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garadinervi · 10 months
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Tätigkeitsbericht der Gruppe 'Onkel Emil' aus den letzten Monaten der Kampfjahre, ca. 1946
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Decrecionismo y (eco)socialismo. ¿Perspectivas afines o en disputa ante la crisis ecológica?
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Por Esteban Mercatante
Fuentes:
La izquierda diario
En este artículo presentamos una mirada sobre los planteos decrecionistas como respuesta a los desastres ambientales producidos por el capitalismo, e interrogamos sus propuestas desde una perspectiva ecosocialista revolucionaria.
Los desastres ambientales en múltiples dimensiones que viene produciendo el capitalismo, cuyos efectos vienen resultando cada vez más devastadores, dieron un –necesario– sentido de urgencia a las discusiones de cómo encararla. La rutina de reuniones internacionales en las que los representantes estatales realizan performances en las que se muestran preocupados, para después realizar compromisos apenas cosméticos respecto del nivel de emergencia –especialmente en materia de emisiones de carbono, pero lo mismo vale para muchos otros planos–; el lavado de cara verde que realizan numerosas firmas con campañas que sirven sobre todo –y a veces únicamente– de marketing para estimular un crecimiento de ventas, y el negacionismo del cambio climático que impera en sectores ligados a la extrema derecha (como el trumpismo en EE. UU. o Javier Milei en la Argentina), actuaron de ariete para la puesta en discusión de alternativas que se proponen ser más disruptivas. Entre ellas se ubica el planteo decrecionista, que plantea que es necesario desescalar de manera urgente y voluntaria la producción y el consumo, a través de cambios profundos en la manera en la que estos procesos se llevan a cabo. Desescalar, básicamente en los países ricos, es la única manera para reducir la emisión de gases, pero también los efectos que tiene sobre los ecosistemas la extracción de recursos que hoy supera holgadamente la capacidad que tiene la naturaleza para reponerlos. La discusión del decrecionismo no es nueva. Sus antecedentes se remontan por lo menos hasta La ley de la entropía y el proceso económico de Nicholas Georgescu-Roegen, de 1970-71. André Gorz en la década de 1980 planteó abiertamente la necesidad de que la economía de los países ricos, imperialistas, decreciera, para recuperar un sendero sostenible. Wolfgang Harich también habló en los ‘70 de una perspectiva de “comunismo sin crecimiento” que asociaba necesariamente a un régimen autoritario, noción esta última con las que polemizó Manuel Sacristán (sin rechazar este último la idea de que un régimen comunista debiera ser decrecionista, pero sin renunciar nunca a la posibilidad de una perspectiva de “democratismo radical directo”) [1].
Pero fue, sobre todo en las últimas dos décadas, gracias a las contribuciones de autores como Serge Latouche y a la luz del recrudecimiento de las señales de emergencia ecológica, que esta perspectiva ganó terreno.
En los países desarrollados, responsables casi exclusivos de los mayores trastornos ambientales, empezando por la emisión de gases acumulada en doscientos años de acumulación capitalista, el decrecionismo se ha vuelto una mirada de gran consenso en sectores activistas y académicos ligados a las problemáticas ecológicas desde perspectivas críticas –es decir, entre quienes no adscriben a la noción de que puede ser viable un “capitalismo verde”, con sus soluciones para los problemas ambientales a la medida del sostenimiento de la ganancia y de la acumulación de capital–.
El crecimiento como ideología
El blanco principal del decrecionismo, como su nombre lo indica, es el crecimiento económico. El PBI como indicador económico cargado de ideología es un punto de partida de casi todos los tratados que se ubican en esta corriente. Encontramos un importante espacio dedicado a revelar la construcción selectiva que produjo este índice, que identifica “la economía” con la producción de mercado y otras esferas como los servicios prestados por sector público, mientras deja afuera otras –como el trabajo doméstico–. Al mismo tiempo, se deconstruye la idea de que el crecimiento económico continuado, medido en términos de un Producto Bruto Interno siempre en aumento está necesariamente asociado a una mejora del bienestar. Por empezar, como nos recuerda Jason Hickel en el libro cuyo libro Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará el mundo, recientemente editado en español por Capitán Swing, durante la mayor parte de la historia del capitalismo, “el crecimiento no trajo mejoras en el bienestar en las vidas de la gente común; de hecho, hizo todo lo contrario” [2]. La “acumulación originaria”, que Karl Marx aborda en el Capítulo XXIV de El capital para recordarnos que el capitalismo llegó al mundo “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” [3], con su “liberación” del campesinado que dejaba de disponer de medios directos para su reproducción, creó las bases para poder imponer a la fuerza de trabajo, en Inglaterra primero y luego en el resto de Europa, largas jornadas laborales. El hacinamiento en las ciudades y la insalubridad laboral contribuyeron a un aumento de la mortalidad y reducción de la esperanza de vida. Esta misma “acumulación originaria” tuvo como presupuesto el colonialismo, que devastó poblaciones de África, América Latina, y Asia. La “correlación” entre crecimiento y bienestar se puede observar recién desde mediados del siglo XIX en Europa, y más tarde en otras geografías. Pero, incluso entonces, la mejora en muchos indicadores como la reducción de la mortalidad por enfermedades, la mortalidad infantil, y el aumento de la esperanza de vida, se debió menos al crecimiento que la aplicación extendida de medidas sanitarias básicas, como el acceso a agua potable y cloacas [4]. Sin embargo, el principal argumento es que, pasado un determinado umbral de PBI per cápita, este correlato se disocia, e incluso puede haber casos en los que “más es menos”. Hickel argumenta que “la relación entre PBI y bienestar humano se despliega en una curva de saturación, con retornos decrecientes pronunciados: después de un cierto punto, que las naciones de altos ingresos han superado hace rato, más PBI adhiere poco o nada al florecimiento humano” [5].
Algunos autores, como Latouche, refuerzan la crítica a la asociación entre riqueza –en un sentido amplio– con PBI, apelando a la experiencia –truncada por la fuerza por la imposición de políticas procapitalistas– en los países dependientes y semicoloniales (hablando en nuestros términos, no en los del autor que más bien se refiere al mundo “no occidental”): la ideología del crecimiento y del “desarrollo” (entendido siempre bajo los términos capitalistas impuestos por las potencias imperialistas) se usó como vara para tildar de pobres a sociedades en las que la reproducción estaba ampliamente organizada bajo formas de subsistencia no capitalistas, que eran sustentables en su relación con la naturaleza. La “pobreza” en términos de PBI –que quedaba magnificada por el limitado desarrollo de la esfera mercantil que podía medirse con este indicador pero resultaba más discutible con otras medidas más cualitativas de la satisfacción de necesidades– apuntaba a “remediarse” a través del impulso de las medidas “necesarias” para iniciar el camino del “desarrollo” bajo los lineamientos de las agencias internacionales, que no eran otra cosa que políticas de desposesión que abrían el paso a la acumulación capitalista. Acumulación que, bajo las condiciones de dependencia, produjo cualquier cosa menos desarrollo en casi todos los casos y que, al abrirse paso mediante la desarticulación de las formas de reproducción social preexistentes, no capitalistas, produjo un aumento de la pobreza en gran escala en estas sociedades. En el planteo de Latouche puede haber alguna inclinación a romantizar aspectos de las relaciones de producción no capitalistas, pero es indiscutible el resultado de los programas de ajustes y reformas estructurales implementados bajo mandato del FMI y el Banco Mundial en el mundo periférico.
¿Por qué el decrecionismo toma la crítica a la meta del crecimiento perpetuo del PBI como punto de partida? Básicamente porque, afirman varios autores de esta corriente, este objetivo –ligado a otro concepto con connotaciones todavía más positivas, el de “desarrollo”– es el que ordena todas las herramientas de política económica al menos desde las primeras décadas del siglo XX.
El ya mencionado Jason Hickel, es más específico: el problema no es el crecimiento en sí, sino la ideología del crecimiento, “la búsqueda del crecimiento por sí mismo, o por el bien de la acumulación de capital, en lugar de satisfacer necesidades humanas concretas y objetivos sociales” [6]. Esta pulsión está inscripta en la lógica básica de funcionamiento del sistema capitalista, en el que “el dinero se convierte en ganancia que se convierte en más dinero que se convierte en más ganancia […] Para los capitalistas, la ganancia no es solo dinero al final del día, que se utilizará para satisfacer alguna necesidad específica: la ganancia se convierte en capital. Y el punto central del capital es que debe reinvertirse para producir más capital. Este proceso nunca termina” [7]. Este autor se distingue por plantear de manera más clara que otros decrecionistas la necesidad de un horizonte anticapitalista, y considera claramente que el crecimiento es una pulsión inevitable de este sistema, y por ende que para decrecer la economía hay que ir más allá del capitalismo. No obstante, comparte con la corriente poner el foco en atacar la compulsión al crecimiento como cuestión nodal.
Y este objetivo de mantener el crecimiento sin pausa del PBI se está, literalmente, devorando el planeta.
PBI per cápita y huella material
El crecimiento del PBI no ocurre en el vacío; toda producción social es un proceso material. El crecimiento infinito del PBI significa un aumento también sin fin de la utilización de materiales, apropiados de la naturaleza, y de generación de desechos. No faltan entonces motivos para plantear que la hipertrofia de los aparatos de producción capitalista de los países imperialistas, orientados a una perpetua acumulación acrecentada de valor que se consigue a través de procesos de producción material que ocurren en escala necesariamente acrecentada, alcanzó niveles insostenibles en relación con los límites biofísicos del planeta. Una reorganización en gran escala de la producción en estas economías, para reorientarla hacia la satisfacción sostenible de las necesidades sociales de la mano de una reducción de la jornada de trabajo, tendrá que pasar inevitablemente por el desescalamiento de numerosas ramas de la producción –cuestión que con el desarrollo de las cadenas globales de valor implica reorganizaciones que atraviesan fronteras, lo que le otorga otra complejidad–.
Hickel repasa muchos de los indicadores que ilustran los trastornos generados por este crecimiento de los procesos materiales de producción, y la manera drástica en que se aceleraron. Vale la pena detenerse en ellos.
