Resplandor entre Tinieblas - Capítulo 133. Yo no necesito nada
Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 133.
Yo no necesito nada
Mabel no despertó de nuevo hasta que unos agudos alaridos, reemplazados por momentos por una estridente risa, la hicieron salir abruptamente del sueño y estremecerse. Al abrir los ojos, estos fueron golpeados por la brillante luz de la mañana, lastimándoselos un poco. Lo siguiente que sus sentidos percibieron fue un dolor de espalda, provocado muy seguramente por la incómoda posición que había tomado para dormir en la circunferencia de la alcantarilla.
—No puede ser —murmuró incrédula para sí misma, mientras intentaba enfocar su mirada lo suficiente para apreciar el cielo azul sobre ella. Había dormido toda la noche; ¿cómo podía haber sido tan estúpida? Ahora tendría que moverse bajo la luz del día, el doble de expuesta de lo que ya se encontraba.
—¿Y tú qué haces ahí, muñeca? —captó de pronto la voz gangosa de alguien que le hablaba; la misma voz que al parecer la había despertado.
Al bajar la mirada del cielo, Mabel miró directamente un rostro cubierto casi por completo por una sucia y desaliñada barba oscura, y unos ojos pequeños que la miraban fijamente. Era un hombre, vistiendo ropa vieja muy sucia y desgastada, además de un gorro tejido y una chaqueta. Con las manos empujaba un carrito de supermercado, en esos momentos totalmente lleno de bolsas, latas y algunas cajas.
—¿Escapaste de casa, mi cielo? —le cuestionó aquel hombre, claramente un vagabundo, y uno muy audaz además—. Esa en donde estás es mi cueva privada. Pero si quieres la compartimos.
El canturreo que había acompañado a esas últimas palabras claramente tenía detrás una intención que no se esforzaba mucho por ocultar.
Mabel resopló y salió de la alcantarilla con un salto, para luego comenzar a alejarse de aquel sitio sin mirar ni contestarle nada a aquel extraño.
—¿A dónde vas, mi amor? —le gritó el vagabundo a sus espaldas con tono pícaro—. Si apenas iba a comenzar lo divertido.
Completó su comentario con otra estridente y socarrona risa.
Era peligroso dejar a alguien que la hubiera visto con vida, pero más peligroso aún intentar deshacerse de él a plena luz del día, y en especial utilizar las reservas de energía que le quedaban en ello. No sabía lo que le esperaba, y lo mejor era dejar el rastro de cadáveres lo menor posible, aunque a esas alturas quizás ya era un poco tarde para dicha consideración.
Mientras intentaba decidir su próximo movimiento y avanzaba hacia la escalera de servicio que la sacaría del canal y la devolvería a la calle, de nuevo una voz se hizo presente a sus espaldas, pero en esta ocasión no era la de aquel pordiosero.
—Dormir en las alcantarillas —masculló con tono burlón—. Cuando pensé que no podías caer más bajo, Doncella.
Mabel se detuvo en seco y se giró rápidamente hacia atrás. A sólo unos cuantos pasos de ella, a mitad del canal como si fuera cualquier cosa, la imagen de Rose la Chistera se hacía presente, mirándola con sus profundos ojos asomándose de debajo de la pronunciada sombra que dibujaba el ala de su sombrero.
—Lo que me faltaba —exclamó Mabel con marcada molestia—. Creía que el golpe en la cabeza me había librado al fin de ti.
Antes de que la aparición de Rose, alucinación o lo que fuera, abriera la boca, Mabel intentó ignorarla y seguir su camino hacia la escalera. La escuchó pronunciar algo, pero no le prestó la menor atención. En su lugar, trepó apresurada por la escalera, subió con cuidado por la loma y atravesó el mismo agujero de malla por el que se había colado. Sin embargo, al estar al otro lado del agujero y enderezarse, Rose ya estaba ahí de pie delante de ella, algo que en realidad no le resultó tan sorprendente.
—No has entendido ni un poco lo que está ocurriendo —le recriminó Rose con severidad.
—Lo único que entiendo es que James está muerto, y tú eres un producto de mi imaginación —le respondió con firmeza, al tiempo que le sacaba la vuelta y comenzaba a andar con paso veloz por la acera, sin ningún rumbo fijo en realidad—. Estoy sola, es probable que toda la jodida policía de esta ciudad me esté buscando, y no tengo ni idea de dónde está el mocoso paleto, Abra o cualquiera de las otras chiquillas, ni las fuerzas suficientes para intentar rastrear a alguno en mi estado actual. Y aunque no fuera el caso, no ganaría nada con ello. Lo único que puedo hacer es largarme de aquí lo antes posible, y huir lo más lejos que pueda de todo esto. Así que si no tienes una buena idea de cómo podría salir de la ciudad a salvo, mejor cállate. O mejor aún, desaparece.
