lang, sonriendo—. Si he salido de caza, ha sido porque estaba un poco aburrido. Es todo un gesto de amistad que hayáis decidido solicitar nuestra colaboración en la empresa que ahora os traéis entre manos. Me halaga que hayáis detenido nuestra carrera. Pero ¿queréis explicarme qué tipo de monstruos habitan en esta comarca?
—Tal vez hayáis olvidado —dijo uno de los sabios que le acompañaban— que ésta es la Montaña de las Rocas Esparcidas y que en ella se encuentra el Lago de la Ola Verdosa, en cuyas aguas mora el Rey Dragón de Todos los Espíritus.
—Que yo sepa —replicó Er-Lang, sorprendido—, ese dragón jamás ha causado el menor problema. ¿Cómo es posible que haya robado las reliquias de un monasterio?
—Lo han hecho entre él y su yerno, un insecto de nueve cabezas —explicó el Peregrino—. Juntos dejaron caer sobre el Reino del Sacrificio una extraña lluvia de sangre y, de esa forma, pudieron hacerse con las cenizas sagradas que se conservaban en la torre del Monasterio de la Luz Dorada. El rey pensó que todo había sido obra de los monjes y los torturó despiadadamente hasta reducirlos a la tercera parte de su número original. Compadecido de su suerte, mi maestro se ofreció a barrer los escalones de la torre. Fue así como conseguí atrapar a dos diablillos que habían salido de patrulla y que al día siguiente hicieron una confesión completa en presencia del rey y de toda su corte. Su majestad nos encargó que capturáramos al resto de los culpables; ése es el motivo que nos trajo hasta aquí. En nuestro primer encuentro con ese monstruo de nueve cabezas casi logramos derrotarle, pero le creció una más justamente en el centro del pecho y consiguió llevarse prisionero a Ba-Chie. Afortunadamente, valiéndome de mis poderes metamórficos, le rescaté antes de que le despellejaran vivo. Eso provocó una nueva escaramuza, en la que el viejo dragón encontró la muerte. Sus súbditos cargaron a toda prisa con su cadáver. Precisamente estábamos discutiendo sobre la conveniencia de proseguir o posponer el ataque, cuando aparecisteis vos y nuestros otros respetables hermanos. La decisión está ahora en vuestras manos.
—Opino que es el mejor momento para atacar —contestó Er-Lang—. Están desorientados y podemos acabar con todos de un plumazo.
—Es posible —reconoció Ba-Chie—, pero se está haciendo demasiado tarde para eso.
—¿Para qué preocuparse de la hora, si, como afirma un estratega, «un ejército no debe dejar pasar la menor oportunidad de victoria»? —replicó Er-Lang.
—Mirándolo bien —dijo el sabio Gang—, no hay por qué apresurarse. Toda la familia de ese insecto se encuentra aquí y no es muy probable que trate de huir. En mi opinión, aprovechando que nuestro hermano Sun y Chu Kang-Lier[2] han decidido enmendar sus yerros y llevar una vida de perfección, deberíamos ofrecerles un banquete de reconciliación. De hecho, hemos traído todo lo necesario para un convite; no nos falta ni el vino ni la comida. Los criados pueden hacer una hoguera y asar una o dos de las piezas que nos hemos cobrado. No se me ocurre modo mejor de pasar la velada. Mañana tenemos tiempo más que suficiente para luchar.
—Como siempre —comentó Er-Lang, complacido—, nuestro hermano tiene razón —y ordenó a los sirvientes que prepararan un banquete.
—Es un honor para nosotros —contestó el Peregrino—, pero no debéis olvidar que ahora somos monjes y que seguimos una estricta dieta vegetariana. Esperamos que eso no os cause muchas molestias.
—En absoluto —respondió Er-Lang—. Hemos traído también toda clase de frutas y de bebidas vegetarianas. Entre los inmortales hay muchos que siguen ese tipo de dieta.
De esa forma, los hermanos brindaron por el cariño que los unía bajo la luz serena de la luna y el parpadeo tímido de las estrellas, teniendo el Cielo por tienda y la Tierra por lecho. Aunque las vigilias pueden ser a veces demasiado largas, aquella noche transcurrió más deprisa de lo que ninguno de ellos hubiera deseado. Pronto empezó a teñirse el oeste de una tímida luz dorada. El vino había despertado la valentía de Ba-Chie, que, poniéndose en seguida de pie, dijo:
—Está a punto de amanecer. Creo que voy a sumergirme en las aguas a retar a ese monstruo.
—No te fíes demasiado de él —le aconsejó Er-Lang—. Hazle salir del agua y nosotros nos encargaremos de lo demás.
—De acuerdo —dijo Ba-Chie, echándose a reír y, estirándose las ropas, cogió el rastrillo y se lanzó al lago, no sin antes recitar un conjuro para lograr la partición de las aguas.
No le costó mucho trabajo llegar a la puerta de los tejadillos. Haciendo caso omiso de lo temprano de la hora, lanzó un grito feroz y se metió en el palacio, repartiendo golpes a diestro y siniestro. El hijo del dragón estaba velando el cadáver de su padre, vestido totalmente de traje y llorando como una plañidera, mientras el yerno y uno de los nietos se encontraban en la parte de atrás preparando el féretro. Sin ningún respeto por el dolor de aquella familia, Ba-Chie entró como una exhalación en la habitación en la que se encontraba el muerto y, sin dejar de proferir insultos, asestó un golpe tremendo al heredero del trono. Al instante brotaron de su cabeza nueve regueros de sangre, tantos como dientes tenía el rastrillo de Ba-Chie. Al verlo, la viuda corrió, aterrada, hacia el interior del palacio, gritando como una loca:
—¡Ese monje del morro alargado acaba de matar a mi hijo!
Al oírlo, el insecto cogió la espada rematada en una media luna y corrió a entablar batalla, seguido del nieto del dragón. Ba-Chie los hizo frente con el rastrillo, pero fue retrocediendo poco a poco, hasta terminar aflorando en la superficie del lago. El Gran Sabio, Sosia del Cielo, y sus siete hermanos se abalanzaron en seguida sobre ellos. El nieto del dragón no tardó en quedar reducido a un montón informe de carne macerada.
Comprendiendo que las cosas iban peor de lo que esperaba, el yerno se dejó caer al suelo y adquirió la forma que le era habitual. Extendió a continuación las alas y se elevó hacia lo alto. Er-Lang sacó su cuenco de oro, cogió una pequeña bolita de plata y la lanzó contra el insecto, que se volvió, rabioso, contra él, dispuesto a propinarle un tremendo mordisco. Justamente cuando empezaba a salirle la cabeza en el centro del pecho, el pequeño mastín de Er-Lang dio un acrobático salto y se la arrancó de una dentellada. Ciego de dolor, el monstruo voló hacia los mares del norte. Ba-Chie se dispuso a seguirle, pero le retuvo el Peregrino, diciendo:
—Es mejor que le dejemos tranquilo. Como muy bien aconseja el proverbio, «no debe perseguirse al fugitivo desesperado». No creo que viva mucho tiempo sin la cabeza que acaba de arrancarle el mastín. Tomaré su figura y me abriré camino por las aguas. Tú persígueme hasta el palacio. No me costará mucho arrancar a la princesa el tesoro que hemos venido a buscar.
—Estoy de acuerdo en que le dejemos tranquilo —dijo Er-Lang—. Pero me temo que, si siguen existiendo criaturas como ésa, la gente puede sufrir muchísimo por su causa.
Sus palabras no pudieron ser más acertadas. Hasta el día de hoy puede verse en ciertos lugares un insecto de nueve cabezas, que lanza chorros de sangre y que es el heredero directo del monstruo, cuya suerte acabamos de relatar[3]. El Peregrino, mientras tanto, abrió un sendero por las aguas y Ba-Chie se lanzó tras él, gritando como un loco y lanzando denuestos. A la puerta misma del palacio les salió al encuentro la Princesa de Todos los Espíritus, que preguntó, preocupada, a su falso marido:
—¿Por qué estáis tan alterado?
—Ese Ba-Chie acaba de derrotarme y me viene persiguiendo —contestó el Peregrino—. Estoy al límite de mis fuerzas y no podré resistirle mucho más. Vete a esconder rápidamente los tesoros.
La princesa fue incapaz de distinguir lo auténtico de lo falso. Terriblemente alterada corrió hacia el interior del palacio, de donde regresó con una caja de oro, que entregó al Peregrino, diciendo:
—Éstas son las cenizas budistas —acto seguido sacó otra caja de jade blanco y añadió—: Aquí está el agárico de nueve hojas. Es mejor que los guardes tú. Mientras lo haces, trataré de detener como sea la carrera victoriosa de Ba-Chie. No te retrases mucho. Estoy convencida de que, si luchamos codo con codo, lograremos derrotarle.
En cuanto tuvo las cajas en su poder, el Peregrino se pasó la mano por el rostro y, recobrando la forma que le era habitual, dijo en tono burlón:
—¿Estáis segura de que soy vuestro marido?
Dando un grito de sorpresa, la princesa trató de recuperar las cajas, pero en ese mismo instante Ba-Chie irrumpió en la escena y le asestó un terrible golpe en el hombro, que la hizo rodar por el suelo como una manzana podrida. Sólo quedaba viva la esposa del Rey Dragón. Al enterarse de lo ocurrido, intentó huir por una ventana, pero no pudo escapar de las garras de Ba-Chie, que se dispuso a acabar en seguida con ella. El Peregrino le detuvo el brazo, diciendo:
—Espera un momento. Es mejor que no la mates. La llevaremos a la capital, para que todo el mundo vea lo que hemos sido capaces de hacer.
Sin ninguna consideración Ba-Chie la agarró de los pelos y la arrastró hasta la superficie del lago, seguido del Peregrino con las dos cajas.
—No sé cómo agradeceros cuanto habéis hecho por nosotros —dijo a Er-Lang, en cuanto hubieron llegado a la orilla—. No sólo hemos recuperado las reliquias, sino que hemos acabado con todos los monstruos.
—No seáis tan humilde —replicó Er-Lang—. ¿Qué hemos hecho nosotros, en definitiva? Todo ha sido obra vuestra. Si no hubierais acabado con el rey y no hubierais hecho uso de vuestros poderes metamórficos, aún estaríamos peleando.
—Puesto que nuestro hermano ha obtenido una resonante victoria —añadieron los inmortales que le acompañaban—, aquí ya no hacemos nada.
El Peregrino no se cansaba de darles las gracias. Le hubiera gustado que le acompañaran a ver al rey, pero comprendió que no podía exigirles tanto. Los sabios prosiguieron, pues, su camino hacia el Río de las Libaciones, mientras ellos cogían las cajas de los tesoros y se elevaban hacia lo alto. Ba-Chie no soltó en ningún momento a la viuda del dragón. Montados en una nube, no tardaron en avistar el Reino del Sacrificio. Desde el momento mismo de su liberación, los monjes del Monasterio de la Luz Dorada esperaban impacientes su regreso, apostados a las afueras de la ciudad. Al verlos bajar de la nube, corrieron a su encuentro con grandes muestras de júbilo y los acompañaron al interior de la capital. El monje Tang se encontraba en aquellos momentos conversando con el rey. Armándose de valor, uno de los miembros de la comunidad del monasterio corrió a informar a su majestad de lo ocurrido, diciendo:
—Acaban de regresar los Honorables Sun y Chu con las reliquias y uno de los ladrones.
