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#principio de parsimonia
bocadosdefilosofia · 1 year
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«Frecuentemente se ha recordado el uso constante que Ockam hace del principio de economía de pensamiento: no hay que multiplicar los seres sin necesidad. Pero el modo tan característico que tiene de emplear ese principio aristotélico, contra el mismo Aristóteles si es preciso, no podría explicarse sin la preminencia indiscutida que Ockam reconoce y desea asegurar al conocimiento experimental. Si nunca se debe afirmar que una cosa existe, cuando no se está obligado a ello, es porque la experiencia directa de la existencia de una cosa constituye la única garantía que podemos tener de su existencia. Por eso, Ockam se dedicará activamente a explicar las cosas del modo más simple posible y a expurgar el campo de la filosofía de las esencias y de las causas imaginarias que lo obstruyen.»
Étienne Gilson: La filosofía en la Edad Media. Editorial Gredos, págs. 594-595.  Madrid, 1989
TGO
@bocadosdefilosofia
@dias-de-la-ira-1
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Susurrarte al oído indecentes proposiciones y elegantes obscenidades...
Sentir como tu piel se eriza poco a poco mientras semejante soliloquio sale de mi boca pecadora...
Te beso el cuello con parsimonia,
tú me lo ofreces rendida ya a mis maniobras orquestadas.
Besos que mezclo con ligeros mordiscos y
que sirven para hacer brotar tus primeros gemidos, suaves, aterciopelados, sibilinos...
Saber que mis actos te excitan de semejante manera alimentan mi orgullo masculino y los cuerpos cavernosos de ese "órgano" mío que tú tan bien conoces...
Mi mano derecha toma protagonismo y,
mientras tu cabeza reposa sobre mi hombro y mi boca cobra intensidad sobre tu cuello ya erizado, desciende a más profundas cotas para descubrir nuevas sensaciones...
Levanto tu falda y mi diestra se aventura hacia parajes más húmedos,
paisajes que en breves instantes verán la luz del día...
Mi índice se aventura a palpar el tejido de tu tanga,
mi sentido del tacto me indica que la época de monzones ha llegado a tu vulva.
Labios mayores que encharcan tu estrecha lencería, que se marcan a través del blanco tejido,
que piden ser liberados de semejante cárcel y que quieren respirar y darse a conocer...
Recorro dichas superficies carnales con mi dedo curioso, la sensación es fantástica y muy erótica, humedad y tensión,
lujuria e intención.
Más gemidos se escapan de tu boca,
tu cabeza ya reposa rendida sobre mi torso con tus ojos cubiertos de párpados rendidos al placer...
Esto es sólo el principio...
©Navegandoportumente
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elyoul · 8 days
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Navaja de Ockham
La navaja de Ockham (a veces escrito Occam u Ockam), principio de economía o principio de parsimonia (lex parsimoniae) es un principio filosófico y metodológico atribuido al fraile franciscano, filósofo y lógico escolástico Guillermo de Ockham (1285-1347) (aunque investigaciones más profundas sugieren que este se puede rastrear más atrás, al menos hasta Aristóteles1​2​3​4​), según el cual «en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable». Esto implica que, cuando dos teorías en igualdad de condiciones tienen las mismas consecuencias, la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja.5​
En ciencia, este principio se utiliza como una regla general para guiar a los científicos en el desarrollo de modelos teóricos. En el método científico, la navaja de Ockham no se considera un principio irrefutable y ciertamente no es un resultado científico. «La explicación más simple y suficiente es la más probable, mas no necesariamente la verdadera», según el principio de Ockham. En ciertas ocasiones, la opción compleja puede ser la correcta. Su sentido es que en condiciones idénticas se prefieran las teorías más simples. Otra cuestión diferente serán las evidencias que apoyen la teoría. Así pues, de acuerdo con este principio, no debería preferirse una teoría simple pero con pocas evidencias sobre una teoría compleja pero con mayores pruebas.
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yapytaupeishasblog · 9 months
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INTRODUCCIÓN A LA NAVAJA DE OCCAM EN MEDICINA.
GUILLERMO DE OCKHAM (OCCAM) VIVIÓ EN LA EDAD MEDIA PERO SUS IDEAS SON MUY ACTUALES . La Navaja de Occam, también conocida como el principio de parsimonia, es una máxima filosófica que lleva el nombre de William de Ockham, un fraile franciscano y lógico inglés del siglo XIV. Este principio establece que entre varias explicaciones posibles para un fenómeno, la más sencilla suele ser la…
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tdurdenc · 1 year
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Hace muchísimo escribí esto
Ojalá a alguien le sea útil :)
La mejor respuesta
Sabes, redactaré este texto hablándote de “tú”, como si fueras un amigo o amiga, que aunque bien estés leyendo este texto con la voz de alguien más.... cómo si te lo dijera un amigo, amiga, novio, novia, hermano, conocido, alguien que falleció o inclusive tu voz misma, que se yo... que sea la voz que quieras escuchar, que sea la voz que te reconforte, que sean las voces de cuantas personas quieras:
En ocasiones hay momentos en los que no sabes para dónde ir, en los que no sabes qué hacer o qué decir, en los que estás perdido; aparte de ser un sin fin de voces o un simple texto (eso dependerá de la forma en que lo veas), seré tu maestr@, y en la primera clase te explicaré que es el “principio de parsimonia” este principio dice que en ocasiones la mejor respuesta es la más simple... ¿que quiero decir con esto?
No te atormentes por cosas con o sin sentido, sé que en ocasiones es muy difícil dejar de hacerlo, pero también debes aprender de ello y cómo bien dice el “principio”, la mejor respuesta es la más simple.
Somos humanos, fallamos todo el tiempo, yo he fallado, tú has fallado, el ha fallado, nosotros, ustedes, ellos.... todos!
¿Duele? Si
¿Es cansado? También
¿Se pudieron hacer cosas para evitarlo? Probablemente
Aún así... dicen que lo único seguro en esta vida es la muerte pero pensemos desde el otro punto de vista, la muerte no existe... si no hay vida primero, entonces, si lo pensamos así, lo único seguro es la misma “vida”.
Sea uno o sea el otro... contra ambos no puedes hacer nada, son hechos inminentes, no puedes frenar su llegada, no puedes tener control sobre ello.
De lo único que si puedes tener control es de tus decisiones, de tu pensar, de tu actuar...
Así que tú decidirás si obras bien o mal, si influye o no, tampoco creas que esto es un libro mágico o el almanaque, ¡no!, esto es un espejo, esto es únicamente una caricia cuando lo necesites, esto es la mejor respuesta que alguien puede darte.
Cómo bien te lo dije, esto es un espejo y que además habla...
¿Que ves?
Ve más allá de lo físico...
¿Ves dolor, sufrimiento, felicidad, poder...? Yo si... yo como tú espejo, tu maestr@, tu conocido o quien me hayas puesto la voz... veo más que ello...
Veo resiliencia, veo esperanza, veo gratitud y podría seguirme mencionando un sin fin de cualidades y defectos y no acabaría... lo que quiero que veas es que detrás de todo ello, hay alguien que es como una semilla, que depende de lo que se alimente se va a convertir, si le das odio, resentimiento, culpa y demás sentimientos, será natural que se convierta en alguien así... pero si le das cosas distintas, como amor, paz, seguridad, confianza, respeto... si alimentas con ella la semilla, crecerá alguien fuerte y con bases sólidas, tu dirás, “es que me han alimentado todos estos años de muchas emociones innecesarias” y probablemente si tengas razón, pero únicamente en lo de muchas emociones ya que no es innecesario... el encargado de que todas esas sensaciones sean útiles o no, eres tú.
Recuerda… no eres aquello que te causa dolor o incomodidad al hablar, no eres lo que las demás personas piensan de ti, no eres el sinfín de pensamientos que te inundan para apagarte, no eres totalmente tu pasado, no eres la traición o el engaño qué pasó hace uno, dos, tres días o cinco, seis o veinte años…
No eres eso y eso no te representa.
Así que ahora y con esto termino...
Tienes dos opciones, seguir perdido, confundido, cansado y con conflicto, (esperando a que el tiempo solucione o empeore las cosas) o simplemente seguir... seguir experimentando, seguir cagandola, falla, tropieza, corre, llora, ríe, ama... haz de todo y con todos lo que se te venga en gana... eso si, contempla dos factores.
