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Cregan Stark
Entre Hielo y Fuego.
Entre el Hielo y Fuego
Las Llamas de Desembarco del Rey

El crepitar del fuego envolvía Desembarco del Rey. Desde las torres del Septo de Baelor hasta las puertas de la Fortaleza Roja, la ciudad ardía bajo el dominio de la Reina Rhaenyra, la "Reina Negra". Había llegado con su ejército para reclamar lo que consideraba legítimamente suyo, y en su estela de furia y ambición, no había dejado lugar para la tregua o el perdón. En medio de las llamas, los gritos de desesperación de los leales al rey Aegon II se entremezclaban con los vítores de quienes proclamaban a Rhaenyra como la nueva soberana.
Naella Targaryen, esposa de Aegon, observaba con el rostro impasible desde una celda en lo más profundo de la Fortaleza Roja. Había sido capturada cuando su esposo huyó, dejándola atrás sin una palabra, sin una mirada. Ella, una Targaryen por sangre, estaba acostumbrada a la traición entre los suyos, pero jamás había imaginado que Aegon la abandonaría en su momento más oscuro.
Los días de encierro la habían reducido a la sombra de la mujer orgullosa que solía ser. Su cabello plateado caía en desorden sobre sus hombros, y sus ojos, de un violeta brillante, parecían opacos, como si la desesperación hubiera comenzado a reclamarla. Pero Naela sabía que no podía darse el lujo de caer en la desesperanza. Si algo la había mantenido viva hasta entonces, era la voluntad indomable que la sangre Targaryen infundía en su ser.
El sonido de pasos firmes en el corredor la sacó de sus pensamientos. Las puertas de su celda se abrieron de golpe, y dos guardias entraron, flanqueando a un hombre imponente. Era Cregan Stark, el Señor de Invernalia, hombre de frío semblante y mirada de acero, conocido por su honor, pero también por su implacabilidad en el campo de batalla.
— Princesa Naella,– pronunció su nombre con la gravedad de quien sabe que tiene en sus manos el destino de una reina caída.
Ella levantó la barbilla, su orgullo resistiendo el peso de la situación.– ¿Has venido a sellar mi destino, Stark?
Cregan no respondió de inmediato. La observó por un largo instante, como si estuviera evaluando más allá de las cadenas que la mantenían cautiva. Finalmente, habló.–He venido a llevarte conmigo. La legítima reina Rhaenyra no tiene interés en matarte, pero eso no significa que estés libre.
—¿A dónde me llevarás? – le preguntó Naella mientras lo miraba con escepticismo.
—Winterfell.– le respondió Cregan, su voz tan fría como el viento del Norte.
Un par de días después se encontraban en camino a Winterfell, el viaje fue largo y silencioso. Naella, aunque prisionera, viajaba con dignidad. Sabía que su única oportunidad de sobrevivir estaba en jugar bien sus cartas. Naella sentía cómo iba dejando atrás toda su vida en Desembarco del Rey.
No le tomó mucho tiempo en darse cuenta que Cregan Stark no era como los hombres que había conocido en Desembarco del Rey. En él, no veía ambición desmedida ni lujuria por el poder ni por las mujeres; era una roca inamovible, guiado por el deber y el honor de su casa. Pero eso no lo hacía menos peligroso.
Cada noche en el campamento, Cregan vigilaba a Naella de cerca, aunque le concedía cierta libertad de movimiento, sabiendo que en esas tierras frías y hostiles, no tendría adónde huir. Sin embargo, a pesar de la distancia que intentaba mantener, no pudo evitar sentir una curiosa fascinación por la mujer que se sentaba sola junto al fuego, con el orgullo de una reina, incluso en cautiverio.
Una noche, el silencio entre ellos se rompió. Naella, agotada por la tensión y la incertidumbre, miró fijamente a Cregan desde el otro lado del fuego.
—¿Qué planeas hacer conmigo? – le preguntó, su voz más suave de lo que pretendía.
Cregan, quien estaba afilando su espada, levantó la mirada. Sus ojos grises la observaron por un momento antes de responder.–Te llevaré a Invernalia, como dije. Allí decidiré tu destino.
