alejandrafrausto
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AKAFA
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alejandrafrausto · 3 months ago
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Ser una mujer independiente.
No quiero obedecer a nadie.
Mi meta en la vida.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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FINAL HAVEN: One last safe place
un fanfiction de Alejandra Frausto
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CAPÍTULO 4
El eco de los pasos de John se desvanece, dejando un silencio sepulcral en el pequeño departamento de Sara. La mujer acaricia a Canela, que ronronea suavemente en su regazo, mientras su mente intenta procesar el caos que ha invadido su vida. Sus ojos, enrojecidos por el cansancio, permanecen fijos en el cuerpo herido de Santino, incapaces de apartarse de la violencia brutal que la rodea.
—Esto no puede estar pasando... —murmura Sara, como si las palabras pudieran deshacer el desastre en el que se ha metido. Se aferra a la idea de que todo es un mal sueño, que nunca salió a tirar la basura y que en cualquier momento despertará en el sofá. Pero el olor metálico de la sangre impregnando el aire y las manchas en su pijama son demasiado reales.
Santino se mueve ligeramente, soltando gemidos bajos de dolor. Sara respira hondo, deja a Canela en el suelo y se acerca a la cama donde él yace. Revisa el torniquete improvisado; aunque sigue en su lugar, la toalla ha vuelto a empaparse de sangre, perdiendo su color original una vez más. No será suficiente. Santino necesita algo más que sus limitados conocimientos en primeros auxilios.
—Tengo que conseguir ayuda... —dice en voz alta, como si escuchar sus propias palabras pudiera darle la fuerza que tanto necesita. Su mirada se posa en el teléfono sobre la mesa, pero rápidamente descarta la idea de llamar a emergencias.
Respira hondo, tratando de calmar el temblor de sus manos, y se inclina hacia Santino. Sus ojos, desenfocados por el dolor y la pérdida de sangre, se abren lentamente hasta encontrarse con los de ella.
—No... —balbucea él, la voz quebrada, apenas un hilo de sonido que se desvanece en el aire. Cada palabra parece arrancada de su garganta como si fueran astillas—. No llames a nadie...
Sara lo observa, sus ojos llenos de preocupación. Su voz, apenas un susurro, tiembla al preguntar:
—¿Cómo puedo ayudarte, entonces?
Los ojos de Santino reflejan una mezcla de desesperación y alarma. Su rostro, pálido y cubierto de un sudor frío, se contrae.
—¿Dónde está él? —pregunta con voz ronca, cargada de urgencia—. ¿Dónde está Wick?
Sara traga saliva, notando cómo el nombre resuena en su mente. Supone que ese es el hombre que, minutos antes, había intentado matarlos.
—Se fue —murmura, su voz tan frágil que casi se pierde en el silencio. Hace una pausa, sintiendo el peso de la incredulidad en la mirada de Santino—. No sé por qué lo hizo. Me empujó contra la pared... y, por un momento, pensé que iba a matarme. —Su voz se quiebra, pero continúa—. Nunca había sentido tanto miedo. Luego... me soltó. Se disculpó. Y se fue.
La expresión de Santino se endurece con cada palabra de Sara, como si cada una fuera un golpe que lo dejara más vulnerable. Respira con dificultad, los dedos rozando el torniquete en su cuello.
—¿Se disculpó? —repite, con un tono que mezcla incredulidad y sarcasmo—. Wick no hace eso. No es él. No es su estilo. —Sacude la cabeza, como si intentara desechar la idea—. No tiene sentido.
—No sé qué decirte —lo interrumpe Sara, frunciendo el ceño, tensa. Su voz tiembla, pero la firmeza en sus palabras deja claro que no miente—. Lo único que sé es que estamos vivos, y eso ya es más de lo que podríamos haber esperado.
Santino cierra los ojos y exhala un suspiro pesado que suena más a derrota que a alivio. Cuando vuelve a abrirlos, su mirada es fría, casi amenazante, como si algo en su interior se hubiera quebrado.
—John no deja cabos sueltos —dice con una calma inquietante. Cada palabra cae como una advertencia—. Esto no ha terminado.
Sara siente un escalofrío recorrerle la espalda, como si el aire a su alrededor se hubiera vuelto más denso, más frío. Por un instante, el silencio se apodera del departamento, solo interrumpido por la respiración entrecortada de Santino, un eco siniestro, un recordatorio constante de lo precaria que es la situación.
De repente, él rompe el silencio con una voz áspera, cargada de desconfianza:
—¿Quién eres, de todas maneras?
Sus ojos, oscurecidos por el dolor y el agotamiento, la escudriñan con intensidad, como si intentara descifrar algo en su rostro. Cada palabra parece costarle un esfuerzo sobrehumano, como si el simple acto de hablar lo desgastara aún más.
Sara lo mira, incrédula. La pregunta la golpea como una bofetada, dejándola sin aliento por un segundo. Pero luego estalla. Su voz se alza en un torrente de frustración y miedo, quebrando el silencio con furia contenida.
—¿¡Que quién soy!? ¡Soy la idiota que te está ayudando, imbécil! —escupe, cada palabra afilada como un cuchillo—. No tengo idea de quién eres, ni qué haces, ni por qué ese hombre te quiere muerto. Solo sé que te llamas Santino, y créeme, eso no lo voy a olvidar... Hoy casi muero por ti.
Su voz tiembla, pero las palabras brotan con una fuerza incontrolable, como si cada una hubiera estado atrapada en su pecho durante semanas, esperando el momento de escapar.
Santino la observa en silencio, su expresión impenetrable, como si sus palabras no lograran atravesar la barrera de su conciencia. Pero Sara no se detiene. La rabia, el miedo y la adrenalina la impulsan, arrastrándola como una tormenta desatada.
—Te estás desangrando en mi cama y no quieres que llame a nadie. ¡No sé qué hacer! —exclama, llevándose las manos a la cabeza—. Se suponía que hoy era mi noche libre: bajar la basura, subir y acurrucarme con Canela. En cambio, tú estás ahí, moribundo, y yo... yo...
Su voz se quiebra. Por un momento, parece que va a derrumbarse, que el peso de todo lo sucedido la aplastará en cualquier instante.
Sara se lleva las manos a la cara, los dedos temblorosos, tratando inútilmente de contener el llanto que la ahoga. Pero las lágrimas, calientes e implacables, resbalan por sus mejillas, nublándole la vista.
Santino, pálido como la cera, con gotas de sudor frío cubriéndole la frente, la observa en silencio. La sangre fluye lentamente de la herida en su cuello, una línea delgada pero persistente, un recordatorio mudo de lo cerca que está del borde. Por un instante, el peso de la situación parece desvanecerse cuando nota la angustia de Sara. Sus ojos, endurecidos hasta entonces por el dolor y la desconfianza, muestran un destello de algo más... tal vez culpa, tal vez compasión.
—¿Canela? —su voz es apenas un susurro, como si ese nombre fuera lo único que logró filtrarse a su mente en medio del estallido de Sara, lo único que captó entre su impotencia y desesperación.
Como si hubiera escuchado su llamado, la pequeña gata aparece de la nada, ágil y silenciosa, saltando a la cama con una elegancia felina que contrasta con la crudeza del momento. Se acurruca junto a Santino, lamiéndose el pelaje mientras roza con suavidad su piel fría. Él la mira sorprendido. Sus manos temblorosas se extienden hacia ella, acariciando su lomo con torpeza, como si temiera lastimarla. Pero, a medida que sus dedos se hunden en el suave pelaje, su expresión se suaviza, y por primera vez desde que Sara lo encontró, hay un atisbo de calma en su rostro.
—Hey... —murmura, esbozando una débil sonrisa mientras sigue acariciándola.
—¿Entonces? ¿Llamo a alguien? ¿O piensas morirte aquí? —La voz de Sara sube de tono, quebrándose al final, como si las palabras le quemaran la garganta—. ¡Porque tu cuello sigue sangrando!
Santino aparta la mirada de la gata y la dirige lentamente hacia Sara. Sus ojos, opacos por el dolor, se clavan en los de ella. Su voz es un hilo, apenas audible, como si cada sílaba le costara un esfuerzo sobrehumano.
—No... no llames a nadie. Solo... necesito tiempo.
—¡Tiempo! —Sara da un paso atrás, furiosa, las manos temblorosas levantadas en un gesto de exasperación—. ¡No tienes tiempo! ¿O no te has dado cuenta de que estás goteando sangre por toda mi cama?
Santino cierra los ojos un instante, como si intentara reunir fuerzas. Cuando los abre de nuevo, su mirada es intensa, casi desesperada.
—Confía en mí —su voz sale entrecortada, pero cada palabra vibra con una firmeza que parece sostenerlo en pie—. Solo necesito un poco más de tiempo... un poco más.
La determinación en su voz corta el aire como un cuchillo, deteniendo a Sara en seco. Aquellas palabras, aunque débiles, llevan un peso tan intenso que la clavan en el suelo.
Un suspiro tembloroso escapa de sus labios, mezclándose con el aire denso de la habitación. Lentamente, se deja caer en el borde de la cama, su cuerpo rindiéndose al peso de la situación. Sus ojos, aún brillantes por las lágrimas, se clavan en Santino, el hombre que, sin previo aviso, ha convertido su noche (y su vida) tranquila en un caos del que no sabe cómo escapar.
Canela maúlla suave desde la cama, un sonido tierno que se desliza entre la tensión del aire como un intento de calmar la tormenta. Sara se pasa el dorso de la mano por los ojos, secándose las lágrimas a medias, pero el temblor no la abandona. Siente que cada fibra de su ser está al borde del colapso.
Santino, recostado y respirando con dificultad, alza una mano temblorosa hacia la toalla empapada de sangre que ella había enrollado alrededor de su cuello en un intento desesperado por detener la hemorragia. Su rostro se contrae en una mueca de dolor, y sus palabras salen entre susurros quebrados:
—No... no tan fuerte... —susurra, cerrando los ojos como si el simple acto de hablar lo consumiera por completo—. Solo... presión suficiente.
Sara tarda unos segundos en procesar sus palabras, atrapada en un torbellino de miedo y confusión. Finalmente, reacciona. Con movimientos lentos pero cuidadosos, ajusta la presión de la toalla sin soltarla por completo, tratando de seguir sus indicaciones sin causarle más daño.
—¿Así? —pregunta, su voz tan suave que casi se pierde en el aire.
Santino asiente apenas, un movimiento casi imperceptible.
—Sí... así está bien. Ahora... busca algo limpio... —habla entrecortado—. Una gasa... o algo de algodón.
Sara asiente, conteniendo la respiración mientras mantiene la toalla presionada contra la herida. Sin soltar la presión, estira la otra mano hacia el cajón de la cómoda junto a su cama, abriéndolo con movimientos rápidos y algo torpes, como si el tiempo se le escapara entre los dedos. Revuelve entre la ropa hasta que encuentra una camiseta vieja pero limpia.
—Listo —dice, intentando sonar firme, aunque su voz tiembla apenas perceptible—. ¿Y ahora?
—Presiónala sobre la toalla... —murmura Santino, cerrando los ojos, como si cada palabra le costara un esfuerzo sobrehumano—. No la retires... solo presiónala encima.
Sara obedece, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda al ver cómo la tela blanca se tiñe de rojo oscuro.
—¿Así está bien? —pregunta, su voz quebrada pero urgente. Su corazón late con tal fuerza que casi ahoga sus propias palabras.
Santino asiente débilmente. Su respiración sigue agitada, pero parece un poco más estable que antes.
—Sí... —susurra—. Mantén la presión durante quince minutos. Si la herida deja de sangrar por sí sola, todo estará bien. —Hace una pausa, su pecho subiendo y bajando con esfuerzo—. Si no...
—Si no, ¿qué? —interrumpe Sara, su voz temblorosa, como si ya supiera la respuesta pero se negara a aceptarla.
Santino tarda en responder. Sus ojos permanecen cerrados mientras lucha por mantenerse consciente. Cuando finalmente habla, su tono es grave, cargado de una seriedad que hace que el aire en la habitación se sienta aún más pesado.
—Vas a tener que coserla.
Sara lo mira, paralizada, como si las palabras tardaran en asentarse en su mente.
—¿Coserla? —repite en un murmullo, teñido de incredulidad—. No soy médico, Santino. No sé hacer eso. No tengo las herramientas ni... ni la menor idea de por dónde empezar.
Él abre los ojos lentamente. Su mirada, nublada pero intensa, se clava en la de ella.
—No tienes opción —dice con una calma tan fría que parece helar el aire—. Si no lo haces, no voy a sobrevivir.
El estómago de Sara se anuda con una opresión insoportable. Sus ojos viajan de la herida, donde la sangre comienza a filtrarse a través de la camiseta, hasta el rostro pálido de Santino, cubierto de sudor frío.
—No sé cómo hacerlo —admite, su voz apenas un susurro—. Podría empeorarlo. Podrías... podrías morir.
—Ya estoy muriendo —responde Santino con crudeza, sin rastro de duda en su voz—. Pero si lo intentas, al menos tendré una posibilidad.
Sara cierra los ojos, conteniendo las lágrimas que arden en su interior. Respira profundamente, tratando de reunir el coraje que no sabe si tiene.
—¿Y si te hago daño? —pregunta en un susurro, su voz tan frágil que parece desmoronarse con cada palabra.
Santino la observa con una sombra de algo parecido a una sonrisa, su tono adquiriendo un matiz de su arrogancia habitual, aunque empañado por el dolor.
—No lo harás —dice con firmeza—. No tienes elección. Además, confío en ti. Después de todo, no todos los días alguien me dice que asusto al mejor sicario del bajo mundo solo por ser encantadora.
El silencio se cierne sobre la habitación, roto solo por el jadeo irregular de Santino y el latido frenético del corazón de Sara, que retumba en sus oídos como un tambor de guerra. La broma no le arranca ni una sonrisa.
—Yo no dije que nos dejó vivir por mi encanto —replica ella, con la voz seca y cortante, como si quisiera recordarle que no está de humor para sus juegos.
Desde el rincón, Canela maúlla suavemente, como si intentara ofrecer un consuelo que ella no está segura de poder aceptar.
Sara asiente lentamente, como si el peso de la decisión finalmente la hubiera alcanzado. Sus manos tiemblan, pero su voz sale más firme de lo que esperaba.
—Está bien —dice, conteniendo un temblor—. Pero necesito que me digas exactamente qué hacer. No puedo... hacer esto sin ti.
Santino la mira, y por un instante, hay algo en sus ojos. Algo que podría ser gratitud, o tal vez solo el alivio de saber que no está solo.
Después de veinte minutos, la herida seguía sangrando. El rojo brillante de la sangre había empapado por completo la camiseta que Sara usaba para presionar y ahora se filtraba entre sus dedos, cálido y persistente, un recordatorio constante de la gravedad de la situación. El olor metálico llenaba el aire, mezclándose con el sudor y el miedo que parecían impregnar cada rincón de la habitación.
—No está funcionando —murmura Sara, su voz temblorosa pero cargada de urgencia—. La sangre no se detiene.
Santino, cada vez más pálido, apenas logra mantener los ojos abiertos. Su respiración es superficial, entrecortada, y las gotas de sudor en su frente brillan bajo la luz tenue de la habitación.
—Tienes que coserla —dice con una voz tan débil que Sara apenas la escucha—. Ahora.
—¡No sé cómo hacerlo! —exclama Sara, desesperada, sus manos aún presionando la herida con fuerza—. Ni siquiera tengo un kit de costura. ¡Debes estar bromeando! ¡No voy a hacerlo!
Más lágrimas nublaron sus ojos; la impotencia de no saber qué hacer la consumía por dentro, como un fuego imposible de apagar.
—Oye, escúchame... —intenta decir Santino, pero su voz es apenas un susurro, tan frágil que parece desvanecerse en el aire.
—¡No! Vamos, voy a llevarte a un hospital —Sara trata de sostenerlo, de levantarlo, pero es inútil. Su cuerpo es demasiado pesado, demasiado débil—. No voy a clavarte una aguja en una herida abierta. ¿¡Estás loco?!
—No hay tiempo... —insiste él, su voz apenas un hilo que se quiebra con cada palabra.
—Por favor, no me hagas esto —suplica ella, las lágrimas cayendo sin control, arrastrando consigo cualquier rastro de resistencia—. No puedo... no puedo hacerlo.