Primero... hay consecuencias, no hagas nada que no te gustaría recibir.
Segundo... quiérete más que a nadie, apapachate a ti mismo, porque sin duda…
Eres alguien que siempre valdrá la pena.
-A.Crz.
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josepmariamartinez · 1 year
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¿Conoces el principio de la navaja de Occam o principio de parsimonia?
Había una vez un pequeño pueblo en las afueras de una ciudad importante. La gente del pueblo estaba preocupada por la cantidad de perros callejeros que merodeaban por las calles, y decidieron contratar a un experto para que resolviera el problema. El experto, después de investigar el área, propuso una solución simple: había que construir un refugio para perros callejeros en las afueras del…
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yoymialterego · 2 years
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Cine al menguar la pandemia: Pacifiction
Con una parsimonia sin fatiga y un despliegue escénico clarividente, el director Albert Serra nos relata en "Pacifiction" el agridulce, lánguido, trágico final de una idea de civilización, de la terminación de lo racional como argumento válido para la convivencia colectiva, y nos conduce camino abajo, hacia las profundidades del más obscuro desamparo existencial, de la orfandad humana más precaria. Desde el principio sabemos que la cinta del catalán se cuece a fuego lento, sobre todo en su primera parte, donde casi como prodigio el director logra mantener el interés en lo que está contando en pantalla, a pesar de que narrativamente sólo se trazan rasgos gruesos y dispersos de la historia. Sin embargo se hace notar la mano turbadora de Serra porque nos transmite la sensación de que siempre hay algo sustancial por venir, o algo que nos ha quedado pendiente por entender, o siquiera por elucubrar.
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El relato se desarrolla en "el paraíso terrenal", en la isla de Tahití, dentro de la Polinesia Francesa, donde De Roller (Benoît Magimel, descollante y con temperamento), es el Alto Comisario de la República. Ahí, como una enfermedad progresiva y mortal, empieza a gestarse, a crecer y avanzar una especie de delirio tétrico general a propósito del mal presagio sobre el futuro cercano. Un síntoma de conspiración y sospecha se apodera tanto de los nativos como de las autoridades, y la paranoia da inicio. Un submarino parece avistarse a lo lejos. Se desatan rumores de dimensión nuclear sobre la región. Comienza a crecer una percepción dislocada de la realidad, y Serra lo ilustra de manera impecable, contrastando la majestuosidad de la naturaleza que retrata con fervor y pericia versus el murmullo general sobre un abyecto complot que florece en los exclusivos antros de esparcimiento del lugar. Esas escenas murmurantes, saturadas de azul e iluminadas con luz negra en el night club son ejemplares, asoman un dejo de tirantez, de vileza admitida, de extraño extravío, que seducen con fascinación.
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No cabe duda que "Pacifiction" es una película de resistencia, pero que recompensa a quien resiste. Es también una cinta que subraya con estilo y con carácter la naturaleza vil del colonialismo. Su vocación crepuscular, su deambular hipnótico entre el paraíso a punto de perderse y la intriga política como ruido de fondo, resuena como una tormenta tropical en un manso atardecer, que sólo presagia un peligro extremo, un mal encarnado, una infamia ineludible en el aquí y el ahora. En resumen, una apabullante, vasta y contundente obra de Albert Serra.
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givcrny · 3 years
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“ why are you really here? ” @pvnkrxt​
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se toma su tiempo mientras observa a tercero alejarse, elevando los hombros con la fingida inocencia que tan bien jugaba cuando se trataba de mayor, como si realmente no supiera, como si intenciones no hubieran sido claras desde principio. “¿quieres que te lo explique?” inquiere con parsimonia, comisuras comenzando a elevarse mientras le mira fijamente. “¿es que interrumpí algo importante?” párpados se entrecierran ligeramente, mientras su atención va hacia aquel que ahora se encuentra al otro lado de aquel salón. “sabes, si quieres que me vaya, sólo tienes que decirlo. a veces, sé seguir órdenes.” 
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themysticwhore · 4 years
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La reacción de los chicos al ver a su pareja hacer el #NakedChallenge
Grupo: MonstaX
Tipo: Smut
La reacción de los chicos al verte hacer el #NakedChallenge
Shownu
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Era tarde, serían eso de las doce y veinte cuando escuchaste el sonido de la cerradura de la puerta principal, te encontrabas en el salón del piso que compartias con tu novio completamente desnuda. Era una pequeña sorpresa que tenías preparada por su regreso del tour. Viste la figura de Shownu atravesar el vano de la puerta, intentando hacer el menor ruido posible creyendo que estarías plácidamente dormida en la cama que compartían. Al levantar su vista en tu dirección dejó caer el equipaje de mano al suelo y exclamó un
-Ostia...- dejó escapar una risa de incredulidad
-Bienvenido a casa, cielo
-Hogar, dulce hogar - pronunció a la vez que se acercaba en tu dirección para cogerte en brazos y llevarte al dormitorio
Wonho
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Saliste de la ducha con tan solo el albornoz dispuesta a irte a dormir. Al entrar en la habitación te encontraste a Wonho apoyado en el cabecero de la cama leyendo un libro y vestido solamente con unos pantalones cortos de chándal, la tenue luz de la lámpara de la mesilla de noche,
 le hacía ver muchísimos más atractivo, ya que le acentuaba sus rasgos y los músculos de su tonificado cuerpo. Estaba tan concentrado en la historia que ni se dio cuenta de que estabas con él en la habitación. Te deshiciste del nudo del albornoz dejando que este se deslice por tus hombros para finalmente caer al suelo. Te encaminaste hacia la cama y te subiste a horcajadas en sus muslos. Al notar tu presencia Wonho levantó su vista de las páginas del libro y observó con detenimiento cómo te mostrabas ante él, tal y como tu madre te trajo al mundo. Te repasaba con la mirada muy lentamente, a la vez que su respiración se hizo más pesada.   
-Que le jodan a Edgar Allan Poe- Dijo a la vez que dejaba caer el libro en alguna dirección de la habitación a la vez que te acercaba hacia sí. 
Minhyuk
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Minhyuk se había empeñado en ponerse a prueba a ver cuanto duraba sin mantener relaciones contigo, ya que según él “no puede dejar de pensar en como follarme una y otra vez hasta dejarme sin aliento”; y es por eso que decidió tomarse un pequeño descansito. En un principio no le hiciste mucho caso, ya que no tenías fe en que durara mucho. Sin embargo ya había pasado medio mes y ni siquiera te había tocado más allá de las comunes muestras de cariño que os hacéis a diario.  
Minhyun estaba hablando con alguien al teléfono cuando se te ocurrió la maravillosa idea de presentarte ante sus ojos totalmente despojada de tu ropa. Fuiste hacia el salón, donde se encontraba, y te sentaste en el sofá con toda la parsimonia y naturalidad del mundo a hacer que veías la televisión. Sabias que te estaba mirando, lo ignoraste y continuaste con lo tuyo.
-Jooheon, te tengo que dejar, luego te llamo.- No le faltó ni medio segundo para colgar, tirar el móvil a vete tú a saber donde y posicionarse entre tus piernas. 
Kihyun
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Tendrias que estar preparándote para la cena que teníais con los padres de Kihyun. Pero en vez de vestirte decidiste dirigirte a la cocina, completamente denuda, donde se encontraba tu novio metiendo el salmón en el horno. 
-Amor- Le llamaste desde el umbral de la puerta.
-Dime, cariño- dice mientras se reincorpora a la vez que levanta la tapa del horno.-Joder, ¿por qué me haces esto?- dice a la vez que te repasa de arriba a bajo.- ¿A qué hora dijiste que venían mis padres?- se acerca hacia ti
-Dentro de diez minutos...-dices acariciándole el cuello
-¿Lo tenías calculado no?- Dice mientras te acerca hacia sí mientras te besa el cuello.
-Esto te pasa por jugar conmigo esta mañana- dices separandote de el
-No creas que esto se va a quedar asi, eh- dice mientras te da una cachetada juguetona en el culo. 
Hyungwon
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Te estabas desvistiendo para darte una ducha cuando percibes que en tu pecho derecho te estaba saliendo un lunar un poco raro. Asustada, saliste disparada del baño en busca de tu novio. El cual encontraste recostado en el sofá viendo la televisión. 