El consumo de materias primas pasó de 7 mil millones toneladas en 1900, a 14 mil millones poco antes de mediados de siglo. Pero desde 1945 hasta hoy creció hasta más de 100 mil millones de toneladas. Al ritmo actual, observa Hickel, vamos encaminados a superar las 200 mil millones de toneladas para 2050, cuando algunos estudios estiman que lo manejable para el planeta –lo que puede extraerse sin dañar de manera irreversible a los ecosistemas– equivale a 50 mil millones de toneladas. Es decir, la mitad de lo que se extrae actualmente. La ONU estima que el 80 % de la pérdida de biodiversidad global se debe a la extracción material [8].
El cambio climático, impulsado por las emisiones de los combustibles fósiles, responde a la misma mecánica. “¿Por qué estamos quemando tanto combustible fósil en primer lugar? Porque el crecimiento económico requiere energía. Durante toda la historia del capitalismo, el crecimiento siempre ha causado un aumento en el uso de energía” [9].
Pero las responsabilidades por este estado de cosas están claramente localizadas geográficamente. El tamaño del PBI per cápita está muy asociado al consumo de materias primas por persona y al impacto ambiental de conjunto. La huella material en los países de bajos ingresos (su consumo de materias primas) es de 2 toneladas por persona por año. Los países de ingresos medianos bajos consumen alrededor de 4 toneladas por persona, y los países de ingresos medianos altos consumen alrededor de 12. Los países desarrollados, de ingresos altos, consumen alrededor de 28 toneladas por persona por año, en promedio. Hickel observa que “un nivel sostenible de huella material, expresado en términos per cápita, es de unas 8 toneladas por persona. Las naciones de altos ingresos superan ese límite casi cuatro veces” [10].
Este exceso tiene consecuencias en variadas dimensiones. “Aumentar la extracción de biomasa significa arrasar bosques y drenar humedales. Significa destruir hábitats y sumideros de carbono. Significa agotamiento del suelo, zonas muertas del océano y sobrepesca. Aumentar la extracción de combustibles fósiles significa más emisiones de carbono, más descomposición del clima y más acidificación de los océanos. Significa más remoción de cimas de montañas, más perforación en alta mar, más fracking y más arenas bituminosas. Aumentar la extracción de minerales y materiales de construcción significa más minería a cielo abierto, con toda la contaminación aguas abajo que conlleva, y más automóviles, barcos y edificios que demandan aún más energía. Y todo esto conlleva más residuos: más vertederos en el campo, más tóxicos en nuestros ríos y más plásticos en el mar” [11].
El problema con el crecimiento económico, afirma Hickel, “no es solo que nos quedemos sin recursos en algún momento”, que era como tendía a presentar la cuestión el informe Los límites del crecimiento presentado por el Club de Roma en 1972. El problema “es que degrada progresivamente la integridad de los ecosistemas” [12]. El autor se apoya en trabajos recientes, como el presentado en 2009 por Johan Rockström, James Hansen y Paul Crutzen que desarrolla el concepto de “límites planetarios”. La biosfera de la Tierra “es un sistema integrado que puede soportar presiones significativas, pero pasado cierto punto comienza a descomponerse” [13]. Basándose en datos de la ciencia de los sistemas terrestres, identificaron nueve procesos potencialmente desestabilizadores que tenemos que mantener bajo control para que el sistema permanezca intacto. Estos son: el cambio climático; la pérdida de biodiversidad; la acidificación de los océanos; los cambios en el uso del suelo; los ciclos del nitrógeno y del fósforo; el consumo de agua dulce; la carga de aerosoles atmosféricos; la contaminación química y la destrucción de la capa de ozono. Los científicos han estimado “límites” para cada uno de estos procesos. Por ejemplo, la concentración de carbono atmosférico no debería sobrepasar las 350 ppm si el clima se mantiene estable (cruzamos ese límite en 1990 y hoy supera los 415 ppm); la tasa de extinción no debe exceder las diez especies por millón por año; la conversión de tierras boscosas no debe exceder el 25 % de la superficie terrestre de la Tierra; etcétera. “Estos límites no son límites ‘duros’, en sentido estricto. Cruzarlos no significa que los sistemas de la Tierra se apagarán de inmediato. Pero sí significa que estamos entrando en una zona de peligro en la que corremos el riesgo de desencadenar puntos de inflexión que eventualmente podrían conducir a un colapso irreversible” [14].
Son muy interesantes y pertinentes las páginas que Hickel dedica a desmontar las nociones de que pueda haber un “capitalismo verde”; o, en otros términos, de que puedan desarrollarse soluciones tecnológicas que puedan eventualmente hacer compatible el crecimiento económico continuado con un metabolismo socionatural equilibrado. Muchas de estas soluciones se centran en el problema de las emisiones de carbono, proponiendo soluciones que puedan absorberlo. De hecho, en la idea de que pueda implementarse en un plazo no muy lejano una tecnología de este tipo, se basan las proyecciones del acuerdo de París de que, con los compromisos de emisiones realizados por los distintos países (que no dan visos de cumplirse) la temperatura aumente “solamente” 1,5 grados a finales del siglo. Sin una tecnología de absorción de carbono, el aumento sería del doble con el nivel de emisiones proyectadas. El problema es que una tecnología de este tipo, aún si fuera realmente viable para absorber todas las emisiones (algo que no está probado ni técnica ni económicamente) requeriría construir decenas de miles de fábricas dedicadas a esto. Un trastorno ecológico formidable.
La energía “verde”, como puede ser una matriz basada en generación solar y eólica, si se pone en función de sostener el crecimiento “verde” también es garantía de desastres. Como observa Hickel, la explotación de litio para producir baterías “apenas está comenzando y ya es una catástrofe [15].
Hickel desmonta de manera implacable muchos de estos mitos, sin renunciar de plano a la idea de que ciertos desarrollos tecnológicos –desembarazados de la lógica capitalista que guía hoy a la innovación– deban ser parte de la respuesta a los desastres ambientales.
¿Más allá del capital?
A remediar los trastornos en las condiciones materiales que ha producido y seguirá profundizando el “crecimiento compuesto” del PBI es que apunta el decrecionismo.
El nombre en el que se embanderan, y las diatribas –bien fundamentadas– contra las ideologías que rodean al PBI como indicador excluyente, podrían llevarnos a concluir que el planteo decrecionista se reduce –nada más ni nada menos– que en una reducción del tamaño de la economía. Si así fuera, todo el planteo se reduciría a poner en el centro un aspecto cuantitativo, o “técnico”, un medio, sin ligazón con aspiraciones claras de una transformación social más amplia. Pero no es este el caso.
Giorgos Kallis especifica que la meta no es simplemente la reducción del PBI, sino que esta sería más bien una consecuencia de las transformaciones buscadas. “El objetivo del decrecimiento no es hacer que el crecimiento del PIB sea negativo. En términos económicos, el decrecimiento se refiere a una trayectoria en la que el “rendimiento” (energía, materiales y flujos de desechos) de una economía disminuye mientras que el bienestar mejora. La hipótesis es que el rendimiento decreciente vendrá con toda probabilidad con el producto decreciente, y que estos solo pueden ser resultados de una transformación social en una dirección igualitaria” [16].
En todos los trabajos encontramos la idea de que son necesarios cambios muy agudos en las formas de producción y consumo. La idea de una nueva sociedad está presente incluso en los autores que son más ambivalentes respecto de la necesidad de terminar con el dominio del capital. Según Latouche
El decrecionismo es fundamentalmente anticapitalista. No tanto porque denuncia las contradicciones y las limitaciones ecológicas y sociales del capitalismo como porque desafía su ’espíritu’, en el sentido que Max Weber ve el “espíritu del capitalismo” como una condición previa para su existencia Si bien es posible, en abstracto, concebir de una economía ecológicamente compatible con la existencia continuada de un capitalismo de lo inmaterial, esa perspectiva es poco realista cuando se trata de lo imaginario fundamentos de una sociedad de mercado, a saber, el exceso y el desenfreno (pseudo-)dominación. Un capitalismo generalizado no puede sino destruir el planeta de la misma manera que está destruyendo la sociedad y cualquier otra cosa que sea colectiva [17].
El problema es que no hay equivalencia entre aquello que se quiere desmantelar, y lo que se propone construir. Se pretende que podrá venir el final de un modo de producción a través de la imposición del decrecionismo. Pero este último, por más que se afirme que es mucho más que una postura negativa respecto del crecimiento económico, no termina de delinear una hoja de ruta coherente para subvertir las bases del capitalismo.
Kallis compara en Degrowth las propuestas realizadas por distintos exponentes del decrecionismo. Algunas de las principales que encontramos son:
– volver a tener una huella ecológica menor recortando consumos intermedios (transporte, energía, envases, publicidad); –  aplicar impuestos que graven la contaminación; – poner fin a la obsolescencia programada; – relocalizar actividades priorizando la escala urbana; – revitalizar la agricultura campesina; – transformar ganancias de productividad en reducción de jornada y creación de empleo; – incentivar la “producción” de bienes relacionales, como la amistad y vecindad – limitar el rango de desigualdad en la distribución del ingreso con un ingreso mínimo y un ingreso máximo; – cortar el desperdicio de energía por un factor de 4; – imponer sanciones por gastar en publicidad; – declarar una moratoria en innovación tecnocientífica; – desmercantilizar los bienes públicos y expandir los comunes; – establecer un jubileo de deudas; – aplicar un impuesto global sobre transacciones financieras, ganancias transnacionales, un impuesto global a la riqueza, un impuesto sobre las emisiones de carbono y un impuesto sobre los residuos nucleares altamente activos; – rerregular el comercio internacional con el objetivo de alejarse del libre comercio, y restringir la libre movilidad de capitales; – degradar a la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el FMI [18].