—¿Decidirás mi destino? ¿Eres tú quien tiene esa autoridad sobre mí?
El Señor de Invernalia la miró con seriedad.–Rhaenyra confía en mi juicio. Te mantendré bajo mi protección hasta que ella decida tu destino final. No eres una amenaza ahora... pero eso no significa que seas inofensiva.
Naela sonrió, pero era una sonrisa triste.–No soy inofensiva, Cregan Stark. Y tampoco soy la mujer que piensas.
Cregan frunció el ceño.– ¿Qué eres entonces?"
La sonrisa desapareció de su rostro.–Soy una Targaryen. Y eso me hace peligrosa.
Conforme pasaban las semanas, Naela y Cregan se vieron envueltos en una dinámica inesperada. Aunque Cregan intentaba mantener su distancia emocional, no podía evitar la creciente admiración que sentía por la fuerza y la astucia de Naella. Ella no era solo la esposa de un rey derrotado; era una mujer que, pese a todo, seguía luchando por su propia supervivencia, y Cregan, como guerrero, reconocía esa misma resistencia en su propio corazón.
Naella, por su parte, comenzó a ver en Cregan algo más que un captor. A diferencia de Aegon, Cregan era un hombre de principios. Mientras Aegon la había abandonado en su momento de mayor necesidad, Cregan, aunque la mantenía cautiva, nunca la trató con crueldad. A pesar de sus diferencias, comenzó a sentir una extraña conexión con el hombre del Norte. No era una simple atracción física; era una admiración silenciosa que poco a poco fue creciendo en algo más profundo.
Una noche, en lo profundo de los bosques del Norte, Naela no pudo contenerse más.– ¿Por qué no me matas, Cregan? Sabes lo que soy. Sabes lo que represento. Si Rhaenyra decidiera que debo morir, lo aceptarías sin dudarlo.
Cregan la miró a los ojos, el fuego reflejándose en su semblante serio.– No soy un verdugo, Naela. Mi deber es llevarte ante la justicia de la Reina. No tomo vidas sin razón.
Ella dio un paso hacia él, acortando la distancia entre ambos.–Y si yo te diera una razón, ¿me matarías?
Cregan la observó en silencio, sus ojos grises enfrentándose a los de Naela. Podía sentir la tensión en el aire, la mezcla de desconfianza y algo más profundo, algo que había estado creciendo entre ellos desde el momento en que se encontraron.
Finalmente, Cregan habló, su voz baja pero firme.–No. No te mataría, no podría hacerlo.
El corazón de Naela latió con fuerza en su pecho. Sabía que estaba jugando con fuego, pero también sabía que el hombre ante ella era diferente a cualquiera que hubiera conocido. Y en ese momento, comprendió algo que la tomó por sorpresa: no quería que Cregan Stark la viera solo como una prisionera o una Targaryen. Quería que la viera como algo más.
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Aemond Targaryen
Claro de Luna

El aire era fresco en los jardines de la Fortaleza Roja, un susurro tranquilo entre los árboles que contrastaba con la constante agitación de la vida cortesana. La noche había caído como un manto oscuro sobre Desembarco del Rey, y la mayoría de los nobles ya se retiraban a sus aposentos, agotados por las interminables reuniones y las intrigas palaciegas. Sin embargo, para Aemond Targaryen, la noche era el único momento en que podía encontrar algo parecido a la paz.
Caminaba en silencio por los jardines, sus pasos firmes pero sigilosos sobre el camino de grava. Su capa negra, bordada con hilos de plata, ondeaba suavemente con la brisa nocturna. El rostro de Aemond, severo y hermoso, estaba en parte cubierto por la sombra de su cabello plateado, aunque su ojo de zafiro brillaba intensamente en la oscuridad. Desde que había perdido su ojo en aquel fatídico enfrentamiento con Lucerys Velaryon, Aemond había aprendido a mantener sus emociones bajo control, escondiendo sus verdaderos sentimientos detrás de una máscara de frialdad y determinación. Pero había algo, o más bien alguien, que estaba empezando a desestabilizar esa máscara.