—No puedes irte aún, tonta —dijo la voz de Rose de pronto, justo a su lado, como si se hubiera materializado en un instante en esa posición (y muy probablemente así fue).
—Sólo mírame —le respondió Mabel con voz astuta.
—Necesitas volver a la casa rodante.
—¿Estás loca? ¿Qué digo?, si la loca soy yo.
—El termo, niña tonta —espetó Rose, casi con violencia—. El termo con el vapor, el que la Sombra te llevó. Aún sigue ahí.
—Sí, ya había pensado en eso, gracias. Pero para llegar al parque de remolques tendría que cruzar hasta el otro lado de la ciudad y un poco más. Es muy arriesgado. Y, además, a lo mucho le quedaba la mitad del vapor o un poco más. No vale el riesgo.
—Este termo sí vale el riesgo —recalcó Rose la Chistera—. Tienes que terminar el ritual.
Aquella última frase destanteó bastante a Mabel, como si hubiera sido parte de una conversación totalmente diferente a la que estaban teniendo. Fue lo suficiente como para forzarla a detener su casi huida por unos instantes.
—¿Ritual? ¿Cuál ritual? ¿De qué estás…?
Se detuvo y se giró rápidamente hacia ella pero, similar a algunas de las veces anteriores, en cuanto lo hizo Rose ya había desaparecido por completo, como si nunca hubiera estado ahí… y también bien podría haber sido así, muy probablemente.
—Ahora sí decides desaparecer, jodida perra —soltó el aire como una aguda maldición.
¿De qué ritual estaba hablando? Intentó por unos momentos encontrarle algún sentido, pero lo desechó casi al instante. Aquello no tenía caso, porque esa no era Rose; sólo una alucinación de su propia mente trastornada. Por supuesto que terminaría diciendo cosas sin sentido como esa.
Decidida a olvidarse de aquello, comenzó a avanzar por la calle cabizbaja, intentando no llamar en lo absoluto la atención. No había nadie cerca, más allá de aquel vagabundo en el canal, así que en general resultaba sencillo. Sin embargo, no avanzó mucho antes de que un sonido más se hiciera presente en la relativa quietud de la mañana. En esta ocasión no fue una voz, sino el distintivo sonido de un teléfono.
Mabel alzó su mirada pensativa al frente, notando a unos metros lo que parecía ser una vieja, destartalada y banalizada cabina de teléfono. Posiblemente no hubiera reparado en lo absoluto en ella si no fuera por el teléfono que sonaba. Se aproximó con cautela, parándose delante de la cabina. Le sorprendía que aún funcionara. Recordaba hace ya mucho tiempo (aunque para ella había sido casi un respiro) cuando esas cosas eran toda una novedad, y ahora habían quedado prácticamente en el olvido gracias a los teléfonos celulares. Una reliquia del pasado, así como ella misma de cierta forma.
El teléfono dejó de sonar, y esa fue la señal de Mabel para seguir su camino. No dio más de dos pasos antes de que volviera a sonar, obligándola a detenerse y girar de nuevo hacia él. ¿Era acaso eso real o algún otro tipo de alucinación? Quizás la Rose de su cabeza había cambiado de estrategia y ahora quería hablarle por teléfono. O, tal vez, era sólo una coincidencia.
Cuando dejó de sonar otra vez, se dispuso a seguir andando, pero volvió a tintinear por una tercera vez. Mabel resopló y se giró sobre sus pies para adentrarse en la cabina, empujada más por su curiosidad que por otra cosa; más valía que eso no fuera una maldita alucinación. Descolgó entonces el teléfono y lo acercó a su oído. No tenía pensado decir nada, sólo escuchar y luego colgar. La voz al otro lado de la línea no tardó mucho en pronunciar de inmediato:
—Esquina de Lincoln Blvd. y la Calle 83, en una hora. No llegues tarde.
—¿Qué? —murmuró Mabel despacio, desconcertada. La voz no sólo no dijo nada más, sino que colgó al segundo siguiente.
La Doncella apartó el auricular de su oído y lo miró aún en su mano con incertidumbre. Aquella no había sido la voz de Rose, aunque todo había sido tan rápido que no podría estar del todo segura. Pero lo fuera o no… ¿qué significaba aquello? ¿Quería que fuera a esa dirección? ¿Y quién lo quería exactamente?
Todo eso le olía a leguas a una trampa, aunque no estaba segura de quién. De la policía lo dudaba; si estuvieran en esos momentos observándola, en lugar de jugar con llamadas crípticas simplemente tenían que lanzársele encima en ese mismo momento. Pero si no se trataba de la policía… la otra alternativa era Thorn.