Santino cierra los ojos un instante, como si reuniera las últimas fuerzas que le quedan. Cuando los abre de nuevo, su mirada es seria, casi desesperada, como si viera más allá de ella, más allá de la habitación, más allá de todo.
—No tienes elección —murmura, cada sílaba un esfuerzo que le cuesta el aliento—. Si no lo haces, voy a morir. Y tú... tú no quieres eso.
Sara lo mira, el miedo y la indecisión reflejados en cada línea de su rostro. Sabe que tiene razón, pero la idea de lastimarlo, de hundir una aguja en su piel sin anestesia, le resulta insoportable.
Toma aire, tratando de calmarse. Sus manos tiemblan, su corazón late con violencia, pero no puede seguir dudando.
Finalmente, asiente.
—Está bien, está bien... —susurra, más para sí misma que para él—. Voy por el kit. Solo... espera.
Sale de la habitación con pasos rápidos pero inseguros, como si cada movimiento la arrastrara más hacia una realidad que no quiere enfrentar. Sabe exactamente dónde está el kit de costura; lo dejó sobre el sillón antes de abrir la puerta. Lo encuentra allí, intacto, y lo toma con manos temblorosas, sintiendo que el simple peso del objeto es demasiado.
Regresa a la habitación con el estuche aferrado entre los dedos, como si fuera un salvavidas. Su corazón late con tanta fuerza que parece resonar en toda la habitación, un tambor frenético marcando el ritmo de su desesperación.
Santino sigue recostado en la cama. Su respiración es superficial, errática, y su piel, tan pálida bajo la luz tenue, parece casi translúcida. La sangre aún mana de la herida, aunque con menos intensidad, como si su cuerpo estuviera al borde de rendirse.
—Lo tengo —dice Sara, esforzándose por mantener la voz firme, pero sus manos temblorosas la delatan—. Ahora dime qué hacer.
Se acerca un poco más.
—¿Santino? —lo llama, su voz apenas un susurro cargado de miedo, como si temiera que ya no pudiera responderle.
Él abre los ojos con dificultad, los párpados pesados, cada parpadeo un esfuerzo monumental. Su mirada, vidriosa y perdida entre el dolor y la conciencia, aún conserva ese destello de determinación que siempre lo ha definido.
—Abre el kit... —susurra, cada palabra un sacrificio—. Hilo, aguja... algo para limpiar la herida. Alcohol, si hay... o lo que sea.
Sara asiente, pero sus dedos torpes tardan en desabrochar el estuche. El temblor en sus manos no cede.
Abre el estuche y saca el hilo y la aguja, colocándolos sobre la cama junto a un pequeño frasco de alcohol que ya había tomado antes.
—¿Esto sirve? —pregunta, mostrando el frasco con dedos temblorosos.
Santino asiente débilmente. —Sí... limpia la aguja primero. Luego... la herida.
Sara sumerge la aguja en el alcohol, intentando ignorar el nudo que le aprieta el estómago. Con un trapo limpio, desliza el líquido sobre los bordes de la herida, con cuidado de no presionar demasiado. Santino contiene un gemido, su rostro crispado por el dolor, pero no dice nada.
—Lo siento, lo siento... —murmura ella, sintiendo las lágrimas arder en sus ojos—. No quiero lastimarte.
—Está bien... sigue.
Sara traga saliva y toma la aguja y el hilo. Su mente trata de recordar cualquier indicio de cómo hacer esto. Nunca ha cosido nada más complicado que un botón, y ahora tiene que atravesar carne viva. Su estómago da un vuelco.
—No puedo... —susurra, el pánico oprimiéndole el pecho—. No sé por dónde empezar.
Santino abre los ojos. Su mirada, aunque cansada, irradia una calma sorprendente. —Solo haz el primer punto —dice, su voz débil pero firme—. Yo te guiaré.
Sara respira hondo. Se acerca más, la aguja temblando en sus manos. Con un movimiento rápido, la hunde en la piel de Santino, sintiendo la resistencia de la carne antes de que ceda bajo la presión.
Él aprieta los dientes, sus manos aferrándose a las sábanas.
—Así... está bien —murmura entrecortado—. Ahora... pasa el hilo.
Ella obedece. Cada punto le duele más a ella que a él, o al menos así lo siente. Pero con cada puntada, el ritmo se vuelve más mecánico. Sus manos siguen temblando, pero logra seguir. La sangre deja de brotar con tanta intensidad.
—Casi... casi termino —dice con un hilo de voz, un alivio incipiente colándose en su tono—. Solo unos más.
Santino no responde.
Sara alza la vista. Su respiración es lenta, sus ojos cerrados. Termina los últimos puntos con rapidez y corta el hilo con unas tijeras del kit, sus manos aún manchadas de sangre.
—Santino —lo llama, tocándole el hombro con suavidad—. ¿Me escuchas?
Nada.
El pánico la golpea de nuevo. Con dedos ansiosos, le toma el pulso. Débil, pero constante.
Exhala un suspiro tembloroso. Está vivo. Apenas.
—No te mueras... —susurra, limpiándole el cuello con un trapo limpio—. Por favor, no te mueras.
Un ligero movimiento en la cama la hace alzar la vista. Canela se ha acurrucado junto a Santino, su pequeño cuerpo ofreciéndole calor.
Sara se deja caer en el borde de la cama, agotada. Sus músculos duelen, su mente sigue atrapada en la escena, en la sangre, en cómo la aguja atraviesa su piel.
Aún queda mucho por hacer.
Pero por ahora, Santino está estable.
Y eso es suficiente.
Sara se queda sentada al borde de la cama, observando a Santino con una mezcla de alivio y preocupación. Su respiración es superficial pero constante, y aunque sigue pálido, ya no parece al borde de la muerte. Canela ronronea suavemente junto a él, como si su presencia fuera un bálsamo para el caos que los rodea. El sonido tranquilo del ronroneo contrasta con el desorden de la habitación: sábanas manchadas de sangre, el kit de costura abierto sobre la mesa y el olor metálico que aún impregna el aire.
El silencio es denso, solo roto por la respiración entrecortada de Santino y el leve tictac del reloj en la pared. Sara mira sus manos, todavía manchadas de sangre, y un escalofrío le recorre la espalda. Ha hecho algo que jamás imaginó ser capaz de hacer y, aunque ha funcionado, la idea de haber cosido la piel de alguien le resulta surrealista.
De repente, Santino se mueve y deja escapar un leve gemido. Sara se levanta de inmediato y se inclina sobre la cama.
—Santino —lo llama, su voz suave pero urgente—. ¿Me escuchas?
No hay respuesta inmediata, pero tras unos segundos, Santino abre los ojos lentamente. Su mirada, aunque nublada, es consciente.
—Sí... —susurra, su voz apenas un hilo de sonido—. Lo hiciste bien.
Sara no puede evitar una sonrisa débil, aunque las lágrimas asoman de nuevo en sus ojos.
—No sé si "bien" es la palabra correcta —dice, limpiándose las manos en un trapo—. Pero al menos estás vivo.
Santino intenta sonreír, pero el esfuerzo es demasiado grande.
—Gracias... —murmura, cerrando los ojos otra vez—. No sé qué habría pasado si no...
—No hables —lo interrumpe Sara, colocando suavemente una mano sobre su brazo—. Todo está bien ahora. Tienes que descansar. Yo seguiré aquí por si necesitas algo, ¿de acuerdo?
Santino asiente débilmente y, en cuestión de segundos, su respiración se vuelve más regular, como si el sueño lo reclamara de nuevo. Sara lo observa un momento, asegurándose de que esté estable, antes de levantarse con cuidado para no molestarlo.
Canela la sigue con la mirada, como si entendiera que Sara necesita un respiro. Sara respira hondo, tratando de calmarse, pero la realidad de lo que acaba de hacer la golpea con toda su fuerza.
—¿Y ahora qué? —murmura para sí misma, recorriendo la habitación con la mirada, como si la respuesta estuviera oculta en algún rincón.
No puede dejar a Santino así, pero tampoco sabe qué más hacer. Con un suspiro, se obliga a moverse. Recoge las sábanas manchadas y las lleva al baño, sumergiéndolas en agua fría antes de que la sangre se adhiera a la tela. Luego limpia la mesa y guarda el kit de costura en un cajón, como si esconderlo pudiera borrar lo que acaba de hacer.
Cada pocos segundos, sus ojos vuelven a la cama. Vigila el ascenso y descenso del pecho de Santino, aferrándose a ese ritmo frágil pero constante. Cada respiro suyo le da un respiro a ella.
—¿Quién eres, Santino? —susurra desde la distancia—. ¿Por qué terminaste aquí, en mi cama, al borde de la muerte?
Silencio. Solo su respiración pausada y el ronroneo de Canela, que vuelve a acurrucarse junto a él, ajena a todo.
Sara se deja caer en el sillón junto a la ventana. Siente el peso del cansancio hundirla, pero su mente sigue en marcha, reviviendo cada segundo de lo que acaba de pasar. No puede dormir, no todavía. Cierra los ojos un instante, tratando de encontrar un poco de calma, aunque sea en la oscuridad.
Un coche pasa por la calle y el sonido la arranca de sus pensamientos. Afuera, la ciudad sigue su curso, indiferente al caos dentro de su departamento. Mira el reloj. Casi las cuatro de la mañana.
Sara no sabe en qué momento se quedó dormida. Despierta con un dolor sordo en todo el cuerpo, la consecuencia de haber pasado la noche en una mala posición. Lo primero que siente es la rigidez en sus músculos; lo segundo, la luz dorada que se cuela por la ventana, bañando la habitación con un resplandor cálido.
Parpadea varias veces, intentando sacudirse la neblina del sueño mientras su mente lucha por ubicarse. Por un instante, todo parece ajeno: el sillón incómodo, el peso del cansancio aún anclado a sus hombros, la sensación de que algo dentro de ella cambió para siempre.
Pero entonces recuerda.
La noche ha terminado. Y con ella, lo peor de la pesadilla.
Al girar la cabeza, encuentra a Santino aún recostado en la cama. Su respiración es más estable que la noche anterior, aunque su rostro sigue pálido y perlado de sudor. Canela, en cambio, duerme plácidamente a sus pies, ajena al caos que sacudió la habitación horas atrás. 
Sara se levanta con cuidado del sillón, procurando no hacer ruido, y se acerca a la cama. Con el dorso de la mano, le toca la frente, buscando algún rastro de fiebre. Su piel está fresca, pero la debilidad aún se percibe en cada línea de su rostro. Suspira, aliviada pero sin bajar la guardia. Santino sigue ahí, sigue respirando, pero todavía no está a salvo.
Santino abre los ojos con lentitud, su mirada perdida al principio, vacía, como si su mente aún no hubiera regresado del todo. Por un instante, parece no reconocerla, pero poco a poco su expresión cambia. El desconcierto da paso al reconocimiento, aunque una sombra de inquietud sigue anidada en sus ojos.
—¿Santino? —susurra Sara, inclinándose un poco hacia él—. ¿Cómo te sientes?
Él intenta incorporarse, pero una punzada de dolor lo hace detenerse de inmediato. Antes de que lo intente de nuevo, Sara apoya una mano en su hombro, ejerciendo una leve presión para mantenerlo en su sitio.
—No, no te muevas —le dice con firmeza, pero con suavidad—. Todavía estás débil. Necesitas descansar.
Santino asiente débilmente y se deja caer de nuevo sobre la almohada. Su respiración es más tranquila que la noche anterior, aunque cada inhalación sigue delatando el esfuerzo que le cuesta mantenerse consciente.
Sara se acerca y lo ayuda a acomodarse mejor en la cama; él solo la observa, con una mezcla de desconcierto y cansancio en los ojos oscuros.
—Gracias —murmura con voz ronca, como si la palabra le quemara la garganta por la falta de costumbre—. Tú me salvaste la vida... serás recompensada por eso, yo te...
Sara frunce el ceño y lo interrumpe antes de que pueda seguir.
—No me lo agradezcas —dice, colocando con suavidad una mano sobre su brazo—. Solo tuviste suerte de cruzarte con alguien que no tiene el corazón para dejar morir a nadie... ni siquiera a un criminal.
Él la mira en silencio, parpadeando lentamente, como si sus fuerzas se extinguieran con cada segundo.
—Ahora descansa. Estarás bien —añade ella, con la voz más suave.
Santino asiente con esfuerzo, y en cuestión de segundos, el sueño lo arrastra de nuevo. Su respiración se vuelve más regular, el rostro se relaja, y la tensión que lo mantenía alerta finalmente cede.
Sara lo observa un instante, asegurándose de que está estable, antes de levantarse. No ha revisado los destrozos de su departamento desde la noche anterior, pero sabe que la puerta principal ha desaparecido, arrancada de sus goznes por aquel hombre que intentó matar a Santino. No necesita verla para saberlo. ¿De qué otra manera habría entrado?
Con un suspiro, camina hacia la entrada, preparándose mentalmente para lo que va a encontrar. Al llegar, se detiene en seco.
La puerta está completamente destrozada. La madera hecha trizas cubre el suelo en astillas dispersas, los goznes cuelgan torcidos, y el marco tiene marcas profundas, como si alguien hubiera irrumpido con la fuerza de un animal salvaje.
Sara siente un escalofrío recorrerle la espalda mientras imagina la escena: los golpes secos contra la puerta, el estruendo de la madera cediendo, la inmediatez brutal con la que todo debió ocurrir.
—Dios mío —murmura, llevándose una mano a la boca—. Esto es... esto es demasiado.
Mira hacia el pasillo, esperando ver a algún vecino curioso o a alguien que hubiera escuchado el alboroto. Pero todo está en silencio. Un silencio denso, como si la violencia que había estallado en su hogar hubiera sido devorada por la indiferencia de la ciudad. Tal vez nadie quiso involucrarse. Tal vez todos escucharon, pero prefirieron fingir que no.
Sara suspira, sintiendo el peso de la situación hundirse sobre sus hombros como una losa.
Comienza a recoger los pedazos de puerta, apilando los trozos más grandes a un lado. Luego barre las astillas más pequeñas junto con los fragmentos de vidrio que quedaron de las fotografías y floreros que habían estado en la repisa junto a la entrada. Colocó ese mueble allí como una medida de seguridad adicional, una barrera improvisada que, al final, no sirvió de nada.
Ahora el estante está volcado, las fotografías familiares destrozadas y esparcidas por el suelo, los floreros reducidos a polvo de cristal mezclado con los restos de la puerta.
—Esto es un desastre —susurra para sí misma, sintiendo cómo la frustración y el cansancio se mezclan en su pecho.
Mientras recoge los trozos de vidrio con cuidado, una de las fotografías llama su atención. Es una imagen de ella con sus abuelos, tomada años atrás, en un día soleado en la granja. La foto está intacta, pero el cristal del marco se ha pulverizado.
Sara la observa por un instante, pasando los dedos con delicadeza sobre la superficie de la imagen, como si temiera romperla con solo tocarla. Después la deja a un lado y sigue limpiando, con los pensamientos enredados en la imagen de la puerta destruida... y en el hombre que ahora duerme en su cama.
Pasos acercándose la sacan de sus pensamientos. Sara levanta la vista, el estómago encogiéndose al ver a dos hombres uniformados avanzando hacia su departamento.
Los pasos retumban en el pasillo como martillazos contra el suelo. Su respiración se acelera, y siente el pulso en las sienes mientras los observa detenerse frente a la puerta destrozada. Llevan las manos cerca de los cinturones, en estado de alerta, los rostros tensos al ver la escena.
Entonces, Sara baja la vista y el corazón casi se le sale del pecho. Su pijama de algodón, de un tono rosa pastel, está manchada de sangre. Pequeñas salpicaduras en las mangas, y una mancha más grande en la parte baja de la camisa. La sangre de Santino.
Instintivamente cruza los brazos sobre el torso, pero las manchas siguen ahí. Innegables.
—Señorita —habla uno de los policías, un hombre alto, de mandíbula marcada y cabello entrecano, con voz firme pero no agresiva—. ¿Está bien? Recibimos un reporte de ruidos fuertes anoche, y... —su mirada se desliza por los restos de la puerta—. ¿Podría decirnos qué ocurrió aquí?
Sara traga saliva, la lengua pegada al paladar. Su mente trabaja a toda velocidad buscando una respuesta coherente.