El rey abandonó a toda prisa el salón del trono, seguido de Tripitaka y el Bonzo Sha. Juntos corrieron a dar la bienvenida a los recién llegados, a los que alabaron por la hazaña realizada. En agradecimiento, el rey ordenó que se les diera un espléndido banquete.
—Opino, majestad —dijo Tripitaka con la humildad que le caracterizaba—, que, antes de sentarnos a la mesa, deberíamos llevar las cenizas sagradas al lugar que les corresponde. Abandonasteis la ciudad ayer mismo —añadió, dirigiéndose hacia sus discípulos—. ¿Cómo es que no habéis vuelto hasta hoy?
El Peregrino le relató, entonces, cómo se habían enfrentado al Rey Dragón y a su yerno, cómo se habían encontrado con el grupo de inmortales, cómo habían conseguido derrotar a los monstruos y cómo se habían hecho, finalmente, con las reliquias. Al oír la gesta que habían realizado en tan poco tiempo, Tripitaka, el rey y los funcionarios, tanto civiles como militares, se quedaron mudos de asombro.
—¿Conoce la viuda del dragón nuestra lengua? —preguntó después el rey.
—¿Cómo no va a conocerla, si ella misma es una reina, que ha dado a luz a infinidad de herederos? —contestó Ba-Chie.
—En ese caso —concluyó el rey—, que nos cuente cómo se llevó a cabo el robo de nuestros preciados tesoros.
—Yo no sé absolutamente nada de eso —respondió la viuda con dignidad—. Tan reprobable acción fue planeada y llevada a cabo por mi difunto marido y nuestro yerno, Nueve Cabezas. Parece ser que, en cuanto tuvieron conocimiento de que en la torre de uno de vuestros monasterios existía una reliquia budista capaz de emitir una luz cegadora, dejaron caer sobre él, hace aproximadamente tres años, una lluvia de sangre y se apoderaron de tan valiosas cenizas.
—¿Cómo se perpetró el robo de la planta de agárico? —volvió a preguntar el rey.
—Eso —respondió la viuda con la misma entereza— fue obra de mi hija, la Princesa de Todos los Espíritus, que se escabulló, sin ser vista en los Cielos y arrancó la mata de agárico de nueve hojas, que la misma Wang-Mu-Niang-Niang había plantado justamente enfrente del Salón de la Niebla Divina. Lo hizo, para que las cenizas sagradas se conservaran intactas y no dejaran de emitir su luz durante más de mil años. Si se la agita un poquito, la misma planta es capaz de lanzar miles de rayos de colores más brillantes que el mismo sol. Ahora esos tesoros están en vuestro poder y, por su culpa, han perdido la vida mi esposo, mis hijos y mi yerno. Apiadaos, pues, de mí y concededme la gracia de continuar viviendo.
—¡De ninguna de las maneras! —exclamó Ba-Chie en seguida.
—La culpa no puede extenderse a toda una familia —sentenció el Peregrino—. Te perdonaremos la vida con una condición: que aceptes de buen grado convertirte en la guardiana del monasterio.
—Ni siquiera una buena muerte es comparable con una existencia desgraciada —replicó la viuda—. Si no me matáis, me comprometo hacer lo que sea.
El Peregrino pidió una cadena de hierro y se dispuso a pasársela a la viuda por el esternón. Antes de hacerlo, sin embargo, se volvió hacia el Bonzo Sha y le dijo:
—Comunica al rey que vaya al monasterio a presenciar de qué forma pensamos proteger el tesoro que allí siempre se ha guardado.
La litera real no tardó en abandonar la corte, portando en su interior al señor de la ciudad y al propio Tripitaka, al que en ningún momento dejaba de la mano. Todos los funcionarios, tanto civiles como militares, se hallaban ya presentes en el Monasterio de la Luz Dorada. Las reliquias sagradas fueron colocadas en una hornacina a la altura del decimotercer rellano. La viuda del dragón, por su parte, fue encadenada a una columna que había justamente en el centro. El Peregrino recitó un conjuro mágico y al punto se presentaron ante él el espíritu de la ciudad y el protector del monasterio, a los que encargó que le dieran de comer cada tres días y la vigilaran constantemente. Caso de no hacerlo, serían ejecutados sin ninguna contemplación. Los dioses asintieron en silencio.
El Peregrino tomó, entonces, la planta de agárico y barrió con ella todos los escalones que separaban el primero del decimotercer rellano, antes de colocarla con cuidado junto a la urna de las reliquias. De esta forma, se logró dar marcha atrás al tiempo y de nuevo volvió a rodear el monasterio un aura tan luminosa, que todos los reinos bárbaros de la comarca percibieron al instante su resplandor. Al salir, el rey dijo, entre agradecido y avergonzado:
—Si no hubierais pasado por nuestro reino, jamás habríamos descubierto lo que realmente sucedió.
—Opino, majestad —contestó el Peregrino, quitando importancia a su confesión—, que el nombre de Luz Dorada no cuadra bien con la importancia de este monasterio. Al fin y al cabo, el oro es una substancia muy voluble y la luz posee una estabilidad tal, que hasta el aire la hace vibrar. Puesto que habéis recobrado su preciado tesoro gracias a nosotros, nos permitimos sugeriros que de ahora en adelante lo llaméis el Monasterio del Dragón Derrotado. Os doy mi palabra de que ese nombre durará para siempre y su fama llegará hasta el último rincón del mundo.
El rey ordenó que así se hiciera. Los canteros reales labraron una placa en la que podía leerse: «Monasterio del Dragón Derrotado. Construido por expreso deseo de su majestad». Tras colgarlo de la puerta principal, dio comienzo un espléndido banquete de agradecimiento, que duró hasta bien entrada la noche. Antes de proseguir el viaje, el rey encargó el retrato de los cuatro peregrinos e hizo inscribir sus nombres en la Torre de los Cinco Fénix. No contento con eso, salió a despedirlos a las afueras de la ciudad.
Igualmente, les ofreció, como recompensa, grandes cantidades de jade y oro, que rechazaron con la debida cortesía. Para ellos era suficiente que los monstruos hubieran sido exterminados y se hubiera hecho justicia. ¿Qué mayor premio que ver brillar el aura que rodeaba el monasterio y sentir que la luz se había extendido por toda la tierra?
No sabemos, de momento, qué peligros los acechaban en el camino que aún les quedaba por recorrer. El que desee descubrirlos tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
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nicteh · 5 months
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Viaje al oeste
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El maestro borracho 1978
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Superman 1978
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Alíen 1979
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Terminator 1984/1991
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King Kong 1933
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Jurassic park 1993
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Viaje al Oeste | Journey to the West
Ok, oficialmente este será el primer libro que voy a publicar en este lugar
Con más de 2.8k páginas, este libro cuenta la historia de Tripitaka, un monje huérfano que con ayuda de Sun Wukong, Sha Wujing,Zhu Bajie y Ao Lie van a buscar las sagradas escrituras en la India. Hay que ser sinceros, este libro tiene el formato de "aventura semanal" pero ¡es genial!
Les animo a leerlo, es divertido y realmente me ha gustado hasta el momento.
Géneros: Novela, Literatura fantástica, Alta fantasía
Idioma: Español
Formato: EPUB
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¡Si hay algún link caído por favor avisar!
<<<<<DESCARGAR AQUÍ>>>>>
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nicolotakulamera · 2 years
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Chapters: 9/? Fandom: Xi You Ji | Journey to the West - Wu Cheng'en, 新神榜:哪吒重生 | Nezha Reborn (2021) Rating: General Audiences Warnings: Graphic Depictions Of Violence, Rape/Non-Con Relationships: Sun Wukong | Monkey King & Original Character(s), Sun Wukong | Monkey King/Tang Sanzang | Tripitaka, Everyone & Original Character(s), Sun Wukong | Monkey King/Original Character(s) Characters: Sun Wukong | Monkey King, Bai Long Ma | White Dragon Horse, Guanyin | Goddess of Mercy, Nezha | Third Lotus Prince, Yang Jian | Erlang Shen, Zhu Bajie | Eight-Precepts Pig, Original Characters, Original Trans Character(s), Tang Sanzang | Tripitaka Additional Tags: Funny, Family Dynamics, Nonsense, Cameos, Family Fluff, Bad Jokes, Living Together, Alternate Universe, Non-Consensual Touching, Dubious Consent, Size Difference, Oh My God, oh boy Series: Part 4 of love is a road full of blood Summary:
algunas tonterías que escribo que me ayudan a escribir cuando me trabo o comentarios chistosos que compartimos con unas personas
no es canon para la historia
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eddy25960 · 5 months
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RUTH MILLER KEMPSTER (1904–1978)
"Working Stiff" (c. 1934)
Crocker Art Museum, Sacramento.
Ruth Blanchard Miller Kempster, según la evidencia de muchas de sus pinturas, se puede ver que sentía empatía por las preocupaciones sociales de su época. En "Working Stiff", la tragedia es el desempleo. Las manos de su sujeto llevan gran parte del mensaje: fuerza desperdiciada, vacío y desesperanza.
La calidad de la imagen recuerda algo que Ruth escribió en una carta a su casa durante un viaje a Perú: “A menudo me he preguntado por qué lo humilde siempre atrae al artista. . . No hay una nota superflua por ninguna parte. . . El efecto es hermoso”. Una vez le aconsejó a un joven pariente que, para ver un nuevo país, “debía mirar a los ojos a las personas que vivían allí, no como un turista, sino como un participante”; dijo que eso era lo que hacía cuando pintaba.
Poco después de la guerra, Ruth y Henry hicieron un extraordinario viaje en automóvil, conduciendo una camioneta Ford a través de México, Centro y Sudamérica, hasta partes remotas de Perú y finalmente hasta Chile. Desde el comienzo de su carrera, disfrutó trabajando en grabado y litografía, y produjo algunas imágenes maravillosas, particularmente sobre temas encontrados en el desierto o en sus frecuentes viajes a México.
Durante veinticinco años, Ruth pintó de manera constante, presentando trabajos regularmente a exposiciones con y sin jurado en el sur de California y anualmente en la Feria Estatal de California en Sacramento. Ganó muchos otros premios y fue mencionada en las columnas de arte de numerosos periódicos. Fue miembro del California Art Club y de la Sociedad de Artistas y Pintoras del Oeste de Pasadena.
Fuente:
Emerging from the Shadows: A Survey of Women Artists Working in California, 1860-1960, Maurine St. Gaudens, Editora, 2016
https://www.askart.com/artist/Ruth_Blanchard_Miller/120780/Ruth_Blanchard_Miller.aspx
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reverieact · 2 months
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* MISION #011: Every breath you take, they'll be watching you...
LOCACIÓN: Cayo Castaway. FECHA: 29 de junio al 3 de agosto de 2024. ¿tienes alguna duda? VISITA EL CALENDARIO (ON ROL).