Es indudable que muchos de estos planteos atentan contra la viabilidad del capitalismo. Otros, no incompatibles per se con los imperativos básicos de este modo de producción, apuntan contra algunos de los pilares fundamentales que conquistó la clase dominante durante las décadas de ofensivas bajo la ideología neoliberal. Pero, aunque pueda ser un conjunto de propuestas destinados a generar una movilización en favor del decrecimiento, están esencialmente planteadas –y pensadas– como un programa de reformas a ser implementadas por el Estado capitalista, garante de las relaciones de producción que tienen su fundamento en el sostenimiento del crecimiento de la acumulación de valor (y de producción material).
Esta limitación resulta inevitable, ya que hay una contradicción no resuelta entre las intenciones anticapitalistas y la renuencia a plantear abiertamente una estrategia que ataque el principal centro de gravedad del capitalismo: la propiedad privada de los medios de producción. Latouche es explícito en cuestionar cualquier noción de que los objetivos decrecionistas deban alcanzarse a través de una socialización generalizada de los medios de producción. Por el contrario, sostiene que “eliminar a los capitalistas, proscribir la propiedad privada de los medios de producción y abolir la relación salarial o acabar con el dinero” todo lo que hará es “sumergir a la sociedad en el caos, y no podría hacerse sin usar el terror a gran escala” [19]. Latouche, pero también Kallis, apuntan que el “socialismo realmente existente” fue productivista, y extienden esto a todas las principales corrientes del marxismo, incluyendo al trotskismo. Hay una cierta incongruencia entre el reconocimiento que encontramos en autores decrecionistas de que los países que no pertenecen al selecto club de los ricos tienen derecho a invertir esfuerzos en elevar las condiciones de vida, mientras se achaca sin distinción el mote de “productivismo” a pensadores marxistas que en muchos casos no bregaban por un crecimiento sin fin, sino por superar los problemas del atraso en países que eran a todas luces pobres y con estructuras económico sociales distorsionadas por el lastre imperialista. Dicho esto, es innegable que para la burocracia estalinista en la URSS y en Europa del Este, así como para el maoísmo, el productivismo dominó la planificación económica, y la búsqueda del desarrollo estuvo acompañada de numerosos desastres ambientales que podrían haberse evitado. También podemos observar, aún hoy, la existencia de fuertes impulsos productivistas en corrientes y autores marxistas y socialistas. Pero basarse en esto para dar por cerrada cualquier perspectiva de salida anticapitalista y socialista, es cerrar la única puerta que pude sacarnos de las encerronas del capitalismo y su impulso al crecimiento sin fin con miras a la ganancia.
Se trata de una cuestión de estrategia, pero también de los actores llamados a intervenir para favorecer una perspectiva decrecionista. El “sujeto” es la ciudadanía, ante la cual es necesario librar una batalla por la opinión para movilizarse ante el Estado, para presionar por medidas decrecionistas y para que modifique sus propias conductas de consumo. Entre el gesto anticapitalista y el rechazo de la socialización de los medios de producción, el planteo de autores como Latouche no logra ser más que un compendio de medidas para poner límites al capitalismo, desde el Estado, sin abolirlo. Una contradicción en los términos, si lo que se pregona es el decrecimiento.
El decrecionismo, como ya señalamos, es un conjunto heterogéneo. Como lo pueden sugerir algunas de las propuestas del compendio presentado más arriba, están quienes propugnan una estrategia de crear espacios de autonomía, no regidos por el crecimiento. Esto se vincula al fuerte énfasis en lo regional/local –en oposición a lo nacional o global–, que también está muy presente en Latouche.
Algunos planteos decrecionistas lo señalan como una salida tanto individual y colectiva en clave “anticapitalista”, cuyo sujeto está también en general en la ciudadanía, pero especialmente en las comunidades rurales, campesinas, originarias, etc.. Así, la crítica al hiperconsumismo y las relaciones mercantilizadas de las grandes ciudades desemboca en una idealización de la vida local y rural; y a menudo la crítica de las consecuencias devastadoras de determinadas tecnologías se convierte en una impugnación general al desarrollo industrial y tecnológico (como se expresa en la “moratoria” a la innovación que forma parte del compendio señalado más arriba). Latouche y muchos otros decrecionistas cuestionan la asociación de la corriente con una romantización de formas de vida precapitalistas o como una propuesta de “retorno” al pasado. Pero esta crítica encuentra asidero en algunos de los planteos del decrecionismo.
Una lógica emparentada con la recientemente señalada, es la bregan por establecer espacios de autonomía con respecto al capitalismo en los intersticios de las sociedades dominantes. Esto lo vemos entre quienes se definen como anarquistas, libertarios (no confundir con los libertarianos), autonomistas o incluso algunos ecosocialistas. Para Giorgos Kallis, por ejemplo, la perspectiva decrecionista puede configurarse a través de una articulación “contrahegemónica” de distintas esferas de la producción social y comunidades no regidas por la valorización, que puedan dar lugar a “economías alternativas”.
meros microcosmos o prefiguraciones de un mundo en decrecimiento. Son incubadoras, donde la gente realiza todos los días el mundo alternativo que les gustaría construir, su lógica hecha sentido común. Los bienes comunes alternativos son nuevas instituciones de la sociedad civil que nutren nuevos sentidos comunes. A medida que se expanden, deshacen los sentidos comunes de crecimiento y vuelven hegemónicas a las ideas compatibles con el decrecimiento, creando las condiciones para que una fuerza social y política cambie las instituciones políticas en la misma dirección [20].
Incluso aunque una transición de este tipo –que reproduce a grandes rasgos la que dio lugar al surgimiento del capitalismo de las relaciones feudales– fuera factible en los marcos del capitalismo (cuya reproducción ampliada opera presionando permanentemente por integrar y subsumir todas las esferas donde haya potencial de producción rentable), implica una transición larga, inconsistente con la urgencia de poner el “freno de emergencia” a la crisis ecológica que recorre todos los planteos decrecionistas.
Tenemos otros autores, como el mencionado Hickel, que ponen más énfasis en las propuestas que apuntan a poner palos en la rueda de la valorización del capital. Pero incluso acá, poner en primer plano el decrecionismo y dejar apenas sugerida la perspectiva ecosocialista, le quita una cierta coherencia estratégica al planteo.
Incluso en los autores que, como Hickel, delinean un –difuso– horizonte postcapitalista, no emerge en ningún momento ni una hoja de ruta clara para alcanzarlo ni los actores sociales que puedan motorizar una transformación que vaya en ese sentido. El autor incorpora a una sumatoria de propuestas que incluye algunas de las mencionadas más arriba, la necesidad de un “imaginario” postcapitalista, y la necesidad de organizar la producción y consumo social “asegurándose de devolver como compensación, haciendo lo posible para enriquecer, en vez de degradar, los ecosistemas de los que dependemos” [21]. Son cuestiones muy importantes, pero no definen las alianzas ni estrategias para hacer ese imaginario realidad. El mismo abismo entre horizonte estratégico ambicioso, sujetos sociales indefinidos y propuestas inmediatas de reformas no transicionales, ocurría con el planteo de comunismo decrecionista de Saito, como hemos señalado en otra oportunidad.
Por otra parte, aunque los autores le atribuyan al decrecionismo un carácter anticapitalista y progresivo, sus coordenadas son tan generales que la bandera de decrecer no está exenta de apropiaciones bastardeadas de algunos de su planteos, que en nombre de la sostenibilidad ecológica puedan abrazar un neomalthusianismo e imponer políticas socialmente regresivas, buscando “desescalar” a costa de los ya raleados consumos de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Las coordenadas para el ecosocialismo
El decrecionismo no es sinónimo de socialismo, aunque algunos ecosocialistas decrecionistas busquen minimizar la diferencia de perspectivas debida a la heterogeneidad de visiones entre los proponentes de la primera perspectiva. Vista como alternativa, es apenas una variante de las propuestas de reformas del estado de cosas existente, aunque las más drásticas –sin las cuales no hay una hoja de ruta “sustentable”– resulten incompatibles con el capitalismo, y por tanto resulten inviables sin una estrategia anticapitalista articulada, que solo puede ser socialista.
Por otra parte, la cuestión no es simplemente reducir la escala de los procesos de producción de acuerdo a los límites biofísicos. Es necesario cambiar de conjunto una lógica de producción de acuerdo a la ganancia, que tiene otras implicancias, como la implementación siempre de los procesos productivos más baratos aún cuando pueda haber otros más costosos pero menos dañinos en términos ambientales. Esta última dimensión del metabolismo socionatural no está claramente presupuesta en el término “decrecimiento”. Por eso, para abordar todas las dimensiones de la problemática ecológica, es necesaria una clara perspectiva anticapitalista y socialista.
Dicho esto, la advertencia decrecionista sobre la urgencia de equilibrar el metabolismo socionatural en concordancia con los límites biofísicos del planeta largamente superados por el capitalismo, no debe ser tomada a la ligera. Es necesario llenar el vacío de estrategia y articulación de fuerzas de clase que los decrecionistas dejan sin resolver, pero no dar la espalda a su diagnóstico y lo que esto significa para la transición poscapitalista, y socialista, en la actualidad. Si es el desarrollo de las contradicciones del capitalismo el que crea las precondiciones para que se desarrolle en el seno de esta sociedad una alternativa superadora, estas potencialidades hoy vienen acompañadas de una pesada herencia ecológica de la que habrá que hacerse cargo.
El objetivo fundamental de los planteos decrecionistas, que es alcanzar un metabolismo socionatural equilibrado, que no imponga sobre el planeta una extracción mayor a la que los sistemas vitales son capaces de regenerar y reduzca la huella material drásticamente desde sus niveles actuales, que busque mitigar los efectos de la emisión acumulada de gases de carbono en el menor plazo posible y apunte hacia un ordenamiento económico que no tenga como meta el crecimiento sin fin; este objetivo, es enteramente compatible y solamente alcanzable con una estrategia socialista. Solo si la clase obrera, en alianza con el pueblo pobre, interviene para socializar los medios de producción estratégicos y los reorganiza priorizando la satisfacción plena de las necesidades sociales en los marcos de un metabolismo socionatural equilibrado, se pueden volver realizables los objetivos que propone el decrecionismo. Esto implica también nacionalizar las tierra urbana y rural para rediscutir los usos del suelo y liquidar la especulación inmobiliaria, nacionalizar los bancos, como algunos de los resortes fundamentales para reorientar la producción social. Sobre esta base, en los países ricos imperialistas se podrá discutir el drástico desescalamiento de muchos sectores de la producción e imponer la redistribución de la riqueza por la que brega el decrecionismo, pero que sin esta “redistribución” de la propiedad de los medios de producción resulta una utopía.