-Hyungwon, mira esto por favor- ante tu repentina aparición, él se quedó paralizado al verte correr hacia su dirección completamente desnuda mientras tus pechos se movían de un lado para otro.  
-¿Pero qué cojones?-dice mientras se reincorpora. Le coges la mano y la guías junto a la tuya para que palpe el lunar. 
-¿Notas alguna rugosidad? Yo es que sí la noto- Le observas mientras sigues moviendo su mano
-Lo único que noto es la dureza de tu pezón en la palma de mi mano 
Jooheon
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Llevaba hora, horas encerrado grabando su nueva canción en solitario. Mientras tu casi ni te podías concentrar en el trabajo frente a ti por la severa calentura que tenías. Le querías a él y lo querías ya. Lo único, era que eras muy consciente de que Jooheon no aplazaría sus labores y su concentración a no ser que fuera algo de extrema urgencia o que de verdad lo sorprendiera. Por esa razón decidiste quitarte la ropa y dirigirte al pequeño estudio de grabación que había montado en casa. La imagen de el rapeando con tal agresividad hizo que las paredes de tu coño se contrajeran de deseo. Tenía los auriculares puestos asique no se enteró de que estabas con el. Te acercaste hacia su persona y le abrazaste por la espalda a la vez que empezabas repartir húmedos besos por su nuca y cuello. 
-Cielo, ahora no- Le ignoraste y seguiste con lo tuyo- Cuando termine hacemos lo que quieras, pero ahora déjame trabajar por favor.- dice mientras toquetea algunos botones. Gimes es su oído y le acaricias el pecho- Cariño…-dice con advertencia, se gira hacia ti, para quedarse paralizado ante tus curvas desnudas.-La puta madre- te repasa de arriba abajo cuando dice- Ahora tengo inspiración de otro tipo- pronuncia mientras te coge y te sienta en la mesa del ordenador. 
IM 
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Estabas en twitter y viste un video que grabó una chica al ver la reacción de su novio al encontrarla desnuda ante él. Te pareció curioso, asique decidiste probar a ver cual sería la reacción de Changkyun. Te desvestiste y fuiste hacia en despacho donde estaba jugando a algo en el ordenador. Tenía los cascos puestos asique no te escucho entrar, te acercaste hacia él y le llamaste.
-Amor- no te hizo caso- Amor- pronunciaste más alto, pero nada.-¡Changkyun!- se sobresaltó y quitándose los auriculares dijo
-¿Qué coño quieres?
-Mirame
-A ver- se gira hacia ti- La ostia… - te observa y dice- ¿ahora te apetece jugar a ti?-Asientes- Pues ven aquí.
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svetmulliganrp · 4 years
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Demasiado tarde
» Noviembre de 2018 «
Caminaba rumbo al instituto con la misma parsimonia con que hacía siempre todo lo que no le despertaba ningún interés. De no haber sido por la promesa del señor Jenkin de que les diría las notas del examen de Física aquella mañana, se habría quedado en la cama hasta el mediodía, dándole vueltas a la mierda de noche que había tenido.
Pasaba frente a la panadería de Joe, su padre adoptivo con el que no vivía desde hacía ya unos meses, cuando sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla con un resquicio de esperanza que se desvaneció tan pronto como vio el nombre de su hermano mayor, escrito en letras grandes que parpadeaban. Descolgó mecánicamente y se llevó el aparato a la oreja.
—Buenos días, Svet —saludó su hermano, ante el mutismo del menor.
Hubo algo en su voz que llamó la atención del adolescente, un temblor muy sutil que bien podría haberse debido al comienzo de un resfriado o a un despertar malhumorado. Pero Vardaman rara vez enfermaba, y nunca estaba de mal humor.
—¿Svet? ¿Estás ahí?
—Sí. Hola.
—¿Dónde estás?
—Yendo al instituto.
Hubo una pausa al otro lado del teléfono. A Svet le pareció que su hermano respiraba con dificultad.
—¿Puedes esperarme en la entrada en cuanto llegues? Me paso a recogerte con el coche.
—¿A recogerme?
No necesitó saber más para confirmar que algo iba mal. De nuevo, Vardaman titubeó antes de contestar, y el muchacho tuvo la corazonada de que no le gustaría oír la respuesta que estaba por llegar.
—Svet, mamá...
«Lo sabía» pensó, apretando los dedos con fuerza alrededor del teléfono. Quiso gritarle que dejase de hablar, pero se había quedado petrificado en medio de la calle y no encontraba el oxígeno necesario para decir nada. «No lo digas, no lo digas, no lo digas...»
—Mamá ha muerto...
Sintió un cosquilleo incómodo en la cabeza seguido de un mareo repentino. La vista se le nubló hasta que todo se volvió negro. Extendió un brazo a un lado en busca de algún apoyo, pero solo encontró el hombro de una mujer que le gritó algo que no llegó a entender para después marcharse apurando el paso. Tras varios parpadeos angustiados, el negro se fue diluyendo poco a poco hasta que la calle recobró su forma y colores.
—¿Svet? ¿Sigues ahí? ¿Estás bien?
La voz al otro lado le recordó que llevaba unos segundos sin apenas respirar. Inspiró profundamente todo el aire que fue capaz de recoger y lo expulsó por la boca muy despacio, notando cómo el equilibrio volvía poco a poco.
—Svet, no me asustes. ¿Estás...?
—Sigo aquí.
Vardaman respiró aliviado. Su voz temblaba más que al principio, y Svet estuvo seguro de que se estaba conteniendo las ganas de llorar.
—Escucha... Voy a buscarte ahora, ¿vale? Olvida lo del Instituto. Dime dónde estás y te recojo donde sea. Iremos a la granja y...
—Ya, es que no puedo —cortó, tajante, con una frialdad que a su hermano le resultó familiar—. Hoy tengo clases que no puedo saltarme, y por la tarde tengo mucho que estudiar.
—Svet, no hagas esto. Por favor. Si no vienes, te arrepentirás... y...
—Mejor hablamos mañana. O quizá pasado, porque mañana estoy liado con temas del curro.
Colgó antes de que Vardaman tuviese tiempo de réplica. Las fuerzas que le quedaban se agotaron cuando tocó el icono rojo en la pantalla. Dejó de sujetar el teléfono y este resbaló entre sus dedos hasta caer sobre el suelo empapado de la calle. Svet ni siquiera se percató. Tenía un nudo en la garganta que no le dejaba respirar bien y las lágrimas contenidas le quemaban en los ojos. Con brusquedad, se giró hacia la cristalera que se alzaba a su derecha, un escaparate de zapatos caros. Golpeó el cristal con las manos abiertas.
—¡JODER!
Quienes caminaban cerca de él se alejaron sorprendidos mientras desde el interior de la tienda, una mujer de gestos finos embutida en un vestido rojo muy elegante cogía el teléfono con gesto asustado, mirando al muchacho como si fuese un loco borracho a punto de atracar una zapatería. Antes de que marcase el primer dígito del número de la policía, Svet salió corriendo en dirección opuesta y desapareció entre el océano de gentes y paraguas.
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ochoislas · 4 years
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Sentado solo, al hilo de mis pensamientos, empezaron a tomar forma en mi mente un par de versos. Saqué mi carné, no fuera a olvidarlos, y me dispuse a anotarlos con lápiz a la luz de la luna. Escribía y bebía un sorbo de sake, seguía escribiendo y bebía de nuevo, con parsimonia, hasta que apuré la botella y la tiré al río. En ese momento los juncos sisearon cerca de mí, y cuando me volví a mirar vi que había un hombre allí, acuclillado entre las cañas, como si fuera mi sombra. Sobresaltado, al principio lo miré hostilmente, pero no se inmutó.
—Magnífica luna ¿no le parece? —me saludó con voz sonora y profunda—. Tiene Vd. un gusto exquisito. Si le soy sincero, llevo aquí un rato, aunque me contuve de distraerle de su expansión. Y al escucharle cantar La canción del laúd me vinieron ganas de cantar también un poco. No quiero incomodarlo, pero quizá sea Vd. tan amable de atenderme un instante.