Recordaba que en el pasado se había comunicado con ellos por medios similares a ese para darles instrucciones cuando quería que se presentaran o hicieran algo por él. Cuando pidió que James lo viera en su departamento en Los Ángeles, había mandado a un repartidor de comida a entregar un pedido a su casa rodante que ellos por supuesto no habían ordenado, y que contenía en su interior la petición. A ese paleto sí que le gustaba la teatralidad.
Si en efecto se trataba de él, no sabía si acaso era más o menos preocupante. Ir a su llamado era de las cosas que menos le atraía en esos momentos, en especial si no confiaba que la estuviera llamando para ayudarla, y no para simplemente deshacerse de ella de una vez por todas.
«Pero me necesita» pensaba Mabel intentando convencerse a sí misma. «Soy la única que puede rastrear a las personas que busca. Incluso podría conseguirme un poco más de vapor para estar fuerte y poder servirle mejor…»
Aquel pensamiento la horrorizó al instante. ¿En serio pensaba ir con ese paleto a rogarle protección y unas cuantas migajas? La desesperación la estaba volviendo cada vez más patética, justo como la Rose de su cabeza le decía.
Colgó el teléfono con fuerza, casi rompiéndolo en el proceso, y salió presurosa de la cabina para seguir su marcha. Si aquello era obra de ese paleto, lo mejor que podía hacer era irse lo más lejos posible de ahí y de esa dirección. Aunque… no podía ignorar lo que aquella mujer, la tal Verónica, había mencionado en el hospital sobre que “él no se encuentra disponible en este momento para mandar a nadie a hacer nada.” Ignoraba qué significaba o si era cierto. ¿Habría salido herido de alguna forma? ¿Qué había pasado esa noche? El estar tan en blanco de la situación real ciertamente la tenía en desventaja. Siempre tenías que estar un paso delante de tus presas, saber qué harán y cuándo; era una de las primeras cosas que Rose, la verdadera, le habían enseñado. Y en esos momentos ciertamente no estaba enterada de casi nada.
Debía de alguna forma solucionarlo.
— — — —
Desobedeciendo su propio instinto, una hora más tarde se presentó justo en el sitio que aquella llamada le había indicado. Las avenidas mencionadas resultaron ser más concurridas de lo que Mabel hubiera querido, por las que varios automóviles pasaban y se detenían en los semáforos. El sol ya brillaba con fuerza sobre su cabeza, y estaba relativamente caluroso. En una esquina había una gasolinera, y en las otras un restaurante, una pequeña plaza, y un auto lavado. Ignoraba a cuál de los cuatro sitios debía de ir, así que se dirigió a la gasolinera, esperando que a ningún maldito coche patrulla se le ocurriera llenar el tanque justo en ese momento.
Para no llamar demasiado la atención, entró a la pequeña tienda, intentando pasar totalmente desapercibida, mezclándose con el resto de los clientes y sin mirar a ninguno a la cara, y no dejar que ninguno la viera a ella. Esto aplicaba también para las cámaras de seguridad. Todos esos eran trucos y habilidades que había aprendido con las muchas décadas en el Nudo Verdadero.
Aquella osada travesía era también con el fin de comprarse una gorra para cubrirse mejor el rostro, unos lentes oscuros, algunos panecillos dulces y una botella de agua para disimularlo un poco. Además de que le vendría bien comer algo. Los verdaderos con su nueva fisionomía no necesitaban comer para sobrevivir, salvo el vapor de los paletos, claro. Pero el no necesitar no implicaba que no podían hacerlo, y en especial disfrutar de los sabores y olores. Eran pequeños estímulos que ayudaban a mantenerlos despiertos, y ciertamente lo necesitaba en esos momentos.
El cajero le cobró sus cosas sin ponerle demasiada atención. Su apariencia desaliñada y olor a alcantarilla de seguro ayudaba bastante a ello. Para pagar, utilizó algo del dinero que les había arrebatado a Sadie y Lacey, antes de tirarlas en aquel basurero. De seguro para ese entonces ya debían de haberlas encontrado, así que no podía quedarse demasiado en un solo sitio. Esperaba que quien fuera que la hubiera citado se diera prisa.
Se colocó en un punto algo escondido a lado de la tienda, comiendo sus panecillos mientras veía a todos los autos que entraban y salían de la gasolinera, esperando quizás ver alguna de las camionetas negras del mocoso. Estaba además cerca de un viejo teléfono público colocado justo afuera de la tienda, esperando que quizás la misma persona intentara comunicarse por él.