—Hubo... un intento de robo anoche —dice, esforzándose por sonar serena—. El ladrón tiró la puerta, pero... pero se fue cuando me vio.
El segundo policía, más joven, con expresión más blanda pero igual de atenta, se acerca un poco más. Mira la entrada destrozada, luego los fragmentos de vidrio y madera en el suelo... y finalmente a Sara. Su mirada se detiene en la pijama.
—¿Está herida? —pregunta, señalando la mancha con la barbilla.
El estómago de Sara se contrae. Su primer impulso es decir que sí, inventar un corte en el brazo o algo pequeño, pero sabe que revisarán si es necesario. Así que improvisa lo primero que le viene a la mente.
—No... no es mía —dice, su voz temblando más de lo que quisiera—. Es de mi gata. Se asustó con los golpes y se cortó con los vidrios.
El policía joven frunce el ceño, inclinándose ligeramente para observar mejor las manchas.
—¿Toda esa sangre es de un animal? —cuestiona, con genuina duda.
El más alto observa el suelo. Hay manchas secas en las tablas de madera, algunas arrastradas como si alguien hubiera intentado limpiarlas, pero sin éxito.
—¿Dónde está la gata? —pregunta, directo.
Sara siente que el pánico le aprieta la garganta como un nudo.
—Está... escondida —improvisa, forzando una risa nerviosa—. Creo que sigue asustada. Se metió debajo del sofá, y no ha querido salir.
Los policías intercambian una mirada. El mayor parece desconfiar más, pero no presiona.
—¿Podemos pasar para asegurarnos de que no haya nadie más? —pregunta, con tono profesional, pero firme.
El corazón de Sara se desboca. Un "no" solo levantaría más sospechas.
—Claro —cede, apartándose con las piernas temblorosas.
Los agentes entran. Revisan el salón con la puerta rota, la cocina, incluso abren la puerta del baño. No entran al dormitorio, lo que le da un respiro momentáneo a Sara. Santino sigue dormido, y si lo encuentran, todo habrá acabado.
Después de unos minutos, regresan a la entrada.
—Parece que se fue de verdad —dice el más joven, encogiéndose de hombros—. Pero debería reportar esto a la administración del edificio. Y cambiar la cerradura.
El policía mayor le tiende una tarjeta.
—Si nota algo extraño o si recuerda algún detalle más, llámenos.
Sara toma la tarjeta con dedos helados.
—Gracias —murmura, la voz apenas audible.
Los policías le dedican una última mirada antes de salir por el pasillo. Sara los escucha alejarse, pero no se mueve hasta que el sonido de sus pasos desaparece por completo.
Entonces cierra la puerta destrozada como puede, apoya la frente contra la madera astillada... Y rompe a llorar en silencio.
Sara se queda así un momento, con la frente apoyada en la puerta rota, conteniendo los sollozos para no hacer ruido. Su pecho sube y baja de forma irregular, y las lágrimas caen en silencio, resbalando por su rostro hasta perderse en el cuello de la pijama manchada.
No tiene tiempo para derrumbarse. No cuando Santino sigue ahí.
Se seca el rostro con la manga —ignorando las manchas de sangre seca— y respira hondo, intentando calmar el temblor de sus manos. Luego, con pasos cuidadosos, regresa a la habitación.
El ambiente es denso, con el olor metálico de la sangre impregnado en el aire. La luz de la mañana se filtra por las cortinas, iluminando el rostro pálido de Santino, que duerme profundamente. Su respiración es más estable, aunque cada tanto se le escapa un leve gemido de dolor.
Sara se acerca a la cama, observándolo en silencio. Hay algo extraño en él... incluso dormido parece tenso, como si su cuerpo no supiera cómo relajarse. Las cejas fruncidas, la mandíbula apretada. Como si estuviera acostumbrado a la violencia, como si nunca pudiera bajar la guardia del todo.
Se agacha para revisar la herida que le había suturado la noche anterior. La venda está manchada, pero no tanto como temía. Al menos la hemorragia parece controlada.
—Vas a estar bien... —susurra, aunque sabe que él no puede oírla.
Pero el susurro es para ella misma. Una especie de ancla a la realidad, una promesa que necesita creer.
Con cuidado, se pone de pie y se dirige al baño, cerrando la puerta con suavidad. Necesita cambiarse de ropa y limpiar las manchas de sangre que los policías vieron. Cualquier rastro podría hundirla si deciden volver.
Se arranca la pijama con manos torpes, dejándola caer en el suelo como si quemara. Luego se mete bajo el agua caliente, pero no le da alivio. Frota su piel con fuerza, limpiando la sangre seca de sus brazos, de su cuello, incluso de sus uñas. Frota hasta que la piel se le enrojece, como si pudiera borrar todo lo que pasó la noche anterior con solo tallarse más fuerte.
Cuando sale de la ducha, se viste con lo primero que encuentra: un pantalón de algodón negro y una camiseta ancha. Luego recoge la pijama manchada y la mete en una bolsa de plástico que esconde en el fondo del armario. Después limpia el suelo del pasillo con lejía, borrando las manchas restantes, y barre los cristales rotos que aún quedaban esparcidos.
El proceso le toma casi una hora. Para cuando termina, la adrenalina se ha desvanecido y el agotamiento cae sobre ella como una losa.
Se deja caer en el sofá, apoyando la cabeza en las rodillas. El apartamento sigue oliendo a sangre, a miedo, a todo lo que ha intentado borrar en las últimas horas. Pero lo peor es el silencio. Un silencio espeso que le hace sentir que está esperando que algo más pase.
Que algo peor suceda.
Su estómago gruñe, rompiendo el vacío con un sonido incómodo. Mira por la ventana y nota que el sol ya se está poniendo. Desde las hamburguesas de la cena de anoche, no ha probado bocado.
Pero en vez de ir directamente a la cocina, se obliga a comprobar cómo está Santino.
Entra a la habitación con pasos sigilosos. Él sigue dormido, la respiración pesada pero constante. El rostro todavía está pálido, las ojeras marcadas bajo los ojos cerrados, pero al menos ya no parece estar al borde de la inconsciencia. Sara lo observa durante unos segundos más, asegurándose de que no haya signos de fiebre o sangrado, y luego se retira, cerrando la puerta con delicadeza.
En la cocina, se prepara algo simple: un sándwich que apenas prueba, y un té que se enfría sin que lo note. Come más por instinto que por hambre, masticando sin pensar, con la mirada perdida en la mesa. La noche cae lentamente, y la única luz en la habitación es la de una lámpara tenue que proyecta sombras suaves sobre las paredes.
Está tan absorta en sus pensamientos que no escucha los pasos al principio.
Un leve arrastre.
Lento.
Irregular.
Cuando finalmente levanta la cabeza, Santino está ahí, apoyado contra la pared para mantenerse en pie. El cabello desordenado le cae sobre la frente, la piel aún pálida, y su respiración es trabajosa, pero sus ojos oscuros están fijos en ella con una intensidad que la deja sin palabras.
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SIGUIENTE CAPÍTULO:
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alejandrafrausto · 4 months ago
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LOST THEM
Fragmento de fanfiction escrito por Alejandra Frausto
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Nueva York, seis meses después del chasquido
El supermercado olía a refrigeradores viejos y desinfectante barato. Entre estantes medio vacíos y luces parpadeantes, la gente se movía con la indiferencia cansada de quienes han perdido demasiado. Steve y Marjorie no eran la excepción. No importaba cuántas veces intentaran rehacer sus vidas, la sensación de que todo seguía roto no los abandonaba.
Marjorie caminaba con la espalda recta, una mano sujetando la lista de compras y la otra descansando sobre su vientre. Aunque su embarazo ya era evidente, la ropa holgada aún disimulaba un poco la curva de su abdomen. Steve la observaba de reojo, atento a cualquier signo de cansancio.
—¿Pasta o arroz? —preguntó ella sin levantar la mirada.
Steve frunció el ceño, como si estuviera ante una decisión de vida o muerte.
—Ambos —resolvió al final.
Marjorie soltó un suspiro exasperado, pero en el fondo de sus ojos brilló un destello de diversión. Lo dejó encargándose de los estantes mientras se alejaba unos pasos hacia la sección de galletas. Había visto unas en oferta la última vez que vinieron. Tal vez le harían bien. No tenía antojos, no de comida al menos, pero cualquier cosa que hiciera que Steve dejara de mirarla como si fuera a romperse le parecía razón suficiente.
Steve la siguió con la mirada hasta que desapareció al doblar el pasillo. Luego dejó escapar un suspiro y tomó una lata de sopa, solo para fruncir el ceño al notar la fecha de caducidad.
—¿Capitán América?
La voz era pequeña, dudosa.
Steve se giró.
Un niño de no más de diez años lo miraba con los ojos muy abiertos, sosteniendo una bolsa de pan como si fuera un escudo.
—¿Eres tú?
Steve sonrió con amabilidad. Antes del chasquido, estaba acostumbrado a que lo reconocieran, pero ahora la situación era diferente. Algunos lo admiraban. Otros lo culpaban.
—Sí, soy yo —dijo en voz baja.
El niño abrió la boca para decir algo más, pero antes de que pudiera hacerlo, una mujer apareció tras él y lo tomó del brazo.
—Ben, no molestes —le dijo con urgencia, sin dignarse a mirar a Steve.
El niño bajó la cabeza.
—Lo siento…
—No pasa nada —respondió Steve, pero la mujer ya se lo estaba llevando apresuradamente.
Se quedó viéndolos irse, con una punzada amarga instalándose en su estómago.
Solo fue un instante.
Un segundo.
Las galletas estaban en la repisa más alta. Marjorie estiró el brazo con un ligero fastidio, pensando que Steve habría podido alcanzarlas sin esfuerzo.
Un sonido a su espalda.
No tuvo tiempo de girarse.
Unas manos fuertes la sujetaron por la cintura. Algo áspero y húmedo cubrió su boca y nariz.
Intentó gritar, pero el aire se le cortó en la garganta. Un olor químico, acre y penetrante, le llenó los pulmones antes de que pudiera resistirse.
Pataleó, forcejeó, arañó las manos que la sujetaban. Todo a su alrededor se desdibujó en un parpadeo. Sus párpados se volvieron de plomo. Sus extremidades dejaron de responder.
El supermercado continuó con su rutina monótona. Nadie vio nada.
Un golpe seco lo sacó de sus pensamientos.
Steve alzó la cabeza.
—¿Jo?
Silencio.
Frunció el ceño y dejó las latas en el carrito. Algo no estaba bien. Caminó hacia el pasillo donde la había visto por última vez.
Solo encontró una bolsa de galletas en el suelo.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Jo?
Nada.
Escaneó el lugar con la mirada, cada músculo de su cuerpo en alerta. El aire dentro del supermercado se sentía más pesado.
No quería entrar en pánico. No todavía. Se obligó a moverse, recorriendo los pasillos uno por uno, llamándola con una voz que se volvía cada vez más áspera.
—Disculpe, ¿ha visto a una mujer embarazada? Cabello oscuro, piel morena, vestía de azul…
Negaciones. Miradas confusas. Murmullos.
Era como si se hubiera esfumado.
—¡¿Marjorie?!
Su voz retumbó entre los estantes. Un par de empleados lo miraron, pero nadie dijo nada.
Nada.
Su respiración se aceleró cuando llegó a la salida. Empujó las puertas automáticas con brusquedad y escaneó el estacionamiento. Apenas unas pocas personas caminaban entre los autos, ajenas a su desesperación.
—¡Marjorie!
Y entonces, lo sintió.
Un reflejo. Un instinto primitivo.
Giró la cabeza justo a tiempo para ver un vehículo alejándose. Un movimiento brusco detrás de la ventana trasera. Un destello de algo familiar.
Steve empezó a correr.
Se lanzó hacia adelante sin pensarlo. Sus piernas se movieron antes de que su mente procesara lo que estaba viendo. El auto aceleró al final del estacionamiento, esquivando otros vehículos con maniobras torpes pero decididas.
Corrió más rápido.
El rugido del motor se mezcló con el estruendo de su corazón. No tenía su escudo, no tenía un plan, solo el instinto brutal de alcanzarlos.
Apenas unos metros lo separaban del auto cuando un segundo vehículo se cruzó en su camino. Frenó en seco para no estrellarse contra él y perdió la ventaja.
—¡No!
Esquivó el auto y siguió corriendo, pero ya era tarde. El otro vehículo se alejaba, perdiéndose entre el tráfico.
Su respiración era un caos. El sonido de su propia sangre bombeando le llenaba los oídos.
Marjorie…
Apretó los dientes.
Sacó su celular y marcó.
—Steve… —La voz de Natasha respondió casi de inmediato. No había sorpresa en su tono, solo tensión contenida—. ¿Qué pasó?
—Se la llevaron. —Su propia voz le sonó extraña, entrecortada. La rabia lo atravesaba como un latigazo, pero la impotencia la ahogaba—. Marjorie. Se la llevaron.
Silencio. Luego, un susurro tenso:
—¿Quién?
—No lo sé. Un auto negro, lunas polarizadas. No tengo placas.
—Dame un segundo. —Se escuchó el tecleo frenético en su lado de la línea—. ¿Dónde estás?
—Supermercado, a quince minutos de la base.
—Voy en camino. No te muevas.
—Nat… —Su mandíbula se tensó, mirando el punto donde el auto había desaparecido—. No puedo perderla también.
—Lo sé. Pero no hagas nada estúpido.
La llamada terminó.
Steve guardó el teléfono, cerró los ojos un instante y respiró hondo. Su cuerpo exigía moverse, cazar, pero su mente le recordaba que actuar sin información podía costarle caro.
Su mirada recorrió el estacionamiento. Tenía que haber algo. Cámaras de seguridad. Testigos. Alguna pista.
No iba a perderla.
No otra vez.
La oscuridad la envolvía.
Su mente flotaba en el borde del letargo y la conciencia, un abismo al que intentaba aferrarse. Su respiración era errática, su cuerpo pesado, y un sabor amargo le quemaba la garganta.
Parpadeó. Su visión seguía borrosa. Un zumbido sordo le martilleaba la cabeza.
El aire olía a humedad y óxido.
Trató de moverse, pero algo la sujetaba. Brazos, piernas. Ataduras.
El pánico le subió por el pecho, despertándola de golpe.
Un motor rugió a la distancia.
Estaba en un vehículo.
Sus muñecas ardieron al forcejear contra lo que la retenía. Cintas gruesas, apretadas.
Respira, Jo. Respira.
Cerró los ojos un segundo, obligándose a analizar la situación.
La habían drogado, pero no lo suficiente. Sus captores debieron calcular mal su peso o no esperar que su metabolismo actuara tan rápido.
Bien. Eso le daba una ventaja.
Unos murmullos le llegaron desde el asiento delantero. Voces masculinas, hablando en tono bajo.
—¿Seguro que es ella?
—No es cualquier mujer. Es la madre del bastardo del Capitán América.
El frío la atravesó.
Su hijo.
Un latido fuerte golpeó su pecho. La furia suplantó al miedo.
Tenía que salir de ahí.
Entreabrió los ojos, forzando a su mente a enfocarse. El vehículo se movía a velocidad constante, probablemente en una carretera. No podía ver mucho desde su posición en la parte trasera, pero el sonido del motor y la ligera vibración bajo su cuerpo le dieron una pista.
Tenía que pensar rápido.
La droga aún nublaba sus sentidos, pero sus extremidades respondían, aunque con torpeza. Sus captores no parecían preocupados de que despertara. Quizás pensaban que seguiría inconsciente por más tiempo.
Un error.
Deslizó los dedos, tanteando los bordes de las cintas que sujetaban sus muñecas. Demasiado apretadas para soltarse fácilmente, pero si encontraba un punto de tensión…
Respiró hondo, obligando a su cuerpo a relajarse. Entrar en pánico solo haría que sus movimientos fueran torpes.
—¿Cuánto falta? —preguntó una de las voces en el asiento delantero.
—Poco. Hay que avisar que la tenemos.
Marjorie tragó saliva.
La estaban llevando a alguien. A un punto de entrega.
El auto tomó una curva, haciéndola inclinarse ligeramente hacia un lado. Su cabeza golpeó contra la puerta del auto pero no hizo ruido.
Resiste.
