El Viaje
Cóndor había despertado antes del amanecer como era costumbre. Se vistió con los jeans grises que estaban tirados en el suelo al lado de su cama, se puso una camisa gris claro, la cual tuvo que abotonar dos veces por no hacer coincidir los botones con los agujeros y, por encima, una camiseta negra azabache holgada. Antes de bajar por las escaleras al lobby del hostel, se calzó sus botas de nieve con cordones rojos y, finalmente, el poncho azul abierto que solía llevar para todas partes y que aguardaba por su dueño en el respaldo de su silla gamer. Cóndor no era una persona que le gustara mucho la idea de cambiar su armario, y menos su estilo, por lo que si un extraño decidiera abrirlo para chusmear, se toparía con una gran cantidad de prendas con características similares.
Pero sí amaba la variedad en sus ponchos.
Tenía varios a la vista. Algunos estaban colgados en la pared, otros en los barrales de las cortinas y un par tirados sobre una silla que, teóricamente, conservaba en su habitación para cuando alguna de las chicas que quisiera pasar un rato con él y ver a qué estaba jugando en su PC, pudiera sentarse un rato a su lado. La silla era parte de uno de los espacios vacíos que, en la mente de Cóndor, estaban ahí para ser ocupados por cosas que él creía necesitar tarde o temprano a mano. Todo debía estar a mano. “Orden en el desorden”, como le solía explicar a Thaya cuando, a regañadientes, aceptaba que esa, solo esa, parte del hostel, estuviera hecha un caos.
Bajo las escaleras hasta la planta baja, que aún permanecía en la oscuridad y atravesó el lobby del hostel hasta la puerta de entrada. En la mesa de entrada, tomó una pequeña botella y unas hojas. Al abrir la puerta doble, una ventisca congelada golpeó su rostro sin piedad, lo que lo obligó a cerrar momentáneamente sus ojos. Con una sonrisa, cerró la puerta a sus espaldas para comenzar a caminar en medio de la negrura de la noche.
Los únicos sonidos que se oían eran el silbido de los vientos congelados que ascendían por la pendiente y explotaban en un remolino de vientos violentos y el suave crujido de la nieve cediendo ante el paso firme de aquellas botas de nieve con cordones rojos.
Cuando finalmente su paso se detuvo al cabo de largos minutos, Cóndor hizo una pausa para absorber el majestuoso paisaje que tenía enfrente, el cordón de la Ramada yacía ante él con sus quebradas, valles y glaciares. Agudizó su mirada y logró ver en una sombra moviéndose ágilmente y a gran velocidad por los arbustos a kilómetros de distancia.
Suspiró.
Buscó una roca, se sentó en posición de loto y entrecerró los ojos ligeramente para comenzar a concentrarse en sus ciclos de respiración, que fueron amainando como el viento a su alrededor, el cual pareció entender qué estaba sucediendo y ayudó formando una burbuja climática alrededor de Cóndor, donde solo el silencio reinaba.
A medida que descendían sus pulsaciones, las imágenes con recuerdos de lo que había acontecido en aquel cordón montañoso unos 200 años atrás turbaban su mente. Acudió al entrenamiento de aquella misteriosa mujer que una vez lo salvó a él, y posiblemente, el Kay Pacha de un colapso y logró apaciguar su mente, fluir con el presente y soltar los pensamientos.
Habiendo pasado una hora, se incorporó lentamente, tomó un puñado de hojas de coca de su pequeña chuspa y los sopló al viento recitando una pequeña oración hacia sus adentros:
Pachamama, mamay,
Amaña khuyay kaychu (Pachamama, madre mía)
Pachamama, mamay, (ya no te sientas así)
Kay jinataqa nanachisuyku (Pachamama, madre mía,)
Pachamama, mamay, (tanto te hemos lastimado.)