No pensaba esperar demasiado; sólo el tiempo que tardara en acabarse sus bocadillos. Y en efecto, cuando dio el último bocado, aún nada pasaba; el teléfono no sonaba, y nadie conocido o sospechoso hizo acto de presencia.
Mejor así.
Se aproximó al bote de basura afuera de la tienda y tiró la envoltura de su pan. Se dirigió entonces hacia la calle, con la intención de cruzar al otro lado hacia el auto lavado, y alejarse de ahí. A medio camino, sin embargo, una persona en una bicicleta se dirigió directo hacia ella, casi arrollándola si no fuera porque logró frenar a último momento, casi derrapando.
—Oh, lo siento —se excusó el hombre en la bicicleta, de casco y chaleco verde, y una mochila marrón en la espalda—. ¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes —le respondió Mabel escuetamente, reanudando al instante su marcha.
—Espera, por favor —pronunció el hombre de la bicicleta con ímpetu—. ¿Srta. Maiden? ¿Mabel Maiden?
Mabel se detuvo en seco al oír aquello. ¿Sabía su nombre? ¿Sabía su nombre de Verdadera…?
Todo su cuerpo se puso tenso. Su mirada se giró a su alrededor, intentando detectar coches de policía o uniformados aproximándose por alguna dirección. Las luces y los ruidos la marearon un poco, pero intentó pensar rápido. ¿Debía huir? ¿Debía matar a ese sujeto, fuera quien fuera? ¿Debía…?
—Tengo un paquete para ti —comentó de pronto el mismo chico de la bicicleta, tomándola por sorpresa—. Dijeron que lo esperaría justo aquí una chica con tu descripción. ¿Sí eres tú?
Mabel giró lentamente. El chico de la bicicleta se encontraba en esos momentos buscando algo en su mochila, que no tardó en encontrar y extendérselo: un paquete pequeño en una caja café, sin ninguna etiqueta.
¿Otra vez la táctica del repartidor? De nuevo todo apuntaba a ese mocoso paleto.
—Sí, soy yo —respondió tras un rato con severidad, aproximándosele.
—Firma aquí, por favor —le pidió el chico, extendiendo su celular con una pantalla en blanco para que pusiera su firma con el dedo. Mabel dibujó cualquier cosa que pareciera remotamente una firma, y con eso bastó para que le entregaran el paquete—. Gracias, buena tarde.
Sin más, el chico se montó de nuevo en su bicicleta y se alejó en ella.
Mabel volvió a su pequeño escondite a un lado de la tienda, detrás del contenedor de basura, y abrió con rapidez el paquete. Dentro de la caja se encontró con un teléfono móvil, al parecer usado; un modelo de hace algunos años, y no muy llamativo.
Se encontraba pensando qué se suponía que debía hacer con él, cuando comenzó a sonar de pronto con una sonora canción en español. El nombre en la pantalla de quien llamaba aparecía simplemente como V. S.
Mabel dudó un poco, pero al final tomó el teléfono, atendió la llamada y lo aproximó a su oído. Similar a como había hecho en la cabina, no dijo nada y permitió que la otra persona empezara la conversación. Y ésta, de nuevo, no tardó mucho en hacerse escuchar.
—Mucho mejor —pronunció una voz risueña al otro lado de la línea—. Así podremos hablar con mayor libertad, ¿no te parece?
Mabel siguió en silencio. Aquella voz le resultaba conocida, pero no ubicaba claramente de momento a quién pertenecía. No era Thorn, eso lo tenía seguro; era en realidad la voz de una mujer.
Cuando al parecer fue evidente que Mabel no diría nada, la persona al otro lado optó por seguir hablando por su cuenta.
—¿Te cuento una cosa? Cuando la Sombra seguía a Samara y las otras por orden de Damien, les entregó el teléfono de su última víctima, para que así Damien pudiera comunicarse con ellas. Creí que quizás encontrarías divertido que hiciera lo mismo contigo, ya que el teléfono que tienes en la mano en estos momentos perteneció al pobre y joven paramédico al que le rebanaste la garganta en cuanto despertaste. Y ahora, encima de eso, le robaste. Un nuevo crimen a tu expediente, Doncella.
Toda aquella palabrería fue más que suficiente para ubicar al fin a esa persona.
—Eres esa paleta del hospital —soltó con desdén.
La voz al otro lado rio divertida.
—Si vamos a tener una relación de trabajo fructífera, tendrás que empezar a llamarme Verónica, ¿de acuerdo?
—Tú fuiste la que mató a ese sujeto, no yo —exclamó Mabel, defensiva.