¿Deberá abandonar el socialismo cualquier perspectiva de “abundancia material”? No nos parece que esto deba ser así, pero esta abundancia no puede entenderse como un incremento ilimitado de la disponibilidad individual de bienes de consumo, que es la única manera en que nos permite entenderla el capitalismo. Autores como el ya mencionado Sacristán tienen el mérito de haber intuido tempranamente esta cuestión, abordando a la vez los “atisbos político-ecológicos” de Marx (al decir de Sacristán) para repensar el comunismo frente a la crisis ecológica.
Una crítica central de Marx al modo de producción capitalista, se encuentra en el empobrecimiento que impone a la fuerza de trabajo al establecer una relación enajenada con esta, como mercancía y forzarla a ponerse al servicio del capital para sostener la rueda constante de la acumulación. La dinámica de la producción por la producción misma, que apunta hacia la máxima extensión posible o socialmente tolerable del tiempo de trabajo en pos de la valorización, niega todas las posibilidades del desarrollo de la riqueza social en el amplio sentido planteado en la cita que reproducimos más arriba de los Grundrisse. De igual modo, esta dinámica arrasa con la riqueza de la naturaleza. Romper con esa enajenación, socializando los medios de producción, sienta las bases para un desarrollo más pleno de las potencialidades negadas bajo el capitalismo. A esto apunta Marx cuando discute el pasaje del reino de la necesidad al reino de la libertad.
La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica [22].
Creemos que John Bellamy Foster está en lo correcto cuando señala que:
la sociedad, particularmente en los países ricos, debe avanzar hacia una economía de estado estacionario o de estado estacionario, lo que requiere un cambio a una economía sin formación neta de capital, que se mantenga dentro del presupuesto solar. El desarrollo, particularmente en las economías ricas, debe asumir una nueva forma: cualitativa, colectiva y cultural, enfatizando el desarrollo humano sostenible en armonía con la visión original del socialismo de Marx. Como argumentó Lewis Mumford, un estado estacionario, que promueve fines ecológicos, requiere para su cumplimiento las condiciones igualitarias del “comunismo básico”, con la producción determinada “según la necesidad, no según la capacidad o la contribución productiva”. Tal alejamiento de la acumulación de capital y hacia un sistema de satisfacción de las necesidades colectivas basado en el principio de lo “suficiente” es obviamente imposible en cualquier sentido significativo bajo el régimen de acumulación de capital. Lo que se requiere, entonces, es una revolución ecológica y social que facilite una sociedad de sostenibilidad ecológica e igualdad sustantiva [23].
Esta perspectiva ecosocialista requiere más que nunca actuar internacionalmente. Ante los desafíos que plantea la crisis ecológica, es hoy más claro que nunca que no hay transformaciones posibles “en un solo país”; atacar las múltiples dimensiones de la crisis ecológica requiere respuestas globales, que deben ser radicalmente distintas a los formalismos habituales de las cumbres de países donde la batuta la tienen las potencias imperialistas y el gran capital. Las transformaciones en los países imperialistas ricos, que hace tiempo han excedido los límites biofísicos, hacia sociedades socialistas “estacionarias” a, decir de Foster y los desafíos de los países oprimidos y semicoloniales, en los cuales la pelea de la clase trabajadora y los sectores populares para cortar los lazos con el imperialismo y sus socios capitalistas locales –socios en el extractivismo– es clave para poder satisfacer demandas sociales fundamentales –sin repetir los patrones ecológicos insostenibles del desarrollo capitalista pero sí concentrando esfuerzos en inversiones impostergables para elevar el nivel de vida– deben estar como nunca entrelazadas. Solo un movimiento revolucionario ecosocialista internacionalista que derrote a la clase capitalista y sus agentes políticos, podrá cambiar los juegos de “suma cero” que hoy dominan la (ausencia de) política ecológica bajo la batuta de las potencias imperialistas, que en los discursos de las cumbres hablan de coordinación y de “responsabilidades” pero evitan cualquier reconocimiento significativo de la “deuda ecológica” –es decir, el saqueo acumulado contra los países oprimidos–. En las luchas de hoy contra grandes grupos trasnacionales imperialistas que generan en todo el planeta numerosos desastres ecológicos aunque sean muchas veces los mismos que apelan al “greenwashing” en vistosas campañas publicitarias, debemos ir forjando la necesaria la unidad internacionalista de las clases trabajadoras y los pueblos oprimidos de todo el planeta.
NOTAS:
[1] Ver por ejemplo Manuel Sacristán Luzón, “Presentación” a Wolfgang Harich, ¿Comunismo sin crecimiento?, Barcelona, Materiales, 1978, p. 27.
[2] Jason Hickel, Less is More. How Degrowth Will Save the World, Londres, William Heinemann, 2020, p. 156. Las citas son traducción directa de la edición original en inglés.
[3] Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, Tomo 1, vol 3, México DF, Siglo XXI Editores, 1976, p. 950.
[4] Jason Hickel, ob. cit., p 157.
[5] Ibídem, p. 159.
[6] Ibídem, p. 95.
[7] Ibídem, p. 83.
[8] International Resource Panel, Global Resources Outlook (UN Environment Programme, 2019).
[9] Jason Hickel, ob. cit., p. 98.
[10] Ibídem, p. 101.
[11] Ibídem, p. 97.
[12] Ibídem, p. 113.
[13] Ibídem, p. 114.
[14] Ídem.
[15] Ibídem, p. 132
[16] Giorgos Kallis, Degrowth, Newcastle, Agenda, 2018, p. 20.
[17] Serge Latouche, Farewell to Growth, Cambridge, Polity, 2009, p. 91.
[18] Giorgos Kallis, ob. cit., p. 128.
[19] Serge Latouche, ob. cit., p. 91.
[20] Giorgos Kallis, ob. cit., p. 138.
[21] Jason Hickel, ob. cit., p. 236
[22] Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política. Tomo 3, Vol 8, México D. F., Siglo XXI editores, 1981, p. 1044
[23] John Bellamy Foster, Marxism and Ecology: Common Fonts of a Great Transition, en Great Transition, consultado el 05/07/23. Sin embargo, el propio Foster, después de señalar este horizonte, argumenta que si bien “está clara la necesidad objetiva de tal revolución ecológica, queda pendiente la cuestión más difícil de cómo llevar a cabo las transformaciones sociales necesarias”, y por eso plantea, erróneamente en nuestra opinión, una estrategia en etapas que debería atravesar primero una “fase ecodemocrática”, en la cual “es necesario luchar por una amplia gama de cambios drásticos dentro de un movimiento radical de base amplia”. Mientras que el “objetivo a largo plazo de la transformación sistémica plantea la cuestión de una segunda etapa de la revolución ecológica, o la fase ecosocialista”. Creemos que esta diferenciación etapista es errónea, y pone límites casi insuperables a la posibilidad de construir un horizonte de superación del capitalismo como el que el autor propone.
Esteban Mercatante. Economista. Miembro del Partido de los Trabajadores Socialistas. Autor de los libros El imperialismo en tiempos de desorden mundial (2021), Salir del Fondo. La economía argentina en estado de emergencia y las alternativas ante la crisis (2019) y La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (2015). @EMercatante
Fuente: https://www.laizquierdadiario.com/Decrecionismo-y-eco-socialismo-perspectivas-afines-o-en-disputa-ante-la-crisis-ecologica
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buch-des-tages · 2 years
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AHNENPASS. Wolfgang Harich. Berlin 1989.„Wenige Stunden später bringt mich ein Gefangenentransport der Feldgendarmerie ins Gefängnis der Stadtkommandatur der Wehrmacht, Prinz Louis Ferdinand-Straße, in der Nähe des Bahnhof Friedrichstraße.“ (Seite 117)
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alawiroumius · 3 years
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Wolfgang Harich: ¿Comunismo sin crecimiento?
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chromolume · 7 years
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wolfgang harich was  🔥 🔥 🔥
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kiro-anarka · 4 years
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“Ninguna pauta de consumo puede considerarse moralmente aceptable si es intrínsecamente imposible de universalizar; si sólo pueden disfrutar de ella una minoría, en tanto la mayoría queda excluida de ella”. Jorge Riechmann [1]
En el sistema capitalista el consumo ha sido un referente de la libertad y el estatus de determinados grupos sociales. Renán Vega Cantor define el consumo, de manera concisa, como “a lo que ha quedado reducida la libertad individual de los seres humanos, pues neoliberales, culturalistas posmodernos y teóricos de los medios de comunicación reivindican la máxima teológica de ‘el consumo os hará libres’” [2]. Es decir, en el actual sistema de cosas el individuo es libre en la medida que pueda consumir lo que ofrece el mercado. Sin embargo, el consumo no es más que la representación de una nueva forma de esclavismo impuesta disimuladamente por el capitalismo. Cuando esa nueva forma de esclavismo se apropia totalmente de cada centavo del individuo para la satisfacción de necesidades impuestas, ha mutado en consumismo, el cual está condicionado por la creación de pseudopersonalidades por parte de las grandes empresas capitalistas que, al mismo tiempo, manufacturan los productos con los cuales se puede alcanzar el cielo en la tierra. Por ende, son las grandes empresas quienes determinan la autorrealización y felicidad de los seres humanos mediante el consumismo, impuesto por medio de las leyes de la publicidad.
Para Alberto Merani, la primera ley de la publicidad es “contornear las barreras de la lógica, yendo por los caminos de la sugestión, de la asociación de ideas, del símbolo, de la obsesión (…)” [3]. Y su proceso puede sintetizarse con la sigla AIDA, el cual “implica que una vez captada la atención (A), se debe acudir al interés (I), y provocar un deseo (D), que se satisfará con el acto de adquisición (A)” [4]. La necesidad de convencer al individuo de adquirir los productos que ofrece el mercado no constituye el objetivo principal de la publicidad, sino en transformar al individuo, crear pseudopersonalidades que determinados sectores de la sociedad deben adoptar, caracterizadas por la adopción de necesidades identificadas en un producto. Estas pseudopersonalidades están relacionadas con el estatus que determina cierta jerarquización simbólica en la estructura social.