Después de una semana navegando por las aguas cristalinas del Mediterráneo, el crucero de Disney finalmente ancla en un paraíso mediterráneo: Cayo Castaway. El sol brilla intensamente, reflejándose en las aguas turquesas que rodean la isla privada, creando destellos de luz que parecen bailar sobre las olas. A tu alrededor, los demás estudiantes de la academia, vestidos con ropa ligera y cómoda, se preparan para desembarcar, emocionados algunos días donde no haya trabajo y misiones en las cuales pensar.
El aire está impregnado del aroma salado del mar y el sonido de las olas rompiendo suavemente contra la orilla se mezcla con el bullicio de los pájaros exóticos que habitan la isla. Las palmeras se mecen lentamente bajo la suave brisa, ofreciendo una bienvenida cálida. A medida que alcanzas la playa, descubres un grupo de profesores esperándote para darte la bienvenida. Crystal, Seoyeon, Samuel y Piers, están reunidos bajo una pérgola de madera adornada con flores.
—Bienvenidos a Cayo Castaway, aspirantes —exclama Crystal, sin rodeos, con su habitual seriedad y enfoque directo.—. Por los próximos cinco días, esta isla será el escenario de las próximas pruebas de habilidades físicas y mentales.
Seoyeon, siempre meticulosa y cuidadosa al hablar, toma la palabra a continuación. Sus ojos brillan mientras mira a los estudiantes.
—Para esta ocasión, nos dividiremos en dos únicos grupos. Las mujeres, serán coordinadas por la profesora Somsri y yo,—explica con delicadeza—. Mientras que los hombres, se encontrarán en las manos de los profesores Jeong y Campbell. Aunque los detalles se les brindará a lo largo del día, les prometemos que habrán evaluaciones para todes, independientemente de sus fortalezas.
—Es por eso que consideramos que este entrenamiento no sólo es una prueba de sus habilidades, sino también una oportunidad aprender cómo poner en práctica nuestras fortalezas para beneficiar a nuestros grupos,—dice Samuel, con su voz grave y poco seria—. En otras palabras: trabajo en equipo.
Finalmente, Piers, con una sonrisa sarcástica, cierra la bienvenida con su estilo jocoso.
—Disfruten de la belleza de este lugar y de la compañía de sus compañeros —dice con un guiño—. Sabemos que están aquí porque tienen el potencial para ser grandes detectives. Como diría mi estimado Samuel, un buen detective debe estar preparado para todo… menos para el movimiento del barco, claro, —con una carcajada franca se aparta algunos pasos de Samuel, quien muestra una sonrisa tensa y agotada.
No era secreto para nadie que el viaje en crucero le había obligado a ausentarse algunos días, se rumoreaba que a causa de mareos recurrentes.
—Como decíamos, —retoma Crystal, carraspeando con fuerza, mientras Seoyeon niega suavemente con la cabeza a su lado.— Acompáñennos. Todavía es temprano y no podemos desperdiciar tiempo.
Sin más les dio la espalda, esperando ser acompañada por todes, y desplazándose hacia un camino surcado por vegetación y palmeras altas. Desafortunadamente para algunos, todo aparentaba que no podían bajar la guardia todavía... Pero estaban en todo un paraíso en tierra, ¿qué tan fuertes podían ser las evaluaciones en un lugar así?
OOC.
¡Bienvenides sean a Cayo Castaway!
Antes de la última parada del crucero, fueron invitades a subirse a un barco más pequeño, y que también podría aumentar un poco el mareo de les aspirantes y profesores, para comenzar su camino al nuevo punto de la misión.
En la isla, se alojarán en el prestigioso Cayo Castaway Resort, que se divide en dos grandes áreas gemelas: la este y la oeste. Mientras que los chicos se alojarán en el este, las chicas utilizarán el área oeste. ¿Por qué esta separación? Nuevamente nos enfrentaremos a la guerra de géneros.
Los profesores quieren su revancha, están molestos después de los últimos resultados en Finlandia. Por lo tanto, también por fines tácticos, no se pueden sorprender hombres en el área de las mujeres ni viceversa, sólo podrán encontrarse en espacios comunes, que precisaremos en las locaciones para rolear.
Además, no sólo deberán hacerse cargo de armar una estrategia de ataque, también deberán aprender a subsistir, incluso en medio del lujo. ¡Estas no son vacaciones! Actualmente, el resort está completamente vacío, por temporada los trabajadores se encuentran de vacaciones. Así que deberán hacerse cargo de la limpieza y la cocina como equipo, ¡esperamos que sepan repartirse estas tareas! Habilitaremos dos grupos de Discord, uno para chicos y otro para chicas, donde podrán organizarse para enfrentar la dinámica.
La misión esta vez constará de dos partes: una de lógica/estratégica y otra física. Durante los siguientes días, daremos una narración del campo de batalla, 10 personas por equipo deberán responder un formulario referente a la información que les entregaremos. El promedio que obtengan, constará del 50% de la nota final.
Por otra parte, la dinámica física será a través de dados por Discord, donde 10 aspirantes deberán usar sus habilidades motrices para enfrentarse en una guerra de pintura (Paintball). El puntaje que obtengan corresponderá al 50% restante del puntaje total.
Por esta vez, y debido a su desempeño, absolutamente todes tienen las mismas comodidades respecto a sus habitaciones. Una habitación amplia individual con vista a la piscina del Resort.
Podrán ambientar sus interacciones en alguna de las siguientes localidades.
Piscina: Pueden relajarse en una de las reposeras del Resort, también compartir algún trago del bar libre habilitado (¡qué no te descubran los profesores pasade de copas!). Podrán nadar, descansar, compartir alguna comida en una zona común lejos del bullicio que son las habitaciones. Cuidado con el sol, dicen que está pegando más fuerte que nunca últimamente, ¡a echarse protector antes de sumergirse en el hermoso paisaje! Es bueno, en ocasiones, mezclar un poco de trabajo con placer.
Laguna artificial: Durante la mañana, la tarde o la noche, dicen que las caminatas por la laguna artificial son simplemente maravillosas. Se escuchan los pájaros nativos cantar a todo pulmón, el sonido del viento contra las palmeras y el correr del agua entre las rocas y las dos cascadas artificiales que armaron a los costados. La naturaleza también puede ser imitada, esta laguna logró hacerlo a la perfección.
Playa: ¡No hay nada como la arena y las cálidas aguas! ¿No es así? Tendrán a su disposición algunos artículos con los que podrán disfrutar de su estadía, una heladería de la que pueden sacar lo que se les plazca, ¡no olviden dejar nuevamente todo en su lugar! Si prefieren relajarse con una vista maravillosa, hay reposeras repartidas por todos lados, pero no olviden echarse bloqueador.
Multi canchas: Hay cuatro multi canchas habilitadas para su uso, una de baloncesto, una de tenis y dos de fútbol (una abierta y otra cerrada). La cancha de fútbol abierta será utilizada para probar los instrumentos de Paintball, así pueden ir soltando la mano antes del enfrentamiento final. A su disposición tendrán todo lo que necesitan para jugar algún partido amistoso (de fútbol, tenis o baloncesto) o para practicar un poco su puntería. No olviden avisarle a los profesores cuando se acaben las bolas de pintura.
Mirador: Sólo deberán caminar algunos kilómetros para encontrarse con un mirador insertado en medio de la naturaleza. Al otro lado de la isla, donde quizás les toque enfrentarse entre equipos, podrán ver cómo las olas rompen contra algún roquerío o el mar avanza sobre la arena a sus pies. Pueden bajar a tocarla, mirarla desde lo alto o continuar su paseo.
Zona de deportes acuáticos: A un lado del mirador, se encuentra la zona de deportes acuáticos, donde podrán sacar motos acuáticas para disfrutar de un paseo por el mar. Pueden rodear la isla si lo quieren, hasta llegar a la zona de residencia, no olviden regresarla al día siguiente a su lugar. ¿Qué mejor para conocer el campo de batalla que mirándolo con tus propios ojos? Aunque sea desde fuera.
TIPO DE STARTERS: Starters abiertos.  CÓDIGO DE VESTIMENTA: Ropa veraniega. DURACIÓN DE LA ACTIVIDAD: 10 días, finalización 5 de agosto.
Durante esta actividad tendrán la posibilidad de abrir dos (2) starters privados, para hacerlo deben tener al menos seis threads activos. Además, podrán rolear dos (2) flashback de quererlo.
¡Les invitamos a compartir Las vestimentas de sus personajes y todas las ediciones que deseen! Además, recuerden mantener sus asks con los anónimos desactivados, para evitar situaciones desagradables.
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teddycicada · 3 months
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Wukong y Tripitaka pasan tiempo juntos despues de haber concluido el viaje al Oeste
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hisamhereh · 2 years
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Oh yeah... totally normal when it comes to new born stone monkeys, right?
I'm currently reading Journey to the west and I've been doing some memes and animatics when I find some iconic moments, so this is the first one I did!
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Bandita de tumblr, ando leyendo El viaje al oeste y haciendo memes y animatics cada que encuentro un momento iconico, este es el primerito que hice :DD Voy poco a poco a subir los que ya hice y los que vaya haciendo conforme avance ;D
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neuroconflictos · 7 months
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Acorazado.
Una noche volvería y no sería sorpresa para mí, conocía mis debilidades, sabía que caería en tu cacería y no opondría resistencia alguna. Sabés muy bien que no rechazo un beso, sea tuyo o de alguien más, sabés también que si reclamás no hay romana que pueda pesar quien ha pecado más.
Conozco que albergaré un momento tuyo en algún almacén de mi pecho, reconozco saber que conocés este vacío guardado para vos. Quiero pensar que esa noche será realidad, quizá digo noche porque algo de mí sabe que esta obscuridad no me ofende, así podré perderme en la luz del sonido de tu voz cuando te vea pasar al lado de quien tendría que ser yo.
A veces te suspiro, ya no lloro, ocasionalmente siento que nuestra historia podría tener un buen giro, eso me lo repito como un loro. Sin embargo, la casa construida con nuestros sueños ya tiene letrero de embargo, la dejé de garantía para empezar un viaje al antiguo oeste, quizá este me dé la valentía para separarme de mis tesoros rupestres, dejé nuestra canción favorita sobre la mesa si regresás y soportás esperar. Traeré un caballo negro que parezca acorazado, si la casa sigue vacía me iré montado en todo lo negro que habré superado.
-Ema.
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quitealotofsodapop · 1 year
Note
una vez leí que en viaje al oeste SWK tiene problemas de vista por el horno de tiagramas por las cenizas que le entraron en los ojos, como que necesita lentes como Tang ¿Que piensas de eso?
translated via Google:
"I once read that on a trip to the west SWK has vision problems due to the tiagram furnace due to the ashes that got into his eyes, he needs glasses like Tang. What do you think about that?"
It's a really cool concept!
One of my favorite au fics is called "Molten Iris" on ao3 (link here!), and it deals with SWK sight being permanently damaged by the Furnace, and how he might interact with the world around him because of it.