Afuera, la noche era cerrada. No había luces de ciudad filtrándose por las ventanas. Estaban lejos de cualquier área poblada.
Un teléfono sonó adelante.
—Dime.
Silencio tenso.
—Sí. La tenemos.
Marjorie dejó de respirar por un segundo. El corazón le martilleaba en las costillas.
Tenía que salir. Ahora.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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LOST THEM
Fragmento de fanfiction escrito por Alejandra Frausto
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—¿Steve?
El nombre apenas escapó de los labios de Bucky antes de que su cuerpo comenzara a desvanecerse. Primero sus dedos, luego sus brazos. En cuestión de segundos, no quedó nada. Solo polvo, arrastrado por el viento.
Steve permaneció inmóvil, su mirada fija en el espacio vacío donde su mejor amigo había estado. Su respiración se volvió errática, sus manos temblaban mientras la realidad se hundía en su pecho como un golpe brutal.
—No… —susurró, su voz apenas un hilo de sonido.
Sus piernas cedieron y cayó de rodillas. El peso de la pérdida era demasiado, sofocante, como si todo el aire hubiera sido arrancado de su mundo.
Natasha llegó corriendo, el rostro pálido, la desesperación reflejada en sus ojos.
—Perdimos —murmuró.
Todo a su alrededor pareció detenerse. El ruido de la batalla, los gritos, el dolor… todo se volvió distante, como un eco lejano. Steve se puso de pie mecánicamente y comenzó a ayudar a los heridos. Sus movimientos eran automáticos, como si su cuerpo supiera qué hacer mientras su mente se negaba a aceptar la realidad.
Pero cuando llegó a la base en Wakanda, el aire se volvió denso, sofocante.
Marjorie estaba arrodillada frente a una cuna vacía, abrazando una pequeña manta cubierta de polvo. Su llanto desgarrador llenaba el silencio, un sonido que le atravesó el alma.
El estómago de Steve se hundió.
—No… —pensó, el dolor golpeándolo con una fuerza abrumadora—. No…
No supo en qué momento las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro ni cuándo sus rodillas golpearon el suelo otra vez.
—¿Steve? —La voz de Marjorie lo sacudió. Estaba rota, temblorosa, pero cargada de desesperación—. ¿Dónde está James?
Steve abrió la boca, pero ningún sonido salió. Su garganta se cerró, su pecho se contrajo. Negó con la cabeza una y otra vez, incapaz de decirlo.
Era la primera vez que Steve Rogers se rompía por completo. Y no tenía fuerzas para detenerlo.
—¿Steve? —Marjorie apenas pudo pronunciar su nombre. Su respiración se cortó cuando la verdad la golpeó—. Steve… ¿dónde está Bucky?
Su llanto se volvió incontrolable. Se acercó a él, aferrándose a su uniforme con manos temblorosas.
—¿Dónde está?
El silencio era insoportable. Solo se escuchaban sus sollozos, entrecortados, desesperados.
—¿¡Dónde están?! —gritó finalmente, con la voz destrozada—. ¿¡A dónde fueron?!
Pero Steve no tenía respuestas. Y eso era lo peor de todo.
Marjorie se desplomó a su lado, abrazando la manta como si pudiera aferrarse a lo que quedaba de ellos.
Y Steve solo pudo mirar el suelo, roto, derrotado, sintiendo que su mundo se desmoronaba a su alrededor.
Steve miró a Marjorie desde el otro lado de la mesa. Habían pasado dos semanas desde que Thanos chasqueó los dedos, pero ella seguía atrapada en un silencio abrumador. No había pronunciado una sola palabra ni tocado la comida frente a ella. El plato de avena que Steve le había preparado seguía intacto, frío y olvidado.
—Marjorie, vamos —dijo con suavidad, acercándole una cucharada a la boca—. Solo una más, por favor.
Ella no reaccionó. Sus ojos permanecían fijos en algún punto lejano, perdidos en un vacío al que Steve no podía llegar. Él dejó escapar un suspiro cargado de preocupación y cansancio. El mundo entero estaba conmocionado, roto. Nadie sabía qué hacer, y Steve no era la excepción. Hacía lo que podía: ayudaba a los damnificados, buscaba soluciones, se aferraba a cualquier tarea que lo distrajera de su propio dolor. Pero, incluso cuando estaba ocupado, el duelo lo seguía como una sombra implacable.
Desde ese día, no se había alejado de Marjorie. Si tenía que salir, se aseguraba de que alguien confiable estuviera con ella, incapaz de soportar la idea de dejarla sola. Steve había perdido a su mejor amigo, a su hermano en todo menos en sangre. Pero ella… ella había perdido aún más: a su esposo y a su hijo.
El miedo lo carcomía. Marjorie se estaba consumiendo bajo el peso de su dolor, y él podía verlo en cada movimiento lento, en la forma en que evitaba hablar, en lo rápido que su cuerpo se debilitaba. La velocidad con la que había adelgazado era alarmante. Cada día parecía más frágil, y Steve temía que, si ella caía, él no podría soportar otra pérdida.
—Marjorie… —susurró con desesperación contenida, inclinándose hacia ella—. Por favor, dame una señal. Lo que sea.
Pero ella permaneció inmóvil, atrapada en su tormento. Steve dejó la cuchara a un lado y apoyó los codos en la mesa.
—No puedo perderte también —dijo en voz baja, su tono tembloroso—. No después de todo lo que hemos perdido.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Steve cerró los ojos un momento, buscando las palabras adecuadas, algo que pudiera sacarla de ese estado. Pero no las encontró.
—Sé que duele —continuó con voz ronca—. Duele más de lo que cualquiera debería soportar. Pero tienes que seguir adelante. Por ti. Por ellos. —Tragó el nudo en su garganta—. Por Bucky. Por Stevie.
Por un instante, creyó ver un destello en sus ojos, un parpadeo rápido, como si sus palabras hubieran tocado algo en lo más profundo de ella. Pero luego, Marjorie volvió a quedarse quieta, su mirada perdida.
Steve se recargó en su silla, sintiendo el peso de la impotencia aplastarlo. No sabía cuánto más podía hacer, cuánto más podía soportar. Pero una cosa era segura: no se rendiría. No mientras Marjorie siguiera respirando.
—Estoy aquí —murmuró, extendiendo la mano para cubrir la de ella—. No te dejaré sola. Nunca.
Y aunque Marjorie no respondió, Steve juró que, en algún lugar dentro de ella, lo había escuchado.
—Vamos, Marjorie —insistió, su voz más firme esta vez—. No te rindas. No ahora. No después de todo lo que hemos pasado.
Después de lo que pareció una eternidad, Marjorie parpadeó. Lentamente, sus ojos se movieron hacia él, como si lo viera por primera vez.
—Steve… —susurró, su voz apenas audible. Pero era suficiente.
Steve sintió un alivio abrumador, aunque fuera pequeño. Era una señal, un destello de vida en medio de tanto dolor.
—Estoy aquí —repitió, apretando su mano con más fuerza—. No te dejaré.
Marjorie no dijo nada más, pero su mirada se mantuvo en él. Y por ahora, eso era suficiente.
Una semana después, Steve partió al espacio, donde Thor acabó con Thanos. Antes de irse, dejó a Marjorie bajo el cuidado de Pepper en la base de los Vengadores en Nueva York. Sabía que ella tenía sus propias preocupaciones, especialmente con Tony aún recuperándose, pero confiaba en que haría todo lo posible por cuidar de Marjorie. Aun así, la culpa lo carcomía.
Cuando regresó, exhausto y con el peso de una victoria que no sentía como tal, lo primero que hizo fue ir a verla. Pero lo que encontró lo destrozó.
Marjorie había empeorado.
La habitación estaba sumida en un silencio casi sepulcral, apenas interrumpido por su respiración débil y entrecortada. Estaba recostada en la cama, sus ojos cerrados, su rostro pálido y demacrado. Steve se detuvo en la puerta, sintiendo cómo el aire se le escapaba de los pulmones.
Pepper estaba sentada a su lado, sosteniendo una taza de té que Marjorie no había tocado. Al notar su presencia, se levantó lentamente, con una expresión de tristeza y cansancio.
—Steve… —dijo en voz baja, acercándose—. Lo siento. He hecho todo lo que he podido, pero no ha comido casi nada. Solo bebe un poco de agua cuando insisto.
Steve asintió, tragando el nudo en su garganta.
—Gracias, Pepper —respondió con voz ronca—. Sé que has estado ocupada con Tony. No puedo pedirte más.
Ella le puso una mano en el hombro y apretó suavemente.
—Ella te necesita, Steve. Más que nunca.
Él asintió de nuevo y, sin más palabras, Pepper salió de la habitación, dejándolos solos.
Se acercó a la cama y se sentó al borde, tomando la mano de Marjorie entre las suyas. Estaba fría, casi sin vida.
—Marjorie —susurró, inclinándose hacia ella—. Volví.
No obtuvo respuesta. Sus ojos permanecían cerrados, como si estuviera atrapada en un sueño del que no podía o no quería despertar. Steve sintió cómo el dolor lo atravesaba, pero se aferró a la esperanza, por pequeña que fuera.
Inspiró hondo antes de hablar, su voz temblorosa pero firme.
—Tengo que contarte lo que pasó.
Se inclinó un poco más, asegurándose de que sus palabras llegaran a ella.
—Fuimos a buscarlo. A Thanos. Thor, Natasha, Rhodes y yo. Lo encontramos en un planeta lejano, débil, casi derrotado. Pensamos que podríamos arreglar todo, que podríamos traerlos de vuelta. Pero... —hizo una pausa, tragando el nudo en su garganta—. Él ya había destruido las Gemas. Las redujo a polvo. No hay forma de deshacer lo que hizo.
El silencio que siguió fue pesado, sofocante. Steve cerró los ojos por un momento, sintiendo el peso de la derrota aplastarlo.
—Thor lo mató —continuó en un susurro—. Lo hizo por venganza, por todo lo que perdimos. Pero... no cambió nada. Bucky, Stevie, todos los que se fueron… no hay forma de traerlos de vuelta.
Por un instante, creyó que hablaba con un cuerpo sin vida. Pero entonces, sintió un movimiento leve en sus dedos, casi imperceptible. Un atisbo de conciencia.
—Lo siento —susurró, su voz quebrada—. Lo siento mucho, Marjorie. Hicimos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente.
Se quedó en silencio, sin soltar su mano. Las palabras parecían inútiles, y el agotamiento físico y emocional comenzaba a hundirlo.
Cuando su cabeza empezó a caer hacia adelante, sintió un débil apretón en su mano. Steve abrió los ojos y encontró los de Marjorie. Su mirada estaba cansada, pero viva. Con un esfuerzo visible, se hizo a un lado en la cama, dejando un espacio para él.
No dijo nada. No hacía falta.
El cansancio y la necesidad de consuelo lo vencieron, y cedió. Se acostó a su lado, sintiendo el calor débil de su cuerpo. Entonces, todo lo que había reprimido durante esas semanas lo golpeó de lleno.
El llanto llegó sin previo aviso, un torrente de lágrimas que no pudo contener. Steve lloró abrazado a Marjorie, su cuerpo temblando con cada sollozo. Lloró por Bucky, por Stevie, por todos los que se habían ido. Lloró por la impotencia, por la derrota, por el dolor que parecía no tener fin.
Marjorie, aunque débil, alzó una mano temblorosa y le acarició suavemente el cabello. Un gesto pequeño, casi insignificante, pero que lo destrozó aún más.
Steve se aferró a ella, sintiendo cómo el llanto lo vaciaba, pero también lo aliviaba, aunque fuera un poco. Él también había perdido. A su mejor amigo. A su hermano. Y con él, una parte de sí mismo. Pero en ese momento, abrazado a Marjorie, sintió que tal vez, solo tal vez, no todo estaba perdido.
—Lo siento… —murmuró entre sollozos—. Lo siento tanto.
Ella no respondió con palabras, pero su mano siguió enredada en su cabello, un recordatorio de que, a pesar de todo, todavía estaban allí. Juntos.
El cansancio finalmente lo venció, y Steve se durmió abrazado a Marjorie, con las lágrimas aún frescas en su rostro.
Y por primera vez en semanas, durmió profundamente, sintiendo que, al menos por esa noche, no estaba solo.
Cuatro meses y quince días.
El tiempo transcurría en un limbo extraño, entre el dolor de la pérdida y la obligación de seguir adelante. Steve y Marjorie se habían instalado en la base de los Vengadores, más por necesidad que por elección. Steve creía que allí podría ser de mayor utilidad para los damnificados, y Marjorie... simplemente no tenía otro lugar a dónde ir.
Desde aquella noche en la que todo se rompió, ella había mejorado. No por completo, pero su tristeza ya no la consumía. Comía mejor. Salía a caminar por los jardines, dejando que el aire fresco le recordara que seguía viva.
Tres días atrás, se enteraron de que estaba embarazada.
El padre era Bucky.
Steve lo había sospechado. Sabía que esas náuseas matutinas no eran normales, no cuando Marjorie apenas toleraba la avena. No cuando la fragilidad de su cuerpo ya no podía explicarse solo por el duelo.
Pero la noticia no trajo solo miedo y dudas. También les dio un atisbo de esperanza. Steve quería creer que ese bebé sería el ancla que Marjorie necesitaba para no volver a hundirse.
Y, sin darse cuenta, también lo era para él.
Ahora tenía algo más por qué luchar. No solo por el recuerdo de los que se habían ido. Sino por los que aún estaban aquí.
Marjorie, sin embargo, temía lo que venía. ¿Cómo iba a criar a un hijo sola? Si con Stevie había sido difícil, aun con las comodidades de Wakanda y con Bucky a su lado, ¿qué haría ahora?
Pero no estaba sola.
Steve vio el miedo en su rostro, la incertidumbre que la atormentaba, y sin dudarlo—casi ofendido de que ella siquiera lo considerara—le aseguró que no lo haría sola.
Criarían a ese niño juntos.
Steve Rogers iba a ser padre.
Pero la vida no se detenía para darles tregua.
No todos habían perdonado a los Vengadores por su aparente "fracaso" ante Thanos. Y algunos de esos resentimientos venían de personas peligrosas.
Un grupo extremista, con raíces en HYDRA, se enteró de que el Capitán América iba a ser padre. No sabían que no era su hijo biológico. No les importaba.
Cuando Marjorie entró en el sexto mes de embarazo, su rutina con Steve se había vuelto casi normal. Salían, compraban víveres, intentaban reconstruir una vida entre los escombros de lo que quedó después del chasquido.
Ese día, como cada semana, fueron al supermercado.
La ciudad aún llevaba las cicatrices del desastre. Nadie miraba a nadie a los ojos por demasiado tiempo. Todos habían perdido a alguien. El supermercado no era un lugar agradable, pero Steve y Marjorie se las arreglaban para parecer una pareja normal.
Él se distrajo con unas latas vencidas.
Marjorie giró en un pasillo.
Y en el siguiente instante, unas manos la sujetaron por la cintura.
Una tela áspera cubrió su boca y nariz.
El mundo se desdibujó en cuestión de segundos.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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LOST THEM
Fragmento de fanfiction escrito por Alejandra Frausto
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Los últimos dos años de la vida de Marjorie habían sido los mejores que podía recordar. Sí, hubo momentos difíciles por la situación de Bucky, pero eso no opacaba el hecho de que tenía todo lo que siempre había deseado: una familia y un hogar junto al hombre que amaba.
Aunque no estuvieran en Blossomville, para Marjorie su hogar no era un lugar, sino Bucky y Stevie. Su felicidad radicaba en verlos felices a ellos.
Recordaba con cariño el día en que Stevie dio sus primeros pasos, tambaleándose directamente hacia Bucky. Y cuando dijo su primera palabra: "papá". Marjorie había sentido un pequeño pellizco de celos; esperaba que la primera palabra de su hijo fuera "mamá". Pero al ver la sonrisa que iluminó el rostro de Bucky, todos esos pensamientos se desvanecieron.
Marjorie los amaba con todo su corazón, y ellos la amaban a ella por igual.
Sin embargo, todo cambió aquel día en el prado. El rey T'Challa, gobernante de Wakanda, donde vivían, llegó a visitarlos en su pequeña granja a las afueras de la ciudad. Marjorie no escuchó la conversación entre Bucky y T'Challa. En lugar de eso, tomó a Stevie en brazos y esperó a que Bucky terminara de hablar.