Se trataba de una dama de la corte, una joven noble que había llegado recientemente a Desembarco del Rey. Su familia, de una de las casas menores del Dominio, había sido convocada por la Reina Alicent para fortalecer sus alianzas en un tiempo de creciente tensión entre los Verdes y los Negros. Aemond la había notado desde el primer día, y desde entonces, su presencia había sido una especie de tormento silencioso para él. Ella era diferente a las otras damas de la corte: donde la mayoría buscaba atraer la atención de los hombres con sonrisas dulces y palabras halagadoras, ella se mantenía al margen, observando con una inteligencia tranquila y una mirada que parecía atravesar las fachadas que todos llevaban.
Aemond, acostumbrado a dominar la situación y a leer a las personas con facilidad, se encontraba desconcertado por ella. Había algo en su porte, en la manera en que sus ojos se detenían en él, que lo hacía sentir expuesto, como si pudiera ver más allá de su fría fachada. Ese desconcierto se había convertido en una mezcla de fascinación y frustración, una emoción que él no había experimentado antes.
Esa noche, Aemond la había visto salir de la sala de banquetes más temprano, su figura envuelta en un vestido de terciopelo oscuro que resaltaba la palidez de su piel y el brillo de su cabello. Sin saber por qué, se había encontrado siguiéndola a distancia, como si algo más fuerte que su propia voluntad lo guiara. La había visto cruzar los jardines, alejarse de las luces y los sonidos de la fortaleza, adentrándose en un rincón más tranquilo y apartado.
Ahora, oculto entre las sombras de un seto alto, Aemond la observaba en silencio. Ella estaba de pie junto a una fuente de mármol, su mirada fija en el agua que caía en un suave susurro. El reflejo de la luna en la superficie del agua iluminaba su rostro con una luz etérea, casi irreal. Aemond sintió una punzada en el pecho, una sensación que no supo identificar de inmediato. Era más que atracción, más que deseo. Era una conexión profunda, casi dolorosa, que lo impulsaba a acercarse a ella, a cruzar esa distancia que los separaba.
Finalmente, incapaz de resistir más, Aemond salió de las sombras, sus pasos resonando levemente en el suelo de piedra. Ella se volvió hacia él, sin sorpresa en su rostro, como si hubiera sentido su presencia desde el principio. Sus ojos, grandes y oscuros, se encontraron con los de Aemond, y en ellos, él vio una mezcla de curiosidad y algo más, algo que lo hacía sentir vulnerable y poderoso al mismo tiempo.
—No deberías estar aquí sola —dijo Aemond, su voz baja pero firme, resonando en el silencio de la noche.
Ella no respondió de inmediato. En cambio, lo estudió por un momento, sus labios curvándose en una sonrisa leve, casi imperceptible, que hizo que el corazón de Aemond latiera un poco más rápido. Finalmente, habló, y su voz era tan suave como la brisa que acariciaba sus cabellos.
—¿Y quién me protegerá si no lo estoy?
Sus palabras eran un desafío, un juego, y Aemond lo supo de inmediato. Era una mujer que no temía enfrentarse a él, que no se dejaba intimidar por su fama o por su rango. Había en ella una valentía silenciosa, una fuerza interior que Aemond encontraba profundamente fascinante.
—Yo lo haré —respondió Aemond, dando un paso adelante, reduciendo la distancia entre ellos.
Ella no retrocedió. En cambio, sus ojos se suavizaron ligeramente, y Aemond vio algo en ellos que lo desarmó por completo. Había calidez, una chispa de ternura que contrastaba con la dureza con la que él había aprendido a ver el mundo. Fue en ese momento que Aemond se dio cuenta de que estaba atrapado, no por sus palabras, sino por algo más profundo, algo que no había anticipado.
Él, que siempre había mantenido el control sobre sus emociones, sobre su destino, sintió que ese control se deslizaba de entre sus dedos. Quiso decir algo, cualquier cosa para recuperar esa sensación de seguridad, pero las palabras lo eludían. En lugar de eso, levantó una mano, sus dedos extendiéndose como si fueran a tocarla, pero se detuvieron a medio camino. El miedo al rechazo, a mostrarse vulnerable, lo frenó.