El consumo establece una jerarquización social condicionada por la cantidad y calidad de productos adquiridos. Se crean diferencias y se acentúa la desigualdad social. En los sectores sociales en los cuales se ha instaurado una serie de intereses subjetivos, principalmente en la denominada clase media, el consumo de determinados productos y servicios le asemeja artificialmente a la denominada clase alta, en donde su modo de vida es representado mediante el marketing como la cúspide del bienestar humano. Es una lucha permanente por alcanzar determinado estatus social, lucha que está caracterizada por la explotación laboral, el sometimiento a los dictámenes del mercado, la insatisfacción periódica y la ruptura de relaciones sociales.
Lo anterior se asemeja a lo que en etología se denomina mimetismo de dominación, cuyas consecuencias por la exagerada búsqueda de asimilar las conductas y modos de vida del sector dominante pueden ser sumamente perjudiciales.
No sólo conduce a una situación de deprimente desilusión para los buscadores de status menos afortunados, sino que exige también grandes esfuerzos por parte de los miembros de la supertribu, hasta el punto de que no les queda mucho tiempo ni muchas energías para otras cosas [5].
No obstante, a diferencia de las comunidades de animales, en la sociedad (humana) el mimetismo de dominación está condicionado por la capacidad de incidir en el raciocinio del individuo por parte del sector dominante. La clase alta, que al mismo tiempo es la propietaria de los medios de producción, utiliza los beneficios de la publicidad y sus técnicas de modificación y manipulación individual para establecer estándares de estatus social. Aquellos que se encuentran en la cima de la jerarquización social, ‘están allí gracias a la capacidad de adquirir determinados productos‘, expone la publicidad establecida por aquellos que controlan el sistema económico. Dicha publicidad estimula la necesidad de alcanzar un estatus superior sin importar el bienestar físico (cansancio permanente por extensas jornadas de trabajo, lesiones por esfuerzos repetitivos, etc.) y psicológico (estrés laboral, sensación de aislamiento, depresión, etc.) del esclavo contemporáneo. En líneas generales,
La publicidad es la profesión que el capitalismo ha inventado para explotar la psicología de masas y determinar los estándares de vida deseables, centrados en la manipulación de sentimientos y deseos y en la compulsión consumidora como único sentido de la vida. El control de los clientes individuales, a través de relaciones de largo plazo, permite la mercantilización de la completa experiencia vital de una persona [6].
La necesidad de alcanzar un estatus artificial lleva a millones de individuos a consumir desenfrenadamente productos desechables que difícilmente satisfacen las necesidades impuestas por el sistema socioeconómico, pues el objetivo de las empresas es obtener ganancias conservando el ritmo de venta creando individuos consumistas, y no brindar productos y servicios que permitan una satisfacción a largo plazo. Por ejemplo, la obsolescencia programada de distintos aparatos electrónicos obliga al consumidor a adquirirlos constantemente. El consumismo impide el verdadero desarrollo del ser humano, crea individuos competitivos, egoístas e irracionales.
Respecto a la clase baja, su situación es completamente distinta. De ella proviene la mano de obra barata con la cual se manufacturan los productos que garantizan el falso bienestar humano. Esta clase debe lidiar con la dificultad para satisfacer las necesidades más básicas con salarios de hambre que perpetúan la dominación mediante la venta de su fuerza de trabajo. Además, las consecuencias ambientalmente negativas que ocasiona el consumismo afectan, principalmente, a la clase baja.
El consumismo no significa solo gastos y compras excesivas, sino también apropiación y destrucción de los bienes naturales, los cuales bajo la lógica irracional del capitalismo no tienen absoluta importancia. La soberanía del consumidor está expresada como el eslabón más alto de la libertad humana, mientas que la naturaleza es cosificada y reducida únicamente a fuente de recursos ilimitados para satisfacer determinadas necesidades [7]. Son los más pobres los afectados por los postulados del capitalismo en relación con la naturaleza y su destrucción que, en términos económicos, es rentable para unos pocos.
En conclusión, la clase baja solo puede satisfacer necesidades básicas con productos poco costosos que al mismo tiempo permiten reducir los salarios pagados por la venta de su fuerza de trabajo. Es decir, “(…) productos que al entrar en la cesta de consumo del trabajador le permitan subsistir con el salario más bajo posible” [8]. Igualmente, sufren las consecuencias ambientales de la destrucción de los bienes naturales para la elaboración en masa de productos innecesarios que satisfacen necesidades impuestas por la publicidad. Las necesidades contornean pseudopersonalidades en la clase media cuya satisfacción beneficia solo a la clase alta, dueña de los medios de producción.
Un nuevo paradigma civilizatoria debe estar caracterizado por “(…) la satisfacción adecuada de las necesidades básicas y –a partir de allí– en el desarrollo de una socialidad amistosa y de la creatividad personal y colectiva, dentro de un horizonte de autolimitación en lo que a consumo material se refiere” [9]. La satisfacción universal de las necesidades básicas implica que gran parte de la población mundial deba privarse de muchas cosas. Sin embargo, no será un proceso fácil, pues la aplicación de la fórmula ‘a cada uno según su necesidad‘, se enfrentará a postulados teóricos diametralmente opuestos. Por ejemplo, la determinación democrática de las necesidades, defendida por Ágnes Heller (humanismo marxista anti-estalinista), contra la clasificación de las necesidades por medio de un grupo de tecnócratas y científicos respaldados por un Estado coercitivo, defendida por Wolfgang Harich (comunismo homeostático). La cuestión es el carácter disímil que debe adquirir el consumo –y la publicidad–. Respecto a la jerarquización social, ésta debe desaparecer, pero para ello el nuevo paradigma civilizatorio debe cuestionar la división de la sociedad en clases, establecer la propiedad colectiva de los medios de producción y transformar la estructura de las fuerzas productivas, tema que merece un análisis más profundo que excede los límites de este texto.
Referencias:
[1]  Jorge Riechmann, “Comer carne”, en Cuadernos del Sureste, núm. 10, 2002, p. 40.  
[2]  Renán Vega Cantor, Guía Lingüística del nuevo desorden mundial, Ediciones Pensamiento Crítico, Bogotá, 2004, p. 20.  
[3]  Alberto L. Merani, Psicología y alienación, Juan Grijalbo Editor, México, 1972, p. 46.  
[4]  Ibíd., p. 47.
[5]  Desmond Morris, El zoo humano, Plaza & Janes S.A. Editores, Barcelona, 1976, p. 57.  
[6]  Libardo Sarmiento Anzola, “Sistema mundo capitalista. Fábrica de riqueza y miseria”, en Jairo Estrada Álvarez (Compilador), Teoría y acción política en el capitalismo actual, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2006, p. 279.  
[7]  Renán Vega Cantor, El Capitaloceno. Crisis civilizatoria, imperialismo ecológico y límites naturales, Editorial Teoría & Praxis, Bogotá, 2019, pp. 131 y 132.  
[8]  Manuel Sacristán Luzón, “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx”, en Mientras Tanto, núm. 21, 1984, p. 43.
[9]   Jorge Riechmann, “Sobre la socialidad humana y sostenibilidad”, en Jorge Riechmann (Coordinador), ¿En qué estamos fallando?, Icaria Editorial, Barcelona, 2008, p. 326.
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riusugoi · 5 years
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Sobre El eclipse de la Fraternidad y la tradición republicana. Entrevista a A. Domenech /Carlos Abel Suárez
https://dedona.wordpress.com/2013/09/23/sobre-el-eclipse-de-la-fraternidad-y-la-tradicion-republicana-entrevista-a-a-domenech-carlos-abel-suarez/ - 2) Desde el concepto de fraternidad recorres un tiempo que explica mucho de lo que nos pasó a los que vivimos la segunda mitad del siglo XX y este violento ingreso en el actual. ¿Estamos hablando de un eclipse algo prolongado en términos de la vida humana aunque relativamente breve desde una perspectiva histórico-filosófica?
Respuesta.–Fraternidad significaba en 1790 –cuando Robespierre acuña la divisa: Libertad, Igualdad, Fraternidad— universalización de la libertad republicana y de la reciprocidad en esa libertad que es la igualdad republicana. Es decir, que todos, también los pobres, los humildes, todos los que necesitan depender de otro para vivir, todos quienes, para existir socialmente y pervivir, han de pedir diariamente permiso a otros, criados, trabajadores asalariados, artesanos modestos, campesinos acasillados, mujeres, todas las categorías sociales, en fin, que entonces se incluían entre las “clases domésticas”, todos los miembros de la “familia” (“familia” viene de famuli: esclavos, siervos), salieran del domus subcivil en que la sociedad señorial viejoeuropea (y colonial iberoamericana) les había inveteradamente confinado, para emerger como ciudadanos de pleno derecho a una sociedad civil de libres e iguales. La idea era que nadie necesitara tener que pedir permiso a otro particular para poder existir socialmente, que todo el mundo tuviera su propia base material, sus propios medios de existencia social. Esa idea, que unificó políticamente al “cuarto estado” desprendiéndolo del tercero (los burgueses), entró en fase de eclipse básicamente por dos motivos.
Primero, porque la sociedad civil napoleónica dio una apariencia de libertad e igualdad civiles, de libertad e igualdad, esto es, independientes de las bases materiales (la propiedad) en que el republicanismo (de Aristóteles y Cicerón a Jefferson, Kant o Robespierre) las hacía arraigar: de ahí salió la libertad “liberal” en el siglo XIX. (En rigor histórico, no hay “liberalismo” antes del XIX: la propia palabra se inventa en las Cortes de Cádiz, en 1812.)