One of the aspects of Sun Wukong in the book is how "true" fire damages him; in the Furnace, by Red Boy, and briefly in Chapter 75 when he's trapped in the "Yin-Yang Twin-Energy Vase" by the Roc King/Peng. The last instance made him panic so badly that he pulled out a lifeline (magic hairs) Guanyin gave him at the start of the journey in order to escape.
Theres also a scene in "Journey to the West" where Monkey is blinded by the smoke made by Red Boy.
I like the idea of Wukong being fairly short-sighted, and the Gold Vision helps him find things without squinting too badly. I feel like his pride is the main obstacle for him to get glasses, makes him feel "damaged/mortal".
In the AU; since Wukong is living as a mortal, he actually gets a pair of glasses to help him read better (and cus of Mac's nagging). He was just goofing around one day with Tang and tried on the scholar's glasses, only to notice;
SWK, trying on Tang's glasses: "Uh... How am I seeing better with these? Pigsy made it sound like you were using a fish eye lens." Tang, realising: "...I'll give you the number of my optemertrist." SWK: "Is that some kinda wizard?"
Macaque ends up laughing the first time he sees Wukong wearing glasses, joking that his sight has started failing cus of age. Later he admits that he honestly didn't know Wukong's sight was truly that damaged from the Furnace. Wukong says no big deal, and makes a comment about being able to look at Mac more clearly now. Both monkeys are blushing messes by the end of the conversation.
Macaque makes a point of kissing Wukong's eyelids as a gesture of affection.
It also adds to Wukong's look as a "normal monkey demon dad" compared to the buff juggernaut he once was.
Compare: How the legends make Sun Wukong the Monkey King sound (Smite SWK) VS What he looks like to MK in the au (Hank Hill).
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In the extended "Wukongverse"; the other SWKs likely have similar eyesight problems. The only ones who don't are Cherry/Netflix!SWK, and Shihou/Meihouwang!SWK since they were never trapped in the Furnace - though it would be funny if they still needed reading glasses.
Fun Monkey Fact! The imagery of SWK having "Fiery Eyes and Golden Pupils" comes from real life macaque monkeys, where during mating season; the skin around their eyes becomes red making their irises appear golden.
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tejonmelero · 2 years
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Mi amor es un héroe inigualable. Un día, él montará una nube mágica de siete colores para recogerme.
El hada Zixia nunca recibió el tesoro místico, pero encontró a su 'héroe imcomparable'.
Viaje al Oeste.
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arteriaemchamas · 10 hours
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Viaje al Oeste
CAPÍTULO LXII
PARA DESPRENDERSE DE TODA INMUNDICIA Y CONSEGUIR UNA MENTE TOTALMENTE LIMPIA, ES NECESARIO BARRER UNA PAGODA. PARA ALCANZAR LA PERFECCIÓN, HAY QUE DOMINAR A LOS DEMONIOS Y VOLVERSE HACIA EL SEÑOR.
Ni de día ni de noche[1] debes olvidarte de cosechar el bien; tenlo siempre presente las doce horas del día[2]. No dejes que se te seque el agua sagrada ni permitas que el fuego te acose a lo largo de las ciento ochenta mil marcas[3] que miden el transcurso de cinco años. Cuando se mezclan el agua y el fuego, surge la abundancia y las Cinco Fases se funden como si estuvieran encadenadas. El yin y el yang se encuentran, entonces, en equilibrio y puede ascenderse a la Torre de Nubes, o alcanzar los Cielos a lomos de un fénix, o llegar hasta Ying-Chou montado en una garza.
El título de este poema «tsu» del que nos hemos servido para describir la situación en la que ahora se encontraba Tripitaka y sus discípulos es El Inmortal junto al Río. Todos ellos habían alcanzado ese estado de perfección en el que el agua y el fuego se encuentran en un equilibrio perfecto. De ahí que sus espíritus experimentaran la frescura y la pureza absolutas. Una vez que consiguieron hacerse con el abanico del inmaculado yin y apagaron con él las llamas de aquella inmensa montaña, lograron recorrer en un solo día la distancia de mil quinientos kilómetros. Eso hizo que prosiguieran el viaje con el corazón limpio de toda preocupación. El otoño estaba a punto de concluir y el invierno había empezado a dar muestras de su inminente llegada. Los crisantemos se habían secado y caían, como copos de nieve, a los pies de los ciruelos, que mostraban, orgullosos, el dulzor de sus tardíos frutos. En todos los pueblos se recogían las últimas cosechas y se almacenaba el grano para el invierno. Los bosques se iban despojando poco a poco de hojas, permitiendo la visión directa de las colinas que se alzaban tras ellos. Al amanecer la superficie de los arroyos aparecía cubierta de una capa de hielo, que se hacía más gruesa con el paso de los días. Hacía mucho tiempo que los insectos habían dejado de afanarse, arrastrados por la creciente inclemencia de los vientos. El yin iba transformándose, poco a poco, en yang y ya estaba dispuesto a sentarse en su trono el espíritu Yüan-Ming, el señor del primer mes del invierno[4]. En esa estación se apaga el aura de la Tierra, renace la del Cielo, los arcos iris se esconden y el hielo se va formando lentamente en la superficie de los estanques y lagos. No en balde es el tiempo de las aguas, aunque los días sean grises y el color desaparezca de todos los paisajes.
Una vez que los arces han perdido su tinte rojizo, sólo los bambúes y pinos son capaces de hacer frente al frío, acentuando el verdor de sus hojas. Los viajeros lo fueron comprobando a lo largo de muchos días de camino. Tras recorrer un larguísimo trecho, se toparon con una ciudad fortificada. El monje Tang tiró de las riendas del caballo y, volviéndose hacia Wu-Kung, exclamó:
—¿Ves aquellos edificios de allí? ¿Qué clase de lugar crees que es?
El Peregrino levantó la cabeza y vio que se trataba de una ciudad protegida por un profundo foso. Vista desde aquella distancia, daba la impresión de ser un dragón enroscado o un tigre dispuesto a saltar sobre su presa. Por doquier se veían doseles de brillantes colores. Los puentes que salvaban el profundo foso que la rodeaba estaban adornados con figuras de animales de jade. A juzgar por los pedestales que sostenían las estatuas de sus miembros más destacados, debía de tratarse de una ciudad extremadamente rica, porque eran de oro. Por ése y otros muchos detalles, recordaba la propia capital de China o una de las muchas ciudades del Cielo. Lo que nadie podía negar era que se trataba del centro de un próspero imperio, cuyos dominios se extendían más allá de veinte mil kilómetros y cuya duración superaba los mil años. Con toda seguridad, los bárbaros pagarían tributos a su rey y cada día llegarían a su corte emisarios de las islas y tierras lejanas cargados de exóticos regalos. No cabía duda de que su soberano seguía fielmente el camino de la virtud. Se apreciaba su prosperidad en las melodiosas canciones que fluían de las cantinas y en la alegría que inundaba todas las calles y plazas. El palacio real, espléndido como el de Wei-Yang[5], estaba rodeado por una franja de árboles tan majestuosos, que se tenía la impresión de que los fénix saludarían la llegada de un nuevo día escondidos entre sus copas.
—Esa ciudad por fuerza tiene que ser el lugar de residencia de algún rey —concluyó el Peregrino, después de estudiarla con detenimiento.
—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad? —objetó Ba-Chie, soltando la carcajada—. El mundo está lleno de ciudades que pertenecen a una prefectura o forman parte de un simple distrito.
—Sí, pero aquellas en las que habita un rey son totalmente distintas de las que acabas de mencionar —replicó el Peregrino—. No tienes más que mirar las puertas que hay en esa ciudad. Su número es superior a una decena. Además su perímetro sobrepasa los doscientos kilómetros y sus edificios son tan altos que aparecen siempre cubiertos de nubes. Si no es ésta la capital de algún reino, ¿a qué se debe que ofrezca un aspecto tan distinguido?
—Todos sabemos que posees una visión francamente extraordinaria —concluyó el Bonzo Sha—, así que, si dices que se trata de la capital de un reino, ninguno de nosotros lo pondremos en duda. ¿Has conseguido averiguar cómo se llama?
—¿Cómo voy a averiguarlo, si no se ven por ninguna parte estandartes ni placas? —contestó el Peregrino—. Creo que, si queremos saberlo, tendremos que entrar en ella.
El maestro espoleó al caballo y no tardó en llegar a una de las puertas. Pasó a pie el puente que salvaba el foso y se adentró en las calles de la ciudad. Sus tres mercados y sus seis bulevares bullían de animación, pero lo más sorprendente era que todos sus habitantes vestían de tal forma que parecían nobles. Cuando más admirados estaban de tanta prosperidad, vieron a un grupo de monjes mendigando de puerta en puerta. Su aspecto no podía ser más harapiento. Al verlos, Tripitaka suspiró con pena y dijo:
—Cuando muere la liebre, el zorro se echa a llorar, porque todos los seres lamentan la desaparición de los de su especie. Acércate a ellos y pregúntales por qué llevan una vida tan miserable —pidió después a Wu-Kung.
—¡Eh, monjes! —gritó el Peregrino, dándose cuenta de que llevaban la cabeza metida en un cepo, como si fueran vulgares malhechores—. ¿A qué monasterio pertenecéis y por qué portáis sobre vuestros hombros el símbolo de la vergüenza?
—Somos miembros del Monasterio de la Luz Dorada —respondieron los monjes, postrándose de hinojos— y hemos sido castigados injustamente.
—¿Dónde se encuentra ese monasterio que decís? —volvió a preguntar el Peregrino.
—A la vuelta de la esquina —contestó uno de los monjes.
El Peregrino los llevó en seguida ante el monje Tang, que les preguntó, en cuanto hubo escuchado las explicaciones de su discípulo:
—¿Qué queréis decir con eso de que habéis sido castigados injustamente? Contádmelo, por favor, si no os importa.
—Aunque vuestro rostro nos resulta muy conocido —se disculparon ellos—, no sabemos de dónde venís. Además, no nos atrevemos a decíroslo aquí. Si tenéis la amabilidad de acompañarnos hasta nuestra humilde morada, tendremos el honor de expresaros todas nuestras cuitas.
—Me parece lo más prudente —opinó el maestro—. Iremos con vosotros y nos lo contaréis con más tranquilidad.
Cuando llegaron a la puerta del monasterio, vieron que sobre el dintel había una placa, en la que aparecía grabada con letras de oro la siguiente inscripción horizontal: «Monasterio de la Luz Dorada. Construido por mandato imperial». Con pena comprobaron que las lámparas que colgaban de las paredes, tan desconchadas como la chabola de un mendigo, llevaban apagadas mucho tiempo y que el viento arrastraba montones de hojas secas por los pasillos vacíos. Testigo de tiempos mejores, una torre de trescientos metros se perdía entre las nubes. En el lugar dedicado a la meditación sólo había unos cuantos pinos raquíticos y, aunque en algunos puntos el suelo estaba cubierto de flores, hacía años que nadie pisaba por allí. Las telas de araña se habían enseñoreado de todos los techos y rincones. Aunque los tambores y las campanas continuaban colgados en sus sitios, se notaba que llevaban mucho tiempo sin usar. Los frescos de las paredes se habían desdibujado, desapareciendo sus colores entre una gruesa capa de polvo. Los atriles permanecían abandonados y en silencio. No se veía a ningún monje por ninguna parte. Hasta el mismo Salón del Zen había enmudecido, convertido en triste refugio para los pájaros. ¡Qué agobiante sensación de abandono, con cuánto dolor contemplaban los peregrinos aquella decadencia inimaginable! Aunque los pebeteros continuaban colocados ante las imágenes de Buda, no salía de ellos ni una sola voluta de incienso, llenos solamente de cenizas frías. A su alrededor aún podían verse pétalos de flores, pero estaban totalmente secos.