Que un extraño se dirija a ti con esa familiaridad es algo inaudito en Tokio; pero para entonces no sólo había dejado de poner en entredicho la campechanía de la gente de Kansai, me había hecho a ella; así que le respondí complaciente: —Es Vd. muy amable, desde luego que me gustaría oírle cantar.
Se levantó aprisa y vino a sentarse a mi lado, haciendo crujir los juncos: —Disculpe, ¿tomaría Vd un traguito? —dijo, desatando algo que colgaba de un cordel en su cayado de madera basta: era una calabaza que sostuvo con la izquierda, mientras me ofrecía una copa lacada en la derecha—. Hace un instante acabó Vd. su botella, pero a mí me queda todavía... —y agitó la calabaza—. Le ruego que lo acepte a cambio de escuchar mi desaliñado canto. Si ahora se despeja, le chafará el gusto. No tiene que preocuparse por beber de más, la brisa del río es fría. —Forzándome a tomar la copa, la llenó. El sake gorgoteó placenteramente al verterse de la calabaza.
—Gracias, tomaré un poco —dije, y vacié la copa. No sé que licor sería, pero después del Masamune embotellado, aquel suave sake helado, levemente fragante de la barrica, me refrescó al instante.
—Por favor, repita... otra más... —dijo, rellenando mi copa dos veces, y a la tercera empezó lentamente a entonar una escena de una obra nō: Kogō.
Parecía que se ahogaba, corto de fuelle; quizá había bebido demasiado. A su voz le faltaba cuerpo y no podría decirse particularmente bella, pero era una voz ejercitada, transida de adusta elegancia. Su gusto y compostura revelaban que practicaba desde hacía años. Pero sobre todo fue su espíritu de sereno desapego lo que me embargó, escuchándolo cantar desinhibidamente ante un completo extraño, viéndolo zambullirse en el ánimo del canto, desprendido de mundanales cuidados. Comprendí que el estudio de las artes no carece de sentido, pues aunque no se llegue a dominar la técnica, nos inclina a esta disposición del ánimo.
—Maravilloso. Se lo agradezco, me siento renovado —le dije. Boqueando, trasegó una copa y luego me la tendió: —Tome otra.
Llevaba una gorra de caza, calada sobre la frente. La visera le hacía sombra en el rostro, de manera que me costaba distinguir sus rasgos a la luz de la luna; pero parecía más o menos de mi edad, y vestía su cuerpo menudo, cenceño, con un quimono de diario y sobre él una capa de viaje.
—Perdone que le pregunte, ¿proviene Vd. de Osaka? —inquirí, pues había notado su acento de más allá de Kioto.
—Sí, tengo una pequeña tienda de antigüedades al sur de Osaka, a eso me dedico.
—¿Iba de vuelta a casa?
—No, no; salí esta noche a ver la luna. Por lo común tomo la línea Keihan, pero este año he aprovechado para desviarme tomando la nueva Keihan, y atravesar el río por aquí en la lancha —mientras hablaba sacó una tabaquera de su faja y llenó la pipa con picadura.
—¿Entonces cada año va a un lugar concreto a contemplar la luna?
—As�� es —permaneció callado un momento, encendiendo la pipa—: Suelo ir a la represa de Ogura, pero me alegro de haber pasado por aquí esta noche y poder ver la luna en mitad del río. Se lo debo a Vd. ¿sabe?, pues sólo cuando lo vi aquí recreándose comprendí que era un lugar espléndido. La luna es extraordinaria vista entre las cañas, ¿no le parece?, en el centro de la corriente del Yodo...
Volcó la ceniza en el netsuke de la tabaquera y usó la brasa para prender otra porción de tabaco: —¿No habrá Vd. dado con unos buenos versos que tendrá la bondad de recitarme?
—De ningún modo, son malísimos, me abochornaría que los escuchara —escondí aprisa mi carné.
—No sea tan humilde —dijo, aunque no insistió; luego como si lo hubiera olvidado por completo, salmodió despaciosamente—: La luna luce en el río, el viento sisea en los pinos; esta noche larga y clara ¿tiene un por qué?
—Por cierto —dije—, si es Vd. de Osaka conocerá la geografía y la historia de la región. ¿Cree Vd. que damas cortesanas como la de Eguchi bogaban en falúa por estos médanos? Tal cosa imagino sobre todo cuando miro esta luna... vagas visiones de mujeres sofisticadas. Trataba de fijar mis sensaciones en un poema, persiguiendo esas visiones, pero no se plasmaban a mi gusto.
Pareció muy conmovido: —¡Justo lo mismo estaba yo cavilando! También esbozaba figuraciones del pasado mientras contemplaba esta luna...
—Si me lo permite, diría que es Vd. de mi edad ¿me equivoco? Quizá tenga que ver con eso, cada año que pasa percibo más agudamente la desolación, el abatimiento del otoño, una cíclica tristeza que no sé de donde viene, sin causa aparente. Me sobresalta el otoño en el son del viento..., en mi morada movió las persianas el viento de otoño... sólo a nuestra edad empieza uno a comprender la esencia de estos versos antiguos. Lo que no significa que aborrezca el otoño, sólo porque me haga sentir triste. De joven prefería la primavera, pero ahora añoro el otoño. Al hacernos viejos alcanzamos cierta resignación, un temple que nos permite aceptar de buen grado nuestro declinar conforme a la ley natural, y añoramos una existencia serena y mesurada ¿no cree? De tal modo que obtenemos mayor satisfacción de un paisaje desolado que de un panorama exuberante, y nos acomoda mejor hundirnos en la memoria de los placeres pasados que entregarnos a nuevos y reales. Dicho de otro modo, para el joven el amor al pasado no es más que una ensoñación sin conexión con el presente, pero al hombre entrado en años no le queda otro recurso para vivir el presente.
El hombre asintió enérgicamente: —Sí, sí. Es exactamente como Vd. dice. Creo que es natural que las personas nos volvamos así con la edad, tanto más en mi caso, pues ya de niño mi padre me hacía caminar cada año, con la luna llena del octavo mes, más de diez kilómetros, y por tal fecha siempre recuerdo aquellos paseos. Ahora que lo pienso, mi padre decía lo mismo que acaba de decir Vd.: «Seguramente no entiendas la melancolía de esta noche de otoño, pero llegará un día en que la sentirás».
—¡Qué me dice! ¿Tanto amaba su padre la luna llena de otoño? ¿Y le hacía caminar tantos kilómetros cuando no era más que un niño?
—Pues sí, yo tendría siete años cuando me llevó por primera vez. Yo no entendía adónde íbamos. Vivíamos solos en una casita al fondo de un callejón; mi madre había muerto dos o tres años antes, así que supongo que no podía dejarme atrás. «Muchacho, te voy a llevar a ver la luna», me dijo, y salimos todavía de día. En aquel tiempo no había tren, recuerdo que embarcamos en un vapor en Hachikenya y subimos el río. Nos bajamos en Fushimi, eso lo supe después. Mi padre se echó a caminar por lo alto de un ribazo y yo lo seguía hasta que salimos a un lago. Ahora sé que era la represa de Ogura y el lago del mismo nombre. Cubríamos una distancia de entre seis y ocho kilómetros, solo la ida.
—Pero —interrumpí— ¿por qué caminaban hasta tan lejos? ¿sólo para pasear mirando la luna reflejada en el lago?