Cuando él regresó, su expresión lo decía todo: eran malas noticias.
—No —dijo Marjorie al ver el brazo de vibranium en el estuche—. Absolutamente no.
—Jo...
—¡No, James! —Un sollozo escapó de sus labios. Stevie dormía plácidamente en la cuna de su habitación, por lo que bajó la voz—. No puedes hacer esto —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. No más peleas. No después de todo lo que hemos construido aquí.
Bucky se acercó a ella; su mirada reflejaba la misma incertidumbre que sentía Marjorie. Sabía lo que esto significaba para ambos, para su familia. Pero también entendía que no tenía otra opción; si no actuaba, ellos también estarían en peligro.
—Jo, no es una decisión fácil —dijo Bucky, su voz suave pero firme—. Pero si hay una posibilidad de que esto nos mantenga a salvo, a los tres, tengo que intentarlo. Además...
Hizo una pausa, como si meditara sus palabras.
—¿Además qué? —preguntó Marjorie, con un nudo en la garganta.
—Steve me necesita —respondió Bucky, su voz cargada de un peso que Marjorie entendió al instante.
Bajó la mirada, las lágrimas resbalando por sus mejillas. Sabía que Bucky tenía razón, pero eso no hacía que el dolor fuera menos intenso. Steve, su amigo, su hermano, siempre había sido una parte fundamental de la vida de Bucky. Y ahora, cuando más lo necesitaba, él no podía darle la espalda.
—Lo sé —susurró Marjorie, apretando los puños para contener el temblor de sus manos—. Lo sé, Bucky. Pero... ¿y nosotros? ¿Y Stevie? ¿Qué pasa si algo te ocurre? ¿O si...? —Respiró hondo, tratando de mantener la calma—. ¿O si el otro tipo regresa?
—No lo hará, Jo. Te lo prometo. El Soldado ya no controla mi mente —dijo Bucky con firmeza, aunque en sus ojos se asomaba una sombra de duda.
—Pero ¿y si pasa algo? —insistió Marjorie, su voz quebrada por el miedo—. ¿Y si no puedes volver a nosotros? No sé si podría soportarlo.
Bucky se acercó más y tomó sus manos entre las suyas. Sus dedos se entrelazaron con los de ella, como si intentara transmitirle toda la seguridad que le faltaba en ese momento.
—Jo, escúchame —dijo, su voz firme pero llena de ternura—. He pasado por cosas que nunca pensé que superaría. He luchado contra demonios que ni siquiera sabía que tenía. Pero tú y Stevie son mi razón para seguir adelante. Eres mi hogar. Y no voy a dejar que nada me arrebate eso.
Marjorie lo miró, sus ojos aún brillantes por las lágrimas. Bucky continuó con su voz suave:
—No voy a mentirte, esto es peligroso. Pero si no hago algo ahora, si no ayudo a Steve, ese peligro podría llegar hasta aquí. Y no puedo permitir que eso pase. No puedo permitir que nada les haga daño.
Marjorie asintió lentamente, tragando el nudo en su garganta. Sabía que Bucky tenía razón, pero el miedo no se disipaba tan fácilmente.
Él la acercó con su brazo y la abrazó con fuerza, brindándole consuelo.
—No va a pasar nada —susurró, su voz calmada pero firme—. Ya no llores, muñeca. Sabes que odio verte triste.
Marjorie ahogó otro sollozo y apoyó la cabeza en su pecho. Bucky besó su frente con suavidad y luego la miró a los ojos, su mirada llena de promesas.
—Esta es la última, te lo prometo —dijo con determinación—. Ya no habrá más. Buscaremos un hogar donde Stevie pueda crecer y nosotros envejecer juntos. Y quién sabe... —añadió con una sonrisa tímida—, tal vez necesite un hermanito para jugar mientras nosotros hacemos... ya sabes qué.
Marjorie no pudo evitar una pequeña sonrisa entre las lágrimas, aunque su corazón aún pesaba por la incertidumbre.
Bucky la abrazó de nuevo, apretándola contra sí como si quisiera protegerla de todo el mundo.
—Te amo —susurró Marjorie, su voz temblorosa pero llena de sinceridad.
—Y yo a ti —respondió Bucky, su voz suave pero firme—. Siempre.
—¿Estás nervioso? —preguntó Marjorie al notar la inquietud de Bucky.
—¿Por volver a ver a Steve? No, solo... —Bucky dejó la frase en el aire, su mirada perdida en el horizonte.
—Te preocupa lo que pueda pasarle, ¿verdad? —Marjorie lo observó con comprensión, su voz suave pero firme.
Bucky no respondió, pero su silencio bastó como confirmación. Marjorie lo rodeó con el brazo que no sostenía a Stevie y le besó la mejilla.
—No les pasará nada. No si permanecen juntos —dijo Marjorie con firmeza, como si sus palabras pudieran protegerlos.
Bucky la atrajo por la cintura, agradecido por su presencia. Juntos, observaron cómo el jet que transportaba al resto de los Vengadores se acercaba: Steve, Natasha, Sam, Wanda, Visión, Bruce Banner y el coronel Rhodes.
Hacía apenas dos años, tres de ellos habían intentado capturarlos por órdenes del gobierno. Ahora, los verían por primera vez desde entonces.
Cuando el jet aterrizó, el rey T'Challa avanzó para recibirlos, su presencia imponente pero serena. Marjorie sintió un nudo en el estómago al verlos descender, recordando los conflictos del pasado. Pero esta vez, todos estaban del mismo lado.
Bucky apretó suavemente la cintura de Marjorie, buscando consuelo en su cercanía. Ella le devolvió el gesto, recordándole que, pasara lo que pasara, estarían juntos.
Steve y Natasha fueron los primeros en bajar, caminando hacia T'Challa con paso decidido. Tras un breve intercambio de palabras con el rey, Bucky besó la frente de Marjorie y se encaminó hacia ellos.
Marjorie recordaba ese día con claridad: la sorpresa en el rostro de Steve al ver al pequeño, la emoción en los ojos de Bucky al presentarle a su hijo y la manera en que Steve, sin dudarlo, abrazó a Bucky como si el tiempo y las circunstancias nunca hubieran logrado separarlos del todo.
Ahora, mientras Bucky se acercaba a Steve, ambos se detuvieron un instante, como si el peso de todo lo vivido los alcanzara. Pero entonces, Steve sonrió, ese gesto familiar y reconfortante que siempre había sido un faro para Bucky.
—Buck —dijo Steve, extendiendo la mano.
—Steve —respondió Bucky, tomándola y, sin pensarlo dos veces, abrazándolo con fuerza.
Marjorie sonrió, sintiendo un alivio momentáneo. Sabía que, sin importar lo que viniera, juntos eran imparables. Mientras sostenía a Stevie en brazos, comprendió que su familia, aunque imperfecta, estaba llena de amor y de personas dispuestas a luchar por lo que más importaba.
Steve y Bucky se separaron, y Steve dirigió su mirada hacia Marjorie y Stevie. Sus ojos se iluminaron al ver al niño y caminó hacia ellos con una sonrisa cálida.
—Hola, Marjorie —dijo, inclinándose ligeramente para abrazarla.
Ella le devolvió el gesto con una sonrisa.
—Hola, Steve. Ha pasado tiempo.
Steve tomó a Stevie en brazos con naturalidad, como si ya lo hubiera hecho mil veces antes.
—Este enano era más pequeño la última vez que lo vi. ¡Cuánto ha crecido! —comentó con una mezcla de asombro y cariño.
—Steve, te esperamos adentro. No tardes —intervino Natasha, acercándose con paso firme. Luego, miró a Marjorie—. Hola, Jo.
—Hola, Nat. Te ves bien —respondió Marjorie con naturalidad.
—Mejor que la última vez —dijo Natasha con una sonrisa astuta, intercambiando una mirada cómplice antes de seguir su camino.
Sam y Wanda, que venían detrás, levantaron la mano en un saludo a distancia. Marjorie les devolvió el gesto con una sonrisa, reconfortada por la presencia de todos.
Finalmente, volvió su atención a Steve y Stevie. El niño, en brazos de Steve, parecía fascinado con él, sus pequeños dedos aferrándose al borde de su chaqueta.
—Parece que le caes bien —comentó Marjorie con una risa suave.
—Es que tengo un don con los niños —respondió Steve con una sonrisa amplia, haciendo una mueca divertida que hizo reír a Stevie.
Marjorie los observó con un nudo de emoción en la garganta. A pesar de todo lo vivido, de las batallas y sacrificios, momentos como ese le recordaban por qué valía la pena seguir adelante.
Bucky se acercó y Marjorie, aprovechando que Stevie estaba con Steve, se volvió hacia él.
—Ten cuidado, por favor —susurró, su mirada cargada de preocupación. Un mal presentimiento se apoderaba de su pecho, como si algo malo estuviera por suceder.
—Siempre lo hago, cariño —respondió Bucky con una sonrisa despreocupada.
—Hablo en serio, James. Nada de hacerte el héroe, ¿me oíste? —La seriedad en su tono lo hizo fruncir el ceño—. Stevie te necesita —hizo una pausa, buscando su mirada—. Yo te necesito.
El rostro de Bucky se suavizó al instante. La atrajo hacia él, sus manos firmes en su cintura, y besó su frente.
—Tranquila, amor. No te vas a deshacer de mí tan fácilmente.
—Más te vale —susurró Marjorie, y antes de que él pudiera responder, lo besó. Fue un beso cargado de amor, un anhelo silencioso que intentaba aferrarse a algo que ambos sentían que se desmoronaba.
—Disculpen —la voz de Steve los hizo voltear, aunque ninguno se soltó—. Creo que no debí agitar demasiado a Stevie.
Steve sostenía al niño en brazos, y el pequeño, con las mejillas enrojecidas, parecía peligrosamente cerca de vomitar. Bucky y Jo no pudieron evitar soltar una risa divertida.
—Dámelo antes de que ocurra una tragedia —dijo Jo rápidamente, estirando los brazos hacia Stevie.
Con un suspiro de alivio, Steve se lo entregó. El niño se acomodó contra su madre, tranquilizándose con sus caricias.
—Steve, creo que alguien necesita lecciones sobre cómo sostener a un niño —bromeó Bucky, aún riendo.
—Oh, cállate, Barnes —replicó Steve, fingiendo indignación, aunque una sonrisa se asomaba en sus labios.
—¡Capitán Rogers! —llamó Natasha con impaciencia.
—Esa es mi señal —dijo Steve, despidiéndose de Marjorie—. Nos vemos, Jo. Promete que te cuidarás, ¿sí? Y también a Stevie. Los quiero a ambos a salvo.
Steve se inclinó para besar a Stevie en la cabeza y abrazó a Marjorie. Ella asintió, correspondiendo el gesto.
—Prométeme que cuidarás a Buck, Steve. Por favor.
Steve sonrió y apretó el hombro de Bucky.
—Él puede cuidarse solo —dijo, pero al notar la mirada amenazante de Marjorie, agregó—. Lo prometo, Jo. Todo estará bien.
Con una última mirada, Steve se dio la vuelta y entró por la misma puerta que los demás.
—Es hora, Jo —dijo Bucky en voz baja, viendo cómo los guardias se acercaban para escoltar a su esposa e hijo.
Marjorie sujetó a Stevie con fuerza. Bucky le tomó el rostro con suavidad y le dio un beso lento, como si quisiera grabar en su memoria el calor de sus labios. Se separó apenas un instante, lo suficiente para susurrarle:
—Te amo.
Marjorie cerró los ojos, conteniendo el nudo en su garganta.
—Yo también te amo.
Stevie se removió en sus brazos, ajeno a lo que pasaba, pero su manita se aferró a la chaqueta de su padre. Bucky le acarició la cabeza, con una sonrisa temblorosa.
—Nos vemos pronto, campeón.
El niño balbuceó algo ininteligible antes de que Marjorie lo ajustara contra su pecho.
Los guardias indicaron que era momento de irse. Marjorie dio un paso atrás, pero su mirada seguía anclada a Bucky. Él no se movió, solo la observó, como si pudiera retenerla un poco más con los ojos.
—Volveré —murmuró.
Marjorie asintió en silencio. No le pidió que lo prometiera. No hacía falta.
Se giró y caminó con paso firme, abrazando a Stevie con más fuerza cuando sintió que su hijo comenzaba a sollozar. No miró atrás, pero supo exactamente en qué momento Bucky dejó de estar a la vista.
Y aun así, lo sintió con ella. Siempre.
Siguiente parte: https://www.tumblr.com/alejandrafrausto/776763525779570688/lost-them?source=share
Gracias por leer.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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Eres el sol qué ilumina mi día.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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Los ángeles también lloran.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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No necesitas preocuparte, siempre tendrás las cosas que necesitas.
08/12/2027 11:31 hrs Brisa
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alejandrafrausto · 4 months ago
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Las oportunidades te rodean si sabes hacia dónde mirar.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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Soy una escritora.
Los personajes que creo no soy yo.
Son parte de mí.
Son la parte de mí que es:
aventurera
romántica
guerrera
princesa
heroína
villana
monstruo
amiga
Son las partes que escondo.
Las partes que deseo ser.
Las partes que he sido y las partes que seré.
Cada historia está basada en una verdad. Tu verdad.
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alejandrafrausto · 4 months ago
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Condenados a sentir
Una historia de Charles Xavier x OC
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Prefacio
Lo único que Lena había anhelado toda su vida era un poco de paz y tranquilidad. Desde que tenía uso de razón, su hogar había sido un campo de batalla. Su padre, un hombre amargado y derrotado por la vida, ahogaba sus frustraciones en botellas de alcohol que siempre terminaban vacías. Las noches eran lo peor: los gritos, los golpes, el sonido de los platos estrellándose contra las paredes. Su madre, en lugar de ser un refugio, se había convertido en una espectadora silenciosa, incapaz de protegerla, de abrazarla, de decirle que todo estaría bien. Lena creció sintiéndose invisible, como si su existencia fuera un error que todos preferían ignorar.
La universidad fue su gran esperanza. Un lugar lejos de ese infierno, un nuevo comienzo donde podría reinventarse, donde nadie la conocería como "la hija del ebrio mal parido". Pero la realidad fue un golpe brutal. Sus compañeros, lejos de ser mejores que sus progenitores, resultaron ser igual de crueles, si no más. Las burlas, los rumores, las miradas de desprecio... todo le recordaba que no importaba cuánto corriera, nunca escaparía de la soledad. A pesar de todo, Lena se aferró a los libros, a las teorías, a la psicología. Era su refugio, su manera de entender un mundo que parecía empeñado en lastimarla.
Sin embargo, Lena no se rendía. Aferrada a la idea de que algún día encontraría su lugar en el mundo, seguía adelante, aunque cada paso fuera más pesado que el anterior. Un día, todo cambiaría para ella. Su asesora de tesis, la señora Brown, le recomendó hacer sus investigaciones sobre la relación entre mutantes y humanos. En los últimos años, este tema había sido motivo de controversia, especialmente desde la muerte de Bolivar Trask, un importante y reconocido científico, hace cinco años. Las personas habían comenzado a temer lo que los mutantes podrían llegar a hacer. No era un secreto que Industrias Trask era un importante colaborador de la universidad de Lena; de hecho, a no más de treinta minutos en autobús, se encontraba una de sus tantas instalaciones privadas. Muchos en el campus habían querido hacer sus prácticas e investigaciones en un lugar tan prestigioso como ese, pero la mayoría era rechazada.
La señora Brown le dijo a Lena que estaban buscando practicantes de psicología para tratar con pacientes en ese centro de investigación. Lena lo consideró. No es que no simpatizara con los mutantes; simplemente le daba igual. Mutante o humano, todos eran igual de malvados para ella. Sin embargo, le hizo caso a su profesora y se inscribió en el programa. Sabía que su tesis se enriquecería mucho si incluía trabajo de campo en ella.
Pero lo que Lena no sabía era que este paso la llevaría a un lugar mucho más oscuro de lo que jamás había imaginado. Un lugar donde las líneas entre el bien y el mal se desdibujarían, donde tendría que enfrentarse no solo a los demonios de los demás, sino también a los suyos propios. Y, sobre todo, un lugar donde conocería a alguien que cambiaría su vida para siempre: Charles Xavier.