Kunan janpiykususqayku (Ahora te curaremos)
Ay, mamita
khuyawayku (te compasión de nosotros)
El tata inti comenzó levemente a aparecer detrás de las montañas y Cóndor sabía que era tiempo de regresar al Q’hawaq, donde Illa Thaya y Achika estarían a punto de despertar. Se giró para tomar el camino por donde había llegado y sintió la calidez del primer rayo de luz abrazando su espalda, por lo menos hasta que una gigantesca sombra cubrió su propia sombra y un frío más gélido que el de la noche tomó de rehén aquel risco.
“¿Tan rápido te marchas, yanacona?”, la voz se clavó como estalactitas en su espalda.
“Kukuchi, no busco problemas…no esta vez.”, Cóndor respondió impávido. Midiendo sus movimientos, sabiendo que estaba en la posición de presa.
“Entrégame a la niña y tal vez te deje vivir tu vida de aberración andante durante un par de siglos más.”
“¿Para qué? ¿Para que la sometas a un ritual obsoleto que solo trae sufrimiento con el objetivo de reemplazar a Sayani? Ella no regresará y lo sabes muy bien.” Cóndor sintió el presionar de la mandíbula de aquel ser que, a cada segundo que pasaba, más ira despertaba
“No eres digno de mencionar su nombre. Ya no.” espetó la bestia entre dientes.
Cóndor se giró para mirarlo a los ojos. Ante él, una enorme figura antropomórfica se elevaba a unos 2 metros de altura. Llevaba un poncho oscuro con capucha, el cual descendía hasta debajo de su cintura en forma triangular. A pesar de ser bípedo, era digitígrado, lo que significaba que solo apoyaba los dedos de las patas traseras y, tal y como los cuadrúpedos, sus tobillos estaban por encima de sus dedos. Detrás de la capucha, solo se veían dos ojos verdes brillantes con pupilas felinas. Los pequeños rayos que se filtraban por sus costados dejaban en evidencia un pelaje ocre con círculos concéntricos pardos alrededor de sus piernas. Detrás suyo, una cola con los mismos colores y círculos se zarandeaba violentamente, arrojando latigazos a diestra y siniestra. El significado de este movimiento logró crispar las plumas de los brazos de Cóndor.
“¿Has dejado tu puesto solo para pedirme esto? Veo que no aprendes, necio achachila. Esa misma negligencia fue la razón por la que tu señora cayó aquel entonces.”, Cóndor no solía perder la calma, pero la actitud de aquel espíritu de la montaña le había traído amargos recuerdos que le habían costado a Cóndor sus poderes, su mejor amigo, su amada y más de 200 años de trabajo interno para poder dejar todo eso de lado.
“¿Qué dices, traidor?”
“Tu suyu no habría caído ante las fuerzas del Supay si hubieras protegido tu columna como se te había ordenado. Eres un necio y un obtuso, Kukuchi, y eso fue lo que le costó la vida a Sayani. Ahora quieres redimirte ante la Pachamama haciendo correr sangre inocente. No eres más que un patético espíritu de montaña atrapado en costumbres anticuadas que llevarán a nuestras comunidades y sus valores a la extinción.” Cóndor sabía que había llegado al límite y no podría comprarse más tiempo, pero si sus planes llegaban a funcionar, podría quitarse el riesgo de que Kukuchi lo aceche tanto a él como a las chicas durante un tiempo. Era particularmente importante que tanto Thaya como Achika no estuvieran en peligro cada vez que descendieran de la montaña a buscar provisiones para el Q’hawaq. Si Cóndor sabía que Kukuchi estaría pendiente cada vez que el hostel se manifestara en alguno de los cerros de la Ramada, no podría quedarse tranquilo, por lo que aquel era el mejor momento para resolver ese problema de raíz.
Con un rugido, la sombra se abalanzó sobre la nieve sin emitir ni un sonido, la capucha del poncho oscuro se retrajo y develó la cabeza de un gato antropomórfico blandiendo afilados colmillos. Una estela de sombras partió los rayos de luz y apareció en el lugar de la trayectoria que las garras de Kikuchi habían tomado en dirección al cuello de Cóndor.