—Sí, mi padre se paraba de vez en cuando sobre el dique a contemplar la superficie del lago y decía: «¿No es una vista magnífica, muchacho?», y yo asentía y la admiraba a mi infantil manera, yendo tras él. Al pasar frente a una mansión que parecía una quinta de recreo de gente adinerada, llegaron hasta nosotros desde el fondo de la arboleda sones de koto, samisén y rabel. Mi padre se detuvo a escuchar un rato en el portillo, y luego, como embelesado, recorrió el muro del vasto recinto, conmigo a la zaga. Los tonos del koto y el samisén se definieron, y se pudieron escuchar voces tenues, era claro que nos acercábamos al jardín interior y reservado. Allí un seto reemplazaba al muro y, buscando donde el follaje raleaba, mi padre fisgó hacia el interior. Como no se movía de allí, preguntándome qué habría, metí la cara entre la fronda y miré. Lo que vi fue un magnífico jardín con pradera, colina artificial, estanque y una estancia elevada con antepecho, volada sobre el agua, al estilo de los antiguos pabellones. Un grupo de una media docena entre hombres y mujeres celebraban un banquete allí. Parecía una reunión para contemplar la luna, pues sobre una mesa cerca de la balaustrada había dispuestas ofrendas de sake, lámparas votivas y un exorno de penachos de eulalia y trébol japonés. Una mujer sentada en la presidencia tañía el koto, y a su lado una doncella con moño a lo Shimada pulsaba el samisén, vestida como una camarista de antaño. Un hombre, que parecía un ministril ciego, con hábito de maestro, sostenía el arco del rabel. Desde donde estábamos no podíamos verlos claramente, pero delante de nosotros había un biombo dorado y ante él otra doncella —con idéntico peinado a la anterior— bailaba ondeando el abanico. Aunque no podía distinguir sus rasgos, sí veía perfectamente sus movimientos. Fuera porque la electricidad aún no había llegado hasta allí o porque los asistentes procuraran una atmósfera más refinada, el caso es que la sala estaba iluminada por bujías, cuyas vacilantes llamas se reflejaban en los lustrosos pilares y balaústres, y en el oro del biombo. La luna lucía resplandeciente en la haz del estanque, y había un esquife amarrado a la orilla. El agua era encauzada desde el lago Ogura y sin duda se podía salir bogando directamente a él. Poco después acabó la danza y las doncellas distribuyeron garrafillas de sake; por como se conducían era obvio que la dama que tañía el koto era la señora de la casa y ellas la servían... mas estaba sentada al fondo de la sala y por desgracia el exorno floral le ocultaba el rostro, así que no la veíamos bien.
Tanizaki Jun'ichirō
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galaxia-de-escritos · 5 years
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Tan suyo; tan rota
Él: Apagó su móvil y cuidadosamente lo apoyó sobre la cama. Trató de respirar. Era consciente de lo que venía, quería posponerlo un momento más. Uno, respira, dos, respira, tres, respira..., repitió todas las veces fácilmente necesarias, sin embargo no tuvo éxito. Con una lentitud agobiante se acostó sobre la cama, miro el techo como si lo viera por primera vez. Por primera vez sintió desfallecer ahí mismo. En su mente se agrupó todo eso que quería evitar. Sus ojos se llenaron de aquello que había alejado, sus manos empezaron a temblar, la garganta se le iba secando mientras más el nudo crecía. En la lejanía de su espacio escuchó su voz, ese fue el principio de algo gigantesco e insoportable. El arcoiris se había marchado para dejar una tormenta estrepitosa, demoledora e inolvidable. Se remontó hacia la escena de unos minutos antes, rememorando el abrupto cierre de un ciclo que no pudo, ni debía continuar. Ese último mensaje que acabó todo... Sabía que era lo correcto, no obstante, ¿Por qué dolía tanto hacer el bien?. No podía permitirse hacerse más daño, ni a ella tampoco. El sueño se reemplazó por largas horas de llanto e insomnio. Vaya que sí dolía. Hace mucho había olvidado que se sentía y ahora había vuelto con una fuerza suprema, desgarradora. Nada volvería a ser lo mismo. Seguía siendo tan suyo, pero estaba tan roto.
Ella: Desconectó todo lo que la anclaba al mundo exterior. Forzó una sonrisa dubitativa, sin embargo, tan rápido como lo intentó se esfumó. Llenó su mente de otras cosas para tratar de huir de lo que se le aproximaba. Esa sensación de fuegos artificiales en su cuerpo, que le era familiar, se iba terminando, pequeñas chispas, que resurgieron de las cenizas, danzaban en su interior mientras se iban uniendo a su sangre y al llegar al corazón algo se quebró. Su mano viajó a su pecho, algo se desestabilizaba dentro de ella. Estaba sucediendo. Abultó su mente de cosas banales, intentando no pensar en el fin. El vacío se apoderó de su fuerza y la destrozó. Un dolor palpable en la cabeza sacudió su ser. Siempre supo cómo manejar sus emociones, pero esta vez todo parecía tan nuevo, irreal. El estado neutro que había adoptado se desvaneció, tanta tormenta interna la superó. Tormenta. Su chico de ojos tormenta... ¿Cómo es que todo había cambiado radicalmente?. Sus emociones tan intensas desgastaron con parsimonia su energía. El cansancio la atrapó, pero una sensación de náuseas la colocó. Su cuerpo escupió tantas lágrimas que bien pudieron deshidratarla por completo. Sus párpados pesaban, su pequeño cuerpo tiritaba, su nariz se pintó de colores rojizos, su camiseta se mojó, su garganta botó gemidos lastimeros. Durmió profundamente y su dolor se adormeció, pero la lucha sería aún más fuerte y al día siguiente todo seguiría peor. Seguía siendo tan suya, pero estaba tan rota.
—Fuchsteufelswild
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En las sagradas escrituras cuenta la historia de un zorro que vivió engañado,
El zorro viajaba ágilmente por aquellos recovecos perdidos en el tiempo,
Los siglos le habían pedido que su desgastada historia no fuese borrada,
Así que con astucia el zorro cazaba los pájaros del olvido,
Perforando la zona donde el recuerdo había sido retenido,
Las tormentas de los sueños estaban cayendo en los nidos,
Pero el ya estaba acostumbrado de aquellas gotas brillantes que en su pelaje caían,
De rojizo a blanco su cuerpo se convertía,
Pues necesitaba camuflarse en la nieve de las ideas que no servían,
para que su existencia no fuese desechada como una brújula que no sabía a donde iba,
El zorro en su camino no podía evitar escuchar los gritos de auxilio de personas que han sido lanzadas a los recuerdos sellados,
Y como siempre el con su fuego encendía las antorchas que lo mantenían bloqueado.
Podría llamarse como quiera,
Zorro,
Ser,
Universo,
Dios,
Tiempo,
Vosotros,
Nosotros,
Yo,
Tu...
O el viajero que en el pentagrama buscaba las notas de las almas en pena,
Pues como siempre la muerte toca una melodía siguiendo las partituras que atrapan para no soltar jamás,
y en las grietas de aquel viejo papel acariciaba con parsimonia los traumas que la tierra guardaba Y el impacto en el campo magnético de la lucha entre hacer lo correcto o dejarse llevar por la nada,
A la nada la alumbraba con una antorcha blanca, llevando la luz a las personas que se dejaban caer embriagados por las malas energías que los envolvían,
Pero el zorro estaba tan cegado por aquella luz,
Que no reconoció su presente pesadilla,
Tropezó con sus pensamientos y cayó torpemente,
La muerte se reía de lo que conllevaba perder el brillo,
La antorcha se apagó por unos segundos
Y cuando se encendió el zorro se sintió aliviado,
Pero ya no era un blanco puro,
Ahora su lienzo estaba manchado,
El negro fue esparciéndose por sus ojos y cola,
Pensó que estaba perdido esperando el final de los tiempos,
Pero se dio cuenta que en el principio el siempre había sido eso.
En las sagradas escrituras cuenta la historia de un zorro
Que nació de la oscuridad y se sentía muy solo
Conoció la luz en una gota de esperanza,
pero está se extinguió al momento de tocarla
Así que el zorro enojado se lanzó contra aquella cascada
Y despertó en un brillo sin poder recordar nada.
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miguelmarias · 4 years
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Clarence Brown
Al Servicio de las damas
Muy famoso en su tiempo, siempre devoto admirador y discípulo ejemplarmente fiel y agradecido de Maurice Tourneur —el padre del para mí muy superior Jacques—, adorado por las actrices y respetado por actores, técnicos y productores, Clarence Brown es hoy uno de tantos directores americanos sepultados por montañas de celuloide posterior a su temprana retirada del mundo del cine.
Un director al que casi nadie aprecia y apenas algún crítico toma en consideración, y del que sólo se acuerdan, y ya más bien de tarde en tarde, los historiadores —propensos a olvidarse de su etapa sonora, si es que no la ignoran o menosprecian «a priori»— y, de refilón, los contados estudiosos del star system que quedan, quienes tienden a reducirle a un papel de fotógrafo y seleccionador del mejor ángulo para acrecentar la fotogenia o disimular los defectos de la bellas damas que le tocó en suerte guiar por un plató y ante las cámaras.