Créditos: La historia Original de esta trama la encontré en archiveofourown.org, esta en el idioma ingles y si gustan les puedo pasar el link, nada más díganme. La autora no se digna a actualizar su historia ): por lo que mejor me puse manos a la obra y decidí hacer una versión en español; pero la idea original es de esta chica cuyo nombre de usuario en Archive of Our Own es Magnetic_Stars. Si les gusta, vayan a su historia y denle mucho amor para que la siga ♥ , mientras tanto aquí les dejare mi versión de su idea.
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alejandrafrausto · 5 months ago
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Sin fronteras
Una historia de Alejandra Frausto
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Ser el hijo de un expresidente debería ser un sueño, pero para Byron Spencer Thrive siempre ha sido una jaula de oro. Con dieciocho años, es una figura pública reconocida en todo el mundo, miembro de una de las familias más poderosas y adineradas de Estados Unidos. Mientras lidia con las expectativas de su familia y el incesante escrutinio mediático, hay algo —o más bien, alguien— que ocupa cada rincón de su mente: Alba.
Alba Marina Renata Gutiérrez proviene de un mundo completamente distinto. Nacida en México, su vida había transcurrido con sencillez y tranquilidad, lejos de los reflectores. A los dieciséis años, impulsada por la curiosidad, se inscribió en un programa sin imaginar que terminaría cuidando al hijo del presidente de los Estados Unidos. Byron, entonces un adolescente solitario y reservado, había alejado a todas las niñeras anteriores. Pero Alba no era como las demás. Con su calidez y empatía, se ganó su confianza… y su corazón.
Durante los cuatro años que duró el primer mandato del presidente Harold Thrive, Alba se convirtió en el refugio emocional de Byron, la única persona capaz de verlo más allá de los flashes y los títulos. Pero el mandato terminó y, con él, también su tiempo juntos. Alba regresó a México y, aunque intentaron mantenerse en contacto, el tiempo y la distancia parecían haber sellado su separación.
Cuatro años después, Byron está decidido a recuperar lo que perdió hace mucho: quiere a Alba de regreso. Con su padre en plena campaña presidencial, está dispuesto a arriesgarlo todo por traerla de vuelta a su vida. Pero no será fácil.
Alba, ahora con veinticuatro años y recién graduada de la universidad, recibe una inesperada oferta para retomar su antiguo empleo. Acepta, creyendo que cuidar de Byron nuevamente será una tarea sencilla. Sin embargo, el niño que una vez protegió ha crecido, y el reencuentro los enfrenta a nuevos sentimientos que han estado esperando demasiado tiempo para ser reconocidos.
Volví, y esta vez traigo algo que llevo cocinando hace 8 años. Sí, podría decirse que es un fanfiction, pero le di mi propio toque, con más ficción y un montón de cosas que me emocionan. Si ya sabes de quién se trata, ¡lotería!, estás justo donde debes estar. La voy a estar subiendo a Wattpad, así que te dejo el link https://www.wattpad.com/story/389082981-sin-fronteras por si quieres seguirla. Espero que te guste leerla tanto como a mí me gusto imaginarla, porque esta historia viene de un lugar especial y lleva mucho tiempo esperando su momento ♡.
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alejandrafrausto · 6 months ago
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Sueña, cree y vive.
Te prometí estar siempre a tu lado... ¿lo has olvidado?
Sigo reorganizando y limpiando mi habitación.
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alejandrafrausto · 6 months ago
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LOST THEM
Fragmento de fanfiction escrito por Alejandra Frausto
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—Ten cuidado, por favor.
Jo lo miró con ojos tristes, el peso de un presentimiento oscuro hundiéndose en su pecho. Algo iba a salir mal; lo sabía.
—Siempre lo hago, cariño.
Bucky sonrió con esa expresión coqueta y despreocupada que parecía grabada en su rostro, como si ningún peligro pudiera tocarlo.
—Hablo en serio, James. Nada de hacerte el héroe, ¿me oíste? —La seriedad en su tono lo hizo fruncir el ceño—. Stevie te necesita —hizo una pausa, buscando su mirada—. Yo te necesito.
El rostro de Bucky se suavizó al instante. La atrajo hacia él, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura, y depositó un beso en su frente.
—Tranquila, amor. No te vas a deshacer de mí tan fácilmente.
—Más te vale.
Y antes de que pudiera responder, lo besó. Fue un beso cargado de amor, un anhelo silencioso que intentaba aferrarse a algo que ambos sentían que se desmoronaba.
—Disculpen.
La voz de Steve los hizo voltear, aunque ninguno de los dos se soltó.
—Creo que no debí agitar demasiado a Stevie.
Steve sostenía a su hijo en brazos, y el bebé, con las mejillas enrojecidas, parecía peligrosamente cerca de vomitar.
Bucky y Jo no pudieron evitar soltar una risa divertida ante la escena.
—Dámelo antes de que ocurra una tragedia —dijo Jo rápidamente, estirando los brazos hacia el bebé.
Con un suspiro de alivio, Steve le entregó a Stevie, quien se acomodó en el pecho de Jo mientras ella lo tranquilizaba con suaves caricias.
—Steve, creo que alguien necesita lecciones de cómo sostener a un bebé —bromeó Bucky, todavía riendo.
—Oh, cállate, Barnes —replicó Steve, fingiendo indignación, aunque una pequeña sonrisa se asomaba en su rostro.
—¿Steve?
El nombre apenas salió de los labios de Bucky antes de que su cuerpo comenzara a desvanecerse. Primero sus dedos, luego sus brazos. En cuestión de segundos, no quedó nada más que polvo, arrastrado por el viento.
Steve permaneció inmóvil, su mirada fija en el espacio vacío donde su mejor amigo había estado. Su respiración era irregular, sus manos temblaban mientras el peso de la realidad se hundía en su pecho como un golpe demoledor.
—No... —susurró, su voz rota. Sus piernas cedieron, y se dejó caer al suelo, incapaz de contener el torrente de emociones.
Antes de que pudiera procesar lo ocurrido, Natasha llegó corriendo, su rostro pálido y sus ojos reflejando la misma desesperación.
—Perdimos.
Fue lo único que logró decir, su voz apenas un murmullo.
El mundo a su alrededor parecía haberse detenido, como si el universo entero estuviera de luto.
A partir de ese momento, todo sucedió en cámara lenta para Steve. Se levantó mecánicamente y comenzó a ayudar a los heridos, sus movimientos automáticos, como si no fuera más que un reflejo vacío. Su mente, sin embargo, estaba atrapada en un bucle, repitiendo una y otra vez lo que acababa de suceder.
Cuando finalmente llegó a la base central de Wakanda, su respiración se detuvo al ver a Jo. Estaba arrodillada frente a una cuna, abrazando una pequeña manta que ahora solo contenía polvo. Su llanto desgarrador llenaba el aire.
—No... —pensó Steve, el dolor apuñalándolo. Su mente se negaba a aceptarlo—. No...
No supo en qué momento las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro, ni cuándo sus rodillas cedieron de nuevo, golpeando el suelo con fuerza. Estaba destruido, completamente derrotado.
—¿Steve?
La voz entrecortada de Jo lo sacudió, destrozándolo aún más.
—Steve, ¿dónde está James? —insistió, esta vez con una mezcla de desesperación y firmeza.
Él intentó hablar, pero solo un sollozo desgarrador escapó de sus labios. Negó con la cabeza repetidas veces, incapaz de mirarla a los ojos. Era la primera vez que Steve Rogers se quebraba de esa manera, y no tenía la fuerza para detenerlo.
—¿Steve? —La voz de Jo se quebró aún más al comprender lo que implicaba su silencio—. Steve, ¿dónde está Bucky?
Se acercó a él, su llanto volviéndose cada vez más desesperado.
—¿Dónde está?
El silencio era insoportable, interrumpido únicamente por los sollozos de ambos, que llenaban la habitación como un eco de su pérdida.
—¿¡Dónde están?! —gritó finalmente Jo, su voz temblorosa mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¿¡A dónde fueron?!
Steve no tenía respuestas, y eso era lo peor de todo.
Steve miró a Jo desde el otro lado de la mesa. Habían pasado dos semanas desde que Thanos chasqueó los dedos, pero ella seguía atrapada en el mismo silencio abrumador. No había pronunciado una sola palabra, ni tocado la comida que tenía frente a ella. El plato de avena que Steve le había preparado seguía intacto, frío y olvidado.
—Jo, vamos —dijo con suavidad, acercándole una cucharada a la boca—. Solo una más, por favor.
Ella no reaccionó. Sus ojos permanecían fijos en algún punto lejano, perdidos en un vacío al que Steve no podía llegar. Él dejó escapar un suspiro cargado de preocupación y cansancio.
El mundo, y el universo, estaban conmocionados. Nadie sabía qué hacer, y Steve no era la excepción. Hacía lo que podía: ayudaba a los damnificados, buscaba soluciones y se aferraba a cualquier tarea que pudiera distraerlo de su propio dolor. Pero, incluso mientras trabajaba, su duelo lo seguía como una sombra implacable.
Desde ese día, no se había alejado de Jo. Si tenía que salir, se aseguraba de que alguien confiable estuviera con ella, incapaz de soportar la idea de dejarla sola. Steve había perdido a su mejor amigo, a su hermano en todo menos en sangre. Pero ella había perdido aún más: a su esposo y a su hijo.
El miedo constante lo carcomía. Jo se estaba consumiendo bajo el peso de su dolor, y él podía verlo en cada movimiento lento, en la forma en que evitaba hablar, en lo rápido que su cuerpo se debilitaba. La velocidad con la que había adelgazado era alarmante. Cada día parecía más frágil, y Steve temía que, si ella caía, él no podría soportar otra pérdida.
—Jo… —susurró con desesperación contenida, inclinándose hacia ella—. Por favor, dame una señal. Lo que sea.
Pero ella permaneció inmóvil, atrapada en su tormento.
Nota: Mientras limpiaba un cajón de mi cuarto, encontré una hoja con un fragmento de fanfiction que había quedado olvidado y acumulando polvo con los años. Antes de deshacerme de ella, quise compartirla con ustedes. Si les gusta o les interesa saber más, puedo retomarla, escribirla y publicarla. Solo díganme qué opinan.
Gracias por leer.
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alejandrafrausto · 7 months ago
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FINAL HAVEN: One last safe place
un fanfiction de Alejandra Frausto
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CAPÍTULO 3
John logra entrar. Patea por última vez los restos del mueble que ha destrozado en su entrada. A su paso, sus botas aplastan pétalos dispersos, cristales rotos, fotografías desmarcadas y libros deshojados. Cada paso firme es un recordatorio de la ira que lo guiaba. Está decidido a disfrutar matarlo.
El departamento es modesto, apenas un par de pasos desde la puerta bastan para abarcarlo casi todo. A la derecha de la entrada, una pequeña cocina con una mesa redonda y cuatro sillas encajonadas en una esquina. A la izquierda, una puerta entreabierta deja entrever una lavadora en penumbras.
Frente a él, un estrecho pasillo se extiende con dos puertas. La primera, completamente abierta, revela un baño sencillo, desprovisto de cualquier señal de lujo. La otra puerta, cerrada, capta su atención.
Con el arma firmemente en las manos, John avanza hacia ella con pasos seguros. Sus ojos fríos y calculadores no pierden detalle de su verdadero objetivo, pero en su mente surge un pensamiento inesperado. ¿Quién estaría lo suficientemente loco como para ocultar a Santino? La persona que lo hacía no tiene idea de lo que realmente esta protegiendo.
Sin embargo, algo en el ambiente del lugar detuvo el impulso de su ira. A su pesar, la compasión comienza a infiltrarse en su mente. Es evidente que la dueña de ese departamento no debería morir por la estupidez de dar refugio al hombre equivocado.
El silencio reina tras la puerta cerrada. Ni un solo ruido escapa de esa habitación.
John coloca la mano en el picaporte, dispuesto a derribarla si es necesario. Pero cuando gira el pomo y se prepara para irrumpir, un sonido sutil lo detiene. Un sollozo ahogado.
Se queda inmóvil. Algo en su interior lo obliga a reconsiderar.
«No es correcto. Así no. Aquí no.», piensa.
Quien sea la propietaria de aquel lugar no pertenece a este mundo, su mundo.
John mantiene la mano en el picaporte, pero su mirada se desvía hacia el resto del departamento. Involuntariamente, algo en ese espacio le recuerda a Helen, su esposa. A pesar del caos que ha causado en la entrada, el resto del lugar permanece impecable. Un aroma a flores llena el aire, como si el espacio mismo intentara resistirse a la intrusión de la violencia.
Las plantas verdes, cuidadas con esmero, conviven con pequeñas decoraciones que hablan de alguien que aprecia los detalles. Aquel lugar, aunque pequeño, se siente cálido, casi como un santuario en medio de la tormenta.
Un nuevo sollozo lo devuelve a la realidad. La fragilidad que se esconde tras esa puerta contrasta con el peso de la muerte que él carga consigo.
John suelta el picaporte y levanta la mano. Toca la puerta cuatro veces, con suavidad. No quiere asustarla más de lo que ya está.
—Abre la puerta —insiste John, su voz un susurro calculado—. Puedo ayudarte.
El silencio es espeso, casi tangible.
—No te haré daño, lo prometo. Solo vengo por él.
—Lo vas a lastimar.
La voz femenina, frágil y rota, apenas logra escapar de la habitación.
—No tienes forma de saberlo. Solo quiero llevármelo, no tendrás que ver ni oír nada más.
—Pero lo sabré.
John suelta un suspiro cargado de frustración. Sabe que Santino está a solo unos pasos; las manchas de sangre, secas y aún húmedas, marcan un rastro macabro sobre el suelo, trepan por la puerta y se extienden en trazos desesperados sobre la pared.
El eco del silencio retumba, y la presencia de ella lo complica todo. Es el daño colateral que nunca anticipó.
John suspira, agotado. No da segundas oportunidades. Ya no.
Inocente o no, la rabia lo consume. Sin aviso, lanza una patada y la puerta se estrella contra la pared con un estruendo que hace temblar la habitación. La mujer, de pie junto a la cama donde Santino yace inconsciente, lo mira con terror. Un gato, hasta ahora desapercibido, acurrucado en las piernas de Santino, se eriza, gruñendo con los ojos encendidos de alerta y la cola en alto, dispuesto a atacar.
Sin dudar, la mujer reacciona. El miedo tiñe su rostro, pero es una emoción que no la paraliza. En un acto impulsivo, se interpone entre John y Santino, su cuerpo tembloroso y desafiante, desprovisto de todo instinto de supervivencia. Al igual que el gato, adopta una pose de pelea, dispuesta a enfrentar a John, un asesino veterano, experimentado y mortal, con tal de proteger a Santino.
—No lo toques —dice, su voz firme a pesar del terror que la recorre como un latigazo.
John la observa, sus ojos oscuros y llenos de ira. La habitación se sumerge en una tensión espesa, mientras el gato lanza un maullido bajo, como una advertencia.
En un segundo, John analiza la situación: ella no es más que una civil, alguien que probablemente ha visto demasiadas películas de acción, llena de ideas heroicas y sin sentido de realidad. Pero a estas alturas, a él le importa poco. Su paciencia se ha agotado.
—Si quieres dar tu vida por un cobarde como Santino D'Antonio, adelante —gruñe, dando un paso adelante, sin rastro de misericordia en su mirada.
La mujer no retrocede, aunque su respiración es errática y sus manos tiemblan. El gato, aún en posición defensiva, sisea y muestra sus colmillos. John avanza un paso más, y el crujido de la madera bajo su bota resuena como una sentencia.
—Última oportunidad —advierte John, su voz baja y amenazante.
Ella levanta la barbilla, decidida, y algo en sus ojos —una mezcla de terror y desafío— hace que John vacile por una fracción de segundo. Es suficiente para que el gato aproveche el momento y se lance hacia él, un torbellino de garras y gruñidos. John lo aparta de un manotazo, el felino choca contra la pared y emite un chillido doloroso antes de caer al suelo, aturdido.
El sonido hace que la mujer suelte un grito ahogado, y, en un arrebato de desesperación, se abalanza sobre John, arañándolo y golpeando con toda la fuerza que puede reunir. John apenas se inmuta; su experiencia lo ha preparado para situaciones mucho más extremas. Con un movimiento rápido, la sujeta de las muñecas y la empuja contra la pared, inmovilizándola.