—¿En serio importa? ¿Qué es uno más entre los miles que ya cargas contigo? Por cierto, si fuera tú no me quedaría quieta en ese sitio por mucho tiempo, que esa gorra y esas gafas no te ocultarán tanto como crees.
Mabel se sobresaltó, girándose a mirar rápidamente a su alrededor. ¿La estaba viendo? ¿Desde dónde? ¿Un automóvil? ¿Alguna cámara de seguridad? ¿O la estaría viendo a la distancia? ¿Era acaso capaz de hacer algo como eso sin ser una vaporera?
No tuvo mucho tiempo para meditar al respecto, pues los distintivos colores y forma de una patrulla de policía se hicieron presente en la calle a un lado de la gasolinera, haciendo alto en el semáforo. Eso la empujó a reaccionar, salir de inmediato de su escondite y dirigirse a la dirección totalmente contraria, intentando disimular su paso.
—Eso es —exclamó con júbilo la voz de Verónica en el teléfono—. Mantente en movimiento y no llames la atención. Sé que eso en teoría lo sabes hacer bien, pero tu situación actual no es nada fácil.
—¿Qué es lo que quieres? —exclamó Mabel ofuscada.
—Te lo dije, ¿recuerdas? Necesito que hagas un par de cosas por mí.
—¿Qué cosas?
—De entrada, necesito que te vayas encaminando hacia Maine.
—¿Maine? —murmuró la Doncella, confundida—. ¿Qué hay en Maine?
—Muchas cosas —ironizó Verónica—. La ubicación exacta te la mandaré cuando ya estés cerca, pero primero tienes que salir de la ciudad. Espero ya hayas pensado en algún modo, si no…
—No voy a hacer nada de lo que tú me digas —le cortó la verdadera de forma tajante—. No sé si estás haciendo esto por algún estúpido juego de Thorn o por tu cuenta, pero lo que sea me da igual. Yo ya no recibo órdenes de paletos.
—Qué carácter. ¿Segura que estás en posición de ponerte tan pedante? Todo el mundo necesita de una amiga en momentos de crisis.
—Yo no necesito nada de ti ni de Thorn —sentenció Mabel con firmeza—. Gracias por el teléfono nuevo. Le quitaré la memoria en este momento y adquiriré una nueva en cuanto pueda. No vuelvas a buscarme, y eso va también para tu amo.
—Te arrepentirás… —canturreó Verónica como una risueña amenaza, un instante antes de que Mabel le colgara abruptamente.
Cumpliendo con lo que había dicho, rápidamente abrió la tapa posterior del teléfono y le retiró la batería y el chip. Se aproximó a un bote de basura con la clara intención de tirar ambos en él, pero se detuvo a último momento. Ciertamente no sabía cuándo estaría en posición de adquirir otra tarjeta exactamente, así que lo más sensato sería conservarlos de momento; sólo por si acaso.
Guardó el teléfono en un bolsillo de su chaqueta, la batería y el chip en otro, y siguió avanzando por la banqueta.
— — — —
La entrevista de Samara terminó saliendo bien; mejor de lo que Matilda esperaba. Al inicio le habían pedido que se retirara de la sala para poder hablar a solas con la niña, pero la negativa de Samara para hablar si Matilda no estaba presente resultó lo bastante convincente. Después de todo, ¿cómo negarle a una niña que había pasado por tan traumática experiencia el contar con el apoyo de su psiquiatra? De todas formas la trabajadora social y la detective le exigieron no intervenir y limitarse a sólo observar, y así lo hizo. No era que hubiera tenido que hacerlo, pues Samara lo hizo muy bien, diciendo justo lo que le habían indicado que dijera; no más, no menos.
Matilda pensó por un momento que la presión terminaría siendo demasiada para Samara, en especial tras la negativa que había expresado más temprano durante el desayuno. Pero se mantuvo firme hasta el final, aunque no lo suficiente como para que se notara que lo estaba inventando. Como decían algunos, la mejor forma de decir una mentira era apegarse lo más posible a la verdad, y en parte eso fue justo lo que Samara hizo. Explicó lo ocurrido, pero torciendo sólo un poco los detalles. El más significativo, que en efecto la tuvieron encerrada gran parte de esos días como informó Cole a la prensa, aunque no en un lujoso pent-house de Beverly Hills sino en un departamento de un edificio abandonado.
El punto más delicado, y en donde Matilda percibió mayor vacilación, fue al momento de tocar el tema de su madre. Samara agachó la cabeza ante ese cuestionamiento, ocultándose detrás de sus largos cabellos negros. La psiquiatra se sintió tentada a en efecto intervenir en esa parte, instando a que no la presionaran con ese tema tan sensible. Pero antes de hacerlo, Samara murmuró escuetamente:
—Esa mujer la mató… La apuñaló en el cuello con el bisturí… y luego…
No fue capaz de decir más. Matilda la rodeó cariñosamente con un brazo, intentando reconfortarla. La trabajadora social pareció comprender la situación y no insistió más.