Tal visión, la más generalizada en la actualidad, se revela desmedidamente simplista y despectiva, en cuanto se adentra uno en aquella parte de la filmografía de Clarence L. Brown más afamada entonces, pero hoy menos conocida, que sigue siendo la más interesante o, por lo menos, la más distinta en términos generales. No es que haya logrado nunca un estilo particularmente identificable, pues aunque tenía una gran vocación estética y una tendencia manifiesta al pictorismo, al principio de su carrera era demasiado tributario de Tourneur padre, y luego quizá lo que pudo haber sido su «sello» personal vino a confundirse con el de la Metro-Goldwyn-Mayer, quizá por adopción del mismo por parte de la casa productora, probablemente influida por su «cerebro gris» en la sombra —y casi nunca acreditado en los títulos de las películas—, el reputadísimo Irving G. Thalberg.
Con todo, lo cierto es que son bastantes, desde los comienzos, las películas suyas cuyos títulos, además de acreditarle como director, especifican que se trata de «A Clarence Brown Production», rótulo que no estaba al alcance de todos los realizadores y que suele indicar, cuando menos, un cierto grado de control y una considerable capacidad de iniciativa, variable según las casas productoras y las épocas, pero que casi siempre significa algo más que el servil acatamiento de órdenes y la obediente ejecución de encargos. De hecho, en los años 40 hay alguna película producida por él que asombra por su «realismo» —o, más exactamente, por su recurso a ciertas convenciones y figuras de estilo aceptadas como «realistas»—, por los temas que plantea e incluso por la posición —casi «de izquierdas» para Estados Unidos, cuando la imagen global de Brown es, lógicamente, muy conservadora— que adopta frente a ellos, como la interesante Intruder in the Dust (1949), estilísticamente muy tímida —por «aplicada», respetuosa y suavizada hasta el borde de la edulcoración— adaptación de la genial novela de William Faulkner sobre las relaciones entre blancos y negros en el Sur del país.
Son varias las películas de Brown que se dan por perdidas, y varias más —sobre todo del período mudo— las que, aunque se conservan, apenas circulan y, por tanto, constituyen lagunas difíciles de cubrir, sin que hasta la fecha parezcan haber despertado en nadie curiosidad suficiente como para que se proceda a su restauración o, simplemente, a su relanzamiento, pese a que buena parte de ellas consiguieran, en su momento, éxitos resonantes de taquilla e incluso nominaciones al Óscar de Hollywood, además de contar siempre con técnicos y actores de primera fila. Si algo caracteriza a Brown —y, de paso, le quita atractivo a los ojos de los cinéfilos más inquietos, generalmente inclinados a rebuscar tesoros entre lo exótico y «maldito»— es su lejanía de la «serie B» y sus planteamientos estéticos, de origen económico, que le son totalmente ajenos: nunca hizo películas realmente baratas, y se movió siempre en los «cruceros de lujo de la serie A», incluso en las producciones de prestigio, lo que hace pensar que se hubiese sentido a disgusto o incómodo trabajando con prisas y con escasez de medios. Por lo pronto, parece que nunca se vio obligado por la necesidad y la penuria a aguzar su ingenio ni a rodar fuera de los estudios, en escenarios naturales o, a lo sumo, en un decorado único de plato, y despojado hasta el esquematismo y la abstracción, como le sucedió siempre a Ulmer o a Lang al final de su etapa americana.
Eso explica que la economía narrativa y la inventiva plástica no fueran los puntos fuertes del señorial Mr. Brown, y que careciese del tipo de imaginación, combinada con dosis equivalentes de modestia, tesón y descaro, que hace falta para tener la osadía de sustituir un tren por un poco de humo que entra por el borde del encuadre y —en la banda sonora, siempre un auxilio en este tipo de tretas— un pitido y un chirrido de ruedas que frenan sobre los carriles (maniobra habitual en Ulmer, pero no desconocida para Borzage y perfectamente al alcance de Lubitsch o Sternberg).
Tampoco el ritmo ágil o la acción trepidante se cuentan entre las características más descollantes del cine de Clarence L. Brown: nada tiene en común con Raoul Walsh, Michael Curtiz o Allan Dwan; más bien tendía a la parsimonia, cuando no incurría en la morosidad, lo mismo que su estilo, progresivamente «acicalado» y excesivamente respetuoso de las reglas no escritas de la narración, adolece de un cierto academicismo, que lo hace mantenerse siempre dentro de los límites de lo convencional.
A partir del sonoro, la «corrección» y el «buen acabado», cuando no el obtener una superficie pulida y brillante, sin fisuras ni estridencias, e incluso un «barniz» de supuesto buen gusto y ostentoso lujo, de fidelidad a la imaginería pictórica de las épocas y los ambientes que retrataba, dominan sus películas, tan totalmente desprovistas de asperezas y rugosidades que carecen, en ocasiones, de «contundencia», «peso» o fisicidad suficientes para no resultar excesivamente bidimensionales y «planas», sin sensación de relieve ni hacia fuera ni hacia el fondo. Cabe añadir al respecto que Brown es uno de los escasos directores americanos de cualquier generación para los que ni Amanecer de Murnau ni Ciudadano Kane de Welles parecen haber significado absolutamente nada, ni siquiera como invitación a liberar o «desencadenar» la cámara y abreviar y espaciar, cuando no suprimir los rótulos —en el mudo—, ni para explorar la profundidad de campo y coquetear con el plano-secuencia o, por lo menos, para ampliar la gama de focales utilizadas e introducir cierto expresionismo en la iluminación y el uso del decorado.
Todos los rasgos enumerados —o más bien su ausencia; en todo caso, no especialmente marcados ni llamativos, casi siempre muy discretos y, desde luego, nada personales— hacían de Brown —al menos, desde el peculiar punto de vista de la Metro— un ideal ilustrador de comedias y dramas teatrales o de novelas, por lo que no es extraño que fueran esencialmente este tipo de «labores» las que más a menudo se le encomendasen, y que incluso cuando, con un mayor grado de independencia, acometió proyectos de su propia y exclusiva iniciativa, en los que aparentemente trató de cambiar de temas y de ambientes, quizá hastiado de lujosos salones y personajes distinguidos y circunspectos, recurriese una vez más a fuentes literarias «de prestigio», como la citada novela de Faulkner, y siempre limando —casi por automatismo, por la fuerza de la costumbre— sus estridencias, y disimulando «educadamente», como le hubiesen exigido en la Metro, sus rupturas de continuidad, ritmo, tono y puntos de vista narrativos, por lo que su versión cinematográfica puede considerarse tan traidora al estilo de Faulkner como fiel a parte de la letra y, sobre todo, al «argumento», que con frecuencia —y no digamos en el caso concreto del autor de The Wild Palms— dista mucho de ser lo esencial, lo verdaderamente interesante y característico de un libro.
Aunque siempre correctas y respetables, sólidas y técnicamente competentes, sus películas más características dan cierta pereza, porque siempre se sabe de antemano que van a rehuir lo excesivo y lo extraordinario, por lo que a menudo resultan previsibles y provocan cierto hastío impaciente. Es inútil esperar de Clarence Brown sorpresas, giros impensables, aceleraciones rítmicas no anunciadas, saltos bruscos, composiciones llamativas, complejidades narrativas o puntos de vista polémicos o heterodoxos. La decepción de semejantes expectativas está garantizada: en el cine del menos expresionista de los directores sonoros americanos reina la normalidad hasta tal punto que incluso sus errores más graves son siempre por defecto, por no llegar, nunca por exceso, por pasarse.
Por lo menos a partir de 1930, las películas de Brown son de estricta obediencia a los cánones establecidos, como si apartarse lo más mínimo de ellos fuese un pecado o, por lo menos, una falta de gusto y de educación, una descortesía hacia el público y una deslealtad a las tradiciones —aún recientes, o en curso de consolidación— de Hollywood y a los deseos implícitos —cuando no inconscientes, y meramente instintivos— de los productores.