Ella lo miró, sin apartar la vista de sus ojos, como si estuviera desafiándolo a dar ese paso final. Aemond sintió cómo el peso de la incertidumbre se acumulaba en su pecho. Pero en lugar de retroceder, encontró una inesperada valentía dentro de sí mismo. Dejó caer la mano, pero no se apartó. En cambio, se permitió mirarla con honestidad, dejando que ella viera algo más que la fría determinación que solía mostrar al mundo.
—No tienes que temerme, Aemond —dijo ella en voz baja, y esas simples palabras rompieron la última de sus defensas.
No era el temor lo que lo retenía, sino la propia magnitud de lo que sentía por ella. Era un hombre acostumbrado a la soledad, a depender solo de sí mismo. Pero ahora, frente a ella, la idea de dejarse llevar, de confiar en alguien más, parecía aterradora y liberadora al mismo tiempo.
Sin saber exactamente cómo sucedió, Aemond se encontró a su lado, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, podía oler el leve aroma a jazmín que emanaba de su piel. Sus miradas se cruzaron, y en ese instante, el mundo dejó de existir para ambos. Solo estaban ellos dos, en un rincón aislado de la Fortaleza Roja, compartiendo un momento que, aunque frágil, era más poderoso que cualquier otra cosa que Aemond hubiera experimentado.
El príncipe inclinó la cabeza ligeramente, sus ojos nunca dejando los de ella, buscando alguna señal de rechazo, pero no la encontró. En lugar de eso, ella inclinó su cabeza hacia él, cerrando el pequeño espacio que quedaba entre ellos, sus labios rozando los suyos con una suavidad que lo tomó por sorpresa. Fue un beso breve, casi casto, pero lleno de significado. Aemond sintió que todo lo que había contenido dentro de sí durante tanto tiempo amenazaba con desbordarse. Era un hombre atrapado entre el deber y el deseo, y por primera vez en su vida, deseaba dejar de lado el deber.
Cuando se separaron, ella lo miró con una mezcla de sorpresa y comprensión, como si también estuviera lidiando con emociones que no esperaba. Aemond, aún sintiendo el leve cosquilleo de sus labios, se apartó ligeramente, luchando por recuperar su compostura.
—Debes saber que esto... esto no es fácil para mí —confesó Aemond, su voz apenas un susurro.
—No tiene que ser fácil —respondió ella con suavidad, su mano buscando la suya y apretándola con una ternura que hizo que algo dentro de él se rompiera y se reconstruyera al mismo tiempo—. Solo tiene que ser real.
Esas palabras, tan simples y tan verdaderas, resonaron profundamente en Aemond. Había vivido toda su vida rodeado de expectativas, de la necesidad de cumplir con el legado de su familia, de ser fuerte, de no mostrar debilidad. Pero aquí, en la oscuridad de la noche, con ella, se dio cuenta de que había más en la vida que cumplir con un deber impuesto. Había espacio para algo más, algo que no había permitido que existiera en su vida: amor, o al menos, la posibilidad de él.
El tiempo pareció detenerse mientras permanecían allí, juntos en el silencio de la noche. Aemond, por primera vez, permitió que sus barreras cayeran por completo, permitiendo que ella lo viera, no como el príncipe guerrero, sino como el hombre que era detrás de esa.
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ORGULLO Y SANGRE | Aegon Targaryen | HOTD
Fan Fiction Aegon x Fem (Reader) en Wattpad
En un reino donde los dragones rugen y las llamas de la ambición consumen todo a su paso, desatando la batalla por el trono que cambiará el destino de la casa Targaryen.
Daenelys y Aegon Targaryen, se encuentran en el epicentro de un torbellino político y emocional que divide a su familia. Unidos por un vínculo profundo, su amor florece en medio de la adversidad. Mientras el reino se consume en un brutal conflicto entre Rhaenyra y Aegon. Daenelys debe navegar entre las múltiples alianzas y traiciones. Su lealtad y amor por Aegon la convierten en una figura crucial en este juego de poder, dónde su unión podía elevarlos a la grandeza o amenazar con consumirlos y condenarlos a la perdición de una manera que ni los dragones podrían controlarla.
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Aegon Targaryen x Reader.