Al contemplar tan triste espectáculo, Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran, abundantes, de sus ojos. Con no poca dificultad, a causa del cepo que los aprisionaba, los monjes abrieron las puertas del salón principal e invitaron al maestro a presentar sus respetos a Buda. Sólo pudo ofrecer el incienso de su corazón, aunque siguió todos los pasos del rito e, incluso, llegó a golpear tres veces seguidas el suelo con la frente.
Después se dirigieron todos a la parte de atrás, donde encontraron a seis o siete monjes jóvenes encadenados a una columna que había justamente enfrente de las habitaciones del guardián del monasterio. Aquello fue demasiado para Tripitaka. Aun así, entró con los demás en los aposentos del hombre que, supuestamente, guiaba los destinos de aquel sagrado lugar. Todos los monjes se echaron rostro en tierra y, tras golpear repetidamente el suelo con la frente, uno de ellos preguntó:
—¿No seréis por casualidad esos monjes que vienen de la corte de los Gran Tang, en las Tierras del Este? Así lo hemos creído más de uno, a juzgar por vuestro aspecto.
—Está visto que poseéis ciertos conocimientos mágicos —contestó el Peregrino, echándose a reír—. En efecto, somos esos monjes de los que habláis. ¿Cómo nos habéis reconocido?
—Nosotros no entendemos de magia —respondió el monje—. Lo único que sabemos hacer es dirigirnos día y noche al Cielo y a la Tierra, exigiendo justicia para nuestro caso, porque hemos sido condenados sin ningún motivo. Anoche todos tuvimos un sueño, en el que se nos comunicó que estaba a punto de llegar, procedente de la corte de los Tang, en las Tierras del Este, un monje que nos libraría de todas nuestras penalidades y nos restituiría el honor que hemos perdido. Al veros, no tuvimos ninguna duda de que se trataba de vosotros. No nos negaréis que tenéis unos rostros inconfundibles.
—¿Cómo se llama esta comarca y por qué os encontráis en un estado tan lamentable? —preguntó Tripitaka, animado por lo que acababa de oír.
—Esta ciudad —contestó uno de los monjes, que habían vuelto a arrodillarse en señal de respeto— es conocida por el nombre de Reino del Sacrificio y se trata del mayor asentamiento humano que hay en los territorios occidentales. No hace mucho tiempo nos pagaban tributo todas las tribus bárbaras que se hallan desperdigadas por estos alrededores: las del Reino de Yüe-De, en el sur, las del Reino de Gao-Chang, en el norte, las del Estado del Liang Occidental, en el este, y las del Reino de Pen-Puo, en el oeste. Todas ellas traían cada año incontables cantidades de jade de la mejor calidad, perlas finísimas, muchachas de una belleza extraordinaria y briosísimos corceles. Venían espontáneamente, sin necesidad de recurrir a la guerra o a expediciones militares, convencidos de nuestra indiscutible superioridad moral.
—Si es verdad lo que decís —comentó Tripitaka—, vuestro rey debe de estar imbuido de una profunda virtud, vuestros funcionarios deben de ser inmunes a los sobornos y vuestros guerreros deben de poseer una nobleza a toda prueba.
—Nada más lejos de la realidad —contestó el monje—, porque ni nuestro rey es virtuoso, ni nuestros funcionarios honestos, ni nuestros guerreros valientes. Esta ciudad debía su fama al Monasterio de la Luz Dorada, que siempre aparecía, incluida su altísima torre, envuelta en un aura de santidad. Los rayos de luz que emitían sus construcciones podían verse por la noche hasta una distancia de veinticinco mil kilómetros. Durante el día las nubes benefactoras que las rodeaban dejaban sentir su influencia en todos los rincones de los reinos que acabo de mencionaros. Por eso, y nada más, era considerado este lugar el centro de una prefectura celeste y gozábamos del respeto de todas las tribus bárbaras. Sin embargo, hace aproximadamente tres años cayó sobre nosotros, a eso de la medianoche del primer día del invierno, una extraña lluvia de sangre. A la mañana siguiente todo el mundo temblaba de miedo y salían de todas las casas gritos de terror. Los ministros reales fueron a informar de lo ocurrido a su majestad y pasaron varias horas deliberando a qué podía deberse tan extraño fenómeno. Se concluyó que se trataba de un castigo del Señor del Cielo y se pidió tanto a los monjes taoístas como a los budistas que recitáramos sin parar nuestras escrituras, con el fin de aplacar al Cielo y a la Tierra. Pero lo más desagradable fue que, al enterarse los pueblos bárbaros de que la sangre había caído sobre nuestro monasterio, se negaron a continuar pagándonos los tributos que antes nos ofrecían de buena gana. El rey quiso enviar contra ellos una expedición de castigo, pero le disuadieron a tiempo sus consejeros, diciéndole que la culpa era nuestra, por haber escondido el tesoro que guardábamos en la torre y que hacía de este lugar un centro sagrado. Eso explicaba la desaparición del aura que antes la envolvía y la negativa de los demás pueblos a seguir ofreciéndonos lo que de más valor tenían. El rey no lo pensó más. Nos hizo arrestar y nos sometió a unas torturas tan horribles, que perecieron las dos terceras partes de los monjes que aquí vivíamos. A los que quedamos se nos cubrió de ignominia, cargándonos de cadenas y sometiéndonos al tormento del cepo. Pero, considerándolo fríamente, ¿cómo íbamos a ser tan tontos para robarnos nuestro propio tesoro? En nombre de los ideales que nos unen, apiadaos de nuestros sufrimientos y destruid con la fuerza de vuestro dharma la vergüenza que ha caído sobre nuestras cabezas.
Tripitaka sacudió la cabeza y, tras suspirar con tristeza, dijo:
—No acabo de comprender lo ocurrido. Hay algo oscuro en todo eso que acabáis de contar. No me cabe duda de que el rey se ha desentendido de sus pesadas responsabilidades y eso os ha perjudicado seriamente. Sin embargo, si la lluvia de sangre acabó con el aura que rodeaba el monasterio, ¿por qué no informasteis inmediatamente de ello a la corte? Así os hubierais ahorrado todo este sufrimiento.
—¿Cómo íbamos a conocer la voluntad de los Cielos, si no somos más que personas corrientes? —replicó el monje—. Además, nuestros mayores se encontraban indecisos y no sabían qué hacer. Nosotros éramos los menos indicados para hacerlo.
—¿Qué hora es ahora? —preguntó Tripitaka, volviéndose hacia Wu-Kung.
—La de shen —contestó el Peregrino.
—Quisiera ir a ver al rey de estas tierras y pedirle que nos selle nuestros documentos de viaje —dijo Tripitaka—. Por otra parte, no he terminado de comprender lo que realmente sucedió en este lugar y, aunque no me atrevo a preguntárselo directamente, espero que me permita quedarme en esta ciudad el tiempo necesario para averiguarlo. Eso sin contar que, cuando salí de Chang-An, prometí en el Salón de las Puertas de la Ley que no pasaría por un templo sin quemar un poco de incienso, ni por un monasterio sin presentar mis respetos a Buda, ni por una pagoda sin barrer su atrio o los incontables escalones de su torre. Precisamente todos vuestros problemas —añadió, dirigiéndose a los monjes— se iniciaron en una construcción de este tipo. ¿Por qué no me traéis una escoba? Creo que, antes de empezar a barrer, voy a darme un baño. Eso me predispondrá el ánimo para tratar de descubrir qué es lo que privó a vuestra torre de su brillo. Cuando lo haya averiguado, presentaré un informe al señor de esta ciudad y os levantará el terrible castigo que os ha impuesto.
Al oírlo, todos los monjes con la cabeza metida en el cepo corrieron a las cocinas y cogieron cuantos cuchillos pudieron encontrar. Se los entregaron a Ba-Chie y le suplicaron, diciendo:
—Mirad a ver si podéis romper las cadenas de esos monjes jóvenes que están atados a aquella columna. Si lo lográis, ellos se encargarán de preparar algo de comer y de disponer el agua, para que toméis un baño. Mientras tanto, nosotros saldremos a mendigar a las calles a ver si conseguimos una escoba nueva, para que barráis la torre.
—¿Para qué me entregáis todos estos cuchillos? —exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada—. No hay cosa más fácil que hacer saltar una cadena. Decídselo a ese hermano de la cara peluda y lo veréis. Es un auténtico especialista en romper hierros.
El Peregrino se acercó a ellos y, valiéndose de la magia para liberar cautivos, dio un tirón a los grilletes. Las cadenas se desprendieron al punto de los brazos y piernas de los monjes, que corrieron, jubilosos, a las cocinas a fregar cazuelas y a cocinar algo de comer. Tripitaka y sus discípulos no tardaron en sentarse a la mesa. Cuando estaba empezando a anochecer, se presentaron los monjes de los cepos con dos escobas.
Tripitaka no cabía en sí de contento. Estuvo hablando con ellos hasta que vino uno de los jóvenes con una lámpara en la mano a decirle que el baño estaba dispuesto. Para entonces, la luna estaba ya muy alta y las estrellas habían alcanzado el cenit de su resplandor. A lo lejos se oían los tambores de los vigías apostados en las murallas y los golpes secos de los encargados de medir las vigilias. Un viento frío recorría todas las calles de la ciudad, mientras parpadeaba en cada una de las casas la tenue luz de las lámparas. Hacía horas que los portones de la ciudad habían sido asegurados con grandes trancos y que se habían cerrado las puertas de sus tres mercados. En las orillas de los lagos se terminaban de amarrar las últimas barcas de los pescadores, mientras en los campos se dejaban a un lado los arados, en los bosques los leñadores daban descanso a sus hachas y en el corazón mismo de la ciudad los estudiantes recitaban diligentemente sus lecciones.
Después de bañarse, Tripitaka se puso una camisa de manga corta, que se ciñó a la cintura con ayuda de una faja, se calzó un par de zapatos con suela de esparto y, cogiendo una de las escobas, dijo a los monjes:
—Id a descansar, mientras yo voy a barrer la pagoda.
—Si, como nos han relatado, perdió su brillo durante una tormenta de sangre y no ha vuelto a brillar desde entonces —se apresuró a decir el Peregrino—, lo más seguro es que se haya aposentado allá arriba alguna fuerza maligna. Si subís vos solo con este viento tan frío, podéis encontraros con lo que menos pensáis. ¿Qué os parece si os acompaño?