Segundo porque, después del fracaso de la II República francesa de 1848 –la llamada República “fraternal”—, los socialistas políticos, legítimos herederos del legado del republicanismo democrático tradicional, consideraron con buenas razones que, en la era de la industrialización, no era ya viable el viejo programa democrático-fraternal revolucionario de una sociedad civil fundada en la universalización de la libertad republicana por la vía de universalizar la propiedad privada; para ellos no se trataba tanto de una inundación democrática de la sociedad civil republicana clásica, cuanto de la creación de una vida civil no fundada ya en la apropiación privada de las bases de existencia, sino, como dijo Marx, basada en un “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”, es decir, en un sistema de apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases materiales de existencia de los individuos.
Marx y Engels –y aun Bakunin— nunca perdieron de vista la conexión de este ideal socialista con el viejo ideal republicano-democrático fraternal. El republicanismo se hizo definitivamente invisible, se eclipsó, como tradición histórica cuando los socialistas que vinieron después fueron olvidando en sus formulaciones doctrinales –y en su agitación política cotidiana— esa conexión, para acabar confundiendo muchas veces ellos mismos la tradicional concepción republicana de la libertad –enormemente exigente— con la nueva –y trivial—concepción liberal postnapoleónica.
3) Te defines como un republicano radicalmente democrático. ¿Qué valor político tiene hoy esa tradición?
Respuesta.- Bueno, si hay que definirse lacónicamente, yo me defino como un socialista sin partido. Y sin partido, en alguna medida, porque los diversos partidos o grupos socialistas existentes (socialdemócratas, comunistas de varias tendencias, laboristas, anarcosindicalistas) han ido perdiendo la autoconsciencia de ser los herederos del republicanismo democrático. El socialismo, incluso en el más amplio sentido de la palabra, que incluye a todas las tendencias antes mencionadas, o es la continuación –todo lo cauta y realista y sensata que se quiera— de la inveterada pretensión democrático-fraternal de civilizar radicalmente todos los ámbitos de la vida social, o no es nada, políticamente hablando.
El capitalismo heredó del viejo régimen europeo la tripartición de la vida social, segmentada en un ámbito propiamente civil de libres e iguales (regido por lo que Montesquieu llamó la loi civil); un ámbito “político” substraído al control fiduciario de la sociedad civil y supraordinado a ella, es decir, el Estado burocrático moderno que viene del despotismo “público” de las monarquías y los principados absolutistas (regido por lo que Montesquieu llamó la loi politique); y por último, un ámbito “familiar” subcivil (regido por lo que Montesquieu llamó la loi de famille), en el que los padres y los patronos ejercen su particular despotismo “privado”.
En mi libro, trato de mostrar qué graves consecuencias políticas ha tenido muchas veces en el pasado para la acción socialista el olvido de que la suya es continuadora de la tradición de lucha pancivilizatoria de la democracia fraternal revolucionaria, de que la suya es una lucha simultánea en cuatro frentes: contra el despotismo del Estado, contra el despotismo de los patronos (la empresa capitalista moderna hereda en condiciones modernísimas el viejo despotismo de una ancestral loi de famille), contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos propiamente por familia (la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y aun los niños) y, por último, contra la descivilización de la propia sociedad civil que se produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados ferozmente oligopolizados, de grandes poderes económicos privados, substraídos al orden civil común de los libres e iguales, enfeudados en nuevos privilegios plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de desafiar a las repúblicas y de disputar a éstas con éxito su derecho inalienable a determinar el interés público. 6) Hay modas intelectuales que se expanden en el mundo académico, entre los periodistas y entre los políticos como un derrame de petróleo en el mar. En un tiempo nadie podía hablar de Marx sin pasar por Althusser. Después nos asombramos cuando el filósofo francés confesó que apenas lo había leído. ¿Ahora no está pasando algo similar con el posmodernismo, o con aquellos que tiran a la basura de la historia partidos y sindicatos, o se rinden a los pies de la globalización, como una totalidad, que sirve tanto para un fregado como para un fruncido?
Respuesta.- Uno de mis más admirados maestros fue el eminente filósofo marxista Wolfgang Harich, encarcelado durante 8 años por el régimen estalinista de Walter Ulbricht en la llamada República Democrática Alemana. A él siempre le impresionó el dictum de su maestro Nicolai Hartmann –en mi opinión, uno de los diez grandes filósofos del siglo XX— sobre el marxismo: “El marxismo no es tan necio”, decía Hartmann, a modo de supremo piropo, “pero está en su esencia el ser elaborado y reelaborado por gentes poco instruidas, que llevan a la filosofía todo su diletantismo”. Si descontamos el sesgo elitista de mandarín de la gran academia alemana tradicional que tiene esa opinión, es imposible no reconocerle su núcleo de verdad. El viejo Marx llegó a darse perfectamente cuenta de eso. La famosa broma de que él no era marxista apuntaba a dos tipos de intelectuales que le resultaban vitandos, pero que luego, en el siglo XX, acabarían precisamente representando dos tipos de “marxistas” muy comunes en las instituciones académicas y publicísticas, digamos: los falsarios y los impacientes.Los falsarios son los que –en palabras del propio Marx, criticando a los académicos del llamado “socialismo de cátedra”— se “construyen una ciencia privada”. Son los que, pro domo sua –para hacerse un tranquilo lugar bajo el sol en las instituciones dominantes—, y violando todos los códigos deontológicos de la probidad intelectual, substituyen la búsqueda honrada de la verdad objetiva, una búsqueda que necesariamente ha de hacerse a la luz de la razón pública, y que es imprescindible para fundar cualquier política alternativa factible, por la impropiedad peregrina y el burdo sectarismo epistemológico (“ciencia proletaria”, “nuestra verdad no es la suya”, etc.).Por otro lado, a los impacientes aludió también el propio Marx –y refiriéndose a un “marxista” de su tiempo, Hyndman— como a “frenéticos escritorzuelos middle class incapaces de cumplir con el primer requisito necesario para aprender cualquier cosa, que es la paciencia”: “a partir de cualquier idea nueva traída por un viento favorable”, se “dedican a sacar dinero, o nombre, o capital político”. Yo creo que no es casual que tantos nihilistas de cátedra postmodernos vengan del marxismo tartarinesco parisino de los años sesenta y setenta; muchos juntan a satisfacción los dos tipos de impostura, la del sedicentemente sesudo falsario, muñidor de todo tipo de enredizos conceptuales y de laberínticos y herméticos pseudofilosofemas, y la del patentemente alocado impaciente, ubicuo en los medios de comunicación, “respetables” y menos “respetables”. 7) Giddens, el de la tercera vía, nos advierte sobre un mundo desbocado, ¿qué es lo que se desbocó? ¿Por qué fuimos derrotados?
Respuesta.- Tengo una pésima opinión profesional, científica, de Giddens. Me parece un sociólogo vulgar y superficial que ha vivido siempre, también cuando tocaba ser de “ultraizquierda”, de lugares comunes e improvisaciones, que nunca ha hecho investigación empírica original, y que cuando ha intentado incursiones en la “teoría”, ha confundido siempre la teorización científica propiamente dicha con la (mala) historia de las ideas. Políticamente, la “tercera vía”, como invento publicístico –que nunca fue otra cosa—, murió el 15 de febrero de 2003. En Blair y en el Nuevo Laborismo británico había, en mi opinión, una sola idea interesante: la idea de que lo que en el continente europeo se llamó “consenso antifascista” se había acabado. Los británicos tuvieron por vez primera en Europa una sólida derecha postantifascista, que no es lo mismo que una derecha fascista o fascistizante, ni que una derecha antifascista al estilo de las democracias cristianas alemana, austríaca e italiana de la postguerra, o del gaullismo en Francia. Las izquierdas tienen que saber que ese tipo de derecha postantifascista (à la Berlusconi, en Italia, à la José María Aznar en España, à la Neocon en los EEUU) va a ser cada vez más el tipo de derecha a batir. Esa es una derecha que, con medios ultramodernos y ultramediáticos, propone en realidad una especie de regreso planetario a la vida política de la Europa medieval, si me permites la broma metafórica: quieren revigorizar la fronda, una total “libertad” para que unos enormes imperios privados, enfeudados en el dinero, dominen la vida civil, avasallen a sus súbditos –y a los súbditos de los barones feudales menores, y a esos mismos barones feudales menores— y disputen crecientemente con éxito a los Estados nacionales y a las organizaciones de derecho público internacionales el derecho a determinar el interés público. Las izquierdas tienen que enfrentarse a esa nueva realidad: no ya a las derechas del consenso antifascista de 1945, que querían también –o lo fingían: la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud— un “Estado social”, protección más o menos generosa de los derechos de los trabajadores, capacidad mínima de los gobiernos para intervenir en los mercados internos, mercados financieros internacionales más o menos regulados por el FMI y el Banco Mundial, etc., etc.El Nuevo Laborismo de Blair y Mandelson comprendió eso antes, por ejemplo, que la SPD alemana –a la fuerza ahorcan—, pero sólo para pasarse él mismo al campo del postantifascismo neocon, para dar un toque postmoderno al thatcherismo. Craxi –el primer valedor político de Silvio Berlusconi— ya había intentado algo así en el Partido Socialista Italiano de los años ochenta, con el lamentable resultado de todos conocido. Personalmente, deseo que Tony Blair acabe sus días políticos de modo parecido a Bettino Craxi: no, obviamente, exilado en Túnez, para substraerse a los tribunales de justicia de su propio país acusado de corrupción, sino ante el Tribunal Internacional de La Haya, acusado de crímenes de guerra. 8) ¿Qué es ser de izquierda hoy?