Las llamas aún ardían en algunas partes de la ciudad, un eco del caos que había envuelto a King's Landing hace unos instantes. Aunque la facción verde había vencido en batalla al bando de Rhaenyra, no se sentía como una victoria.
El humo se elevaba hacia el cielo nocturno, ennegrecido por las cenizas que flotaban en el aire como sombras espectrales. Desde la Fortaleza Roja, la ciudad parecía una criatura herida, su vida reducida a un suspiro ahogado mientras las llamas devoraban todo a su paso.
Naella Targaryen, observaba la devastación desde uno de los balcones altos de la Fortaleza Roja. Sus ojos violeta, que normalmente brillaban con una mezcla de astucia y vitalidad, ahora estaban apagados, cansados por lo que había vivido.
El ataque había sido brutal, implacable, las calles estaban llenas de los lamentos de los heridos y el hedor a muerte impregnaba el aire. Se preguntaba cuántas vidas habían sido destrozadas en un solo día, cuántos sueños se habían convertido en cenizas junto con las casas que alguna vez llenaron la ciudad.
Pero lo que más la inquietaba era la ausencia de su hermano. Aegon, el rey, y Naella, la reina, habían liderado el contraataque, su furia ardiendo tan brillante como el fuego de sus dragones.
Sabía que no debía preocuparse, que Aegon era fuerte, indomable, pero no podía evitarlo. La sangre que compartían los unía de una manera que a veces le resultaba difícil de explicar, como si sus corazones latieran al mismo ritmo, como si pudieran sentir el dolor y el temor del otro, incluso a la distancia.
Las puertas del balcón de donde se encontraba se abrieron con un golpe, interrumpiendo sus pensamientos. Naella giró rápidamente, su corazón saltando en su pecho al ver a su Aegon entrar. Él estaba cubierto de polvo y hollín, su cabello plateado enmarañado y su rostro marcado por la fatiga. Pero sus ojos, esos ojos del mismo color que compartían, estaban llenos de una tormenta que ella conocía demasiado bien.
-Naella,- dijo, su voz ronca, cargada de una mezcla de cansancio y alivio al verla ilesa. Sin pensarlo, Naella corrió hacia él, sus brazos rodeando su cuello en un abrazo desesperado. Sentía su corazón latiendo con fuerza contra su pecho, y solo cuando lo sintió, cuando supo que estaba vivo y en casa, pudo permitir que el nudo en su garganta se deshiciera.
No dijo nada; las palabras no eran necesarias entre ellos. En lugar de eso, se aferró a él, sintiendo la dureza de su armadura y el calor de su piel debajo. Aegon la sostuvo con fuerza, como si temiera que ella pudiera desvanecerse en el aire si la soltaba. Podía sentir la tensión en su cuerpo, la carga que llevaba como rey, pero también como hermano, protector y amante de lo que aún quedaba de su hogar.
Finalmente, Naella se separó lo suficiente como para mirarlo a los ojos.
-¿Estás herido?- preguntó, su voz baja y temblorosa. Él negó con la cabeza.
-Solo cansado,- respondió, pero sus palabras eran un eufemismo.- ¿Y tú?
Negó con la cabeza, Naella podía ver el agotamiento en cada línea de su rostro, en la manera en que sus hombros se encorvaban ligeramente. Había visto tanto en tan poco tiempo, y el peso de todo ello lo estaba desgastando.
-Ven,- dijo ella suavemente, tomando su mano. Lo guió hacia una de las sillas junto al fuego que aún ardía en la chimenea, un fuego mucho más amable que el que había consumido la ciudad.
Aegon se dejó caer en la silla con un suspiro pesado, mientras Naella se arrodillaba a su lado, sus manos delicadas trabajando para desabrochar las correas de su armadura.
-No tienes que hacer esto,- murmuró él, tratando de levantarla, observándola con una mezcla de gratitud y culpa.
-Quiero hacerlo,- respondió ella, sus dedos moviéndose con precisión, acostumbrados a la tarea después de tantos años.-Déjame cuidar de ti, esta noche.
Aegon cerró los ojos, dejando que su hermana y esposa lo despojara de la pesada armadura, dejando que el cansancio se apoderara de él por un momento.