—Excelente —contestó Tripitaka y cada uno cogió una escoba.
Antes de ponerse manos a la obra, se dirigieron a la nave principal, encendieron candelas nuevas y quemaron un poco de incienso. Tripitaka cayó de hinojos ante la imagen de Buda y oró, diciendo:
—Vuestro discípulo Chen Hsüan-Tsang ha sido enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, a presentar sus respetos a Tathagata y a suplicarle que me haga entrega de las escrituras sagradas. Al llegar a este Monasterio de la Luz Dorada, en la ciudad del Reino del Sacrificio, sus monjes me han informado que el aura que lo envolvía se disolvió en una extraña lluvia de sangre que cayó en la primera noche del invierno. El rey los acusó de ser ellos los culpables de tan peculiar fenómeno y los cubrió de ignominia. Por eso, he decidido barrer la pagoda y tratar de descubrir de qué se trata. Os suplico que, haciendo uso de vuestra insondable sabiduría, me reveléis la fuente de suceso tan lamentable, para que sean castigados los culpables y los inocentes recobren su perdida dignidad.
En cuanto hubo terminado la oración, abrió la puerta de la torre y empezó a barrerla desde el primer peldaño, acompañado por el Peregrino. Era tan alta, que parecía estar apoyada en el suelo de los cielos. Aunque ya no poseía luz propia, su colorido era tan vivo, que parecía una montaña de oro cubierta de seda. Sus escaleras ascendían en espiral hacia lo alto, como si quisieran trepanar el misterio del cosmos. Con razón gustaba la luna de reflejarse en ella y el tañido de sus campanas de oro reflejaba los ritmos del mar. Las volutas de sus aleros saludaban a las estrellas, que se miraban a todas horas en ella, porque su altura imponente cerraba el paso a las nubes. La vista era incapaz de abarcarla en toda su longitud; se tenía la impresión de que medía miles y miles de kilómetros y que llegaba hasta el centro del Noveno Cielo. Pese a todo, las lámparas que había en las paredes de cada rellano aparecían cubiertas de un polvo espeso, que se repetía en él, antaño, bellísimo arambol de jade blanco, ahora sepultado en una capa de suciedad y restos de insectos. Ni una sola voluta de incienso en las mesas de las ofrendas, abandonadas y totalmente vacías. Las telas de araña cubrían las imágenes y los cristales de las ventanas, tornándolos tan opacos como papeles de arroz expuestos a la luz del sol. Los pebeteros y los recipientes para el aceite se habían convertido en nidos de ratas. ¡Cuánta frustración, sufrimiento y muerte había traído a los monjes la fuente de aquel abandono! Todo eso estaba a punto de acabar, porque, en cuanto Tripitaka hubiera terminado de barrerla, recobraría su antiguo resplandor y su gloria pasada. El monje Tang limpiaba con esmero un tramo de escalera antes de pasar al siguiente. Cuando llegaron al séptimo, era la hora de la segunda vigilia y el maestro comenzó a sentir cansancio en los brazos.
—Veo que estáis cansándoos —dijo el Peregrino—. ¿Por qué no os sentáis y me dejáis barrer por vos?
—¿Cuántos tramos calculas que tiene la escalera de esta torre? —preguntó Tripitaka.
—Trece por lo menos —respondió el Peregrino.
—Es preciso que termine de barrerlos, para dar cumplimiento a lo que en su día prometí —dijo el maestro, esforzándose por hacer frente al cansancio.
Pero después de barrer tres tramos más, empezaron a dolerle de tal forma las piernas y la espalda, que tuvo que sentarse a descansar justamente al final del décimo tramo.
—Wu-Kung —dijo, entonces, con voz apenas audible—, si no te importa, barre tú los tres tramos que quedan y, en cuanto hayas terminado, bajamos.
Complacido, el Peregrino barrió el undécimo tramo y comenzó el duodécimo. En ese mismo momento oyó a alguien hablando en lo alto de la torre y se dijo:
—¡Qué cosa más rara! Es casi la hora de la tercera vigilia. ¿Cómo es posible que alguien esté hablando ahí arriba? Por fuerza tiene que ser alguien que no se encuentre en sus cabales. Voy a ver de quién se trata.
Agarró la escoba y se la puso debajo del brazo. Se arremango después la ropa y, saliendo con cierta dificultad por una de las ventanas, se elevó hasta lo alto de una nube.
Desde allí vio sentados en la decimotercera porción de la torre a dos espíritus, que estaban charlando tranquilamente delante de una cacerola de arroz y de un barreño lleno de vino. Mientras bebían, jugaban a los chinos[6]. Valiéndose de la magia, el Peregrino dejó a un lado la escoba, sacudió con fuerza la barra de los extremos de oro y, poniéndose de pie entre los dos diablillos, exclamó:
—¡Así que sois vosotros los que habéis robado el secreto de este monasterio!
Aterrados, los dos diablillos dieron un salto y lanzaron contra el Peregrino la cacerola y el barreño, que se hicieron polvo, al chocar con la barra de los extremos de oro.
—Os arrancaré una confesión, aunque, para ello, tenga que acabar con vosotros —los amenazó el Peregrino, haciéndolos retroceder hasta la pared.
—¡No nos matéis, por favor! —suplicaron ellos, comprendiendo lo delicado de su situación—. Nosotros no tenemos que ver absolutamente nada con eso. Lo ha robado otro.
Valiéndose de la magia, el Peregrino los agarró con una sola mano y los llevó hasta el décimo tramo de escalera.
—¡Acabo de capturar a los ladrones del secreto del monasterio! —dijo con una voz tan fuerte que despertó a Tripitaka, quien se había quedado adormilado en uno de los escalones.
—¿Dónde los has encontrado? —preguntó el maestro, complacido.
—Se estaban divirtiendo en lo alto de la torre, jugando a los chinos y bebiendo —explicó el Peregrino, obligándolos a ponerse de rodillas—. Al oír toda su cháchara, me monté en una nube y les corté la retirada. Ha sido facilísimo. Si no he acabado con ellos, ha sido porque quiero arrancarles una confesión completa. Por eso los he traído hasta aquí. Vos podéis tomar nota de dónde son y en qué lugar han escondido el tesoro que andamos buscando.
—¡No nos matéis, por favor! —repetían con voz cada vez más lastimera. Por fin, uno de ellos se armó de valor y dijo:
—Hemos venido aquí por orden del Rey Dragón de Todos los Espíritus, cuyo palacio se encuentra en el fondo del Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas Esparcidas. Éste se llama Burbuja Ocupada, y yo, Ocupada Burbuja. Él es el espíritu de una anguila, y yo, el de un pez de color negro. Una de las hijas de nuestro señor, llamada Princesa de Todos los Espíritus, una muchacha realmente encantadora y con unas cualidades francamente extraordinarias, se desposó con un tipo que responde al nombre de Nueve Cabezas y cuyos poderes mágicos no tienen nada que envidiar a los del inmortal más aventajado. Hace dos años, trajo aquí al Rey Dragón y, valiéndose de sus artes, hizo caer sobre este monasterio una lluvia de sangre, que acabó con su aura.
No le fue difícil, de esa forma, hacerse con las cenizas de un buda[7], que se conservaban en este lugar. Al mismo tiempo, la princesa se introdujo en el Cielo y robó el agárico de nueve hojas, que Wang-Mu Niang-Niang había plantado justamente enfrente del Salón de la Niebla Divina. Tanto las cenizas como la planta se encuentran actualmente en el fondo del lago, iluminando el palacio día y noche con sus rayos dorados y sus resplandores de colores. Hace poco oímos comentar que un tal Sun Wu-Kung se dirigía hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Como, según parece, se trata de un tipo con unos poderes mágicos inigualables, al que le encanta meterse en los asuntos de los demás, se nos ordenó que viniéramos a patrullar la zona y que diéramos la voz de alarma, en cuanto apareciera ese Sun Wu-Kung.
—¡Cuidado que sois atrevidos! —exclamó el Peregrino con desprecio—. No me extraña que el Rey Toro asistiera el otro día a uno de vuestros banquetes. ¡Por fuerza tenía que estar conchavado con una banda de espíritus malhechores como vosotros!
No había acabado de decirlo, cuando aparecieron Ba-Chie y otros monjes jóvenes con dos lámparas.
—¿Por qué no os habéis retirado a descansar después de barrer la torre? —preguntó el Idiota al maestro—. ¿Cómo es que aún estáis aquí charlando?
—Me alegro de que hayas venido —se apresuró a decir el Peregrino—. El secreto del monasterio ha sido robado por el Rey Dragón de Todos los Espíritus, que ha enviado a estos dos diablillos, para que siguieran atentamente todos nuestros movimientos. Lo malo es que han sido ellos los que han caído en nuestras redes.
—¿Cómo se llaman y qué clase de espíritus son? —volvió a preguntar Ba-Chie.
—Según acaban de decirnos, uno responde al nombre de Burbuja Ocupada, y el otro al de Ocupada Burbuja. El primero es el espíritu de una anguila y el segundo el de un pez de color negro.
—Si acaban de confesarlo todo —concluyó Ba-Chie, blandiendo su rastrillo con ánimo de darles muerte—, ¿para qué seguir perdiendo el tiempo con ellos? ¿A qué esperamos para matarlos?
—Se nota que no has calibrado bien el problema —replicó el Peregrino—. Si los mantenemos con vida, nos será más fácil hablar de todo el asunto con el rey. Eso sin contar con que pueden facilitarnos una valiosa información a la hora de recuperar el tesoro y castigar a los culpables.
El Idiota bajó en seguida el rastrillo. El Peregrino, por su parte, agarró a los dos diablillos y se dispusieron a descender de la torre. Mientras bajaban las escaleras, los dos prisioneros no dejaban de suplicar:
—¡Perdonadnos la vida, por lo que más queráis!
—¡Qué casualidad! —decía Ba-Chie, al mismo tiempo—. Andábamos buscando una anguila y un pez negro para hacer una sopa a estos pobres monjes y, mira tú por donde, encontramos a estos dos.
Los monjes jóvenes no cabían en sí de contento. Abrían la marcha con sus lámparas, bajando los escalones de tres en tres. Uno de ellos se adelantó a informar a los demás de lo ocurrido, gritando, entusiasmado:
—¡Ha sido fantástico! ¡Puede decirse que, por fin, hemos visto la luz! Esos hermanos nuestros acaban de capturar a los demonios que robaron nuestro secreto.
—Traed unas cadenas y colgadlos de ahí —ordenó el Peregrino—. Vigiladlos bien, mientras nosotros descansamos un poco. Ya decidiremos mañana lo que haya de hacerse.
Los monjes se esmeraron en cumplir ese encargo. En cuanto hubo amanecido, el maestro saltó a toda prisa del lecho y dijo:
—Voy a ir con Wu-Kung a ver al rey y a pedirle que nos selle los documentos de viaje —y se puso la túnica de los bordados y el sombrero Vairocana.
Vestido de esta guisa, se dirigió hacia la puerta, seguido del Peregrino, que se arregló lo mejor que pudo la piel de tigre y la camisa de seda.