El impacto dio de pleno en el poncho de Cóndor. Con satisfacción, Kukuchi sonrió pero su expresión se convirtió en sorpresa cuando vio que sus garras habían atravesado el poncho azul, pero Cóndor ya no se encontraba dentro de él. Sin embargo, sus instintos fueron más rápidos, oyó a Cóndor detrás suyo con sus oídos agudizados y en un movimiento rápido, utilizó su largo rabo para meterle una zancadilla que arrojó a la nieve a Cóndor. Acto seguido, se colocó sobre él colocando una garra en su garganta, estrangulándolo.
“Eres una inofensiva chinchilla comparado a lo que solías ser, Kuntur. Parece que hoy te arrancaré algo más que las alas.”
Y, con la misma velocidad con la que lo había detectado a Cóndor, las orejas de Kukuchi se movieron automáticamente y se impulsó en un ágil salto hacia atrás con la rapidez de un felino. Cuando estuvo nuevamente en dos patas, entre sus garras vio clavada una pluma negra. Sangre había comenzado a brotar de la herida.
“Pero qué tenemos aquí…un gatito perdido. Tenía entendido que el Cerro Negro estaba para el norte, ¿qué te trae al otro lado del Colorado, Kukuchi? ¿Acaso ya buscas reemplazarme como nuevo achachila del Alma Negra? Que yo recuerde no pasaron ni 200 años desde que soy la que manda por aquí…”, la voz era femenina, grave e imponía respeto.
Cóndor vio como el risco quedó en sombras cuando otro ser antropomorfo desplegó sus alas negras como el azabache en frente de ambos y descendió planeando delicadamente para posarse en la punta del risco con los brazos cruzados. Más alto que Kukuchi, su porte severo, los accesorios y decoraciones que llevaba en su vestimenta, le daban más jerarquía que Kukuchi.”
“N-no, Wamanyana. Solo presentí una presencia demoníaca y…y decidí echar un vistazo.”
“Kukuchi, tu presencia aquí es un acto de sublevación a nuestra madre. En el último Cabildo de Achachilas, tanto tú como todo el resto de los presentes, oímos que la niña quedaría bajo la protección de Cóndor por voluntad de nuestra madre. Si tus actos llegaran a oídos de Wiracocha, quedarías sometido a un peor castigo que la muerte: el olvido. Sugiero que regreses a tu montaña de inmediato y recapacites en tu actuar.”
“S-sí, señora.”, Kukuchi hincó la rodilla en la nieve a modo de reverencia y desapareció en una nube de sombras.
“Veo que las hojas de coca llegaron a buen puerto. Gracias. Te debo una, Martina.”
Múltiples voces comenzaron a resonar en el aire a destiempo cuando el ave antropomórfica gigante abrió el pico para hablar. Como ecos, las voces comenzaron a unificarse en un segundo y pronto se escuchó una sola voz, nítida, pero que a los oídos de Cóndor provenía de distintas direcciones: “Ya no soy aquella que conocías bajo ese nombre, Kuntur. Lo deberías saber.”
Cóndor sonrió amargamente. “Sí, pero algo en esa mirada aún me recuerda a la Hija del Viento Zonda que tanto nos ayudó durante el conflicto del cruce del General.”
“También deberías saber que la desconfianza de Kukuchi no es del todo injustificada; la niña es de suma importancia para el balance de nuestro mundo, chamán. Tienes bajo tu cuidado a la futura Gran Achachila que restaurará el Ayni cuando nuestra madre la reclame. Tanto él como otros Achachilas cuestionan la decisión de nuestra madre, aunque por temor a las represalias, no lo dejan en evidencia.”
“Lo sé. Solo que aún es pequeña y le falta mucho por aprender. Me parece cruel que alguien así sepa desde tan pequeño que tendrá una responsabilidad tan grande cuando muera y que debe dedicar toda su vida a dicha tarea. ¿Acaso no crees que es injusto?”
“Los designios de…” Wamanya vio los ojos llorosos de Cóndor y detuvo lo que iba a decir. Se quedó callada durante unos instantes y lentamente cubrió su cuerpo con sus gigantescas alas. Al abrirlas, una mujer morena de 1,60 mts vestida con los mismos accesorios de aquella gigantesca ave, se presentó ante él. Su pelo se encontraba trenzado, sus ojos eran igual de regios, pero esta vez comunicaban compasión.”