Cuando estuvo libre del metal, Naella se levantó y fue hacia la mesa cercana, donde había un jarrón de vino rojo. Sirvió una copa y se la ofreció
-Ten-le dijo, su tono firme pero suave.- Necesitas recuperar tus fuerzas.-Aegon tomó la copa y bebió profundamente, el líquido cálido extendiéndose por su garganta y aliviando algo de la tensión en su cuerpo. Naella lo observó en silencio, sentada frente a él, sus manos reposando sobre su regazo.
Sabía que había algo más detrás de su mirada, algo que él no le estaba diciendo, y decidió no presionarlo. No ahora, el silencio entre ellos era cómodo, casi reconfortante, como un refugio en medio del caos. Pero ese silencio fue roto cuando Aegon dejó la copa vacía a un lado y levantó la mirada hacia su hermana.
-Naella, hoy... hoy he visto cosas que jamás podré olvidar,- confesó, su voz apenas un susurro, como si temiera que al decirlo en voz alta, las imágenes volvieran a él con más fuerza.-La ciudad arde, y con ella la gente.-Por más que intentemos reconstruir, nunca podremos devolverles lo que han perdido.
Naella sintió un nudo en la garganta al escuchar el dolor en su voz. Sabía a lo que se refería, ella había visto la destrucción con sus propios ojos. No sabía qué decir, no había palabras que pudieran consolarlo. Pero su presencia, su amor, era lo único que él necesitaba en ese momento.
Se levantó y se acercó a él, arrodillándose a su lado para tomar sus manos entre las suyas.
-Aegon,- comenzó, buscando sus ojos,- hicimos lo que debíamos. Eres el rey, pero no puedes cargar con todo el peso del mundo en tus hombros. Eres fuerte, pero también eres humano.
Él soltó un suspiro largo, inclinando la cabeza hacia adelante hasta que su frente tocó la de ella.
-No sé cómo seguir adelante, Naella. Todo lo que toco se convierte en cenizas. Todo lo que hago, no importa cuán bien intencionado, acaba en desastre.
Naella sintió su dolor como si fuera suyo, la conexión entre ellos tan fuerte que sus almas parecían entrelazadas.
-No estás solo en esto,- susurró, sus labios rozaron suavemente la piel de su hermano. -Yo estoy contigo. Siempre estaré contigo, Aegon, hasta el final.
Sus palabras parecían darle fuerza, y él levantó la cabeza, mirándola con una intensidad que hizo que su corazón latiera con fuerza. La proximidad entre ellos, la vulnerabilidad en sus ojos, todo contribuyó a ese momento en que el mundo exterior desapareció, y solo quedaron ellos dos, juntos en su dolor, juntos en su amor.Sin pensarlo, Aegon inclinó la cabeza hacia ella, capturando sus labios en un beso que era tanto una súplica como una promesa. Fue un beso lento, cargado de una pasión contenida que crecía entre ellos durante tanto tiempo, una pasión que desde que tenían memoria, los consumía.
Naella respondió el beso con fervor, sus manos subiendo por su cuello para enredarse en su cabello. Sus cuerpos se acercaron más, como si intentaran fundirse el uno en el otro, buscando consuelo, buscando algo que los hiciera sentir vivos en medio de tanta muerte.
Cuando el beso terminó, ambos se quedaron sin aliento, sus frentes aún juntas, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo momento de necesidad desesperada.
-Aegon,-murmuró Naella, su voz llena de emoción, -te amo.
Él la miró, sus ojos brillando con la intensidad de su propia confesión.-Naella, tú eres lo único que me mantiene cuerdo, lo único que me da fuerzas para seguir adelante. Sin ti, no soy nada. No puedo... no quiero perderte.
Ella sonrió, una sonrisa pequeña pero sincera, sus manos aún enredadas en su cabello.-No me perderás, Aegon. Pase lo que pase, no te dejaré solo.
El fuego en la chimenea crepitaba suavemente, lanzando sombras cálidas sobre ellos mientras se abrazaban en ese momento íntimo. Aegon, por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez, solo tal vez, había esperanza en medio de la oscuridad. Con Naella a su lado, podía enfrentarse al mundo, podía soportar la carga de la corona y todo lo que conllevaba.