—¿Eso es todo lo que tienes? —pregunta con un tono gélido, mientras la mujer jadea, incapaz de ocultar el miedo.
Los ojos de John se desvían hacia Santino, que comienza a emitir un gemido débil, despertando del inconsciente. La furia en John se enciende de nuevo, pero algo lo hace dudar. La mujer, aún atrapada entre él y la pared, murmura entre lágrimas:
—Por favor... no lo hagas.
Algo en John lo obliga a volver la mirada hacia ella, y no está preparado para lo que viene. Por el rabillo del ojo, percibe una sonrisa familiar, y su mente se resiste a creer que es real. Gira la cabeza por completo hacia donde la vio, y ahí está. No, no es una alucinación.
Una fotografía de Helen, sonriendo a la cámara, descansa en un marco blanco sobre la repisa pegada a la pared, justo al lado de ellos. Un florero con flores frescas y una veladora apagada, con señales de haber estado encendida en múltiples ocasiones, acompaña la imagen de la mujer a la que ha amado con todo su ser.
Es Helen. Su Helen. Está seguro.
John se detiene, los recuerdos se agolpan en su mente. Examina otra foto, enmarcada en negro y posada junto a la primera. Helen luce radiante, la felicidad reflejada en su rostro. John casi puede sentir su alegría. Pero no está sola. En la imagen, abraza a la mujer que él aún retiene con fuerza, aunque ahora sus manos empiezan a temblar. Ella luce diferente, sin el miedo que ahora la consume, sonriendo al igual que Helen. Están riendo en lo que parece una librería... no, es una biblioteca, la biblioteca favorita de Helen, la que está en Brooklyn. «Su club de lectura», reflexiona John.
Los dedos de John, tensos hasta ahora, pierden su fuerza. La mujer solloza, y el eco de su súplica aún flota en el aire. John la suelta lentamente, como si fuera de cristal, y retrocede un paso mientras el silencio envuelve la habitación con un peso abrumador.
La mujer se deja caer contra la pared, abrazando sus piernas en un intento desesperado por protegerse, sus ojos siguen clavados en Santino, que emite un débil quejido desde la cama. A pesar del miedo que la invade, está lista para intervenir de nuevo si John intenta acercarse.
John, sin embargo, parece haber olvidado momentáneamente a Santino. Su atención se centra en la fotografía de Helen. Toma el marco con manos temblorosas y acaricia la imagen, sus dedos recorren el rostro de la única mujer que amó de verdad. Una lágrima solitaria se desliza por su mejilla, una que no logra contener.
¿Qué significa esto? ¿El destino se está burlando de él?
De pronto, un papel en la repisa capta su atención. La caligrafía inconfundible de Helen se despliega frente a él: "Para Sara", se lee en grandes letras.
"Sara, amiga:
Sé que cuando leas esto ya será demasiado tarde, y quiero pedirte perdón. Perdón por no habértelo dicho antes, por no haberte permitido estar a mi lado cuando más te necesitaba. No quería preocuparlas, ni a ti ni al resto. Sobre todo a ti.
Te quiero como a una hermana, Sara. No tienes idea de cuánto. Sé que tú también me quieres, y quizás por eso me costó tanto contártelo. Por eso me alejé. Por eso te pido disculpas.
El cáncer no solo está acabando conmigo, también está destrozando a John. Lo veo en sus ojos, en la forma en que lucha contra esa impotencia de no poder salvarme. Me duele más por él que por mí misma. Ahora, más que nunca, te extraño. Pero sabía que si te lo decía, te preocuparías igual que él, y no habría soportado verlos sufrir a los dos.
¿Recuerdas lo que me dijiste la última vez que nos vimos? Lo de adoptar a Daisy, la cachorrita del refugio frente a la biblioteca. ¡Lo hice! Bueno, en parte. Los médicos dicen que me quedan un par de meses, así que he estado preparando todo, despidiéndome poco a poco. Llamé al refugio y pedí que enviaran a Daisy después de... ya sabes. Fueron increíblemente amables. Mi plan es dársela a John. Sé que la cuidará y la amará, y estoy segura de que, cuando llegue el momento, él la necesitará más a ella que ella a él.
Y todo fue gracias a ti. ¿Te acuerdas de Un paseo para recordar? Todavía puedo oír los sollozos de Alicia cuando terminamos el último capítulo. ¡Qué risa nos dio! No parábamos de burlarnos de ella camino a tu casa.
Esa también fue la primera vez que conocí a Canela, tu gatita. Ay, ¿cómo está? John todavía me molesta por los arañazos que me dio cuando intenté acariciarla. Dice que eres una mala influencia para mí. ¿Puedes creerlo? ¿Tú? Si eres la persona más luminosa que conozco.
John quiere conocerte, ¿sabes? Desde que probó tus galletas no deja de preguntar por ti. Siempre me dice que deberías dedicarte a la repostería, que te harías millonaria.
Supongo que terminarán conociéndose en el funeral. Sí, lo sé, suena horrible reírse de eso, pero... la ironía de la vida, ¿verdad? Mi mejor amiga y mi esposo, compartiendo el dolor de perderme. Parece la trama de uno de los tantos libros que leemos juntas.
Te extraño tanto, Sara. Pero me consuela saber que se tendrán el uno al otro. Por favor, no lo dejes caer. Al principio puede parecerte reservado, frío, pero créeme, no lo es. Él sabe cuánto te quiero y hará el esfuerzo de acercarse a ti. Te pido que lo veas como un amigo, como alguien que también va a necesitar de ti. Ayúdalo a cuidar de Daisy. Al final, todo esto lo hice por ti.
Adiós, Sara. Sigue siendo ese rayo de luz que ilumina a los demás. Y recuerda, no importa cuán oscura sea la noche, siempre estaré ahí, cuidándote. Te quiero."
John sostiene la carta con las manos temblorosas mientras observa a la mujer frente a él. Sara no aparta los ojos de Santino, con una expresión de ternura que hace que el corazón de John dé un vuelco.
¿Ella es Sara? ¿La misma Sara de la que Helen hablaba sin parar? ¿La Sara que su esposa amaba como a una hermana?
Las lágrimas nublan la vista de John, y antes de poder contenerse, la carta se desliza de sus manos, cayendo al suelo.
Sara, sorprendida, se apresura a recogerla. Cuando sus miradas se cruzan, sus palabras salen con un temblor que apenas logra controlar:
—¡Hey! ¡Eso es personal!
John parpadea, tratando de recuperar la compostura, pero su voz lo traiciona cuando finalmente responde:
—Lo siento... Yo... —traga saliva, incapaz de terminar la frase.
Sara observa la carta en sus manos, el papel ligeramente arrugado por la caída y el temblor de John. La reconoce al instante. Esa letra inclinada, cuidadosa, tan característica de Helen. La misma caligrafía que había visto en las dedicatorias de los libros que su amiga solía regalarle.
Mira a John, confundida. Su actitud ha cambiado por completo. La tensión inicial ha desaparecido, y en su lugar, sus ojos reflejan una mezcla de tristeza y miedo.
—¿Estás bien? —pregunta, con un tono más suave.
—Yo... Lo siento. —John repite las palabras en un susurro, como si se dirigiera más a sí mismo que a ella.
Antes de que Sara pueda decir algo más, John, casi de forma instintiva, guarda la foto de Helen en el bolsillo interior de su saco. Un gesto apresurado, casi imperceptible. Luego, da un paso atrás, con la mirada fija en el suelo.
—Lo siento —repite, esta vez con más firmeza.
Sin añadir nada más, se da la vuelta y se marcha.
Sara lo sigue con la mirada, sorprendida y confusa. El hombre que tenía frente a ella hace apenas unos segundos parecía decidido, casi furioso. Pero ahora se va como si cargara un peso que lo aplasta.
John camina rápido, el sonido de sus pasos resonando en su mente más que en el suelo bajo sus pies. Revivir los recuerdos de Helen, sentir su ausencia tan vívida al enfrentarse a Sara, es un golpe que no puede soportar en ese momento. Y algo más lo carcome: la idea de perder a alguien más cercano a Helen. La posibilidad lo paraliza.
Mientras se aleja, se promete regresar. Se encargará de Santino, de lo que sea necesario, pero no ahora. Ahora necesita espacio para juntar los pedazos de sí mismo que Helen dejó tras su partida.
Confundida, Sara se pasa una mano por la frente, intentando dar sentido al caos de sus pensamientos. Todo lo que acaba de pasar la deja inquieta, pero ahora tiene algo más urgente en qué concentrarse.
—¿Canela? —llama, con un hilo de voz tembloroso—. Ps, ps, ps... ven, bebé. Ya se fue el hombre malo, ya no nos hará daño.
Se incorpora despacio, apoyándose en la pared para mantenerse firme. Cada movimiento despierta una punzada de dolor en su espalda, y su cabeza late con una presión constante que amenaza con derrumbarla. Cierra los ojos por un instante, respirando hondo para no dejarse vencer.
Al abrirlos, sus ojos se posan en Santino, inmóvil sobre la cama. Su rostro sigue pálido, pero parece más tranquilo; su respiración, aunque débil, es regular.
—Aguanta, Santino —murmura, su voz impregnada de una mezcla de esperanza y miedo.
Un leve sonido bajo la cama llama su atención. Sara se arrodilla con cuidado, ignorando el tirón en su espalda.
—Canela... ¿eres tú?
La pequeña gata asoma la cabeza con cautela, sus ojos alertas reflejando el miedo que aún inunda el ambiente. Tras unos segundos de incertidumbre, sale lentamente de su escondite. Cuando reconoce a Sara, se frota contra sus piernas, buscando refugio.
Sara deja escapar un suspiro aliviado y acaricia el pelaje suave de Canela, dejando que la sensación de calma la envuelva por un momento.
—Todo está bien ahora, pequeña. Todo está bien... —susurra, más para convencerse a sí misma que a la gata.
Se queda ahí, con Canela entre sus brazos, aferrándose al calor reconfortante de la pequeña gata mientras reúne las fuerzas necesarias para enfrentar lo que viene.
PREFACIOhttps://www.tumblr.com/alejandrafrausto/758500499241730048/final-haven-one-last-safe-place?source=share *Aquí podrás encontrar los enlaces para todos los capítulos.
SIGUIENTE CAPÍTULO: https://www.tumblr.com/alejandrafrausto/776949897583869952/final-haven-one-last-safe-place?source=share
Gracias por leer.
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alejandrafrausto · 9 months ago
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FINAL HAVEN: One last safe place
un fanfiction de Alejandra Frausto
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CAPÍTULO 2
La madre de Sara siempre le insistió que no confiara en desconocidos, mucho menos en hombres que parecían ligados al mundo criminal. Sin embargo, aquí estaba ella, salvando a uno de la muerte. Las balas continuaban impactando contra la puerta que los separaba de su verdugo, y los pasos se escuchaban cada vez más cerca.
Sin pensarlo dos veces y deseando que sus actos no tuvieran consecuencias en el futuro, Sara tira con esfuerzo de los hombros del hombre inconsciente, arrastrándolo dentro de su edificio. A pocos metros de que su perseguidor los alcanzara, ella cierra la puerta de golpe.
Fuertes golpes resuenan en la puerta de acero. Sin saber de dónde sacó las fuerzas, Sara arrastra al hombre de traje costoso hacia las escaleras, apoyándolo contra la pared para que no se desplome por completo. Con dificultad, lo impulsa un escalón a la vez, buscando una manera de mantenerlo en pie mientras suben juntos.
—Tienes suerte de que viva en el segundo piso —gruñe Sara—, porque si no, te dejaría tirado aquí mismo.
Sara siente que ha pasado una eternidad cuando finalmente llegan a su departamento. Sin tiempo que perder, recuesta al hombre contra la pared junto a la puerta, saca sus llaves y abre. El maullido de su gata la recibe.
Sara se vuelve hacia el hombre y lo levanta, ahora con más facilidad, llevándolo hasta su pequeño sofá.
Ya con el hombre recostado, corre de regreso a la puerta. Justo antes de cerrarla, escucha el eco de alguien arrojando la puerta principal del edificio, seguido de pasos apresurados en la planta baja.
—Mierda.
El asesino ha entrado.
Sara cierra la puerta con el menor ruido posible y asegura todos los cerrojos, incluyendo la cadena.
Sin tiempo que perder y con el temor de que el cazador la descubra ocultando a su presa, corre hacia el hombre en el sofá, que sigue inconsciente y sangrando. Echa un vistazo a su pijama, manchada con la sangre de él, y con el corazón en la boca, reza en silencio para que la sangre no haya caído al suelo tras ellos.
Sin fuerzas, y sin importarle realmente si lo lastima o no, Sara decide arrastrarlo de los brazos hasta su habitación.
Con dificultad, lo levanta y lo recuesta sobre su cama.
—¿Qué estoy haciendo?
Sara se regaña a sí misma mientras busca el botiquín de primeros auxilios en los cajones de la cómoda frente a su cama.
—Debería llevarlo a un hospital, no jugar a la enfermera.
Deja el botiquín en la cama, a los pies del hombre, que aún lleva los zapatos puestos, y se dirige al baño en busca de toallas limpias.
Al volver, ve a Canela, su gata sin ningún sentido de supervivencia hacia extraños, olisqueando y lamiendo las heridas de su cara.
—Ah, pero a Helen le gruñías y te erizabas.
Canela la ignora y sigue lamiendo las heridas del hombre desmayado.
—Espera —dice Sara, tomando el botiquín y apartando a Canela—, vas a infectar sus heridas. Déjamelo a mí.
Con una toalla, presiona la herida en su cuello, que no ha dejado de sangrar. La sangre tiñe rápidamente la toalla color pastel de carmesí.
Sara examina las demás heridas del hombre con más detalle; la única preocupante es esa.
Parece como si una bala lo hubiera alcanzado pero solo lo rozó, sin penetrar; sin embargo, el roce ha provocado una gran herida en su cuello.
Sara presiona con más fuerza una nueva toalla, ya que la anterior se ha empapado por completo de sangre. Sabe que debe hacer algo más, además de evitar que se desangre.
Sin soltar la presión con una mano, con la otra abre el botiquín.
Sara saca gasas, alcohol y algodón del botiquín; por el rabillo del ojo, ve cómo Canela se recuesta sobre las piernas del desconocido.
Con cuidado y mucha delicadeza, comienza a limpiar las heridas de su rostro. Parecen cortes, como si hubiera atravesado algún cristal.
A pesar de estar trabajando solo con una mano —la otra sigue haciendo presión en su cuello—, se concentra en limpiar el mayor número de cortes en su cara. La herida del cuello es la más preocupante, por lo que decide improvisar un torniquete.
Con precisión, retira la corbata que el hombre lleva puesta y, utilizando una toalla limpia, presiona la herida. Envuelve la corbata con la toalla alrededor de su cuello, apretando con fuerza pero con el cuidado necesario para no asfixiarlo.
El torniquete cumple su función mientras Sara sale de la habitación en busca de hilo y aguja.
—Estás loca si crees que vas a coserlo —se dice a sí misma mientras abre y cierra cajones en su búsqueda—. Y sin anestesia, ¿qué te pasa, Sara? —Finalmente, encuentra su caja de hilos y algunas agujas, que usualmente usaba para bordar, en una de las repisas de la cocina—. ¡Aquí están!
"¿Y si lo lastimo más de lo que ya está?", piensa, sintiendo cómo el pánico comienza a apoderarse de ella.
El pánico se intensifica cuando fuertes golpes resuenan en la puerta de su departamento.
Sara se congela en el lugar, imaginando quién podría ser. Sabe perfectamente a quién están buscando.
Los golpes no cesan, y lágrimas de impotencia comienzan a llenar sus ojos. No sabe qué hacer. Su mente se nubla, y el peso de la situación la abruma por completo.
—¡Sé que hay alguien dentro!
La voz grave y furiosa del hombre retumba por todo el departamento, acompañada de nuevos golpes que hacen eco en las paredes.
Sara ahoga otro sollozo, respira profundamente e intenta calmarse, aunque el miedo la consume por completo.
—Afronta las consecuencias —susurra para sí, mientras limpia con la mano las lágrimas que se escapan de su rostro. Con pasos lentos, se dirige hacia la puerta—. ¿No es así?