Con independencia de que sean o no de la Metro, productos típicos de este enfoque son la sólida, discreta y algo tediosa National Velvet (Fuego de juventud, 1944) o la más irregular e interesante —ambas cosas, sin duda, porque la empezó Victor Fleming y la continuó King Vidor, y alguna huella queda— The Yearling (El despertar, 1946), dos películas que sólo con mucha paciencia, pueden llegar a apreciarse... como objetos de artesanía, primorosamente realizados, muy bien «hechos», sin escatimar dinero ni cuidados, pero que, en el fondo, carecen de «garra» o empuje suficientes para no acusar gravemente el paso del tiempo, en todos los sentidos: tanto los años transcurridos desde la fecha de su confección, que las hacen irremediablemente anticuadas, e incluso ajenas y distantes, como los minutos de proyección, que se acumulan tan pausadas uniformemente sobre el espectador que la atención se diluye a medida que, en teoría, la narración progresa y avanza hacia su clímax o término.
Una aparente aversión a las elipsis o a las transiciones bruscas, junto al montaje más bien «blanco» y excesivamente «lubrificado» —casi siempre sobran varios fotogramas, cuando no un parsimonioso «fundido-encadenado»— dominante en las principales productoras americanas de la época, y en particular en la Metro, son también factores que contribuyen a alargar —tanto objetiva como subjetivamente— estas y otras películas, y a hacer que su visión sea una experiencia poco estimulante y hasta, intermitente u ocasionalmente, bastante fatigosa, sin contar con lo de empalagosamente almibarado y sensiblero que pueden tener sus argumentos y los intérpretes bajo contrato que solía utilizar sin ningún reparo ni precaución.
Resulta, pues, comprensiblemente difícil persuadir a nadie de que persevere en el estudio y la revisión del cine de Clarence Brown, en particular a quien sólo conozca la última fase de su carrera, sin duda —con alguna excepción, como Song of Love (Pasión inmortal, 1947)—la menos interesante, la más vulgar y, paradójicamente ya que es la más reciente, la más pasada de moda.
Para pasar revista a su obra conviene, en este caso, atenerse a la cronología, ya que su mejor época se sitúa en los últimos años del cine mudo, y la siguiente en interés abarca los años 30, aunque este segundo período, el más accesible en la actualidad, deba su relativo prestigio más a los actores —sobre todo, a la frecuente presencia estelar de Greta Garbo —que al trabajo del cineasta, casi siempre más «competente» que inspirado, y que a menudo no llega a explorar plenamente —y menos aún a explotar— las posibilidades de los guiones e intérpretes que tenía a su cargo.
Esto indica que Brown —al contrario que Allan Dwan, Budd Boetticher, Jacques Tourneur, Joseph H. Lewis, Douglas Sirk, Edgar G. Ulmer, Phil Karlson, André de Toth y varios más— no es de esos directores capaces de hacer mucho con muy poca cosa, sacándole el máximo partido imaginable y multiplicando en la pantalla su interés «nominal», sobre el papel, sino uno de esos cineastas «secante» —tan abundantes en el cine americano— que liman y uniformizan cuanto tocan, rebajando su potencial a una escala aceptable y discreta, y que necesitan un material de partida de primera categoría o, cuando menos, pasionalmente muy «cargado» o incluso «recalentado» para que los resultados no dejen totalmente frío al público actual. Su mirada inconmovible y desapasionada parece más consecuencia de la indiferencia que de la serenidad, por lo que, para que el espectador reciba una descarga emotiva, es preciso que los actores crean en sus personajes y pongan el máximo entusiasmo en su interpretación, lo que, con Clarence Brown por medio, sólo estaba al alcance de los más briosos y de más fuerte personalidad: los otros por buenos que sean, tienden a desdibujarse, a resultar estáticos e inexpresivos.
Cuando, tras haber visto ya varias películas menos antiguas, uno descubre la obra muda de Clarence Brown, la sorpresa puede ser mayúscula, porque, verdaderamente, parece otro: mucho más audaz, más decidido, con un sentido del ritmo más acusado y a la vez más preciso y modulado, con mayor convicción y menos pudor para contar historias melodramáticas, con una dirección de actores que —en lugar de contener y frenar— impulsa y estimula —sobre todo a Greta Garbo, que debía confiar mucho en él, y por quien Brown parecía sentir auténtico entusiasmo, al menos platónico y artístico—, resulta comprensible que lograra sus mejores películas en la primera etapa de su carrera.
Esta actitud de relativa «efervescencia» creativa se mantiene —a pesar del sonido, que no parece haberle entusiasmado, aunque rápidamente se adaptase a él— durante los años iniciales de la década de los 30, y aún ocasionalmente después, al hilo de sus colaboraciones con Greta Garbo, que se sitúan entre Flesh and the Devil (El demonio y la carne, 1926) y Conquest / Marie Walewska (María Walewska, 1937). Posteriormente, la obra de Brown se hace más conformista, y menos ambiciosa, a veces rutinariamente eficiente nada más, aunque se mantenga siempre en unos niveles aceptables, y en ocasiones vuelva a sentirse conmovido e inspirado por un personaje o por un tema, como ocurre en la ya citada Song of Love, sobre los músicos románticos Johannes Brahms, Clara Wieck y Robert Schumann, que es, a mi juicio, a pesar de su fecha tardía, la más lograda de todas sus películas, superior incluso a las mudas que conozco, que son las más célebres (aunque no por eso hayan de ser necesariamente las mejores).
El joven Brown del cine mudo era otro, sencillamente. Más arriesgado, más elocuente, con más inventiva, con pasión incluso. Con una pasión y un brío que después se estereotiparon y acartonaron, como si íntimamente hubiese dejado de creer en su fuerza como motores de la vida y, por tanto, del drama, que sin embargo seguía representando y filmando.
Que El demonio y la carne anticipe —a través de Liebelei (Amoríos, 1932)— nada menos que Madame de... (1953) de Max Ophüls lo dice todo, sin que sea preciso insistir más. Era Brown entonces —cuando rodó un melodrama como El demonio y la carne y una alta comedia como A Woman of Affairs (La mujer ligera, 1928)— un hombre todavía joven, pero ya casi un veterano realizador, al tiempo que se revelaba deseoso de emular a su maestro Maurice Tourneur y de probar nuevas experiencias a partir de lo que había aprendido a su lado. Quizá tenía el ímpetu del que siente claramente una vocación artística y quiere, además, abrirse camino, y luego perdió la ilusión y cayó en la rutina profesional, de la que sólo muy de tarde en tarde lograba despertar y, con cierta dificultad, sacudirse; tal vez aspiraba a ser considerado un artista, y se encontró convertido en un artesano a sueldo, pero no creo que sea fácil descubrir lo que ocurrió: no conozco un solo escrito firmado por Clarence Brown ni he leído nunca una entrevista con él; nada sé de sus gustos, su concepción del cine, su manera de ser o su biografía privada, y los contados trabajos que he leído acerca de él son singularmente parcos y discretos, por no decir pobres, en este tipo de información. Ni siquiera hay indicios —porque no era tan famoso y respetado como Chaplin, Eisenstein, Rene Clair, Dovjenko, King Vidor, Dreyer, Vertov, Murnau, Flaherty, Fritz Lang, Sternberg, Stroheim, Borzage, Ford, Wellman, Keaton, M. Tourneur, Lubitsch, Abel Gance, Griffith, Rex Ingram, Fred Niblo, Herbert Brenon, Howard Hawks, Hitchcock, Renoir, Pudovkin, Stiller, Sjöström, Pabst, Harold Lloyd, Dwan, Walsh, Cecil B. DeMille, William C. de Mille, Benjamin Christensen, Henry King, W. S. Van Dyke, Tod Browning, Harry Langdon, John M. Stahl, Marshall Neilan, Paul Leni, etc., sin duda muchos más— de que lamentase públicamente la llegada del sonido y creyese que tal acontecimiento era una catástrofe que suponía la muerte del verdadero arte cinematográfico. Tal vez lo pensase, pero no se manifestó al respecto, o sus declaraciones no tuvieron eco.
Ni Brown era un teórico del «séptimo arte», ni parece probable que aspirase a sentar cátedra en ningún momento de su vida, ni pasó nunca por un «vanguardista», por lo que no hay base para conjeturar que el fin del arte mudo le desmoralizase hasta el punto de empujarle a la rutina y el conformismo —y no conviene exagerar, que tampoco es tan rutinario su trabajo—, ni a seguir su carrera con una prematura actitud resignada tipo «el cine ya no es lo que era», sobre todo teniendo en cuenta que tampoco se le puede considerar como uno de los auténticos pioneros, ni cabe contarle entre los fundadores del lenguaje poético del mudo. Era, más bien, un estilista, menos original que Maurice Tourneur o John H. Collins, y siempre tuvo una orientación comercial muy clara, sin pruritos experimentales.