“Cuando aún era mortal y era quien conocías, estaba muy perdida. Pensé que tenía que cumplir con mis designios familiares y convertirme en cacique de los huarpes, como mi padre, sin embargo terminé vagando por el mundo como una bandolera fuera de la ley. Pero si hay algo que siempre hice, fue escuchar al viento. El viento me llevó a conocer al General y ofrecerle mis servicios. Si no hubiera hecho eso, jamás los hubiera conocido a ustedes 3, que tanto me enseñaron sobre la tierra y nuestro rol como hijos de ella. A pesar de eso, no podría haber continuado estando con ustedes porque vivíamos en dos mundos separados. Tampoco lo habría querido. El viento me seguía susurrando y debía seguir mi corazón. Cuando nos despedimos por última vez, yo ya no era la mujer rebelde que habías conocido. Tenía un propósito. Pero si no me hubiera cruzado contigo, probablemente ese propósito jamás habría existido. Cuando finalmente morí, sentí algo liberador dentro mío, porque había seguido el camino que sentía que debía seguir. El camino del viento. A lo que voy es, el llamado que tendrá esa niña se manifestará tarde o temprano, y tú no podrás estar con ella toda su vida, no obstante, lo que sí puedes ofrecerle es tu sabiduría y herramientas para que, cuando tenga que seguir su propio viento, pueda vivir su vida a pleno, hasta el momento que regrese a la montaña y despierte como nuestra líder.”
Cóndor, que había estado escuchando mirando hacia la nieve, alzó su rostro con una sonrisa triste.
“Gracias, Martina. Te extrañé estos últimos 200 años.”
“Y yo a ti, amigo alado. Ahora ve.”
Cuando Cóndor estaba a unos pasos de la Achachila, esta le gritó: “Ah, Cóndor. Una última cosa.”. Cóndor se giró y notó una sonrisa pícara en el rostro de la mujer. “Algo me dice que la semana que viene estarás por la Patagonia. Por favor, no seas aburrido y lleva a la niña a pasear. No todo tiene que ser un interminable aprendizaje de nombres de arbustos, árboles, insectos y líquenes, señor chamán. ¡Estoy segura que también te servirá a ti para relajarte un poco!”
Cóndor la vio dar unos pasos hacia atrás y arrojarse hacia el precipicio con toda la naturalidad de un ser que es uno con la montaña. Al cabo de unos segundos, vio a un gigantesco carancho andino planear por las quebradas y perderse entre las nubes.
“Engreída.” Cóndor sonrió para sus adentros, recordando que él mismo le había enseñado aquella despedida espectacular 200 años atrás.
Al regresar al hostel de montaña, ya había amanecido. El sol atravesaba los gigantescos ventanales de la entrada y bañaba el lobby del Q’hawaq con una dulce calidez. De unas escaleras que llevaban a un semipiso bajaban dos mujeres: una mayor, alta y corpulenta llamada Illa Thaya y la menor, bajita y delgada, una preadolescente llamada Achika, bajando por las escaleras que llevaban a sus habitaciones con cara de dormidas y bostezando.
“¿Recién llegás? ¿Todo bien?”, le preguntó con una tonada mezclada entre el acento de Cóndor y el propio de Oruro.
“Sí, me encontré con unos amigos.”
“¿Amigos?” Achika señalaba con un dedo el agujero en el poncho.”
“Ah, ¿esto? Sí, bueno, a veces a tus amigos les cuesta dejar el pasado, jaja.”
Mirándolo seriamente, Thaya preguntó: “¿En serio está todo bien?”.
“Sí, perdón por preocuparlas. Ya me aseguré de que no nos fastidiara durante algunos años.”. Cóndor era una persona muy transparente y fiel a sus emociones. Era muy difícil para él mentir, por más que no quisiera preocupar a sus amados. Les sonrió tranquilamente mientras se quitaba el poncho y se colocaba su delantal de barista oficial del Q’hawaq. Bueno, el único barista que aquel albergue de montaña tenía, a decir verdad.