Su mano tiembla al tomar la manija, y más golpes la hacen saltar en su lugar. Sin quitar el cerrojo de la cadena que mantiene la puerta apenas entreabierta, separándola de su atacante, Sara reúne el último vestigio de valentía y abre la puerta lo suficiente para enfrentar lo que viene.
Un hombre, vestido con traje y corbata como el que yace inconsciente en la cama de Sara, se presenta frente a ella. Sin embargo, su atuendo parece más un uniforme que una vestimenta formal.
El atacante inclina la cabeza hacia abajo, encontrándose con la mirada de Sara, quien lo observa, teniendo que alzar la vista para mirarlo a los ojos.
—¿Sí? —balbucea ella.
El miedo la invade; él sostiene un arma en su mano derecha. A pesar de esto, Sara nota un instante fugaz en el que sus facciones se suavizan al oír su voz.
—Lo siento, estoy buscando a un hombre. Se llama Santino D'Antonio.
El hombre se detiene, esperando una reacción de Sara. Al no obtener respuesta, prosigue:
—Tengo razones para creer que está aquí.
—Lo siento, no lo conozco.
La respuesta de Sara es rápida, e intenta cerrar la puerta de golpe, pero el hombre la detiene, señalando el suelo. Un charco de sangre mancha sus zapatos.
《¡Qué estúpida, Sara!》, se reprende en silencio. ¿Cómo pudo no notar eso?
—Yo...
—Escúcheme bien —la interrumpe, su tono se vuelve más grave mientras Sara lo mira, incapaz de disimular su miedo—. Santino es un hombre peligroso y no dudará en hacerle daño. Déjeme entrar para llevármelo, y no la molestaré más.
—Pero lo va a matar —murmura Sara, apenas audible. No era una pregunta.
—Abre la puerta, y no tendrás de qué preocuparte.
Sara asiente lentamente.
—Está bien —dice, esperando que el hombre reaccione, pero él no se mueve—. Voy a cerrar para quitar la cadena.
Sin esperar respuesta y aprovechando que el hombre afloja su presión, Sara cierra la puerta de golpe. No piensa volver a abrirla.
—¿Señorita?
El atacante suena confundido y furioso al mismo tiempo. Sara, con esfuerzo, arrastra el mueble más cercano para colocarlo contra la puerta tratando de bloquearla.
—¡¿Señorita?!
Los golpes en la puerta se intensifican, y Sara se apresura a su habitación. No recuerda dónde dejó lo que había salido a buscar, pero eso queda en segundo plano; lo único que importa ahora es que ese hombre no entre.
—¿Qué estoy haciendo? ¿Qué demonios estoy haciendo? ¡¿Qué carajos estoy haciendo?!
Se ragaña en voz alta mientras cierra la puerta de su habitación y echa el seguro con manos temblorosas.
Lágrimas inundan sus ojos mientras observa al hombre, condenado a muerte, recostado en su cama.
《No lo voy a entregar, no es correcto》, se dice, convencida de que todos merecen una segunda oportunidad, sin importar sus acciones.
—Da igual lo que hayas hecho —se acerca a él con determinación, tomando un trozo de algodón empapado en alcohol de su mesita de noche—. Aquí estarás a salvo, lo prometo.
Con delicadeza, Sara pasa el algodón por sus heridas, limpiando lo peor. Cada vez que extrae un fragmento de vidrio de su rostro, su expresión se retuerce de dolor; sabe que debe estar sufriendo.
Sara arroja el tercer algodón usado a la basura, cierra las ventanas que dan a la calle y corre las cortinas. La lámpara junto a su cama y la luz del baño son las únicas que iluminan el cuarto.
Suspira con temor, pero está decidida a cumplir su promesa. No se arrepiente. Sobre su cadáver permitirá que alguien haga daño al hombre que esconde en su hogar.
Los golpes en la puerta no cesan, al contrario, se intensifican, como si quisieran derribarla.
《¿Debería llamar a la policía?》, reflexiona. Es evidente que esos hombres no parecen personas comunes; el que protege parece sacado de una película de la mafia italiana, y el que lo quiere muerto, como si su vida dependiera de ello.
—Si llamo a la policía... ¿cambiará algo? ¿O empeorará todo? —murmura.
Sara se inclina hacia él y revisa el torniquete improvisado. Parece estar funcionando; la toalla limpia que había colocado antes sigue del mismo color pastel, sin rastro de sangre. Sin saber qué más hacer, decide quitarle los zapatos. Además de que están sucios y llenos de lodo, están ensuciando la cama, y al menos así podrá estar más cómodo.
Con sumo cuidado, sin alterar el torniquete en su cuello, le retira el saco agujereado por las balas. Por un momento, el pánico la invade, imaginando que todas esas balas lo atravesaron. Pero al quitarle el saco y ver el chaleco de su traje intacto, un suspiro de alivio escapa de sus labios.
—Entonces...
Sara comienza a hablarle, sin saber si él puede escucharla. En realidad, lo hace más para calmarse a sí misma.
—Santino, ¿verdad? Así te llamó el hombre que te persigue.
Santino sigue inconsciente, pero ella continúa.
—De Antonio, algo así, ¿no? Me pregunto de dónde eres. Suena muy elegante, como un nombre europeo. Yo soy Sara Rodríguez, ya te imaginarás de dónde soy.
Echa un vistazo a Canela, su gata, que se ha acurrucado aún más cerca de las piernas de Santino. Sara la mira con incredulidad, todavía sorprendida de que pueda comportarse así frente a un completo desconocido.
—Y ella es Canela, que por lo visto te ha tomado cariño, porque no se ha movido de tu lado desde que llegaste.
Un fuerte estruendo rompe la calma que Sara había logrado momentos antes. La puerta de su departamento, junto con el mueble que intentaba bloquearla, ceden.
Pasos firmes y apresurados resuenan en todo el departamento. Sara, inmóvil, contiene el aliento, rezando para que su gata no emita el más mínimo sonido.
El lobo entró, y ellas estan ocultando a su cordero.
GRACIAS POR LEER
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alejandrafrausto · 10 months ago
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FINAL HAVEN: One last safe place
un fanfiction de Alejandra Frausto
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CAPÍTULO 1
El día de Sara no ha sido más que perfecto. Se levantó temprano, hizo todas las tareas del hogar antes de ir al trabajo, completó su rutina de cuidado personal sin contratiempos, y, por primera vez, logró cocinar algo para su gata en lugar de darle esas croquetas industrializadas de la tienda. Desayunó en su café favorito y aún le sobró tiempo para llegar con calma a su trabajo matutino.
—Buenos días, Michael.
Incluso saludó al portero del hotel, algo que nunca hace porque siempre va de prisa.
Su jornada fue tranquila; al ser temporada baja, el hotel no solía tener muchos huéspedes, aunque rara vez hay poca gente en Nueva York. Tenía pendiente limpiar un par de salas de convenciones y otras diez habitaciones. Logró terminar su trabajo sin ningún problema y estuvo libre 15 minutos antes de su hora de salida.
Aunque normalmente Sara almuerza en Central Park, disfrutando de un libro o de la belleza del lugar, decidió regresar a su departamento para comer con su gata. Calculó que tenía dos horas libres antes de su próximo turno, así que aprovechó para comprar frutas y verduras en el pequeño mercado callejero, situado fuera de la estación de metro, frente a su edificio. También compró pan y algo de carne para la semana.
Al llegar, su gata, como es habitual, la recibió con maullidos de felicidad. Ella tampoco había esperado verla tan temprano.
Sara cocinó y disfrutó de su platillo favorito, y hasta tuvo tiempo para un postre: una rebanada de pastel que había comprado en la panadería. Lo disfrutó mucho, al igual que su gata, que no paraba de pedirle pequeños bocados con su pata.
Se cepilló los dientes, se lavó la cara y se alistó para su segundo trabajo del día.
—Nos vemos, Canela. Prometo no llegar tarde.
Sara se despidió de su gata mientras cerraba la puerta del departamento. Salió del edificio rumbo a la estación del metro. A pesar del mal olor del transporte público, Sara, por primera vez, disfrutó del viaje hacia su trabajo.
Con el estómago lleno y su música favorita resonando en los auriculares, se sentía en completa felicidad.
Llegó al restaurante donde trabaja durante parte del turno vespertino y nocturno. Para ella, es normal que las personas en ese lugar sean más reservadas que en el hotel; es decir, no saludan ni sonríen, simplemente están presentes, al igual que Sara. Por lo tanto, el hecho de que ese día se mostraran más abiertos y amables de lo habitual la sorprendió, pero no la decepcionó. Su amabilidad calentó el corazón de Sara.
—¡Hola, Sara! —saludó el subgerente, que nunca le había dirigido la palabra en los últimos dos años—. ¡Llegaste temprano! Esto es un milagro, pidan un deseo.
Sara sonrió; la broma no le molestó en absoluto.
—Ja, ja, ja —respondió Sara con un toque de sarcasmo, sin dejar de sonreír—. Qué gracioso, David.
Aunque Sara no tiene el mejor puesto en el restaurante —que para ella sería la gerencia—, no le molesta formar parte del personal de limpieza.
El inconveniente es que la gerente la asigna constantemente a los baños, y en los últimos años ha adquirido una notable experiencia en la limpieza de excusados y lavamanos. Sara ha solicitado un cambio y le gustaría trabajar en la cocina, pero su petición sigue sin respuesta desde hace más de tres meses. A pesar de esto, no renuncia porque valora el ambiente laboral respetuoso y la buena remuneración.
—¿Sara?
A mitad de su turno, Ema, la gerente, la llamó desde la oficina.
—¿Sí?
—¿Te queda mucho para terminar? —peguntó Ema, sin dejar de revisar unos papeles en su escritorio.
—No, señorita Ema. Solo tengo que sacar la basura y luego limpiar el baño de caballeros. ¿Necesita algo más?
Sara notó que el restaurante estaba menos concurrido de lo habitual, y varios empleados ya se habían ido temprano esa noche.
—No es necesario que limpies el baño de caballeros hoy —dijo Ema con tono serio—. Termina aquí y puedes irte a casa.
—Gracias, señorita.
Sara sabía que no debía cuestionar el motivo; a veces dejaban salir temprano a los empleados sin explicación. A ella no le importaba siempre y cuando recibiera su pago completo, cosa que siempre ocurría.
Antes de salir y regresar a los baños, Sara dudó un momento. Decidió arriesgarse y preguntar sobre su solicitud pendiente.
—Disculpe, ¿hay alguna novedad sobre mi solicitud de cambio de área?
Ema, absorta en la revisión de unos documentos, ni siquiera levantó la vista.
—¿Sobre qué?
—Sobre el cambio de área que solicité hace meses.
—Ah, sí, el cambio fue aprobado. Empiezas en la cocina el lunes.
Sara no pudo ocultar su alegría.
—¿En serio? —dijo con una sonrisa radiante—. ¡Muchas gracias, señorita!
—Sí. Ahora —Ema la miró por fin, sin abandonar su tono profesional—, termina rápido lo que te queda y retírate.
—Sí, claro. Gracias, señorita.
Sara se sentía llena de alegría. Era un gran día: llegaría temprano a casa, con la cena lista y un nuevo ascenso.
Terminó sus tareas con rapidez y se preparó para salir.
—Nos vemos el lunes, David.
Sin esperar respuesta, Sara salió por la puerta de empleados que daba a un callejón estrecho y poco iluminado. Al salir, el cielo despejado y el atardecer de Nueva York la recibieron con una vista impresionante. El cálido resplandor anaranjado sobre los rascacielos la hizo sonreír, complacida con cómo había salido todo.
Salió del callejón que daba a la 7th Ave, y se dirigió hacia la estación del metro. Decidió bajar dos estaciones antes para aprovechar el tiempo y visitar un MoneyGram.
Enviar el dinero de la semana a sus abuelos en México le daba una gran alegría. Cada vez que lo hacía, sentía un profundo agradecimiento y amor por ellos. Sabía que sus esfuerzos en este país no eran en vano y que, a pesar de la distancia, sus abuelos estaban recibiendo una parte de su esfuerzo y cariño.
Pensaba en las cartas y las llamadas, en cómo se preocupaban por ella y en cómo, a pesar de la distancia, seguían siendo un pilar fundamental en su vida.
Después de completar el trámite, pasó a comprar la cena. Era noche de hamburguesas, la favorita de Canela.
Con la bolsa en la mano y una sonrisa de satisfacción, llegó a casa, emocionada por pasar la noche viendo películas con su gata.
—¡Ya llegué, Canela!
Canela la recibió con maullidos suaves y se frotó cariñosamente contra sus piernas, buscando su atención.
—Déjame tomar un baño y luego cenamos viendo películas —dijo Sara, inclinándose para acariciar la cabeza de Canela con ternura—, ¿te parece bien?
Dejó las bolsas de comida sobre la mesa de la cocina, y al adentrarse más en su hogar, el aroma limpio y fresco del lugar le trajo una sensación de calma. La familiaridad de su espacio, siempre ordenado y acogedor, la reconfortaba después de un largo día.
Con música suave de fondo, caminó hacia el baño. Llenó la tina con agua caliente, vertió un poco de sales de baño y encendió varias velas aromáticas, dejando que la luz tenue y el aroma la envolvieran. Sara se sumergió en el agua, permitiéndose relajar y soltar el estrés acumulado.
Después de un buen rato, salió del baño sintiéndose renovada y cómoda, y se puso su pijama favorito, de un delicado tono pastel que siempre la hacía sentir a gusto. Mientras calentaba las hamburguesas para ella y Canela en el microondas, encendió el televisor de la sala.
Optó por reproducir la primera recomendación que el servicio de streaming le sugirió, y luego se acomodó en el sofá, colocando los platos y el refresco en la mesita frente a ella. Canela saltó a su lado, esperando pacientemente su porción.
Sara sonrió y le ofreció un pedazo de su hamburguesa, que Canela aceptó con entusiasmo, antes de comenzar a disfrutar de su propia cena.
Tras dos horas de risas y lágrimas provocadas por la tonta pero entrañable película romántica que había elegido, apagó el televisor y recogió los trastes sucios de la cena, incluyendo el pequeño plato de Canela.
El día había sido perfecto; solo le faltaba sacar la basura a la calle para evitar malos olores. Al terminar, regresaría a la calidez de su hogar. Se dejaría caer en la cama y disfrutaría de la idea de dormir sin prisa, porque lo mejor de todo era que mañana sería su día libre en ambos trabajos.
—No me tardo, Canela —dice Sara a su gata, que todavía está recostada en el sofá—, solo tiro esto y regreso para dormir, ¿ok?
Canela suelta un maullido en respuesta, provocando una gran sonrisa en su dueña.
Sara cierra la puerta tras de sí y baja las escaleras. Mientras desciende, repasa su día y se siente llena de gratitud y amor. A este punto, nada podría arruinarle el día, ¿verdad?
Probando su suerte, Sara abre la puerta trasera de su edificio, donde están los contenedores de basura. Lanza la bolsa hacia la pila acumulada, esperando que se quede en la cima. Sin embargo, observa cómo rueda lentamente por la montaña de desechos hasta caer a los pies de un hombre vestido de traje.
Sara se sobresalta; no esperaba ver a nadie allí, de pie en medio del oscuro callejón. «¿Eso es sangre?» piensa, mientras lo mira con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
De repente, unos disparos rompen el silencio, sacándola bruscamente de sus pensamientos. Sara suelta un grito ahogado y, por instinto, se cubre la cabeza con las manos.
El eco de pasos apresurados retumba en el callejón. Desesperada, Sara intenta aferrarse a la manija de la puerta, su único refugio contra las balas que ahora los tienen en la mira. Quiere cerrarla y correr hacia la seguridad de su departamento, pero antes de poder reaccionar, el hombre se abalanza sobre ella en medio de más disparos.
—¡Aléjate! —grita Sara, con el corazón martillándole en el pecho mientras lucha por apartarlo—. ¿Qué haces? ¡Suéltame!
—Por favor... —suplica el hombre con la voz quebrada, agarrándola con fuerza—, ayúdame.
De repente, sus ojos se vuelven vidriosos, y su cuerpo se tambalea antes de desplomarse, cayendo como un peso muerto en los brazos de Sara. El pánico la invade al sentir el peso inerte del hombre, sus manos temblando mientras intenta sostenerlo.
GRACIAS POR LEER
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