Todo esto puede hacer pensar que no vale la pena mejorar el conocimiento de su obra, cuando en realidad lo que pretendo con estas líneas es invitar a superar la pereza que, indiscutiblemente, puede producir la parte de su carrera que conocemos mejor. Aunque no estoy dispuesto a lograrlo a costa de crear falsas expectativas que, lógicamente, se verían defraudadas con contraproducente facilidad. Se puede apreciar más o menos —y advierto que no conviene fiarse de ninguna fuente anglosajona para decidir si vale la pena molestarse en verlas— The Rains Came (Vinieron las lluvias, 1939), The Human Comedy (La comedia de la vida, 1943), Anna Christie (Ana Christie, 1930), Inspiration (Inspiración, 1931), To Please a Lady (Indianápolis, 1950), Romance (Romance, 1930), The White Cliffs of Dover (Las rocas blancas de Dover, 1944), Intruder in the Dust, Pasión inmortal, Plymouth Adventure (1952), The Yearling, Fuego de juventud, María Walewska, Anna Karenina (Ana Karenina, 1935), Edison, the Man (Edison, el hombre, 1940), They Met in Bombay (1941), etc., que cito en desorden cronológico y sin valoraciones, pero su obra muda —por la exigua porción de ella que conozco, y sin contar las dirigidas por Maurice Tourneur que en parte co-dirigió, o en las que tuvo a su cargo la segunda unidad, porque claramente no son proyectos suyos— pertenece a otra categoría, está a otro nivel, y merece ser considerada con independencia de su carrera posterior.
The Eagle (El águila negra, 1925), El demonio y la carne y La mujer ligera son tres películas excelentes, suficientemente originales e intensas como para atribuirle a su director un nivel muy superior al que le asigna el conjunto de su filmografía. Para los críticos de la época, su irrupción debió ser casi una revelación, y encerrar todo género de promesas: no sólo tenía, aparentemente, ambición y estilo, sino que era un buen narrador y su talento indicaba suficiente versatilidad como para pasar de una película de acción a un melodrama intenso e intimista y, a continuación, brillar en una comedia que prefigura las de los años 30, o para combinar con éxito el humor y el dramatismo dentro de una película o incluso en el curso de una misma escena, con total naturalidad. Rapidez y fluidez, imágenes fulgurantes, sentido plástico sin caer en el esteticismo, interés por la forma sin olvidar la buena conducción del relato, complejidad de personajes manteniéndoles inteligibles, soltura en la dirección de actores —como atestiguan las películas de Stiller, Pabst, Goulding, etc., Greta Garbo era mejor actriz silenciosa que sonora, al menos hasta que Mamoulian, Cukor y Lubitsch se ocuparon de ella; no, desde luego, con el Brown de los años 30— son algunos de los rasgos que comparten estas tres películas, por lo demás tan diferentes entre sí como los géneros a los que se pueden adscribir. Tienen, sobre todo, un aliento unitario, un paso decidido, que hace que recorran el camino entre su inicio y su final sin una vacilación, sin un bache, a diferencia de la tendencia al estancamiento o a los tropezones que desde muy pronto —Ana Christie es un ejemplo típico— limitan la obra sonora de Clarence Brown. Por eso sería oportuno ver más películas suyas del período silencioso, así como algunas de los años 30, arriesgándose a tener que soportar con paciencia no recompensada alguna equivalente a Edison, el hombre, La comedia de la vida e Indianápolis, probablemente las más aburridas obras de Brown que conozco, tan bienintencionadas y «respetables» como desprovistas de interés, y en general con reputación algo más respetable que las preferibles Plymouth Adventure, They Met in Bombay, Inspiración o Romance.
Lo peor es que no hay referencias fiables: sin proponerme como tal, encuentro prescindibles y más bien mediocres y poco estimulantes Las rocas blancas de Dover, Ana Christie, María Walewska, Fuego de juventud e incluso la exótica Vinieron las lluvias, que rehízo peor Jean Negulesco, como The Rains of Ranchipur (Las lluvias de Ranchipur); en cambio, encuentro verdaderamente interesante —y no goza ahora de buena fama— su versión de Ana Karenina, pese a ser sensiblemente inferior a la muda de Goulding con la misma Greta Garbo. Resulta desconcertante que sus trabajos con esta actriz comprendan tanto algunas de las mejores películas de toda su carrera como algunas de las menos convincentes, pasando por los valores intermedios. Y no consigo entender cómo, casi veinte años después de su mejor momento, ya en el ocaso de su trayectoria profesional, con un reparto extraño —muy buenos actores, sobre todo Katharine Hepburn, pero muy distintos entre sí y escasamente compatibles: quizá eso mismo les ocurría a los personajes históricos que representan—, con una historia difícil y en un género tan altamente peligroso como la biopic, y encima con biografiados de una profesión que los guionistas de Hollywood de los años 40 eran tan proclives a escorar hacia la hagiografía pura y simple, logró hacer una película que encuentro tan certera y emocionante —con independencia a que responda a la realidad o no, que para saber acerca de Schumann y Brahms prefiero leer libros— como Pasión inmortal.
Parece, pues, que no hay escapatoria: el que desee saber si Clarence Brown fue un buen director, o tenga interés en calibrar hasta qué punto, ya puede resignarse, porque no tiene más remedio que armarse de paciencia y buena voluntad e intentar ver todas sus películas, sin fiarse de nadie.
Miguel Marías
Dirigido por… nº 208, diciembre-1992
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gregor-samsung · 5 years
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Mio padre, mio nonno, cos’hanno visto? Hanno vissuto la loro esistenza in modo uniforme, sempre uguale. Un’unica vita dal principio alla fine, senza picchi, senza capitomboli, senza sconvolgimenti né pericoli, una vita fatta di piccole tensioni, di trasformazioni impercettibili; con lo stesso ritmo quieto e pacifico l’onda del tempo li ha portati dalla culla alla tomba. Hanno vissuto nella stessa terra, nella stessa città e quasi sempre persino nella stessa casa; ciò che accadeva fuori, nel mondo, si svolgeva in fondo solo sui giornali, senza mai bussare alla loro porta. Naturalmente anche ai loro tempi scoppiava qualche guerra in qualche parte del mondo: ma era una guerra piccola se paragonata alle dimensioni odierne, e avveniva lontano, oltre i confini, non si sentiva il rombo dei cannoni, e dopo sei mesi era finita, dimenticata, una foglia secca della Storia, e ricominciava da capo la solita, vecchia vita. Noi invece abbiamo vissuto tutto senza ritorno, e di ciò che c’era prima non è rimasto nulla, nulla si è ripetuto; a noi è stato riservato al grado massimo il privilegio di prendere parte a tutto ciò che la Storia distribuisce di solito con parsimonia, ora a un solo paese, ora a un solo secolo. Una generazione poteva aver vissuto tutt’al più una rivoluzione, un’altra un putsch, la terza una guerra, la quarta una carestia, la quinta una bancarotta di Stato – e alcuni paesi benedetti, alcune generazioni fortunate addirittura niente di tutto ciò. Noi, invece, noi che oggi abbiamo sessant’anni e a dire il vero avremmo de jure ancora un po’ da vivere, cosa non abbiamo visto, cosa non abbiamo patito, cosa non abbiamo vissuto sulla nostra stessa pelle? Abbiamo percorso da cima a fondo il catalogo di tutte le catastrofi pensabili (e ancora non siamo giunti all’ultima pagina).
Stefan Zweig, Il mondo di ieri. Ricordi di un europeo, (Cura e traduzione di Silvia Montis), Newton Compton editori s.r.l., ebook 2013 [Libro elettronico]
[ Edizione originale: Die Welt von Gestern. Erinnerungen eines Europäers, S. Fischer Verlag, Stockholm, 1942 ]
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modo7 · 5 years
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Box Boy!
Diversión al cubo
La navaja de Ockham (también llamado principio de parsimonia) es un principio metodológico y filosófico según el cual ante un problema con varias soluciones, en igualdad de condiciones la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta. Es un principio que se basa en el reduccionismo, en el hecho despojar de todos los complementos y variables complementarias para…
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