La noche avanzó lentamente, pero para Aegon y Naella, el tiempo parecía detenerse. Permanecieron juntos, volviéndose en un sólo ser, hablando en susurros, compartiendo sus sueños y los recuerdos de una infancia que ahora parecía tan lejana.
Cada palabra, cada mirada, servía para estrechar aún más el lazo que los unía, un lazo que había sido forjado en fuego y sangre, pero también en los pequeños momentos de ternura y amor.
La cabeza de Naella estaba recostada en el pecho de Aegon, escuchando los latidos de su corazón. Sentía la calidez de su cuerpo contra el suyo, y por un instante, todo lo demás dejó de importar.
En su abrazo, encontraban la paz que tanto anhelaban, un refugio en el que podían olvidar la violencia y el caos que habían visto.
Aegon, se aferraba a Naella como si ella fuera su única ancla en un mundo que se desmoronaba a su alrededor. Acariciaba su cabello suavemente, dejándose llevar por la suavidad de sus mechones plateados, que reflejaban la luz del fuego con un brillo casi etéreo. La sentía tan cerca, tan real, y eso lo confortaba más que cualquier promesa de poder o gloria.
-Recuerdo cuando éramos niños,- murmuró Naella, rompiendo el silencio con una voz cargada de nostalgia.- Solíamos escapar de las lecciones de la septa, para volar juntos. Siempre pensaba que éramos invencibles cuando estábamos en el aire, lejos de todo.- Aegon sonrió débilmente, recordando aquellos días.
-Éramos invencibles,- respondió, su voz teñida de melancolía.- Al menos, así lo sentía cuando estaba contigo. No había nada que temer cuando volábamos tan alto, solo tú y yo, y el cielo infinito.
-Extraño esos días,-confesó ella, sus dedos trazando patrones suaves sobre su pecho.- Extraño la simplicidad de todo, cuando lo único que nos importaba era estar juntos, lejos de las responsabilidades, de las expectativas...
-Las cosas cambiaron,- dijo Aegon, su tono sombrío.- El peso del trono nos separó de esa libertad. Pero aún así, siempre he sentido que... de alguna manera, seguimos siendo los mismos. No importa cuánto cambie el mundo a nuestro alrededor, tú sigues siendo mi Naella. La única persona en la que confío plenamente, la única que me entiende.- Naella levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, su expresión seria y llena de una tristeza profunda.
-Aegon, sabes que siempre estaré a tu lado. Pero hay algo que no puedo evitar pensar ¿y si todo esto no es suficiente? ¿Y si nuestro amor es nuestra debilidad? - Aegon frunció el ceño ante sus palabras, pero en el fondo, sabía que tenía razón.
-Nuestro amor es una espada de doble filo,- admitió con amargura.-Nos hace fuertes, pero también nos expone. Y en nuestro mundo, las debilidades son peligrosas.
-Pero aun así,-continuó Naella,- no puedo evitar amarte. Ni quiero hacerlo. Tú eres mi vida, Aegon. Sin ti, todo esto... el trono, el poder, no tiene sentido.- Aegon la miró con una mezcla de admiración y dolor. Sabía que lo que sentían era peligroso, su matrimonio mismo había arrastrado a Naella a que Rhaenyra quisiera la cabeza de ella y de él.
Su amor los exponía a ambos en formas que el resto del mundo no entendería ni perdonaría. Pero también sabía que no podía renunciar a ella. Naella era más que su hermana, más que su reina consorte; era la mitad de su alma.
-Te he necesitado más de lo que te he dicho,- confesó él, bajando la mirada.- Cada día, cada momento, he dependido de ti para mantenerme en pie. No sé qué haría sin ti, Naella. Eres lo único que me queda de todo lo que solía ser importante para mí.
Naella colocó una mano bajo su barbilla, levantando su rostro para que sus miradas se encontraran de nuevo.- No tienes que cargar con todo tú solo, Aegon,- le dijo con suavidad, pero con una firmeza que no permitía dudas.- Deja que te ayude, que comparta esta carga contigo. No solo como tu igual.