“¿Cómo quieren el café hoy? Si mal no recuerdo nos quedan algunos granos de Huila, ¿cierto?”
“¡A mí hazme un latte con caramelo!” Dijo con entusiasmo Achika.
“Un Ristretto para mí.”, dijo Thaya aún con cara de preocupada.
“¡Marchando!”.
Luego de un desayuno que contó con unos exquisitos platos de repostería boliviana como gaznates dulces, porciones de queques marmolados, churros y alfajores bolivianos, los 3 se levantaron, las chicas lavaron los platos y Cóndor los utensilios y el equipo de café.
Al cabo de unos minutos, Achika y Cóndor se reunieron en el lobby, pero esta vez preparados para salir a caminar por la montaña. Cóndor llevaba un poncho ecuatoriano con una celeste con rayas blancas y Achika su clásico sweater índigo con pollera negra. Cóndor notó que Achika estaba un poco decaída. Aún preadolescente, a veces le sucedía. En especial cuando extrañaba la vida de su comunidad a pies del volcán Illimani, a unos kilómetros de La Paz, Bolivia. La vida allí era muy tranquila y llevadera y cada quien en el ayllu tenía su rol bien marcado. Sin embargo, el destino de Achika había sido muy distinto que el de sus compañeros de clase. A sus 12 años le había caído un rayo en la cabeza, lo cual por más extraño que suene, es algo frecuente estando en el altiplano. Si bien este hito en su vida la había dejado completamente ciega y con una cicatriz profunda en la cara que parecía un árbol quemado cuyas ramas se extendían por sobre la mejilla izquierda, también le había despertado extraños poderes que la llevaron en una aventura dramática y peligrosa donde conoció a Cóndor e Illa Thaya. Como toda persona elegida por el rayo para ser amauta, una sabia con diversidad de conocimientos de sanación espiritual, se entrenaba bajo el ala de Cóndor y la protección de Thaya.
“¿Llevas las empanadas de viento?”, Cóndor preguntó.
“Cóndor, no estamos en Ecuador. Aquí en Argentina se llaman empanadas de queso.”, respondió con un tono irritado.
“Viento, queso. Da igual. Todos son elementos de la naturaleza al fin y al cabo.”
“¿Qué?”, preguntó desconcertada.
“Jajaja, nada. Te estoy molestando. Yo llevo el api, así que ya tenemos bebida para la merienda. ¿Y tu tari?”
“Aquí conmigo.” abrió su morral para mostrarle un pedazo de tela ceremonial de colores llamativos plegada prolijamente.
“Perfecto. Yo llevo las hojas de coca y lo demás. Vamos entonces.”
“¿Qué me enseñarás hoy?”
“Ya verás…”
Cóndor y Achika caminaron largos kilómetros por un sendero que se abría mágicamente ante sus pies. Achika estaba acostumbrada a ver la nieve aplanarse mágicamente, los arbustos correrse, las ramas acomodarse y los senderos formarse cuando caminaba junto a Cóndor. Él era como una parte de la montaña y, si bien ya no era un Achachila, un espíritu de la montaña, sabía cómo conectarse con la tierra, la roca, las plantas, el viento y todo aquello que lo rodeaba. Achika aún desconocía estas formas, pero lo que el rayo le había quitado en visión, se lo había dado en percepción de energías, del samay de todas las cosas. Por eso, cada vez que estaba en medio de la naturaleza, no necesitaba de ningún tipo de ayuda para caminar.
Luego de unas horas de caminata, llegaron a un punto del Cerro Almanegra desde donde se veía toda la cadena montañosa de la Ramada. En esa pequeña explanada, había una caseta erigida de piedra con detalles en madera que se encontraba oculta al ojo humano. Desde esa altura, Achika notó como varios hilos de energía vital surcaban los cielos en dirección a las otras gigantescas montañas que componían la cadena.