—¿Por qué no lleváis con vosotros a estos dos diablillos? —preguntó Ba-Chie, al verlos coger el documento de viaje.
—Es mejor que le informemos primero de lo ocurrido —contestó el Peregrino—. Ya se encargará después de enviar a alguien a por ellos.
Nada más trasponer las puertas del palacio, vieron una auténtica bandada de pájaros de color rojizo, así como incontables dragones amarillentos. Tras dirigirse a la Puerta de las Flores, que estaba orientada hacia el oriente, Tripitaka saludó con respeto al oficial que hacía la guardia y le dijo:
—Anunciad a vuestro señor que este indigno monje se encuentra de camino con destino al Paraíso Occidental por orden expresa del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este. Su misión es conseguir las escrituras sagradas, Por eso, solicita de vuestro virtuosísimo soberano que le selle el documento de viaje, para que pueda atravesar sus vastos dominios.
El rey ordenó que fueran conducidos inmediatamente a su presencia. Al ver al Peregrino, que caminaba justamente detrás del maestro, todos los funcionarios, tanto civiles como militares, se echaron a temblar. Algunos opinaban que se trataba de un mono que había abrazado la religión, mientras que otros pensaban que era, simplemente, un monje con la cara de un dios del trueno. Nadie se atrevía, de todas formas, a mirarle directamente a los ojos. Mientras el maestro presentaba sus respetos al soberano, él permaneció totalmente inmóvil con las manos entrelazadas en señal de respeto.
—Vuestro humilde servidor —explicó el maestro— se dirige hacia el Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, a presentar sus respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas, por orden expresa del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este del Continente Austral de Jambudvipa. En cumplimiento de tan alta misión, hemos llegado a vuestras dignísimas tierras y no nos atrevemos a cruzarlas sin el correspondiente permiso. Hemos decidido, pues, haceros entrega de nuestro documento de viaje, para que os dignéis estampar en él vuestro sello y podamos proseguir nuestro camino.
Tan respetuosa exposición complació vivamente al rey, que ordenó que el monje procedente de la corte de los Tang fuera conducido inmediatamente al Salón de los Carillones de Oro. Mientras el rey leía personalmente el documento, se pidió al maestro que tomara asiento en un espléndido cojín de seda cubierto totalmente de bordados.
—Ha sido una suerte para el Gran Emperador de los Tang —comenzó diciendo su majestad, una vez concluida la lectura— poder disponer de un monje tan noble y virtuoso como vos, que, sin temor a las incomodidades de un viaje tan largo, se ofreciera de buen grado a ir en busca de los escritos de Buda. ¡Cuán distinta esa actitud de la de los monjes de nuestro reino, que únicamente se preocupan de robar y de traer la ruina a este reino y al señor que lo rige!
—¿Tenéis la bondad de explicarme de qué forma lo han hecho? —preguntó Tripitaka, juntando respetuosamente las palmas de las manos.
—No necesito deciros —respondió el rey— que éste es el reino más importante de todos los Territorios Occidentales. Hasta hace poco, todas las tribus bárbaras de esta zona nos ofrecían tributos, temerosos, no de nuestros ejércitos, sino del Monasterio de la Luz Dorada. En él se guardaba una reliquia que emitía tales rayos de luz, que llenaban de luminosidad el mismísimo Cielo. Pero, cegados por la avaricia, los monjes robaron tan peculiar tesoro y el aura lleva apagada cerca de tres años. Eso ha provocado la negativa de los otros reinos a seguir presentándonos sus respetos, haciendo crecer en nuestros corazones el más profundo de los odios.
—Suele decirse, majestad —contestó Tripitaka, esbozando una sonrisa— que, quien al apuntar se desvía el grosor de un cabello, jamás dará en el centro de la diana. Ayer, cuando entré en la capital de vuestro próspero reino, vi a un grupo de unos diez monjes con la cabeza metida en el cepo. Al preguntarles qué crimen habían cometido, me respondieron que pertenecían al Monasterio de la Luz Dorada y que eran totalmente inocentes de los cargos que se les imputaban. Pedí que me llevaran a su centro de recogimiento y, tras llevar a cabo una exhaustiva investigación, llegué a la conclusión de que, en efecto, no tenían que ver nada con lo ocurrido. Barrí, una tras otra, todas las escaleras de la torre y descubrí a los dos diablillos que habían robado las reliquias.
—¿Dónde se encuentran ahora esos monstruos? —preguntó el rey, visiblemente complacido.
—En el Monasterio de la Luz Dorada —respondió Tripitaka—. Mandé encerrarlos, hasta que vos decidierais qué hacer con ellos.
Asombrado de tanta prudencia, el rey dictó una orden, que decía:
—Que la guardia uniformada traiga inmediatamente a mi presencia a los diablillos que se encuentran detenidos en el Monasterio de la Luz Dorada. Deseo interrogarlos personalmente.
—Aunque vuestra guardia es aguerrida a más no poder —dijo Tripitaka en tono humilde—, no estaría de más que los acompañara el discípulo que ha venido conmigo.
—¿Dónde se encuentra ahora ese discípulo? —preguntó el rey.
—Ahí abajo —contestó Tripitaka, señalándole con el dedo—, junto a los escalones de jade.
—¡Qué monje más feo! —exclamó, sorprendido, el rey al verle—. ¿Cómo es posible que tenga una cara así?
—Majestad —respondió el Gran Sabio con voz segura—, no debe juzgarse a un hombre por su rostro, porque tan imposible es eso como medir con un vaso toda el agua del mar. Si solamente prestáis atención a los hombres de rasgos atractivos, ¿cómo vais a dar caza a los malhechores y a los ladrones?
—Lo que acabáis de decir es cierto —reconoció el rey, asombrado de la profundidad de aquellas palabras—. Es imprudente escoger a los consejeros entre los hombres de aspecto atractivo. Lo que más me preocupa, de momento, es capturar a los ladrones y hacer que devuelvan cuanto antes las cenizas al monasterio.
Ordenó después que prepararan una silla con baldaquino, para que el Peregrino y el jefe de la guardia imperial fueran al monasterio a cumplir lo que había determinado. Al punto los sirvientes reales trajeron una espléndida litera con los cortinajes amarillos y Wu-Kung montó en ella. Era tan pesada, que debía ser transportada por ocho personas a la vez, cuatro delante y cuatro detrás. Otras cuatro iban gritando a los viandantes que dejaran libre el camino. Tanta fanfarria terminó poniendo en alerta a toda la ciudad, que se volcó en las calles, tratando de ver al monje de la cara de dios del trueno y a los dos espíritus ladrones. Cuando Ba-Chie y el Bonzo Sha oyeron los gritos, pensaron que se trataba de algún personaje importante enviado por el rey y corrieron a las puertas del monasterio a darle la bienvenida. Al ver al Peregrino sentado en la litera, el Idiota soltó la carcajada y exclamó:
—¡Ahora eres realmente lo que pareces!
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Peregrino, molesto, llegándose hasta donde él estaba.
—Vienes en una litera cubierta de cortinajes amarillos y portada por ocho personas. ¿No son ésos los atributos de un rey? —contestó Ba-Chie—. Si mal no recuerdo, tú eres el Rey Mono.
—No te burles de mí, anda —dijo el Peregrino. Desató después a los dos diablillos y se dispuso a conducirlos ante el rey.
—¿Por qué no nos llevas contigo? —preguntó el Bonzo Sha.
—No, no —respondió el Peregrino—. Es mejor que os quedéis aquí al cuidado del caballo y el equipaje.
—Si queréis, podemos ocuparnos nosotros de eso —dijo uno de los monjes con la cabeza en el cepo—. Así podréis conocer todos al rey.
—Está bien —decidió el Peregrino—. En cuanto hayamos hablado con el soberano, volveremos a quitaros los grilletes.
Ba-Chie agarró a uno de los diablillos, mientras el Bonzo Sha hacía lo mismo con el otro. El Gran Sabio volvió a montar en la litera y el cortejo se puso en camino. Al llegar a las escalinatas de jade blanco, el jefe de la guardia imperial levantó la voz y dijo:
—Vuestros deseos están cumplidos. Aquí tenéis a los diablillos que nos ordenasteis traer.
El rey se levantó al punto del trono del dragón y bajó a ver a los monstruos, seguido del monje Tang y de todos los demás funcionarios, tanto civiles como militares. Uno de los prisioneros tenía un mentón redondeado cubierto de escamas negras, una boca llamativamente puntiaguda y unos dientes tan afilados como cuchillos. El otro, por el contrario, poseía una piel muy fina, una boca alargada y unos bigotes tan duros como cerdas. Aunque tenían piernas y se servían de ellas para caminar, su aspecto era todo menos humano. Pese a todo, el rey les preguntó en tono solemne:
—¿De dónde provenís y en qué año invadisteis nuestros dominios para haceros con las reliquias? ¿Cuántos ladrones tomaron parte en la acción y cuáles son sus nombres? Responded con sinceridad, si queréis conservar vuestras vidas.
Un hilo de sangre fluía lentamente por los cuellos de los dos monstruos, aunque no parecía importarles el dolor. En cuanto oyeron las preguntas del rey, se echaron rostro en tierra y respondieron:
—Hace aproximadamente tres años, el día primero del mes séptimo, el Rey Dragón de Todos los Espíritus se estableció con toda su familia en un lugar a trescientos kilómetros al sudeste de aquí, llamado el Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas Esparcidas. Su hija, una princesa extremadamente hermosa y seductora, se desposó con un tipo conocido por el nombre de Nueve Cabezas, para el que la magia no tiene ningún secreto. Al enterarse de que el mayor de vuestros monasterios poseía un tesoro de valor incalculable, unió sus fuerzas con las del dragón, dispuesto a hacerse con él como fuera. Para ello, hizo caer una lluvia de sangre, que acabó con el aura que rodeaba el monasterio. No le fue, así, difícil hacerse con las reliquias sagradas, que ahora descansan en el fondo del lago, iluminando día y noche el palacio del dragón. Al mismo tiempo, la princesa logró arrebatar a Wang-Mu-Niang-Niang su planta de agárico, con la que realza aún más el poder de las cenizas. Nosotros, señor, no somos ningunos bandidos, sino soldados al servicio del Rey Dragón, que hemos tenido la mala fortuna de ser capturados anoche mismo. Declaramos que cuanto hemos dicho se ajusta escrupulosamente a la Verdad.
—Si es eso cierto —replicó el rey—, ¿por qué no nos dais a conocer vuestros nombres?
—Yo, señor —respondió uno de ellos—, me llamo Burbuja Ocupada y mi compañero, Ocupada Burbuja. Soy el espíritu de una anguila y éste, el de un pez de color negro.
El rey ordenó al jefe de la guardia imperial que los metiera en las mazmorras. Llamó a continuación a uno de los escribanos y le dictó la orden siguiente: Que todos los monjes del Monasterio de la Luz Dorada sean inmediatamente liberados de sus cepos. Es, igualmente, deseo nuestro que se prepare en el Salón del Unicornio un espléndido banquete, para agradecer cumplidamente a los monjes llegados de lejos su colaboración en la captura de los ladrones. Posiblemente se les confíe, más adelante, la misión de capturar al jefe de los bandidos.