Respuesta.- Se puede ser de izquierda de muchas maneras, como lo prueba el hecho de que hay varios tipos y tradiciones de izquierda realmente existentes. Pero, para simplificar, zascandiles, cínicos y arribistas aparte (esos de los que decía don Manuel Azaña que, más aún que por falta de moral, lo son por sobra de descreimiento), hay dos tipos de izquierda.La que cree honradamente que el horizonte del capitalismo planetario es sistémicamente irrebasable, y que lo único que puede hacerse es buscar modos más o menos duraderos de hacerlo más humano, más benévolo con los pobres y desheredados de la Tierra, y más compatible con el respeto de los derechos humanos y con la supervivencia del planeta.Y la que cree, también honradamente, que es posible rebasar el sistema, que es posible organizar la producción y el consumo mundiales de un modo democrático y cooperativo, no, como en el capitalismo, sobre la base de que una pequeña minoría de sedicentes caudillos empresariales autoproclamados ecónomos e intendentes generales de la sociedad monopolicen despóticamente la organización de la producción, y dicten, encima, al resto de la ciudadanía normas y pautas de consumo a través de una publicidad despilfarradora y manipulatoria. Para los radicales, la resignada visión del sistema como irrebasable es una peligrosa ilusión fatalista, que hace incluso inviables las reformas más posibles y más necesarias. 10) A medida que pasan los años y se observa el ascenso y la declinación de muchos líderes políticos, creo que Salvador Allende fue un ejemplo en más de un sentido. Era un político realista y al mismo tiempo creía profundamente en la posibilidad de una sociedad más justa y fraterna. Su muerte misma confirma ese compromiso ¿Vivió en una época y en un lugar donde esas ideas no tenían posibilidad de concretarse? ¿No ves en el drama de Chile un parecido, matizado ciertamente por la distancia y las circunstancias, con la derrota de la España republicana y la república de Weimar?
Respuesta.- Hay, sin duda, un parecido entre la derrota de la España republicana del Frente Popular y el fracaso de la Unidad Popular de Allende. La Constitución chilena de 1925 era una Constitución, si se puede decir así, de la generación de las Constituciones de Weimar y de la II República española, formaba parte de un paquete “generacional” en el que cabría incluir también a la Constitución mexicana de 1917 o a la Constitución de la República austriaca de 1919.Todas esas Constituciones, de gran radicalidad democrática, tenían, entre otras muchas, la siguiente aspiración en común: todas ponían la regulación legal de los fines sociales de la propiedad bajo la sola voluntad del legislador. Eso abría la posibilidad –constitucionalmente indeterminada— de que mayorías parlamentarias de izquierda pudieran llegar a reformas muy radicales de la vida económica, y en el límite, a regular en direcciones netamente anticapitalistas la propiedad privada: por ejemplo, expropiando –nacionalizando—; o por otro ejemplo, democratizando de abajo arriba la gran y la mediana empresa —introduciendo la libertad republicana en el puesto mismo de trabajo—; o por otro ejemplo aún, fomentando e incentivando la producción asociada y cooperativa –es decir, socializando—.Ese tipo de Constituciones favorecían, obvio es decirlo, la formación de Frentes Populares con voluntad de actuar en este sentido, digamos, radicalmente democratizador de la vida económica. Ahora, en 1970, si comparamos, Chile seguía con su Constitución de 1925, mientras que Alemania y Austria tenían ya Constituciones muy distintas, fruto del “nuevo consenso” europeo de la segunda postguerra. Y el “nuevo consenso” era muy distinto del de la primera postguerra.En las nuevas Constituciones fruto de ese consenso post-1945 –como en la española de 1978— había prácticamente desaparecido la libertad del legislador para regular a su antojo la propiedad. A trueque de esa limitación, las nuevas Constituciones blindaban un conjunto de derechos sociales que ninguna mayoría parlamentaria –conservadora— podía tampoco tocar: en la Constitución española, por ejemplo, incluso el derecho de los trabajadores a tener vacaciones pagadas está constitucionalmente blindado (otra cosa es que se cumpla…). Esa nueva generación de Constituciones se adaptaba bastante bien al tipo de capitalismo fordista que se impuso en la postguerra: así como en el famoso “tratado de Detroit” (1946) el señor Ford reconoció expresamente el papel de los sindicatos en la negociación salarial (enmendando de raíz su virulenta campaña antisindical de tono expresamente nazifascista de los años treinta), a cambio de que el sindicalismo de la AFL-CIO (enmendando de raíz su activismo democratizador de la empresa y de las relaciones industriales en los años treinta) renunciara definitivamente a poner en cuestión las prerrogativas de poder y control de los propietarios y de los ejecutivos de las empresas;[2] así también las nuevas Constituciones europeas de postguerra blindaban un conjunto de derechos sociales que equivalían a constitucionalizar la empresa capitalista –a limitar normativamente el poder absoluto de la patronal—, a cambio de renunciar definitivamente, entre otras cosas, a su parlamentarización y democratización (consejos de fábrica, etc.).El consenso fordista, con el que se reconstruyó el capitalismo en EEUU y, sobre todo, en Europa occidental a partir de 1945, significó, en una palabra, cambiar libertad republicana y democracia en la vida económica productiva por aumento de “bienestar” material y capacidad de consumo (publicitariamente manipulado): este es el significado filosóficamente más profundo de lo que en el continente europeo se llamó •”Estado social”, o en Gran Bretaña, “Estado de bienestar”. En este sentido, el experimento de la Unidad Popular de Allende estaba, como bien dices, “fuera de época”: era todavía un intento político de someter la vida económica a la voluntad popular encarnada en el Parlamento, un intento fuera del “consenso fordista” entonces imperante, y sólo facilitado por una Constitución política democrática “prefordista”. Eso no quiere decir que no fuera muy interesante, ni que Allende no fuera un político realista. Al contrario: pues en otro sentido, el experimento de Allende (cuyo destino, al igual que el de la “República de trabajadores” en la España de los años treinta, conmovió superlativamente a la opinión pública democrática internacional) podía entenderse como la primera reacción seria de izquierda al clamoroso fracaso de la política consistente en extender el capitalismo “democrático” fordista a buena parte de Iberoamérica, política que fue la respuesta norteamericana al triunfo de la Revolución cubana de 1959 (la política de Alianza para el Progreso del Presidente Kennedy, una especie de tímido e irresoluto Plan Marshall para el cono sur y el Caribe).Un equivalente a esa rebelión antifordista chilena se había dado en Europa con las grandes luchas obreras de finales de los sesenta, sobre todo en la primavera francesa de 1968 y en el Otoño caliente italiano de 1969, o aun en el “cordobazo” obrero argentino de ese mismo año. Pero la iniciativa chilena de comienzos de los 70, como todos sabemos, fue considerada intolerable desde el Norte, que se aprestó a dar el tiro de gracia al experimento. Y a mí me parece que nunca se subraya lo bastante que ese tiro de gracia a la democracia chilena tuvo también un tremendo culatazo: pues, en cierto modo, el final de Allende fue también, no sólo el final de toda pretensión norteamericana de extender las bendiciones del “progreso” económico socialmente “consensuado” a Iberoamérica (y el comienzo de una época de sangrientas dictaduras militares ultraneoliberales), sino, asimismo, el principio del fin del capitalismo “civilizado” fordista en los propios EEUU y el principio del fin de las ilusiones neofordistas del grueso de la izquierda europea (el “eurocomunismo” fue tal vez el canto de cisne latino de esas ilusiones). 11) ¿Es compatible la profundización de la democracia en un contexto de fenomenal concentración del ingreso, exclusión y aumento de prácticas políticas clientelares y corruptas? ¿Qué papel podría jugar para la izquierda en el actual contexto de una nueva derecha postfordista o postantifascista la lucha por una Renta Básica Universal de Ciudadanía?
Respuesta.- Creo que la exigencia de una Renta Básica Universal de Ciudadanía, incondicionalmente asignada a todos los miembros de la sociedad por el sólo hecho de ser ciudadanos –exactamente igual que en el caso del sufragio universal—, es una de las ideas más interesantes de los últimos años para la izquierda, y por eso se está abriendo camino en sitios muy distintos, desde la Unión Europea hasta el Brasil de Lula, la Argentina y el Canadá.El tipo de capitalismo que ha acabado por imponerse en los últimos 25 años rompe la médula del consenso político-social de 1945 (en el que, de grado o de fuerza, estaba instalado el grueso de las izquierdas) por al menos estas dos vértebras cruciales:Trata, de nuevo, de “invertir el reloj de la historia”, por decirlo con el Ford de 1946, y no acepta la constitucionalización de la empresa capitalista y el papel de las uniones sindicales en la negociación salarial y de las condiciones de trabajo: la “ecuación humana” -microeconómica- por la que en las relaciones industriales se cambiaba libertad republicana en el puesto de trabajo por seguridad y bienestar material (desde el punto de vista de la población trabajadora) y pleno empleo y salarios crecientes por creciente productividad (desde el punto de vista de la patronal) ha dado paso a una “ecuación humana” neoabsolutista en la que lo que se cambia es, si acaso, mayor productividad por un puesto de trabajo cada vez menos seguro en todos los sentidos de la palabra.Ha quedado destruido el vínculo –macroeconómico— que ligaba las economías de escala, el abaratamiento de costes resultante y el incremento de productividad de la producción en masa de bienes de consumo, de un lado, con, del otro, el consumo masivo de esos mismos bienes por parte de unos trabajadores que, gracias a los incrementos de productividad y a la negociación salarial apoyada en esos incrementos, veían crecer año tras año su salario real. Eso puede verse en la vida cotidiana de muchas maneras, pero tal vez la más espectacular de ellas sea la patente quiebra del carácter “democrático” de los antiguos mercados domésticos fordistas, más o menos homogéneos, en los que todos consumían aproximadamente la misma gama de productos.Esos mercados han sido substituidos por mercados de consumo harto más segmentados: aparecen (desde luego, en Europa y en EEUU) mercados en los que los productos más baratos –que consumen básicamente los trabajadores— se importan de países con mano de obra prácticamente esclavizada, en un extremo, y en el otro, mercados con productos carísimos que manufacturan nuevas pequeñas y medianas empresas del primer mundo (a ser posible, convenientemente desindicalizadas) para un público planetario de snobs y nuevos y viejos ricos (los happy few).En estas condiciones, limitarse a reivindicar una mera restauración del consenso de 1945 y una revigorización del Estado “social” o de “bienestar” es iluso e irrealista. No sólo porque los nuevos núcleos rectores de las clases dominantes no están ya por esa labor de “consenso social” (¡si hasta el New York Times editorializa ahora sobre la “lucha de clases desde arriba”!), sino, sobre todo, porque el núcleo de la base social que, del lado de la izquierda, forjó ese consenso, mostrándose dispuesta a cambiar libertad republicana en la empresa por bienestar material y seguridad en el puesto de trabajo (la clase obrera fordista tradicional, abrumadoramente compuesta por varones medianamente calificados profesionalmente, que fue en Francia y en Italia la base social central del PCF y del PCI, o en Alemania, la de la SPD) ha encogido sociológicamente de un modo espectacular por efecto de la propia transformación de la vida económica en las últimas décadas.Una izquierda no filistea, es decir, una izquierda que quiera ser realista, sensata y radical a la vez (de otro de mis maestros, Manuel Sacristán, aprendí la inolvidable lección de que, en la política como en la vida cotidiana, contra toda apariencia filistea, quien no sabe ser suficientemente radical, acaba siempre en la penosa insensatez del hiperrealismo mequetréfico) tiene hoy que aspirar a desarrollar políticas que sean más ambiciosas en el medio y en el largo plazo y, a la vez, más adaptadas a las presentes circunstancias.La idea de una Renta Básica de Ciudadanía la veo en esa línea: contra el consenso de 1945, no está dispuesta a cambiar libertad en la vida cotidiana por bienestar material y seguridad en el puesto de trabajo (es más ambiciosa, pues), con lo que puede atraerse a una amplia y nueva base social de excluidos, de precarios, de antiguos y nuevos desposeídos, de jóvenes y mujeres tan azacaneados por la feroz dinámica de la actual vida económica y social como deseosos de combinar mínima seguridad material y cumplida autonomía en su existencia social (el cóctel que ofrece, precisamente, la Renta Básica, sobre todo si es un poco generosa). Pero al mismo tiempo, la lucha por una Renta Básica es perfectamente compatible con la necesaria lucha presente por la defensa de la médula de los indiscutibles logros morales y materiales (universalidad e incondicionalidad de las prestaciones sanitarias y educativas públicas, etc.) que el advenimiento del “Estado social” trajo consigo para el conjunto de las clases populares, con lo que puede ayudar a conservar, y aun a reestimular, para un proyecto de izquierda renovado a la parte más sana y lúcida de la población trabajadora de tipo fordista y de sus debilitadas organizaciones sindicales.Tal vez la Renta Básica no ofrezca mucho más que eso (no es, desde luego, una panacea para transformar radicalmente el modo de producir y de consumir planetario), ni creo que sus proponentes de izquierda, como Daniel Raventós [3] en España, Philippe van Parijs en Bélgica o Rubén Lovuolo en la Argentina, lo pretendan. Pero en las presentes circunstancias eso ya es mucho. Y en cualquier caso, es suficientemente valioso por sí mismo.