“¿Qué es eso? ¡Emana una energía increíble!” preguntó entusiasmada.
“Este es el cabezal del Alma Negra. Aquí se conecta la montaña con los otros seismiles de la Ramada y permanecen comunicadas. Los chamanes que trabajan en las comunidades de alrededor, vienen aquí a challar, a dejar sus tributos y oraciones a la montaña para pedir prosperidad, cuidado de los cultivos o, lo que eventualmente vendrás a hacer tú, a pagar respeto en tu camino como amauta.”
Achika se acercó a la estructura y tanteó con sus dedos la fineza del tallado de la piedra, lo sutil de los caminos de las vetas de la madera. No tenía tantos años de vida, pero podía reconocer cuándo un trabajo estaba hecho a la perfección.
“¿Qué hay dentro?”, preguntó Achika con tranquilidad.
“Ahora verás. Primero pásame tu tari.”
Achika sacó delicadamente un mantel de tela. Este paño ritual, o “tari” en lengua aymara, estaba finamente trabajado en lana de llama. Tenía guardas aymaras que lo atravesaban en las esquinas y una mezcla de colores que evocaban el lugar en el cual estaba inspirado: el Cerro de los Siete Colores de Purmamarca.
Cóndor, en cambio, le entregó unas hojas de coca con una pequeña llipta, una piedrita de cal. Achika, sabiendo que era hora de chacchar, de mascar coca para evitar el apunamiento y comenzar el ritual, cortó la parte inferior de las hojas, las dobló y se las introdujo entre la mejilla y la mandíbula.
Cóndor hizo lo propio sin necesidad de la llipta y comenzó a armar la ofrenda en el mantel dentro del pequeño santuario, a la cual le agregó una empanada, una pequeña botella de aguardiente, café en granos, una pequeña casa de madera con forma del hostel Qhawaq y, finalmente, se quitó su aro de la oreja izquierda y lo colocó en el centro de la mesa.
Luego cerró los ojos y comenzó a recitar una plegaria a la madre tierra que Achika sintió como una vibración que venía desde los pies y le infundía una energía única que había sentido pocas veces. A través de su visión, sintió nubes cubriendo todo y vio una gran batalla ocurriendo en las faldas de la montaña al mismo tiempo que un ejército atravesaba el valle. En el medio de la refriega en una de las montañas, notó la energía de Cóndor, otra muy gentil y una última confundida, pero que le recordó a la vibración que emitía el cerro en el que se encontraba.
“Resabios de otra época. Cuando seas más grande te contaré.”, le dijo Cóndor con tranquilidad.
Luego, Achika sintió perturbaciones en el viento, como si fuera cortado una y otra vez por objetos como…alas gigantes.
“Kukuri”, dijo Cóndor con una sonrisa. “Tan…ridículamente apuesto como siempre.”
El hombre alado estaba vestido con un traje blanco con detalles negros. Sus alas eran igual de blancas y tenían pequeñas porciones negras que las hacían asemejar a las alas de un Cóndor, pero como si las hubieran dotado de más belleza.
“Gracias, Kuntur. Me alegra saber que estás bien. Pareciera como si hubiese sido ayer que nos vimos.”, girando para la niña, “Ah, la gran promesa del Aconcagüa. Bienvenida.”
Achika sonrió sonrojada y se escondió detrás del poncho de Cóndor.
“Tengo entendido que tienes algo para nosotros.”, preguntó Cóndor con una sonrisa pícara.
“Así es. Les traje equipo de nieve, de campamento y de skii por órdenes de nuestra señora Wamanyana. Dijo que el Q’hawaq aparecería en la Patagonia y se tomarían un receso de sus actividades chamanísticas.”
“¡¿Vacaciones?! ¡No me dijiste nada!” Entusiasmada, Achika salió detrás de Cóndor casi dando saltos de alegría.
Cóndor y Kukuri se echaron a reír.
“Es hora de que te tomes unas merecidas vacaciones, pequeña. Por unas semanas vamos a descansar y a disfrutar de la nieve. ¡Empezando, mañana mismo!”
0 notes