Sin pérdida de tiempo, los cocineros imperiales prepararon un convite en el que abundaban por igual los platos vegetarianos y los que contenían carne. Tras invitar al monje Tang y a sus discípulos a tomar asiento en el Salón del Unicornio, el rey preguntó al maestro:
—¿A qué familia pertenecéis?
—La que me vio nacer lleva el nombre de Chen, aunque en religión se me conoce como Hsüan-Tsang. El emperador me ha concedido el honor de ostentar el apellido Tang. Sin embargo, el nombre que más uso es el de Tripitaka.
—¿Y vuestros respetables discípulos? —volvió a preguntar el rey.
—Ellos no pertenecen a ninguna —explicó Tripitaka—. El primero se llama Wu-Kung, el segundo, Wu-Neng, y el tercero Wu-Ching. Dichos nombres les fueron impuestos por la Bodhisattva Kwang Shr-Ing de los Mares del Sur en persona. Todos ellos me han prometido obediencia y me consideran como su maestro. Por eso, a Wu-Kung le llamo a veces el Peregrino, a Wu-Neng, Ba-Chie y a Wu-Ching, el Bonzo.
Apenas hubo acabado de hablar, el rey pidió a Tripitaka que ocupara el lugar de honor de la mesa, mientras que el Peregrino presidio la mesa que había a su izquierda y Ba-Chie y el Bonzo Sha, la que estaba situada a su derecha. En esas mesas se veía una gran variedad de platos vegetarianos, frutas, té y arroz. El rey se sentó enfrente de ellos en una mesa que exhibía toda clase de viandas condimentadas con carne, lo mismo que las cien restantes, que fueron ocupando, según su rango y dignidad, los funcionarios del reino, tanto civiles como militares. Todos empezaron a comer con la venia de su majestad, que levantó la copa a la salud de tan ilustres visitantes. Tripitaka no se atrevió a llevarse la copa a los labios. Los tres discípulos, por el contrario, aceptaron de buen grado el brindis que se les hacía. El convite estuvo amenizado por la orquesta real, que no fue capaz, con sus melodías, de menguar el enorme apetito de Ba-Chie. Sin prestar atención a la clase de verduras que iban poniendo sobre la mesa, él las devoraba a una velocidad increíble. Los criados le sirvieron más sopa y más arroz que a todos los comensales juntos, pero lo engulló antes de que los demás hubieran probado el primer bocado. Ni una vez rechazó las copas de vino que el maestresala le fue ofreciendo, eso que el banquete duró hasta bien entrada la tarde. Tripitaka agradeció, entonces, al rey todas las atenciones que había tenido con ellos, pero su majestad dijo, agarrándole de la túnica:
—Esto es sólo en agradecimiento por haber capturado a estos diablos. Creo que lo más conveniente será que continuemos la celebración en el Palacio de Chian-Chang[8]. Allí podéis explicarnos cómo pensáis atrapar al que planeó el robo de las reliquias. Es preciso que vuelvan cuanto antes al monasterio.
—Para eso no es necesario que asistamos a otro banquete —respondió Tripitaka—. En cuanto nos retiremos, iremos a la caza de esos monstruos.
Pero el rey no quiso oír hablar de ello e insistió en ir al Palacio de Chian-Chang. Allí se les ofreció un nuevo convite, a lo largo del cual preguntó el rey, levantando deferentemente su copa:
—¿Quién de vosotros va a mandar las tropas encargadas de capturar a ese monstruo?
—De eso se encargará Sun Wu-Kung, el mayor de mis discípulos —contestó Tripitaka y el Gran Sabio juntó las manos e inclinó la cabeza en señal de obediencia.
—En ese caso —añadió el rey—, ¿con cuántos caballos y hombres querrá contar el respetable Sun? Desearía, igualmente, saber cuándo va a abandonar la ciudad.
—¿Quién necesita caballos y hombres? —exclamó Ba-Chie, incapaz de dominar su impaciencia por más tiempo—. Nosotros siempre estamos preparados para lo que sea. De hecho, ahora que estoy bien llenito de vino y arroz, no me importaría acompañar al mayor de mis hermanos en una empresa tan arriesgada. Entre los dos sólo tendremos que estirar las manos, para traer aquí a ese malvado.
—Últimamente te ofreces para todo, Ba-Chie —dijo Tripitaka, complacido.
—En ese caso —concluyó el Peregrino—, que se quede el Bonzo Sha a proteger al maestro, mientras estamos ausentes tú y yo.
—Puesto que, según parece, no precisáis ni de caballos ni de hombres —insistió el rey—, ¿qué armas deseáis llevar con vosotros?
—Perdonad mi sinceridad —dijo Ba-Chie, sonriendo—, pero vuestras armas no nos valen para nada. Nosotros tenemos nuestros propios medios de defensa, de los que no nos desprendemos ni de día ni de noche.
El rey ordenó, entonces, que le trajeran una copa de un tamaño muy superior al normal, con la que quiso brindar a manera de despedida con ellos, pero el Gran Sabio rechazó el ofrecimiento, diciendo:
—Disculpad que no bebamos nada más. Lo que sí os agradeceríamos es que mandarais traer a esos dos diablillos que tenéis en vuestras mazmorras. Desearíamos preguntarles algunas cosas, que nos pueden resultar de mucha utilidad.
El rey así lo hizo y ellos, montando a lomos del viento, se dirigieron hacia el sudeste con los dos diablillos fuertemente amarrados. Al verlos desplazarse de aquella forma por los aires, tanto el rey como sus súbditos comprendieron en seguida que aquellos monjes eran, en realidad, unos sabios.
De momento desconocemos cómo capturaron a los otros monjes. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se dan en el capítulo siguiente.
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nicteh · 5 months
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Viaje al oeste 1590
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Zhu Bajie
Porco rosso 1992
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P
Penelope 2006
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zoecolection · 2 months
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Sun Wukong Netflix Stile
Este Wukong que no es Wukong todavía, sino que es un alocado Hóuwáng lleno de ambiciones fue el despertar de mi empolvado fanatismo. Yo ya me había olvidado de lo mucho que me gustaba, de que Viaje al Oeste fue mi refugio en primaria, de que me vi las películas de Stephen Chow y de Jackie Chan solo por el Rey Mono. Pero apareció este loco y se volvió mi fijación recurrente. Y ya que estoy intentando aprenderle a esto del digital y el uso de capas, quise probar varias veces a mi estilo como se vería el flaco. La verdad amé el resultado. Sé que todavía tengo mucho que aprender, pero de verdad me gusta mucho como he progresado.
Y bueno, nada... Si todavía no se vieron El Rey Mono de Netflix, háganlo. Yo me la vi en latino mil veces y además en chino mandarín, cantones e inglés. Asi de fan me volví y la amo mucho. La pongo cada que tengo un mal día. La recomiendo al 100% y espero que ese final abierto sea para una buena secuela.
Te amo Mêi Hóuwáng Sun Wukong... Gracias por hacerme recordar la infancia que había olvidado.
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El buen servicio de un sombrero
Me acerqué al hombre en los grandes almacenes. Le dije: —Perdone, quería probarme este sombrero, delante de un espejo. El hombre murmuró algo que no acabé de entender. —Quiero probarme el sombrero —repetí—. Delante de un espejo. —Bueno, hágalo —me contestó. —No veo ningún espejo. —Mire —me dijo—. Yo no trabajo aquí.
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La casa del misterio · Madrid, 15 de septiembre de 2024
Esta «escena apenas entrevista» tuvo lugar en Hollywood, en un establecimiento de la cadena Wallmart, en el mes de octubre de 1997. El del sombrero era yo. El otro individuo era un anónimo cliente de la «gran superficie», al que debí de pegarle un buen susto, o por lo menos turbar e incomodar. Se trataba de un sujeto de raza blanca y de mediana edad, de aspecto perfectamente inofensivo, y no tenía pinta de turista. El turista, de algún modo, era yo; aunque lo cierto fuera que me encontraba en Los Ángeles en viaje de trabajo, pues me había desplazado a la Costa Oeste de los EUA con el objeto de entrevistar a un mítico novelista norteamericano para una publicación de Madrid.
Hacía en Los Ángeles bastante calor, teniendo en cuenta que estábamos en octubre, y había yo acudido a un Wallmart —una especie de SIMAGO a la americana, para quienes recuerden aquella cadena de grandes almacenes económicos, de logo rojo en forma de ese de hierro forjado, que sobrevivió en España hasta finales del siglo pasado— en busca de un sombrero que me ayudara a protegerme del sol. Acabé encontrando uno: un modelo diseñado por lo visto para jugar al golf, que parecía un cruce entre sombrero de policía montado del Canadá y chambergo de expedicionario austral. No era exactamente de mi talla, y su chata copa no me acababa de encajar con cómoda firmeza en la bóveda craneal, pero me ayudó a salir airosamente del paso durante los siguientes días de intenso sol otoñal —peligroso como todos los soles de entretiempo, y casi tanto como puede serlo el de marzo— en la gran conurbación de la costa occidental de los Estados Unidos.
El breve intercambio hablado con el perplejo comprador de Wallmart, reproducido al comienzo de estos párrafos, lo convertí casi textualmente en un poema, que se cuenta entre esas piezas mías aparentemente inconsecuentes y un tanto misteriosas, en las que exprimo a fondo el «menos es más» que tanto me gusta para conseguir lo que un perceptivo reseñista definió hace muchos años, hablando de otra composición de mi primer libro de poesía, «el fulgor de lo breve». El poema del sombrero lo titulé «Servicio», que era lo que no me habían ofrecido en Wallmart.
La inspiración se oculta, prevenida o indiferente, en los lugares más insospechados. Hace poco me hablaban en Astorga, en un modesto congreso literario veraniego en el que tuve el gusto de participar, de la «mística de los centros comerciales», y de cierto escritor que le había dedicado todo un volumen de ficciones a uno de estos grandes templos del consumo. El marco, desde luego, no podía ser más indicado para la creación de historias, y en ese momento no solo me acordé de algunas que yo mismo he ambientado en esas catedrales de la modernidad, sino de una desternillante película de Woody Allen, ambientada toda ella en un centro comercial (Scenes from a Mall, titulada en España Escenas de una galería).
Esto mío —al poemita del sombrero me refiero— no era exactamente lo mismo, pues la anécdota tiene lugar en unos grandes almacenes low-cost, cuyo concepto y atmósfera difieren bastante de los del centro comercial. Si hablamos de Wallmart, quizá su estética se pueda definir como más «proletaria», por decirlo de algún modo, y se aproxime más a la del polígono industrial. Aunque hoy todo converge: como tengo dicho, aquel sombrero lo vendían para aficionados al golf, que no suelen pertenecer a la llamada clase trabajadora. A mí, trabajador de la palabra, me hizo en todo caso un triple servicio: el suyo propio, de protección solar; el de inspirarme una enigmática estampa poética; y el de proporcionarles a estos párrafos su percha.
ROGER WOLFE · 27-28 de agosto – 15 de septiembre de 2024
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