Ante los cuestionamientos de si había escuchado cualquier cosa del motivo de su secuestro o qué planes tenían Klammer y sus cómplices con ella, o si tenía idea de a dónde podrían haberse dirigido, Samara respondió con negativas, justo como le habían indicado que hiciera. Sin embargo, Matilda percibió una apenas apreciable vacilación en esa última pregunta, como si un instante antes de responder hubiera recordado algo que podría habérsele pasado por alto.
¿Podría ser que sí supiera a dónde había ido Leena Klammer? ¿O al menos tuviera una idea? Sería algo que tendría que preguntarle directamente cuando estuvieran a solas.
Si acaso hubo alguna duda en los interrogadores con respecto a la declaración de Samara, ninguno la expresó directamente. Solamente luego de terminar, la mujer detective que había estado observando todo pidió hablar unos minutos a solas con Matilda.
—Gracias por su colaboración, Dra. Honey —le expresó la oficial, con la mayor cortesía fingida que su entrenamiento le permitía—. Parece que pese a todo, la niña está bien, y eso es lo importante. Pero hay algo que aún no me queda del todo claro. Según los reportes, usted estaba en Oregón con la niña cuando fue el secuestro, y fue herida en su…
—En mi hombro, sí —indicó Matilda, tocándose el hombro herido—. Ya está mucho mejor.
—Me alegra escuchar eso. Sin embargo, a lo que iba es que luego de ser herida, vino curiosamente acá, hacia el mismo sitio que Klammer venía con la niña. Y estaba justo aquí cuando apareció, lista para presentarse y ayudarla. Muy conveniente, ¿no le parece?
—No creo que haya algo en todo esto que podamos llamar “conveniente”, detective —declaró Matilda sin vacilación—. Yo crecí aquí, en Arcadia. Mi madre todavía vive ahí, así que lo mejor para mí fue ir con ella para poder reposar mi herida. No tenía idea de que Klammer venía para acá. De haberlo hecho, lo habría informado a las autoridades inmediatamente.
Y aquello no era en realidad una mentira. Se había enterado de que esa mujer y Samara estaban tan cerca sólo hasta que Cole le informó. Lo cierto era que, por más raro que pareciera, aquello sí había sido una simple coincidencia… o, quizás no. Ya en esos momentos se cuestionaba qué tanta influencia el resplandor, los fantasmas, o las fuerzas místicas del universo podrían estar jugando con ellos para que las cosas ocurrieran de cierta forma.
—Por supuesto —asintió la detective, aparentemente no muy convencida—. Escuché que está solicitando que la niña sea puesta temporalmente bajo su custodia, y que el Jefe Thomson está alegando a su favor para que eso ocurra.
—Consideramos que es lo mejor para Samara, sólo hasta que podamos reunirla de nuevo… con su padre.
—Parece muy apegada a usted. Y usted a ella, si me permite decirlo.
Matilda la observó con inmutable y calmado silencio.
—Es una niña muy especial, y ha pasado por mucho. Sólo quiero ayudarla en todo lo que pueda.
Aquel pequeño interrogatorio no pasó a mayores. No creía que aquella detective sospechara que pudiera haber estado de alguna forma involucrada en el secuestro de Samara, pero sí que había un poco más en esa historia de lo que le contaban. Al parecer tenía buenos instintos.
Tras unas horas, y ya que tuvieron toda la información pertinente, las dejaron ir. Aún no era claro si le permitirían que Samara se quedara con ella y que la acompañara de regreso a Washigton, pero al menos por esa noche la dejaron ir con ella. Matilda estaba segura que aquello era gracias a la influencia del Jefe Thomson, o quizás del mismísimo DIC, y no estaba segura de cuál de las dos le parecía más preocupante.
—Lo hiciste muy bien —le susurró Matilda en voz baja a Samara, mientras ambas caminaban hacia la salida principal del edificio. Matilda la tomaba de la mano, y los dedos de Samara se rodeaban firmes contra ella.
—Gracias —susurró la niña despacio, mirando al frente—. ¿Qué pasará ahora?
—Por hoy sólo nos toca descansar, comer algo, y conseguirte ropa nueva como habíamos acordado. Mañana, ya veremos.
Samara asintió.
Al salir por las puertas de cristal, se encontraron casi de frente con Eleven, Sarah y Cole, que claramente las esperaban.
—Hey, ¿cómo les fue? —preguntó Cole, esbozando una amplia sonrisa al verlas.