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leandersukov · 7 years
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Neu in meinem Blog: Zwei Texte - http://leandersukov.de/?p=2399 || I.) Das zwanzigste Jahrhundert war, mindestens ab seinen zwanzigern Jahren, auch ein Jahrhundert der intellektuellen, insbesondere der philosophischen und geschichtswissenschaftlichen Dekreszenz. Staatstheorie, politische Philosophie und die Forschungen zur Neueren Geschichte (aber zum Teil (Leander Sukov)
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Zwei Texte
I.)
Das zwanzigste Jahrhundert war, mindestens ab seinen zwanzigern Jahren, auch ein Jahrhundert der intellektuellen, insbesondere der philosophischen und geschichtswissenschaftlichen Dekreszenz. Staatstheorie, politische Philosophie und die Forschungen zur Neueren Geschichte (aber zum Teil auch zur Frühgeschichte) unterlagen in hohem Maße insbesondere reziproken ideologischen Scheinnotwendigkeiten und determinierten damit den gesellschaftlichen Erkenntnisprozess erheblich abfallend. Selbstverständlich gibt es gleichwohl dauerhafte Leistungen sowohl in der UdSSR (späterhin im sogenannten «Ostblock»), als auch im «Westen». Wolfgang Harich, Grigori Solomonowitsch Pomeranze, Boris Aleksandrovič Čagin, Alexander Alexandrowitsch Sinowjew oder Theodor Adorno, Jürgen Habermas, Karl Popper und Eric John Ernest Hobsbawm seien hier stellvertretend für eine Reihe weiterer genannt. Hinzu kommen die französischen Philosophen des 20. Jahrhunderts, deren ungeheurer Einfluß auf die Philosophie in beiden Systemen in vielen Werken anderer Philosophen gespiegelt wird. Gleichwohl drehen sich auch ihre Werke zu einem erheblichen Teil um den Schwerpunkt «Stalin». In der Blockkonfrontation verhinderte die Gravitation Stalins selbst, aber auch die Nachwirkungen seiner Herrschaft und der damit verbundenen inneren Verwerfungen, Ausblutungen und Zerstörungen, dass es zu einer offenen, nicht der Konfronation verhafteten Entwicklung von Ideen kamen, die im Gesamtdiskurs durchschlagend hätten sein können. Immer wieder bezogen sich Schöpfungen, Betrachtungen und andere Werke auf die allgemeine Weltlage IM Kontext der sich immer weiter abschleifenden ideologischen Weltsichten. Nur wenige Werke befreien sich in der Zeit aus dieser, sich immer weiter verflachenden, Dienstbarkeit. Das gilt sowohl für die, sich zum Teil selbst so bezeichnenden, marxistisch-leninistischen Theoretiker, als auch für die Philosophie, die anderen Ursprungs ist. Ein erheblicher Teil der kruden, verflachten, eindimensionalen und oft vollständig fehlerhaften Weltsichten aller Standorte, resultieren in ihrer Deformation aus der Verflachung der jeweilig nahestehenden Philosophie und historischen Forschung. Meiner Meinung nach lässt sich der Niedergang sowohl sozialistischer als auch bürgerlicher Politik und die Rückwendung zum Nationalstaat als Rettungspunkt und die Tendenz zu administrieren, statt zu schaffen auf diese intellektuelle Regression zurückführen: Die Visionslosigkeit der Politik vieler Parteien, Regierungen, vieler Abgeordneten auch, von Russland bis in die USA, ist, so meine ich, indirekt aus diesem Verfall ableitbar. Solange es nicht gelingt, die Determinanten, die durch diese Konfrontation gesetzt worden sind, zu rein historischen Größen zu machen und sich also aus sogenannten Lehren zu lösen, um neue Lösungen zu entwickeln, die nicht die Fehler fortschreiben — so lange wird die Linke insgesamt weder in europäischem Rahmen noch gar global in die Lage kommen an Stärke zu gewinnen. Und die demokratisch-bürgerlicher Philosophie und Staatslehre verliert das im Wettstreit gewonnene Terrain an tendenziell oder offen totalitäre Politikkonzepte, die die Staaten als zu administrierende Unternehmen ansehen oder gar zum völkischen Nationalstaat unter dem Patronat von Honoratioren zurückkehren wollen.
Robert Steigerwald, mit dem ich ja befreundet war, hat in seinen letzten Arbeiten erkannt, dass sich grundsätzlich etwas ändern muss in sogenannter «linker» Analyse. Ich weiß um die Besorgnis vieler bürgerlicher Intellektueller um die Verfassung bürgerlicher Philosophie und Staatswissenschaften. Die Simplifikation bei der Bewertung von Krisen und Kriegen ist auf «beiden Seiten» immer noch das Ergebnis der Blockauseinandersetzungen. Ohne die alten Perspektiven noch zu haben, wird gehandelt, als stünden sich die Blöcke weiterhin gegenüber. Die jeweilige Sichtweise auf den vermeintlichen Gegner bemüht oft die alten Vorurteile und Verflachungen.
II.)
Die Mär, die sogenannten sozialistischen Staaten wären an ihrer mangelnden Produktivität und der Nichtbefriedigung von Konsum zugrunde gegangen, die DDR also wäre an der Bananenfrage gescheitert, ist eben dies: eine Mär. Tatsächlich sind die Staaten in der Folge von Glasnost und Perestroika deshalb kollabiert, weil das übermächtige Grundproblem nur um den Preis des Systembruchs aufgelöst werden kann. Und dieses Grundproblem ist die Einparteienherrschaft. Auch dann, wenn sie, wie in der DDR durch Scheinparteien verbrämt wird. Die daraus resultierende mangelnde Opposition und der gesellschaftliche Stillstand lassen sich nur durch unterdrückende Maßnahmen beherrschen. Man kann nicht zugleich den gesellschaftlichen Fortschritt für sich vereinnahmen und als Ziel die «freie Assoziation der Produzenten» verkünden und zugleich eine Gesellschaft ohne freie Rede, ohne Pressefreiheit, Versammlungsfreiheit, Reisefreiheit und Koalitionsfreiheit organisieren. Der Widerspruch zwischen Anspruch und Realität ist unlösbar. Die sogenannten (oder wirklichen) sozialen Errungenschaften sind dabei keine Substitute für mangelnde Freiheit. Es ist die durch die stalinsche Machtübernahme in der Sowjetunion geschaffene Verwerfung zwischen Behauptung und Wirklichkeit, die zum Zusammenfall der sozialistischen Staaten geführt hat. Die Freiheitsrechte aber sind revolutionäre Rechte. Sie sind in vielen Revolutionen und Revolten erkämpft worden. Sie sind das Fundament, auf dem jede fortschreitende gesellschaftliche Entwicklung aufbauen muss. Die stalinsche Wende hat zur Zerstörung dieses Fundaments geführt. Diese Zerstörung wirkt weiterhin. Die falsche Vorstellung mit Zwang den Zwang bekämpfen zu wollen, ist auch weiterhin bei vielen verbreitet.
[Leander Sukov]
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korrektheiten · 7 years
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Wolfgang Harich heute: Der Islam als Vollendung des Öko-Stalinismus?
ef:"Wolfgang Harich heute: Der Islam als Vollendung des Öko-Stalinismus? http://dlvr.it/NbBFPq "
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kiro-anarka · 5 years
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La alternativa de Wolfgang Harich a la crisis del capitalismo global [.pdf / 58 págs.] Comunismo homeostático
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