Él la observó en silencio durante unos instantes, asimilando sus palabras. Era cierto, siempre había intentado protegerla, mantenerla a salvo de las duras realidades de ser rey y de la crueldad del mundo que los envolvía. Pero ahora entendía que esa protección no era lo que ella necesitaba.
Naella no era una niña asustada que debía ser resguardada. Era una mujer fuerte, era capaz, astuta y sobre todo, era la única persona en la que él podía confiar por completo.
-Lo haremos juntos,- dijo finalmente, su voz cargada de determinación.-Juntos, encontraremos una manera de sobrevivir a todo esto, de construir algo mejor, algo que valga la pena.
Naella sonrió, una sonrisa pequeña pero llena de esperanza.- Juntos,- repitió, y se inclinó para besarlo de nuevo, esta vez con más dulzura, con más promesa de un futuro compartido.
El beso fue largo y tierno, una reafirmación de todo lo que habían compartido y de lo que estaba por venir. Aegon envolvió a Naella en sus brazos y se posicionó sobre ella, teniendo cuidado de no aplastarla
La noche era fría, pero en los brazos del otro, encontraron el calor que tanto necesitaban. Sus cuerpos estaban entrelazados, como si temieran que la distancia entre ellos pudiera deshacer la conexión que tanto valoraban.
Cuando terminaron, Naella descansaba sobre el brazo fuerte de Aegon, el latido constante de su corazón era un recordatorio de que estaba vivo, de que estaban juntos.
-Cuéntame de esos días en que éramos niños,- pidió Aegon, con voz suave, casi un susurro.
Naella cerró los ojos, dejando que los recuerdos la envolvieran.- Recuerdo la primera vez que volamos juntos,- comenzó, su tono soñador.- Tú tenías solo siete años, y yo, cinco. Me convenciste de que montara a lomos de Sunfyre contigo, aunque estaba aterrada. Pero cuando estábamos en el aire, todo miedo desapareció. Era como si el mundo entero estuviera a nuestros pies.
Aegon sonrió ante el recuerdo.- Recuerdo que al aterrizar, mamá estaba furiosa,- añadió, una risa suave escapando de sus labios.- Me castigaron, pero valió la pena.
Naella rió con el, una risa que resonó con el eco de su inocencia perdida.
-Oh, cómo desearía que las cosas fueran tan simples de nuevo.
-Podríamos hacerlas simples,- sugirió Aegon, sus dedos acariciando su cabello. -Podríamos olvidar todo esto, huir juntos, lejos de aquí. Vivir en algún lugar donde nadie nos conozca.
Naella lo miró, sus ojos llenos de deseo y tristeza al mismo tiempo.- Es un sueño hermoso,- dijo,- pero sabes que no podemos escapar de quienes somos. El trono nos persigue, Aegon. Y aunque quisiéramos, nunca podríamos vivir una vida simple.
Él asintió, sabiendo que ella tenía razón. Pero aun así, el deseo de dejarlo todo atrás, de vivir una vida de amor y libertad, permanecía en su corazón.
-Algún día,- dijo, sus palabras llenas de anhelo.- Encontraremos nuestra paz.- Naella se acercó más a él, buscando su calor, su presencia.
-Hasta entonces, Aegon, prometo que estaré contigo. Pase lo que pase, no te dejaré solo en esto.
Se quedaron en silencio después de eso, pero era un silencio lleno de promesas y de un amor que trascendía cualquier vínculo fraternal. En los brazos del otro, encontraron el refugio que tanto anhelaban, un respiro en medio de la tormenta que se cernía sobre ellos.Mientras la noche avanzaba, el cansancio finalmente los venció. Aegon se quedó dormido primero, su respiración lenta y profunda, sus brazos aún rodeando a Naella como si temiera que ella pudiera desaparecer mientras dormía. Naella, aunque agotada, permaneció despierta un poco más, observando el rostro de su hermano, tan pacífico en ese momento. Se preguntó cuántas más de esas noches compartirían, cuántos más momentos podrían robarle al destino antes de que el peso de la corona los consumiera por completo.
Finalmente, Naella cerró los ojos, permitiéndose caer en un sueño profundo, sabiendo que en los brazos de Aegon, estaba segura, al menos por esa noche.

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