—Creo que bien —suspiró Matilda—. ¿Y a ustedes?
—Cole se lució —respondió Eleven—. Quizás incluso le den una medalla.
—No, claro que no —se apresuró Cole a decir, riendo un poco—. Digamos que fui lo suficientemente convincente, al menos de momento.
—Samara también —señaló Matilda, rodeando los hombros de la pequeña con un brazo—. Lo hizo magnifico.
—Genial —escucharon como Sarah exclamaba de pronto, con una cargada ironía en su voz—. Felicidades, todos somos unos grandiosos mentirosos.
Aquellas palabras pusieron nerviosos a todos, en especial porque había aún bastantes policías rondando cerca de ellos. Por suerte, ninguno pareció escucharla.
—Sarah, por favor contrólate —le regañó Eleven, jalándola un poco para que comenzaran a avanzar juntas hacia las escaleras—. A ninguno le enorgullece haber tenido que hacer esto, entiéndelo. Pero era necesario para protegernos a nosotros, y a nuestra familia.
—No tienes que convencerme a mí de eso —respondió Sarah con amargura—. Lo único que diré es que mientras más mentiras dices, tarde o temprano una terminará regresando a golpearte en la cara. Y en verdad espero que cuando ese momento llegue, podamos seguir manteniéndonos en pie.
Eleven suspiró, claramente exasperada. Cole, Matilda y Samara guardaron silencio; la tensión latente entre madre e hija resultaba un tanto incómoda, por decirlo menos. Pero no parecía ser un tema en el que pudieran involucrarse.
—Bueno, ¿qué les parece si vamos a almorzar algo? —propuso Cole una vez que todos estuvieron de pie en la acera.
—No sé si sea conveniente estar en la calle en estos momentos —indicó Matilda. Aún tenía su brazo alrededor de Samara de forma protectora—. El rostro de Samara, y también el tuyo Cole, de seguro ya están rondando por todos los canales y sitios de noticias. No quisiera que ninguno se expusiera demasiado.
—Supongo que tienes razón —murmulló Cole, colocando una mano detrás de su cabeza.
—Mejor vayamos a casa de mi madre —planteó Matilda con mayor optimismo—. De seguro ella estará feliz de darnos cobijo por unas horas. Así también Samara podrá descansar un poco.
—No estoy cansada —murmuró la pequeña de inmediato, aunque igual tenía su rostro apoyado contra el costado de Matilda, y sus ojos mostraban algo de aletargamiento.
—Igual será lo mejor —repuso Matilda—. Pidamos un taxi.
Se aproximaron más hacia la calle para poder pedir su transporte. Su intento, sin embargo, quedó frustrado cuando dos personas se les aproximaron por un costado y llamaron su atención.
—¿Det. Sear? ¿Cole Sear? —escucharon que preguntaba uno de ellos, jalando al instante la atención de los cinco.
De pie en la acera a un metro de ellos se encontraban dos hombres, uno alto de cabello y bigote rojizo, de apariencia mayor y solemne, hombros anchos y piernas largas. El otro era un poco más bajo, de complexión robusta, con escaso cabello oscuro y mirada férrea. Ambos usaban camisa, corbata, pantalón de vestir y abrigos largos café y negro, respectivamente. Cole reconoció al instante sus maneras de pararse, vestir, y como los observaban. Sin lugar a duda eran detectives de policía.
—Soy yo —respondió Cole con seriedad.
—Detectives Bahlk y Rossi —indicó el hombre alto de cabello rojizo, al tiempo que ambos hombres sacaban y enseñaban sus respectivas placas—. Quisiéramos hablar con usted unos momentos.
Aquello ciertamente desconcertó un poco a las acompañantes del detective de Filadelfia.
—¿Pasa algo? —cuestionó Matilda con aprensión—. Creíamos que ya habíamos terminado con todo este asunto de la conferencia.
—No es sobre la conferencia, señorita —aclaró rápidamente el otro hombre de complexión robusta—. O no directamente, al menos. —Se giró en ese momento de nuevo a mirar a Cole—. Es con respecto a uno de los sospechosos que señaló como cómplice de Leena Klammer en su declaración por televisión. La mujer del retrato hablado que mostró durante la conferencia, ¿la recuerda?
—Por supuesto —contestó Cole sin titubeo—. ¿Qué ocurre con ella?
El detective pelirrojo sacó en ese momento su teléfono y se aproximó hacia él. Desbloqueó el dispositivo, buscó rápidamente algo en él, y entonces se lo extendió a Cole para que pudiera ver la pantalla.
—¿Es ésta la misma mujer?
El entrecejo de Cole se arrugó, intrigado. Tomó el teléfono con una mano y lo observó. En la pantalla se mostraba la fotografía de una mujer recostada con los ojos cerrados, y un tubo de oxígeno en su nariz. Se veía desaliñada y golpeada… pero aun así, Cole la reconoció al instante.
Era la mujer que estaba en el pent-house de Thorn, la que acompañaba al otro hombre alto y fuerte con el que se había enfrentado en el psiquiátrico de Eola, y que les había disparado y casi asesinado en aquella bodega. Pero la recordaba más vívidamente del momento posterior a cuando Thorn le había disparado en el pent-house, y se encontraba prácticamente desangrándose en su alfombra. Ella se le había acercado cuando estaba herido y lo había tomado con fuerza de su herida provocándole un gran dolor, y al parecer disfrutado de ello.
El ver esa foto llevó a Cole casi al instante a aquel momento, y sintió que su cuerpo entero temblaba, y las heridas de su mano y su pierna parecieron cosquillear, como si amenazaran con volver a abrirse. Aun así, intentó mantener la calma, respiró lentamente, y asintió.
—Sí, es ella —respondió devolviéndole el teléfono al detective—. ¿La encontraron?
—Fue hallada inconsciente hace tres noches a lado de un río, al parecer arrastrada por la corriente. Estuvo internada sin reaccionar en un hospital en Santa Mónica desde entonces, pero anoche desapareció.
—¿Desapareció? —exclamó Matilda alarmada.
Los detectives asintieron.
—No sólo eso. Durante su escape, asesinó a una compañera detective, y al menos a dos trabajadores del hospital. Y creemos que también a dos jóvenes cuyos cuerpos fueron encontrados esta mañana en un basurero a unos kilómetros de la escena del crimen.
—Santo Dios —exclamó Sarah con horror, cubriendo su boca con una mano. Su sentimiento era compartido también por Matilda, Eleven y Cole.
—Su compañero resultó también herido, pero ya está fuera de peligro —indicó el otro detective con severidad—. Y señaló a esta mujer como la culpable del hecho. La hemos estado rastreando desde anoche, pero aún no hemos podido dar con ella.
—¿Quiere decir que esa mujer… sigue aquí en la ciudad? —preguntó Matilda. La preocupación desbordaba de cada una de sus palabras.
—Es lo que esperamos —sentenció el detective pelirrojo—. Tenemos oficiales en centrales de autobuses, trenes, aeropuertos y carreteras. Nos encargaremos de que no pueda dejar la ciudad por ningún medio. Pero dado su comportamiento hasta ahora, tememos que podría lastimar a más personas conforme se sienta acorralada. Es por eso que es apremiante atraparla lo antes posible. Y cualquier información que pueda darnos de ella que haya resultado de su investigación, no será de utilidad, Det. Sear.
—Sí, claro… —asintió Cole. Se giró entonces hacia sus acompañantes—. Ustedes adelántense. Yo las alcanzaré en cuanto termine de hablar con estos detectives.
—No te preocupes —declaró Eleven con firmeza—. Haz lo que tengas que hacer.
Cole asintió.
—Tengan cuidado, ¿de acuerdo?
Se giró entonces de regreso a los dos detectives.
—Los sigo.
Los tres comenzaron a caminar al interior del cuartel, esperando encontrar un sitio en donde pudieran hablar con más calma.
En cuánto se fueron, Eleven permitió dejar salir un poco la impresión que todo aquello le había provocado. Tanto así que su rostro incluso palideció un poco.
—Esa mujer… —masculló Sarah, inquieta.
—Es la asesina de Kali —indicó Eleven con dureza—. Así que sí sigue con vida.
—Con un demonio —soltó la hija mayor de los Wheeler—. Quizás exponerse de esa forma en televisión no fue lo más inteligente después de todo, ¿no?
Matilda se sobresaltó al escucharla decir aquello.
—¿Creen que intente venir por Samara de nuevo?
—No lo sé —negó Eleven—. Pero será mejor que nos movamos de una vez.
—Matilda… —pronunció Samara de pronto, jalando un poco de la blusa de la psiquiatra para llamar su atención—. Damien dijo que esa mujer puede sentir a los que son como nosotros. Que puede encontrar a las personas aunque estén lejos. La había llamado para que buscara a Abra, sin saber que ella ya estaba aquí.
—Una rastreadora —susurró Matilda despacio—. Así debió de habernos encontrado en la bodega. Si eso es cierto, podría encontrarnos sin importar en dónde nos escondamos.
La tensión se volvió pesada y palpable sobre todas. Y la poca tranquilidad que el buen resultado de la conferencia les había proporcionado, se extinguió al instante.
FIN DEL CAPÍTULO 133
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